Revista Cubana de Filosofía
La Habana, enero-junio de 1956
Vol. IV, número 13
páginas 128-130

Fausto Masó Fernández

Ortega y los malentendidos

Dijo Rilke, a propósito de Rodín, algo muy aplicable a Ortega: «La fama es el conjunto de malentendidos que se forman alrededor de una obra». El ser presa de las opiniones hechas y las pasiones políticas fue el precio que pagó Ortega por no vivir de espaldas a su época, a su «circunstancia», como él hubiera dicho. Es muy fácil despachar una obra endilgándole un mote, diciendo que es «reaccionario» o de «izquierda» –da lo mismo–. En un pensador oscuro, que no cuidase su forma de expresión sería más explicable la confusión pero Ortega es la claridad, la mesura, el estilo directo y sin complicaciones. El que no lo entiende es sencillamente porque no lo quiere entender, no le interesa lo que él representa; el intelectual, el hombre que no toma partido, ni en «pro», ni en «contra», que se atiene a lo perdido hoy entre aluviones de palabras: a la verdad. Y aquí tenemos la primera explicación, del por qué de la incomprensión; es sencillamente que nuestros contemporáneos quieren volverlo todo política, y no hay cosa que choque más con la política que la búsqueda de la verdad. No se concibe que haya compromisos más profundos que los que hace un Juan Pérez cualquiera para dar su voto. No se comprende que el intelectual está comprometido, toma partido, pero por algo «inútil», y que es la máxima dignidad del hombre, la búsqueda incesante de sí, el plantear nuevos problemas que enriquezcan la conciencia humana.

Si Ortega empleara un lenguaje abstracto, un modo de comunicarse con el lector semejante al de otros filósofos, además de salvarse de las pasiones políticas hubiera evitado ser víctima de una inmensa legión de lugares comunes, productos todos del descrédito –que es incomprensión– de la cultura española, latina: «bizantinismo, juego de palabras, periodismo ...»; como si el filósofo tuviese que enturbiar sus aguas para ser profundo y no a la inversa. Ejemplo de esto es el juicio que en la Historia de las Doctrinas Sociales, de Barnes Becker, libro por demás fundamental, se hace sobre La Rebelión de las Masas. «Desde 1910 se ha escrito muy poco de importancia en la sociología española; también como en Italia la reacción contra el positivismo ha enfriado el entusiasmo. Un filósofo literario Ortega y Gasset, ha producido un libro La Rebelión de las Masas, que es una mezcla de Le Ron, Spengler y Pareto, junto con su excelente retórica propia, pero tales entremeses, aun abundantemente sazonados, no son apetitosos para el sociólogo». [129]

El mayor defecto de Ortega, imputado por muchos, que en su obra se ve la huella de muchos filósofos contemporáneos, es, bien pensado, una de sus virtudes, pues si Ortega estaba en Husserl, en Nietzsche, en Spengler, es sencillamente porque los temas de su meditación fueron los de la hora. Ni más ni menos. Si hubiera sido un repetidor cualquiera, no le podrían encontrar coincidencias con otros pensadores, pero al no serlo su obra versó sobre las «Ideas» del siglo XX, Ideas en el sentido que él le da a la palabra en su artículo sobre Dilthey.

Los malentendidos surgen siempre que entre uno y el prójimo una discrepancia radical siembra la confusión. Decía Nietzche que sus obras necesitaban lectores futuros, y eso que no se puede decir de los libros de Ortega, muy actuales, muy circunstanciales, sí cabe afirmarlo respecto a su actitud. Curtius, a la muerte de Ortega, dijo en frase muy repetida que había muerto uno de los últimos, y de los pocos hombres, en Europa, capaces de hablar con autoridad sobre cualquier tema. El hombre humanista, el que pone por delante la objetividad, y cree en la cultura, en la razón, es hoy una rareza. Ortega tuvo la audacia, y la originalidad de no compartir el espíritu de su época, a pesar de ser «muy siglo XX». Basta ver los juicios que le dedica a la Europa de 1920: «un ventarrón de farsa general y omnímoda sopla sobre el terruño europeo. Casi todas las posiciones que se toman y se ostentan son internamente falsas».

La segunda post-guerra no ha sido como la primera. En la primera se podía jugar a ser nihilista, apostrofar la cultura, la libertad y vivir de ellas. En la segunda, –hoy--, la decadencia y la ruina no son frases, son realidades y muy cotidianas. Tenemos que tomar en serio la vida porque, si no, ellas nos devoran. La reacción del europeo es la de apostrofar la razón, la del pánico, la del que ve que el mundo puede volverse absurdo, y que no es «literatura», frases vacías, las predicciones sobre la ruina y el fin de una cultura, por lo que ya no se puede jugar con esos temas como antes. Tampoco es este el momento de Ortega, pues si la razón vital hace de la razón una forma y una función de la vida, si la vida es vista como drama, libertad, riesgo, también es cierto que en el pensamiento de Ortega hay una fe en la razón, en la razón vital, hay una fe en la cultura, cosas que no son compartidas por el hombre de hoy, que al leer a Ortega se siente a una inmensa distancia suya, pues ya no cree ni en la razón ni en la cultura.

La situación de Ortega es, como toda situación humana, trágica. Se podía comprometer con el destino de su país, con España, pero no con los que creían representarla. Su obra es un deslizarse entre dos aristas. La razón y la vida. Nuestra época es la del hombre masa, la del bárbaro, y, sin embargo, tenemos más vitalidad que las otras épocas, porque somos más ricos en posibilidades. El futuro es algo abierto, en el que todo es posible y el hombre es libre; [130] frente a él tenemos la cultura, la historia como profecía, la razón, el medio de no naufragar en la vida. Como se ve, Ortega no era ni decadente, ni reaccionario, ni nihilista, ni utopista, sólo usaba una cosa: el sentido común, cosa prohibida en el siglo XX, en la época del mito disfrazado de razón, de la consigna política vuelta filosofía, del irracionalismo de los mediocres, y el resentimiento de los que bajo mil máscaras tratan de denigrarlo todo.

No se trata de una beatería sobre Ortega, al estilo de la que él atacó repetidas veces. El filósofo español está hoy en la historia, sólo puede ser un objeto para nosotros, está inmovilizado, cabe criticarlo, renegar de él, pero partiendo de algo previo, de su comprensión, y superación. Ortega, que estuvo abierto siempre al futuro, –recordamos su concepto de nación y su actitud con respecto al pasado y la tradición, cuando la interpretaba como algo no anquilosado–, cambiará su imagen en el futuro, nuevas facetas en él serán apreciadas, y otras abandonadas; pero para eso es menester comprenderlo, no pedirle peras al olmo, no ir a criticarlo como si lo característico de su obra fuese la de ser un político, o un agonista, o sencillamente algo que no sea Ortega.

Los malentendidos de su obra tienen una explicación más profunda. Ortega pertenece a un período no terminado, el de la elaboración de un nuevo punto de partida del filosofar. Tan pronto lleguemos a la cima, y la razón vital, la realidad radical, lo esencial de la filosofía contemporánea se haya plasmado, podremos comprender a plenitud los aciertos y los desaciertos de Ortega, y los malentendidos serán lo que ya son; chismes y anécdotas sin importancia. En un pensador lo importante son sus ideas, más que su vida, y si es filósofo su filosofía, no su opinión sobre un problema electoral.{*}

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{*} Lo importante en la obra de un filósofo es su Filosofía. En Ortega, su idea de la razón vital; esto no quita que podamos discutir, como hacemos, con cualquier hombre, su ejecutoria pública diversa, ya en lo político, ya en lo concerniente a su modo de ver los grandes cambios sociales; modo un poco señorial. Pero esto no es lo importante, y de aquí no se puede deducir nada en contra ni en favor de la razón vital, que es al cabo lo que importa.

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José Ortega y Gasset
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1950-1959
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