Revista Contemporánea
Madrid, 15 de octubre de 1877
año III, número 45
tomo XI, volumen III, páginas 367-383

Manuel de la Revilla

< Revista crítica >

Reanudamos nuestras tareas después de un período harto desastroso para las letras. En él Francia ha perdido a Thiers, Portugal a Herculano, España a Serra. Así van desapareciendo una tras otra las glorias literarias de este siglo, sin que otras nuevas vengan a reemplazarlas. ¿Dónde está el historiador francés digno de sustituir a Thiers, a Guizot, a Michelet, a Lamartine, a los Thierry? ¿Dónde el ingenio que pueda suceder al gran Herculano? ¿Dónde hallaremos el heredero legítimo de Serra?

Nada podemos decir de Thiers que ya no se haya dicho por plumas más autorizadas que la nuestra. Juzgado está como orador, como historiador y como político. Si hoy la pasión de los partidos no permite todavía que este juicio sea imparcial, mañana la historia dirá que fue orador ingeniosísimo, agudo y discreto, ya que no verdaderamente elocuente; que como historiador legó dos insignes monumentos, quizá algo faltos de sentido filosófico y no muy abundantes en imparcialidad, pero concienzudamente trabajados y magistralmente escritos; y que, como político, supo tener una gran virtud, la de sacrificarlo todo, incluso la consecuencia, a la salud de la patria; realizó una grande obra, la de salvar a Francia del yugo extranjero, de la reacción y de la anarquía; y acometió una gran empresa, la de conciliar las aspiraciones de la revolución con el orden social y con el principio de autoridad. Por eso, en el panteón de la historia figurará Thiers, al lado de los Cincinatos, de los Washington y de los Lincoln, en esa pléyade, no muy numerosa, de grandes ciudadanos que, sus naciones respectivas recuerdan con gratitud y la humanidad con orgullo. [368]

Cárcel estrecha fue el vecino Portugal para el gigante espíritu de Herculano. Poeta lleno de energía y de sentimiento, historiador de mérito excepcional que ocupará lugar preferente entre los grandes historiadores, novelista que sólo tiene rival en Walter Scott y Lytton Bulwer, que fueron sus modelos, y a los cuales acaso aventajó en ocasiones, Herculano merecía teatro más vasto para su genio poderoso. Oscurecido en aquel rincón del mundo, luchando incesantemente contra el fanatismo y la ignorancia, dotado de una severidad de principios y de conducta que le impedía acomodarse a las impurezas de la vida social, molestado por la vileza de sus enemigos, Herculano vivió dominado por la amargura y la melancolía, y acabó por romper su pluma y condenarse al silencio, cansado ya de luchas infructuosas y harto de soportar ultrajes e injusticias. Por eso queda sin concluir su admirable Historia de Portugal, grandioso monumento que hubo de suspender en vista de la inicua guerra que el clero y la parte fanática de la población portuguesa le declararon por haber negado un milagro apócrifo. ¡Triste página de la historia de la intolerancia religiosa! ¡Triste página también de la historia del pueblo portugués, que ha dejado morir en el hospital a Camoens, en el destierro a Nascimento, en la miseria a Bocage, en la hoguera a Silva y en el retraimiento a Herculano!

Alegre soldado y bohemio maleante en sus juventudes, poeta mimado del público más tarde, víctima después de penosa enfermedad que convirtió en varón de dolores al que antes fuera flor y nata de la gente desenfadada y de buen humor, Narciso Serra ofrece cierta semejanza en los últimos años de su vida con aquel célebre alemán afrancesado que aún dictaba irónicos versos desde el lecho del dolor, con el simpático y desventurado Enrique Heine. Pero aquí concluye la semejanza: si al humorista alemán arrancaba el dolor gritos de desesperación, risas sarcásticas y emponzoñadas sátiras, el vate español fue siempre sencillo y bondadoso, sobrellevó con resignación las dolencias, el desamparo y la pobreza, y en medio de sus más agudos dolores, sólo brotó de su pluma el chiste fácil, galano, inofensivo, más libre que intencionado y más regocijado que libre; y su espíritu, más benévolo (quizá por ser menos profundo) que el de Heine no se vengó de sus sufrimientos azotando con látigo sangriento el rostro de la humanidad.

Era Serra un poeta fácil, galano, espontáneo, sencillo; dotado de esa inagotable gracia que sólo en ingenios españoles se encuentra; falto de idea y de profundidad (aunque a veces surgieran como por magia en su cerebro admirables pensamientos); apto para pintar sentimientos delicados y tiernos, mas no para expresar las grandes pasiones; aficionado ante todo al chiste, que siempre manejó con soltura y naturalidad, con licencia a veces, pero sin grosería y torpes bufonadas. Manejaba el idioma, si no con pulcritud académica, al menos con portentosa facilidad y admirable desenfado; [369] y el hacer versos era para él cosa tan sencilla como lo es el formar frases para el común de los mortales. Ser poeta era en Serra tan natural como lo es en los pájaros ser cantores; y su poesía, fruto de la inspiración nativa más que del estudio, brotaba de él con tanta facilidad como el agua de los manantiales. Era un hombre nacido para hacer versos y decir chistes, en quien era tan natural esta facultad, que casi puede decirse que no suponía mérito.

Serra era el legítimo heredero de Bretón. Salva la fecundidad; nada hay más semejante que ambos poetas. Uno y otro cuidábanse poco de la transcendencia y profundidad del pensamiento que habían de desarrollar en sus fábulas, y del plan a que habían éstas de someterse. Frecuente era que en sus obras no saliese nunca el argumento, que la acción fuera inverosímil o falta de interés, y que de ella nada se dedujera, ni se desprendiera enseñanza alguna. Pero esto les tenía sin cuidado. Arrancar a la realidad unas cuantas figuras llenas de vida, de verdad y de carácter; moverlas de cualquier manera, pero siempre con gracia; poner en sus labios un diálogo vivo, chispeante, facilísimo, rebosando naturalidad y gracejo; sembrar a manos llenas el chiste desenfadado, picante y donoso, la sátira incisiva, pero nunca personal ni amarga, la alusión oportuna, el ingenioso y a veces libre equívoco, el delicado epigrama y la observación discreta y exacta; formar con todo esto una acción, y en ocasiones seriación, más o menos verosímil y bien trabajada, pero siempre graciosa y entretenida; trazar de este modo con cuatro rasgos un acabado cuadro de costumbres de fotográfica exactitud y maliciosa, pero no maligna intención, y revestir estos elementos con la magia de una versificación fácil y fluida; he aquí el secreto de los éxitos que alcanzaron estos poetas, que resolvieron el problema, hoy difícil, de excitar constantemente la risa del público, sin caer casi nunca en la chocarrería y en la bufonada.

Serra llevaba una ventaja a Bretón. El autor de Marcela nunca supo traspasar la esfera de lo cómico; sus tentativas dramáticas fueron desdichadas. Serra, sin llegar al verdadero drama, movióse en círculo más amplio que su predecesor. Escribió, con éxito, comedias de capa y espada –algunas tan ingeniosas y con tanto color de época como La calle de la Montera–; cultivó con buen resultado la zarzuela, y puede ser considerado como el creador de dos géneros deliciosos: lo que llamó pasillo, esto es, una pieza de breves dimensiones, puramente cómica unas veces, y cómico dramática otras, en que se expresa un pensamiento de cierta transcendencia, o se pintan conmovedores y delicados afectos (como El loco de la guardilla, Nadie se muere hasta que Dios quiere, El último mono), y la balada dramática, composición digna de este nombre, llena de ternura, delicadeza y sentimiento, y en la cual es empresa difícil, que sólo él supo llevar a cabo, la de no caer en la sensiblería cursi que parece indispensable en las obras de los que en esto le imitaron. [370] Luz y sombra, primorosísima joya de nuestro teatro, es acabado modelo de este género, y constituye, a nuestro juicio, una de las más puras y legítimas glorias del autor de Don Tomás.

La muerte de Serra es doblemente sensible para las letras. No sólo hemos perdido un poeta insigne, sino que con él puede darse por muerta la comedia española. El fue el último representante de sus gloriosas tradiciones. ¿Quién es hoy capaz de reemplazarle? El espectáculo de nuestra escena cómica es la más elocuente contestación a semejante pregunta.

Sólo con los últimos años del siglo XVII pueden compararse estos tristes días. Hoy, como entonces, los Moretos y los Calderones se van y quedan los Zamoras, los Cañizares y los Candamos. ¿Cuánto tardarán en venir los Comellas y Zavalas?

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Poco fecunda ha sido para las letras la época que resumimos en estas breves líneas. Fuera de El Comendador Mendoza, que a su debido tiempo examinamos, ninguna producción notable se ha publicado en este período. Solamente habremos de ocuparnos de algunos libros que en rigor (salvo uno) no pertenecen a la bella literatura, sino a la didáctica.

El que exceptuamos es la traducción que de las obras de Shakespeare ha dado al público el señor marqués de las Dos Hermanas, después de haberla reservado por algún tiempo para solaz de sus amigos. Sólo conocemos el primer volumen de esta obra, único que hasta la fecha hemos recibido, el cual contiene las producciones épicas y líricas de Shakespeare, bien poco dignas de tan asombroso genio. Como no gustamos de aparentar conocimientos de que carecemos, nos declaramos incompetentes desde luego para juzgar esta obra, que entregaremos al brazo seglar de nuestro compañero el señor Montoro cuando en esta redacción sean conocidos los restantes volúmenes de la publicación. Entre tanto, séanos lícito que, aun sin poder apreciar sus méritos, enviemos un aplauso entusiasta al señor marqués, por varias razones: la primera, porque una versión de Shakespeare es entre nosotros una imperiosa necesidad y todo el que la intente merece bien de la patria; la segunda, porque dado el caso (que no creemos) de que la traducción fuera mala, siempre sería un mérito que la hiciera un individuo de esta aristocracia española, que tan poco aficionada se muestra en nuestros tiempos a empresas literarias. Un marqués que traduce a Shakespeare en vez de patinar en el Skating-Rink, por este solo hecho es acreedor al aplauso de todas las personas cultas y sensatas.

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También se ha publicado en esta quincena una nueva y elegante edición del célebre Tratado de la tribulación del Padre Rivadeneira, de la compañía de Jesús. Este libro es uno de los más peregrinos [371] monumentos de la prosa castellana, y su autor uno de nuestros más notables escritores. No hay en el grave severo, y armonioso estilo de este autor preclaro la oscuridad, el alambicamiento y el artificioso conceptismo que afea la mayor parte de las obras de nuestros clásicos. Su frase, con ser elegante y a veces majestuosa, siempre es natural y fácil, nunca recargada de inútiles adornos ni embarazada por los intrincados giros de una trabajosa sintaxis. Léense por esto las obras de Rivadeneira con tanto placer cual si fueran contemporáneas, y su estudio es harto mejor para formar buenos puristas que el de otros escritores ascéticos, más grandilocuentes acaso, pero menos puros y espontáneos.

El prologuista de esta nueva edición (que es completísima, muy correcta, en extremo elegante y está bellamente impresa y adornada con un excelente retrato del autor), después de lamentarse de la impiedad de esta época, juzga que la publicación del libro es hoy oportunísima. Si bajo el punto de vista literario lo dice, estamos conformes; si se refiere al fondo de la obra, permítanos dudar de que los hijos de este siglo hallen consuelo en sus tribulaciones leyendo las hermosas páginas del Tratado de la tribulación. Basta de esto, porque peor es meneallo.

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El Sr. D. José Gutiérrez de la Vega ha comenzado la publicación de una Biblioteca Venatoria, en la que se propone incluir las obras españolas más notables que al ejercicio de la caza se refieren; y con muy buen acuerdo ha dado principio a su empresa por la impresión del Libro de la Montería, publicado por Argote de Molina, atribuido por él y por la mayoría de los escritores de estos últimos siglos al rey D. Alfonso XI, y regalado después al Rey Sabio por el Sr. Amador de los Ríos.

El interés de esta publicación consiste, no tanto en el mérito intrínseco de la obra, como en el prólogo que la precede, donde el señor Gutiérrez de la Vega prueba con concluyentes razones, que no dan lugar a réplica, que el Libro de la Montería no es el Tratado de venación del Rey Sabio, como afirmó, sin pruebas suficientes, el señor Amador de los Ríos, sino que fue obra del rey D. Alfonso XI.

El sistema de razonamientos harto débiles en que el Sr. Amador fundó su opinión contraria a la de Argote de Molina, queda pulverizado por las razones de hecho que en contra alega el Sr. Gutiérrez de la Vega, y que consisten en la mención expresa que en el libro se hace de personajes y sucesos del reinado de D. Alfonso XI, mención que procuró desvirtuar el Sr. Amador sosteniendo que la tercera parte de la obra era añadida al texto, sin más razón para probarlo que la de que en los códices no se decía que el libro consta de tres partes, cosa desmentida terminantemente por el examen de los mismos códices, según muestra el Sr. Gutiérrez de la Vega. [372]

Resulta, pues, probado que el Libro de la Montería no es el Tratado de venación de D. Alfonso el Sabio, perdido por desgracia; sino que fue escrito o mandado escribir por D. Alfonso XI entre los años 1342 y 1350.

¿Quedará aquí la cuestión? A última hora se nos ha dicho que otro escritor, cuyo nombre no nos es permitido revelar, ha descubierto en el libro ciertas indicaciones que no permiten colocarlo en el reinado de Alfonso XI, sino en fecha posterior. Pero en tal caso, ¿cómo se explica que en los códices se diga terminantemente que fue escrito por el rey D. Alfonso? Esperemos la solución de esta dificultad, que no tardarán en darnos los doctos escritores que tanto se afanan por reconstruir la oscura historia de nuestra literatura de la Edad Media.

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La señora doña Sofía Tartilan, cuyos trabajos son ya conocidos del público, ha dado a la estampa un libro titulado Páginas para la Educación popular. Ocúpase en él de la educación de los niños de las clases bajas y de las mujeres, haciendo indicaciones muy atinadas y discretas acerca de tan interesante cuestión.

Al tratar de la educación de los niños, fíjase especialmente la señora Tartilan en los niños y niñas vagabundos, punto de suma importancia por las graves consecuencias que para ellos y para la sociedad acarrean la ignorancia y el desamparo en que viven. Asimismo llama la atención sobre esos niños que, sin ser abandonados, se dedican a ciertos oficios menudos (venta de periódicos, de fósforos, &c.) que, sobre imposibilitar su educación, les arrastran indefectiblemente a la vagancia, a la prostitucion y al crimen. De desear hubiera sido que ya que de estas cuestiones trata la señora Tartilan, se hubiera ocupado de otra muy grave, a saber: de los deberes de la sociedad y del Estado relativamente a los hijos de los mendigos y de los criminales sentenciados a penas corporales, y de las hijas de las mujeres públicas, unos y otras condenados por necesidad a seguir las huellas de sus padres.

Conformes con las acertadas observaciones de la señora Tartilan respecto de tan tristes problemas, entendemos que es llegada la hora de tomar una resolución acerca de esas infelices criaturas. Para atajar los males que la señora Tartilan señala, no basta el esfuerzo individual, es necesaria la acción del Estado. No basta tampoco establecer la primera enseñanza gratuita y obligatoria; es preciso, además de imponerla bajo penas severísimas aplicadas sin contemplación de ningún género, reglamentar el trabajo de los niños, prohibiendo expresamente que ingresen en las fábricas y que se dediquen a ocupaciones que puedan llevarles a la vagancia, ínterin no hayan hecho los estudios de la primera enseñanza y no tengan la edad suficiente para que ni a la salud de su cuerpo ni a la de su alma [373] perjudique el trabajo a que se les destine; lo es también adoptar las medidas necesarias para que haya ocupaciones que no sean malsanas ni peligrosas, y a las que se puedan dedicar; y lo es, por último, declarar de un modo terminante que las personas sentenciadas por los tribunales a penas aflictivas, los mendigos los vagos y las mujeres públicas no pueden ejercer la patria potestad, debiendo quedar sus hijos en poder y bajo la tutela del Estado. Sólo de esta suerte podrá concluirse con esa terrible llaga social, que es a la vez el más doloroso y horrible de los espectáculos: la perversión del niño y la prostitución de la niña. Sólo así se acabará con esa esclavitud del vicio que pesa sobre los niños blancos, mil veces más horrible que la esclavitud de los negros.

Cuanto dice la señora Tartilan acerca de la educación de la mujer es también oportuno y discreto, por lo general, por más que esté mezclado con las habituales declamaciones de las literatas a favor de la mujer y en contra del hombre; asunto en que no hemos de entrar, porque no disponemos de espacio para ello.

Únicamente diremos que, a nuestro juicio, la mujer no necesita tantos conocimientos como cree la señora Tartilan; porque, si bien es cierto que su misión la obliga a educar a sus hijos, educar no es instruir, y si para instruirlos necesitaría saber mucho, para educarlos le basta con tener talento natural, sentido moral y ciertos conocimientos elementales, a que se reduce lo que ha de enseñarles. La educación de la mujer no ha de tender a formar una sabia ni una literata, sino a despertar y fortificar en ella el sentido moral, el talento práctico, los buenos hábitos y los sanos principios; a precaverla contra los peligros y tentaciones que habrán de rodearla; a hacerla grave, modesta, amorosa, circunspecta; sensata, trabajadora, digna y honrada; a inspirarla el amor de la casa y de la familia; a hacer de ella una buena administradora, una mujer de su casa, una leal compañera de su marido y una amorosa madre; en suma, a formarla para el amor y la maternidad, que son su destino, y para el hogar, que es su trono y su templo. El tipo ideal de la mujer fue ya trazado de mano maestra por el autor de los Proverbios, y desarrollado de un modo inimitable por fray Luis de León en su Perfecta casada. Formar una mujer calcada en ese modelo ha de ser el objetivo de la educación que se le dé. Moral sin gazmoñería, religión sin superstición ni fanatismo, ciencia del gobierno de la casa y de la familia; he aquí las bases de la educación de la mujer. Demás de esto, enséñesela a leer, a escribir, a contar, con algo de geografía y de historia, y ciertas elementales nociones de fisiología, de higiene y de historia natural. Despiértese en ella el sentido artístico con la música, el dibujo y la poesía; pero téngase en cuenta que todo esto es secundario, y que todo se la ha de enseñar sin la profundidad que en la educación del hombre se requiere; mirando más a su imaginación, que es mucha, que a su razón, que es poca, y cuidando de que [374] en la adquisición de tales conocimientos no vea el principal objeto de su educación. Pero no se cometa el grave error de educarla varonilmente, convirtiendo su débil cerebro en una enciclopedia, pues de esta suerte se formarán horrendos marimachos, o insufribles marisabidillas, o al menos mujeres enteramente inútiles para su verdadero destino. Y no se diga que importa convertir a la mujer en un Aristóteles con faldas para impedir que haya en el seno del matrimonio el divorcio moral que la señora Tartilan cree ver en los tiempos actuales. Los hombres no gustan de hablar de filosofía o de botánica con sus mujeres; antes bien, cuanto más cultos son, más desean tener en su casa una amable compañera que les distraiga con sus gracias y encantos, de sus trabajos intelectuales, y no una doctora que les hable del imperativo categórico de Kant, o de las evoluciones de las especies. El divorcio moral, a que alude la señora Tartilan, se debe a otras causas; se debe casi siempre a las profundas diferencias que en materia religiosa y política existen hoy entre los hombres que piensan y las mujeres que se ocupan de lo que no les importa. Cuando la mujer se encierra modestamente en los límites de su papel, el divorcio no existe, y el hombre culto abandona gozoso sus trabajos para buscar en los brazos de su compañera un dulce momento de descanso, de placer y de amor. Mayor sería el divorcio si en vez de hallar esto, encontrara un Platón con papalina que le dijera todo género de vaciedades con pedantesca afectación y entonación enfática.

Y no decimos más sobre esto porque no queremos incurrir en el enojo de la señora Tartilan, a quien sinceramente felicitamos por su nuevo libro, aconsejándola de paso que no se deje contaminar por las exageraciones de los que olvidan que, por más que hagan los flamantes defensores de la emancipación femenina, nunca se infringirán las leyes de la naturaleza que destinaron al hombre a pensar y gobernar, y a la mujer a amar y sentir, y que al privar a ésta de la superioridad de la inteligencia, diéronla en cambio la superioridad del corazón, y al negarla la ciencia otorgáronla los encantos del amor y de la hermosura que, créalo la señora Tartilan, a nosotros nos gustan mucho más.

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Suponemos que nuestros lectores tendrán muchos deseos de conocer nuestra opinión acerca del nuevo libro del Sr. Pérez de Guzmán: Un Matrimonio de Estado; y no por lo que nuestra opinión valga, sino por la curiosidad que ha excitado el mencionado libro. Sentimos defraudar tales esperanzas; pero no queremos meternos en contrapuntos que se suelen quebrar de sutiles, y recordando que al buen callar llaman Sancho y que en boca cerrada no entran moscas, nos limitaremos a decir que el libro del Sr. Pérez de Guzmán es un trabajo histórico muy curioso y muy bien escrito, consagrado a tratar de un asunto muy importante, acerca del cual ni siquiera nos [375] permitimos tener opinión. El lector dirá, y con razón, que esto no es un juicio ni mucho menos; pero si hiciéramos el juicio que se nos pide, pruebas inequívocas daríamos de haber perdido el que nos concedió Naturaleza.

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Inauguráronse los teatros de verso (únicos de que pensamos ocuparnos), poniendo en escena el Español el magnífico drama El Alcalde de Zalamea magistralmente refundido por Ayala y muy bien desempeñado por la compañía; y la Comedia, una obra muy débil de Bretón, La Independencia, que no debió ponerse en escena, y cuya ejecución fue también perfecta.

Después de estas obras se han representado tres producciones nuevas, una de las cuales merece capítulo aparte. Las otras desaparecieron tiempo ha de los carteles y no hemos de tener la crueldad de ocuparnos detenidamente en su examen.

La mancha en la frente, comedia de los Sres. D. Esteban Garrido y D. Ceferino Suárez Bravo, representada con aplauso de los amigos de los autores y respetuosa indiferencia del público en el teatro Español, es una de esas obras que, no encerrando verdaderas bellezas ni graves defectos, pasan por la escena rápidamente y no obtienen aplauso ni agria censura de la crítica. Bien escrita, medianamente pensada y mal desarrollada, ni interesa, ni conmueve, ni tampoco repugna. Está hecha con la mejor intención, pero con candidez paradisíaca, y no merece ensañarse en ella ni menos alabarla.

Si ya no descansara en la tumba la comedia del Sr. Blasco, Los niños y los locos, materia habría para hablar de ella mucho y muy malo. Imposible parece que el Sr. Blasco malgaste su ingenio en obras semejantes y tenga en tan poco su reputación. Sacrificar al chiste la verosimilitud, el arte, el buen gusto, todas las condiciones de la obra dramática; llevar a la escena una colección de caricaturas y formar con sus extrañas y violentas contorsiones algo que se parezca de lejos a una comedia; desarrollar la tesis de que las mujeres debieran hacer el amor a los hombres, sin tener en cuenta lo que al público ha de repugnar la exhibición de los inconcebibles personajes que han de encarnar teoría tan estupenda; convertir en sinónimos las palabras semestre y sestercio, a riesgo de que al oírlo se desplome cierto edificio de la calle de Valverde; y tratar de cohonestar enormidades tamañas con el atractivo de unos cuantos chistes, no siempre nuevos, y de una versificación fácil y galana; son cosas que no pueden perdonarse a quien, como el Sr. Blasco, sin ser un gran poeta cómico ni mucho menos, ha dado al teatro algunas obras agradables y no carece de ingenio y gracia. Si los niños y los locos dicen las verdades, como lo declara el título de la comedia (no justificado por cierto) diríjase a ellos el Sr. Blasco y verá cómo la primera verdad que le dicen es que no se debe escribir así.

Los actores del teatro de la Comedia hicieron prodigiosos [376] esfuerzos para salvar esta obra, y tuvieron no poca parte en el hecho milagroso de que no naufragara en la primera noche, como merecía.

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Llegamos por fin al gran suceso teatral de la quincena: a la representación del drama del Sr. Echegaray, Lo que no puede decirse, puesto en escena en el teatro Español.

Escribimos estas líneas pocas horas después del estreno de esta obra, y claro es que en tales condiciones, lo que aquí decimos no puede ser otra cosa que un juicio de impresión más que un verdadero análisis del drama. Tómenlo por tal los lectores, y de las faltas en que incurramos no nos acusen a nosotros, sino a la imperiosa necesidad que nos obliga a satisfacer al punto su curiosidad natural, quizá con daño de nosotros mismos{1}.

Lo que no puede decirse no es, como se ha dicho, la segunda parte de la trilogía a que pertenece Cómo empieza y cómo acaba. Cierto es que uno de los personajes del drama que vamos a examinar está en relaciones amorosas con la hija de los protagonistas de aquella célebre producción; pero esta circunstancia, que para nada influye en la acción de Lo que no puede decirse, no basta para considerar a esta obra como elemento de la consabida trilogía, a menos que el Sr. Echegaray haya inventado trilogías de nueva especie para su uso particular. Lo que no puede decirse no tiene relación alguna con el drama Cómo empieza y cómo acaba, salvo el insignificante detalle a que acabamos de referirnos.

Lo que no puede decirse es una producción en extremo desigual, que pudo ser la mejor, y es una de las más endebles obras del señor Echegaray. Un acto primero de extraordinario mérito, verdadero modelo de exposición, tan bien pensado y sentido, como magistralmente desarrollado y escrito; un acto segundo algo inferior al primero, pero lleno de interés y de fuerza dramática; un acto tercero lánguido, inverosímil, melodramático, con efectos rebuscados y de mal gusto, y un desenlace del género romántico cursi; he aquí los heterogéneos elementos de que se compone la última producción del Sr. Echegaray.{2}

Impera en ella la misma divinidad sombría que aparece en todas las de este autor: la fatalidad implacable, el ciego destino que destroza entre sus garras el corazón, la conciencia y la vida de los personajes. La existencia de un hado inexorable que aniquila la [377] libertad humana y confunde en igual desventura al bueno y al malo, al criminal y al inocente; el concurso de fatales circunstancias que desafían toda previsión humana y precipitan necesariamente al hombre en el crimen o en la desgracia; he aquí la tesis, repetida con desoladora monotonía en todas las obras del Sr. Echegaray, y por tanto, en la que nos ocupa. En ella todos sucumben al peso del destino: ni la virtud, ni el sacrificio obtienen otra recompensa que la eterna e irremediable desventura. ¡Terrible ley por cierto! Quizá se cumple en repetidos casos, pero no en todos, por fortuna; y siendo así, ¿tanto trabajo le costaría al Sr. Echegaray atenuar alguna vez el horror de su tesis, mostrándola desmentida en alguna de sus obras? ¿No han de obtener nunca la piedad de la musa sombría del señor Echegaray la virtud y la inocencia? ¿No ha de alentar jamás en las producciones del autor de Lo que no puede decirse otro espíritu que aquel que inspirara la desoladora tragedia griega? D. Jaime, el protagonista de Lo que no puede decirse, lleva el deber hasta el sacrificio de la propia honra; Eulalia, su esposa, hace otro tanto; Gabriel, su hijo, rebelde y descreído, tanto como irrespetuoso, duda de su padre y lo afrenta e insulta; todos, sin embargo, sucumben al peso de idéntica desdicha. La deshonra, la miseria, la ruina de todos sus afectos, he aquí la recompensa de la heroica virtud de D. Jaime; la deshonra y la muerte, he aquí también el premio del sacrificio de su esposa; en ambas desdichas halla, sin duda, Gabriel su castigo; pero, ¿por ventura, es menos dolorosa, en último resultado, la suerte del que falta a su deber de hijo, que la de los que todo lo sacrifican a sus deberes de esposo y de madre? Pues si esa es la vida; si el caprichoso concierto de adversas circunstancias basta para precipitar al hombre en tales abismos y a dar tal recompensa a la heroica virtud, ¿qué queda para la conciencia sino la desesperación y la blasfemia? ¿Qué lección, qué consecuencia se desprende de tan horrible cuadro sino la aterradora frase de Bruto al darse la muerte después de la derrota de Filipos? ¡Virtud, no eres más que un nombre; razón, justicia, conciencia, deber, no sois más que sombras; destino implacable, fatalidad sombría, vosotras sois las espantosas deidades del hombre, vosotras la ley de la vida, y el mal y el dolor, vuestros hijos siniestros, son el único lote que otorgó a la humanidad, al crearla en hora maldita, la más despiadada de las divinidades! Tal es la conclusión que se desprende de obras como la del Sr. Echegaray. ¡Ah! ¿Qué se propone ese ingenio insigne con llevar al teatro tan desoladoras enseñanzas?

Los caracteres que juegan en la obra del Sr. Echegaray merecen, en general, mayor aplauso que el pensamiento que la anima. Don Jaime es una figura muy bien trazada; es un noble carácter, modelo de virtud y de pundonor, esposo y padre amantísimo y capaz de llevar el deber hasta el heroísmo. Eulalia es una figura algo pálida y de carácter poco acentuado, que debiera conocer su deber de madre [378] desde el acto segundo, y sólo lo conoce en el tercero, y que por esta razón, hasta que llega el desenlace, aparece con cierto tinte de egoísmo. Gabriel (en quien ha querido el Sr. Echegaray personificar la duda y el escepticismo) es un hijo muy mal educado que llena de desvergüenzas a su padre y dista mucho de ser un modelo de sumisión y de piedad filial, y que cree demasiado en su novia para ser tan escéptico como el autor supone; por lo demás es figura diseñada con valentía. Federico es la María de Cómo empieza y cómo acaba, o la Inés de O locura o santidad, con bigote y pantalones; un buen muchacho que de bueno se pasa, y también de tonto; que llora como una Magdalena, se enamora como un doctrino, nunca entiende una palabra de lo que sucede, y tiene un sueño de bienaventurado que le permite no moverse de la cama cuando se muere su madre envenenada; figura que sería bella a ser femenina. Mr. Patrick, al parecer personificación de la conciencia, es un moralista sin entrañas que por nada se altera, para el cual la virtud nada vale si no la acompaña el sacrificio de todo afecto humano, y que necesita nada menos que veinticinco años para cumplir el testamento de un amigo moribundo; si personifica la conciencia debe ser la conciencia inglesa, formada entre bruma y cerveza, a 20 grados bajo cero; por lo demás es un tipo trazado con verdad y perfectamente sostenido. En cuanto a D. Joaquín, es un personaje inútil y ridículo que debiera suprimir el Sr. Echegaray.

La acción se desenvuelve con arte, naturalidad y buen gusto hasta el tercer acto, sin efectos rebuscados, situaciones violentas ni recursos de melodrama. Pero en el acto tercero el Sr. Echegaray se acuerda de que es neorromántico y la obra se despeña por los abismos, hasta caer en tal profundidad que la hace merecedora de ser considerada como una de las peores de su autor. En prueba de ello la expondremos con toda la brevedad posible.

Un oficial de la legión inglesa que auxilió al ejército liberal en la primera guerra carlista, cometió la infamia de atropellar el honor de una señora que habitaba en una población tomada por asalto. De este hecho brutal (idéntico al que motiva la acción de En el puño de la espada) resulta... lo que resulta siempre cuando se cometen tales atentados en la persona de las heroínas del Sr. Echegaray. A poco del suceso regresa el marido de la agraviada (que se hallaba ausente) y sabedor de su deshonra, da muerte en desafío al oficial inglés, el cual al morir deja por heredero de sus bienes al fruto de su crimen encargando de cumplir su voluntad postrera a un su amigo, Mr. Patrick, que con flema verdaderamente inglesa, se toma veinticinco años de tiempo para cumplir su encargo, precisamente en la ocasión menos oportuna para hacerlo. Por su parte, D. Jaime (que así se nombra el esposo de la atropellada) lleva su amor a ésta y su noble generosidad hasta el loable extremo de dar su nombre al producto desdichado de la brutalidad del oficial inglés. [379]

Al comenzar la acción hace largos años que han acontecido estos sucesos. D. Jaime vive feliz y tranquilo con su esposa Eulalia, con su legítimo hijo Gabriel y con su hijo putativo Federico. Ocupa un elevado destino en Hacienda, e interviene en una importante operación de crédito que le ha puesto en relaciones con Mr. Patrick. Entre tanto sus hijos se dedican al amor. Gabriel enamora a María, la hija de los protagonistas de Cómo empieza y cómo acaba; Federico ama a la hija de un banquero de comedia que no consiente en entregarla a quien no lleve dos millones, detalle de todo punto inverosímil, pues si puede haber quien piense tales cosas, es harto difícil que haya quien las diga. Con tal motivo está desesperado y resuelve marcharse a América a buscar la fortuna que necesita.

En esto Mr. Patrick se acuerda de que su amigo le encargó que entregara su fortuna a Federico y con tal propósito se presenta en casa de D. Jaime, a quien manifiesta sus deseos en presencia de la esposa de éste, con mengua de la delicadeza, de la galantería y de la educación, que ciertamente no permiten hablar de la deshonra de una señora en presencia suya, y de las cuales se olvidan por completo D. Jaime y Mr. Patrick. El primero de estos personajes se niega a recibir semejante legado, que considera como una nueva afrenta; pero vencido por las razones del inglés, y más aún por las lágrimas de su esposa, consiente en ello, no sin lucha, y sin prever por el momento la situación terrible en que le va a colocar lo que en realidad es el estricto cumplimiento de su deber.

Esta situación, que constituye el nudo del drama, es tan natural y verosímil como nueva e ingeniosa; es una de las que mejor ha concebido y desarrollado el Sr. Echegaray, y encierra un conflicto dramático insoluble y lleno de interés. El primer empleo que de su nueva fortuna hace Federico es ofrecérsela a su amada; y no pudiendo su padre justificar a los ojos de nadie legado tan extraño, es inevitable que la maledicencia pública atribuya esta improvisada fortuna a la operación de crédito realizada por D. Jaime y en la cual intervino Mr. Patrick, como representante de los intereses ingleses. El conflicto es insoluble y la situación pavorosa. Si D. Jaime no explica el origen de la fortuna de su hijo, su honra queda por los suelos; si la explica, tiene que publicar la desgracia de su mujer.

El acto segundo está destinado a desarrollar esta situación terrible. La maledicencia se desata contra D. Jaime: las inútiles precauciones que éste adopta para que no se divulgue el secreto, son ineficaces: la prensa, la opinión declaran unánimemente que la fortuna que Federico ofrece a su novia, es producto de un negocio de mal género; Gabriel, al ver que su padre se niega a revelarle el origen de aquel legado singular, duda de él y termina por pedirle cuentas de su honor con descompuestas voces e irrespetuosos ademanes; Federico, en cambio, con su habitual bonhomía todo lo acepta, todo lo cree, nada pregunta y en un noble rasgo de abnegación ofrece renunciar a su [380] fortuna, a pesar de que con ella renuncia a su felicidad. Llegado el conflicto a este punto, no tiene ya otra solución que el sacrificio de la madre. Si esta habla, si ésta revela el secreto que oculta su marido, ya que no el mundo (que no debe saberlo) Gabriel quedará satisfecho y la paz doméstica restablecida, aunque perdido el público concepto. ¿Por qué no lo hace? Únicamente porque de hacerlo, la obra terminaría de un modo relativamente feliz en el segundo acto y no habría catástrofe sangrienta, que es lo que no excusa el Sr. Echegaray.

Al llegar al acto tercero, cansada de tener juicio la indómita musa del poeta, vuelve a sus antiguos caminos y se lanza por el fatal sendero del melodrama, con tan mala suerte que a cada paso cae en lo ridículo, lo absurdo o lo repugnante. Parece imposible que la pluma que con tanta maestría, arte, naturalidad y buen gusto trazó los dos actos anteriores, engendre el conjunto de enormidades que forma el acto tercero de la obra, acto que, además de lo que decimos, peca de lánguido, carece de interés, y ni siquiera se distingue por la belleza de la dicción.

La desgracia de D. Jaime llega a su colmo en este acto. El Gobierno, sabedor de los rumores que de público circulan, decreta la cesantía del honrado funcionario, y de este modo confirma oficialmente su deshonra. Para apurar de esta suerte la situación dramática, bastaba con la simple noticia del hecho; pero como al Sr. Echegaray no le gustan en nada los procedimientos naturales, ha creído oportuno que el portador de la noticia sea un empleado que sirvió a las órdenes de D. Jaime y fue su amigo íntimo durante cuarenta años, el cual tiene el capricho de anunciar a su amigo que ambos han quedado cesantes y además deshonrados, dispararle una andanada de desvergüenzas y ponerse malo, después de lo cual se va tan satisfecho. La escena es inútil y el tipo ridículo. Entre tanto Mr. Patrick se apresta a traer la malhadada suma, causa de tantos desastres; y como es sabido que no hay cosa más difícil que recibir un talón del Banco de Londres, a nadie debe extrañar que D. Jaime, deseoso de que su hijo Gabriel ignore que Mr. Patrick es el dador del dinero (con lo cual se convertirán en evidencia sus sospechas) invente el peregrino recurso de dar una cita nocturna y misteriosa al inglés para que le traiga el consabido talón. A cualquiera se le ocurriría que para conseguir los deseos de D. Jaime lo más sencillo sería irse de noche y recatadamente a casa del inglés o decirle a éste que enviara el talón por medio de tercera persona; pero estas cosas nunca se les ocurren a los personajes del Sr. Echegaray.

Y, con efecto , D. Jaime –después de pelear un poco con su hijo Gabriel, y de negarse a los deseos de su mujer, que al cabo comprende (ya era hora) que su deber de esposa y de madre es restablecer la paz doméstica revelando a su hijo el fatal secreto que, después de todo, no redunda en deshonra suya, toda vez que se trata de un [381] delito involuntario– envía a dormir a la mamá y a los niños, y se prepara a la cita con el inglés. Eulalia y Federico obedecen al padre (el segundo con tal celo y solicitud, que ya no se despierta hasta después de caer el telón); y D. Jaime, parodiando al Torrente de Cómo empieza y cómo acaba, saca un quinqué a la ventana, que es la seña convenida con Patrick, pronunciando a la vez unas palabras que serían deliciosas en una parodia del drama. El inglés acude a la seña; D. Jaime, que estorba en la escena, sale a un corredor a recibirlo, y entretanto Gabriel, que por estar escamado no se ha querido acostar, se esconde detrás de unas cortinas (y es el escondite número 40 que hay en la obra) para enterarse de lo que pasa.

El lector fácilmente adivinará el resultado. Mr. Patrick entrega el talón y se marcha muy tranquilo, haciendo, sin duda, reflexiones sobre el singular sistema de cobrar dinero que tenemos los españoles; Gabriel sale de su escondite y sorprende a su padre, y entonces comienza una de esas escenas que, si en la realidad pueden producirse, difícilmente caben en el arte.

Gabriel se desata en acusaciones violentísimas, imprecaciones terribles y blasfemas maldiciones contra su padre. Lo horrible de esta situación, en que D. Jaime sufre la mayor de las amarguras y el más insoportable de los ultrajes, sólo por haber cumplido con su deber, no puede describirse. Volvemos a decirlo: lo que de tal modo subleva la conciencia humana y el sentimiento público, no debe representarse en la escena. El movimiento de mal contenida repulsión que se produjo en la concurrencia al presenciar escena semejante, es la mejor prueba de lo que aquí decimos.

D. Jaime, loco de dolor, sin fuerzas para resistir tortura tamaña, llama frenético a su esposa; la dice lo que pasa, y le ordena que revele la verdad. Entonces aparece la madre, y, por vez primera, la figura de Eulalia interesa y conmueve.

Al llegar a este momento de la acción, pudo el Sr. Echegaray concluir su obra, de modo tan acertado y feliz, que bastara para excusar las faltas anteriores. El desenlace racional y lógico es tan evidente, que el no haberlo hecho sólo se explica en el Sr. Echegaray, por su funesta afición a lo terrorífico, y por su empeño de confundir bajo igual fatalidad y desventura a todos los personajes de sus obras. Si Eulalia refiriera su desgracia con toda verdad, la paz de su casa quedaba restablecida; su esposo recobraba a los ojos del hijo la dignidad y el respeto perdidos; ella no quedaba deshonrada ante Gabriel, porque pecado no consentido no mancha, y Gabriel expiaba su falta de piedad filial con los remordimientos que había de causarle su conducta. El desenlace, sin ser feliz, porque no podía serlo, era natural y satisfactorio.

Pero estas cosas no le gustan al Sr. Echegaray. Su musa no se sacia sino con sangre y lágrimas. Era preciso que todos los personajes quedaran sumidos en la desesperación; era preciso que los inocentes [382] y los virtuosos quedaran triturados entre las ruedas de la fatalidad; era preciso, sobre todo, que hubiera sangre, y sangre vertida por procedimientos inusitados. Y para conseguir esto, Eulalia no dice toda la verdad, y queda deshonrada a los ojos de su hijo; y sin causa que lo justifique, sin necesidad escénica que lo requiera, se da la muerte por un procedimiento, que ya no es del género melodramático, sino (sentimos decirlo, pero es la verdad) del género cursi. Eulalia se mata, en efecto, besando la mano de su esposo, y tomando, al besarla, el veneno que éste lleva dentro de una sortija que usaba en tiempo de la guerra civil, para darse la muerte si caía en manos de los carlistas. Al lado de esta sortija nada valen ya el específico de aquel doctor de La esposa del vengador, y el puñal de En el puño de la espada.

¿Qué fatal impulso dirige al Sr. Echegaray por estos caminos de perdición? ¿Cómo se explica que el mismo autor que concibe y desarrolla dos actos tan acabados y primorosos como los dos primeros de Lo que no puede decirse; que traza figuras tan bellas como la D. Jaime, tan bien pintadas como las de Gabriel y Mr. Patrick; que imagina un conflicto moral y una situación dramática tan originales e interesantes como los que forman el nudo del drama, caiga después en dislates tan monstruosos como los que componen ese crimen de lesa estética que se llama el tercer acto de Lo que no puede decirse? ¿Cómo el que en tantas ocasiones se eleva a lo sublime, cae, no ya en lo melodramático, sino en lo ridículo, imaginando un desenlace como el que hemos expuesto? ¡Ah! a eso lleva el afán inmoderado de la originalidad y del atrevimiento, a eso el efectismo, a eso el empeño de menospreciar los preceptos del arte y de arrancar triunfos ilegítimos a la sorpresa y al aturdimiento del público. Así se conquistarán acaso estruendosas y fáciles reputaciones; pero así también se malogran los genios, se corrompe el gusto, se extravía el arte y se obtiene la reprobación de la sana crítica en lo presente, y la de la opinión en lo futuro.

Sentimos ser tan duros con el Sr. Echegaray; pero por lo mismo que su drama O locura o santidad nos hizo abrigar la esperanza de que al cabo lograría encauzar su genio por el camino en que pudiera dar a las letras tantos días de gloria; por lo mismo que en su última obra vemos malogrado un buen pensamiento y convertida en vulgar melodrama una producción que, a juzgar por sus dos primeros actos, pudo ser notabilísima; nos creemos en el deber de censurarlo con energía para procurar que se aparte de tan peligrosos derroteros. Somos sinceros admiradores y amigos del Sr. Echegaray; nos duele en el alma ver tan mal empleadas sus poderosas facultades, y creemos hacerle mayor servicio, hablándole con tanta dureza, que aplaudiendo con igual entusiasmo, como hacen sus imprudentes admiradores, los rasgos de genio y los imperdonables errores que en lamentable confusión se mezclan en sus obras. [383]

Nos falta espacio para ocuparnos con la detención necesaria de la ejecución de Lo que no puede decirse. Fue inmejorable. El Sr. Valero consiguió ruidosísimo y merecido triunfo. Siempre en su papel, inimitable en el decir como en el gesto y en la acción, atento a los menores detalles, lleno de inspiración, arrebatador en repetidas ocasiones, sabiendo unir la entonación dramática a la verdad y a la sencillez, mostróse actor consumadísimo y señaló el camino que han de seguir los que verdaderos actores quieran llamarse. Cuanto digamos en elogio suyo, es poco; por eso nos limitamos a unir nuestro aplauso a la ovación entusiasta con que recibió el público al último representante de aquellas gloriosas tradiciones de nuestra escena, próximas a extinguirse, al último miembro de aquel grupo luminoso de eminencias artísticas que, por desdicha, ya no son más que doloroso recuerdo.

Matilde Diez, luchando heroicamente con sus arruinadas facultades físicas, sacó el partido posible de su papel y en más de una escena mostró cómo sabe sentir y hacer sentir, mereciendo con justicia los aplausos del público.

El Sr. Vico desempeñó perfectamente su parte y tuvo felicísimos momentos.

El Sr. Parreño interpretó con mucha verdad el personaje de Mr. Patrick, y los Sres. Zamora y Alisedo se esmeraron en sus respectivos papeles y contribuyeron al buen resultado de la ejecución.

M. de la Revilla

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{1} Después de escrito este párrafo llega a nosotros la noticia de que el Sr. Echegaray ha introducido variantes de importancia en el segundo y tercer actos de su obra. Esta es para nosotros otra nueva dificultad, pues la premura del tiempo no nos permite conocer estas variantes.

{2} Recordamos que juzgamos esta obra tal como se presentó por primera vez al público, y no cómo será después de corregida por su autor. Conste.

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