Revista Contemporánea
Madrid, 15 de julio de 1877
año III, número 39
tomo X, volumen I, páginas 117-122

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Escasa en novedades literarias la presente quincena (como quiera que toda actividad intelectual parece suspendida por el calor que nos abruma), no es fácil tarea historiarla ni juzgarla; lo cual, unido a lo mal humorado de nuestro ánimo, amargado por particulares desdichas que al lector no interesan, habrá de ser causa de que la presente Revista sea al cabo, cual trabajo de verano, desaliñada, floja y sin gracia.

Y ni aún fuera posible que la escribiéramos si algunas recientes publicaciones no nos dieran motivo para ello; si bien de una de ellas (El Comendador Mendoza, del Sr. Valera) no hemos de ocuparnos en el presente número por haber llegado a nuestras manos en tal sazón, que no hemos tenido tiempo para leerla con aquel detenimiento que los trabajos de escritor tan distinguido merecen.

De una de las que restan nos veda hacer el debido elogio una consideración que a nuestros lectores no puede ocultarse. Publicada por la misma Casa editora de la presente Revista, y debida a la pluma de uno de nuestros compañeros de redacción, la versión española del Origen de las especies no puede ser juzgada por nosotros. Séanos lícito, sin embargo, ya que no de ella, ocuparnos de su original.

Es, a nuestro juicio, síntoma felicísimo de nuestros progresos que la célebre obra de Darwin se de a la estampa en lengua castellana y encuentre lectores en tierra española; porque esto demuestra que han pasado aquellos tiempos en que la transcendental doctrina en ella contenida era acogida con pueriles asombros por el vulgo, y con vacías declamaciones o insípidos chistes por los doctos. Hoy, desvanecidas o amansadas aquellas preocupaciones hostiles, óyese su [118] exposición con respeto, compréndese lo que hay en ella de transcendental y grave, y acúdese a estudiarla en la fuente original con un interés no exento de curiosidad, sin duda, pero que al cabo muestra el camino que dicha teoría ha andado entre nosotros en breves años.

A nuestro juicio, no merece nombre de serio el científico que atentamente no la estudie, ni de culto el profano que no procure conocerla; porque es la doctrina evolucionista el hecho culminante de la historia científica de nuestro siglo, y su creador, figura de talla tan alta, que poco tiene que envidiar a los más grandes que la historia de la ciencia nos ofrece. Para encontrar una doctrina que tal y tan profunda revolución presuponga en el orden entero del saber y en la concepción total de la vida, fuerza sería remontarse al siglo XVI para buscar el término de comparación en los portentosos descubrimientos de Copérnico y sus discípulos; porque si aquellos, al destruir la concepción geocéntrica, trastornaron por completo toda la ciencia, y aun toda la vida, no es menor, sino mucho más profunda la transformacion iniciada por los que destruyen la concepción antropocéntrica.

Fuera inútil y ofensivo para los lectores mostrar el cúmulo de consecuencias, a cual más graves, que no ya en las ciencias naturales, sino en todas las ciencias y en la vida entera, entraña la doctrina evolucionista, tan fecunda y universal, que no hay problema científico a cuya solución no contribuya, misterio que más o menos no aclare, y ramo de la ciencia y de la vida a que no se aplique. No es, pues, extraño que tan intensa preocupación lleve a todos los espíritus, ni que sean tan extremados los elogios que sus partidarios la prodigan, y tan inusitados y violentos los ataques de sus adversarios.

Conviene notar que, hoy por hoy, la doctrina evolucionista no es más que una hipótesis (como lo son todas las que en ciencias experimentales se pregonan), pero de tal naturaleza, que pocas son tan felices e insustituibles como ella. Reúne, a no dudarlo, cuantas condiciones necesita una hipótesis para ser valedera en ciencia. Excluye toda intervención directa e inmediata (nótese bien) de lo sobrenatural en la vida de la naturaleza; explica cumplidamente gran número de hechos, y desde luego todos los que hasta ahora no tenían explicación dentro de otras teorías; no contradice formalmente ningún hecho probado, siendo, en cambio, confirmada por muchos; y es por extremo sencilla y comprensible. Sobre todo, no hay otra que la sustituya dentro de la ciencia, pues dado el origen natural de las especies orgánicas, no se concibe siquiera otra explicación de él que la dada por Darwin.

No diremos nosotros que todo sea irreprochable en la teoría evolucionista, y que sus aplicaciones no hayan sido un tanto exageradas por sus más fogosos partidarios. Lejos estamos de pensar que ella sola baste para resolver cuantos problemas se ofrecen en el campo de [119] las ciencias naturales, y mucho menos en el de las morales; y muy distantes de asentir de todo en todo a las consecuencias crudamente materialistas que de ella pretenden deducir algunos. Pero, a nuestro juicio, el principio fundamental del transformismo puede considerarse como conquista definitiva de la ciencia, y este principio se formula en los siguientes términos: Todas las especies orgánicas proceden, por vía de evolución natural, de un corto número de formas primitivas de organización simplicísima; siendo esta evolución el producto de un conjunto de causas naturales, como son la concurrencia vital o lucha por existencia, la selección, la adaptación y la herencia; y obedeciendo a un movimiento progresivo, fatal y necesario.

Hasta aquí lo científico. Quedan después el detalle hipotético, en que se pierden a menudo no pocos evolucionistas; la aplicación de la teoría al orden psicológico y moral, en que también se cometen muchos errores; y la especulación más o menos metafísica sobre el origen, tendencias, causas y fines de la evolución, cosa asimismo ocasionada a graves extravíos. Sobre tales puntos, cada cual divaga a su manera; pero siempre queda intacto el resultado adquirido, a saber: el origen natural de las especies todas, y por consiguiente, la genealogía animal de la especie humana.

Este último aspecto del problema es la verdadera causa de las hostilidades que provoca la doctrina transformista; no sólo porque subleva al orgullo humano, alimentado por el error antropocéntrico, sino porque parece denotar cierta incompatibilidad entre el espiritualismo y la precitada teoría. Lo primero no tiene fundamento serio, tanto porque la verdad no es lo que deseamos y nos halaga, sino lo que es, como porque el legítimo orgullo humano no ha de fundarse en la nobleza del origen, sino en los propios hechos, y ha de ser más grande, cuanto más ínfimo haya sido el punto de partida y mayor la altura a que desde él haya llegado la humanidad por su propio esfuerzo; que el hombre no es noble por su estirpe, sino por sus acciones. Lo segundo es algo más grave y merece mayor atención.

Por causas múltiples y complejas, existe hoy cierta amalgama y confusión entre doctrinas tan distintas como el positivismo, el materialismo y el darwinismo, que les hace aparecer identificadas a los ojos del observador superficial. Aceptada la doctrina evolucionista por casi todos los científicos y por las escuelas positivistas y materialistas, parece o bien que éstas la engendran o que de ella son consecuencia necesaria; error evidente que sostienen con escaso acuerdo algunos fogosos discípulos de Darwin, y al cual éste no ha asentido nunca.

Hay en el campo del positivismo y de la escuela darwinista muchos pensadores (naturalistas, físicos o fisiólogos en su mayor parte) que, haciendo metafísica sin saberlo, olvidándose de los principios del positivismo crítico, y dando a la experiencia alcances que no tiene, construyen una metafísica materialista completa, que presentan, con [120] notoria ligereza, como irrecusable resultado de la observación científica, como fruto necesario del positivismo, y como ineludible consecuencia de la teoría de la evolución. Y sin parar mientes en aquella fecunda distinción entre el noúmeno y el fenómeno, en hora feliz imaginada por Kant, o en aquella otra que entre lo cognoscible y lo incognoscible establece el sagaz y profundo Spencer, imaginan una descarnada concepción materialista, que no es el resultado de la experiencia, ni mucho menos de la doctrina de Darwin.

La ciencia, encerrada en los límites precisos e infranqueables que el criticismo primero y el positivismo después la trazaran, sólo puede afirmar hoy en antropología la existencia de dos series de fenómenos paralelos y correlativos, observables los unos por medio de los sentidos y los otros por medio de la conciencia, y respectivamente denominados corporales y espirituales. Su constante e íntima unión y correspondencia, es cosa demostrada; pero saber si los sujetos supuestos y necesarios de estos fenómenos (sus noumenos) son sustancias distintas o modos diversos de una sola sustancia, excede de los límites de la ciencia y de las fuerzas de la razón, y constituye una de las muchas cuestiones libres entregadas a la especulación metafísica, a la fe creyente y a la opinión subjetiva. Si la ciencia afirma con Vogt que el pensamiento es una secreción del cerebro, o con Descartes que el espíritu y el cuerpo son sustancias irreductibles y profundamente separadas, va más allá de lo debido. La confesión de su ignorancia en tales materias, es lo más acertado y lo más modesto. La sustancia, la íntima esencia y realidad y las relaciones del espíritu y la materia, son partes de ese incognoscible que Spencer afirma como eterno límite de la ciencia.

Lo mismo puede decirse en materia cosmológica y teológica. En pié todavía las antinomias kantianas, en ruinas aún las pruebas cartesianas de la existencia de Dios, la ciencia nada sabe en tales materias. Desconoce la íntima realidad del Cosmos, e ignora, por tanto, su origen y su fin. Cuantas teorías imagina para explicarlo son otras tantas hipótesis y entrañan profundas oscuridades, desde el hipotético átomo y el supuesto éter, que ninguna experiencia nos revela, hasta la materia y la fuerza, nombres abstractos de oscuras realidades.

Más allá de la ciencia positiva, que sobre lo finito y lo relativo sólo alcanza lo indefinido, la razón, como que presiente lo infinito y lo absoluto, que como necesidad ineludible se la impone; pero de esto a un conocimiento claro, evidente, científico en una palabra, media un abismo. La existencia de una realidad transcendental y absoluta parece necesidad de la razón, no contradicha por la ciencia, que en ella encuentra su límite; pero ni en la ciencia cabe, ni como verdad demostrada puede afirmarse. En esta cuestión, como en la anterior, la ciencia debe reconocer su ignorancia y dejar que la humanidad levante altares al Deus Ignotus, de que nos habla San Pablo.

Síguese de aquí fácilmente que el darwinismo no pugna de todo en [121] todo con las concepciones deístas y espiritualistas. Limitado a explicar el origen de los seres orgánicos (si bien por una lógica ineludible ha de extender el principio de la evolución a toda la realidad cósmica) su investigación no agota los orígenes de toda existencia; la microscópica mónera en la escala de las especies, la nebulosa primitiva en el orden general del Cosmos, son sus límites infranqueables; y más allá de ellos queda ancho campo todavía a lo sobrenatural y lo transcendente. Si la ciencia reconoce como verdad probada la indestructibilidad de la fuerza, la perennidad de la energía, la permanencia de la materia, hácelo sólo en los límites de lo observable, sin remontarse a causas primeras y orígenes recónditos, ni afirmar, por tanto, con grave ligereza, la eternidad de realidades que para ella son otros tantos misterios. No excluye, pues, no puede excluir la teoría evolucionista ninguna alta y racional concepción religiosa; lo único que hace es ampliar la esfera de acción de las fuerzas y leyes naturales, retrotrayendo todo acto sobrenatural de creación a los últimos límites de la realidad cognoscible, señalados por la primitiva nebulosa. Para los espíritus creyentes todo se reduce, por tanto, a aplicar la acción creadora a las oscuras y desconocidas entidades primeras que el científico supone sin conocerlas, a sustituir la creación directa e individual de los seres con la creación total de la ignota y misteriosa realidad.

Ni es mayor la dificultad por lo que al espiritualismo toca. Declarada por la ciencia su ignorancia en materias tales, la libre especulación, la hipótesis, la fe, la opinión subjetiva pueden a su antojo imaginar lo que quieran. Desconoce la ciencia la naturaleza íntima del espíritu, y su génesis por tanto; limitándose a afirmar sus estrechas relaciones con el organismo físico y el paralelismo y correspondencia entre el desarrollo de ambos. Dejadas a salvo las bien probadas verdades que en este punto pregona, le son indiferentes las varias hipótesis que sobre tales asuntos puedan alegarse, y ni aun rechaza la sustancia espiritual de los platónicos y cartesianos, huésped transitorio del cuerpo, que desde el cielo viene a unirse con él y de él se separa para volver al cielo, a condición de que se reconozca que durante su hospedaje no se produce y manifiesta sino dentro de los límites y condiciones que el organismo le impone.

Y dado esto ¿qué importa al espiritualismo el origen animal del hombre? Desde el punto en que éste mereció el nombre de tal, y disponiendo de una organización cerebral adecuada, manifestóse en él un verdadero espíritu humano, la humanidad existió, cualquiera que fuese su primogenitor. Esto es lo que al espiritualismo importa; lo demás son detalles genealógicos que poco pueden preocuparle.

No quiere decir esto que en el fondo no sea más conforme con la doctrina evolucionista lo que hoy se llama monismo, esto es, la doctrina que afirma en el hombre y en el Cosmos la unidad de sustancia, no viendo en la materia y el espíritu otra cosa que modos diversos [122] (acaso apariencias subjetivas) de una sola realidad, de un solo principio que todo lo anima y en todo vive; doctrina igualmente apartada del espiritualismo que del materialismo, y a la cual quizá están reservados grandes destinos. Pero aun así, es lo cierto que entre el espiritualismo tradicional y el darwinismo no existe la incompatibilidad absoluta que muchos piensan.

* * *

A sostener esta tesis, mediante la proclamación de una especie de pan-espiritualismo que afirma la existencia de un espíritu universal, ubicuo y omniscio que en cada organismo individual se manifiesta, según las condiciones peculiares de éste; a realzar la importancia de la imaginación en la construcción científica, como creadora de todas las grandes hipótesis y autora de todos los valiosos descubrimientos de la ciencia; y a encarecer la necesidad de que el espiritualismo y la religión abran fácil paso a la invasión creciente de la doctrina de Darwin; se encamina un curioso libro del Sr. D. Melitón Martín, titulado La imaginación y notable como todos los suyos, más por la singular originalidad del pensamiento que por el rigor sistemático y el metódico enlace de las doctrinas. A vuelta de no pocas concepciones sobrado extrañas, hay en este libro detalles muy estimables, puntos de vista muy nuevos y curiosos, mereciendo singular mención la hipótesis que el autor explana para explicar los complicados fenómenos de la memoria.

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Y dejando a un lado ya tan arduas materias, diremos para terminar que el popular poeta Manuel del Palacio acaba de publicar un tomo que titula Letra menuda y que contiene algunos ya conocidos y celebrados artículos humorísticos y buen número de poesías. Muestran éstas un cambio radical en la inspiración del festivo poeta, que parece resuelto a abandonar los tonos regocijados de su lira por otros más sentidos y severos, y por cierto bien poco en armonía con su tradicional carácter. Quizá con esta transformación pierda algo de su aura popular y de su espontaneidad; pero no se puede negar que en esta nueva fase de su vida poética se muestra digno de su fama y conserva las cualidades que le dieron lugar distinguido entre los cultivadores de nuestras musas.

M. de la Revilla

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