Revista Contemporánea
Madrid, 15 de abril de 1877
año III, número 33
tomo VIII, volumen III, páginas 374-377

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Si todos los conservadores fuesen como el Sr. Pelayo Cuesta, mucho habría ganado la causa de la libertad. Tiempo hacía que deseábamos ver un conservador verdadero, un conservador a la inglesa, y por más que recorríamos todos los partidos españoles que con tal nombre se decoran, no nos era posible descubrir lo que buscábamos. El Ateneo nos ofrecía como modelo de conservadores liberales al Sr. Moreno Nieto; pero el señor Moreno Nieto no es otra cosa que un doctrinario, que tiene el sentimiento, pero no la idea de la libertad. Por fin hemos hallado nuestra ave fénix en el Sr. Pelayo Cuesta.

Es el Sr. Pelayo Cuesta un espíritu serio y reflexivo, de clara razón, penetrante entendimiento y notable sentido político, muy versado en la historia de Roma e Inglaterra, muy entusiasta por las instituciones inglesas y defensor sincero y convencido de la monarquía constitucional. Inglés por las ideas, por las aficiones, por los sentimientos y hasta por la figura, el Sr. Pelayo Cuesta no ve en la política el resultado de una concepción metafísica abstracta o de una pasión acalorada, sino el arte prudente, delicado y sensato que, sin perder de vista el ideal, procura atenerse ante todo a lo práctico, a lo positivo y a lo posible y realizar en cada momento lo que exigen la conveniencia y los intereses del país y lo que cabe dentro de la realidad. Poco aficionado a grandes frases y recursos oratorios, piensa con madurez, expone con claridad, discute sin calor, pero con habilidad e ingenio, y habla natural y sencillamente, sin pretensiones de orador, pero con la corrección necesaria para hacerse oír con gusto del auditorio.

En la última sesión de la sección de Ciencias morales y políticas del Ateneo, mostró cumplidamente el Sr. Pelayo Cuesta tan relevantes dotes, planteando con gran claridad las cuestiones que son objeto del debate, revelando sus profundos conocimientos en cuanto a Inglaterra se refiere, y sosteniendo con elevado criterio, recto sentido, tacto extraordinario y notable templanza los verdaderos principios monárquico-constitucionales, bajo el punto de vista conservador.

No se remontó a las alturas ni revolvió cielo y tierra para exponer los principios a que a su juicio debe someterse la política; antes al contrario, huyó cuidadosamente de toda especulación metafísica y se atuvo sólo a la experiencia y al buen sentido. No esmaltó su discurso con pomposas defensas del orden social, de los intereses fundamentales, de las santas tradiciones, ni con acerbas y declamatorias críticas contra la demagogia, la revolución y el socialismo. Nada declamatorio ni sentimental hubo en su discurso; sólo se veía en él la obra de un entendimiento penetrante, de un ánimo tranquilo y desapasionado y de una voluntad recta. [375]

Conciliador y tolerante, señaló el terreno común en que conservadores y liberales debían moverse, que era, en su opinión, el reconocimiento franco y explícito de los derechos individuales, perfectamente compatibles con el orden social y el principio de autoridad y aceptados sin reserva por los conservadores en todos los países libres. Defendió la libertad religiosa, combatiendo la llamada tolerancia, a la cual prefería, como más consecuente y respetable la doctrina de los partidarios de la unidad religiosa, y sostuvo la necesidad y conveniencia de que el Estado siguiera unido con la religión profesada por la mayoría del país. Hizo elocuentemente la causa del Jurado, en el cual vio un poderoso medio de educación y moralización de las clases populares. Combatió con sólidos razonamientos el sufragio universal y el censo, optando por un sistema amplio, basado en la reunión de todos los criterios de capacidad. Afirmó que era necesario dar en las elecciones una representación especial a los grandes centros de población, impedir que ningún distrito votara menos de dos diputados (con objeto de asegurar su legítima representación a las minorías) y abogó por el voto público, si bien reconociendo la imposibilidad de establecerlo en España. Por último, defendió la monarquía constitucional y atacó la forma republicana con una templanza muy poco frecuente en sus correligionarios, y terminó encomiando la necesidad de que los conservadores sean francamente liberales y se inspiren en el ejemplo de los torys de Inglaterra.

Excusado es decir que los conservadores ni se muestran dispuestos a seguir tales consejos ni tuvieron el buen gusto de aplaudir al Sr. Pelayo Cuesta. Es natural; en España nunca tiene éxito el orador que además de no halagar las pasiones de los partidos, se atreve a decirles la verdad. Tener sentido común en España es la mayor desgracia que le puede ocurrir a un hombre.

Y sin embargo, ¡cuánto tendrían que aprender en el discurso de Sr. Pelayo Cuesta conservadores y radicales y cuánto bien podrían hacer al país si obedecieran sus indicaciones! Si los primeros aceptaran de corazón la libertad y otorgaran a los segundos condiciones de vida y éstos renunciaran a exclusivismos, intransigencias y temerarias aventuras; si aprendieran, los unos a ser verdaderos conservadores, los otros a ser verdaderos liberales; si de una vez para siempre aboliéramos el idealismo aventurero y el vacío filosofismo por una parte, el egoísmo y el espíritu reaccionario por otra; si fuéramos en política positivistas y hombres prácticos y no perdiéramos lo posible por correr tras lo utópico; si atendiéramos ante todo a crear costumbres públicas y a educar a los partidos, los conservadores en el amor a la libertad, los radicales en el respeto a la ley; si miráramos más a Inglaterra y menos a Francia y nos asimiláramos, no las instituciones, pero sí el espíritu público y la educación política de los ingleses; si acertáramos a cerrar el período constituyente y la era de las revoluciones y a fundar el reinado pacífico de la libertad, España podría recobrar su grandeza y llegaría a disfrutar de los beneficios de la civilización.

Por desgracia no será así. Los nobles acentos de los espíritus sensatos como el Sr. Pelayo Cuesta se perderán en el vacío; los partidos continuarán aferrados a sus errores, y todos seguiremos siendo cómplices de la ruina de la patria. Pero si tal sucede, no será porque no haya quien a debido tiempo señalara el mal e indicase el remedio, y los que tal hicieron (y entre ellos se cuenta el Sr. Pelayo Cuesta) tendrán al menos el consuelo de no haber contribuido a hacer la desgracia de su país. Por eso los pocos que en medio del [376] desconcierto general saben ir por el buen camino y mantienen incólumes los sanos principios, merecen el aplauso de la opinión sensata; y por eso felicitamos al Sr. Pelayo Cuesta por su notable discurso, que es, no sólo un bello trabajo, si no una buena acción, y nos abstenemos de señalar en él los puntos en que diferimos de su manera de pensar, o los que nos parecen dignos de censura, tarea ingrata que reservamos a sus correligionarios, que lo harán mejor que nosotros y de seguro con más complacencia.

Al Sr. Pelayo Cuesta contestaron los Sres. Pedregal, Carbajal y Sánchez. El primero estuvo templado y discreto: el segundo, habilísimo y elocuente, pero haciendo gala en algunos puntos, de lamentable intransigencia; el tercero, cáustico, decidor y empequeñeciendo el debate como de costumbre.

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Las conferencias de la institución libre de enseñanza siguen llamando la atención del público. En la última, el Sr. Echegaray ha disertado sobre la belleza, defendiendo con elocuentes frases la teoría del arte por el arte.

Esta teoría ha continuado discutiéndose en la sección de literatura del Ateneo, donde la ha combatido el Sr. Moreno Nieto, sustentando las doctrinas que defendió el Sr. Alarcón en la Academia Española. El Sr. D. José Canalejas ha sostenido con fortuna los buenos principios.

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Un nuevo libro acaba de dar a la estampa el Sr. Castelar; titúlase El ocaso de la libertad, y es una narración novelesca de los hechos culminantes del reinado de Tiberio, principalmente la caída de su favorito Sejano. Mezcla de historia, de estudio político y de novela, este libro se distingue, como todos los del Sr. Castelar, por la magia y elocuencia del estilo, y revela un profundo conocimiento de la vida interior del imperio romano. El objeto que el Sr. Castelar se ha propuesto al escribirlo, es inspirar horror hacia la tiranía, pintando sus crímenes, y combatir el cesarismo. No es la primera vez que hace esto el Sr. Castelar; el cesarismo es una de sus preocupaciones constantes, quizá porque comprende la afición que le tienen las democracias latinas, y el odio que hacia él experimenta es mayor que el que le inspiran las monarquías absolutas. El imperio romano es un fantasma que constantemente persigue al Sr. Castelar, y a hacerle execrable ha dedicado sus más elocuentes escritos. En el que nos ocupa ha desempeñado nuevamente esta tarea con singular brillantez y atractivo. El libro es irreprochable: sólo hay en él un capítulo cuya relación con el resto de la obra no hemos acertado a explicarnos. Tal es el titulado Los metamorfóseos, que ya conocen los lectores de la Revista Contemporánea.

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Entre las demás obras publicadas en este período debemos mencionar una nueva edición de la Historia de un pedazo de pan, por Juan Macé, que es una amena exposición popular de la filosofía humana puesta al alcance de las inteligencias infantiles; la traducción del notable libro de Hillebrand, La Prusia contemporánea y sus instituciones, publicada por la Biblioteca Salmantina, y un tomo de poesías del Sr. D. Eduardo Bustillo, titulado Las cuatro estaciones, donde hay algunas composiciones sentidas y discretas al lado de otras que su autor hubiera debido abstenerse de publicar. [377]

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Los teatros han entrado en ese período de agonía y marasmo que se llama segunda temporada, y en el cual rara vez se representan obras notables. Las novedades que hasta ahora han ofrecido se reducen a la comedia Rendirse para vencer, primera producción de D. Mariano Barranco, estrenada en el teatro de la Comedia y aplaudida, más por las esperanzas que encierra que por su mérito intrínseco, y a una producción del Sr. Zapata estrenada en el Español y titulada El Solitario de Yuste, cuadro más lírico que dramático del género de La Capilla de Lanuza, y notable ante todo por su sonora y robusta verificación.

M. de la Revilla

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