Revista Contemporánea
Madrid, 15 de mayo de 1876
año II, número 11
tomo III, volumen III, páginas 316-335

George Henry Lewes

El espiritualismo y el materialismo

I

«Die theoretischen Irrthuemer meist mehr darauf
beruhen dass man die Erklraerungsgruende aus
andern Gebiete der Naturwissenschaften uebertra-
gend auf den Organismus amwandte.»
Johannes Mueller.{1}

Aunque la lucha de las dos concepciones del mundo que se denominan espiritualismo y materialismo dura todavía, y durará probablemente muchos años, dichas concepciones se modifican incesantemente y se aproximan cada vez más a un acuerdo a medida que cada escuela reconoce la fuerza de las posiciones que toma el adversario. Mientras los espiritualistas se han visto obligados por los adelantos de la fisiología a señalar una importancia cada vez mayor a la acción de las condiciones materiales de la producción de los fenómenos del espíritu, los materialistas se han visto también compelidos por el mismo progreso de la ciencia a reconocer la existencia de condiciones enteramente distintas de aquellas que se clasifican como propias del Orden material. Todavía existe, sin embargo, de un lado, marcadísima repugnancia a todo lo que lleva el nombre de Materia, y del otro, repulsión depresiva respecto de cuanto tiene el carácter de espíritu. Existe aún una separación radical entre los conceptos de Creación y Evolución en la explicación del Cosmos y entre las concepciones [317] de Metafisiología fisiología en la explicación de la vida y el espíritu. Distinguiéndose de estas escuelas contendientes, hay una tercera, pequeña en verdad, pero importante, que rechaza las teorías de ambas, o, por mejor decir, que se apodera de aquello que tiene más validez en cada una, reconciliándolas por medio de una nueva interpretación.

No me propongo discutir aquí la cuestión cósmica, y solo observaré de pasada que la filosofía moderna ha producido en ella una completa revolución, mostrando que la más amplia de todas las distinciones, la del objeto y el sujeto, la de la materia y el espíritu, no pide una oposición correspondiente en su esencia, sino tan solo la distinción lógica de los aspectos; por manera que el mismo grupo de fenómenos se expresa objetivamente con los términos materia y movimiento, y subjetivamente con los términos del sentir. Deja de ser ajena la materia, pierde el carácter que le atribuyen los que la creen muerta y opuesta al espíritu cuando nos apercibimos de que todo lo que es posible que conozcamos de ella es un modo del sentir. Todo nuestro conocimiento de ella es el conocimiento que tenemos de nuestras propias afecciones. Lo que inferimos respecto de ella considerada como no yo, no es otra cosa más que la representación hipotética de los modos posibles del sentir que podría excitar en nosotros el no yo, bajo ciertos cambios concebibles de relación. Habiendo clasificado experimentos inferencias bajo los grupos generales de Materia y Movimiento y habiendo formado de esta suerte conceptos de los objetos y de las fuerzas, nos esforzamos en colocar ordenadamente los modos no clasificados aún, bajo agrupaciones semejantes, y explicamos así la aparición de cambios cualesquiera del sentir, mediante la conjunción de otros modos, conocidos o inferidos.

Decimos, por ejemplo, que el cambio denominado color, es efecto, de la conjunción de las pulsaciones específicas de un medio ondulatorio en una terminal nervea específica, seguidos de la excitación específica de un centro nervioso. En cierto sentido, este proceso es completamente material, objetivo; pero en otro sentido, es igualmente un proceso espiritual o subjetivo. Idealmente y por conveniencia propia, [318] separamos los aspectos subjetivo y objetivo; pero cuando suponemos que corresponde una separación real a esta distinción ideal, caemos en el misterio de cómo un proceso material puede llegar a ser un proceso espiritual, de cómo pueden convertirse en sensaciones las vibraciones. El misterio es una ilusión; esa transformación no existe. Lo que llamamos proceso material, es simplemente el aspecto objetivo del proceso mental subjetivo. Examinad los términos materiales vibración, medio externo, contacto, terminal, centro, excitación, y veréis que todos pueden traducirse a términos del sentir y que sólo tienen significación cuando advertimos que corresponde a todo lo sensible una sensación. Despojad a los términos objetivos de todo valor subjetivo y los dejareis reducidos a incógnitas. Y cuenta que al decir que no puede separarse la materia del espíritu, no abandonamos nuestra creencia en la realidad que de nosotros se distingue; estamos afirmando tan solo, que las percepciones y los conceptos de que se vale la filosofía como materiales que utiliza en la construcción de sus teorías son, bajo un aspecto, materiales u objetivos, y bajo otro aspecto, mentales o subjetivos, y que es obligación del filosofo sistematizar los conceptos y reconocer la distinción lógica de sus aspectos.

Al sistematizar los conceptos que dicen relación con el organismo y sus funciones, debemos apoyarnos en los datos de la experiencia, y todas las inferencias que trascienden de la sensación actual deben modelarse en la experiencia. Ahora bien: es dato experimental que el sentir y el pensar están en contraste tan directo con la materia y la fuerza, que es sumamente difícil reconocer la identidad de existencia bajo semejante diversidad de aspectos. Partiendo del hecho de esta diferencia, invoca la hipótesis espiritualista una diversidad correspondiente en la esencia, afirma la existencia de una entidad espiritual que está en el organismo material, pero que no es de este; algo parecido a como estaba el enano dentro de automático jugador de ajedrez de Kempelen. Considera al cuerpo como una maquina que echa a andar el maquinista que vigila y regula su movimiento. Este maquinista ha sido diversamente concebido como principio vital o alma; aunque [319] se conoce directamente por la conciencia, es sin embargo un misterio inescrutable y no puede sorprenderse su modo de operar en la determinación de los movimientos orgánicos. La hipótesis materialista de los movimientos moleculares que se trasforman en sentimientos, no es tan solo repugnante, sino inconcebible, pues no hay modo de salvar el abismo que separa al movimiento del sentir. Pues qué, ¿no reconoce por ventura el materialista que el tránsito a que aludimos es un misterio insoluble?

Mientras no se resuelva el viejo dualismo de materia y espíritu en el doble aspecto subjetivo y objetivo, la dificultad intelectual que hemos apuntado ya será un sostén de la hipótesis espiritualista. Añádase a esta repugnancia intelectual una repugnancia moral. Muchos que rechazan la hipótesis de un principio vital, considerando que es estorbo científico, que complica las investigaciones en vez de auxiliarlas, se inclinan a la hipótesis equivalente del principio psíquico, no solo como auxilio, sino también como sanción. Con un honorable pero indiscreto temor de perder con esta hipótesis una gran sanción moral, inclínanse a ellas y admiten mejor la ignorancia que ofrece una base a la sanción, que un conocimiento que la amenace. Si pudieran advertir que después de todo el materialismo es solamente una hipótesis, y que verdadera o falsa no puede alterar en modo alguno los hechos que se pretende que están ligados entre sí, admitirían que si bien su repugnancia puede ser racional si intelectualmente se considera la cuestión, es irracional bajo el punto de vista moral. No tiene por fortuna nuestra vida moral una base tan insegura como lo seria ciertamente un concepto especulativo. Ni podría explicarnos la existencia de un principio espiritual si estuviera demostrado, los hechos del mundo moral hasta el punto de que pudiéramos entenderlos, y una vez entendidos, modificarlos. Basta una observación superficial para ver cuan incapaz es ese principio de engendrar la conducta moral desde el punto en que tantas almas exhiben una lamentable falta de sensibilidad en los deberes morales. Todo aquel que ha visitado con frecuencia las cárceles y las casas de locos, sabe que hay seres que carecen irremediablemente de lo que se [320] llama «sentido moral.» Ni basta para impugnar esta observación referirla a los efectos de una mala educación, puesto que el argumento implicaría que la moralidad depende más de la educación que del principio psíquico. Y si se nos dice que los criminales y los locos son como los vemos porque su organización es defectuosa, esto implica también que la organización y no el principio es base de la vida moral y que debemos fijar en aquella nuestro estudio.{2}

Antes de proceder a examinar la validez de las dos hipótesis de que hablamos, séame permitido rogar al lector que destierre de su pensamiento, si es posible, las inútiles consideraciones que se ha dejado amontonar en derredor de la cuestión y oscurecerla. Es notorio que el espiritualista atribuye a su hipótesis la consagración de «nuestros más santos instintos y de nuestras aspiraciones más elevadas»; reclamo que puede excitar perfectamente ciertas simpatías y esperanzas, y colocar a los adversarios en una posición desventajosa. En una investigación aparece, sin embargo, ese reclamo como una pretensión completamente extemporánea. Apóyase en esto para condenar a toda oposición, considerándola falsa porque la cree degradante; y nótese bien, no degradante por creerla falsa. Apóyase en lo mismo para sostener que sus adversarios niegan todos los hechos espirituales, la responsabilidad moral, el desinterés y el ideal. Colocado en este terreno, juzga que no hay palabras bastante duras para usarlas contra los que intentan la crítica de su hipótesis, ni conclusiones bastante absurdas para que no pueda atribuirlas a sus adversarios. Así se explica que haya equivalido por tiempo la palabra materialista a un denuesto, y que muchos hombres se hayan apresurado a negar toda relación entre ellos y una opinión tan «superficial» y «despreciable».

La alabanza de sí propio y la falta de respeto a los adversarios son ardides retóricos cuyo desuso no podemos esperar, al menos en nuestros días. Pero la retórica de muchos [321] espiritualistas es muy desagradable para los espíritus serios, porque estos no ignoran que los materialistas niegan tanto los hechos de conciencia, por desacreditar la hipótesis de que son producidos por el espíritu, como el Berkelyano niega los hechos de existencia, por rechazar la hipótesis ordinaria de una materia exterior. Tenemos tanto derecho para presumir que un materialista es contrario a las obligaciones morales, como para decir que los idealistas darán con la cabeza en un farol para rompérsela. Verdad es que estas dos absurdas conclusiones han sido deducidas gravemente por los adversarios de cada doctrina.

Así en el espiritualismo como en el materialismo hay muchas cosas plausibles y otras muchas que son defectuosas. Así el uno como el otro reúnen ciertos hechos importantes y fijan la atención en cuestiones fundamentales. Ambos cometen, sin embargo, el pecado común, contra el método científico, de no fijarse en la naturaleza artificial del análisis, y asignan de esta suerte a un solo factor el resultado que, como es obvio, corresponde a muchos. Cada cual se extravía por el deseo de hallar una causa simple a un efecto complejo, lo cual está en flagrante desacuerdo con el principio fundamental de causalidad. De ambos puede decirse que es incompleta la observación en que descansan; dejan que las inferencias ocupen el lugar de los hechos, y los hechos, que la hipótesis no puede explicar, se dejan a una parte. Apoyase el espiritualista en una inferencia que nunca pudo comprobar la observación, en la existencia del espíritu, y el materialista en inferencias que nunca pudo comprobar ninguna observación, la existencia de las propiedades vitales en la electricidad o del pensamiento, como propiedad inherente a la sustancia cerebral.

Es probable que algunos lectores disientan de mis aseveraciones, de que ambas hipótesis tienen mucho en su favor; pero ese disentimiento se desvanecerá si consideran cuan eminentes han sido los sostenedores de cada una. Nunca es discreto pretender que un adversario es un necio solo porque sostiene lo que nos parece una necia opinión. No es necia para él, y haríamos bien en averiguar cómo sucede eso. Para refutar una opinión necesitamos entenderla, y no [322] podremos comprender el aspecto con que aparece en el pensamiento del que la profesa, sino a condición de colocarnos en su punto de vista. Si desde ese punto podemos ver lo que él ve, y ver más, podemos esperar que nos será dado amplificar su visión, pero nunca negando lo que él ve.

Aunque mi modo de pensar es profundamente opuesto al de los espiritualistas, puedo decir concienzudamente que no he dejado de hacer ningún esfuerzo para enterarme de sus más poderosos argumentos en las obras de los grandes maestros. Hubo, a la verdad, un corto período en que estuve muy cerca de convertirme. La idea de un noúmeno espiritual, como algo que es distinto de los fenómenos mentales, algo que difundiéndose por el organismo diera unidad a la conciencia, unidad muy distinta de la que es propia de una máquina, surgió en mi una mañana con nuevo y repentino vigor, muy distinto, sin duda, de la vaguedad superficial con que hasta entonces había sido concebida. Estuve algunos minutos sin movimiento en un verdadero estado de sorpresa. Parecióme estar a la entrada de un nuevo camino, por el cual llegaría a nuevas salidas con vasto horizonte. Las convicciones de toda una vida parecieron vacilar. Me agitaba en una trémula ansiedad, que se confundía con el deleite del descubrimiento, aunque estaba llena, a la verdad, de vacilaciones. Desde aquel momento he comprendido un poco las conversiones repentinas. No observé, como pude notar después, sentimiento alguno de amargura ante esta perspectiva de abandonar mis antiguas creencias. Y es que no puede ser más dudoso que las conversiones repentinas son dolorosas: la excitación es demasiado grande las nuevas ideas demasiado absorbentes; la posesión de la verdad domina a la falsa vergüenza de haber estado equivocado, y lo que se desea es más luz.

La intensa y prolongada meditación que vino después, quebrantó mi salud. Volví a leer los escritos de los grandes pensadores espiritualistas, haciendo lo posible por acallar las antiguas objeciones y vacilaciones que surgían continuamente, y para mantener a mi pensamiento en disposición de experimentar la fuerza de los argumentos. Desvanecíase, sin embargo, la luz a medida que yo avanzaba en mi estudio. [323] Volvían mis antiguos hábitos de pensar con la evidencia fisiológica, que no se puede rechazar cuando aparece. En vez de afirmarme en mis convicciones nacientes los escritos de los metafísicos, aumentaban la oscuridad que me rodeaba, cuando más me afanaba por estudiarlos, hasta que regresé, por último, a mi punto de partida, y comencé a examinarlo otra vez. El resultado fue el siguiente: vi que la distinción del noúmeno espiritual y los fenómenos del espíritu es una distinción puramente lógica, que transformamos en distinción real; es separar una abstracción de dos concretos, al modo que separamos la abstracción sustancia de sus cualidades concretas, separación que se efectúa lógicamente y que erigimos luego en distinción real, sustancializando la abstracción, suponiendo entonces que es anterior y que produce los concretos de donde la sacamos. El noúmeno espiritual no es, por tanto, más valedero que un principio de las máquinas, distinto de todas las máquinas, o un principio vital, distinto de todos los fenómenos vitales.

Aunque la hipótesis espiritualista había perdido otra vez de esta suerte todo imperio sobre mí, adquirí al menos el convencimiento de que su persistencia ante los adelantos científicos y su aceptación por inteligencias muy poderosas, no dejaban de estar justificadas como protesta contra las concepciones mecánicas y como prueba de que es necesaria una explicación sintética de las cosas. Comprendí como nunca su valor como reacción contra las tentativas, demasiado confiadas y precipitadas, de reducir los fenómenos vitales y espirituales a leyes físicas y químicas, sin detenerse, como es debido, en la específica especialidad que caracteriza a los fenómenos orgánicos. De aquí que simpatizara con los espiritualistas en su afirmación de que la vida y el espíritu pertenecen a un orden muy distinto de todo lo que se ve en el cielo o en los laboratorios; a un orden que solo se ve en la serie de los organismos. Mas esto fue también para mi motivo de averiguar dónde empieza la diferencia, la especialidad de las condiciones de las especies orgánicas. Y de esta suerte hube de separarme del espiritualista, porque este busca una causa que está fuera del organismo y sostiene una hipótesis que [324] traspasa necesariamente los límites en que puede ser verificada. No era tampoco posible ilustrarse en la observación de los fenómenos bajo los términos principio vital, alma y espíritu. Ni se dedicaron los espiritualistas más serios a averiguar lo que era realmente este agente trascendental, insistiendo únicamente en que no era materia. Mientras quedaban satisfechos con proclamarlo como causa desconocida de los efectos conocidos, de acuerdo con la falsa, aunque generalmente aceptada, noción de causalidad, hallábanse dispuestos muchos de ellos a confesar la misma ignorancia cuando de la materia se trataba. De esta suerte, pensadores tan diversos como Voltaire, Condillac, Hume, Kant, Reid y Hamilton, declararon su ignorancia imparcial del espíritu y la materia, mientras afirmaban que el espíritu no podía tener comunidad con la materia. había, ciertamente, alguna ambigüedad muy arraigada en los términos que así se usaban.

Aparece muy claramente la ambigüedad cuando desciende la cuestión a los particulares. Es tendencia común de los que disputan hacer la caricatura de las opiniones que combaten y aparecen de este modo como triunfadores de aquellos adversarios a quienes ridiculizan de esa manera. El espiritualista atribuye a sus adversarios la opinión de que la vida y el espíritu son manifestaciones de la materia ordinaria, con lo cual se da a entender que la vida se manifiesta por tierras inertes y sin vida, por cristales o gases, y el espíritu por materia ciega e inconscia. Y, sin embargo, aunque los materialistas tienen muchas responsabilidades, nunca dijeron tales disparates, nunca supusieron que la materia ordinaria siente y vive. Por incompletas que sean sus concepciones, tienen al menos la superioridad evidente de esforzarse en expresar los hechos observados en términos experimentales y de negarse a descansar en un agente incognoscible.

El verdadero campo de batalla es el siguiente: al buscar una explicación de los fenómenos de la vida y del espíritu ¿tenemos que construirla con los hechos observados y las leyes conocidas, llenar los vacíos de la observación con inferencias que tienen una base sensible y pueden ser verificadas de modo que las hipótesis se conformen con los cánones científicos [325] y representen una experiencia sensible o extra-sensible (extra-sensible), o bien tenemos que traspasar los límites de la observación posible, o conocer agentes que nunca fueron ni pueden ser sensibles, ni expresarse en términos experimentales?

Los que se deciden por la primera alternativa, son clasificados como materialistas; los que prefieren la segunda son espiritualistas. Al llegar a este punto, se necesita una subdivisión ulterior. Del mismo modo que el materialismo tiene muchos adversarios que rechazan, sin embargo, del modo más ostensible la hipótesis de un espíritu, sustituyéndola con la abstracción sustancializada de una Idea o plan, hay también adversarios del espiritualismo que rechazan la hipótesis fisicoquímica de la vida y la del pensamiento como propiedad de las celdas cerebrales, y es menester distinguirlos de los materialistas por su actitud sintética que comprende todos los factores que están en cooperación. Estos últimos pueden ser designados especialmente como organcistas, puesto que refieren todos los fenómenos orgánicos al organismo, con todo lo que este término comprende. Mézclanse, por supuesto, las diversas opiniones de cada hombre, de modo que rara vez pueden definirse con toda claridad todas las opiniones de un determinado pensador. De un modo amplio pueden distinguirse las dos escuelas como extraorgánica y orgánica o como metafisiológica y fisiológica. Cuando dije poco ha que rechazo la hipótesis materialista, me refería, por supuesto, a la imperfecta forma que reviste con frecuencia la interpretación fisiológica; pero en cuanto es identificado el materialismo con la interpretación fisiológica y rechaza la metafisiológica lo acepto de todo corazón.

La hipótesis metafisiológica

Se dirá tal vez que hasta aquí nuestras observaciones confunden la vida y el alma, que estos son dos principios distintos en algunos sistemas. Al llegar a este punto esta el interés principal en la cuestión del método; y en este sentido carece completamente de importancia el identificar o separar la vida y el espíritu. [326]

Los antiguos creían que el organismo es una máquina inerte animada por tres principios: las almas vegetativa, sensitiva y racional. Aristóteles y sus discípulos los redujeron a uno sólo; pero los modernos metafísicos y metafisiólogos han vacilado ante la impropiedad de atribuir la secreción, la digestión, &c., al agente espiritual activo en el pensamiento y la voluntad{3}; les ha impresionado también la impropiedad de atribuir poder vital a la materia inerte, y han abrigado la esperanza de conciliar todas las dificultades, dotando al organismo de dos principios espirituales esencialmente distintos y que corresponden respectivamente a los procesos vitales y los procesos espirituales. Ellos dicen que solo por medio de agentes extraorgánicos pueden ser inteligibles los fenómenos, puesto que los procesos físicos y químicos no alcanzan hacerlos inteligibles. A mayor abundamiento, decíase que la unidad de los fenómenos vitales reclama imperiosamente «principio único, causa única de todas las funciones orgánicas, y hasta la formación de los órganos mismos.» Este argumento favorito no es válido{4}. Pedir causa única para la vida en el terreno de los fenómenos que se agrupan de este modo bajo una expresión, es desconocer la naturaleza de la causalidad (causation) y la naturaleza de los efectos complejos. Nadie piensa en extender semejante argumento a la republica americana o a la nación alemana, que son también unidades.

Aunque ha caído ya en general descrédito, paréceme el animismo mucho más lógico que el vitalismo. Si afirmamos un agente extra-orgánico como generador y regulador de los fenómenos orgánicos, este agente bastara para los procesos psicológicos y fisiológicos, tanto más cuanto que los psicológicos proceden claramente de los fisiológicos. Sin embargo, [327] siguiendo los metafísicos sus distinciones analíticas y sustancializando los resultados de este análisis, no sólo admiten la distinción real de la vida y el espíritu, sino también una distinción real entre la acción y el agente, y este artificio lógico, dotado así de realidad, los lleva al postulado de un principio anímico, que es algo esencialmente diverso del organismo{5}. Ya en este camino han encontrado muchas razones para separar ciertos grupos de fenómenos, y después de separar la vida del cuerpo, han separado el espíritu de los sentidos, porque los sentidos implican evidentemente órganos corporales y materiales estímulos, reduciendo el espíritu a pensamiento y voluntad, los cuales aparecen ajenos de toda condición material{6}.

Habiendo emancipado de esta suerte el espiritualismo al pensamiento y a la voluntad de toda condición material, como prueba de que el alma determina los fenómenos vitales, alega el hecho, por todos admitido, de que el pensamiento y la voluntad ejercen una influencia muy marcada en las funciones corporales. El argumento contrario, es sin embargo más efectivo al insistir en el hecho no menos indisputable de que las funciones corporales influyen en los estados mentales, hecho que en vano trata de evadir el espiritualismo, diciendo que es un misterio, pero que pueden interpretarse más racionalmente sosteniendo que es debido a que hay una recíproca dependencia de los fenómenos orgánicos, entre los cuales figuran el pensamiento y la voluntad. Cuando [328] observamos que ciertas dosis de alcohol o de morfina reconcentran o reducen la actividad mental, no de otra suerte que estirando o aflojando una cuerda aumenta o disminuye la rapidez de sus vibraciones; cuando observamos que una secreción retenida hace más honda la melancolía, o que las palpitaciones infunden temor y recelo; cuando observamos que la tendencia al suicidio puede contenerse con el opio y que vuelve cuando se deja de tomarlo, vemos que es inútil rechazar las pruebas de que los estados psíquicos dependen de las condiciones fisiológicas y pedirnos que aceptemos más bien la conclusión de que esos hechos son misteriosos. Misteriosos son, tal vez; pero el misterio no prueba la existencia de un agente extraorgánico. Ni se adelanta nada con colocar el misterio en un alma que se manifiesta por medio del cuerpo y que se sirve de este como un músico de su instrumento, pues las imperfecciones del instrumento son perceptibles en la música, mas no dependen en modo alguno de las facultades del instrumentista. Si hubiese pruebas de esta hipótesis, esa interpretación sería sin duda aceptada. Mas ¿dónde está la prueba de que el cuerpo no es otra cosa más que un instrumento respecto del alma? Ninguna existe. Esa hipótesis descansa en la ignorancia reconocida de la conexión causal. No tenemos de una parte conocimiento del espíritu y sus facultades y de otra conocimiento del cuerpo y sus propiedades; no los conocemos de un modo que pueda compararse con nuestro conocimiento del músico y su instrumento, de tal suerte, que podamos explicar la acción del uno sobre el otro.

Conocemos positivamente los cambios que sobrevienen en el cuerpo y solo estos, y precisamente porque no sabemos cómo pueden producir los cambios materiales fenómenos vitales y psíquicos, afirmamos la cooperación de algo inmaterial, tanto más, cuanto que la materia y el espíritu son conceptos que se excluyen mutuamente. Y vuelve la ambigüedad de los términos a crearnos aquí dificultades. Por medio de un artificio lógico vemos aislada a la materia del espíritu, o sea a lo sentido del sentir, y cuando hemos planteado este contraste, no reconocemos ya el artificio. Que los fenómenos espirituales no son fenómenos materiales, cosa es que [329] implican los mismos términos que usamos. En idéntico sentido los fenómenos químicos no son físicos, ni los vitales, químicos, ni los morales, mecánicos, ni los políticos, domésticos. Pero estas necesarias distinciones artificiales que expresa el lenguaje deben tomarse en su verdadero valor. No afectan a la realidad de todos los fenómenos en cuanto son modos de lo sentido, si objetivamente se consideran, y modos del sentir si subjetivamente se miran. La materia, de que hablan tan duramente los espiritualistas, es una abstracción. La materia, la real, aquella que hemos de considerar, está saturada de espíritu, puesto que es lo sentido.

Cuando se nos dice que no pueden darnos cuenta de los fenómenos vitales las leyes conocidas, hay una ambigüedad semejante. Es verdad que no han sido suficientemente observados, analizados y clasificados para que se hayan podido descubrir sus leyes, a no ser en líneas generales, y no es menos cierto que el conocimiento actual de las leyes orgánicas no es bastante para dar razón de muchos fenómenos vitales. Esta imperfección, que todos los biólogos reconocen, es aprovechada por los espiritualistas en favor de la afirmación de que no bastando las leyes conocidas ya de la materia para explicar los hechos, solo pueden ser válidas, desconocidas leyes del espíritu. Del mismo modo podrían invocar las desconocidas leyes del espíritu para explicar los hechos actualmente inexplicables de astronomía, física y química. Barclay cita un texto del químico Chaptal que funda el principal argumento en que el principio vital nos presenta fenómenos que nunca hubiera sabido o predicho la química por medio del estudio de las invariables leyes que se observan en los cuerpos inanimados{7}.

Esto es cierto, pero no prueba nada. ningún fenómeno químico pudo ser predicho estudiando las invariables leyes que se observan en astronomía; ningún fenómeno meteorológico puede ser predicho por medio del estudio de las leyes de la óptica y la acústica. Y porque los materialistas no se fijan como es debido en esto, esperan que la química [330] explicará fenómenos que implican algo más que condiciones químicas. El espiritualista no corrige, sin embargo, este error cuando busca fuera del organismo un principio que viene a supeditar las condiciones materiales.

Carecen de fuerza los argumentos que se refieren a la imposibilidad de concebir la materia dotada de propiedades vitales y a la imposibilidad de hacer sustancias organizadas con nuestros actuales recursos. Hay ciertamente una necesidad lógica de trazar divisoria línea entre los fenómenos químicos y los vitales; pero así como nos negamos a explicar la materia orgánica con las posibilidades de la materia ordinaria, rechazamos también las indicaciones de que la vida es «una forma no descubierta aun de la fuerza y que no tiene conexión con la energía primaria o movimiento» (Beale). Una y mil veces debemos decir que no hay ninguna prueba de que exista un agente extra orgánico que esté asociado temporalmente con la materia y que no solo rige las trasformaciones actuales de la materia, sino que la prepara también para las trasformaciones que han de verificarse en lo porvenir. Lo que está temporalmente asociado con la materia, si se permite la metáfora, no es una fuerza en que reside la presciencia de lo futuro, no es una fuerza que está separada de la energía o movimiento, sino una fuerza que es la energía dirigida de un particular estado de materia llamado organización. Tenemos poderosas pruebas de que los fenómenos vitales dependen de las trasformaciones de la materia organizada; en cambio no hay absolutamente ninguna prueba de que dependen de un agente extraorgánico o de una fuerza cuya masa no es la materia.

La mayor parte de los espiritualistas rechazan lo que llamaríamos pruebas y se apoyan en intuiciones, considerándolas de mucha mayor validez. Esta observación no se aplica al Dr. Beale, el cual, a pesar de que rechaza la doctrina de un principio vital, insiste en una «fuerza vital» como necesaria conclusión a que conducen sus investigaciones microscópicas. Ciertamente el Dr. Beale no adopta el punto de vista metafisiológico por ignorancia de lo que ha sido averiguado por los fisiólogos, ni por falta de paciente investigación. La ilusión óptica de la materia germinal es la que [331] sostiene su convicción del poder o fuerza en donde vuelve a colocar el tradicional espíritu, Archeus, Nisus Formativus o plan. Dícese de esta indefinida y misteriosa fuerza que «influye en las partículas de materia, aunque no tiene relación cualitativa ni en lo que hasta ahora puede probarse, relación cuantitativa con la materia.» Semejante concepción de una fuerza trasmitida a nuevas partículas sin pérdida o disminución en su intensidad y a las veces con actual crecimiento, no es evidentemente un concepto que entra en los límites de lo que todas las otras ciencias se llama fuerza, y puede considerarse desde luego como sui generis. Para aceptar esta fuerza necesitamos prescindir de todo lo que hemos aprendido en física y química, y desatender por completo todos los principios dinámicos. Si el Dr. Beale tiene alguna prueba que pueda evidenciar la existencia de esa fuerza, admitiremos que no solo es distinta de la fuerza ordinaria, sino que es capaz «de dirigir la materia y la fuerza»{8} por paradójica que la aserción parezca. En tanto, y puesto que faltan las pruebas necesarias, lo único que podemos decir es que al apartarse de la concepción científica de la fuerza no ha dado a la suya aquella precisión que necesitaba para capacitarnos a entender lo que verdaderamente simboliza para él.

Muchos lectores que estén bien preparados para abandonar el concepto metafisiológico de la vida, pueden carecer al mismo tiempo de toda preparación para prescindir del principio físico como fuente y sustancia de todos los fenómenos espirituales. Aceptan tal vez la explicación de Cuvier, según la cual la vida es no más que el término que expresa un grupo de fenómenos{9}, mas no reconocen que el espíritu es de igual manera un símbolo, cuya objetividad concreta es preciso buscar en los procesos orgánicos. Esto consiste en que se separan la vida y el espíritu, y de aquí que el psicólogo quede satisfecho cuando solo estudia los fenómenos del espíritu por medio del método introspectivo (introspective). Sosteníase que la fisiología puede ser útil para dilucidar la [332] sensación, pero que es incapaz de arrojar luz alguna cuando se trata del pensamiento, y Flourens llego a imaginar que había probado experimentalmente la distinción de la vida y el espíritu cuando probó que los trastornos del cerebro ahogan las manifestaciones de la inteligencia sin alcanzar a las de la vida. Esto fue, sin embargo, una ilusión. ningún experimento se necesitaba para probar lo que salta a la vista, es decir, que las manifestaciones cuya agrupación llamamos inteligencia son específicamente diversas de aquellas que, agrupadas, son nutrición, secreción, &c., y por tanto que han de existir en sus condiciones, diferencias correspondientes. Mas argüir con tal motivo que hay en la inteligencia un principio distinto que no es la resultante de los procesos orgánicos, solo podría ser aceptable si se demostrara que puede haber inteligencia sin organismo.

Reviste tantas formas la hipótesis espiritualista, desde la cruda forma de un espíritu que habita el cuerpo hasta la forma sutil de una abstracción sustantivada, que no es fácil tratar de ella en un solo capítulo; pues los argumentos con que se refuta a un escritor carecen de fuerza para discutir con otro. En los momentos actuales alcanza poco favor la hipótesis de un espíritu o especial sustancia anímica, y es generalmente sustituida por una abstracción metafísica. De esta suerte, Lotze, que ha refutado victoriosamente la idea de un principio vital, reproduce la idea leibniziana del paralelismo de los procesos físicos y espirituales como series esencialmente distintas, aunque simultaneas y que se acondicionan mutuamente. Fichte el mayor declara que el alma es un proceso, no un hecho (eine Thathandlung nicht eine Thatsache), y Fichte el joven reproduce esta opinión cuando declara que el alma tiene solo una existencia dinámica, no física. De aquí a la hipótesis organicista no hay mas que un paso, a esa hipótesis que considera el alma, no como sustancia, sino como sujeto lógico. El sujeto determinado por sus predicados, no es en realidad otra cosa que la síntesis de esos predicados. De aquí que hay que buscar la naturaleza del alma en los hechos concretos de la conciencia, y puesto que estos hechos solo se conocen subordinados a las condiciones orgánicas, no [333] es racional ir a buscar más allá del organismo y sus relaciones con el medio ambiente las causas de esos hechos concretos.

El punto céntrico del espiritualismo cuando, dejando de esforzar sus argumentos negativos, adelanta argumentos de carácter positivo, es que la conciencia declara que el espíritu es algo esencialmente distinto de la materia y que es simple, y no compuesto.

En un sentido son innegables estas dos observaciones. La materia y el espíritu son dos símbolos abstractos que expresan aspectos contradictorios; simboliza el espíritu todos los hechos del sentir y la materia todos los hechos de aquello que es sentido. Se excluyen mutuamente como el placer y el dolor. El materialista acepta sin vacilar estas distinciones. No se opone la hipótesis de que los fenómenos psíquicos son fenómenos orgánicos y de que los fenómenos orgánicos cuando objetivamente se consideran pertenecen a la clase objetiva llamada materia, y, por consiguiente, de que todas las reglas de investigación, aplicables a la clase de hechos objetivos, son aplicables a los hechos de vida y espíritu, sea cualquiera el carácter especial que presente los hechos.

Es un error suponer que la conciencia nos dice directamente que el espíritu no es un grupo de fenómenos orgánicos. La conciencia solo nos habla directamente de sí misma, no nos dice nada de cómo vino a ser, ni de qué condiciones resultó. Sólo puede ayudarnos en esta parte el análisis reflexivo que nos muestra un doble inseparable aspecto objetivo y subjetivo en cada sentimiento, lo cual nos dice que, aquí como en todas partes, los hechos concretos se simbolizan en un término general, que es trasformado en existencia independiente por una ilusión muy natural, y aunque ya no creemos en la virtud abstracta ni en una nación que no sea la agregación de sus individuos, nos cuesta trabajo reconocer que el espíritu es una abstracción. Y hay para ello una poderosa razón, y es que no hay una conciencia nacional equivalente a la conciencia individual porque no hay unidad nacional que equivalga a la unidad individual.

Todo hombre puede sentirse parte de una nación y [334] reconocer que sus actos pertenecen a la acción nacional, mas no existe una conciencia de la nación que refleje y guíe sus actos, mientras la conciencia humana refleja y guía todo acto individual. En otros términos: la nación no tiene conciencia de sí. El espiritualismo se apoya en este sentido de la personalidad. No rebajaré yo su valor, pues estuve a punto de convertirme, mas sin detenernos aquí en trazar el génesis de esta conciencia de sí, bastará señalar que lejos de ser un principio inicial es un producto muy tardío de la evolución. Surge al través del lento proceso del organismo y de las síntesis experimentales, y esto se ve en esos casos anormales con que están familiarizados los estudiantes de patología mental y en que el trastorno del nexo orgánico da lugar a una doble conciencia o a un cambio de personalidad. El enfermo se niega a reconocer su propia voz y su propia persona como perteneciente a sí. «Una idea muy extraña, decía uno de los enfermos de Mr. Krishaber, pero que es una obsesión para mí y que se impone a mi espíritu, a pesar mió, es la de creerme doble. Siento un yo que piensa y un yo que ejecuta; pierdo entonces el sentimiento de la realidad del mundo y no se si soy el yo que piensa o el yo que ejecuta»{10}. Sin tratar de desconocer la fuerza del argumento que saca el espiritualismo de la invocación de la conciencia, solo añadiré aquí que todos los hechos admiten mejor interpretación en la hipótesis organicista; pero esto no puede demostrarse hasta que tratemos de trazar analíticamente la evolución de la idea del yo.

Antes de entrar en el examen del materialismo, es bien que dirijamos una mirada a la posición que han tomado los agnósticos, quienes evitan todas las dificultades de la cuestión declarando que esta traspasa los límites de la ciencia. Parten estos pensadores del pretendido axioma de que las causas son incognoscibles y de que solo los efectos pueden ser conocidos, y sostienen que sea cualquiera la naturaleza de la fuerza vital o el principio psíquico, no incumbe a la ciencia abordar la cuestión. Solo los fenómenos pueden ser conocidos y solo ellos conciernen a la ciencia, que deja a la ontología la [335] fantasmagoría de las causas. Nuestras investigaciones no deben dirigirse a la incógnita X, sino a sus funciones conocidas{11}.

El lector de los Problemas de la vida y el espíritu sabe hasta qué punto estoy de acuerdo o en discordancia con esta opinión. He sostenido que la ciencia necesita limitar sus investigaciones a funciones conocidas, rehusando admitir en sus ecuaciones cantidades desconocidas, aunque aparezcan como postulados; pero también he tratado de demostrar que el pretendido axioma de que las causas no pueden ser conocidas cuando sus efectos se conocen, es un error y una mala inteligencia de la naturaleza de la causalidad y solo es plausible cuando se trata del postulado metafísico de que la causa es algo distinto de sus credos, algo que es la cantidad desconocida; en este caso, la proposición de que no podemos conocer la causa es evidente (is a truism). Admito que las especiales condiciones que constituyen el estado de organización son en la actualidad muy imperfectamente conocidas, y pueden, por tanto, expresarse con el símbolo X o con los símbolos familiares fuerza vital, vitalidad, &c.; pero ignoramos del mismo modo los efectos especiales. Nuestro conocimiento de las funciones es muy imperfecto y vago; cada día se hace más preciso, y con cada grado de precisión alcánzase mayor claridad con respecto a las condiciones o causas. Nada se adelantaría afirmando una incógnita X como agente. Los agnósticos no están mejor situados que los espiritualistas, a no ser en que solo pretenden explicar los hechos que se observan por medio de experimentos sensibles, y en que no consienten que sus inclinaciones les dicten las conclusiones que sostienen.

George Henry Lewes

(Fortnightly Review)

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{1} Los errores teóricos consisten las más veces en aplicar al organismo definiciones pertenecientes a otros ramos de las ciencias naturales.

{2} En lo que digo estoy encerrando la cuestión en los límites de la organización individual, sin referirme al medio social en que vivo esa organización y de la cual procede en tan gran parte la vida moral.

{3} He aquí dos de las muchas citas que pueden hacerse: Ye ne comprends pas qu'on puisse mettre un cataplasme sur l'ame; mon spiritualisme se revolte á l'idee que mon ame puisse étre influencée par des hermoroides au rectum, ou bien, par une retention d'urine. Amedéé Latour, Revue Medicale, 31 Aout, 1860. Une ame qui retente l'urine vous parait-elle moins degoutante qu'un eeveau qui secréte la pensée? Pidoux, De la necessitité du spiritualisme pour regenerer les sciencies medicales, 1857.

{4} Bouillier, Du Principe vital, 1862, pág. 4.

{5} «Soy bastante visionario, dice Abernethy, para imaginar que si alguna vez hallaron los filósofos razones pare creer que la vida es algo de activa e invisible naturaleza que se une a la organización, encontrarán motivo del mismo modo para creer que el espíritu viene a unirse a la vida como la vida se une a la estructura. Y aún podrían ver, a la verdad, cómo es dado al espíritu y a la materia obrar recíprocamente entre sí por medio de una sustancia que interviene.» Inquiry into the Probability and Rationality of Mr. Hunter's Theory of Life. 1814. pág. 94.

{6} Mainé de Miran, no solo excluye del alma o del yo todas las funciones vitales, sino también a la sensibilidad con todas las facultades que dependen de ella: la imaginación, las reproducciones o asociaciones fortuitas de imágenes o signos, en una palabra, todo lo que se cumple pasiva o necesariamente en nosotros (Rapports du physique et du moral). Enumerando luego los fenómenos descartados, dice que todo lo que pertenece al organismo pertenece a la naturaleza física. Tenores. III. 352. ed. Naville.

{7} Barclay, Life and organization. 1822.

{8} Introduction to Todd and Bowman's Physiology, págs. 35-92.

{9} Cuvier, Anatomie comparée.

{10} Krishaber, De la Neuropathie cerebrocardiaque. 1873. pág. 46.

{11} Barthez, Nouvelle science de l'homme, 1806.

 


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