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Feminismo Socialista
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Juliana González

Cuentos de mujeres
El huelguista

Hacía semanas que el pobre Enrique no trabajaba. Una mejora insignificante que habían pedido determinó el paro, que iba prolongándose demasiado.

En realidad, lo que Enrique y sus compañeros reclamaban era una futesa; pero los amos, soberbios, se obstinaban en no ceder, y la huelga duraba semanas y semanas, y el hambre y la desesperación cundían en las filas proletarias.

Alguien, tímido, propuso la vuelta al trabajo; pero Enrique, caballeroso y digno, jamás habló de claudicar.

El era socialista y sabía que su deber estaba en luchar, sin desmayar jamás. Es lo cierto, que más que con los patronos tenía que pelear con su familia, con su mujer sobre todo, que le increpaba duramente, llegando a llamarle, en aquellos momentos en que el hambre atormentaba, inclemente, a sus hijitos enfermos, vago y mal padre.

—Mejor fuera que te dejaras de quimeras e hicieras algo por buscar el pan que tus hijos, hambrientos, reclaman.

Enrique era bueno y sufría resignado las increpaciones que su compañera le dirigía.

Un día de los terribles en que nada había que comer, llegó a su casa y su mujer nada le dijo; mas su gesto y su irritada actitud pregonaban bien a las claras que algo extraordinario iba a ocurrir allí.

Nadie quería ser el primero en hablar, y el trágico silencio sólo se interrumpía por la tos macabra de los chicuelos tísicos.

Por fin, ella escupió estas crueles palabras:

—Tú no piensas que esto acabe, ¿verdad? ¡Por ti tendremos huelga para rato! Pues sabe que ya no hay nada que vender, que no tenemos ningún recurso y que pronto, si tú te empeñas en holgar, moriremos todos. Y moriremos por ti; es decir, que serás tú quien nos mate; porque si quisieras a tus hijos, si de veras los amaras…, si no fueras un padre desnaturalizado, irías a trabajar, sin cuidarte de lo que tus compañeros pudieran decir de ti. ¿Son ellos antes que nosotros?

Y había tan insultante ironía en aquellas frases sangrientas, que Enrique, sin poder contenerse, exclamó a su vez:

—Sí, son antes que vosotros, porque son compañeros míos que tienen afectos como yo, que como yo sufren y aspiran como yo a mejorar; traicionarlos, venderlos, sería inicuo, y yo no lo haré nunca, ¿lo oyes? ¡Nunca!

Los niños, asustados, gritaban, y la pobre madre lloraba, vencida, en un rincón, barbotando anatemas. Luego se levantó súbita y, dirigiéndose a los aterrados pequeños, gritó:

—¡Vuestro padre os dejará fenecer! ¡No volverá al trabajo, aunque os muráis de hambre!

Enrique se sublevó; pero pensó luego que era padre y debía procurar que sus hijos comieran. Aquellos niñitos, que no sabían de las luchas de los hombres, eran, sin embargo, las primeras víctimas. Salió Enrique loco de aquel tugurio, pero antes prometió traer el pan que todos esperaban…

* * *

¿A qué narrarte, lector, lo que pasó luego? Fue la historia de siempre, el drama eterno. Un hombre generoso, que no quiere pisotear su dignidad traicionando a sus hermanos en dolor, y que no siendo capaz tampoco de ver morir a sus hijos maldiciéndole porque no les lleva que comer, roba…

Allá en el presidio, un hombre arrastra la cadena infamante, y fuera, una muchacha, la hija del condenado aborrecible, se prostituye para poder comer. Sus hermanos vagabundean en el arroyo, cubierto su cuerpo de inmundicias. La sociedad cristiana verá en la frente de esos vencidos un estigma: ¡son hijos de un presidiario! Y quién sabe si sus cabezas alocadas pensarán algún día en abrazar a su padre allá, en la casa lóbrega que solo los malos habitan: en el presidio.

Juliana González

Madrid, abril de 1913.