Revista de las Españas
Madrid, agosto de 1926
2ª época, número 2
páginas 98-100

Américo Castro

Hispanoamérica como estímulo

Los más urgentes problemas exteriores de España (Marruecos e Hispanoamericanismo) son, en su esencia, cuestiones más de vida interna que internacional. La clave de su resolución se halla en España. No acierto a imaginar las posibles tareas fuera del ámbito nacional como distintas en índole y estructura de las que están por hacer dentro de casa. Lo cual asume aspecto de paradoja, si se piensa en la amplia y variada huella que la Península Ibérica dejó por esos mundos; en realidad, no rebasamos, pensando así, la línea de la más rigurosa tradición hispánica.

Aun en el momento de su máxima expansión, España seguía dentro de sí misma. El español ha galopado frenéticamente por media Europa, mas llevó por doquiera su propia visión de la vida. En Flandes, en el Franco Condado o en Italia, el hidalgo o el aventurero de Castilla se contemplaba a sí mismo; fue impermeable al medio extraño. De ahí que sea tan escasa la literatura de viajes por Europa en lengua española. Desde las Andanzas, de Pero Tafur, en el siglo XV, hasta los viajes de Moratín, a fines del XVIII, apenas sí pueden citarse algunos libros, insignificantes en número, frente a los centenares de relatos que tienen por objeto a España y sus costumbres, escritos por franceses, ingleses, alemanes e italianos. Sería por demás perentorio que atribuyéramos tal resultado sólo a pereza y a ignorancia, puesto que la actividad y la inteligencia se manifestaban a la sazón en afanes mucho más arduos. El español ha pensado que el mundo debiera ser como él es, y o lo asimilaba íntegramente o lo ignoraba. Esta irreductible psicología de gran señor dio sus frutos en regiones como América, donde la cultura estaba ausente o periclitaba en el momento de establecerse allá los españoles. América fue durante trescientos años como una segunda Iberia, con su lengua, sus instituciones y su religión; con sus virtudes y con sus fallas. Se comprende que otras modalidades europeas, fuertes y muy definidas, resbalaran sobre nuestra arisca sensibilidad. Para que lo extranjero diera aquí sus frutos, tuvo que hispanizarse previamente; así aconteció con lo árabe en la Península y con lo indígena en América. La arquitectura colonial (incaica y azteca) es la réplica americana al arte mudéjar de la metrópoli.

Al sedimentarse el pasado, y al acentuarse en la decadencia el perfil de su esqueleto, se vio con precisión que fuera de la Península carecíamos de todo interés. Ni siquiera con Portugal nos ligaban lazos morales o intelectuales. Ahora, en lo que va de siglo, el evidente renacimiento de nuestra amortiguada vitalidad hace que se perciban los intereses hispánicos que dormían en la conciencia colectiva: ante todo, los países de lengua española, donde existen unos millones de emigrados. Todavía es muy pronto para que el Estado sienta necesidades de carácter francamente extranjero o internacional, limitadas, [99] por hoy, a solemnidades sin gran fondo o a los tratos que privadamente mantienen algunos científicos y artistas con profesionales de fuera. No se vislumbra en el más remoto horizonte una efectiva y actuante política internacional de España. Lo cual es mero reflejo de los hábitos y preferencias de la sociedad, que no posee, por ejemplo, hombres que produzcan libros con novedades interesantes acerca de otros países. Y así se concibe también el hecho (por lo demás monstruoso) que la universidad española sea la única del mundo en que no tenga cabida el estudio de las lenguas y civilizaciones de Francia, Alemania, Italia e Inglaterra.

Los estudios arábigos gozan, en cambio, de estimable cultivo, y no parece que se interrumpa la tradición de los buenos arabistas; es que lo árabe se siente todavía como raíz muy allegada al tronco de la vida nacional. La morisma sigue hoy día obsesionando a España, como si hubiese almorávides y benimerines; los sarracenos llevan cautivos a nuestros compatriotas y los maltraen, como si Berbería diese aún abrigo a los piratas. Los quebraderos de cabeza que ocasiona Marruecos son tan consustanciales con la vida española, que su arreglo o desconcierto dependerá sólo y exclusivamente de la marcha interior de nuestros asuntos. Cuando España sepa acabar con el 70 por 100 de analfabetos de ciertas provincias andaluzas y con el paludismo de Extremadura, resolverá asimismo de plano, y en un momento, las dificultades administrativas y de civilización que plantean las provincias de Gomara y Beni Sicar.

El caso de la América ex española, hispana por lengua y tradición de cultura, es muy diverso, claro está; pero desde el punto de vista en que me sitúo, pienso que el llamado hispanoamericanismo es asunto más para arreglado en España que en América. Algunos ingenuos, deslumbrados por la política imperialista que los grandes estados de Europa proyectan sobre esa América, que para sus conveniencias de ellos llaman «latina», se ponen a soñar en una «expansión» española, siendo así que, fuera de los emigrantes (que ya es mucho), no tenemos demasiado que «expansionar». Digamos la verdad, que en este caso la mayor habilidad creo que es no tenerla. Contemplemos desde Buenos Aires o Méjico la nación española. Encontramos: un pueblo numeroso, enérgico y dispuesto a andar las siete partidas del mundo, como hace tres siglos, pero, en general, inculto e ignorante; una minoría bastante valiosa (toda Hispanoamérica junta, téngase muy presente, no posee científicos, escritores y artistas comparables a los de España); una organización pública de tipo arcaico, muy poco influida por esa minoría, que no tiene fuerza ni aptitud para modelar el país. Los españoles de América, y en ocasiones los mismos hispanoamericanos, al conocer esta o la otra manifestación de progreso iniciada en España, han comenzado a dirigirse a ella desde hace pocos años. Los españoles de las colectividades americanas se enardecen noblemente, hecho explicable: demandan que su patria se haga presente para no sentirse en inferioridad frente a la acción de otros pueblos más emprendedores en el dominio de la cultura. Y aquí surge la delicada dificultad, que no siempre comprenden nuestros hermanos de la diáspora: una actuación amplia y con medios suficientes habría de ser «oficial», y lo «oficial» no respondería a aquellos justos anhelos, ya que refleja las capas medias de la sociedad, todavía bastante atrasadas y desprovistas de suficiente sentido crítico. Enviar a América a profesores de universidad, sin otro título que el de ser catedráticos por oposición, podría resultar lamentable, ya que el criterio «oficial» de nombrar profesores mediante contestaciones a preguntas de un programa, nada supone en cuanto a la iniciativa pedagógica y la originalidad científica de la persona en cuestión. Organizar centros de enseñanza, superior o secundaria, según el tipo usual en España, sería igualmente quimérico y los hispanoamericanos no lo aceptarían nunca. Esta verdad, confirmada en repetidas experiencias, suele molestar a las colonias de Hispanoamérica, más propicias a la peroración emotiva y adormecedora que a indicaciones prácticas e inquietantes. Y, sin embargo, poco lograremos si los españoles no se percatan de que lo esencial es laborar desde allá porque su Patria renueve y refunda su estructura oficial en el sentido que van trazando las minorías progresivas. En ese punto ha sido inmensa la reacción bienhechora provocada por [100] la Sociedad Cultural de Buenos Aires, orientada por Avelino Gutiérrez, que siente la misma inquietud de los que se esfuerzan aquí por situar al país en la línea de máximo progreso.

Hay que hacer en América obra española, pero obra de «cierto tipo», que no siempre puede ni debe coincidir con las líneas que el Estado trazaría desde las cúspides de la jerarquía oficial. ¿Se percibe la enorme gravedad de la tarea y las dificultades con que a cada paso se tropieza?

Individualmente vamos poseyendo un personal selecto, pero la función de los organismos de que forman parte no es siempre seria y estimable. Y venimos a esto: o nuestra vida oficial reacciona rápida y enérgicamente frente a lo que de nosotros exige Hispanoamérica y, en primer término, los millones de compatriotas que tenemos allá, o no hablemos de hispanoamericanismo. El movimiento está iniciado y es difícil detenerlo. No quedan más que estas dos soluciones: o ir a un fracaso deprimente, o intentar, espoleados por la necesidad hispanoamericana, que nuestra acción en América sea superior a lo «oficial» de España. Esto requeriría que quienes administren la cosa pública se coloquen en un punto de vista crítico respecto de su propio ambiente e intenten superarlo. Gran ingenuidad, se me dirá. Pero...

Lo que aspiremos a hacer en América estará siempre condicionado por este hecho previo: la obligación de crear mejores hábitos, de hacernos con mayor ilustración individual y colectiva. Hasta ahora, piénsese bien en ello, no había habido nada que desde fuera nos incitase a adoptar nuevos ademanes. La frase «¡qué dirán las naciones europeas!» fue a parar a las piezas del género chico. La noción de América, fecundada por razones de interés y de sentimiento, va habituando al pueblo a contar con algo más que su Patria. Aprovechémoslo. Citemos un ejemplo de índole muy material: Según me cuentan gentes enteradas, España podría concurrir ventajosamente exportando a América aceite y salazones. Parece ser que estos productos son adquiridos aquí por otros europeos, que luego de refinarlos y presentarlos en forma más grata al consumidor, obtienen el lucro comercial y el prestigio que va anejo a tales éxitos económicos. Según una estadística publicada últimamente por los diarios, la exportación española a la Argentina desciende en forma inquietante. O nuestros productores se hacen más cultos y más enérgicos, o perderán en absoluto los mercados de América.

Venimos siempre a este resultado: el americanismo es para nosotros una forma más de hispanismo. En el proceso reconstructivo que parece iniciarse en España, uno de los más eficaces estímulos que pueden influir en la vida nacional es América. Hemos de dar a aquel continente lo que podamos, en cada caso, en la medida que a los americanos les interese aceptar nuestros valores de todo orden; hacerlo, no sólo es cuestión de honor, sino vital. La percepción clara y tenaz de esa exigencia ha de obligar a España a subir el nivel de su cultura y de su eficiencia humana. Y si un día llegara en que el fondo común hispano lograra desarrollos nuevos y excelsos, el respeto, el interés y la comprensión mutuos labrarían por sí mismos el perímetro de la unidad ideal en que hubiésemos de movernos. Ese día, el ánimo separatista de algunos catalanes se esfumará como aspiración absurda, propia de un enfermizo provincianismo. Marruecos, hispanoamericanismo y catalanismo no son sino cambiantes facetas de la conciencia y la voluntad españolas.

 

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