Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1956
Vol. IV, número 13
páginas 72-85

Máximo Castro Turbiano

Ortega y Gasset y el tema de la razón

Una de las contribuciones más importantes de Don José Ortega y Gasset al acervo de la filosofía contemporánea es el de su famosa doctrina de la razón vital.

¿Qué es la razón vital? ¿Cuál es la función que está destinada a ejercer dentro de la temática filosófica de nuestros días? ¿Qué motivos indujeron al gran pensador español a concebir esta forma de razón? ¿Cuáles son los problemas que trata de resolver? He aquí algunas de las preguntas que el tema sugiere al estudioso de Ortega y en general al cultivador de la filosofía,

Comencemos por declarar que el tema de la razón es de importancia filosófica fundamental, por cuyo motivo atraviesa toda la historia de la filosofía y constituye uno de los llamados problemas eternos. Para nadie es un secreto que la filosofía, como actividad específica del hombre, surgió en el momento en que algunos espíritus pensadores confiaron en el poder de la razón como instrumento capaz de resolver los enigmas del universo, y se entregaron a la tarea de buscar un conocimiento cabal de la realidad. ¿Hasta qué punto y dentro de qué limites la razón podía satisfacer este anhelo de conocimiento total y absoluto? He aquí una pregunta que ha sido hecha reiteradamente casi desde los orígenes de la filosofía y a la cual no se le ha dado todavía una respuesta definitiva. En efecto. la doctrina de la razón vital es una tentativa de solución, al menos parcial de esta gigantesca aporía.

Me parece que el único medio de juzgar en toda su amplitud la significación de la doctrina orteguiana consiste en reseñar brevemente la historia del problema de la razón, pues esta doctrina surge en un momento determinado de la evolución del pensamiento humano, teniendo en cuenta todo su pasado. Estoy seguro que para Parménides o para cualquiera de sus contemporáneos hubiera sido imposible concebir la doctrina de la razón vital, pues aunque es innegable que existen determinadas tesis que se repiten invariables a través de la historia, resulta también indudable que toda doctrina original y significativa sólo puede surgir en determinado momento del devenir histórico, como hija del pasado y madre del porvenir. Para mayor claridad conviene que digamos unas palabras acerca de la distinción entre lo mecánico y lo histórico. Todo lo físico es en principio reversible, aunque no siempre lo sea de hecho. Esto quiere decir que las cosas pueden ocurrir dentro de una serie indefinida de órdenes de sucesión. [73] En lo histórico, los sucesos no pueden ocurrir en cualquier orden, sino que siguen inflexiblemente un determinado sistema de precedencias, una serie irreversible de etapas. Este es el sentido de la temporalidad histórica cuya esencia se capta con nitidez cuando se advierte la imposibilidad de llegar a ser hombre sin haber sido niño. Esto explica también la razón por la cual ciertas ideas no pueden surgir antes de haber aparecido otras que han de precederlas inexorablemente. En este caso se encuentra la razón vital que no podía ser pensada antes sino después de haber sido escrita «La Crítica de la razón pura» de Kant.

Creo que lo dicho anteriormente justifica una breve incursión en la historia del problema de la razón para hacernos comprensible la posición que ocupa la doctrina de la razón vital dentro de la totalidad de la filosofía. Pero antes de emprender este camino adelantemos algunas de las conclusiones a que nos ha de llevar dicha investigación, las cuales presentaremos a manera de hipótesis que la investigación histórica tratará de aclarar y justificar.

A nuestro juicio la doctrina de la razón vital viene a tender un puente entre doctrinas contrapuestas, unilaterales e insuficientes. Ortega, discípulo primero de Wundt y posteriormente de Herman Cohen, el gran neokantiano de la escuela de Marburgo, conoció cabalmente el idealismo logicista, advirtiendo sus méritos y su insuficiencia. Los grandes temas de la historia y de la vida que irrumpieron en el escenario filosófico con las obras de Nietzsche y Bergson, primero, y posteriormente con Dilthey, lo convencieron de la insuficiencia del racionalismo clásico y logicista para manejar los problemas del hombre y de la historia. Pero Ortega conoció también la marejada del irracionalismo que, amurallado en la tesis de la incompetencia de la razón para conocer la vida, pretendió destronar al logos del imperio de la filosofía. Y esta corriente le pareció también fundamentalmente errada. Era necesario replantear el problema, con el siguiente resultado.

La incompetencia del racionalismo clásico para el conocimiento de la historia y del hombre nace de la falaz pretensión de aplicar a estos temas los conceptos e instrumentos lógicos de la razón física. Pero la razón no puede ser encerrada dentro de estos estrechos límites. Es posible interpretar la razón de un modo más flexible y dotarla de un nuevo instrumental lógico. La razón no sólo es capaz de conocer la historia y el hombre, sino que es algo más que un instrumento del conocimiento teórico. La vida no es únicamente actividad cognoscitiva, sino problematicidad, programa, necesidad perpetua de decidirse. La razón ilumina a la acción. La razón está en la vida. Es la vida misma. Esta razón se mueve en lo singular, en lo concreto, en la peculiar estructura del individuo y su circunstancia, y se distingue de la razón abstracta por estar dirigida hacia la acción inteligente teniendo en cuenta las metas vitales, es decir, la problematicidad y los objetivos del hombre real instalado en la existencia. El conocimiento teórico da sólo un aspecto, una faceta de la actividad inteligente del hombre. La actividad vital desborda en todos sentidos los estrechos límites del saber teorético, y con ella también los desborda la razón, [74] pues la razón es consustancial a la vida humana y la penetra en todos sus aspectos.

Tal es en apretado esquema la naturaleza y el objeto de la razón vital orteguiana. Es algo más que razón histórica. Con ella no sólo pretende Ortega hacer comprensible la historia, haciendo de la razón un instrumento más eficaz y flexible capaz de interpretar lo humano en su aspecto objetivo, sino que la contempla desde lo interior del hombre como la actividad que lo ilumina en todos sus actos. La razón es la función que nos integra con la realidad y es capaz de operar tanto en lo concreto y singular de cada situación como en lo universal y abstracto.

Una vez señalado el problema que la razón vital trata de resolver, que no es otro que el del antagonismo de doctrinas en parte falsas y en parte verdaderas, las cuales pueden ser sintetizadas dentro de una nueva concepción que contenga lo verdadero de cada una de ellas, eliminando lo erróneo, pasemos al examen histórico del problema de la razón.

Los primeros filósofos griegos, dotados de una ingenua confianza en el poder investigador del pensamiento, se plantearon el problema del ser, y habiendo llegado a la profunda idea de sustancia, trataron de vislumbrar a través de la realidad empírica, cambiante y multifacética, un fondo invariable, permanente, inmutable. Así, desde el orto de la filosofía, se abrió paso la distinción entre lo aparente y lo real, entre el efímero mundo cambiante de la experiencia sensible, y el mundo real, transempírico, que el pensamiento era capaz de descubrir siguiendo las normas lógicas de la razón. Aunque las respuestas fueron múltiples, todas se sustentaban en un principio común: la idea de sustancia.

Esta firme confianza en la razón de los filósofos griegos, sufrió su primera gran conmoción con el advenimiento de la sofística. La sofística floreció en las ciudades donde era muy activa la vida social y política.

Para los sofistas, lo importante no era la búsqueda de la verdad, sino el ejercicio eficaz de la persuasión. Los más hábiles defendían con gran destreza y con fuerza probatoria aparentemente igual el pro y el contra de cualquier doctrina.

Para comprender la importancia que este movimiento tuvo en el gran público, basta recordar que los sofistas fueron numerosos, que tuvieron centenares de discípulos, y que percibían honorarios por sus enseñanzas, cosa que no hubiera sido posible si la sofística no hubiera disfrutado de una gran popularidad.

La sofística constituía un desafío a la razón que se obstinaba en buscar una verdad única y valedera para todos los hombres. Es muy probable que, entonces como ahora, la diversidad de opiniones entre los filósofos favoreciera mucho la difusión y el auge de estas corrientes negativas y relativistas.

Los sofistas conocieron dos pensadores originales y profundos [75] cuya grandeza consiste en haber pretendido justificar plenamente el relativismo filosófico: Fueron ellos Protágoras y Gorgias. Limitémonos aquí al estudio de Protágoras, por ser a nuestro juicio el más importante. Además, Gorgias no hace otra cosa que llevar hasta sus últimas consecuencias el pensamiento de Protágoras.

Protágoras advirtió con certera visión que toda experiencia es personal, resultando erróneo hablar de una experiencia pública. Todo juicio que refleje mi experiencia es verdad para mi, y tiene un valor igual al de cualquier otro juicio que se le contraponga. No existe una verdad impersonal que sirva de patrón para decidir entre opiniones divergentes o contrapuestas. Tal es el sentido de su sentencia: «el hombre es la medida de todas las cosas», en la cual la palabra hombre hay que tomarla como referida al individuo y no a la especie.

La doctrina de Protágoras tiene repercusiones que llegan hasta nuestros días. Parte de una base inconmovible: que toda experiencia es experiencia de primera persona de singular, pero escamoteando la función del pensamiento racional, concluye con la negación de la posibilidad de un saber público, en el sentido de conocimiento valedero para todos los hombres.

Husserl ha advertido con justeza que todo relativismo tiene su asiento en el protagorismo. La fenomenología, al abordar el problema de la intersubjetividad, se encontró frente a frente con la roca del protagorismo y tuvo que recurrir a una especie de armonía preestablecida para saltar de las evidencias de la conciencia individual a los juicios de valor universal.

En el mismo sentido, todo empirismo, si se lleva con inexorable lógica hasta sus últimas consecuencias, recae necesariamente en las tesis de Protágoras como han mostrado los más agudos críticos del positivismo lógico. Bertrand Russell lo ha comprendido así y en su reciente obra titulada «El conocimiento humano: su jurisdicción y límites» ha escrito lo que sigue: «El deseo de escapar a la subjetividad en la descripción del mundo (deseo que yo comparto) ha despistado a muchos filósofos modernos (al menos eso es lo que me parece) en relación con la teoría del conocimiento. Encontrando sus problemas desagradables han negado la existencia de estos problemas. Que los datos son privados e individuales es una tesis que nos es familiar desde Protágoras. Esta tesis se ha negado porque se ha creído, como Protágoras creía, que si se acepta debe conducir a la conclusión de que todo conocimiento es privado e individual. Por mi parte, al paso que admito la tesis, niego la conclusión, como trato de mostrar en las páginas siguientes».

Estas palabras del gran filósofo inglés nos testimonian que los problemas planteados por Protágoras tienen todavía no poca vigencia y actualidad.

En lo que respecta a la filosofía griega, no cabe duda que la sofística representó un obstáculo gigantesco que se interpuso al progreso de la especulación constructiva, dando origen a una verdadera crisis de la filosofía. Tan cierto es esto que la labor filosófica de Sócrates, Platón y Aristóteles, [76] sólo es plenamente comprensible si se la relaciona con la sofística. El pensamiento de estos tres grandes maestros florece y se inspira en una ardiente polémica con los sofistas. Para aquilatar esta apreciación en su justo valor, basta recordar el lugar que ocupa la discusión con los sofistas en el conjunto de la obra platónica.

Sócrates, el antisofista por antonomasia, se esforzó en construir una doctrina acabada del concepto y la definición que sirviese de basamento indestructible a los juicios de validez necesaria y universal. Platón, su discípulo inmortal, lo siguió por este camino. El mundo de las ideas o formas arquetípicas en que culmina su filosofía, se levanta con la pretensión de una fortaleza inexpugnable al empirismo y relativismo protagóricos.

Sin embargo, es el portentoso genio de Aristóteles el que da el golpe de gracia a la sofística. Este golpe de gracia lo constituye la creación de la lógica, pues la finalidad última del estagirita fue superar las sutilezas de la sofística, elaborando una doctrina del pensar recto y válido.

Para comprender la misión y función de la lógica aristotélica en la historia del pensamiento filosófico, es necesario plantear previamente el problema de la necesidad y universalidad del juicio.

El problema de la necesidad y universalidad del juicio presenta dos planos: el objetivo u ontológico y el subjetivo o gnoseológico.

Desde el punto de vista objetivo, un juicio es universal y necesariamente válido, cuando lo que se predica de una clase no presenta ni puede presentar excepción alguna. Es la negación absoluta de la contingencia y de la probabilidad.

Durante siglos se ha mantenido la existencia de este tipo de juicios en lo que respecta al mundo real. La famosa doctrina de los juicios sintéticos a priori, desarrollada por Kant en la «Crítica de la razón pura», es un ejemplo magnífico en defensa de esta posición.

En la actualidad, la mayoría de los lógicos y teóricos de la ciencia sostienen la contingencia de todos los juicios referidos a la realidad. Las proposiciones científicas, según este modo de ver, no son necesarias y universalmente válidas, sino más o menos probables, aunque en ocasiones la probabilidad es tan alta que equivale prácticamente a la certidumbre. En otras palabras, todos los juicios sintéticos, son a posteriori.

Únicamente en la esfera de los objetos ideales, o lo que es lo mismo, solamente en el campo de la lógica formal y de las matemáticas puras, los juicios que integran el contexto de la ciencia, tienen validez necesaria y universal. Esto equivale a decir, en lenguaje técnico, que los juicios analíticos son los únicos de los que puede aseverarse racionalmente la necesidad y universalidad.

Dejemos por el momento el problema de saber si existen en el campo de las ciencias reales ciertas proposiciones sintéticas de validez universal y necesaria. [77] Este problema es de capital importancia, ya que de su solución depende la posibilidad de construir una lógica material que complemente y ensanche la esfera de acción de la lógica formal, pero su discusión nos llevaría demasiado lejos, desviándonos de nuestro objetivo inmediato.

Pasemos pues a la necesidad y universalidad desde el punto de vista gnoseológico o subjetivo. Universalidad y necesidad desde el punto de vista subjetivo significa que cualquiera que sea el «valor de verdad» de una determinada proposición, este valor es necesariamente el mismo para todos los observadores o sujetos pensantes. Si las proposiciones de la ciencia son meramente probables, cada proposición tiene necesariamente el mismo grado de probabilidad para todos los observadores o sujetos pensantes. Es imposible que su grado de probabilidad o «valor de verdad» sea distinto para dos observadores cualesquiera.

A mi juicio esta distinción entre la necesidad y la universalidad en los órdenes objetivo y subjetivo es de capital importancia y de significación decisiva para superar la gran confusión que reina en muchas disciplinas filosóficas en las que numerosos debates no tendrían razón de ser si se advirtiese que la contingencia objetiva es perfectamente compatible con la necesidad y universalidad subjetivas.

La necesidad y universalidad del juicio considerado en su aspecto subjetivo es la condición sine qua non del conocimiento público, vale decir de un saber igualmente verdadero para todos los hombres.

El saber científico y filosófico pretende por su misma esencia poseer aquella objetividad y validez pública que se manifiesta hasta en la forma y naturaleza de sus enunciados.

Ahora bien, lo que la lógica aristotélica realiza cumplidamente es la fijación de los principios y condiciones del saber público. En efecto, toda la lógica y la filosofía aristotélica tienen como base de sustentación el principio de contradicción, magistralmente establecido por el estagirita. Helo aquí: Es imposible que una cosa sea y no sea al mismo tiempo.

Adviértase que este principio se refiere a las cosas, y que no es en esta formulación un principio lógico, sino ontológico. Es, sin embargo, la razón la que, al fijar su mirada en la esencia del ser, reconoce de inmediato la imposibilidad de que una cosa sea y no sea al mismo tiempo. El principio lógico, según el cual los juicios contradictorios no pueden ser verdaderos a la vez, se deriva del ontológico y en él se fundamenta.

Ninguna ley psicológica establece que el pensamiento no se contradice, pues de hecho los hombres se contradicen a cada instante. Pero si el pensamiento ha de ser pensamiento lógico, es decir, pensamiento ceñido a las condiciones de la verdad y la objetividad, debe ser cabalmente coherente. La función de la razón consiste en adecuar el pensamiento a las condiciones objetivas de la verdad y del ser. De este modo el pensamiento lógico se distingue del mero pensar como actividad psicológica. [78]

A primera vista el principio de contradicción tiene un carácter tan perogrullesco que muchos estudiantes ven en la lógica la ciencia inútil de lo obvio y se apartan apresurados de ella en busca de algo más sustantivo. ¿A quién –afirman los despreciadores de la lógica– se le ha ocurrido decir que una cosa pueda ser a la vez negra y no negra?

Indudablemente, el principio de contradicción se presenta a la inteligencia con los rasgos ineludibles de la evidencia, de donde se desprende su manifiesta obviedad. Pero si meditamos un poco, las dificultades comienzan a surgir. En efecto, la contradicción puede manifestarse en una serie de etapas o escalas que nos distancian progresivamente de su obviedad primaria. Veamos esta escala. Tomemos primero la contradicción en que puede incurrir un sujeto en dos juicios consecutivos. Después, la contradicción en que puede incurrir un mismo sujeto en juicios formulados mediando entre ellos un intervalo de tiempo más o menos largo. Finalmente tenemos la contradicción entre juicios formulados por distintas personas en diferentes condiciones de tiempo y lugar. Para comprender este incremento de la dificultad es suficiente recordar las numerosas contradicciones que han encontrado los críticos en las obras de los pensadores más eminentes, lo cual sería imposible si el principio de contradicción fuese de tan obvia aplicación.

Sin duda el caso más difícil de aplicación del principio, ocurre cuando se trata de juicios formulados por distintas personas. Tomemos un ejemplo: Supongamos que una serie de observadores contemplan una moneda, desde distintas posiciones. Cada uno observará una forma distinta. En tal virtud, mientras un observador podrá afirmar ciñéndose a la más pura observación objetiva, que la moneda es circular, otros, no menos fieles a la pura descripción objetiva, podrán asegurar que la moneda no es circular. Nos encontramos pues en presencia de un problema que testimonia las dificultades que presenta la aplicación del principio de contradicción, pese a su aparente obviedad.

¿Cómo resolver la contradicción entre los que afirman y los que niegan la circularidad de la moneda, teniendo en cuenta que ambos bandos se parapetan en la pura descripción objetiva de la forma de la moneda?

Sin duda, el principio de contradicción es susceptible de una serie de restricciones, que permiten evadir la contradicción en estos casos. El mismo Aristóteles, señaló algunas de estas restricciones. Por ejemplo, en el caso de la moneda podemos decir que no puede ser a la vez circular y no circular contemplada desde un mismo punto de vista, pero no en otros casos. Sin embargo, esto sería violar la misma esencia del principio de contradicción, pues al introducir el punto de vista, introducimos al observador y recaemos en el relativismo y la verdad individual por oposición a la verdad pública. Por consiguiente, las restricciones tienen que seguir una norma invariable a saber: fundarse en la naturaleza de las cosas y excluir al observador.

Un nuevo ejemplo aclarará este punto de vista. Supongamos que dos observadores contemplan un rostro y mientras uno de ellos afirma que es bello, [79] el otro nos asegura que es feo. Estos juicios se contradicen implícitamente entre sí, y la contradicción no puede ser resuelta, sin ciertas restricciones complementarias. Pero recordemos que todo rostro tiene frente y perfil, y puede ser bello de frente y feo de perfil o viceversa. De este modo la contradicción se desvanece sin introducir elementos que incluyan el punto de vista del observador.

De lo dicho se infiere que las restricciones al principio de contradicción tienen un límite que no puede ser traspasado, pues de lo contrario su eficacia se desvanecería en un regreso al infinito. Este límite lo constituye la validez y necesidad en el orden subjetivo, excluyendo al observador, como condición de la verdad pública e impersonal.

Aristóteles, pues, dio un golpe mortal a la sofística, ganando la primera gran batalla de la razón que le permitió construir el portentoso edificio de su sistema.

Sin embargo, recordemos que si el principio de contradicción establece las condiciones que tiene que llenar todo grupo de juicios para ser verdaderos a la vez, no por eso el problema del conocimiento ha sido resuelto. Los principios lógicos determinan las condiciones necesarias, pero no suficientes de la verdad.

Por eso, el segundo gran movimiento contra las posibilidades del saber racional, lo constituye el escepticismo. Los escépticos reconocieron la validez de la lógica formal y se apoyaron en ella para combatir a los dogmáticos. Su caballo de batalla consistió en la diversidad y contraposición de los sistemas filosóficos. Puesto que las afirmaciones de los filósofos no son coherentes entre sí, no pueden ser todas a la vez verdaderas. De esta manera, en manos de los escépticos, el principio de contradicción, erigido por Aristóteles como base de sustentación de la filosofía, se convirtió en un ariete destructor de las pretensiones de la razón constructiva.

Para triunfar del escepticismo dos cosas son necesarias: la construcción de una teoría efectiva del conocimiento y de una lógica material. Ninguna de estas cosas fueron capaces de realizar los filósofos antiguos. Por eso la filosofía antigua, después de la muerte de Aristóteles, se esterilizó en una polémica infecunda hasta penetrar en la Edad Media.

La filosofía de la Edad Media, desligándose del escepticismo, fue ganando lentamente en amplitud y profundidad, hasta culminar en la poderosa construcción sistemática de Santo Tomás. Con el aquinatense la razón penetra triunfalmente en el santuario de la iglesia y se convierte en rectora de la cultura universal. El intelectualismo tomista es aún más sustantivo que el cartesiano pues para aquél Dios es la razón misma, mientras que en Descartes resuena el voluntarismo escotista.

Pero el escepticismo volvió a levantar la cabeza tras los velos del dogma no mucho tiempo después. Me refiero a los llamados escépticos del siglo XIV, [80] entre los cuales el más conspicuo fue Nicolás de Autrecourt, quien ha sido llamado con razón el Hume medieval.

De Autrecourt reconoció la validez del principio de contradicción y de la lógica formal, pero puso de manifiesto su insuficiencia para el conocimiento de la realidad. En el discurso puramente lógico la certeza se produce por la identidad total o parcial de los antecedentes con los consecuentes, pero no puede establecerse conexión lógica entre la existencia y la no existencia de una cosa y la existencia o no existencia de otra distinta. En el mismo sentido las inferencias de la causa al efecto o del efecto a la causa carecen de validez lógica, pues el principio de causalidad traspasa la esfera de validez de la lógica formal.

Con estos antecedentes entramos en la época moderna. De una parte la poderosa argumentación de los escépticos que no fue nunca refutada de un modo cabal, mereció la consideración de los modernos como se advierte claramente en Descartes quien reproduce sus principales argumentos en la formulación de su duda metódica. Por otra parte el colapso que sufrieron la física y la astronomía antiguas en manos de Copérnico y Galileo, hicieron necesario replantear el problema del conocimiento en toda su amplitud. Por eso la época moderna desde Descartes hasta las postrimerías del siglo XIX se caracteriza por la primacía del problema del conocimiento.

La investigación del problema de los orígenes del conocimiento dio nacimiento a dos poderosas escuelas rivales, la racionalista y la empirista.

Los filósofos racionalistas deslumbrados por el desarrollo y certidumbre del conocimiento matemático, creyeron que la razón formal, regida exclusivamente por los principios de la lógica clásica, era capaz de conocer la realidad, en sus leyes, naturaleza y estructura últimas. Tal fue la concepción de Descartes, Spinoza y Leibniz.

Desde la otra banda, los filósofos empiristas, sobre todo Hume quien llevó hasta sus últimas consecuencias los principios del empirismo, mostraron la insuficiencia de la razón formal para la construcción del conocimiento real. Pero, por otra parte, como atestiguan las consecuencias de Hume, la experiencia es inadecuada para darnos un saber consistente y válido de la realidad en su totalidad. El resultado final es el escepticismo o la sustitución del imperio de la razón por el de la fe animal de que nos habla Santayana.

A nuestro juicio, los empiristas y racionalistas incurrieron en un mismo error. Ambos identificaron la razón con el conjunto de operaciones discursivas de la lógica formal.

Es fácil mostrar que no existe fundamento alguno para esta distinción. La razón puede ser definida como la facultad que comprende el conjunto de los actos y operaciones que realiza el entendimiento para la formación del conocimiento y la dirección eficaz de la actividad vital consciente.

La razón no puede ser reducida a la simple función discursiva de la deducción. [81] Su función en este caso sería simplemente mecánica y podría ser sustituida por una máquina. Ya existen máquinas de deducir como existen máquinas de calcular y de jugar al ajedrez. El profesor Mace considera posible que dentro de algunos años el campeonato mundial de ajedrez sea conquistado por una máquina.

Además de la deducción, la inducción debe ser considerada como una actividad puramente racional, y no como un hábito irracional al modo de Hume. Pero no es esto todo. La inducción y la deducción no agotan el repertorio funcional de la razón. Existe además la función racional lógico-constructiva que consiste en hallar soluciones adecuadas a determinados problemas y dificultades. Estas operaciones son racionales, y, sin embargo, no consisten en deducir ni en inducir, sino en construir fórmulas y esquemas que satisfagan todas las condiciones de un problema.

Hagamos en este punto un alto en el camino recorrido para resumir la evolución del problema de la razón, separándola por etapas.

La primera etapa es la construcción de la doctrina de la razón formal para superar la gran crisis planteada a la filosofía por la sofística. Esta misión fue cumplida por la lógica aristotélica, que fijó los principios y las condiciones de un saber universalmente válido para todos los hombres. Esta razón deductiva fundamenta el conocimiento en la esfera de los objetos ideales, sirviendo de base a la lógica y a las matemáticas.

Debemos recordar, sin embargo, que la lógica aristotélica no agota en su totalidad el campo del pensamiento discursivo. Los lógicos y matemáticos modernos han mostrado que el razonamiento silogístico sólo abarca una parte del inmenso territorio del pensamiento deductivo. Esta insuficiencia de la lógica aristotélica ha sido superada por la lógica matemática contemporánea. Vemos, pues, como aún dentro del estrecho círculo del pensamiento deductivo, la esfera de la razón es incomparablemente más extensa y compleja de lo que se creyó durante dos milenios.

Habiéndose advertido, posteriormente, que la lógica formal era insuficiente para la formación del conocimiento natural, cosa que ya fue notada por los escépticos, se puso de manifiesto la necesidad de construir una lógica material y elaborar las bases de una teoría efectiva del conocimiento real. La tentativa de los filósofos racionalistas para investigar y conocer la realidad por medio de la razón matemática, que es una de las especies de la razón formal, fracasó totalmente. Pero también fracasó el empirismo que creyó que la experiencia y la razón formal eran suficientes para la elaboración de una teoría de la ciencia.

Pero los hombres, utilizando la lógica inmanente del pensamiento real habían construido el portentoso edificio de la ciencia natural. Quedaba a la filosofía la difícil e imprescindible tarea de justificar y fundar el conocimiento científico-natural.

Esta fue la empresa llevada a cabo por Kant en la Crítica de la Razón Pura. [82] Aunque sus conclusiones puedan ser muy discutibles, le cabe el mérito de haber planteado en toda su amplitud los problemas del conocimiento y de la lógica material.

Kant se limitó, sin embargo, al planteamiento de los problemas de la razón material física. Su filosofía es un ensayo de fundamentación del conocimiento físico-matemático.

Ahora bien ¿es posible hacer extensiva esta razón física a los problemas del hombre, de la historia y de la vida? Hay razones para contestar negativamente a esta pregunta. El mismo Kant parece haberlo comprendido así al considerar inaplicables a la vida moral del hombre los principios de la razón teórica, complementándola con la doctrina de la razón práctica.

A pesar de ello, desde Kant hasta las postrimerías del siglo XIX los científicos y los filósofos se entregaron a la tarea de construir una ciencia de la historia, de la vida y del hombre utilizando los instrumentos conceptuales de la razón física. Este intento parece estar destinado al fracaso, pues el análisis detenido y profundo llevado a cabo por una serie de investigadores eminentes ha mostrado las limitaciones de la razón física para penetrar eficazmente en estos dominios, a pesar de la resistencia que ofrecen los empiristas lógicos, quienes mantienen insistentemente el principio de la unidad metódica de la ciencia.

Frente a esta situación problemática, caben dos actitudes. Declarar incompetente a la razón para conocer la historia y la vida buscando otras vías irracionales al saber, o construir una nueva teoría de la razón, mostrando las estrecheces de la razón física, pero señalando, al mismo tiempo, que la razón como instrumento esencial del espíritu carece de límites jurisdiccionales, pues su esfera de acción es coextensiva a la vida.

Ya Dilthey había mostrado la necesidad de elaborar una «Crítica de la razón histórica», pero no dio cabal cumplimiento a su empresa. Por otra parte, su obra se resiente de un velado historicismo relativista.

Muchos han seguido el camino del irracionalismo, principalmente Henry Bergson. No ocurre lo mismo con Ortega. Desde sus primeros escritos señaló las insuficiencias de la razón física para el conocimiento de la vida y de la historia, pero nunca pretendió sustituirla por medios cognoscitivos de tipo irracional.

Finalmente nos legó su doctrina de la razón vital. Fue, sin duda, un crítico inflexible y severo del racionalismo clásico, pero ello se debió a la estrecha concepción que tuvieron de la razón los racionalistas que pretendieron aplicar los instrumentos conceptuales del conocimiento físico a los dominios de la vida y del espíritu como sucedió en el siglo XIX con el desbordamiento cientificista del materialismo y del positivismo.

Así, pues, con Ortega y su doctrina de la razón vital, [83] de la cual es parte la razón histórica, el problema de la razón entra en una nueva etapa. Enumeremos de nuevo estas etapas:

  1. Razón formal.
  2. Razón matemática.
  3. Razón física o material.
  4. Razón histórica.
  5. Razón vital.

El problema de la razón vital no podía, pues, plantearse y comprenderse, sin el esclarecimiento previo de las cuestiones suscitadas por las etapas precedentes. Cada etapa representa un ensanche de la esfera de acción de la razón y tiene como precedente ineludible la etapa anterior. La razón matemática supone la lógica formal pura. A su vez la razón física supone a la matemática y a la lógica. La razón histórica por su parte supone a las anteriores. La razón vital supone a todas las formas de razón anteriormente enumeradas, aunque debe señalarse, desde otro punto de vista, que la razón vital es el fundamento de la razón histórica.

Este se debe a que la razón vital, siendo coextensiva a la vida contiene a todas las otras como momentos o aspectos parciales de aquélla. La razón vital representa la última etapa de la razón, pues la vida no puede ir más allá de sí misma. La vida es la totalidad última, en el sentido de que es en ella donde surge y se desarrolla todo lo demás, incluyendo la ciencia, el arte, la religión, la filosofía y la actividad práctica.

Ahora bien: Ortega no nos ha dado un tratado sistemático de la razón vital a la manera de los libros sobre lógica de Aristóteles o el Novum Organum de Francis Bacon.

Nos ha dejado únicamente un semillero de ideas dispersas en sus obras y algunos esbozos. Una de las características más notables de Ortega es la monstruosa fecundidad de su pensamiento. Su caudalosa producción está materialmente constelada de ideas. A cualquier otro filósofo le hubieran bastado unas pocas para elaborar una filosofía, desarrollándolas suficientemente. Pero cuando Ortega concibe una idea, se agolpan tantas otras en su pensamiento que no le dan tregua ni tiempo a desarrollarlas debidamente. Es una especie de Lope de Vega de la filosofía.

Por eso Ortega es el ensayista genial por excelencia. Su portentosa imaginación lo hace incapaz de acometer la empresa prolija del tratado exhaustivo y sistemático. Todas sus ideas permanecen en el estado de embriones. Ha dejado a sus discípulos la tarea de desarrollarlas. El se ha limitado al enriquecimiento del pensamiento occidental con un aluvión de filosofemas geniales que ha expuesto con prosa original y brillante en páginas que revelan el más completo señorío del arte de la expresión.

Pero volvamos a nuestro tema. Ya sabemos que la razón vital se propone como meta comprender la vida y la historia, pero esto ¿cómo se verifica? Esforcémonos por entender lo esencial del pensamiento de Ortega. [84]

Ante todo para Ortega, vivir es entender. La vida está en su totalidad impregnada de razón. Lo primario es saber a qué atenerse. Nuestra acción queda en suspenso, cuando nos falta la interpretación. La función de la razón consiste en integrar al individuo con la totalidad. En ello radica lo racional del acto vital. La vida es el órgano de la comprensión.

La razón vital desborda de la razón contemplativa. Es la razón en toda su amplitud operando como directriz vital de nuestros actos.

Puesto que en cada momento el hombre y su circunstancia representan una situación singular, concreta, única e irrepetible, la razón vital ha de funcionar dentro de este contexto.

Para ello ha de tomar contacto con la realidad, en forma de vivencia, antes de utilizar conceptos y definiciones. Sólo después vendrá la interpretación, dentro del contexto en que se manifiesta, teniendo en cuenta su peculiar naturaleza. Posteriormente, hay que referir o incluir esa realidad dentro de la totalidad de la vida; insertarla en el contexto de la existencia. Más tarde hay que buscar su esencia, separándola previamente de lo que no la ligue intrínsecamente, lo cual nos obliga a estudiarla en su concreción y circunstancialidad.

La doctrina de la razón vital pretende pues, que la razón es capaz de funcionar en lo singular y concreto, insertada en la vida, juzgando cada cosa en función de la totalidad. Por eso utiliza preferentemente la narración como el método más apropiado de adueñarse intelectualmente de las situaciones vitales.

En el prólogo a un Tratado de Montería, Ortega nos ha dado un ejemplo acabado del modo de funcionar de la razón vital. Los que quieran penetrar íntimamente en el pensamiento del maestro, deben leer estas páginas ilustrativas del método de la razón vital en acción.

En este trabajo me he propuesto únicamente estudiar la razón vital en relación con el problema general de la razón en el devenir de las historia, tratando de mostrar cómo en el curso del pensamiento filosófico a través de los siglos la razón ha ido ganando sucesivamente nuevas esferas de actividad, y cómo en cada caso estas victorias se han logrado en lucha enconada con las corrientes irracionalistas que han aparecido siempre en la palestra lo mismo en Atenas que en Berlín.

Antes de terminar, debemos señalar en qué se distingue la razón vital e histórica de Ortega de la elaborada por Dilthey.

Dilthey se propuso construir una doctrina del saber histórico para comprender la vida desde ella. Propugnaba una Crítica de la Razón Histórica Teórica.

Ortega, por el contrario, parte de la vida misma, para conocer la historia desde la vida. Como ha dicho Julián Marías, en el caso de Dilthey se trata de la razón historizada, de la razón entendida en función de la vida y de la historia. [85] En Ortega se parte de la razón como función esencial de la vida y de la historia. La razón vital comprende la razón histórica, porque la vida es esencialmente histórica.

Como es natural, la doctrina de Ortega necesita ser desarrollada. De sus discípulos, Julián Marías, que está dotado de extraordinario talento y posee una gran formación filosófica y un conocimiento acabado de Ortega, parece el más indicado para llevar a cabo esta misión. Nadie como él ha trabajado tanto por esclarecer, difundir y completar el pensamiento del maestro.

Ahora bien ¿logrará imponerse la razón vital, tal como la concibió Ortega o en alguna otra forma, en el desenvolvimiento de la filosofía del porvenir, desterrando al irracionalismo de los predios de la cultura occidental?

Confiemos en esta nueva victoria de la razón. Sin duda, las corrientes del irracionalismo han inundado la vida intelectual de Occidente desde hace más de 50 años. Pero ¿cuál ha sido el destino de la civilización bajo el signo del irracionalismo? Dos guerras mundiales, inestabilidad social, exaltación de las más brutales pasiones, destronamiento de los valores y angustias sin fin. La experiencia nos enseña que las épocas de grandeza y esplendor espirituales, las épocas sanas, de progreso efectivo y convivencia fecunda han vivido bajo la tutela de la razón.

Máximo Castro Turbiano.

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Momentos estelares del pensamiento de Ortega y Gasset

1914: Meditaciones del Quijote.
1916-1934: El Espectador.
1921: España Invertebrada.
1923: El tema de nuestro tiempo.
1925: La deshumanización del arte.
1930: La rebelión de las masas.
1930: Misión de la Universidad.
1933: En torno a Galileo.
1939: Ensimismamiento y alteración.
1940: Ideas y creencias.
1941: Historia como sistema y Del Imperio romano.
1942: Prólogo a «Veinte años de caza mayor».

Obras inéditas

El hombre y la gente.
Aurora de la razón histórica.
La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva.

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José Ortega y Gasset
Revista Cubana de Filosofía
1950-1959
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