Revista Cubana de Filosofía
La Habana, julio-septiembre de 1956
Vol. IV, número 14
páginas 4-12

Humberto Piñera Llera

El destino del intelectual en el mundo del presente{*}

I

Suele ser ya tema frecuente, en estos críticos tiempos de ahora, el de la crisis del intelectual. Se dice que la vida del espíritu está en precario, azotada por vientos de fronda, que tienden a hacer cada vez menos posible el destino de las letras. ¿Será cierto todo esto? ¿Está realmente amenazada la vida intelectual, hasta el punto de que puede desaparecer? Pues bien: estas preguntas y algunas otras que irán surgiendo al hilo de las consideraciones subsiguientes son las que motivan este breve trabajo.

Por lo pronto, debemos comenzar preguntando si ese tipo peculiar al cual denominamos el intelectual, ha existido siempre, o si, por el contrario, se trata de un espécimen surgido en un tiempo determinado y cuya duración parece estar llegando a su término, por lo cual nada debe extrañar su ocaso definitivo. Pues lo cierto es que el intelectual, si bien ha existido virtualmente en todo tiempo de la cultura occidental, no tiene, en cambio, sino una existencia real relativamente breve. Lo cual equivale a decir que el intelectual, como individuo, se encuentra siempre presente en nuestra cultura, pero no del mismo modo como clase, que es cosa de muy poco a la fecha.

Tenemos, pues, que en todo momento la cultura occidental lleva consigo al intelectual, es decir, al hombre dedicado a una actividad que consiste en poner en uso su intelecto, su mente o su espíritu, según queramos darle mayor o menor amplitud al concepto implicado por el término aplicado al efecto. Pero de lo que no puede caber duda alguna es de que el intelectual es el hombre que, a diferencia de la mayoría de sus convivientes, realiza el destino de su vida bajo la especie de lo intelectual, es decir, consagrado a un quehacer que consiste en construir realidades con lo más irreal que darse pueda, es a saber: las ideas. Y esto ya tiene que importar y preocupar de modo especial, porque el quehacer de la mayoría consiste precisamente en lo contrario, es decir, en ocuparse con lo material, con lo real concreto de la vida cuotidiana y en torno. Y no importa que este quehacer alcance incluso la dignidad más reputable, como por ejemplo la de ser médico, o juez, o gobernante, o sacerdote. Pues lo que hace el intelectual es siempre diferente, al menos en dos respectos: por una parte, se trata de un quehacer desligado de lo inmediato y utilitario, de lo circunstancial cotidiano; por otra parece como si, en vez de emerger del conjunto humano al cual pertenece, armado de su actividad y vuelto hacia ella, el intelectual procede como quien, de improviso, desciende sobre el conglomerado y ofrece a sus atónitos convivenciales el producto de su quehacer. Dicho de otra manera, sin duda más clara: a nadie asombra ni azora lo que el médico, el sacerdote y el juez hacen como tales en el seno de la comunidad a la cual pertenecen y sirven, por lo mismo que en ella están para eso; [5] pero a todo el mundo azora y desconcierta que alguien, casi de pronto, se descabalgue en el mundo donde tiene su habitual asiento con el Elogio de la locura, Don Quijote o La rebelión de las masas. Y esta es una de las peculiaridades más destacables del intelectual –su ostensible insolitez, que tiene mucho de importuna aparición inoportuna.

Porque, con efecto, el intelectual se nos presenta, por lo que vamos viendo, con un llamativo carácter de individuo, que tiende a producir cierta desconfianza, diríase que hasta cierto malestar, en la generalidad de la gente. Porque ese excesivo individualismo, que aísla espiritualmente al intelectual, se refleja en la doble condición de la inoportunidad y la importunidad de su obra. El caso es siempre patente: nos lo brinda Sócrates (tal vez el más importuno de los inoportunos que son los intelectuales), como asimismo Erasmo, Cervantes u Ortega. La individualidad se refleja en las consabidas notas de la inoportunidad y la importunidad, que a su vez son las que, como rotundas expresiones formales de la obra del intelectual, hacen ver lo que en éste es y tiene que hacer lo individual en contraste con la gris monotonía del paisaje gregario en el cual la obra rebota, a veces hasta con violencia.

El intelectual es, pues, un ente extraño al medio, en rudo contraste con éste, quien suele hostilizarle, por lo menos, con su indiferencia e incomprensión. La individualidad rechaza la amorfa homogeneidad de la masa, hasta el punto de que sólo replegándose es como el intelectual, que es por esencia el individuo, puede realizar por completo su cometido. Todavía más: sólo en la tensión, las más de las veces violenta, entre el intelectual y el medio amorfo y gregario es que puede surgir la obra digna de ser calificada como producto intelectual. Y esto lo ofrece en todo momento la historia. Cosa muy diferente es la que tiene lugar cuando el intelectual se dispone a hacerle el juego a la masa, en cuyo caso ya sabemos lo que sucede. Nuestra época es, en gran medida, culpable de este abominable proceder, que ha dado por consecuencia la adulteración de la verdadera esencia de lo intelectual.

En la novela de Josef Viktor von Scheffel{1} titulada Ekkehard, publicada en 1857, aparece un interesante pasaje, donde se relata el encuentro al pie de un monasterio, que ha sido saqueado y reducido a pavesas, de dos jefes hunos: Ellak y Hornebog. Este último levanta en la punta de su espada uno de los códices chamuscados y pregunta:

—¿Para qué sirven esos garabatos y esas patas de gallo, señor hermano? Ellak tomó el libro, lo hojeó distraídamente; sabía algo de latín, y al cabo de mucho rato replicó:

—Sabiduría occidental, hermano mío. Alguien que se llamaba Boecio llenó estas hojas; creo que hay en ellas bellas cosas sobre la consolación por la filosofía.

Hornebog pensó unos momentos; pareció comprender. Pero al fin dijo:

—¿Filo-sofía? ¿Y qué tiene que ver esto con la consolación?

—No se trata, ciertamente –dijo Ellak–, de una mujer hermosa. Tampoco se refiere al aguardiente. Es difícil describirlo en el lenguaje de los hunos. Mira ... cuando alguien no sabe por qué está en el mundo y se le mete en la cabeza saberlo, he aquí lo que en el occidente llaman filosofía. [6] He oído decir que el que escribió esas páginas gimió prisionero en una torre de Pavía hasta que lo mataron a bastonazos.

—Bien le estuvo –dijo Hornebog. El que tiene una espada en la mano y un caballo entre sus piernas, ése sí sabe por qué está en el mundo. Y si nosotros no lo hubiésemos sabido mejor que el que trazó esos garabatos sobre una piel de asno, no estaríamos aquí, sino huyendo por las riberas del Danubio.

Calló un rato, pero una ida pareció rondar por su cabeza. Se dirigió a su compañero y sin vacilar le dijo:

—¿Sabes que es una suerte que se haya inventado todo eso?

—¿Por qué?, preguntó Hornebog.

—Porque la mano que ha tomado el cálamo, jamás sabrá empuñar una espada que penetre en la carne, y la locura que ha invadido esa cabeza, una vez puesta en un libro, será capaz de incendiar otros cien cerebros. Y cien almas de cántaro más, son cien caballeros menos.

En el pasaje aludido encontramos la clave de la existencia del intelectual: esta aparece «cuando alguien no sabe por qué está en el mundo y se le mete en la cabeza saberlo». En efecto, el bárbaro Ellak intuye perfectamente que eso «tan raro» no suele ser sólito, por lo mismo que es raro, sino que sucede para escándalo de los más, que son los que tienen «una espada en la mano y un caballo entre sus piernas», o sea aquellos para quienes el mundo sí puede ser una mujer hermosa, o un frasco de aguardiente, o el cetro, o la espada, o &c. Pues el intelectual es hombre para quien el mundo, en algún aspecto de su esencia, sí es un problema, y trata, por lo mismo, de darse respuesta adecuada a su pregunta. Porque, en definitiva, aunque no lo parezca siempre, el intelectual es el hombre que habla de sí mismo, tal como lo dice Dostoievski en sus Memorias del subsuelo: «Después de todo, para un hombre que se estime, ¿qué tema de conversación es el más agradable? Respuesta: él mismo. Bueno, pues de mí mismo voy a hablar». Pues eso que pretende Dostoievski es nada más ni nada menos que lo mismo que aspira a hacer todo genuino intelectual, es a saber: responder a la apremiante cuestión de por qué está en el mundo, mediante un hablar de sí mismo, ya que él es la dramatis persona de ese juego existencial en el cual va implicado tanto el mundo como él mismo.

II

Pero, con todo lo dicho, no hemos sino esbozado la posible respuesta a la pregunta sobre el destino del intelectual en nuestros días. Pues ahora nos vemos obligados a plantear con todo cuidado el problema de la esencia misma del quehacer intelectual. Y tiene que ser así porque vemos que con el intelecto es posible hacer cosas que nadie se atrevería a denominar intelectuales. También la investigación científica, el arte de gobernar, la práctica de las profesiones liberales y otras muchas actividades humanas requieren del intelecto. Pero éste aparece ahora, en cualquiera de estos casos, de un modo asaz diferente. ¿Por qué? Tratemos de dar una respuesta.

Decíamos que el intelectual es el hombre para quien el mundo es un problema, pero aquí cabría preguntar si por acaso no lo es, de uno u otro modo, para todo ser humano. En efecto, debe ser admitido que el mundo es siempre problemático, pero esta problematicidad tiene sus grados. [7] Así vemos que entre la problematicidad del mundo respecto del intelectual y la que ese mundo ofrece al resto de los mortales hay la siguiente radical diferencia: que en el caso del intelectual la problematicidad no surge realmente del mundo, sino del hombre en cuanto tal, que es quien la proyecta en el mundo. En tanto cuando se trata del no-intelectual (para denominarlo de algún modo genérico) la problematicidad surge del propio mundo, de la realidad inmediata y circunstante. Diríamos, pues, que mientras el no-intelectual tropieza con el problema, el intelectual, por su parte, se lo propone. En consecuencia, mientras lo que al intelectual resulta extraño, enigmático y azorante es el mundo como tal, al no-intelectual lo que le resulta todo esto es que alguien (el intelectual) desborde el límite impuesto por la cotidianidad de lo mostrenco y se proponga problematizar lo que, en cierto modo, no tiene por qué serlo, pues ese cosmos organizado a la zuhandene Welt (que dice Heidegger), es decir, el mundo amanual de repertorios de estímulo–respuesta no es problemático más que tópicamente, pero jamás podría serlo por modo esencial.

Esto es lo que desde el comienzo y para siempre viene siendo el oficio del intelectual. Es la tarea socrática que desconcierta hasta traer de cabeza a la gente respetable de Atenas –al severo magistrado, al pío sacerdote, al pedagogo poseído de la importancia de su menester, al mílite heroico, &c. Como le acontece igualmente a Cicerón, quien no obstante su rango pontificio, llega hasta a dudar de la real eficacia de los dioses y por lo mismo les asigna, es claro que con mucha circunspección, una virtual eficacia sobre el destino del mortal. Como asimismo lo vemos en Erasmo al fustigar, como lo hace, ex abundantia cordis, la estulticia de príncipes y prelados. Y así en perpetuo desfile hasta nuestros días. ¿Y después? Sobre esto volveremos más adelante.

El intelectual, por consiguiente, crea un mundo, que es como decir que antes de él no existía. Hasta entonces los hombres viven en el mundo «naturalmente», es decir, sin segundas intenciones. Sólo cuando el mundo se muestra a través de esa nueva realidad que es el diálogo socrático, las Confesiones agustinianas o russonianas, la Sandez que inmortaliza Erasmo, el Caballero de la Triste Figura, Hamlet, Fausto, Aliocha Karamazov, o La rebelión de las masas, es que aparece en todo su esplendor, pero también en toda su cruda realidad, el mundo que el intelectual nos da como respuesta a la pregunta de por qué está en el mundo.

Porque lo grave y profundo de todo esto es que al crear otro mundo lo que hace el intelectual es tratar de reemplazar la realidad inmediata y mostrenca por otra que es su réplica y también su antagonista. No se trata ahora de «aprovechar» el mundo tal como se nos ofrece prima facie, de «utilizarlo», así sin más, sino de colarnos a través de él para sorprender en la trama interna de sus múltiples contradicciones este o aquel secreto. Ahora bien, el intelectual reacciona así frente al mundo porque no se conforma con manejar la realidad, sino que aspira a interpretarla en su sentido más profundo, por lo que al tratar de «entenderla», de sintonizar su propio latir con el latir del mundo, es él todo intelecto, en el significado recóndito del vocablo –el hombre que aspira a leer en el interior (intus, legere) de la misma realidad.

Esto último equivale, mutatis mutandis, a que nos preguntemos: ¿por qué hace el intelectual lo que hace? O sea: ¿por qué escribe Cervantes el Quijote o Montaigne sus Ensayos? Pues bien pudiera ocurrir que el mundo continuara su marcha, sin ganancia, pero también sin pérdida, aun cuando lo intelectual no fuera lo que es. Que todos tuviesen un caballo entre las piernas y no fuesen más allá de una mujer, una copa o cualquier otro objeto material. [8] Que, en fin, todos fuesen Ellak o Hornebog, aunque no sea necesario haber merodeado en plan de asalto por las márgenes del Rin, el Danubio o el Tíber en el siglo V de la era cristiana. Frente al intelectual la barbarie jamás ha dejado de estar presente, en la forma, ante todo, de la incomprensión y la desconfianza por parte de los no-intelectuales, quienes si bien admiten que lo real es lo único racional, no creo que estarían dispuestos a aceptar que, asimismo, la racional (entendido en su sentido más amplio) deba ser real. Por que este dar razón del mundo, que es cosa muy distinta de contar con él, implica siempre ir contra{2} el mundo. La realidad objetivada se nos aparece como la antítesis de la apariencia en que consiste el mundo fenoménico, y como el vivir cotidiano y mostrenco es también puro fenómeno (hecho, factum), el intelectual se planta frente a esa realidad constituida por lo fenoménico del mundo y el hombre vulgar, en actitud que resulta para éste último no sólo un motivo de incomprensión sino hasta de alarma. Porque el intelectual es el escéptico, es decir, el hombre que duda y en consecuencia intenta contraponer a la realidad inmediata del mundo circunstante esa otra realidad que emerge a través de la duda.

El intelectual jamás puede dejar de ser escéptico. La propia naturaleza del pensamiento lo comprueba, ya que el pensar es siempre comparar, analizar y distinguir. Pero no se confunda esto con el mero ejercicio mecánico del entendimiento, porque, en este caso, nos ponemos por fuera de lo intelectual. La veta escéptica es propia de la vida intelectual porque ella apareja eso que el poeta Keats llamó la Negative Capability (Capacidad Negativa) y que él define como el poder de «quedar en la incertidumbre, en el misterio y en la duda sin recurrir impacientemente a los hechos y a las razones». Y al referirse a Coleridge exclama: «Coleridge, por ejemplo, puede encontrar una verosimilitud muy preciosa y aislada, tomada de las entrañas mismas del misterio, porque él no es capaz de contentarse con un semiconocimiento». Tal es, con efecto, el secreto de esa negativa capacidad, que el poeta entiende que es la característica primordial de la vida del intelecto, es decir, la de la puesta en duda de todo cuanto se nos aparece y permanecer en ella sin dar de inmediato el salto hacia la cómoda pero vulgar seguridad de la «explicación» a la mano, del concepto manido, de la receta ad hoc, del precepto ad usum hominem, &c. Esa capacidad negativa ha sido interpretada como «el don de permanecer fiel a una certeza intuitiva que el razonamiento desecha y que el buen sentido no admite; de conservar un modo de pensar que no puede sino parecer insensato e ilógico desde el punto de vista de la razón y de la lógica (las del sentido común); pero que, desde un punto de vista más profundo, podría revelarse como superior a la razón y trascender de la lógica del pensamiento conceptual».{3} Ya Hipias el Viejo, al actuar frente a Sócrates en defensa de la sofística que representaba, le dice: «Tienes, ¡oh Sócrates!, el defecto propio de quienes, como aquellos con los que sueles entablar discusión, no consideran las cosas en conjunto. Sino que las examináis por separado, como lo bello o cualquier otro objeto, aislándolo del todo». Porque, en efecto, eso es lo que hace Sócrates, que sí procede como un intelectual, es decir, que se muestra escéptico y dotado en consecuencia de la capacidad negativa, que le impide contentarse con un «semiconocimiento». Por eso es que separa las cosas y las observa, aun cuando Hipias parece no darse cuenta de que tal separación es más bien virtual que real, porque, en verdad, el examen socrático –como el de cualquier genuino intelectual– implica siempre el contexto. Y esto es lo que nos ofrece Cervantes en el Quijote, o Dante en la Divina Comedia, o Goethe en el Fausto, o Shakespeare en Hamlet. [9] Pruébese a separar por completo cualquiera de estos personajes singulares del conjunto donde han surgido y se verá que pierden casi toda su significación, pues si bien es cierto que ellos se la dan al conjunto, no lo es menos que de él también la reciben. Porque, en fin de cuentas, lo que esas obras nos ofrecen, al examinar al revés de su trama, es justamente un análisis de la realidad tal como se lo propuso el autor. ¿O es, acaso, que la vida real no contiene el alma de Alonso Quijano, de su fiel escudero, del doctor Fausto, del conde Ugolino o del joven príncipe de Dinamarca? Pero en la realidad mostrenca y circunstante se reducen a meras actuaciones, por lo que carecen del relieve que el examen intelectual logra descubrir en ellos. En el contraluz del análisis es posible verlos «por dentro» y sorprender lo que el conjunto de estos seres, en cuanto reales y corporales, lleva consigo de deus ex machina.

Preguntemos, ahora, si es posible vivir sin el concurso del intelectual. Pues bien: ¿por qué negar que es posible? Ellak y Hornebog son tan antiguos como el mismo mundo y además ellos componen su casi totalidad. Lo cual significa que el intelectual es doblemente accidental, es a saber, porque su propia condición de personalidades contadas, en cada etapa histórica que entremos a considerar, así lo determina; y, además, porque como clase no lo ha sido siempre, sino de un tiempo a esta parte. Y esto es lo que realmente nos interesa: el hecho de que la clase intelectual, en la cual veníamos pensando como algo «natural» y «propio» del mundo (como sí lo es la clase de Ellak y Hornebog), bien puede desaparecer un día de estos. El mundo puede volverse por completo el Otro capaz de llegar a la destrucción efectiva y decisiva del Intelectual, porque en potencia ha llevado a cabo en todo tiempo su destrucción. De hecho, ya Ellak y Hornebog hace tiempo que recorren de nuevo, espuelas al viento, los cuatro puntos cardinales, y más de una vez se han reunido a dialogar, como hace quince siglos, al borde de algún centro cultural más que chamuscado. ¿Vade retro, o no? Esto es lo que vamos a puntualizar en la parte final de nuestro ensayo.

III

Desde más de un cuarto de siglo a la fecha vienen algunas de las mentes excelsas de Europa avistando el peligro, cada vez más ostensible, de un colapso violento de la cultura. Entre las sombras del mañana (Huizinga), la Advertencia a Europa (Mann), El intelectual y el Otro (Ortega), La razón y sus enemigos en nuestro tiempo (Jaspers) y el Prólogo a «La Hora veinticinco» (Marcel), constituyen magníficos testimonios de esta preocupación. Por supuesto, que me refiero a las más angustiadas y sombrías advertencias, pues la nómina de obras que tratan, en alguna forma, de la crisis de la cultura de Occidente, es tan extensa que renuncio a mencionarla ahora. Entre ellas destacan El ambiente espiritual de nuestro tiempo (Jaspers), La decadencia de Occidente (Spengler) y La rebeldía contra la civilización (Sttodard).

En mi concepto son tres las razones por las cuales se produce la crisis descomunal que ahora confronta el homme des lettres. En primer término, eso que Ortega ha denominado certeramente la «rebelión de las masas», es decir, el acceso cada vez con mayor empuje y confusión, de las muchedumbres a los puestos de mando, de modo que hasta los más sutiles y delicados resortes del poder han venido a caer en sus manos. Ortega cree –y así lo dice– que los intelectuales han cometido «el tremendo error de crear una cultura para intelectuales y no para los demás hombres».{4} Y es aquí donde quiero, con el respeto que merece el insigne maestro, introducir una modificación, [10] que es la siguiente: no soy de parecer que una cultura generalizada baste para liberar a la masa de su condición de tal, pues pienso que en lo de «masa» hay no sólo algo adjetivo, sino además algo sustantivo; ya que el hombre puede nacer y seguir siendo a perpetuidad un hombre-masa. O, por el contrario, puede darse el caso, como se da, del hombre élite. Y es claro que en esto de ser o no ser masa nada tiene que ver el estrato social a que se pertenezca originariamente, pues sucede en este caso lo que señala Platón en la República al decir que el hijo de un hombre «de oro» puede resultar «de bronce», o al revés. En fin de cuentas, y para disolver toda sospecha, dejo sentado que, para mí, la condición social no tiene nada que ver con la condición espiritual «masiva» que se tenga o no se tenga.

Ahora bien: este hombre-masa, a quien no es posible mudarle su radical condición nativa, es ese espécimen al que Ortega denomina el Otro cuando lo contrapone al intelectual. Y, por supuesto, es la contraparte de éste. Ortega lo describe en breves trazos: «Es un egoísta nato. Lo que le importa es salir adelante, hacer su negocio, pasarlo bien él y los suyos. Si es honrado, con decoro. Si no, con trampa. Como no le preocupa lo más mínimo el mundo ni nada en él, vaca a ocuparse tranquilamente de su propio interés, sea su persona o su familia o su partido político o su patria. Siempre y sólo lo suyo».

Y este Otro –»el hombre sin temblor ante lo divino, que lo es todo», según la expresión de Ortega–, ha acabado por convertirse en un falso Otro, que es como decir, en un seudo-intelectual. Este es el drama del auténtico homme des lettres: que se ve suplantado por el Otro convertido en especialista, en técnico y cuando menos en filisteo de la cultura. De los tres el primero es algo así como la aristocracia de la masa, porque aspira no sólo a manejar las cosas, sino además a considerar que «las» cosas (el mundo) se encierran en el angosto contorno de su ocupación permanente, hasta el punto de «proclamar como una virtud el no enterarse de cuanto quede fuera del angosto paisaje que especialmente cultiva y llama dilenttantismo a la curiosidad por el conjunto del saber». Y es este especialista el que en la mayoría de los casos deviene técnico, o sea algo así como una simple prolongación del instrumental que maneja maniáticamente. Este es el caso del médico, del ingeniero, del abogado o del profesor que no sabe, porque no puede, hablar de algo que desborde el reducido continente de sus conocimientos. Un saber que excluye el qué y el por qué –en los que se asienta la vida intelectual–, para quedar reducido a la mostrenca finalidad del para qué. El ente que piensa que el arte, la filosofía, en fin todo quehacer genuino del espíritu, carece de significación, por lo que viene a resultar pura y absurda gratuidad. Esta es el alma vulgar que «sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone donde quiera».

La segunda de las razones por las cuales se produce la crisis de la vida intelectual está en el ya abrumador predominio de los hechos sobre las ideas. Y quiero detenerme sobre lo que acabo de expresar, porque precisa, ante todo, aclarar en debida forma qué es eso a lo que llamamos respectivamente el hecho y la idea.

Al hablar de ideas no me estoy refiriendo a lo que se ha solido entender por idea desde hace ya algunos siglos –el conjunto de notas primordiales que permiten tener la noción del género, especie o clase a que pertenece un objeto. No. La idea tiene ahora una connotación diferente, pues se trata de distinguir entre la idea tal como la asimila y maneja el hombre-masa y esa misma idea (de algo) cuando es objeto de reflexión por parte del intelectual. A poco que se examine la cuestión, se verá que las ideas mostrencas, es decir, [11] las habituales y de curso corriente que maneja el hombre-masa, son justamente hechos, es decir, algo en cada caso consumado, resuelto, listo para el inmediato consumo. De aquí que el pensar, en la generalidad de las gentes, es el consensus, y tiene por lo mismo, mucho de mecánico, de inconsciente e indeliberado. Así sucede que el hombre-masa posee un repertorio de ideas sobre las ideas (lo teórico), de ideas sobre los sentimientos, de ideas sobre lo volitivo. Y devuelve siempre, en la forma de respuesta automática, idéntica a la de sus congéneres, la reacción propia al estímulo provocado por la idea sobre la idea, sobre el sentimiento, sobre la voluntad. Dicho en términos más claros: el hombre-masa piensa que la idea del honor es esto o aquello, que es cosa muy diferente de pensar acerca del honor. Pues esto último es lo que hace el intelectual, o sea que no se limita a «re-producir» la idea tal como le ha sido sugerida por el medio ambiente, sino que se lanza, por su cuenta y riesgo, a pensarla hasta el fondo. Por su cuenta y riesgo...

Sí, porque la masa posee un instintivo sentimiento de desdén y repulsa al intelectual, que es el hombre que la amonesta, si bien en forma indirecta, no por esto con menor eficacia. Además, el hombre masa adivina –y en esto no se equivoca– que la empresa del intelectual supone la inseguridad con respecto a la realidad, su trastrueque y en fin una posible catástrofe. De aquí que sospeche en el intelectual un peligroso enemigo al que es necesario suprimir, porque ha hecho su manía el pensar, que a él se le antoja tan funesta como lo creía Fernando VII. Por consiguiente; nada mejor que suprimir al intelectual cada vez que la ocasión viene a la mano. Y así, por importunar con su pensar «sobre» en vez de limitarse a pensar «en» las cosas, un hombre (Sócrates) bebe la cicuta; otros dos (Bruno y Servet) paran en la hoguera, otros legan su cabeza egregia al filo de una cuchilla, y &c.

Finalmente, el intelectual es el hombre que se propone como meta su propia soledad, pues no hay otro modo de realizar el destino que le está reservado. Soledad que le permite ensimismarse, es decir, concentrarse hasta lograr la densidad máxima de sí mismo, para lo cual es indispensable que el hombre se desaltere, vale decir que deje de ser los otros, los demás. Ahora bien: hacer esto último es justamente lo contrario de lo que es sólito en el hombre-masa, para quien su propio ser consiste en la conglomeración, en la cual se produce eso que Hegel llama das umbestimmte und das unmittelbare (lo indistinto e indeterminado). El animal, a diferencia del hombre, carece de intimidad, de ese chez soi por el cual puede el ser humano desentenderse del medio y concebir el mundo. Porque, no hay dudas, el mundo se «concibe» –no en balde los griegos le llamaron kosmos noetós– en tanto que el medio se «usa» o utiliza. Por eso tiene razón Max Scheler al señalar que el animal es siempre, de uno u otro modo, una prolongación del medio. Mientras el hombre tiene que separarse de él, dementizarlo, como asevera Heidegger, que es la forma como el mundo se hace patente, puesto que permite llegar a eso que alguna vez he llamado (al glosar a Heidegger) la existencia de una conciencia como conciencia de una existencia. Y sólo cuando el hombre retrocede sobre sí mismo, para alcanzar esa Befindlichkeit (genuinidad) de que habla Heidegger, es que puede conseguir la realización de su propia esencia. Pues, de lo contrario, permanece en la inautenticidad, en la falsificación y el adulteramiento de su propio ser. Lo cual se comprueba en la «cháchara» o parloteo mecánico y superficial del hombre vulgar, ese «se dice» (man sagt) que consiste en la repetición de conceptos sobre los cuales no se ha detenido uno a pensar. Y a esto último se contrapone la vuelta del hombre sobre sí mismo, el noli foras ire, in te redi agustiniano, que es la tarea del intelectual. Es Sócrates, inconforme con la idea tópica de la justicia, el prototipo del intelectual en plena faena del espíritu. [12] Y luego, en impresionante secular desfile, todos los que han seguido su ejemplo. Siempre en perpetuo riesgo de provocar las iras del Otro.

Frente al Otro convertido en clase prepotente (Ellak y Hornebog armados de toda la posible violencia material organizada técnicamente hasta un grado de perfección que espanta), el Intelectual regresa, si acaso esto al menos es posible, a su primigenia condición de individuo diseminado en el seno de la colectividad donde el hombre-masa prevalece y decide todo lo que hay que hacer. Vuelve, pues, el Intelectual a ser el hombre cuya soledad es su propio pecado original y en consecuencia jamás puede aspirar a lo genérico. Porque el Intelectual no puede ser ni el Otro disfrazado de especialista o de técnico, ni tampoco el que con total desenfado le hace el juego a la masa, ya sea por la acera de la derecha, ya sea por la acera de la izquierda. No. El Intelectual seguirá siéndolo, no porque alguien quiera que así sea, ni tampoco porque tal o cual estructura social pretenda «construirlo» (como han pretendido los totalitarismos políticos), sino que siempre existirá alguien a quien se le mete en la cabeza saber por qué está en el mundo. Y deambulará impenitente entre las muchedumbres, que seguirán considerándole como un «maniático», lo cual, después de todo, es cierto –sí, en efecto, es el hombre poseído de la manía, la locura de los dioses.

De todos modos, bueno será que descontemos el énfasis patético que puede haber de sobra en estas palabras. También Adán tuvo miedo... y es el primer hombre. Recuerdo que en Retorno a Matusalén hay un momento en el cual Bernard Shaw hace decir a nuestro padre Adán, al enfrentarse a la serpiente que emite un agudo silbido: «ese ruido ahuyenta el miedo»...

Humberto Piñera Llera

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{*} Conferencia ofrecida en la Sociedad Cubana de Filosofía el 12 de abril de 1956.

{1} Los pasajes transcritos pertenecen a la obra del alemán Josef Viktor von Scheffel, titulada Eckehard, según aparecen transcritos y arreglados (con la natural advertencia) en El hombre en la encrucijada, de José Ferrater Mora. Por mi parte, debo añadir que también me he permitido alguna licencia de presentación respecto del texto de Ferrater Mora.

{2} Este es el sentido de lo objetivo (del objectum latino, del Gegenstand teutónico).

{3} W. Weidlé: Destino actual de las artes y las letras, cd. Sudamericana, B. A. 1950, p. 173.

{4} Esta cita y las subsiguientes de Ortega están tomadas de su ensayo El intelectual el Otro.

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Curtius

Se murió Robert Ernst Curtius, el gran crítico alemán, amigo y admirador de Ortega y Gasset. Antagonista convencido de la barbarie del nazifascismo (y en general de todos los totalitarismos), se vio obligado a confinarse durante los años de la guerra –prácticamente desde 1934–, dentro del reducido espacio material de la ciudad universitaria de Marburgo, por arbitraria disposición de la pandilla hitleriana a la que molestaba el limpio y mesurado criterio intelectual de Curtius. Allí vivió hasta la terminación de la guerra y allí había continuado, con la excepción de alguna breve escapada a Italia o al sur de Francia, donde gustaba pasar los meses estivales.

Aparte de sus notables contribuciones a la crítica literaria y artística europea y sus trabajos de índole histórica, Curtius es ampliamente conocido en el mundo intelectual de habla española por sus comentarios acerca del pensamiento y el estilo de don José Ortega y Gasset. De 1926 es su artículo publicado en el número 11 de la Europäische Revue donde califica a Ortega como «uno de los doce pares de la inteligencia europea». Poco después, en 1928, escribe las páginas introductorias de la versión alemana de «El tema de nuestro tiempo- (Die Ausgabe unserer Zeit), que llevó a cabo Helene Weyl. Y finalmente, en 1929, dio a conocer su interesante trabajo Spanische Perspektiven (La perspectiva española), que apareció en el número 27 de Die Neue Rundschau. En este trabajo se revela Curtius como un cabal conocedor de la vida intelectual de España en los años que preceden a la guerra civil.

Tranquilamente, con la elegancia que siempre le caracterizó en su vida de escritor y sobre todo de crítico literario, dejó este mundo Robert Ernst Curtius. Se fue casi en silencio, como quien comprende que su momento hace ya rato que pasó. Que estos de ahora son tiempos de barbarie, de intimidación y sectarismo, donde a nadie preocupa que haya o no haya jerarquías intelectuales. Porque el intelecto está en franca decadencia y hasta se diría que en fuga.

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