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Cayetano Redondo

De mis apuntes
Para la educación de la mujer

Podemos afirmar, sin que sea irreflexiva la afirmación, que en el siglo XX la esclavitud no ha desaparecido para el género humano, y muy especialmente para la mujer, que siendo la mitad más delicada y débil de la humanidad, es también la esclavizada más tirana y violentamente.

No falta quien dice que esto no es cierto; que no existe tal esclavitud, y que la mujer en estos venturosos tiempos es ídolo a quien se rinde culto, el culto a la belleza, y es tratada por los hombres con una galantería sin límites. Pero no necesitaremos discurrir mucho para convencernos de la inexactitud de tal aserto. Bastará que se fije un momento nuestra atención en la vida; más claro, bastará que reparemos un poco en la situación de las mujeres que nos rodean para convencernos, si ya no lo estábamos, de que la esclavitud existe.

Y veremos a la mujer rica adulada por el hombre; hecho que por sí solo da ya idea de la bastardía de los sentimientos que le inspira, y observaremos que los móviles de esta adulación, que llaman culto a la belleza, no son el producto de la admiración de bellas cualidades morales reunidas en determinada mujer, sino resultado del cálculo egoísta o del torpe deseo que momentáneamente estremece la carne.

Añadamos a esto los prejuicios de clase que rodean a la buena sociedad y que impiden el desarrollo de

sentimientos e inclinaciones nobles que pudieran nacer en la mujer de esta clase y podremos formar la conclusión de que tal mujer, a pesar de sus riquezas, es moralmente tan esclava como la mujer proletaria.

Y veremos a la mujer pobre, en el campo, deformada por la rudeza del trabajo, enflaquecido su cuerpo por deficiencias de la alimentación y envuelto su espíritu en las tinieblas por la carencia de esa luz clara y brillante que llamamos la instrucción.

Mustia, pálida, sentimental y tristemente cursi, en la ciudad, la linda obrerita pasa su vida miserable entre la falaz esperanza y la cruel desilusión: apenas si se puede decir de ella que la innutrición o la fatiga hayan apagado el fuego de sus ojos y deslucido el rojo de sus labios; no, éstas no han hecho tal: ya nacieron sus ojos sin fuego, sus labios incoloros.

Barnizados con una capa de cultura muy transparente, que no es bastante a cubrir añejas supersticiones imbuidas tempranamente en sus ejercitados cerebros; explotadas sin conciencia en el taller; tiranizadas brutalmente en el hogar; amadas con pasión por nuestros degenerados tenorios, que las asesinan cariñosamente si no se someten al despótico monopolio y explotación de tan esforzados varones, las más inteligentes sonríen con desconfianza cuando un hombre les habla de redimirlas, de elevarlas al puesto que de derecho las corresponde y que en veinte o más siglos no ocuparon un solo momento.

Aquí, en las grandes urbes, arrojadas al arroyo víctimas de un régimen injusto, cual asquerosas piltrafas a carnívoros buitres, venden su podre no con el gesto altanero del próspero comerciante, sino con el acento humilde del pobre de espíritu que mendiga el mendrugo que tiene derecho a poseer.

Víctima, también, de una religión absurda e inhumana, que dudó en un tiempo de si la mujer tenía alma, y que llegó a considerarla como cosa, como objeto de lujo del cual el hombre debía huir, sigue aún en esa comunidad borreguil, cuyos ministros no suelen oficiar de cariñosos pastores, sino de astutas zorras o fieros lobos, y educa a sus hijos semicultamente, como puede, formando en ellos caracteres escépticos y sinvergüenzas perjudiciales o tímidos e hipócritas peligrosísimos.

Y de esta mujer, hética, ignorante, supersticiosa, nacen, se crían, educan, los luchadores del porvenir, los que han de continuar la redención de la Humanidad por los humanos, no por los dioses, emprendida hace siglos e impulsada vigorosamente hace años.

¿Y no es bien sensible que junto al ser querido no podamos manifestar nuestras luchas, expresar nuestras ideas, lamentar nuestras derrotas o gozar en su compañía con nuestras esperanzas –conjunto de efectos y emociones que constituye la parte más espiritual de nuestro ser–, por el miedo a no ser comprendidos o la seguridad de no ser alentados?

Y esto, que ha querido ser somero estudio de la situación de la mujer, en esta época, podría concluirse fácilmente echando al hombre toda la culpa de los defectos y desgracias de que adolece y sufre la mujer, con lo cual yo me ahorraría trabajo y tal vez agradase a alguien; pero estudiemos imparcialmente el asunto y veamos de encontrar al autor de esta situación.

Por causas naturales muy sabidas, y desde los tiempos cuya historia poseemos, el hombre disfruta, con relación a la mujer, de una supremacía que no he de ser yo quien discuta; supremacía que conserva y respecto a cuyo término es muy difícil profetizar.

Sometida al hombre, no tomó, desde luego, la parte que éste en el disfrute de los goces de la vida, ni colaboró en la legislación necesaria para regir a los pueblos, ni los rigió.

Como consecuencia de esto, sufrió física y moralmente más que el hombre, no gozó de las preeminencias que él, ni llegó a escalar en su número los altos puestos de una nación: conjunto de efectos que soportó calladamente o con protestas; pero que el tiempo hizo costumbre con la que parece no lleva prisa por romper.

Así, pues, podemos afirmar que la mujer ha sido de largo tiempo vejada por el hombre, mas no podemos decir que esté o haya estado sola en el sufrir, en la ignorancia, en la miseria.

La mujer, como ser humano, no pudo sustraerse a la explotación por el capital, y como el hombre es víctima de él: éste es, por tanto, el autor de ese sufrir, de esa ignorancia, de esa miseria.

Se dice por ahí, y hasta creo lo dicen algunos ilustrados obreros afiliados a partidos radicales, que el puesto de la mujer no está en la Universidad, en la oficina, en el mitin o en el Centro Obrero, sino en su casita, arrimada al fogón o cuidando de los rorros; siendo la mujer, según la respetable opinión de estos señores, algo así como una máquina de procrear, una guisandera o un ministro de la hacienda doméstica.

Es natural; a estos buenos señores, que dicen tener ideas avanzadas, les importa un comino que su esposa no sepa leer, sea fanática y eduque, naturalmente, a sus hijos en esas mismas ideas. Transigentes en grado superlativo, sólo profesan o hacen alarde de democracia en su Centro o Asociación, y tal vez mientras ellos claman contra todo lo existente, estén ellas en la iglesia pidiendo a su dios libre a sus esposos de esas ideas, o lo que es peor, arrodilladas ante un confesonario aspirando el sacristanesco aliento de algún robusto páter.

Pues bien; esta indiferencia o transigencia, que ciertamente es digna de censura, pues en mi humilde opinar, el que sinceramente profesa una idea cree estar en posesión de la verdad, y, por lo tanto, ha de tratar de extenderla a todos los seres, y principalmente a aquellos que le son más queridos, y no puede ver con simpatía o ser transigente con los que comulgan en ideal que no sea el suyo, es tanto más censurable cuanto que yo considero que si bien el socialista no debe limitar su propaganda a sitio determinado, sino que en cualquier parte que se encuentre, allí donde haya uno que escuche, debe hacer propaganda de su idea, debe hacerla con mucho más motivo en su hogar, allí donde se dice que tenemos los seres que más nos quieren y con quienes en relación más constante vivimos.

Y el discutir con la novia, la hermana, la amiga, la esposa o la madre, con dulzura, sin dejarse llevar de arrebatos inoportunos, al principio lo más elemental de la idea, procurando hacerlo con claridad y acompañarlo con ejemplos, inquiriendo su opinión sobre cuestiones de fácil comprensión que las obliguen a pensar; el enunciar los beneficios que reporta la cooperación, reforzando el argumento con los números que dicen en poco espacio más que muchos discursos grandes; el despertar en ellas el amor a la asociación; el fomentar la natural idea de solidaridad, todo esto, lo considero como buen medio que ningún socialista debe desaprovechar para la propaganda de su idea entre la mujer.

El arte, en sus variadas manifestaciones, hábilmente utilizado, le considero como medio de los más eficaces de propaganda; sobre todo, de propaganda para la mujer.

Si conseguimos llevar a la escena uno de los grandes dramas o problemas arrancados de la vida; si trasladamos a la escena las miserias del arroyo y del palacio; si podemos, por medio del bello arte del teatro, diseccionar alguna de las cadavéricas instituciones burguesas; si logramos cantar con estilo vigoroso y rotundo el Amor, fuerte y bello; la Fraternidad universal, santa y hermosa; la Solidaridad entre todos los hombres, idea generosa y altruista, habremos hecho más mella con esto en las atávicas ideas de la mujer que leyéndole alguna obra doctrinaria de nuestros grandes teóricos.

Dicen los enemigos de la idea socialista que la mujer es y será siempre refractaria al Socialismo, porque este, materialista y nada poético según sus detractores, la despojaría de su poesía y delicadeza, haciendo de ella un ser igual al hombre en derechos y deberes –con lo que, indudablemente, la mujer ganaría mucho, pero que ahora, al oírlo o leerlo en la propaganda socialista, les suena mal, les parece a ellas algo así como una transformación basta, de carácter hombruno, en su frívolo y sentimental espíritu–; mas si bien es verdad que la idea socialista tiene actualmente, en lo que a España se refiere, pocos adeptos en el sexo femenino, ciertamente esto no da la razón a los que tal afirman; y no se la da, porque es hasta lógico que, dada la forzosa incultura a que la clase trabajadora en general se halla sometida, y teniendo en cuenta que nuestra idea no es comprensible sino por cerebros despiertos y algo cultivados, el número de éstas sea escaso en el Partido Socialista.

Uno de los factores que hay que tener muy en cuenta para explicarnos el atraso en que se halla la mujer española en lo referente a las cuestiones societarias y sociales le tenemos en la anémica vida de nuestro capitalismo, que no ha llegado a explotar la industria, en general, tan intensa y extensamente como lo ha hecho la burguesía de otros países, cuyo desarrollo industrial y mercantil hizo salir a la mujer del hogar para lanzarla al taller, a la fábrica y a la oficina; resultando de esto un aumento de capacidad y conocimiento del deber y del derecho en esas mujeres que, desgraciadamente, en España no poseemos en la cantidad que fuera de desear tanto las mujeres como los hombres.

Y no debemos temer que, como resultado de esta educación, sea la mujer menos hembra, menos femenina, como profetizan nuestros poetas modernísimos, que la consideran cual delicada flor cuyo perfume todos tienen derecho a aspirar, cuya vida está a merced de sus garras, y a la que se arroja al arroyo cuando marchita y deshojada ni es bella ni tiene aroma, pues aquel día la mujer procederá con una nobleza y amor que ahora, aun estando en su carácter, no le es permitido usar, siendo entonces, por tanto, mejor compañera del hombre.

Cayetano Redondo
(De la Juventud Socialista Madrileña.)

Madrid, diciembre 1908.