Revista Contemporánea
Madrid, 15 de febrero de 1902
año XXVIII, número 622
tomo CXXIV, cuaderno II, páginas 169-187

Urbano González Serrano

< Bocetos filosóficos >
IV

Abelardo

La ciencia, la fe, el amor, la escuela, el gobierno de la Iglesia: he ahí los asuntos que atormentaron a Abelardo, consagrado a un apostolado filosófico, en parte prematuro, y a una revolución de las ideas, si no del todo absurda, lejana aún de su triunfo completo.

Figura más novelesca que histórica, muy conocida por la historia fatal de sus amores y poco estudiada en la influencia que ejerció en las ideas de su tiempo, Abelardo libra consigo mismo (y a la par con sus pasiones) batalla, en la cual revela que es un dialéctico más que un hombre, divorciando su talento de su carácter, tanto por deficiencias propias cuanto por influjos deletéreos del medio en que vivió (la sociedad del siglo XII con la lucha apasionada y violenta de las creencias). Filósofo y teólogo, personifica (aunque no tan completamente como Santo Tomás) el sentido sincrético a que aspiró la filosofía escolástica, filosofía que, si no convence, revela a quien penetra a través de su formalismo ergotista que contiene en su seno los problemas de todos los siglos, y por tanto del nuestro, porque las formas (y con ellas el tecnicismo), los sistemas filosóficos, cual símbolos, pueden variar, y de hecho pasan; pero el problema que implican (la investigación de la verdad) permanece siempre como la realidad a que se refiere.

La accidentada vida de Abelardo, triste odisea llena de vicisitudes rayanas en lo trágico, resulta inseparable de su obra intelectual, confortada a veces por el fuego de un envidiable y envidiado amor, símbolo de la pasión, y calcinada después [170] por una lucha sin tregua con el deber. Abelardo, con más talento que carácter, piensa, especula y discurre de lo que siente, le impresiona y le rodea, y es admirable por su saber y por sus desgracias, fielmente descritas en sus Memorias Historia calamitatum, autobiografía que alcanza al año 1135.

A fines del siglo XI (1079) nació en la aldea de Pallet (Bretaña) Pedro Abelardo{1}. Desde muy joven se consagró al estudio, y aun renunció a su herencia en pro de sus hermanos. Más que peripatético parece un caballero andante de la filosofía, pues viajaba recorriendo las provincias en busca de maestros de quien aprender y adversarios con quienes discutir. Imperaba entonces en todas las escuelas (que se convertían en episcopales) la filosofía escolástica, que estaba en los comienzos de lo que todos los historiadores denominan su segundo período, el de la alianza (después de haber sido sierva, ancilla) con la teología{2}. Careciendo el Occidente de cultura propia, recibiendo ciencias y letras de los antiguos y la [171] ontología del dogma, ambos con una confianza y admiración iguales, toda doctrina escolástica se convertía en erudición (comprender, traducir, interpretar, parafrasear). Los pensadores escolásticos, adoctrinados por escritores sin originalidad en las ciencias y letras de Grecia y Roma y en la religión del Oriente, ni siquiera especulaban, glosaban, y esto aun careciendo de los textos originales. En medio de comentadores y eruditos ha de llegar Abelardo, por la fuerza de su dialéctica, a proclamarse el único filósofo de su tiempo, y decir (Historia calamitatum): «El vicio de nuestro tiempo es creer que no se puede inventar nada, y si alguien entre nosotros hace un descubrimiento, necesita, si quiere que se acepte, ponerlo bajo la égida de algún nombre antiguo». A pesar de su verbalismo, la escolástica, conociendo lo que las cosas no son, suministra en cierto respecto conocimiento, pues la historia de la filosofía se elabora merced a un método de eliminación, y la dialéctica (disciplina disciplinarum), cultivada en la escolástica como terminología o gramática general, convierte a la lógica en ciencia de las palabras, y las primeras entre éstas los nombres que designan las cosas. Si éstas son substancias reales o abstractas, si en ellas hay sólo lo general o existe únicamente lo particular, es la cuestión que agita la célebre de los Universales, de suerte que el pensamiento, incoercible de suyo, rebasa los límites de todo ergotismo, y como el viento, que no admite puertas, excede aun al propósito del que lo ejercita. Así reincide la escolástica en lo mismo que quiere evitar, y la cuestión lógica y ontológica late en su seno y solicita la curiosidad y el espíritu inquieto de Abelardo.

Anheloso de saber, frecuentando escuelas sin cesar, oyendo entre todos a Rosceliu, nominalista, que con su sententia vocum afirmaba que las ideas generales son flatus vocis, Abelardo estudia diligentemente la dialéctica, filosofía propiamente dicha, que en aquel tiempo iba a la zaga de la teología y servía de propedéutica y a la vez de complemento a la retórica y a la gramática. El contenido de la dialéctica era por entonces el de las versiones incompletas de la lógica de Aristóteles, hechas por Porfirio y Boecio: las categorías y predicamentos, la teoría de la proposición, la del silogismo y sus [172] formas y la de la discusión y refutación. Después de estudiar el Trivium (dialéctica, gramática y retórica), siguió Abelardo las enseñanzas del Cuadrivium (aritmética, geometría, astronomía y música), enciclopedia del saber en el siglo XII. A los veintiún años llegó a la Atenas de la filosofía de la Edad Media, a París, donde se estudiaba, mediante lecturas de filosofía y de teología, en todas las escuelas, y principalmente en la episcopal (en el claustro de Notre Dame), aplicando formas lógicas a la enseñanza de las cosas santas. Allí oyó a Guillermo de Champeaux, que seguía entonces el realismo de San Anselmo, y entre los discípulos del primero se distinguió por su precocidad, por su sutileza en el discurso y por su elocuencia. A los veintitrés años se propuso regentar una escuela, seguro de su fuerza y fiado en su fortuna. A pesar de la oposición de su antiguo maestro, enseñó (1102), primero en Melun y después en Corbeil, aumentando su fama por la refutación que hizo del nominalismo de Roscelin y del realismo de Guillermo de Champeaux en su obra Fragmentum de generibus et speciebus.

A pesar de las enemistades de sus maestros y de algunos de sus discípulos (enemistades a las cuales refiere el origen de todas sus desgracias) siguió creciendo la fama de Abelardo en la montaña de Santa Genoveva (especie de Sinaí de la enseñanza universitaria, tolerada más que autorizada en aquel tiempo) por su probada ciencia y por su elocuencia sublime. Abelardo, con la maza de Hércules de su razonamiento, fijó, cual maestro de las escuelas, la forma, si no el fondo, de la escolástica. En 1113, apogeo de su gloria, con todo el vigor de la edad y del talento, dominaba la escuela de París y era el dictador de la república de las letras; explicaba fácil y sutilmente los secretos de la lógica peripatética; ponía a contribución para su enseñanza a todos los comentadores de Aristóteles hasta su época, citaba con frecuencia los clásicos latinos y cuidaba siempre de atribuir más autoridad a Aristóteles que a los comentadores y más aún a lo poco que conocía de Platón (quizás por mediación de San Agustín, pues se duda que supiera griego), proponiéndose, ya que poseía más sagacidad crítica que espíritu innovador, [173] platonizar el intelectualismo dinámico de Aristóteles. En la cuestión capital, nudo gordiano de la escolástica combatiendo a la vez el realismo de Guillermo de Champeaux y el nominalismo de Roscelin, afirmó que los Universales son expresión de las concepciones fundadas sobre la realidad, conceptualismo{3}, o existencia inteligible de las ideas que representa una doctrina intermedia.

Sin satisfacer a Abelardo el imperio que ejercía en la [174] dialéctica, acometió el estudio de la teología, oyendo las enseñanzas de Anselmo de Laón, del cual disintió bien pronto por lo estéril de sus interpretaciones. Fundó él mismo una escuela donde se interpretaba a Ezequiel, logrando numerosos discípulos que de todas partes corrían a oírle, según testimonio de los contemporáneos, aumentando la fama de su apostolado filosófico y de su enseñanza teológica. Admirado por todos, alcanzaba gloria y provecho ¿Podía aspirar a la tranquilidad? Se oponía a ella la inquietud de su natural vehemencia, que despertó en él, si tarde, violentamente, la pasión.

Conoció Abelardo en 1118 a Eloísa (nacida en París en 1101), sobrina del canónigo Fulbert, in toto regno nominatisima por su talento y por su instrucción. Se trasladó a la residencia de Fulbert, donde vivía Eloísa, cuyo nombre quiere Abelardo que proceda de Heloiim (uno de los atribuidos a Dios en el Antiguo Testamento), con la cual, merced a la comunidad de trabajos y de ideas, estableció lazo tan íntimo que, como él dice, «teniendo una sola casa, pronto tuvieron un sólo corazón». Haciendo a su talento cómplice de su amor, conquistó Abelardo un corazón que fue siempre suyo aun consagrado a Dios. Modelos de amantes sinceros, triunfó la pasión que ha dado a Abelardo tanta fama como su innegable talento dialéctico. Vulgarizada la aventura, Fulbert separó a los dos amantes, aunque continuaron viéndose secretamente, hasta que, sintiéndose Eloísa embarazada, la robó Abelardo y la llevó a Bretaña, donde dio a luz un niño, Pedro Astrolabo (astro brillante?...){4}

Para remediar el mal y el escándalo, Abelardo propuso a Fulbert el matrimonio con Eloísa Con la sublime abnegación que presta el amor, se negaba ésta diciendo: «Qué vergüenza para un hombre que era de todos, consagrarse a una sola mujer! El amor de Abelardo es preferible al imperio del mundo; en vez del honrado nombre de esposa, deseo ostentar el más [175] dulce de amada de Abelardo y esclava de sus pasiones.» Insistió Abelardo y a riesgo de cerrarse el camino de las altas dignidades eclesiásticas (ya entonces sólo concedidas a los célibes), se casó secretamente con Eloísa, que volvió a casa de su tío. Como ella seguía negando el matrimonio, que divulgaba Fulbert, estallaron desavenencias entre el tío y la sobrina, que se vio obligada a refugiarse en el convento de Argenteuil, donde la visitaba su esposo Abelardo, sin que el mutuo amor respetase a veces, según las crónicas, ni la santidad del claustro.

Luego que Fulbert se enteró de las entrevistas, de Abelardo con Eloísa, sobornó al criado del primero, entró de noche con varios cómplices en el aposento donde dormía y horriblemente mutiló a Abelardo, que se encontró por la violencia convertido en un nuevo Orígenes. Sanó Abelardo, huyó Fulbert del castigo (1119), y aquél, avergonzado, decidió entrar en un claustro, invitando a Eloísa a que profesara también a fin de que la que le había pertenecido no fuera ya poseída por nadie. La duda de Abelardo obligando a Eloísa a profesar antes que él, la hace exclamar: «Si se hubiera arrojado al fuego, no titubearía en seguirle de no haberle precedido». Obediente y no resignada, Eloísa profesó a los veinte años de edad en el convento de Argenteuii, si cumpliendo con el deber, sin dejar de prestar culto a su amor. Abelardo entró también en la abadía de San Dionisio, monachus est, sin esperanza para su amor. ¡Qué situación tan peregrina la de Abelardo, qué representación casi legendaria la suya?... Eunuco de cuerpo, el vigor de su alma se halla confortado por el amor de una mujer que es prototipo de abnegación y sacrificio. El volcán y la nieve, el amor y el deber, el eterno drama del corazón humano, aherrojados por fórmulas escolásticas; prueban que, lejos de ser un antídoto contra el amor el esfuerzo intelectual, según quiere Renan, son las pasiones más intensas a medida que se posee más talento como dice Pascal.

Sin atractivo para el estudio, triste e irritado en la soledad del claustro, censura Abelardo con sus hábitos de mando el desarreglo en la abadía de San Dionisio, muy dada a las cosas mundanas y más devota del César que de Dios; sale de [176] ella dominado por la inquietud de su alma, se establece en el Priorato de Maisoncelle y vuelve a enseñar (1120). Triunfos semejantes a los ya conseguidos (se dice que pronto acudieron discípulos en número de 3.000) consagraron de nuevo su saber. Hacía tema de sus lecciones los fundamentos de la fe, en especie de cristianismo filosófico, refutando a la vez a heréticos e incrédulos. Audazmente establecía poca o ninguna diferencia entre la autoridad de los santos y la de los filósofos. Huérfana idea tan atrevida de antecedentes en la ortodoxia, concitaba contra él las iras de cuantos había obscurecido. Prendado de su aplicación temeraria de la dialéctica a la teología, explicaba apud discretos (para los que saben juzgar) que la razón tiene más fuerza que los milagros (que se pueden atribuir a veces a maleficio), y que si el error puede deslizarse en el razonamiento, es a causa de la ignorancia en el arte de argumentar. Añadía que el dogma debe revestir formas racionales, el misterio ser explicado al menos por símbolos discretamente elegidos y la dialéctica o razón en ejercicio conciliarse con las creencias. Afirmaba, finalmente, que en Dios se distinguen el poder, la bondad y la sabiduría, representados por el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, las tres personas del dogma de la Trinidad.

Aunque tal doctrina no era por completo nueva, pues implícita estaba en los primeros siglos de la cristiandad, influidos por el platonismo, al informar el dogma, si seducía a los Jóvenes, alarmaba a las conciencias ortodoxas, más avaras de creer que de razonar. Acusado Abelardo de convertir los dogmas en sofismas, denunciada su Introducción a la Teología en el Concilio de Soissons (1121), fue juzgado sin discusión y condenado sin oírle a arrojar al fuego por sus propias manos el libro que sirvió de pretexto para la algazara que promovió la intransigencia ortodoxa.

Se le imputó la herejía de Sabellins, que niega o debilita la realidad de las tres personas de la Trinidad. De todas suertes, para el criterio reinante siempre resultaba de las doctrinas de Abelardo un error virtual, peligroso para lo porvenir, por el método, por el lenguaje y aun por la intención de razonar la fe, asimilando la religión a la filosofía y convirtiendo el [177] racionalismo cristiano en germen del filosófico. Por lo mismo triunfó la intolerancia de buena fe, sostenida por la autoridad eclesiástica, celosa, frente a la agitación de las conciencias, de mantener la unidad silenciosa de la creencia común.

Encerrado Abelardo en un convento, pronto rehizo la opinión contra la severidad del fallo del Concilio, y se le consintió volver a la abadía de San Dionisio, de donde huyó al poco tiempo por disidencias con el abad, refugiándose en el condado de Champagne y consiguiendo que se le dejase vivir en el retiro que eligiese, sin entrar en ninguna otra comunidad. Cerca de la parroquia de Troyes, en un lugar solitario y desierto, construyó un modesto oratorio, consagrado a la Trinidad, que denominó Paracleto (el que consuela), donde se proponía hacer vida de eremita. Pero pronto acudieron multitud de gentes en demanda de sus lecciones; numerosos discípulos, restos de su antigua popularidad, construyeron viviendas al lado del retiro del antiguo maestro y se preocuparon de proveer a todas sus necesidades.

Crece el Paracleto, aumenta el aura y fama de Abelardo (1122 a 1125), y a la vez se despierta las antiguas suspicacias de la ortodoxia intolerante contra las innovaciones que surgían de las lecciones del Paracleto, suspicacias de que se hacen eco San Norberto y San Bernardo, y que terminaron más tarde, andando el tiempo, con nueva condenación. El Paracleto, Tebaida de la ciencia, academia escolástica formada âura lógicae, devolvía a Abelardo los antiguos bríos de su razonamiento. Pero ante la explosión de las preocupaciones hostiles, se intimidó el fundador del Paracleto, le abandonó y se refugió en la abadía de Saint-Guildas de Rhuys. Ni asilo ni puerto de salvación fue el nuevo refugio para el espíritu siempre inquieto de Abelardo. En el corto tiempo que allí descansó se dice que compuso su obra Sic et non.{5}

Desposeídas en esta época las monjas de Argenteuil de su convento (donde guardaba Eloísa su amor inextinguible), les hizo Abelardo donación del Paracleto, donación confirmada por la Santa Sede. Era abadesa a los veintinueve años de edad Eloísa, y más tarde priora del Paracleto, cuando Abelardo (la viera o no) hizo varios viajes a la fundación, predicó en ella y dio a las acogidas consejos espirituales y temporales. Menudearon las acusaciones contra una pretendida y mal apagada pasión, como si con semejante inri se quisiera olvidar que el alma congelada de Abelardo conservaba sensibilidad para algo más que para el dolor. Sin lograr restablecer la disciplina en la abadía de Saint-Guildas, donde le aterraron conspiraciones reales o fingidas que se tramaban contra su salud y su vida, huyó Abelardo a un rincón más aislado aún de la Bretaña, donde escribió Historia calamitatum o Epistola prima (1135), mostrando, con el testimonio de su vida íntima, la miseria a que se reducen las cosas tenidas por más hermosas en el mundo: el genio, la ciencia, la gloria y el amor.

La autobiografía Historia calamitatum sirvió de ocasión para que rompiera Eloísa su silencio, y con él los diques de su concentrado amor. Llena de emoción, la abadesa del Paracleto sale de su mutismo y escribe a su antiguo esposo que le sigue amando con inmoderato amore, pues únicamente por obedecerle se casó y por la misma razón profesó. Contesta Abelardo a su bien amada, hermana en J. Cristo, suplicándola que ruegue por él a Dios, e inspirando su carta en la misión austera del guía místico, le recuerda que, según el [179] Apóstol, el marido infiel es santificado por la mujer fiel. Insiste la abadesa en el inmortal amor que él solo supo inspirarla, amor que se acrecienta en la soledad de su celda, que la estimula al insomnio, que la persigue en el altar, y exaltada por la más sublime de las pasiones, llega a escribirle: «Temo más ofenderte que ofender a Dios; deseo más agradarte a ti que a Él; tu mandato, que no el amor divino, me ha obligado a tomar el hábito». Nueva homilía por parte de Abelardo, sordo de los que no pueden, aunque quisieran, oír, hasta por su castración corporal, los caliginosos alientos de la exudación propia de la vida pasional. Solicita de ella únicamente que cuide, luego de muerto, recoger sus cenizas y darles asilo sagrado en el Paracleto. «Entonces, añade Abelardo, me verás, para fortificar tu piedad, con el horror de un cadáver, y mi muerte, más elocuente que yo, te dirá qué es lo que se ama cuando se ama a un hombre». Por amor Eloísa se conformó con el deseo de Abelardo y con todos los deberes de su estado. La deferencia de la religiosa ocultaba la abnegación de la mujer, drama íntimo que se desarrolla siempre cuando un corazón difunde su excedente de vida en la lucha perdurable del amor con el deber{6}. «La religiosa es de Dios; la mujer es tuya»: con tales palabras acalló Eloísa su inextinguible amor, silencio elocuente que no interrumpirá en los veinte años que sobrevive a Abelardo, si honrada por altas dignidades eclesiásticas de Francia y aun por los mismos Pontífices, anhelosa siempre de su amado{7}.

Todas las cartas, señaladamente las últimas de Abelardo, respiran un ambiente triste y dulce, piadoso y tierno, si contenido por los límites de la ciencia y de la religión, aún imbuido de un deseo apasionado de agradar a Eloísa. Desde su retiro, durante todo el año 1135, se dedica al estudio y se ocupa en [180] la redacción de sus obras{8}, sin descuidar la predicación y dirección del Paracleto, verdadero consuelo para Abelardo por el brillo que a la fundación prestaba la priora Eloísa, admiración de su siglo.

A la edad de cincuenta y siete años vuelve Abelardo (1136) por última vez a la enseñanza en París de la dialéctica, reproduciendo sus antiguas doctrinas, que creía ya libres de la corrección que merecieron, veinte años antes, al Concilio de Soissons. Su fogosidad natural le hace acentuar las censuras a las órdenes monásticas y denunciar la concupiscencia de muchas gentes, en cuyo respecto parecía adelantarse cuatro siglos a la protesta contra el tráfico de las indulgencias (Reforma). Latentes las suspicacias que despertara con su enseñanza, sólo apaciguadas ante su silencio, ya había la desconfianza retoñado al visitar San Bernardo el Paracleto (donde fue recibido con gran pompa) y oír rezar la oración dominical sustituyendo el pan nuestro de cada día por nuestro pan supersustancial{9}. La variación era debida a Abelardo, que ejercía por entonces especie de protectorado intelectual sobre las monjas del Paracleto, y según el mismo escribió a San Bernardo, había preferido el texto de San Mateo porque éste había oído la [181] oración a J. Cristo, mientras San Lucas la había aprendido de labios de San Pablo. No le contestó el santo, y es de presumir que halló nuevo motivo para ver envuelta en sombras la ortodoxia de Abelardo. Coincidió con la desconfianza de San Fernardo el juicio que hicieron algunos religiosos de la Introducción a la Teología y de la Teología cristiana, donde, según ellos, se trata de las Santas Escrituras como de dialéctica por un censor más que discípulo de la fe. Avistado San Bernardo con Abelardo, le instó para que revisase sus escritos y modificase alguno de sus asertos. Se ignora lo que prometiese Abelardo en su conferencia familiar y amistosa con el santo. Lo cierto es que mantuvo su independencia de criterio sin deseos de hostilidad; pero la tranquila discusión de las ideas es aun hoy mismo un desideratum: ¡qué sería en el siglo XII!...

Detrás de las ideas que debían unir en el santo amor a la verdad, se agitan los hombres con sus pasiones, que siembran vientos para coger tempestades. Se agrupan alrededor de Abelardo los espíritus más audaces dentro del seno de la Iglesia, como discípulos suyos (entre los cuales sobresalía Arnaldo de Brescia) estimulaban el afán de la controversia, un tanto avivado por herejías principalmente acerca del dogma de la Trinidad, y en tanto San Bernardo, personificando el partido de la tradición contra el de examen, se oponía a esta anticipada reforma y predicaba contra la autoridad doctrinal de Abelardo.

Vuelto a la presuntuosa confianza de su juventud, oponía Abelardo a las acusaciones de sus adversarios una actitud ofensiva y a veces altanera, cimentada en la firmeza de sus convicciones, provocaba la refutación y parecía desafiar a la Iglesia. A pasos agigantados quería marchar Abelardo hacia Canosa, desconociendo la sima que abría a sus pies.

Poseído de santa cólera, según los apologistas, denunció San Bernardo las doctrinas de Abelardo a Roma en cartas declamatorias y elocuentes. Aunque inspiradas en una fe sincera, no se hallaban, sin embargo, libres de un odio que le lleva a acusar de enemigo de la fe y de la cruz al temerario Abelardo, monje por fuera, hereje por dentro, religioso que [182] carece de regla, abad sin disciplina, hidra, cuya cabeza, cortada, en Soissons, se reproduce en otras siete.

Para la Pascua de Pentecostés de 1140 solicitó Abelardo que se reuniese en Sens (metrópoli eclesiástica de la provincia de París) sínodo o concilio, ante el cual, en especie de duelo teológico, contestar a sus adversarios y sacar a salvo la pureza de su fe. Se excusaba San Bernardo de asistir al Concilio, a pesar de la invitación del Arzobispo, alegando su inexperiencia de las controversias en público y considerando poco digno que se agitase la razón divina –siquiera fuese para con firmarla– por las flacas y débiles razones humanas; pero tal era su interés en el asunto, que dirigió a los Obispos una circular para que, al asistir, se preparasen a la resistencia contra la perfidia y la astucia del enemigo, y se decidió a concurrir con todos los numerosos partidarios de su intransigencia.

No existen las actas del Concilio de Sens, reunido en la época mencionada, con la asistencia de Obispos, abades, religiosos y maestros de teología; pero se hallan contestes todos los testimonios en que, leídas las proposiciones que se consideraban herejías o errores contra la fe, interrumpió Abelardo diciendo que sólo reconocía como juez autorizado al Pontífice y se marchó sin defenderse. Grande alegría produjo el silencio de Abelardo entre los ortodoxos, y lo interpretaron como milagro cumplido por Dios, privando repentinamente de la palabra al que tantos años la había usado como ariete contra la paz de las conciencias.

¿Calló Abelardo asustado porque desde que llegó a Sens se sintió rodeado de enemigos irreconciliables? ¿Abandonó la propia defensa ante la amenaza de una sedición popular? ¿Presintió que los jueces, ya prevenidos contra él, le exigirían, más que defenderse, retractarse? ¿Se dejó llevar por las continuas indecisiones de su carácter, débil para ser fiel a las audacias de su talento dialéctico? Hombre más de pasión que de voluntad, con más sentimiento que carácter, quizá ama la libertad interior sin comprenderla, y falta en cierto modo a su misión, si por deficiencias propias, también porque su iniciativa innovadora era prematura. [183]

Contra la invocación a la razón individual, contra el genio de la controversia que no se satisface con la interpretación de los textos escritos, triunfa San Bernardo, y con él el partido de la autoridad, según el cual la fe ha de ser admitida sin que se trate antes de explicarla. Aunque el Concilio, ante el inesperado silencio de Abelardo, que no implicaba, sin embargo, retratación de sus ideas, dudaba de su competencia, logró San Bernardo que predominara su deseo, y al día siguiente de retirarse el acusad o fue juzgada su doctrina, declarada opuesta a la fe, contraria a la verdad y francamente herética.

Hasta diez y siete proposiciones hizo leer San Bernardo, sacadas de los libros de Abelardo como heréticas y contrarias al dogma de la Trinidad, proposiciones que carecen de la gravedad que se les atribuyó citadas aisladamente en redacción sumaria y sin los antecedentes y consiguientes de que iban acompañadas. Se le impuso pena de silencio, prohibición de escribir y enseñar, y se solicitó de Roma confirmación del fallo, que no se dudaba obtener porque allí gozaba San Bernardo de gran favor y de mucha autoridad. Se defendió Abelardo muy especialmente ante Eloísa, a quien escribió una profesión de fe sincera, renunciando a ser Aristóteles si se le ha de considerar separado de Cristo.

Al poco tiempo (un mes y algunos días), el Papa Inocencio II hábilmente atenúa, si no justifica, el exceso de celo de San Bernardo, porque no se pueden censurar, dentro del dogma, los heroísmos austeros prescritos por el Cristianismo, aprueba el Concilio de Soissons, condena la doctrina general de Pedro Abelardo y le impone, como herético, un perpetuo silencio{10}. [184]

No se siente Abelardo, que no carece de fe, dispuesto a retractarse en el fondo de sus libros, e intenta un viaje a Roma para ser oído. Enferma en el camino, se detiene en Cluny, donde le acogió cariñosa y caritativamente Pedro el Venerable. Siguiendo los consejos de éste, acató Abelardo la pena impuesta por Roma, procuró reconciliarse con sus adversarios (parece que aun con San Bernardo, merced a las gestiones de Pedro el Venerable), y en nueva apología que le dictara su tardío amor a la paz y a la vez el interés común de la fe, renunció al mundo y a la vida de las escuelas, consintió en fijar su residencia en Cluny, aceptó su regla con humildad y austeridad y sometió a ella su corazón, aunque siguió tímidamente, con el calor ya mortecino de lumbre que se apaga, defendiendo la integridad de sus ideas. El rezo, la lectura, la revisión de sus libros con la observación celosa de la regla de Cluny, quebrantaron su salud. Para cuidarla se le permitió trasladarse al priorato de San Marcelo (cerca de Chalons), donde en 1142, a los sesenta y tres años de edad, murió dulce y humilde de corazón.

El adversario de Guillermo de Champeaux, el amante de Eloísa, el audaz dialéctico, el monje inquieto que a su paso excita el entusiasmo de los más y la cólera de los fuertes, el atrevido teólogo que lucha con armas desiguales frente a San Bernardo, concluye sus días como un santo a la sombra de la protección paternal y misericordiosa de Pedro el Venerable. Enterrado debajo de una piedra toscamente labrada, solicita Eloísa, para cumplir la voluntad a su amor encomendada, la traslación del cadáver al Paracleto, que efectuó autorizada por Pedro el Venerable. En los veinte años que le sobrevive Eloísa (que murió en 1163), cuanto respeto y consideración conquista como priora del Paracleto, lo ofrece en holocausto a tan queridos restos, y pide que después de su muerte se les permita descansar juntos en el mismo sitio «de tan ruda labor y de un amor consagrado por el dolor». Allí se conservaron los despojos de los dos enamorados hasta que la revolución abolió la institución fundada por Abelardo. Entonces, en 1787, la tumba de ambos fue trasladada al Museo de los Agustinos en París, y después (6 de Noviembre [185] de 1817), al cementerio del Pére-Lachaise, donde aún subsiste con la gráfica y concisa inscripción: Eternamente unidos{11}.

* * *

El pensamiento de Abelardo, concebido en horas de juventud y de pasión, lleno de esperanzas y de audacias, viciado por inexperiencias, desorientado por el orgullo, más fértil que fecundo, novelesco por sus amores, dramático por sus desgracias, es, en fin de cuenta, contradictorio, crítico y afirmativo a la vez, razonador sin abandonar el dogmatismo, dado su entusiasmo por las doctrinas antiguas, y anheloso e impaciente frente al enigma del mundo que pretende descifrar para lo porvenir con el estudio del pasado. Siervo de cuanto excita una sensibilidad viva, lo mismo del fantasma de la dialéctica que de la realidad de los amores de Eloísa, Abelardo, mezcla de audacia y de timidez, de orgullo y de debilidad, de pasión y de egoísmo, escribiendo en un latín de decadencia, especie de álgebra sin elegancia, es digno de admiración, sin embargo, por su fuerza imaginativa y por su ingenio sutil y penetrante. Acúsasele de que no inventa; pero ¿quién le negará que renueva? Si se limitó a aceptar las ideas ya formadas, fue hábil como el primero para sistematizarlas. Dialéctico sobre todo, fustigó constantemente las dormidas energías del pensamiento humano. Proteo que reviste formas sin cuento como la realidad, ofrece perspectivas indefinidas. Intentó sistematizar la teología more philosophico, dialécticamente, con tinte racionalista, cosechando muchos sinsabores de tal empeño peligroso en aquellos tiempos y aun difícil en los actuales. Quebrantó el principio de autoridad e invocándole sin cesar (en citas a veces contradictorias como las que abundan en Sic et non), llegó a dejar implícita en toda discusión dialéctica la necesidad del [186] arbitraje de la razón, en cuyo respecto puede ser denominado, como dice Cousin, un genio revolucionario{12}. Si sus doctrinas lo son menos que su método, se debe a la imposición de la fe y a que la escolástica, tan nutrida de ésta cuanto temerosa de las audacias del pensamiento, sólo cuidaba de revestir de formas lógicas la realidad, que se daba por creída sin que fuese necesario investigarla.

A pesar de todas sus desgracias, Abelardo ha gozado como ninguno del aura de la gloria. Ni los filósofos griegos ni ninguno de los modernos consiguió tanta celebridad en vida; apenas, dice Remusat, si admite comparación el entusiasmo que sintió el siglo XII por Abelardo; con el que conquistó Voltaire en el XVIII. Filósofo admirable, maestro de los más célebres en la ciencia, espíritu universal, grande entre los grandes le llamaron sus contemporáneos. Tales calificativos iban dirigidos, más que al mérito real de sus obras, al poder y al encanto de su elocuencia. La escolástica misma no cuenta en los cinco siglos que impera un nombre más grande que el suyo. Los que le han igualado o superado no han persistido con tanta intensidad como él en la memoria de los hombres.

Disminuye en parte la admiración que en vida logró Abelardo porque apenas si se puede apreciar hoy su originalidad y sus innovaciones, que han envejecido ante la acción de los siglos. Pero su independencia intelectual, signo de la razón filosófica por la balumba de las preocupaciones de su tiempo coartada, en ocasiones sometida, con frecuencia víctima de la persecución, le señala como uno de los precursores de la emancipación del pensamiento humano.–Talento superior, ingenio sutil, crítico sagaz que exponía maravillosamente, dialéctico innovador, Abelardo puede figurar entre los elegidos y sólo ser comparado con aquella en unión de la cual inmortalizó el amor más grande y más sublime de las edades, amor que en místico consorcio con sufrimientos perdurables rebasó los linderos del drama y llegó a lo trágico. Si vivió angustiado y víctima de su ambición, murió humilde y resignado.–No le [187] venció ni un igual, ni un superior; le abatió la obra muerta del medio que le rodeaba.

Pero más allá de sus triunfos momentáneos, por encima de todos ellos, y como bálsamo reconstituyente de todas las heridas que recibiera de la nube negra de sus desgracias, alcanzó la inmarcesible gloria de ser amado por una de las mujeres más admirables de la historia, por Eloísa que, según Cousín, «amó como Santa Teresa y escribió a veces como Séneca, por criatura cuya gracia debió ser irresistible, pues llegó a encantar al mismo San Bernardo».

Abelardo y Eloísa, poema de carne y hueso, drama vivido, son y seguirán siendo de los elegidos; aparecen, y continuarán apareciendo como símbolos luminosos, que personifican la inextinguible sed de lo ideal, que concibe el pensamiento y anhela el corazón.–Si él, ya consagrada, ya desconocida su incuestionable fama, cuándo en apoteosis, cuándo perseguido, sufrió épicamente el suplicio de Tántalo, que opulentamente le suministra su pensamiento, anheloso de emanciparse, sin romper la malla de lo dogmático, ella, Eloísa, el astro de Diana, la que debía haberse aparecido a Platón, rodeada de un ambiente de respeto que comienza en las reclusas del Paracleto y llega a las más altas dignidades, aun a la suprema de la Iglesia, sintió y vivió la lucha titánica que en su hermoso corazón libraron el amor y el deber. La odisea del pensamiento y la tragedia del corazón, luminares que si no confortan calcinan, revelan las más sublimes energías de la vida.

U. González Serrano

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{1} Abelardo, primogénito de Berenguer (noble rico al servicio de Iboel IV, duque de Bretaña), recibió por primer nombre el de Pedro. Sus compatriotas se nombran indistintamente Abelard, Abeílard o Abailard, y según refieren anécdotas más o menos ricas en detalles, cambió el Pedro por Abelardo, de Habelardus (abeja francesa), en recuerdo del escritor de la antigüedad llamado Abeja ática. Desde un principio Abelardo, efecto de la educación esmerada que recibió, une el estudio de Cicerón al de San Agustín, y parece un clásico para la época, relativamente pobre de cultura, en que aparece.

{2} El escolasticismo o filosofía de las escuelas (llamado así porque comenzó en los scholae fundadas por Carlomagno), abraza toda la Edad Media, desde el siglo V hasta la aparición de Bacon y Descartes, iniciadores de la filosofía moderna. El escolasticismo, en lo metafísico, no acomete más empresa que la de demostrar la verdad del dogma católico. Se le ha denominado por esta razón filosofía católica, y su renacimiento, favorecido por la bula AEterni Patris de León XIII, ha sido prescrito en tal concepto. Así ha podido ser tachado el escolasticismo de sistema que busca armas para la comprobación de la fe en el arsenal de la razón, cuidando de romper en secreto o prescindir de las que no sirven para tal fin. Los Padres de la Iglesia habían fijado el dogma (el qué o el objeto de la fe), y los Doctores de la Escuela se ocuparon del por qué, de las razones de la fe. Reviste de formas lógicas la realidad creída. El dogma afirma el Hombre-Dios, y la escolástica pone la cuestión del Cur Deus-Homo. En su aspecto lógico el escolasticismo ocupa toda su existencia (pues su renovación es obra erudita, ya que resulta ineficaz el empeño de dar vida a lo que no puede subsistir) con la célebre cuestión de los Universales, en la cual intervino Abelardo con su conceptualismo. En tal sentido ha podido decir Cousin que toda la filosofía de la Edad Media es el desenvolvimiento de una frase de Porfirio, la que dio origen al debatido problema del valor real o nominal de los Universales (si los géneros tienen existencia separada de las cosas o sólo en los objetos sensibles).

{3} En la cuestión llamada de los Universales, planteada a fines del siglo XI, al interpretar un pasaje de la introducción de Porfirio al Organon de Aristóteles, se trataba de saber si las ideas generales tienen una existencia real (realistas) o meramente nominal (nominalistas). Sostuvo Roscelin que las ideas generales son abstracciones de la comparación de un cierto número de individuos (universalia sunt post rem) y que careciendo de realidad son creación del espíritu, flatus vocis. Se retractó de su doctrina metu mortis en el Concilio de Soissons.–Aceptó San Anselmo la existencia real de los Universales, que percibe la razón criterio de todas las cosas y que prueba la existencia de Dios por la idea que concebimos de un ser perfecto. –En la misma dirección idealista afirmó Guillermo de Champeaux que los Universales son las únicas entidades reales y que sólo por relación a ellos tienen existencia los individuos, idénticos por su esencia y diferentes por accidentes variables (universalia sunt ante rem). Considerando Abelardo los Universales como forma de la mente, combatió el realismo de Guillermo y el nominalismo de Roscelin con su teoría del conceptualismo, afirmando que en las palabras que expresan los Universales existe un concepto con existencia lógica y psicológica como noción abstracta, pero que carece de realidad fuera de la mente. Según opina Cousin (V. Introduction aux ouvrages inedits de Abailard), el conceptualismo es la misma doctrina nominalista. Santo Tomás distingue en los Universales la materia o reunión de atributos (a parte rei) y la forma o carácter de la universalidad aplicado a la materia y abstraído de lo individual (a parte intelectus), y con un sentido conciliador apaciguó la contienda con su célebre fórmula: universalia sunt ante rem et in re. Aceptó la Iglesia como doctrina ortodoxa el realismo de Santo Tomás y fue desechando sucesivamente las soluciones de los scotistas averroístas, partidarios de Occam, formalistas y terministas, que complican la controversia más abstracta de las que han agitado el pensamiento dando por resultado el escepticismo en que terminó la escolástica. En semejante cuestión hallan su precedente las doctrinas de Bacon y Descartes, y su entronque la doctrina kantiana con su distinción del fenómeno y del noúmeno, que el positivismo moderno, sin considerar que adhuc sub judice lis est, acepta, dando por legítimo el conocimiento del fenómeno, prescindiendo del noúmeno y reproduciendo la antigua protesta nominalista. En lo fundamental el mismo problema subsiste, sin que el entonces debatido tenga más que un interés histórico, pues ha variado sus bases y su aspecto. Respecto a la dificultad que pretendía resolver Abelardo, a saber, qué valor real (in re) tengan las ideas generales elaboradas por el sujeto al interpretar la experiencia, ha adelantado mucho el análisis lógico y sobre todo el psico-fisiológico del ejercicio de nuestra inteligencia para que se prescinda de tan múltiples elementos, reproduciendo sin más el problema tal como se inició a fines del siglo XI. Al renovarlo el neoescolasticismo tomista, olvida que, aun cuando los problemas reaparecen, siempre vuelven enriquecidos de datos. Non bis in ideen. V. —Fonsegrive. Generalisation et Induction. R. Philosophique. Abril 1896.

{4} Los biógrafos de Abelardo no dicen nada de la suerte de su hijo. Algunos suponen que murió en edad temprana. Mr. Héfélé (en el Diccionario de Teología católica) supone que murió antes de ser mutilado Abelardo; otros conceptúan que profesó y llegó a ser abad del convento suizo de Hauterive.

{5} Sic et non es una extensa colección de textos tomados de las Escrituras y de los Santos Padres, colección extraña en la cual reúne Abelardo diversas opiniones, con respuestas diferentes, de los evangelistas: los apóstoles y los padres de la Iglesia sobre los mismos problemas. De un lado se halla la afirmación, de otro la negación, y en ambos autoridad consagrada por el tiempo. Confronta Abelardo el pro y el contra, el sí y el no (de donde procede el nombre de la compilación), y se pregunta: «¿No existe, por tanto, unidad en [178] la enseñanza de la Iglesia ni certeza en la tradición?» «Existe, contesta, pero es preciso hallarla por medio de la dialéctica.» Salvo diferencia de tiempos, sentido y aun intención, ¿pecaría de sutil la crítica que, emparentando el Sic et non de Abelardo con las confesiones de San Agustín, le comparara a la vez con las célebres antinomias de Kant?... A. Penjon (Précis d'histoire de la philosophie) considera el Sic et non como un ensayo prematuro de Pens'es, de Pascal. H. Bérenger (Revue des Revues, Enero, 1901) dice: «El orador más grande y el más sagaz filósofo del siglo XII, Pedro Abelardo, que se adelanta a Descartes y a Hegel, plantea en su Sic et non la primera teoría crítica del pensamiento, afirma la existencia de las contradictorias y abre a Santo Tomás de Aquino y a sus sucesores el campo inmenso de las controversias nacionalistas. Sensitivo y cerebral, apasionado y meditabundo, voluptuoso y austero, con sus anhelos, sus caídas, sus pequeñeces, sus miserias, el amante de Eloísa y revolucionario de la escolástica aparece como el tipo más completo del genio celta en la Edad Media».–Le génie de la France d'aprés ses origines.

{6} Véase nuestra Psicología del amor (segunda edición). Introducción.

{7} Las cartas de Abelardo y Eloísa, monumento literario casi único en el mundo, siquiera hayan sido desnaturalizadas por interpretaciones arbitrarias, prueban, como dice d'Alembert en carta a Rousseau, que únicamente quien no las ha leído puede decir que las mujeres no saben describir y sentir el amor. El amor de Eloísa sugirió más tarde a Rousseau el titulo de Nueva Eloísa que dio al ditirambo apasionado y romántico que en su novela hizo del amor.

{8} Hasta ocho ediciones se han hecho de las obras completas de Abelardo en París, Londres, Oxford y Turín. La más completa es la de Cousin, cuyo primer tomo, un volumen en 4.° (1836), comprende la Introducción, el Sic et non, la Dialéctica, Fragmento sobre los géneros y las especies, las Glosas de Porfirio, las Categorías, el Libro de la interpretación y los Tópicos de Boecio, y los otros dos publicados por Cousin (1859), ayudado por Jourdain y Despois, contienen las Cartas de Abelardo y Eloísa, los Problemas de Eloísa, los Sermones, la Introducción a la Teología, la Teología cristiana, la Ética, el Dialogo entre un judío, un filósofo y un cristiano y un apéndice. Cousin, en la introducción a Ouvrages inedits d'Abelard, establece un paralelo entre un filósofo del siglo XII y Descartes. Un estudio completo de la vida, obras y doctrina de Abelardo, hecho de modo magistral, es el de Rémusat Abelard, 2 volúmenes, París, 1842. Crítica de la edición de Cousin y apreciación de la obra de Abelardo por C. Levéque, puede consultarse en Journal des Savants, 1862 y 1863. De las obras propiamente filosóficas de Abelardo, Sic et non representa principalmente la duda metódica; la Dialéctica expone el arte de la refutación y de la investigación; Fragmentos sobre los géneros y las especies es un comienzo de teoría y afirmación, y por último, Historia calamitatum, mezcla de melancolía profunda y de amargo arrepentimiento, con sutilezas dialécticas y estilo a veces apasionado, semeja especie de psicología personal que pretende concluir con enseñanzas morales.

{9} Panem cuotidianum dice San Lucas, y supersubstantialem panem escribe San Mateo.

{10} E. Vacaudard (Vie de Saint Bernard, abbé de Clairvaux) refiere episodios minuciosos de las ruidosas contiendas entre el dialéctico Abelardo y San Bernardo, sus primeras entrevistas, las acusaciones en el Concilio de Sens, la sentencia del Papa y, por último, la condenación de Abelardo, su retractación y su reconciliación con San Bernardo. Como historiador imparcial, desaprueba en parte los procedimientos violentos de que se valió San Bernardo, pero rebaja demasiado el valor científico de Abelardo. Olvidando que éste arruinó definitivamente el idealismo exagerado de Guillermo de Champeaux y provocó el advenimiento del sentido certero, implícito en el sentido aristotélico (redivivo merced a la obra de Santo Tomás) y a la par el estudio de las cuestiones psicológicas.

{11} Sigue gozando la tumba de Abelardo y Eloísa de una gran popularidad. A pesar de la acción destructora del tiempo, la tradición persiste y los enamorados y los peregrinos de lo ideal emprenden el camino a la Meca y ven a través de la piedra bajo la cual se ocultan los restos del monje y de la apasionada abadesa la personificación típica del amor más completo que acá en la tierra pueda sentirse.

{12} Según Levêque, Abelardo fue en la esfera del pensamiento un revolucionario inconsciente.

 


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