Revista Contemporánea
Madrid, 15 de noviembre de 1901
año XXVII, número 619
tomo CXXIII, cuaderno V, páginas 605-619

Urbano González Serrano

Bocetos filosóficos >
I

Sócrates

Sócrates, que fue una dialéctica viva, un mártir de la verdad, es retratado por Rabelais, en el prólogo a Gargantua, del siguiente modo: «Alcibíades, en el diálogo de Platón, el Banquete, alabando a su maestro Sócrates, príncipe de los filósofos, le compara a los Silenos. Eran en otro tiempo los Silenos cajitas semejantes a las que vemos ahora en las tiendas con pinturas en la tapa de figuras alegres y frívolas, como arpías, sátiros, papanatas, mandrias y otras pinturas caprichosas para excitar la risa de las gentes, cual Sileno, maestro del buen Baco; pero en su interior contenían drogas finas, como bálsamo, ámbar gris, caña dulce, almizcle y pedrerías preciosas. Así parecía ser Sócrates: visto por fuera, no valía ni un cebollino; feo de cuerpo, ridículo en su aspecto, de nariz afilada, con mirada de toro, fisonomía alocada, sencillo en sus costumbres, descuidado en el vestir, pobre, desgraciado con las mujeres, inepto para los oficios de la república, dado a la bebida y disimulando siempre su divino saber. Pero al abrir la caja se hallaba dentro una celestial e inapreciable droga, entendimiento semidivino, virtudes admirables, valor invencible, sobriedad sin igual y desprecio increíble de todo aquello por lo cual los hombres se mueren, trabajan y batallan».

Lange, en su obra magistral Histoire du Matérialisme, se expresa en estos términos: «Todos los retratos de Sócrates nos le representan como hombre de gran energía física e intelectual, naturaleza ruda, tenaz, severa, sobria, valerosa en la lucha. El imperio sobre sí no era la calma natural de un alma [606] apacible, sino la superioridad de una gran inteligencia dominando un temperamento de fogosa sensibilidad. Sócrates concentró todas sus facultades, todos sus esfuerzos, todo el amor secreto de su pensamiento en el estudio de algunas cuestiones importantes. La sinceridad que le animaba, el celo que le consumía, prestaban a su palabra una maravillosa influencia. Era el único que superaba a Alcibíades; lo patético de sus discursos, sin galas retóricas, arrancaba lágrimas a los oyentes. Sócrates era un apóstol, con ardientes deseos de comunicar a sus conciudadanos y a la juventud el fuego que le entusiasmaba. Su obra le parecía santa y, a través de la maliciosa ironía de su dialéctica, se descubría la convicción enérgica que sólo percibe y aprecia las ideas que le preocupan».

Los dos retratos contienen, desde su punto de vista propio, gran parte de verdad e interesan porque en Sócrates el hombre es inseparable del filósofo. Su prolongada y modesta existencia, coronada con una muerte gloriosa, su personalidad consagrada por completo a la reforma del pensamiento y de la conducta de sus conciudadanos, su carácter rico y complejo, mezcla de la paciencia y templanza del santo con el valor y la audacia del soldado, concertando la prosa de la vida real con la poesía de la vida ideal, todo constituye, en efecto, obra hecha de una pieza, poema de armonía, todo revela la hermosa conjunción a que aspiran las almas superiores para poner al unísono las ideas que conciben con la vida que realizan.

Nació Sócrates en Atenas, el año 470 antes de nuestra era, cuando terminaban las guerras médicas, alcanzando la época más próspera de su patria y siendo contemporáneo de las glorias más ilustres de la misma. Sus padres fueron el escultor Sofrónico y la partera Fenareta. Se dice que pulió piedra y aun trabajó como escultor durante su juventud. Se conservaba en Atenas un grupo, Las tres Gracias veladas, que se atribuía al buril de Sócrates. A pesar de la pobreza de su familia, recibió Sócrates la educación liberal a que estaba obligado todo ciudadano en Atenas (la gimnástica, la música y la gramática), y con ella la de la atmósfera intelectual y moral de su tiempo.

Aunque Jenofonte dice que Sócrates fue αύτουργός ΅ής φιλοσοφιας, [607] su propio maestro en filosofía, opinión a la cual se inclina Ritter, es indudable que, si no fue discípulo de nadie, oyó con su curiosidad insaciable y universal a todos los grandes maestros de su tiempo, señaladamente a Protágoras y a Pródico. Como maestro de música (palabra que significaba armonía y que abrazaba todo el saber que depende de las nueve Musas) tuvo a Damon, que le hizo leer a Anaxágoras, cuyas doctrinas le impresionaron mucho. También estudió geometría y física y oyó a varios sofistas y a Parménides y a los Eleatas. No es, pues, Sócrates un buen hombre de mediana cultura que concibe luego como por encanto un pensamiento fecundo, sino que cuando se puso a construir por sí mismo su propia filosofía, se hallaba ya orientado en las corrientes generales de la que después se ha conocido con el nombre de filosofía antesocrática. Ni era tampoco hombre tan ridículo de aspecto como lo pinta Rabelais con su rica imaginación. No es Sócrates rústico ni cínico. No semeja nunca (pues no hace gala de su pobreza, aunque no considera que le deshonre) al fraile mendigante, ni al yoghi indio, ni al asceta. Según Jenofonte, era modesto en el vestir, repitiendo, ante el lujo de las tiendas en Atenas, «cuánta bagatela que yo no necesito para nada», pero sin abandonar los cuidados de su persona. Se bañaba con frecuencia, se dedicaba a los ejercicios gimnásticos aun durante su vejez y, a pesar de su templanza ejemplar, se entregaba a la alegría (el vino, dice, despierta la alegría, como el aceite la llama), reía francamente y hablaba con ingenio y gracia.

Merced al desenvolvimiento independiente y espontáneo de su cultura, se sintiera o no estimulado por la consulta que según Plutarco se hizo al oráculo de Delfos, Sócrates abandonó la profesión de su padre, y en la flor de su edad se consagró al peligroso apostolado de la enseñanza y de la virtud, misión que no abandonó sino con el último aliento de su vida, porque desde sus comienzos consideró que le era encomendada por su voz interior, τό δαιμόνιον (el Dios). A las advertencias de su demonio (en griego significa divino) se acoge Sócrates para alejarse de los negocios públicos, estimando en mucho la vida moral para sacrificarla a la vida política, pues [608] por lo visto es antiguo el divorcio que separa a ambas. No huyó, sin embargo, egoístamente el cumplimiento inflexible de los deberes del ciudadano y siempre reveló poseer las dos virtudes cívicas por excelencia, valor y justicia.

Soldado en Delium, Potideo y Amphipolis, sufría Sócrates, sin quejarse, todas las privaciones, marchaba descalzo sobre el hielo y soportaba el hambre y el cansancio mejor que los demás. En dos combates salvó la vida a Alcibíades y a Jenofonte y renunció al premio del valor y de la victoria, que querían concederle, en favor del primero. Igual tranquilidad de ánimo y posesión de sí mostró Sócrates formando parte como pritáneo (juez) de los 50 elegidos entre los 500 que habían de juzgar a los generales, acusados de no haber recogido durante la batalla de los Arginusas los soldados caídos al mar. Elegido presidente, se opuso a las violencias y amenazas de la demagogia, y sólo contra todos los defendió ante el pueblo. Más tarde, bajo la dominación de los Treinta Tiranos, se negó a ir a prender a León de Salamina y se quedó tranquilo en su casa, pagando tributo a la justicia y esperando una medida violenta, de que se vio libre por el momento a causa de la derrota de los Treinta Tiranos por Trasíbulo. El terror sanguinario con que diezmaba el partido aristocrático a la patria fue acremente Censurado por Sócrates, que comparaba política tan insensata a la conducta de un boyero que sólo se ocupase en disminuir las cualidades y el número del ganado cuya custodia se le encomendara.

En su vida privada y doméstica no puede ser juzgado Sócrates con el criterio de hoy, ya que las costumbres eran distintas de las actuales, la representación de la mujer muy otra y menos digna de la que ha adquirido y viene adquiriendo, y la familia un vínculo que carecía de la intimidad del afecto para ser considerada, ante todo, como un tributo pagado a la ciudad con los hijos. Casó Sócrates (aunque ningún dato precisa la época) con Jantipa, de la cual tuvo tres hijos, sin que se haya comprobado un matrimonio anterior que se le supone. El apostolado gratuito de la enseñanza, contra la costumbre de los sofistas de hacer valer sus lecciones, viviendo, como dice Schopenhauer, no de la filosofía, sino para ella y la [609] manera especial que tenía de enseñar en las calles, en las tiendas y en el Liceo, a toda hora y momento, obligaron a Sócrates a vivir en la plaza pública, rodeado de sus amigos. Casado, como todos los griegos, por tener familia y pagar su tributo al Estado (el único fin del matrimonio era tener hijos), convencido de que, casado o soltero, el hombre siempre se arrepiente de su última resolución, soportó Sócrates a su mujer como marido respetuoso, paciente y fiel. Debía ser Jantipa mujer algo violenta. Jenofonte la consideraba la más insoportable de todas las presentes, pasadas y futuras, y añade Aulo Gelio que Sócrates decía que contrajo tal unión para poner a prueba su paciencia, en la seguridad de que, si podía vivir con ella, le sería fácil vivir con todo el mundo, a la manera que el que quiere ser buen jinete se adiestra montando los caballos más fogosos. Tuvo, en efecto, ocasiones para probar su paciencia. Refieren que Jantipa despojó a Sócrates de su manto en la calle para obligarle a irse a casa, que otra vez disputó con él y cariñosamente arrojó sobre él una vasija con líquido sospechoso, limitándose el paciente marido a decir: «Ya sé yo que cuando Jantipa truena, llueve». Muestras de resignación estoica que daba también con las gentes. Cuando discutía, consentía Sócrates que se mofasen de él, que le insultaran y aun golpearan, vengándose de tan groseros ultrajes con alguna frase ingeniosa. Irritado uno con quien discutía, le dio un bofetón, lamentándose Sócrates de no saber cuándo era preciso ponerse un casco antes de salir de casa; otro le dio un puntapié, y cuando se admiraban de su paciencia, contestó: «Porque un asno me dé una coz, ¿he de procesarle?»

Si la crítica no ha de extremar los acentos duros y los toques grotescos, es preciso reconocer que Jantipa, a pesar de su carácter, cuidó con abnegación maternal a sus hijos, amó ciegamente a su marido, y tal vez (los datos en este punto sólo autorizan vagas inferencias), queriendo mucho a aquéllos y a éste, careció, según dice Chaignet, de arte para hacerse amar de ellos. Desde luego, Sócrates que, como dice Platón en su diálogo Theages, creía que el maestro no puede comunicar su ciencia y su virtud a sus discípulos si no les ama y es amado por ellos, que proclamaba la simpatía mutua como [610] necesidad de la enseñanza (sano principio pedagógico que hoy se reconoce cuando se recomienda que en la obra de la educación todo se intente por amor y nada por fuerza), concentró sus afectos en los que le rodeaban y oían. Fue Sócrates por tal motivo acusado de amistad hipócrita y mal definida con personas del mismo sexo. Prendado de la juventud y de la belleza, se declara Sócrates amante de Alcibíades y afirma que sólo sabe lo que es una cosa, el amor. Pero a pesar de los versos atribuidos a Aspasia, de la insinuación malévola de una palabra ingeniosa de Cicerón y de la ligereza con que Boileau le llama amigo equívoco de Alcibíades, el amor de Sócrates se refería a la belleza interior, no a la belleza física; seducía intelectual, no físicamente; se sacrificaba a la Venus Urania, no a la Venus terrestre, proponiéndose purificar, hacer más bella y mejor el alma de aquel a quien se ama. Si hubiera Sócrates confundido el amor y la amistad, ¿no le habría zaherido Aristófanes y no hubieran hecho de ello sus acusadores capítulo de cargo? La acusación de corromper la juventud se refería en el proceso al intelecto, no a las costumbres.

Sócrates, que nunca escribió nada (pues siete cartas que le atribuye Leo Allazzi se consideran apócrifas), difundía su enseñanza en conversaciones constantes, diálogos socráticos. Eran los diálogos de Sócrates, según se puede inferir de la lectura de Platón y de Jenofonte, admirable consorcio de ciencia sutil, de gusto refinado, de talento, de gracia y de facundia elegantes con pensamientos ingeniosos, sin afectación, expresados en un lenguaje, ya familiar, ya sublime, y siempre natural y propio. Su risa de sátiro, mezcla de espíritu crítico a lo Voltaire con el éxtasis del místico, daba a Sócrates arma invencible en la dialéctica. Perro de caza, al cual ninguna astucia hace perder la pista de las ideas, según dice Platón, operador hábil y atrevido, partero del espíritu, sella los labios y gana el pensamiento de los que le escuchan, obligando a callar, ya humilladas, ya modestas, a la ignorancia y a la vanidad. Sirena y dios de la discusión llega a apellidarle Aristóxenes. Ridendo, pariterque monendo, con la miel de la abeja ática deja clavado el aguijón de su ironía. De asistir a los [611] diálogos de Sócrates o de intervenir en ellos, se salía siempre mejor y más instruido, según dice Jenofonte.

No es lícito, sin embargo, precipitar el juicio y del entusiasmo de los amigos y discípulos (siempre cortos en número) de Sócrates inferir a una apoteosis en vida como si el célebre filósofo fuera el hombre del día. A pesar de la cultura de su inmortal ciudad, Sócrates a los cuarenta y cinco años de edad era poco popular. Se le censuraba su desvío de la vida política, su ausencia del Foro y de la Asamblea, sus burlas contra los muchos vicios de la democracia imperante, ya en decadencia con las guerras del Peloponeso, y sus ataques al culto público, garantía de la existencia del Estado. Porque contra lo que generalmente se cree y aun acepta crítico tan minucioso como Zeller, que en la cultura helénica no arraigó la intolerancia religiosa, hay que reconocer la existencia de una ortodoxia estrecha y fanática, apoyada en los intereses de una orgullosa casta sacerdotal y en la fe ciega de las masas, ávidas de los favores divinos (religión nacional), ortodoxia que obligó a Protágoras a huir, después que su escrito sobre los dioses fue quemado por orden de la magistratura, que tuvo preso a Anaxágoras, que condenó a beber la cicuta a Sócrates y que hizo a Aristóteles ausentarse de Atenas para impedir un segundo atentado contra los fueros del pensamiento. La ley de unidad, que preside las evoluciones del mundo natural, rige también las transformaciones de las ideas en la lucha de lo pasado contra lo porvenir. Lo viejo, que resiste a lo nuevo y contra ello lucha, hace que toda moral, superior a la época en que se produce, parezca una inmoralidad y que todo progreso religioso tome forma de irreligión, como si amar la verdad, que desde luego ha de ser lo divino, tuviera equivalente en el ateísmo. La cicuta, la cruz o la hoguera representan, salvo diferencia de tiempo, las sacudidas violentas de la vida galvanizada con que la odiosa intolerancia se opone a las nuevas verdades.

Aristófanes, poeta cómico, del partido aristocrático, defensor de las antiguas tradiciones, ridiculiza en su célebre comedia Las Nubes la personalidad y la enseñanza de Sócrates e indirectamente contribuye a la acusación y proceso, que [612] dieron por resultado su muerte, pues, en medio de sangrientas burlas, aparece retratado en la comedia aristofanesca Sócrates como un innovador peligroso. La causa principal de la acusación y proceso de Sócrates se halla en sus doctrinas filosóficas, lo mismo en lo que toca a la enseñanza considerada como contraria a los intereses del Estado, que en lo que se refiere a sus tendencias políticas y a la incredulidad religiosa; pero, sin mencionar a Aristófanes entre los autores de la muerte de Sócrates, es preciso consignar la responsabilidad que le alcanza, pues los que acusaron al filósofo convirtieron en capítulos de cargo las calumnias del poeta. Melito, en documento por él firmado, acusaba a Sócrates de no reconocer los dioses del Estado, de introducir innovaciones en el culto de las divinidades y de seducir o corromper a la juventud con doctrinas peligrosas.

Citado Sócrates ante el tribunal de los Heliastas, acusado del crimen de haber empleado cuarenta años de su vida en enseñar a sus conciudadanos la verdad tal como la concebía, con un menosprecio heroico de la muerte, se sentía inclinado a no defenderse, y aun rechazó un hermoso discurso que a ese fin le entregó su amigo Lisias, diciéndole que, aunque el discurso era bello, no se compadecía su natural sencillo con suntuosas vestiduras, ni le convenía coronarse de rosas, a pesar de la belleza de éstas. Se defendió sólo por cumplir con la ley, sin impetrar gracia, sin rebajar su carácter ni consentir que pasara sin protesta el inicuo atropello que en su persona se hacía de los fueros del pensamiento. Según dice Cicerón, se defendió como un maestro y como un hombre superior, creyéndose y proclamándose inocente. Fue condenado por tres votos de mayoría.

Las Apologías de Platón y de Jenofonte (la última tenida como apócrifa por Schleiermacher, Grote y otros eruditos{1}, fueron escritas después de la muerte del filósofo, para [613] rehabilitar su honrosa memoria ante la posteridad. La Apología de Platón (que asistió al juicio) se considera reproducción bastante exacta del sentido y del tono de la defensa de Sócrates. Todo comentario es pálido ante la belleza con que se destaca en la Apología la apacible serenidad de Sócrates y el fondo de verdad que caracteriza a su espíritu. Lo tierno y lo sublime, lo santo y lo heroico caminan a la par. Pasó treinta días en la prisión, conversando tranquilamente con sus amigos y discípulos. Cuando su mujer entró sollozando y quejándose de la injusticia, replicó: «¿Preferirías acaso que la sentencia fuera justa?» Luego que salieron las mujeres tomó de manos del verdugo la copa con la cicuta y apuró el veneno, advirtiendo a su fiel amigo Critón (fueron sus últimas palabras) que debía a Esculapio el sacrificio de un gallo, y que no olvidase el pago de semejante deuda. «Así murió, dice Platón, el mejor, el más sabio y el más justo de los hombres.» La refulgente aureola que rodea su muerte proyecta densas sombras en el horizonte luminoso de la cultura helénica. La serenidad estoica con que Sócrates, a los setenta años de edad, paga [614] tributo a leyes injustas, esparce un ambiente ennegrecido y melancólico en el cielo riente de la vida ateniense. Aplazó Sócrates el juicio definitivo, cuando, al entrar en la prisión, despidiéndose de sus discípulos, les dijo: «Ha llegado el momento de separarnos, yo para morir, vosotros para vivir, ¿quién de nosotros lleva la mejor parte? Sólo Dios lo sabe».

* * *

Sócrates vivió su muerte, realizó la ευθανασα, el más bello ideal de tantos como concibiera el genio inmortal de los helenos. Pero no desmerece su obra, aun comparada con vida tan honrada y muerte tan gloriosa. Sócrates, que, como dice Cicerón, fue el primero que hizo bajar del cielo a la tierra la filosofía, la concibió, ante todo, como sabiduría, como filosofía práctica o arte de vivir, entendiendo que no se es sabio sino a condición de ser bueno. Es el padre de la filosofía; cuantas investigaciones filosóficas pulularon en el suelo fecundo de la Grecia, la Academia, el Liceo, el Estoicismo, la doctrina epicúrea, aun el escepticismo pirroniano, todas toman su entronque en la enseñanza socrática. Al relativismo estéril de los sofistas opone Sócrates la duda (metódica después en Descartes, crítica más tarde en Kant) para promover nuevas reformas. Según Sócrates, ha de tener el hombre interés en conocerse a sí mismo para fijar los límites de su conocimiento (especie de crítica de la razón), apareciendo como precursor de la psicología, siquiera él sea, más que nada, moralista. Lo que llena el pensamiento y la vida de Sócrates es el sentimiento moral, el sentimiento del bien y de lo justo. Él fue el que le inspiró valor militar en Delium y en Potideo y cívico ante el pueblo y los Treinta Tiranos, el que le animó en su lucha contra los sofistas, el que no le consintió humillarse ante sus jueces, el que le hizo rechazar toda tentativa de fuga y el que le confortó para sobrellevar con calma y dignidad su muerte. El sentimiento moral le hizo presentir (contra el error crasísimo de Aristóteles, que llegó a explicar y justificar la esclavitud) que es más justo el que trabaja que el que sueña con los brazos cruzados en los medios de subsistencia. Y [615] contra lo que generalmente se cree, Sócrates fue un metafísico. Estimulado por la lectura de Anaxágoras, que concebía una inteligencia motriz, refiriendo lo intelectual a lo físico mediante la idea de causa eficiente, Sócrates enlaza lo intelectual con lo moral en virtud de la idea de causa final, base de la doctrina socrática. Ocupa, por tanto, Sócrates en el génesis de las hipótesis metafísicas posición intermedia entre Anaxágoras y Platón. Los jónicos sólo concebían la causa física, Anaxágoras la intelectual o eficiente, y Platón la ejemplar o idea. Busca Sócrates la unidad de la moral y de la metafísica en la noción práctica y especulativa de la causa final.

Preocupado Sócrates por un ideal casi sobrehumano de la ciencia, se burla irónicamente del saber que ostentan los hombres (él sólo sabe que no sabe nada). Hiere las convicciones de la generalidad y compara su misión a la de las parteras: no producir nada y ayudar a los demás a que produzcan. Si conocía, según declaración propia, que no sabía nada, por lo menos conocía lo que es el saber. Γνώθι σεαντόν, conócete a ti mismo, dice Sócrates, lo cual implica que hemos de reconocer nuestra propia ignorancia y lo que debe ser la verdadera ciencia, elevándonos de lo particular a lo general, de donde resulta que el estudio psicológico es un medio para llegar a la lógica y desde ésta a la moral y con ella a la metafísica. ¿Método? La ironía para refutar el error y la mayéutica para descubrir la verdad. Con la broma seria de su ironía, Sócrates refuta el error de los adversarios, volviendo contra ellos sus propias armas merced a deducciones sutiles, y se convierte en sofista de la buena causa (de noble raza, dice Platón), con el argumento de la reducción al absurdo. Efectuada la purificación intelectual, aparece la purificación moral por el lazo delicado que une el pensamiento con el corazón, pues para conocer la verdad es preciso amarla como buena. Con la mayéutica Sócrates demuestra que cada uno es su propio maestro y que la espontaneidad de la ciencia sólo requiere circunstancia favorable –interrogación o pregunta– para concebir y ayudar a parir lo verdadero (compara su misión con el oficio de su madre).

En la ciencia implícita de Sócrates se halla el germen de [616] la ciencia ideal de su discípulo Platón, que dirá después «el saber es la reminiscencia». Con los dos procedimientos, con la ironía y la mayéutica, el método socrático o dialéctica se reduce a una experimentación moral y lógica por medio del diálogo discursivo en toda la variedad de sus formas, desde la familiaridad más sencilla hasta la emoción más sublime. Después de deducir sutilmente el absurdo de la opinión que refuta, Sócrates vuelve a lo visible y desde ello induce al principio íntimo, elemento capital de la definición, τεοτι, lo que es. El principio es un género, y en él coloca Sócrates la definición que no excluye las diferencias lógicas para concebir como distintas las ideas. La diferencia distingue y el género explica. El género es para Sócrates la razón de lo particular, λογος; pero a través de las formas lógicas de la definición se investiga el fondo metafísico, pues la tendencia principal de la dialéctica socrática consiste en no separar el pensamiento del ser. Si al γένος, género, se sustituye έίδος, idea, se concebirá el parentesco intelectual de Platón con Sócrates.

Concebida por Sócrates la cualidad innata de la ciencia, habrá de suponerse el mundo lleno de leyes, razones o ideas, referidas todas a la ley, razón e idea del bien, optimismo que desarrollan después los estoicos. La antítesis de la naturaleza y de la razón no aparece como definitiva; Sócrates busca, mediante la dialéctica, la síntesis de ambas. La razón se expresa en la naturaleza de las cosas. ¿De qué modo? Para él, en la voz interior, en su demonio{2}. [617]

¡El demonio! ¡Lo divino! Parecen palabras e ideas de contrabando en la cultura moderna ante la borrasca que en ella impera de un positivismo desenfrenado. La obsesión de los hechos fustiga casi cruelmente la curiosidad del intelecto, que, anheloso de penetrar en la selva negra del pensamiento por suprimir el misterio, se envuelve en él y, convirtiendo lo excepcional en normal, en su afán explicativo ve en todo desequilibrio, insania y hasta locura. Ya citan los biógrafos de Sócrates su éxtasis y rigidez, durante veinticuatro horas, en el sitio de Potideo, ya apuntan las ocasiones en que se detenía y abandonaba a sus amigos para oír la voz, interior, ora enumeran genialidades que pugnan con el buen sentido cual antecedentes explicativos de una interpretación patológica. Y Sócrates, que, según el propio Lelut, murió como había vivido, con completa racionalidad y en perpetuo equilibrio, va a aumentar la población numerosa de la insania como alucinado, sonámbulo, cataléptico, &c.{3}

Existe una literatura numerosa dedicada a interpretar la significación y alcance del demonio socrático, y sin embargo, la explicación del fenómeno debe surgir de la doctrina, de la persona y de la vida de Sócrates, del primero que concibe como principio de todo una causa final, que de algún modo ha de traducirse en lo que regula. Sea voz, sea símbolo visible, límite a reglas de abstención, prescriba algo positivo, el fenómeno demoníaco tiene desde luego un carácter psicológico (ilusión de óptica psicológica lo denomina Stapfer), [618] siquiera se traduzca después en una manifestación más o menos sensible. La ironía de Sócrates implica un entusiasmo que raya a veces en misticismo y nada tiene de particular que gustara adiestrarse en menospreciar el cuerpo, en dominarlo y en exaltar el imperio de la voluntad. En Sócrates existe en germen un Diógenes.

Exagerando Sócrates el dominio de la espontaneidad, admirando lo que ella le enseñaba, no queriendo, en su modestia, atribuirlo a sí mismo, lo refirió a una gracia natural concedida a las almas virtuosas y concibió que lo espontáneo es lo demoníaco o lo divino{4}. Con la tendencia de los clásicos a personificar todas las cosas, el mismo Platón, en el Timeo, habla de lo superior del alma, la razón, como un demonio doméstico. El instinto natural, raíz viva de la espontaneidad, diversificado en sentido común, moral, religioso, práctico, &c., exaltado por la meditación y personificado por la tendencia antropomórfica, puede servir también de elemento explicativo del demonio socrático.

La voz interior de Sócrates puede haber sido efecto del hábito que adquirimos de pronunciar mentalmente palabras cuando pensamos (el lenguaje es una cópula mental), tomando cuerpo toda idea, aun en la meditación interior, en sonidos imaginados, cuando no oídos. La rapidez del fenómeno (unión indivisa del pensamiento con la palabra) le presta cierto carácter de impersonalidad que se explica en parte también por el poder sugestivo de las ideas. Es lo que expresan las expresiones semimetafóricas, voz de la conciencia, de la pasión, del corazón, &c., y si la metáfora no contiene toda la verdad, expresa una parte de ella, si no la explica por completo, la sugiere{5}. [619]

Con tales indicaciones, el demonio de Sócrates se ofrece como una ilusión, que identifica lo subjetivo con lo objetivo. Sócrates objetiva o personifica su propio pensamiento y las palabras con que espontáneamente lo expresa. La intuición espontánea toma cierto carácter de impersonalidad, la facilidad con que aparece inclina a creer que el alma no obra, sino que recibe el pensamiento de hecho, y como lo ha recibido se considera verdadero y bueno, quien lo envía lo hace lo hace movido por el amor (misticismo).

No vemos la necesidad de interpretaciones patológicas, de argucias explicativas, de presunciones de signos de demencia, &c., cuando el fenómeno de la voz interior y demoníaca de Sócrates se explica en la doctrina del gran Maestro de Atenas y de toda la cultura cristiano-europea. Porque la doctrina de Sócrates es el principio generador de la platónica y aristotélica, cuya divergencia es hoy rechazada por la crítica, que considera la corriente central del platonismo y aristotelismo como el pan espiritual de la generación presente y como el sedimento de todo saber.

U. González Serrano

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{1} A pesar de las críticas minuciosas y casi propias de trabajos de benedictino que se han hecho para apreciar auténticamente la vida y doctrinas de Sócrates, no hay más remedio que resignarse a establecer una concordancia (la posible) entre los escritos de Platón y de Jenofonte. –Döhring (Die Lehre des Socrates als sociales Reformsystem, Munich, 1895) defiende los Memorables como una obra sistemática, propia para reconstruir toda la doctrina de [613] Sócrates siquiera Jenofonte sea un intérprete del pensamiento de su maestro tan imperito que, según la comparación de Hegel, nos transmite las ideas de Sócrates, como un agente factura bultos de mercancías, cuyo contenido ignora. Por tal motivo, no se debe seguir con Platón y con Jenofonte el mismo método de interpretación. En un pensador sistemático como Platón se puede sospechar que las contradicciones deben encontrar su conciliación y que las oposiciones aparentes tendrán su solución concreta. Inversamente, la contradicción es la atmósfera natural, el medio en el cual vive y se mueve un hombre de acción y corto de alcances como Jenofonte, anheloso de reglas y leyes fijas, soldado para quien la disciplina constituye un hábito y una necesidad e incapaz de comprender la dialéctica de Sócrates. Así, por ejemplo, la moral de Jenofonte es utilitaria, la de Sócrates no; la de aquél es imperativa y de precepto y la de su maestro es siempre interrogativa y dialéctica, ayudando, como buen partero, al conocimiento y concepción del bien, pero no gustando de imponerlo como mandato. –K. Joel (Der echte und der Xenophontische Socrates, Berlín, 1893) juzga más desfavorablemente los Memorables, obra, si rica en intuiciones históricas, demasiado filosófica, según él, para los filólogos, y bastante filológca para que la acepten sin reserva los filósofos. Pone muy en duda el valor de la obra de Jenofonte como fuente para el estudio de la filosofía socrática; señala en ella muchas incoherencias filosóficas y pretende que para concordar las verdades parciales allí esparcidas hay que recurrir a otros testimonios. Entre ellos, invoca como el más importante el de Aristóteles, pero si éste conoció a Sócrates por la enseñanza de Platón en la Academia, resulta que los diálogos platónicos son el complemento obligado de los Memorables de Jenofonte para el conocimiento de la doctrina socrática.

{2} Acerca de la interpretación que diera el gran maestro a lo demoníaco, han disertado en la antigüedad Plutarco (De Genio Socratis) y Apuleyo (De Deo Socratis); después los historiadores de la filosofía, desde Olearius hasta Zeller, y muy especialmente Schleiermacher (en su traducción alemana de Platón), Ast (Vie et écits de Platón), Rosicher (Aristophane et son temps) y Chaignet (Vie de Socrate). Como testimonios auténticos (que sirven de base a las interpretaciones) se cita a Platón, que en la Apología afirma que Sócrates abrigaba la convicción de que sentía y vivía dentro de él algo demoníaco (divino) que le anticipaba el conocimiento de las cosas futuras, y a Jenofonte, que en Memorabilia dice que el demonio llegaba a prescribir a Sócrates lo que debía hacer y aquello de que debía abstenerse. Demonio, Dios, voz interior (simbolizado a veces en una hermosa mujer vestida de blanco), la idea socrática de anticipación de lo porvenir puede ser interpretada como equivalente al don de la previsión, carácter el más acentuado de la racionalidad humana. Extraño como es el fenómeno (aunque no deje de ser frecuente en [617] otros) y diversas las explicaciones que sugiere, no da mayor luz para éstas el nombre que algunas veces da Sócrates a su demonio, το απειρον, lo indefinido. Quizá, como dice Tiedemann, «la profundidad de la meditación producía en Sócrates una insensibilidad rayana en el éxtasis», tomando entonces por realidad tangible los pensamientos que iluminaban su espíritu. Como en varios casos fue interrogado y se negó a explicarse acerca del particular, queda el fenómeno sentido por Sócrates cual tierra abonada para toda clase de conjeturas, aun las más extravagantes. Sin ser exclusivo del gran filósofo griego, el fenómeno, con su repetición (pues de él han hablado otros muchos, algunos tenidos por genios), revela lo que dice V. Hugo (W. Shakespeare): «que lo inefable que nos rodea, lo maravilloso, es problema eterno que a veces se aleja y en ocasiones se acerca, pero que siempre se reproduce con más y más exigencias como fórmula del enigma en que se encierra lo inescrutable del destino humano».

{3} Véase Lelut, Du Démone de Socrate, y P. Despine, «Le sonambulisme de Socrate», R. Philosophique, t. IX.

{4} El doctor Paul Sollier, en su artículo de la Revue Encyclopédique (Octubre 94) «Les miracles selon la science», hablando del genio familiar de Sócrates, de Tasso, que escribía sus poesías dictadas por un demonio, de Pascal, &c., dice: «Al desenvolverse, en estos hombres de genio, la idea de un modo inconsciente, se formulaba de tal suerte que les hacía creer que procedía, más que de sí mismos, de otra parte».

{5} Lo demoníaco es el enigma indescifrable del mundo y de la vida, el poder secreto y misterioso que todos sienten, que ningún filósofo explica y que el creyente procura dar por resuelto. Es lo insoluble para la inteligencia y para la razón; no forma parte de mí mismo, pero estoy sometido a ello, dice Goethe.

Y añade: «Pensando mucho, sintiendo más y hablando poco, sufro imposiciones (el Deum passus est de los inspirados) que sirven de indicio a mis sentimientos acerca del hombre –laberintos sobre laberintos».

 


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