Revista Contemporánea
Madrid, 15 de junio de 1877
año III, número 37
tomo IX, volumen III, páginas 377-384

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Con impaciencia esperaban el público y la crítica la aparición de la segunda parte de Gloria; ansioso el primero de conocer el desenlace de tan interesante y conmovedora novela; curiosa la segunda de ver si había acertado el Sr. Pérez Galdós en la solución del grave problema social y literario que su obra encerraba. Expuestísimo estaba el Sr. Galdós a una caída tanto más ruidosa cuanto mayor había sido el éxito de la primera parte de su novela; y érale no poco difícil hallar un desenlace en que se armonizaran las exigencias artísticas con las necesidades filosóficas de su trabajo. Requeríase, con efecto, que, sin menoscabo del interés dramático de la acción novelesca, el desenlace de Gloria correspondiera, bajo el punto de vista de su trascendencia social, a las premisas sentadas en la primera parte; era forzoso dar al conflicto una solución que, ora fuese armónica o funesta, ni enfriara la emoción del lector, ni chocara abiertamente con sus sentimientos, ni desvirtuara el efecto de todo lo que la precediera, ni pecara de ilógica o de utópica, de inverosímil o de vulgar y prosaica. Y estas dificultades aumentaban por la variedad de soluciones, muchas de ellas tentadoras, y algunas conformes con las exigencias puramente artísticas, que podían ofrecerse al buen talento del Sr. Galdós; a lo cual había de agregarse el hecho de que cada género de lectores había de tener la suya preconcebida, siendo casi imposible hallar una que a todos por igual satisficiera. Las almas sensibles que vertieran lágrimas ante el [378] inmerecido infortunio de Gloria y su amante, demandaban una solución satisfactoria y feliz; pero a esto se oponía la consideración de que el adoptarla significaba tanto como privar de trascendencia y sentido práctico a la novela, sin que ganara gran cosa en su aspecto estético. Además esta solución llevaba consigo una de dos cosas: o la victoria de cualquiera de los elementos religiosos que en la novela luchan a la derrota de ambos. En términos más claros: para ser felices Daniel y Gloria, era fuerza que uno de los dos abjurase de su religión, o ambos abandonaran toda creencia; lo primero valía tanto como destruir la novela en su esencia; lo segundo era imposible tratándose de una acción que se supone acaecida en España y perjudicaba grandemente al valor estético de la obra.

¿Ha vencido el Sr. Galdós estas enormes dificultades? ¿Ha sabido dar a su novela una solución irreprochable por todos conceptos? He aquí la cuestión capital que ha de ser objeto de nuestro examen.

En nuestro juicio, la contestación a estas preguntas debe ser afirmativa. Cabrá hacer algunas reservas acerca de los medios empleados por el Sr. Galdós para llegar al fin; pero éste se ha realizado cumplidamente. La solución adoptada por el Sr. Galdós era la única posible y razonable en el terreno filosófico como en el puramente literario.

La solución es trágica. La muerte de Gloria; la locura de Mórton o he aquí los frutos de un amor nacido para la felicidad y envenenado desde los comienzos y trocado en fuente de horrible infortunio por la más funesta de las preocupaciones sociales. Dado el carácter de los personajes, el medio social en que se mueven y las ideas que los inspiran, la catástrofe era inevitable, y buscar una solución feliz hubiera sido error gravísimo. El Sr. Galdós lo ha comprendido así y ha dado a aquel terrible drama, símbolo de un pavoroso problema social, la única solución legítima dentro del arte y dentro también de los propósitos y tendencias que a la novela animan. Si otra cosa hubiera hecho, ¿qué probaba Gloria? Y, sobre todo, ¿a qué conducía dentro del arte plantear tan terrible conflicto dramático para resolverlo con una torpe e imposible conciliación? Hamlet, Otelo o Nuestra Señora de París, terminados felizmente, no fueran más absurdos y ridículos que Gloria, desenlazada por el dichoso enlace de los amantes.

La solución es, pues, la que debía ser. Aquellas dos puras y nobles existencias quedan aplastadas bajo el peso enorme de la abrumadora máquina social, y ¿por qué no decirlo? bajo el de su propio fanatismo. La sombría y desoladora enseñanza que de Gloria se [379] desprende, resalta de esta suerte en toda su aterradora verdad, y al mismo tiempo el interés palpitante y la emoción intensa producida por tan conmovedor drama llegan al punto debido, al grado más alto del terror trágico, manifestado en su mayor intensidad, pues si en el drama antiguo el héroe sucumbía bajo el peso de un soñado Destino, en esta novela los personajes perecen bajo la acción de una fatalidad no menos inexorable y mucho más real.

Galdós ha resuelto el problema como lo resolvió Octavio Feuillet al plantearlo en su Sibila. Pero, ¡qué diferencia entre Gloria y aquella muchacha soñadora y novelesca; entre el grandioso y sombrío fanatismo de Mórton y el vago y superficial racionalismo de Raúl de Chalys! Siquiera corresponda a Feuillet el honor de la prioridad, no cabe negar que en profundidad de idea, intensidad de sentimiento y grandeza de concepción, el novelista español le lleva incomparable ventaja.

No faltará quien censure la mentida conversión de Mórton, juzgándola contradictoria con su fanático y tenacísimo carácter. A nuestro juicio, sin embargo, esta contradicción, que acusa sin duda una mancha en el carácter del judío, es profundamente humana, y acusa un gran talento observador en el Sr. Galdós. No hay hombre (y menos en nuestro siglo), por fanático que sea, que en circunstancias iguales no haga lo que Mórton; lo contrario no sería humano, y aunque cupiera en lo posible no debería admitirse en el arte, que no ha de inspirarse en las excepciones, sino en lo general y constante. Es más; bajo el punto de vista de la moral verdaderamente humana, ¿quién duda que el deber de Mórton era hacer lo que hace, en vez de sacrificar los afectos humanos al abstracto fantasma de una consecuencia que en tal caso sería egoísta y criminal?

Más fundadas serán las críticas que se dirijan al personaje de Madama Esther. A nuestro juicio, éste es el grave lunar de la segunda parte de Gloria; y no porque lo consideremos enteramente falso e imposible, sino porque al trazar el autor la horrible escena en que juega papel tan importante este personaje, ha llegado a aquel límite en que el terror se convierte en horror y repugnancia, límite que jamás debe traspasar el poeta.

No hay en nuestra sociedad (y si la hay, es un monstruo que no cabe en el arte) una madre que sacrifique despiadadamente la dicha de su hijo, y el honor de una noble familia, a un fiero fanatismo, no ya de religión sino de raza. Pero menos aún se concibe una madre que, para lograr sus fines, arroje sobre la frente de su hijo la mancha de una horrible calumnia. Si en Esther hubiera pintado el Sr. Galdós [380] una fanática creyente, todavía podía admitirse, no ya el hecho incalificable de la calumnia, pero sí la enérgica oposición a la conversión y matrimonio de Mórton; pero habiendo concebido una mujer despreocupada, distinguida, razonable, y que ama con frenesí a su hijo la escena espantosa del capítulo 29 no tiene defensa ni explicación posible. Ni era necesaria tampoco. Bastaba para los fines del autor con una tenaz oposición de Esther, que no llegara al extremo de deshonrar a su hijo, y sobre todo, podía apelar a otros recursos para obtener el mismo resultado.

A cambio de este gravísimo defecto hay en la segunda parte de Gloria detalles muy felices. Tales son los nuevos personajes introducidos en ella; a saber: Serafinita, personificación admirable de la fe sincera y pura, pero extraviada, no menos dañosa que el más implacable fanatismo; y D. Buenaventura de Lantigua, tipo frecuentísimo en nuestro siglo, sobre todo en nuestra patria, católico por tradición y por respetos sociales, libre pensador en el fondo, amigo de buscar el lado positivo y humano de las cosas, y poco afecto a fanatismos de ningún género. Los personajes secundarios de Teresita la Monja y sus amigas están trazados de mano maestra, como asimismo los cuadros de costumbres, llenos de vida y de color local, en que abunda la novela. Es de notar también lo mucho que va ganando el Sr. Galdós, por lo que toca a la expresión del sentimiento, que en sus primeras obras apenas concebía, y retrataba a la inglesa, y que hoy pinta no pocas veces con rasgos verdaderamente conmovedores, hasta tal punto que en muchas escenas se apodera del lector la emoción más viva e involuntariamente acuden a sus ojos las lágrimas. Y esto lo hace el Sr. Galdós con notable naturalidad y sencillez, siempre dentro de lo real, y sin apelar a los exagerados recursos del romanticismo.

Tal es la novela del Sr. Galdós. Ahora cabría preguntar si la solución que le ha dado es tan satisfactoria y completa bajo el punto de vista filosófico y social como bajo el artístico. Mas para esto sería necesario saber cuál es el pensamiento que inspira al Sr. Galdós.

A nuestro juicio no es otro sino mostrar que la intolerancia religiosa es al modo de fatalidad inexorable que pesa sobre la conciencia humana y es fuente inagotable de dolorosos infortunios y trágicos sucesos en la vida. Si tal ha sido su propósito, fuerza es confesar que lo ha realizado cumplidamente. La horrible historia de Gloria y Mórton, tan verdadera en medio de su apariencia ficticia, es confirmación acabada de aquella tesis. Es verdad, horrible verdad, que la intolerancia religiosa, después de anegar en sangre al mundo, todo lo enerva, todo lo perturba, todo lo devasta, hasta las dulces [381] expansiones del amor y las dichas sublimes de la familia. Merced a ella hoy no hay familia feliz, ni sociedad tranquila, ni conciencia reposada, ni otra cosa que desolación y desdicha y muerte. Fatalidad mil veces más implacable que el destino antiguo, hidra de cien cabezas más espantosa que la de la fábula, oprime entre sus garras la sociedad entera, y tal es su poderío que ni de ella se libran los más incrédulos y despreocupados. Gloria es en tal sentido la trágica historia de la conciencia humana, oprimida aún bajo la más terrible de las tiranías, tiranía de que nadie se libra, pues a veces no sólo nace de la fuerza exterior, sino del mismo individuo a quien tortura. Aquí radica, con efecto, todo lo que hay de espantoso en el problema, pues si Gloria y Mórton son víctimas de la preocupación social, no lo son menos de la propia.

Pero si el Sr. Galdós no sólo ha querido plantear el problema sino resolverlo, no lo ha conseguido por cierto. La conclusión de Gloria es a la manera de la inscripción del Infierno del Dante: no ofrece consuelo ni esperanza. Mórton muere loco después de buscar una nueva religión que no halla, y el Sr. Galdós se contenta con relegar a la vida de ultratumba la reparación del daño causado e indicar vagamente que acaso la solución del problema corresponde al fruto del desgraciado amor de sus personajes.

En esto el Sr. Galdós ha obrado con acierto. Dos soluciones puede tener el problema: hallar una nueva y comprensiva fórmula religiosa que acabe con todos los antagonismos o renunciar en absoluto y definitivamente a toda religión. O lo que es lo mismo: pudo hacer que Gloria y Mórton abjurasen de sus respectivas religiones para adoptar otra más amplia o que se quedaran sin ninguna. Pero lo primero es imposible, pues semejante religión no existe todavía (y no sabemos si llegará a existir), y lo primero es manjar demasiado fuerte para lectores españoles, y además estaría fuera de la realidad, tratándose de una acción que entre españoles se desenvuelve.

¿Será que en la mente del Sr. Galdós toda solución conciliadora es imposible? ¿Será que la solución que oculta en el fondo de su pensamiento es absolutamente negativa? No lo sabemos, ni pretendemos indagarlo tampoco; pero sea cual fuere esa solución, es lo cierto que la que de Gloria se desprende no puede ser más desconsoladora. Después de leer esa novela, la más trascendental que en nuestros días se ha escrito en castellano, y que basta para declarar a su autor el primero de los novelistas españoles, lo único que al lector ocurre es repetir aquellos versos de Lucrecio, síntesis perfecta del pensamiento que anima a la novela del Sr. Galdós: [382]

¡O genus infelix humanum, talia divis
Cum tribuit facta, atque iras adjunxit acerbas!
¡Quantos tum gemitus ipsi sibi, quantaque nobis
Volnera, quas lacrymas peperere minoribus nostris!

* * *

De algún tiempo a esta parte, Galicia parece que comienza a despertarse de su sueño secular. Nótase allí un creciente movimiento literario que no puede menos de llamar la atención de la crítica por el especialísimo carácter que presenta. Poetas y cuentistas: he aquí lo que principalmente ofrece este movimiento, que se distingue por tres notas fundamentales, a saber: el exagerado espíritu provincial disfrazado con el nombre de patriotismo, ciertas aficiones romántico legendarias, y un espíritu melancólico y sombrío que distingue a todos los escritores de aquel país.

Prescindamos de los dos primeros caracteres que son otros tantos defectos, y fijémonos en el tercero que es el más importante y el que da un aspecto más especial a la poesía gallega.

Hay en esta poesía cierta vaguedad, cierto sello de melancólica tristeza que la asemeja en un todo a la poesía alemana y a los antiguos cantos de los escaldas escandinavos y los bardos galeses. Quizá influyen en ello las condiciones del país, de suyo melancólico. Quizá bajo un cielo plomizo, en medio de bosques sombríos, al pié de nevadas montañas y en las cercanías de un mar borrascoso, la inspiración poética adquiere los vagos tintes de la bruma y la infinita tristeza de las selvas.

Sea de ello lo que quiera, es lo cierto que tales son los caracteres de la poesía gallega. Un vago y melancólico lirismo, en que rara vez hay una idea concreta ni un sentimiento definido algo parecido a la saudade portuguesa; he aquí la nota distintiva de los numerosos volúmenes de poesías que en estos últimos años brotan de las prensas de Galicia.

Tal acontece con el tomo publicado por D. Alfredo Vicenti Rey con el título Recuerdos. Su autor es un verdadero poeta; pero aún necesita largo aprendizaje. No faltan en sus versos inspiración y ternura; pero las brumas que los envuelven impiden determinar con precisión la idea que al poeta alienta. Tal vez parece un escéptico o un pesimista; pero lo que realmente hay en sus versos es una profunda tristeza, una vaga melancolía que les presta cierto encanto. ¡Lástima que no siempre sean correctos y que su autor emplee con frecuencia combinaciones métricas que no pueden soportar oídos castellanos!

* * *

El Sr. D. Ángel Lasso de la Vega ha publicado una Historia crítica de la escuela poética en los siglos XVIII y XIX. Este libro es continuación de otro en que se ocupó el Sr. Lasso de los poetas de la misma escuela en los siglos XVI y XVII, y tanto el uno como el otro han sido premiados por la Academia Sevillana de Buenas Letras. Ambos trabajos acusan en su autor erudición no escasa y noble celo por las glorias de su patria; pero se resienten notablemente de falta de espíritu crítico, toda vez que el Sr. Lasso confunde bajo la denominación de escuela sevillana multitud de escritores andaluces que pertenecen a escuelas muy diversas. Esto y la excesiva benevolencia del Sr. Lasso, que en todo encuentra motivo de alabanza y rara vez hace verdaderas críticas de los escritores que juzga, son graves defectos, que no obstan, sin embargo, para que su obra sea estimable, siquiera por la laboriosidad y buen deseo que revela.

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Las Máquinas (cartas a un obrero) se titula un discreto opúsculo del vizconde de los Antrines, premiado por El Fomento de las Artes, y en el cual se exponen en forma popular y sencilla los principios que la economía política sustenta acerca de aquellas, discutiendo su importancia, su influencia en la industria, los beneficios y daños que producen, los medios de remediar éstos, y otras cuestiones no menos importantes. Además define el señor vizconde los principales conceptos que juegan en la ciencia económica y combate las doctrinas comunistas y socialistas.

Fiel exposición de los principios de la escuela economista (que en esta cuestión de las máquinas es bastante razonable), el libro del vizconde de los Antrines es un trabajo muy apreciable y que puede producir buenos resultados en la educación de las clases trabajadoras, por lo cual merece cumplidos elogios.

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Tocan a su fin las sesiones del Ateneo; pero esto no impide que, aun en sus postrimerías, continúen animadas e interesantes. En la de Literatura han hecho uso de la palabra los Sres. Valle, Montoro y Amat. El primero sostuvo doctrinas idealistas en un discreto y galano discurso; renovó sus tesis hegelianas el segundo con la brillantez que le es habitual; y disertó largamente el tercero en el sentido [384] del espiritualismo tradicional, con fácil pero algo monótona palabra.

En la sección de Ciencias morales el Sr. Perier trató ampliamente el tema que se debate, defendiendo en toda su pureza la doctrina ultramontana y mostrándose ultraconservador en política. Su peroración ha dado lugar a un nuevo discurso del Sr. Moreno Nieto que intentó en vano defender su especial situación en la cuestión religiosa, perdiéndose en un laberinto de contradicciones y acabando por mirar vencido su inconsecuente catolicismo liberal bajo la inflexible lógica y la consecuencia rigurosa del ultramontanismo del Sr. Perier, que en esta cuestión es el verdadero y genuino representante de las doctrinas de la Iglesia, fuera de las cuales está, por más ilusiones que se haga, el Sr. Moreno Nieto.

M. de la Revilla

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