Filosofía en español 
Filosofía en español


Gustavo Bueno

La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva

(José Ortega y Gasset, La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva,
Biblioteca de la Revista de Occidente, Emecé Editores, Buenos Aires 1958.)

Este libro inédito de Ortega reúne, dentro de la bibliografía orteguiana, características singulares. Es, con mucho, el libro más extenso de Ortega (casi 450 páginas), pese a estar incompleto –le faltan los capítulos II y III, precisamente aquellos destinados a exponer el tema titular de la obra–. Es también un libro «técnico» tanto por su tema como por su ejecución. En él asoman abundantes citas de escolásticos (Escoto, Aquasparta, Suárez, Arriaga…) y de matemáticos (Euclides, Hilbert). Julián Marías ha sentido la tentación de decir que este libro es el más importante de Ortega, de todo cuanto escribió en su vida y, más aún, que es el libro más importante publicado en lo que va de siglo. La segunda tentación es, sin duda, hiperbólica, pero la primera está plenamente justificada.

Estas páginas críticas expresan algo del esfuerzo que un hombre perteneciente a las generaciones de los que ya no recibieron directamente el magisterio de Ortega, hace por comprender el significado de este magisterio, a propósito de su obra más importante.

Este libro de Ortega, en efecto, redunda todas las peculiaridades de su estilo. La palabra de Ortega, pese al tecnicismo del libro, aparece, como siempre, rezumando modos felices, brillantes y eficaces de decir («el existencialismo saca de sus jaulas todas las palabras de presa»; «cien Voltaires comprimidos en una pastilla no bastan para ocasionar la menor dubitación a un hombre de verdad creyente»; &c.). Como siempre, también Ortega, en este libro, se nos aparece en primer plano con su poderosa presencia. Acaso aquí las autorreferencias son más frecuentes e intensas y alcanzan un gran interés autobiográfico. También se echa de ver en este libro un reiterativo anhelo de señalar nuevos temas vírgenes, levantar caza sin cesar, como si Ortega hubiese asumido y aceptado esta tarea de «ojeador» que, desde el principio de su vida literaria, le señaló la crítica. [104] También en este libro aparece, más abundante que ninguno, la voluptuosidad que Ortega sentía como descubridor, el entusiasmo de creerse el primero en ver, con ojos frescos, paisajes no vistos y acaso tan obvios que «es una vergüenza que otros no hayan caído en la cuenta» (páginas 166, 169, 176, 212, 227, 238, 244, 237…). Claro está que nunca o casi nunca resulta Ortega haber sido el primero en caer en la cuenta. ¿Acaso escolástica no es un término repetidas veces utilizado como categoría superior al concreto significado que, por antonomasia, recibe de la Edad Media occidental? Basta recordar los nombres de Masson-Oursel, Scheler. ¿Acaso el optimismo de Leibniz no está desarrollado sobre un fondo pesimista, si pesimismo es la ciencia de que todas las cosas concretas son imperfectas y no por accidente, sino por esencia? Y, sin embargo, oigamos a Ortega (página 424): «Leibniz no dice, como los demás, que el ser es bueno. Parece no contentarse con ello. Necesita decir que es el mejor y que es el óptimo. Esto nos hace caer en la cuenta de que habla en comparativo, y ahora sí que nos sorprendemos. Porque resulta que Leibniz, con todo su famoso optimismo, no afirma que el mundo es bueno simpliciter, sino sólo que es el mejor de los posibles, lo cual significa que los demás son menos buenos, por tanto, que incluyen mayor mal, por tanto, que son peores. Y he aquí cómo, al afirmar que nuestro mundo es el mejor posible, en rigor reconoce sólo que es el mejor de los no buenos, por tanto, de los malos. Esto nos hace colegir lo que menos podíamos sospechar: que el mundo no sólo no es bueno, sino que un mundo simpliciter bueno, por tanto, sin maldad, es imposible». Esta consecuencia «insospechada» que saca Ortega, la había sacado ya el propio Leibniz. En su explícita concepción, la fuente del mal es la imperfección inherente a todo mundo posible de seres finitos, limitados: el mal metafísico consiste precisamente en la limitación del ser finito; por tanto, el mundo de Leibniz es simpliciter malo, precisamente por ser finito. El pesimismo es el bajo continuo del optimismo melódico leibniziano. El bien metafísico, que lo abraza todo, es causa del mal, como enseñó ya Crisipo, y los dualistas «se engañan al pretender que el bien del todo esté exento del mal de las partes» (Teodicea, 199 y sigs.). En estos términos se planteó la polémica con Bayle. Es posible que, alguna vez, la fuerza de la melodía optimista se haya sobrepuesto un tanto al bajo continuo pesimista; pero éste seguía sonando y muchas veces ha sido escuchado. Es, por ejemplo, el caso de Pope. He aquí como lo explica Paul Hazard, con giros idénticos a los que empleará Ortega: «De Leibniz, Pope no tomaba todo; con Leibniz no coincidía enteramente». «Todo está lo menos mal posible» &c. (traducción española de Julián Marías, de El Pensamiento Europeo en el siglo XVIII, 1946, pág. 305).

Ortega ejercita deliberadamente en este libro «La razón histórica». Se propone llegar a comprender hasta el fondo el significado del principialismo de Leibniz: es decir, de la costumbre leibniziana de formular principios y más principios generales. Ortega va encendiendo las más variadas luces de la Historia: Platón, Aristóteles, los estoicos, Euclides… ¿Qué eran los principios para estos hombres? ¿Acaso ha de juzgarse que la sabiduría antigua se deriva de unos pocos principios? ¿Acaso, desde Aristóteles hasta Escoto, no se admiten decenas y decenas de principios? Pues los géneros son incomunicables; los principios de la Aritmética son distintos [105] de los de la Geometría. En rigor, cada definición que se introduce es un nuevo principio.

Esto hace que el libro de Ortega resulte ser, principalmente, un conjunto de análisis de las más variadas epistemologías, casi una miscelánea de meditaciones históricas. Ortega nos descubre una auténtica erudición, un conocimiento familiar de los textos, un esforzado afán por comprenderlos en su significación histórica.

Un interés tan universal por las cuestiones histórico-lógicas y filológicas está muy expuesto, por lo pronto, a vaguedades. Fundamentalmente, a mi juicio, el libro de Ortega es un libro de vulgarización. El nervio de la obra orteguiana es el concepto de principio, según Leibniz; la exigencia de una prueba de los principios; lo que representan los principios en la teoría de la ciencia antigua y moderna, &c. Un conjunto, en suma, de cuestiones cuyo tratamiento riguroso se encuentra en obras y artículos de sobra conocidos por los especialistas. Ortega, por cierto, no llega a afrontar el tema titular a fondo –por ejemplo, no toca la cuestión decisiva de la conexión entre los principios leibnizianos, especialmente el de razón suficiente, y la mentalidad técnica del «homo Faber» (que fue el tema de la conferencia de 25 de mayo de 1956 y del semestre de invierno 55-56, en Friburgo, bajo el título Der Satz vom Grund, de Heidegger), aunque es muy probable que reservara estas cuestiones a los párrafos de los capítulos II y III anunciados–. Otro tanto puede decirse de la información concreta sobre la presencia de Leibniz en nuestros días. Hubiéramos agradecido citas concretas que testimoniasen la actualidad de Leibniz (por ejemplo, las obras de A. March, Natur und Erkenntnis; Wolff, Theorethische Chemie). La amplitud y variedad de los temas tocados por Ortega en este libro suyo es ocasión de incurrir en errores importantes, en valoraciones discutibles, mal entendidos o desenfoques. Este libro de Ortega se resiente de graves omisiones, silencios que, si bien son plenamente legítimos en otras circunstancias, no lo son en el nivel en que nos hallamos situados, precisamente gracias a Ortega mismo. Por ejemplo, en el párrafo 17, echo de menos una referencia a la teoría de la división de Plotino, cuando en la nota de la página 155 se habla de Platón, y en párrafo 31 (pág. 370) se agradecería también una cita del neoplatonismo, cuya es, en verdad, «esa idea magnífica e insigne ejemplo de cómo es posible entreverar la dialéctica y el mito». En el párrafo 1, pág. 14, parece obligada una referencia a la famosa cuestión de los principia-media de Bacon y Mill. En el párrafo 7, página 68, se abreviaría mucho si Ortega utilizase la terminología habitual en lógica de relaciones (relaciones conexas, simétricas, orden, &c.). En el párrafo 11, hacia la pág. 84, gasta Ortega mucha tinta en exponer distinciones tan vulgares como la que media entre la pertenencia y la inclusión. En el párrafo 14, pág. 126, debiera haberse citado explícitamente a las teorías operacionalistas (ad modum Bridgman). El «practicismo teórico» de los creadores de ciencia (nota de la pág. 126) no es ningún descubrimiento: es una observación que se remonta ya al círculo socrático, hasta el punto de que el «conócete a ti mismo», según muchos historiadores, iría dirigido a esos prácticos científicos; y se mantiene hasta el Husserl de la «Filosofía como ciencia rigurosa». En el párrafo 17, página 155, simplificaría mucho la distinción, ya usada por Kant, entre «Canon» y «Regla». En [106] el párrafo 18, pág. 177, se dice que en la exposición de Santo Tomás el entendimiento vendría a ser una misma cosa con la imaginación. En el párrafo 12 hay una confusión gravísima entre las partes integrantes (los ángulos del triángulo) y las genéricas, con todas las consecuencias que esta confusión arrastra. La exposición de la deducción, según Aristóteles, corresponde más bien a la exposición de la construcción de conceptos de Kant. En el párrafo 19, págs. 195 y ss., hay un tratamiento excesivamente elemental y trivial del tema de la inducción, y en la página 195, al hablar, de la definición, resultado de una inducción, no se tiene en cuenta la distinción fundamental entre las dos clases de la inducción en Aristóteles (la expone, por ejemplo, Brunschwig: Las etapas de la filosofía matemática).

El anhelo irresistible en Ortega por ser el primero en descubrir las cosas, esa conciencia, que Ortega parecía tener de que «comprender algo es comprender el primero» le lleva constantemente a desfigurar los hechos, a inventar, a ser víctima de ilusiones o errores. Para que no queden estas afirmaciones en el aire, me atendré al análisis crítico de una muestra concreta. No pretendo, en modo alguno, señalar errores concretos de Ortega, cuanto llegar a comprender el mecanismo de su producción. Las observaciones que acabo de hacer no tienen el sentido de un censo pedantesco de errores, sino sólo el sentido de una «prueba de existencia» de que estos errores se encuentran efectivamente en el libro de Ortega.

Como specimen del modo de proceder de Ortega, nos valdrá el párrafo 25 sobre la fantasía cataléptica de los estoicos. Aquí vemos a Ortega en su más íntimo taller, en la plenitud de su artesanía. En medio de una fresca erudición, se nos aparece su clara visión iluminando, de un modo nuevo, tema tan antiguo. Porque nadie –viene a decir Ortega– ha comprendido lo que la fantasía cataléptica significa para los estoicos. No es una suerte de evidencia, inducida por los sentidos, que despóticamente dominasen el alma entera del hombre. Es algo más profundo; algo que sólo gracias al concepto de creencia –en cuanto contrapuesto a idea– puede sondearse adecuadamente. La evidencia cataléptica no mana de los sentidos, sino de la creencia en los sentidos. Y esta creencia, que es la fuente de la evidencia, como lo es de los demás sentidos, incluso el de contradicción, o de los principios de la fe, deriva de «la gente», del «se dice» –por tanto, de su carácter tópico, en el sentido aristotélico–. Es la gente el manantial de la catalepsia estoica. Por ello es la evidencia estoica un efecto de naturaleza sugestiva, asunción ciega por sugestión colectiva (pág. 293). En ella somos cautivados, como hipnotizados, casi a la manera como la raya de tiza en la mesa del billar, hipnotiza al gallo. Es que esos principios, que fraguan en nosotros de un modo mecánico y físico, configurando nuestra mente en plena pasividad, nos sumen verdaderamente en un «estado cataléptico», que es el estado de pensar ciego y mecánico generado por sugestión e hipnotización colectiva (pág. 294). Y nada de esto –sobreentiende Ortega en este capítulo– importa al verdadero filósofo, y quien quiere como Leibniz, incluso probar los principios evitando lo que les ocurrió a los estoicos, ser hipnotizado por ellos.

La exposición de Ortega –resumida muy libremente en las líneas que anteceden– es sumamente brillante, fascinante. Ortega era, sin duda, un [107] gran sugestionador que se dirigía «a la fantasía cataléptica» de sus discípulos. Conozco algunos de estos que parecen, cuando hablan de Ortega, hipnotizados, más que racionalmente, persuadidos. Incluso los que no hemos tenido la ocasión de sentir la fascinación directa del maestro y sólo lo conocemos prácticamente por sus escritos (yo sólo una vez he escuchado a Ortega) tenemos que dejar pasar un rato esperando a que se encalme la vibración de la palabra orteguiana, para darnos cuenta de que, en rigor, sus nuevas visiones sobre el estoicismo, no son visiones sino invenciones, y lo que es más curioso, no son ni siquiera nuevas. Lo único que ha ocurrido es que Ortega, arrastrado por la fuerza de palabras tales como «catalepsia» o «creencia» ha desarrollado ante nosotros un brillante quaternio terminorum, usando catalepsia en el sentido de la Psiquiatría actual, y trasfiriendo esta acepción al pensamiento estoico; o ha ensayado una terminología nueva para conceptos conocidísimos. Nos ha encantado, nos ha divertido. Pero si tomamos al pie de la letra sus enseñanzas (como parece tomarlas el mismo Ortega, embriagado por sus propias artes) diríamos que nos había embaucado, que había falsificado la significación del estoicismo y desfigurando el alcance de su propia labor. Ortega, en ese capítulo, nos muestra como descubrimientos suyos particularmente importantes en el conocimiento del estoicismo, los siguientes: 1º, la caracterización de la fantasía cataléptica como un estado de aceptación acrítica de ciertos principios de naturaleza sugestiva y cuasi hipnótica; 2º, el descubrimiento de que la energía cataleptizante no se circunscribe a los órganos sensoriales, sino que alcanza a la inteligencia, y se funda en la opinión impersonal y fascinante del común sentir. La energía cataléptica es la energía de las creencias, que fundan sus raíces en la gente; 3º, el haber puesto en relación, gracias a este concepto de creencia, el tema de la fantasía cataléptica, con la problemática teológica acerca de la naturaleza de la fe.

Acerca del primer punto debo decir que es un error intolerable transferir la significación actual del vocablo «catalepsia» al estoicismo, interpretando la fantasía cataléptica como una función pasiva del sujeto. Por cierto, tampoco Ortega nos descubre aquí nada nuevo, algo «no entendido ni explicado jamás» (pág. 233); hace muchos años que ha sido sostenida la concepción de que, según los estoicos, somos nosotros los aprehendidos por los objetos y no los objetos por nosotros (véase el libro de Barth sobre los Estoicos –cuya traducción se publicó precisamente en la Revista de Occidente– Sección 3ª, capítulo 2º, nota 362). En su acepción actual, catalepsia designa ciertamente –e impropiamente, como indica Bleuler en su Tratado de psiquiatría (traducción española, pág. 113)– aquella aptitud del sujeto tan sumamente pasiva que llega a la «flexibilidad cérea». Esta acepción se funda en el valor que la preposición κατα puede asumir para significar el «descenso espacial», la «interrupción» o «cesación de algo», el «desandar lo andado». Pero en el estoicismo el tecnicismo Katalepsis tenía otro matiz completamente diferente, el que le confiere el valor de κατα en cuanto preverbio vacío, preverbio que redondea, intensifica y ultima el sentido verbal, sin expresar algún matiz peculiar lleno, material. Si creemos a Cicerón, redundaba a λαμβανω en cuanto significa «capturar», «coger» «agarrar por el cuello» «aprehender». Y esto precisamente en virtud del famoso símil de la mano, debido al propio Zenón [108] La mano abierta, simboliza a la fantasía; cuando ligeramente se cierran los dedos, teníamos el símbolo, del asentimiento, o σνγκαταθεσις, que es como una disposición a la evidencia, y por cierto, una disposición voluntaria y libre, sin ser todavía la evidencia misma. Cuando la mano se cerraba voluntariamente a modo de puño, agarrando la cosa firmemente, entonces sobrevenía la comprensión, la evidencia: «quae ex similitudine etiam nomen et rei, quod ante non fuerat, καταληψις, imposuit» (Cicerón, Acad. pr. II, 47, 144). La fantasía cataléptica es, en los estoicos, una operación activa, como muy bien vio Zeller o Uberweg. Ortega, en una nota (página 296) no puede menos de conceder este sentido activo, yuxtaponiéndolo al pasivo (yuxtaposición que fue ejecutada ya por Heinze); pero en el texto no hace uso de esta intención activa, que queda atrofiada y como paralítica, no elaborada. La fantasía cataléptica de los estoicos, tal como nos la presenta Ortega, es una pura desfiguración, una falsificación, obtenida por una gratuita aproximación a ciertos estados psíquicos –el sueño hipnótico– que nada tienen que ver con ella. Para justificar esta aproximación de la fantasía cataléptica al sueño hipnótico en los estoicos, Ortega debiera, al menos, haberse enfrentado con las concepciones que los estoicos tenían, por cierto, sobre estos estados. Concepciones que se fundan precisamente en contraponer al estado de actividad del hegemonikon otros estados más pasivos, estados de relajación, como el sueño y, en último extremo, la muerte.

Por lo que se refiere al segundo punto de los tres que he señalado como censo de las innovaciones orteguianas en la interpretación de los estoicos, me permito advertir que es comúnmente sabido que, para los estoicos, la fantasía cataléptica no era sólo una impresión de los sentidos, sino también la comprensión de una verdad concluida de premisas ciertas, o simplemente una verdad inmediata. Al cogito cartesiano, los estoicos le hubieran llamado una evidencia cataléptica, es decir, una impresión íntegramente, redondamente captada. El estado cataléptico lo consignaban los estoicos, no a los sentidos, sino a la fantasía, y para los estoicos la fantasía es un concepto que trasciende la distinción entre sentidos e inteligencia. Los estoicos no han distinguido el conocimiento sensorial del racional, al modo de Platón o del franciscanismo. Pero esto no autoriza a decir que, según los estoicos, no hay en el hombre inteligencia (pág. 291). Esta interpretación es falsísima: para ellos la inteligencia es todo. Hasta el punto de que, como es sabido, los estoicos tuvieron la intuición –muy de actualidad entre psicólogos contemporáneos (nihil est in sensu quod prius non fuerit in intellectu, de Pradines, o de Merleau-Ponty)– de la naturaleza racional de los sentidos, que no es lo mismo que la naturaleza sensorial del entendimiento, como ha sostenido el empirismo desde Estraton a Condillac. Por eso, más que decir que, según los estoicos, no hay en el hombre inteligencia, habría que decir que no hay en el hombre sentidos. Galeno enseña claramente que es la misma parte principal del alma, el hegemonikon, la que oye y la que ve. Los sentidos, dice Aecio, son como una emanación del alma, como los tentáculos del pulpo. Por cierto que esta concepción de los sentidos, es la que condujo a Gómez Pereyra y aun a Descartes, a negar el alma a los brutos, por un modus tollens explícito: claramente dice Pereyra que si se les concede sensación a las bestias, habría que [109] concederles también razón y, por tanto, alma espiritual. A esta luz resulta totalmente desenfocado lo que dice Ortega, pág. 297, acerca de que la catalepsia no es función o facultad inteligente. Las críticas de Arcesilao son de pura escolástica académica (la distinción de sentidos y entendimiento) y nada prueban en favor ni en contra de la interpretación de Ortega. Pero, sobre todo, es totalmente gratuito decir que los estoicos fundaron la fuerza de la evidencia cataléptica en el consensus omnium, en el «sufragio universal». Este era para ellos signo de gran probabilidad de que lo comúnmente admitido es natural; por ser natural se manifiesta a cada uno de los hombres y, por eso, lo natural es universal, como Aristóteles mismo había enseñado, y no recíprocamente como Ortega pretende, víctima de un sofisma de afirmación del consecuente. No es el que lo digan todos, la gente, la razón de aceptar los principios comunes. Es porque estos son evidentes por lo que son aceptados por todos. Y cuando, en concreto, un principio es aceptado por todos, hay que presumir que deriva de la misma fisiología humana; que es por naturaleza y no por accidente: (dirían los aristotélicos), por lo que es aceptado. Lo acepta nuestra naturaleza, que ve con evidencia esta necesidad del Cosmos. Pero este fatalismo es una doctrina metafísica de los estoicos que no debe confundirse con la doctrina epistemológica estoica como Ortega sobreentiende (pág. 296). La naturaleza es la razón de que el hombre, parte suya, tenga evidencias: Constriñe al hombre a la evidencia, pero le constriñe por medio de la evidencia y no por la aceptación ciega de algo que no comprende. En modo alguno puede asignarse a la gente la función de naturaleza que obliga al asenso ciego. La naturaleza obra, en este caso, según los estoicos, a través del individuo. Es un mecanismo análogo al de la libertad, como obligación que nos impone la naturaleza, según el famoso símil del cilindro que rueda, cuesta abajo, de Crisipo. Ortega ha instituido, con todo, una suerte de psicoanálisis de los estoicos, acusándoles de que esta su valoración de la opinión común es indicio de un respeto esclavizado del estoico a la gente. Pero aun supuesto, y es mucho suponer, que este diagnóstico fuese certero, no habría que confundirlo con la doctrina estoica, con su doctrina consciente profesada. Esto sería tanto como si un freudiano informase que San Juan de la Cruz enseñó la necesidad del acto sexual. En una desfiguración igualmente intolerable incurre Ortega, pues de su exposición sacará el lector no especialista la impresión de que los estoicos eran hombres acríticos, sobrecogidos por las opiniones del vulgo –de la gente– conservadores, gregarios… y esta imagen es calumniosa y totalmente equivocada –yo la he sentido personalmente como una ofensa–. Acuden aquellas famosas palabras de Séneca: «Unusquisque mavult credere quam judicare» (De vita beata, I, 4). Y las que siguen: «Pereceremos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos apartamos del vulgo» (de la gente). Y aquellas otras noticias que nos trae Cicerón y Sexto Empírico y que nos ofrecen una imagen del sabio estoico, muy próxima, en su metódica circunspección crítica, nada menos que a Descartes. El sabio estoico no podría decir nunca lo que una vez dijo Lyell: «Lo creo porque lo habéis visto; pero si lo hubiese visto yo, no lo creería». El consentimiento universal podrá ser un signo, un criterio de verdad. Pero a condición de que su evidencia sea verificada en el fuero interno del que medita. Tal y como prescribía Descartes, cuya moral [110] sabemos que está fuertemente impregnada de estoicismo. El sabio estoico no se precipitara nunca en dar el asentimiento (σνγκαταθεσις) y considerará las cuestiones minuciosamente, tanto que correrá el peligro de hacer bostezar a su interlocutor. Todo esto es muy cartesiano. Pero todavía algo más: El sabio estoico sólo dará su asentimiento a una impresión cataléptica, a una fantasía cataléptica, que es aquélla tan clara y tan completa que sólo admite una teoría lógicamente posible en cuanto a su origen (véase el fragmento 59 del vol. I de von Arnim). ¿No estamos en una posición muy próxima al plan cartesiano de no aceptar como evidentes más que aquellas proposiciones cuyas contrarias resulten imposible, que no admitan otras opciones lógicas? Los estoicos también exigían este requisito y precisamente porque hay muchas impresiones que dejan lugar a alternativas, no le es permitido al sabio concederles su asentimiento, sino seguir lo probable. En ésta utilizaban la misma επωχη que los académicos. Se diferenciaban de éstos en que todas las representaciones daban lugar a alternativas. Recuérdese aquel test que Ptolomeo de Alejandría hizo a Sfero, discípulo de Zenón y Cleantes. En un banquete le ofreció una granada de cera. El filósofo intentó comerla y el rey le preguntó con ironía cómo había dado su asentimiento a una impresión falsa. A lo que Sfero respondió: «Sólo he dado mi asentimiento a la probabilidad de que el fruto ofrecido por el rey Ptolomeo fuese auténtico» (Laercio VII, 177).

Por último, y respecto al tercer punto de los señalados –la conexión con la problemática de la Fe–, me limitaré a advertir que las ideas preconcebidas de Ortega desfiguran también la doctrina estoica y pecan de imprecisión. Se le podría objetar también a Ortega, en este punto, falta de información; parece –aquí y en otras ocasiones– como si Ortega no conociese los textos en su totalidad, como si solamente hubiese leído los que le interesaban. Lo cual es sumamente improbable. Lo más verosímil es sospechar que Ortega mismo quedaba fascinado por sus propias hipótesis, sufriendo, en su virtud, un auténtico «proceso cataléptico», en el sentido que él atribuye a los estoicos y que le impedía considerar otras opciones. Este mecanismo mental explica también los lugares en que Ortega se escandaliza de que nadie haya visto, hasta él, determinada hipótesis o relación. Ese nadie acaso fuera el último libro que Ortega había leído sobre el tema; y la fuerza verdaderamente ejemplar, por otra parte, de su propia reacción, la viveza de la propia idea que se le ocurría (estimulada, las más de las veces, por la presión subterránea de alguna idea ajena, profundamente asimilada), le fascinaba de tal suerte que, estrechándole la franja de consciencia, le hacía olvidar a los otros que anteriormente habían tomado presencia en su espíritu. En nuestro caso: ¿cómo podía Ortega no haber leído la multitud de pasajes en que los estoicos, o sus expositores, sin utilizar los tecnicismos orteguianos, ponen en relación íntima la problemática de la Fe con sus conceptos epistemológicos? Tertuliano, por ejemplo, aplica el concepto estoico de sensación al conocimiento de Cristo, que se nos revela precisamente por los sentidos (De Anima, 17). Y no es preciso hablar de Clemente de Alejandría o de Marsilio Ficino en sus fundamentaciones de la Fe, ad modum estoico, por el consenso universal.

Las inexactitudes, errores, vaguedades y presunciones contenidas en el libro de Ortega son tan abundantes, que apenas puede quedar una de sus [111] páginas con el margen en blanco; las de mi ejemplar están completamente emborronadas y en esta reseña he escogido unas cuantas, casi al azar, y frenado por el temor de hacer una nota excesivamente amplia.

Y, sin embargo, el libro de Ortega es un libro magnífico, verdaderamente una obra maestra. El libro de Ortega es un conjunto de lecciones magistrales. Con esta frase quiero formular, con toda seriedad, una opinión sincera.

¿Cómo es posible –me preguntarán– mantener esta opinión tan positiva sobre el magisterio de un hombre que yerra en cada frase que pronuncia? Es posible, y no por una ambivalencia puramente psicológica y no elaborada. Me acogeré, para explicar brevemente tal posibilidad, a la célebre paradoja de Poincaré: «La Geometría es el arte de razonar bien sobre figuras mal hechas». Ortega, asimismo, en esta obra técnica y magistral, dibuja mal, esboza, desfigura… Pero, a pesar de todo, «razona bien», habla como maestro. Y esto, en dos sentidos: Primero, porque en cada página, al lado de los mil errores, encontramos mil enseñanzas, mil sugestiones, frases felices e iluminadoras. Segundo, porque escuchamos una continuada lección acerca de la conducta que conviene adoptar, ante la ciencia y la experiencia, al hombre que filosofa.

Por lo que hace a lo primero, los aciertos de Ortega son tan numerosos como sus errores, y señalarlos sería reproducir aquí gran parte de su obra. Por ejemplo, la exposición del sensualismo de Aristóteles (párrafo 17) es magnífica, así como el análisis de esa «deducción trascendental» de los principios por Aristóteles (págs. 216-219); o la conferencia sobre el optimismo leibniziano y las consideraciones etimológicas acerca del empirismo (pág. 190 y sigs). Ortega es, en este primer sentido, un auténtico «maestro». Esta es la categoría que encuentro más ajustada a la real y efectiva significación de Ortega. Ortega es, por supuesto, un egregio profesor de Filosofía que sabe informar de las últimas novedades con una claridad asombrosa y, aunque no las domine a fondo (como según probabilidades muy fundadas, le ocurría con las ideas relativistas, o con las cuestiones centradas en torno al teorema de Gödel), lo cual no hay por qué exigírselo a nadie, en nuestro siglo, tiene el exquisito tacto de asumirlas con dignidad, barruntando su significación filosófica e histórica y brindándolas a sus discípulos. Es un magnífico profesor de Filosofía que sabe buscar los ejemplos más atractivos, los apoyos y citas más brillantes, las asociaciones más ricas, propias de un espíritu intensamente cultivado. Ortega es, sobre todo, un gran pedagogo de la Filosofía actual. Yo no veo, no puedo ver en Ortega, a un creador o a un sistematizador de gran estilo del pensamiento filosófico. Las ideas orteguianas se incorporan fácilmente al curso del pensamiento europeo actual y, a escala europea, no representan realmente ninguna fase especial (como la representó Bergson, Husserl o Heidegger). Pero veo a Ortega como a un maestro, un gran pedagogo cuya significación hay que analizarla más que con conceptos técnico-filosóficos, con categorías sociológicas, políticas e históricas. Y acaso, históricamente, la significación de un maestro puede ser humanamente más profunda, en un caso concreto, que la significación de un creador o de un sistematizador, en el sentido dicho. En la Historia de España, la significación de Ortega como maestro es incalculable: praeceptor Hispaniae es un [112] sobrenombre que acaso no le iría desajustado. La labor de Ortega es, ante todo, más que creadora, magistral, expositora, divulgadora, en el más noble sentido de esta expresión y retirado todo juicio de valor. Ortega ha sido durante treinta años el centinela del pensamiento europeo y la Revista de Occidente fue para España una auténtica «Escuela de Traductores de Toledo». En este libro de Ortega que aquí se comenta, estas virtudes de «expositor», de vulgarizador magistral, se redundan, porque Ortega reexpone sus propias obras anteriores. Cabría trazar un paralelo entre La idea de principio en Leibniz, respecto de la restante producción orteguiana, y el Kant und das problem der Metaphysik de Heidegger, respecto de la suya. Ortega se acogió a Leibniz acaso, sospecho, porque Leibniz fue para Ortega el modelo histórico que le sirvió para comprenderse a sí mismo en su significación cultural: como un «ciudadano de la república de las letras europeas…» Por cierto, la valoración de la imaginación, como fuente o tronco común de la sensibilidad y el entendimiento (pág. 354 y otras) así como la exposición que hace del ser y del ente (págs. 171, 266, 336…), aproximan el libro de Ortega aún más al libro de Heidegger arriba mencionado.

En segundo lugar, Ortega es un gran maestro –en este libro más que en ningún otro– en el sentido más profundo de la palabra: no solamente por su eficacia «informativa» como profesor, sino por su eficacia estimuladora y configuradora de la actitud filosófica. Ortega es, en este sentido, una especie de predicador. La arrogancia y el énfasis de Ortega resultan, en esta perspectiva, agradables y significativos, pues dejan traslucir mucho de esa actitud olímpica, magnífica, «jovial» que Ortega ha predicado siempre como propia del filósofo. Por ello y en lo que a este aspecto se refiere, casi es lo de menos que esta arrogancia se ejercite sobre visiones erróneas o desenfocadas: lo importante es la actitud misma. Ortega, en cuanto predicador, nos infunde unos desiderata más que realidades positivas: nos comunica en sus obras el esquema de un desideratum filosófico, a saber, el del pensamiento auténtico y original, a la par que fluyente de la historia. Ortega nos transmite, más en concreto, el esquema adecuado de conducta del filósofo ante los demás: asumiendo textos, interpretándolos desde el juicio solitario y propio y no simplista, sino resultante de la lucha y pulimentación en la mente de las ideas eruditas entre sí. Lo que muchos clasifican en Ortega como mera literatura debe consignarse, más adecuadamente, a esta actitud, no sólo pedagógica, sino parenética del maestro. Una «frase brillante», una «cita curiosa» (como la de la página 407, por ejemplo), un «ejemplo» no son solamente virtudes expositivas. Un ejemplo es, a veces, más importante que la doctrina recibida. Pues significa que el hablante ha recreado lo que expone, lo ha calentado con su sangre, lo ha matizado y encarnado en un mundo propio y, sobre todo, real, efectivo, viviente. A fin de cuenta, la Sabiduría no existe en los libros, sino en la mente de los filósofos que la cultivan.

Gustavo Bueno Martínez