Revista Contemporánea
Madrid, 28 de febrero de 1877
año III, número 30
tomo VII, volumen IV, páginas 521-532

Manuel de la Revilla

Bocetos literarios >

Don Ramón de Campoamor

I

Exceptuando a los iniciadores del romanticismo, pocos poetas han ejercido tan profunda influencia en nuestra literatura contemporánea como el distinguido vate, con cuyo nombre encabezamos estas mal trazadas líneas. Fundador de una escuela poética de indisputable importancia, creador de un género lírico que ha de prevalecer sin duda alguna, impulsor de un movimiento, literario mucho más profundo de lo que acaso se cree, Campoamor está destinado a ocupar lugar muy eminente en la historia de nuestra literatura, en la que ha dejado estampada indeleble huella su ingenio peregrino.

No esperen nuestros lectores una biografía del ilustre poeta. Ni creemos oportuno ni hacedero biografiar a los vivos, ni hallamos grande interés en una descarnada relación de fechas y sucesos de escasa importancia. Hacer un retrato de la persona nos parece más conveniente, y sobre todo, más ameno.

Los que por ventura no conozcan personalmente a Campoamor y juzguen al hombre por el poeta, quizá se imaginarán que el autor de las Doloras es un personaje fúnebre y desesperado, de luenga barba, romántica melena y mirada fatal, devorado por los pesares, amargado por la duda y sumido en negra melancolía, fruto de agitada y tormentosa existencia. [522]

Nada menos exacto. Ese escéptico implacable tiene todo el plácido aspecto de un creyente. Es un hombre de edad madura, más bajo que alto, grueso y bien conservado, de mirada franca y leal, de frente espaciosa y serena, cuya boca no está plegada por el amargo rictus del dolor, sino por la más bonachona de las sonrisas, cuya cabeza corona blanca cabellera, que nada tiene de romántica, y cuyo rostro, agraciado y simpático en su conjunto, rodean unas blancas patillas de bolsista, que antes le dan expresión de acaudalado y satisfecho banquero, que de melenudo y tétrico poeta.

En ese cuerpo, que casi parece el de un epicúreo, se alberga una alma bondadosa y dulce, un carácter franco y jovial, un corazón sencillo, cándido, casi infantil y una poderosa inteligencia. Y esa alma y ese cuerpo viven sin pesares profundos, en medio de todas las satisfacciones del amor propio satisfecho, de los goces de la familia y de los atractivos del confort. La suerte de ese escéptico pesimista, que de todo reniega, la envidiarían más de cuatro creyentes.

Afable en su trato, muy amigo de sus amigos, indolente para todo lo que no sea hacer versos, Campoamor es persona por extremo simpática y de todos querido. Ha hecho política (como ahora se dice) y la ha hecho bastante mal, como buen español; se ha dedicado a la filosofía, escribiendo dos libros: El Personalismo y Lo Absoluto, que son dos doloras de bastante mérito; ha peleado contra la democracia con éxito no muy afortunado; y tiene varias manías especiales (cosas, como diría Larra), a saber: hablar muy mal de los krausistas y de Quintana, dedicarse al teatro (que es quizá el único género poético para el que le faltan condiciones), darse aires de metafísico (de lo cual tiene tanto como de dramático), y enfadarse con todos los que no dan el nombre de doloras a las composiciones en que lo imitan.

Tal es el hombre. Veamos ahora lo que es el poeta.

II

El poeta es una de las individualidades más originales y poderosas de la época presente. Su originalidad es tal, que difícilmente puede determinarse su filiación poética, por mas que [523] sean muy conocidas las fuentes en que se inspira. Que la tendencia alemana domina en sus obras, es evidente; que no pocas veces ha tratado de imitar la manera de Víctor Hugo, también lo es; y sin embargo, Campoamor es un poeta eminentemente original; se ha dicho que antes que él ha habido quien ha escrito doloras; que sus pequeños poemas no son género nuevo, sino cultivado por Heine, Musset, Byron, y el mismo Víctor Hugo; todo esto es cierto, pero no lo es menos que la dolora, tal como él la ha concebido, es cosa enteramente nueva, y que sus pequeños poemas no se parecen a los de ningún otro escritor.

No ha mucho tiempo que algunos rebuscadores de defectos, que se engalanaban con el nombre de críticos, creyeron poner una pica en Flandes, como el vulgo dice, y acabar de un golpe con el crédito de Campoamor, mostrando que en algunos pasajes de sus obras había éste imitado pensamientos y frases de Víctor Hugo. El hecho era cierto; y aunque muchos de los supuestos plagios eran coincidencias perfectamente explicables, había algunos que no dejaban lugar a duda. Pero el crédito y la originalidad de Campoamor, no por esto sufrieron menoscabo; estimóse el hecho más como puerilidad que como verdadero delito literario, y hubo de reconocerse que aquellos plagios en nada impedían que Campoamor fuera verdaderamente original, pues, reducidos a alguna frase suelta, no afectaban a la poderosa originalidad de la idea y de la forma interna e imaginativa en que ésta se expresaba.

La originalidad, con efecto, no consiste sólo en decir lo que nadie ha dicho ya, sino en decirlo de un modo nuevo, y se refiere, no tanto a los detalles de la composición, como al conjunto de ésta. Cumplidamente probó el Sr. Valera, al ocuparse de este asunto, que plagios de frases y conceptos abundaban en todos los grandes escritores pero, ¿qué importa si el edificio poético en que se colocan esas frases es enteramente nuevo? Si un monumento reproduce fielmente las formas de otro, será un plagio, una copia sin novedad alguna; pero si su conjunto arquitectónico a ningún otro se asemeja, poco importará que algunas de sus piedras estén arrancadas de otros edificios. Los que tanto alborotaron con los plagios de Campoamor, no pudieron probar que una sola de sus [524] composiciones constituyera un plagio, y su rebusco de frases sueltas, en nada menoscabó la fama del insigne vate, y, en cambio, causó no poco daño a los rebuscadores.

Campoamor es un poeta que no encaja en la tradición literaria española; su poesía nada tiene de nacional. La riqueza de formas, los primores y galas de la verificación, que son tradicionales entre nosotros, le agradan poco y rara vez se encuentran en sus obras. Poeta de idea, a ella lo sacrifica todo y su constante conato es encerrar en sus versos un pensamiento trascendental, sin curarse mucho de la forma que, si en ocasiones, es bellísima, en otras peca de descarnada e incorrecta. Acérrimo partidario del arte docente o trascendental, mira con desden a toda composición que no haga pensar y considera como juego frívolo del ingenio todo lo que no sea la traducción poética de un concepto filosófico. A veces, sin embargo, dando de mano a este excesivo rigorismo, ha sabido pulsar la cuerda del puro sentimiento y conmover al lector con tiernos y delicados acentos. Su admirable dolora: ¡Quién supiera escribir!, sus bellísimos poemas: El tren expreso, La novia y el nido, Dulces cadenas, Los grandes problemas, son buena prueba de lo que afirmamos.

Pero en Campoamor, por punto general, el sentimiento y la imagen no son más que auxiliares de la idea. Su poesía es en realidad la razón cantada, como Lamartine quería que fuese la poesía moderna, y no hay concepción suya, por ligera que parezca, en que a través del poeta no se adivine al filósofo, y no sólo al filósofo moralista, sino al psicólogo y al metafísico.

Esta constante tensión filosófica del espíritu poético de Campoamor, unida a lo poderoso, acentuado y original de su personalidad, es causa de que su poesía sea eminentemente subjetiva. Para él, la realidad exterior no es otra cosa que una ocasión favorable para revelar su propio pensamiento, y por eso nunca la canta por el mero gusto de exponerla, vaciarla o describirla, sino por el de sacar de su contemplación alguna enseñanza trascendental. Esta falta de objetividad explica la flaqueza de Campoamor en lo épico y lo dramático, y su excelencia en lo lírico, género que constituye su legítimo [525] dominio, y del cual nunca sale por más que hace, pues líricos son sus ensayos épicos y líricas sus composiciones dramáticas.

Y, sin embargo, gran parte de sus doloras parecen objetivas, tanto por razón de su asunto como de sus formas. Pocas son, con todo, las que así pueden considerarse. La narración, que es forma de algunas, el pequeño drama que otras encierran, casi nunca son otra cosa que un medio original empleado por el autor para expresar un pensamiento propio. Alguna que otra se exceptúa de esta regla, pero estas excepciones son tan escasas, que antes confirman que desvirtúan la ley general. Lo expresado, lo manifestado, el fondo constante de todas las composiciones de Campoamor, no es la realidad objetiva, sino el espíritu de Campoamor.

Es nuestro poeta eminentemente humano, y rara vez son objeto y fuente de inspiración de sus cantos la Divinidad o la naturaleza, sobre todo la segunda, que no parece inspirarle mucha simpatía. Cuánto priva de frescura y sentimiento a sus poesías esta falta, no hay para qué decirlo, ni es necesario añadir que en eso no se asemeja a sus modelos alemanes, amantes fervorosos de la naturaleza. El alma y la vida del hombre individual y del hombre colectivo, consideradas bajo los aspectos que más pueden interesar al filósofo, he aquí el único objeto de la inspiración de Campoamor.

Original en sumo grado, como antes hemos dicho, pocos poetas le aventajan en ingenio para escoger asuntos y en fantasía para darles las más peregrinas e inusitadas formas. Esta condición explica uno de sus mayores méritos: el de saber convertir en materia poética los más abstrusos problemas de la ciencia, el de conmover e interesar con asuntos abstractos, difícilmente compatibles con las exigencias del estro poético, el de haber sabido crear una poesía didáctica y trascendental, por todo extremo amena y deleitable. Gracias a él, todos los problemas de la filosofía moderna, todos los sistemas más abstractos, desde el idealismo subjetivo de Kant hasta el idealismo trascendental de Schelling, han podido tener en el arte poético la expresión que les es posible; gracias a él, la poesía ha expresado los más profundos y levantados pensamientos y ha difundido entre las gentes menos cultas las más importantes enseñanzas. [526]

Y esto lo ha hecho Campoamor de un modo inimitable y sin caer en los graves errores y descaminos a que puede arrastrar la tendencia docente a espíritus de menos genio poético que el suyo. Poco cuidadoso, sin duda, de la forma puramente externa, ha atendido mucho a la interna, y no ha olvidado que la idea por sí sola no basta a dar valor estético a las obras de arte, que éste es una forma y nada más, y que sus mismas poesías, con ser tan profundas, despojadas del encanto de la forma, no serían otra cosa que la exposición de un conjunto de ideas de todos sabidas, que en sí no tienen valor poético. Campoamor ha sabido dar a la doctrina docente una aplicación recta, y reconociendo que la poesía no enseña ni puede enseñar, hase cuidado de vestir su pensamiento con formas originales y bellas, para que de esta suerte sea atractivo y se difunda y popularice, único fin didáctico que, con estricta subordinación al estético, puede el poeta proponerse.

No son, con efecto, las poesías de Campoamor una descarnada exposición didáctica de principios metafísicos. El carácter profundamente subjetivo y el buen sentido del poeta no han permitido cosa semejante. Nacidos los conceptos que en ellas se desenvuelven del fondo mismo del alma del poeta, vestidos de poéticas formas, encerrados unas veces en animados relatos, otras en pintorescos cuadros, otras en dramáticas escenas, presentados por lo general como vivas explosiones de un sentimiento personal, nunca ofrecen las producciones de Campoamor el carácter antiartístico de la mayoría de las obras didácticas.

Por eso fuera vano intento buscar en ellas una verdadera enseñanza; por eso, con estar llenas de filosofía y hasta de metafísica, leyéndolas no se aprende ciencia; pero las ideas que encierran se graban en el alma con caracteres de fuego y causan en ella emoción vivísima y profunda, que en espíritus reflexivos puede más tarde despertar verdaderas convicciones. Tal es el único sentido en que el arte puede ser docente; no le es posible enseñar a la manera de la ciencia, pero sí difundir las enseñanzas de ésta, llamar la atención sobre sus conclusiones y preparar al espíritu, mediante la excitación del sentimiento y de la fantasía, para el conocimiento reflexivo de la verdad. [527]

La originalidad de Campoamor es la única causa de los lunares que a veces empañan sus obras más perfectas. El afán de imaginar y decir cosas nuevas e inusitadas le arrastra en no pocas ocasiones a verdaderas extravagancias, que se muestran, ora en la singularidad de los asuntos, ora en la rareza e inverosimilitud de los incidentes de sus poemas; ya en lo paradójico de los conceptos, ya también en lo rebuscado y artificioso de las imágenes. Sus poemas Las tres rosas y Las glorias de los Austrias son buena prueba de lo que aquí decimos. Este afán de la originalidad es causa de que Campoamor incurra con frecuencia en, un vicio asaz común en muchos poetas del siglo de oro, cual es el escepticismo, y caiga en la tentación de inventar combinaciones métricas poco aceptables, como las empleadas en las Doloras: ¡Más!... ¡Más!, ¡El beso!, Achaques de la vejez.

Desigual en extremo, muéstrase Campoamor en ocasiones versificador primoroso, y en otras peca de duro e incorrecto; ora se levanta a grandiosas concepciones, ora imagina verdaderas niñerías; ya parece enardecido por robusta inspiración, ya se duerme como Homero, y en breve plazo lanza a la publicidad poemas tan admirables como Los grandes problemas y El tren expreso, y engendros tan extraños como Las tres rosas y La gloria de los Austrias. Explícanse fácilmente estos fenómenos por el carácter subjetivo de sus obras, eco fiel y reflejo fidelísimo de la movilidad incesante de su espíritu, de suyo impresionable, candoroso, y por naturaleza repulsivo al artificio y a la reflexión. Porque Campoamor, a pesar de ser filósofo, de reflexivo tiene muy poco; su filosofía es más bien fruto de la intuición y del instinto, y tiene más de poética que de científica, y de personal que de objetiva. De aquí la vacilación constante de su criterio, en el cual no hay más que una nota fundamental e invariable; el escepticismo. Pero el escepticismo de Campoamor capítulo aparte merece.

III

Campoamor es un poeta sin ideal. Hijo fiel del presente siglo, la duda es su musa predilecta y la negación escéptica el alma de sus cantos. No hay poeta que con él compita en [528] pesimismo y desaliento, y el hecho de que poesías inspiradas en tales sentimientos logren popularidad tan extraordinaria, es sin duda elocuentísimo signo de los tiempos.

El escepticismo poético no es nuevo en España. Casi todos nuestros poetas románticos, señaladamente Espronceda, en él se inspiraron; pero en Campoamor ofrece caracteres originales que merecen estudiarse. El escepticismo de Espronceda revela una época en que la duda era un tormento para él espíritu; el de Campoamor anuncia un estado social en que ya nos hemos connaturalizado con la duda. Aquel arranca del corazón, y es hijo de los desengaños; éste nace de la cabeza, y es fruto de serena y fría reflexión. El primero denuncia una existencia atormentada y dolorosa; el segundo la vida tranquila de un espíritu a quien no molesta gran cosa la falta de creencias.

El escepticismo de Campoamor es más amargo, más desconsolador y más peligroso que el de Espronceda, por lo mismo que es más sereno y razonado. Los desesperados gritos de Espronceda conmueven y repelen a la vez; el estado psicológico que revelan pone miedo en el ánimo. El tranquilo escepticismo de Campoamor no produce iguales efectos; antes su plácida calma es señuelo que convida a reposar la cabeza sobre aquella almohada agradable al espíritu, como a la duda apellidaba Montaigne.

Campoamor no tiene motivos personales para ser escéptico. La experiencia de la vida no ha podido causar profunda mella en su alma infantil y candorosa; su plácida y feliz existencia, antes que a la duda, debiera invitarle a la fe. En su serena fisonomía, en su constante buen humor, es imposible adivinar el escepticismo que le devora; nadie quizá tiene menos derecho que él a ser escéptico.

Y sin embargo, lo es, con mayor universalidad y trascendencia que los escépticos románticos. No se limita a renegar de los hombres, sino que su duda alcanza a las ideas; no se circunscribe a negar el amor, la poesía y la amistad por virtud de añejos desengaños, sino que lo niega todo, inclusa la realidad del conocimiento. Y lo niega con imperturbable calma, con serenidad pasmosa, a veces nublada por ligero tinte de tristeza. Tranquilamente, sin los apasionados arrebatos de [529] Espronceda, los alaridos de dolor de Byron, o la desesperación intensa de Leopardi, afirma

que humo las glorias de la vida son.

se pregunta melancólicamente:

La dicha que el hombre anhela,
¿dónde está?

Sostiene que vivir es olvidar; que tarde o temprano es infalible el mal; que todo es sombra, ceniza y viento; que vivir es dudar; que todo se pierde; que el bienestar del hombre es la muerte; que al hombre sólo le afectan el calor y el frío; que él es quien regula la conciencia; que no hay honor ni virtud más que en la lengua; que fuego es amor que en aire se convierte; que gloria y fe para el hombre son un sueño; que el placer es la fuente del hastío; que

la belleza sólo está
en los ojos del que mira;

que

todo espectáculo está
dentro del espectador;

que

sobre arena y sobre viento
lo ha fundado el cielo todo.

que el variar de destino sólo es variar de dolor; y después de dudar si tendrá razón Cabanis, concluye afirmando

que en este mundo traidor
nada hay verdad ni mentira;
todo es según el color
del cristal con que se mira.

No cabe escepticismo más universal y profundo, ni es posible exponerlo con mayor y más implacable impasibilidad.

Y sin embargo, esta poesía escéptica en más alto grado que la de Espronceda es saboreada con deleite por una sociedad que de creyente se precia. Damas aristocráticas, que contribuyen al dinero de San Pedro y son enemigas del artículo II; gentes que se cuentan en el número de las personas sensatas que tienen qué perder; niñas románticas y llenas de ilusiones devoran con placer estas máximas que en otros labios les parecieran impías, escandalosas y dignas de anatema. ¿A qué se [530] debe este singular fenómeno? ¿Cómo este poeta revolucionario y heterodoxo es el niño mimado de las altas clases? A nuestro juicio, a la perfidia de Campoamor, que semejante a la serpiente bíblica sabe revestir de bellos colores el fruto envenenado que entrega a las Evas y Adanes de esta generación.

Un ligero toque de sentimentalismo, tal cual nota piadosa y mística, alguno que otro alarde de respeto a las creencias tradicionales, que recuerda involuntariamente las reservas de Montaigne, los distingos de Descartes y la devoción de Rabelais, bastan para que Campoamor pueda deslizar impunemente sus venenosas doctrinas. Il connait son public, ce gaillard-la y no le cuesta gran trabajo rociar con agua bendita sus audacias volterianas y sus arranques escépticos y pesimistas, dignos de Kant y de Schopenhauer.

En tal concepto, Campoamor es a la vez reflejo exacto de su época y de su país. Esa poesía escéptica, pesimista, amarga e irónica, es la única propia de estos tiempos de crisis y de duda. El poeta de hoy no puede tener ideal, porque el siglo tampoco lo tiene; su canto ha de ser desconsolador y negativo, amargo y desesperado, o indiferente y frío, según su temperamento. Si su escepticismo lucha con el deseo de creer y de esperar, sus acentos serán protestas enérgicas y sollozos penetrantes y desesperados; si por el contrario, se aviene a no creer en nada, su canto reunirá a la impasibilidad del estoico la indiferencia del cínico, si por ventura no lanza la irónica carcajada de Mefistófeles. Y si vive en una sociedad descreída en el fondo, hipócrita en la forma como la nuestra, fácilmente se hará perdonar sus temeridades si sabe deslumbrar a los ignorantes con alardes místicos y hacerles creer que es posible tener fe en lo divino cuando se reniega de lo humano, y que en un mismo espíritu pueden reunirse la fe de Schopenhauer y la de Santa Teresa de Jesús.

IV

Hacemos un boceto y no un estudio crítico, y nos creemos dispensados, por tanto, de entrar en el examen detallado de las obras de Campoamor, tan conocidas de todos, por otra parte, que es inútil enumerarlas. [531]

Limitémonos a declarar, que ni las obras filosóficas, ni las polémicas políticas, ni los ensayos dramáticos y épicos de Campoamor constituyen la base de su merecida fama. Campoamor es el poeta de las doloras y de los pequeños poemas, ni más, ni menos, y tiempo perdido será el que emplee en buscar por otros caminos el público aplauso. Sus trabajos filosóficos y políticos, sus producciones dramáticas y épicas abundan, sin duda, en detalles admirables (principalmente el drama universal); pero considerados en conjunto, no son más que doloras muy inferiores a las verdaderas. Estas son su creación original; éstas y los pequeños poemas los títulos legítimos de su pluma.

¡Qué es la dolora! Según Ruiz Aguilera, es «una composición poética, en la cual debe hallarse constantemente unida a un sentimiento melancólico, más o menos acervo, cierta importancia filosófica»; según Laverde, «una composición didáctico-simbólica, en la que armonizan el corte ligero y gracioso del epigrama y el melancólico sentimiento de la endecha, la exposición rápida y concisa de la balada y la intención moral o filosófica del apólogo o de la parábola»; según el mismo Campoamor, «una composición poética, en la cual se debe hallar unida la ligereza con el sentimiento, y la concisión con la importancia filosófica»; en nuestra opinión, «una composición poética de forma épica o dramática, y de fondo lírica que, en tono a la vez ligero y melancólico, exprese un pensamiento trascendental»; definiciones todas que convienen en el fondo y que claramente revelan: 1º, que la dolora es un género nuevo entre nosotros; 2º, que la dolora es la forma más adecuada de la lírica en nuestro siglo{1}.

Haber creado este género (pues aunque tuviera precedentes en la historia, al hacer de estos elementos esparcidos una individualidad persistente, Campoamor ha sido creador verdadero); al hallar la fórmula de la poesía lírica filosófica, de la poesía de la inteligencia, a la par que Bécquer hallaba la de la poesía del corazón; al traer a España el sentido y tendencias de la lírica alemana, profundamente filosófica y subjetiva; al [532] formar una escuela cada vez más numerosa e iniciar un movimiento de día en día más potente; al llevar a cabo en la épica transformación análoga mediante la importación del pequeño poema de Byron, Musset, Heine, Víctor Hugo, &c., única forma posible de la épica en nuestro tiempo; Campoamor ha verificado una profunda revolución en nuestra literatura y ha logrado ser digno de figurar en el número de esos atrevidos innovadores que son punto de partida en una época literaria. Su influencia e importancia en la historia de nuestra lírica serán por esto no menos grandes que las de Boscán y Garcilaso, Quintana y Espronceda.

Rindamos, pues, merecido tributo de admiración y respeto a tan insigne vate y dejemos en la sombra sus flaquezas y defectos. No faltarán sucesores que saquen las últimas consecuencias de sus ideas, y prescindiendo de escrúpulos, desarrollen en toda su extensión los gérmenes que ha sembrado. Cuando esto suceda (y ya empieza a verificarse, aunque lentamente), se comprenderá el alcance de la lírica campoamoriana y se medirá la profundidad de la revolución poética que ha llevado a cabo. Entonces se reconocerá que el autor de las Doloras y los Pequeños poemas, es uno de los poetas más originales, innovadores y profundos, uno de los espíritus más revolucionarios y una de las inteligencias más poderosas de nuestra patria, y su nombre ilustre y sus producciones admirables serán el lábaro poético de la nueva generación, como su numen ha sido el verbo de la nueva idea.

Manuel de la Revilla

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{1} La empresa de la Revista Contemporánea está haciendo una edición ilustrada y lujosa de las Doloras.

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