Revista Contemporánea
Madrid, 15 de marzo de 1877
año III, número 31
tomo VIII, volumen I, páginas 121-128

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Si el Sr. Alarcón no tuviera tanto empeño, como buen neófito, en alardear a cada paso de su flamante neo-catolicismo; si no se obstinara en pasar plaza de místico y padre del desierto; si no solicitara con tanto anhelo las alabanzas del Sr. Nocedal y compañeros, ninguna necesidad hubiera tenido de dar la tremenda caída que ha dado al penetrar en la Academia Española. Caída, decimos, y lo es, en efecto, porque es imposible reunir en breve espacio tantos errores como hay en su discurso, ni dar pruebas más patentes de un absoluto desconocimiento de los puntos más elementales de la estética moderna.

Lo primero a que está obligado el autor de un trabajo crítico es a conocer la materia de que trata, y, sobre todo, a saber en qué consisten las doctrinas que quiere combatir. Si el propósito del señor Alarcón fue censurar la doctrina de los defensores del arte por el arte, debió comenzar por estudiarla, y de hacer esto, no hubiera incurrido en errores tan palmarios y en tan evidentes injusticias como hay en su discurso. Y debió además pensar maduramente su trabajo, con lo cual no cayera en las inmensas contradicciones que en él abundan, y olvidarse de las exigencias que le impone la nueva posición neocatólica que ha adoptado, para acordarse solamente de lo que debía pensar y decir como crítico y literato, y no sustituir los razonamientos sólidos con declamaciones huecas, y el estudio crítico, severo y razonado con una peroración retórica y sentimental, impropia del sitio en que se pronunciaba.

Los partidarios del arte por el arte (o del arte por la belleza, como quiere el Sr. Alarcón) no han pretendido nunca declarar bello lo nulo, lo indiferente, lo ocioso, lo malo, lo inicuo y lo aborrecible, [122] ni establecer un divorcio completo entre el arte y la moral, como el Sr. Alarcón asegura. Combatir a un adversario, forjando arbitrariamente una doctrina que se le atribuye para tener el gusto de vencer fantasmas, es procedimiento que nunca debe permitirse un hombre de ciencia ni un crítico serio, y eso es precisamente lo que ha hecho el Sr. Alarcón.

Lo que afirman los partidarios de esa doctrina es que lo bello y lo bueno son cosas distintas (lo cual nadie niega, porque sería negar la evidencia), y que el arte bello y la moral lo son, por consiguiente, también; que el fin primero del arte (fin que puede ser el único) es la realización de la belleza, y que no es requisito indispensable ni condición ineludible de la obra artística entrañar una tendencia moral. Sostienen igualmente que el mal en ninguna de sus formas es bello, porque el mal es un desorden, y desorden y belleza son términos antagónicos, pero que puede ser objeto representado en el arte, y aun elemento estético, ora porque sirva de contraste que dé mayor realce a lo bueno, ora porque en un mismo objeto acompañen al mal cualidades bellas (como se observa en Don Juan Tenorio, en el Satanás de Milton, &c.), ora, en fin, porque la forma en que el artista lo represente sea verdaderamente bella. Aseguran también que el carácter moral de la obra de arte es en ésta una excelencia más; pero niegan que no haya belleza donde no hay bien, pues la hay en objetos indiferentes bajo el punto de vista moral, y en obras de arte que a ninguna idea moral responden, como puede haberla (artística, se entiende) en la representación de objetos inmorales, aunque en este caso la belleza no reside en lo representado, sino en su representación.

Y esto es tan palpable y evidente, que de no ser así, de ser cierto que no hay belleza desligada de la bondad, que no hay belleza artística indiferente a la moral, artes enteros habrían de desaparecer, y por ilegítimas y nocivas se condenarán las más peregrinas producciones de la inteligencia humana. Si con esto ha querido decir el Sr. Alarcón que el mal no es bello, razón tiene; pero debió añadir que su representación artística puede serlo; si ha pensado negar el valor artístico a toda obra que no encierre una tendencia moral, o a la que sea inmoral, entonces ha incurrido en el más grave de los errores.

¿Qué concepto moral entrañan la arquitectura, la escultura, la mayor parte de las obras pictóricas, la música y gran número de producciones poéticas? Si no hay belleza artística indiferente a la moral, el arte queda reducido a bien estrechos límites. La arquitectura profana deja de ser artística; la escultura igualmente; la pintura de género, de paisaje, la misma histórica en gran parte, la de retratos, la música (señaladamente la sinfónica), la lírica erótico-sensual, la descriptiva, la mayor parte de las composiciones bucólicas, las comedias y dramas de intriga y enredo que ningún pensamiento moral desenvuelven, un número inacabable de composiciones de todos los géneros, tienen que salir expulsadas del dominio del arte.

Existe, sí, en la realidad y en el arte belleza indiferente a la moral; toda la belleza física se encuentra en este caso, como también la de multitud de producciones artísticas que a ningún fin moral ni inmoral corresponden. Existe también en el arte (por más que le asombre al Sr. Alarcón) belleza contraria a la moral, digna de condenación sin duda, pero innegable. Los museos secretos guardan tesoros de indudable belleza; lo que en ellos se representa no es ciertamente bello; pero su representación lo es, y en la representación, en la forma es donde reside la belleza artística, a tal punto, que [123] trueca en bello lo que por naturaleza es deforme y repulsivo.

¿Quiere decir esto que el arte inmoral sea legítimo? Distingamos. Bajo el punto de vista puramente estético, haciendo abstracción de la ley moral y del valor social de la obra de arte, fuerza es reconocer su legitimidad. Pero como el arte es una producción social, como el artista no por ser artista deja de estar sometido a la ley del deber, la sociedad y la crítica deben rechazar y condenar como culpables degradaciones esas obras, sin desconocer su valor estético, y entendiéndose que no se las condena a nombre del arte, contra el cual no han pecado, sino a nombre de la moral que abraza toda la vida y extiende, por tanto, su acción a la esfera de aquel. Condene, pues, el Sr. Alarcón la degradación del artista que prostituye y rebaja su inspiración, haciéndola vil intérprete de innobles torpezas; pero no desconozca el valor artístico que puedan tener tan criminales producciones; no diga, sobre todo, que el arte no puede ser indiferente a la moral, porque de ser indiferente a ser hostil media un abismo, y de sostener tal principio, fuerza sería condenar a la proscripción a todo arte que no fuera docente.

Viciado por este error capitalísimo, el discurso del Sr. Alarcón abunda en palmarias contradicciones. Sin cuidarse de dar un concepto de la belleza (por lo cual su trabajo resulta ininteligible y sin base), afirma a la vez el carácter objetivo y metafísico de lo bello y proclama la relatividad y subjetividad del juicio estético. Pues si esto es cierto, si no hay una idea general de la belleza, ¿cómo es una realidad metafísica y objetiva? Y sobre todo, ¿por qué procedimientos lo ha llegado a averiguar el Sr. Alarcón?

Es más: a renglón seguido de declarar que no hay belleza artística indiferente a la moral, sostiene el Sr. Alarcón que tampoco la moral puede considerarse como exclusivo criterio de la belleza artística, que es precisamente la opinión de los partidarios del arte por el arte. Después de decir que la moral única verdadera es la de Jesucristo, toma por criterio la moral universal e independiente para juzgar las obras de arte; con tal amplitud que hasta considera edificantes monumentos de piedad las Venus helénicas. No sabemos si también le parecerán objetos devotos y santos los Príapos y el lingam de los indios; aunque tal es la consecuencia directa de su teoría. Contradicción tan palpable y herejía tan manifiesta le han valido al Sr. Alarcón una cariñosa fraterna de su nuevo correligionario el Sr. Pidal.

Si la parte filosófica del discurso del Sr. Alarcón es tan poco afortunada, la histórica no la aventaja mucho. Atento a probar que el arte ha sido siempre moral y docente, el nuevo académico apela al cómodo sistema de prescindir de los hechos que no cuadran a su tesis. Cuantos poetas y pintores no caben en el cuadro que se ha trazado quedan suprimidos en la enumeración. Los músicos no corren mejor suerte. Con esto y lanzar unos cuantos improperios a Byron y a la Francia, termina su excursión histórica el autor de El Escándalo.

Terminada la parte científica del discurso, el poeta aparece; y, empuñando con la mano que tantos días de gloria dio a nuestras letras, la trompa ultramontana, con frases tan hermosas como desdichados son los pensamientos que encierran, entona un himno elegiaco místico-conservador-sentimental, que no hay más que pedir. Un canto patriótico, tan falso como bello, constituye la primera parte de esta sinfonía. Sigue una apología del quijotismo, cosa que parece de moda entre la gente nea, y no sin razón, pues entre ella abundan los Quijotes y los Sanchos, sobre todo los segundos. [124] En esta apología el Sr. Alarcón parece dar a entender que Cervantes quiso poner en ridículo al positivismo y enaltece el idealismo en la persona de D. Quijote, lo cual podrá ser cierto, pero está bastante disimulado en la novela. Después de esto, la sinfonía toma un aspecto sombrío y pavoroso. Las consabidas declamaciones contra ateos y materialistas, el tremendo cuadro de la Internacional y del petróleo, todo lo que puede despertar el fervor místico en el alma de los bolsistas y banqueros que ven en la divinidad un gigantesco guardia civil que les garantice la pacífica posesión del 3 por 100 y en la vida futura un poderoso complemento del Código penal, aparece con tintas sombrías y melodramáticas en el discurso del señor Alarcón. Después viene lo patético y lo sentimental, lo místico y lo extático, y el Sr. Alarcón concluye su perorata en forma de homilía con la unción de un padre de la Iglesia y el espíritu penitente de un cenobita de la Tebaida.

Quilatados de esta suerte el sincero arrepentimiento, la contrición profunda y la fe entusiasta del nuevo académico, justo era que la grey neocatólica manifestara su regocijo por ello y aprovechara la ocasión para disparar unos cuantos dardos contra el liberalismo, el progreso y otras menudencias. Y con efecto, el Sr. Nocedal se encargó de acoger al neófito, presentarlo a la Academia y estrecharlo con amor entre sus brazos. Conmovedora fue la escena por cierto. Dicho se está que se renovaron con furia nueva los ataques al arte por el arte, añadidos con algunas observaciones contra el realismo; que no faltaron rasgos de entusiasmo en pro de la moral más pura y del más sublime espiritualismo, cosas de que siempre fue el Sr. Nocedal muy devoto. La materia, el cuerpo, la bestiezuela de la carne fueron anatematizados con denuedo, y la Francia y su can-can merecieron aterradoras censuras, sin que faltara una descripción del incendio de París, que es, a juicio del Sr. Nocedal, el fruto del materialismo en la filosofía, el sensualismo en las costumbres y el realismo en las letras y en las artes. Y es mucha verdad; si todos fuéramos tan espiritualistas e idealistas como el Sr. Nocedal y compañeros, no habría más incendios que el de Cuenca y las estaciones de ferrocarriles, que antes que devastadoras hogueras son deleitosas luminarias encendidas en honra del ideal y de la fe.

Parafraseando la oración de su colega, repitió el Sr. Nocedal la peregrina interpretación que aquél ha dado al Quijote, y después de algunas alusiones de intención no muy evangélica a determinadas personas, del consabido elogio a los jesuitas, de algunos rasgos patrióticos y de unas cuantas lindezas contra el liberalismo y demás pestilenciales errores, terminó el Sr. Nocedal su patético y edificante discurso, acogido con grandes aplausos por las almas piadosas que lo escuchaban.

Concluido el acto, felicitaron ardientemente al Sr. Alarcón sus nuevos correligionarios. Profunda pena experimentamos en aquel instante. Parecíanos ver al águila caudal, arrastrando por la tierra sus cortadas alas recibiendo en oscura cueva los agasajos de los murciélagos. Qué consideraciones se agolparon a nuestra mente no hay para qué decirlas; el lector puede adivinarlas. Por eso ponemos aquí punto a estas líneas, pues la amistad que al nuevo académico profesamos nos impide agravar con nuestras palabras su desgracia; que desgracia es, y no pequeña, terminar carrera tan gloriosa como la suya en los brazos del ultramontanismo. [125]

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Prosigue en el Ateneo el debate sobre la Constitución inglesa, habiendo consumido turno en estos días los Sres. Muro y Carvajal. Confuso e incoherente el discurso del primero, ninguna influencia ha ejercido en la discusión. No así el segundo, que tiene verdadera importancia.

Es el Sr. Carvajal uno de los hombres públicos más distinguidos de nuestra patria. Dueño de vastos conocimientos y de fácil y elocuente palabra, posee además gran perspicacia, profundo sentido político y no poca intención. Su oratoria es habitualmente serena y levantada, nutrida de razones y doctrinas, enérgica a veces, en raras ocasiones sentida y brillante, y en éstas resintiéndose de cierta afectación y amaneramiento, quizá porque no cuadra al Sr. Carvajal el lenguaje de la pasión para usarlo tiene que violentarse. Forma el Sr. Carvajal en las filas del partido democrático, por algunos llamado conservador y por otros posibilista, y aspira a representar en él la fracción más avanzada y radical.

Razonado, metódico, nutrido de doctrina, el discurso del Sr. Carvajal ha sido verdaderamente notable. Ceñido siempre al tema, examinó con recto criterio las instituciones del pueblo inglés, y después de afirmar sus excelencias, declaró que a España difícilmente podían aplicarse, pues las más fundamentales existían ya entre nosotros, las que son peculiares de aquel pueblo no podían arraigarse aquí, y otras no representaban un progreso ni eran convenientes.

A la par que esto hacía, combatió varias apreciaciones del señor Moreno Nieto y expuso un programa político, que, en suma, era el tradicional programa del partido democrático. Los principios que en él desenvolvió son, en general aceptables, pero echamos de menos algún tinte conservador en su discurso; siquiera el que exigía el partido político en que figura.

Con sano criterio definió la noción del Estado, trazó los límites de la acción de éste y determinó sus funciones, atribuyéndole, no sólo la realización del derecho, como sostuvo el Sr. Rodríguez, sino la protección temporal a todos los fines y esferas de la vida que la acción individual no puede sostener; con lo cual opuso prudente y oportuno dique a las exageraciones de la escuela economista.

Mostróse demasiado entusiasta del sufragio universal, sin parar mientes en los gravísimos peligros que entraña en pueblos poco preparados para ejercerlo, y harto exclusivo en la cuestión de las formas de gobierno, que trató con más pasión política que sereno juicio y con argumentos vulgares; poco dignos de su esclarecido talento. Planteó con acierto la cuestión religiosa, declarándose católico, a la par que decidido partidario de la libertad de cultos, pero sin decir nada claro y concreto acerca de la separación de la Iglesia y del Estado. Confundió el poder ejecutivo con el poder supremo del primer magistrado de la nación (rey o presidente de la república); error notorio, frecuentísimo en nuestros políticos; pero extraño en persona tan versada en estos asuntos como el Sr. Carvajal y expuso la teoría de los derechos individuales, sin decir (cosa importante que no debió pasar en silencio) si los cree o no ilegislables e ilimitables, y en caso negativo, cuáles son los límites a que deben sujetarse. Un error histórico gravísimo hallamos en el discurso del Sr. Carvajal. Tal fue el de considerar al cristianismo como creador del principio individualista y liberal, que creía hallar en las célebres palabras de Cristo: A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Nada menos exacto; lo que hay en esas palabras es la separación de la Iglesia y el Estado, de lo espiritual y lo temporal; pero no la emancipación [126] del individuo. El cristianismo sólo se cuidó del hombre interior, sólo proclamó la libertad de la conciencia y ésta únicamente para los cristianos. El hombre exterior, el ciudadano, quedó entregado al Estado y la misma conciencia sujeta a la Iglesia, mediadora constante entre el hombre y Dios. La concepción del cristianismo fue igualitaria, aunque no en el orden político y social, pero no liberal e individualista. El principio comunista fue la ley de vida de los primeros cristianos; la unión estrecha del Estado con la Iglesia, pero subordinando aquel a ésta, la sujeción de la conciencia a una absoluta unidad religiosa, la negación de toda libertad individual fueron la consecuencia inmediata del triunfo del cristianismo.

El principio individualista es puramente germánico. Por eso lo consagró el protestantismo que fue un movimiento de raza, una rebelión del espíritu germánico contra la unidad latina. Por eso el liberalismo moderno es hijo legítimo del protestantismo y de las gentes germánicas; y lo único latino que hay en él es el espíritu igualitario y democrático. Si el Sr. Carvajal fuese más liberal y menos demócrata, no hubiera tratado tan mal al protestantismo; aunque afirmara, con razón, que nunca se aclimatará entre nosotros. Pero el Sr. Carvajal, como buen latino católico y demócrata, de lo que principalmente se cuida es del advenimiento de la igualdad y del triunfo de la república, sin parar mientes en que hay otras cocas mucho más importantes; en que antes de ser demócratas conviene ser liberales; en que a la consolidación de las libertades fecundas y civilizadoras hay que sacrificarlo todo si fuera preciso; en que la libertad (que es germánica y protestante, mal que le pese al Sr. Carvajal) vale más, mucho más, que la igualdad, la democracia y la república; cosas todas que se avienen perfectamente con el despotismo, la superstición y la barbarie; en que la política liberal verdadera y fecunda tiene sus modelos (y bien sabe el Sr. Carvajal por qué lo decimos) en Prusia, en Austria, en Inglaterra, en Bélgica, en Italia y en Portugal, más que en esa agitada y aventurera Francia, que, tras tantos movimientos revolucionarios, aún no ha sabido emancipar su conciencia ni llegar a ser libre, a pesar del sufragio universal, de la igualdad y de sus ensayos de república. Créalo el Sr. Carvajal: la letra mata y el espíritu vivifica, o, lo que es igual, las formas exteriores importan poco; lo que importa es emancipar la conciencia y el pensamiento, destruir los obstáculos tradicionales del progreso, y mejorar la educación y la condición material del pueblo. Para darle el poder siempre hay tiempo, y cuanto más tarde sea, tanto mejor para la causa de la libertad.

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La sección de literatura del Ateneo ha reanudado sus tareas, poniendo a discusión la poesía religiosa en España. El secretario de dicha sección, Sr. Sánchez Moguel, desarrolló el tema en un erudito y bien pensado discurso, bellamente escrito, en el cual siguió paso a paso el desarrollo de este género de poesía en nuestra patria; probando la escasa importancia que siempre tuvo, y declarando que hoy prevalece el arte heterodoxo, pero que la poesía religiosa subsistirá siempre, aunque se vaya extinguiendo el ideal histórico en que se inspiró hasta ahora. Este notable y discreto trabajo, que honra a su autor, fue recibido con vivas muestras de aprobación por el auditorio.

En el debate han terciado después los Sres. Moreno Nieto y Canalejas (D. José). El primero, en un bellísimo y elocuente discurso, [127] hizo a grandes rasgos la historia de la poesía religiosa, para venir a la conclusión de que el grande arte, la verdadera poesía, son inseparables de la religión, y para afirmar la realización próxima de un gran movimiento de renovación cristiana. Aunque exageró la importancia de la inspiración religiosa en el arte, el Sr. Moreno Nieto estuvo en general muy acertado, y su discurso abundó en rasgos de verdadera elocuencia.

El Sr. D. José Canalejas, sobrino del eminente académico de igual nombre, combatió las afirmaciones del Sr. Moreno Nieto, con una energía y un calor, que en más de una ocasión pasaron de excesivos. Con sólidas razones expuso y defendió la doctrina del arte por el arte, tan combatida en estos momentos, rayando a grande altura en esta parte de su discurso; afirmó que la libertad y el sentido humanitario de nuestra época eran elementos suficientes para alimentar el estro poético, y sostuvo, con vehemencia extraordinaria, la verdad, la legitimidad y el valor del racionalismo. El señor Canalejas ha demostrado notabilísimas condiciones de orador impetuoso y enérgico; y sólo pecó por un exceso de entusiasmo y cierta violencia en el decir, que se explican cumplidamente por la fuerza de su convicción y por el fuego propio de la juventud.

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Importantes en extremo son las conferencias públicas que ha organizado la Institución libre de enseñanza, que cada día va desarrollándose con mayor éxito y que está llamada a ejercer señalada influencia en la cultura de nuestra patria. Las que hasta ahora se han dado han estado a cargo de oradores tan distinguidos como los señores Rubio, Rodríguez, Azcárate y Simarro.

El Sr. Rubio, honra de nuestras ciencias médicas, ha expuesto en notables discursos, que claramente revelan sus profundos conocimientos y la seriedad de su espíritu, la acción fisiológica de la palabra humana sobre las colectividades; desarrollando ingeniosas teorías y aduciendo observaciones de inestimable precio.

El poder administrativo y la música han sido objeto de las lecciones del Sr. D. Gabriel Rodríguez, que combatió enérgicamente en su primera conferencia la centralización administrativa, pero incurriendo en el error de afirmar que no era posible separar la administración de la política, por ser políticos todos los actos de aquella; opinión muy extraña en persona de tan buen sentido. Al ocuparse de la música, expuso, al lado de observaciones muy ingeniosas y acertadas, otras que cuando menos son muy discutibles, pero en conjunto la conferencia fue muy notable.

El Sr. Simarro, médico distinguido y filósofo de excepcional mérito, se ocupó de un modo principalmente experimental de la teoría de las llamas.

Respecto al Sr. Azcárate, tomó por asunto de su conferencia el pesimismo, al cual combatió con energía, afirmando que el mal es accidental, que la felicidad es relativa y que el destino del hombre es luchar incesantemente; todo lo cual será muy verdadero, pero tiene muy poco de consolador.

En resumen, las conferencias de la Institución libre merecen la atención de los hombres cultos, y la sociedad que las organiza es acreedora al reconocimiento de la patria.

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Exceptuando un importante libro del Sr. Pí y Margall, titulado: Las nacionalidades, que examinaremos en nuestra próxima revista [128] con la atención que merece (si nos lo permite nuestro colega El Solfeo, a quien tantas pruebas de fraternal cariño debemos), ninguna publicación de gran importancia podemos registrar en esta semana. Sólo merecen mención los Recuerdos de Filipinas, del señor Cañamaque, descripción de los usos, costumbres y régimen de aquellas islas, hecha con soltura y gracejo y con un elevado espíritu patriótico que honra sobremanera a su autor, y unas Noticias biográficas del comandante Villamartín, debidas a la fecunda y discreta pluma del Sr. Vidart, y en las cuales se exponen los singulares méritos y hechos nobilísimos de aquel notable tratadista militar, por todos conceptos digno de la gratitud de la patria.

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Las novedades teatrales tampoco han abundado en este período. Prescindiendo de varias piezas en un acto de escasa importancia, redúcense todas a La pena negra, arreglo del Sr. Coello, Los cursis, original del Sr. Herranz, y Luchas heroicas de los Sres. Echevarría y Santivañes, las dos primeras estrenadas en la Comedia y la última en el Español.

La pena negra es un juguete francés de mérito escaso, tan exagerado como inverosímil, en cuyo arreglo no debió perder su tiempo autor tan distinguido como el Sr. Coello. El arreglo está bien escrito, como era de esperar, pero el traje no basta a ocultar las deformidades del modelo.

Los cursis es una producción endeble y defectuosa. Ni aquellos cursis son los que todos conocemos, ni aquella acción está bien conducida, ni en el diálogo abunda la gracia. El Sr. Herranz puede hacer cosas mejores y está obligado a hacerlas. Ambas obras han sido desempeñadas con el esmero habitual en los actores del teatro de la Comedia.

Si a estos se parecieran los del Español, quizá hubiera alcanzado mayor éxito el drama de los Sres. Echevarría y Santivañes. Inspirado en elevados y nobles sentimientos, escrito con discreción, delicadeza y verdadera poesía, el drama Luchas heroicas era digno de mejor suerte. Hay en él un conflicto moral verdaderamente conmovedor, un acto segundo movido, interesante y lleno de situaciones de buen efecto, y aunque el desenlace resulta algo frío, la única figura femenina de la obra un tanto desdibujada y la del barón afrancesado algo vulgar, la creación del Noy basta para otorgar a los autores el título de distinguidos poetas. Con otro desempeño, la obra hubiera alcanzado gran éxito; si no ha sido éste como debía ser, cúlpese, no a los autores que han concebido un bello y sentido drama y lo han ejecutado con acierto, sino a los actores que tan deplorablemente lo interpretaron. Únicamente debemos exceptuar de esta censura al Sr. Fernández, que desempeñó magistralmente su papel, alcanzando uno de sus más merecidos triunfos y al Sr. Cepillo, que si no se distinguió, por lo menos dijo el suyo de un modo aceptable.

M. de la Revilla

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