Filosofía en español 
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Historia del Partido Comunista de España1960


 
Capítulo tercero ☭ La guerra nacional revolucionaria

La República Democrática de nuevo tipo

Ese régimen, por el establecimiento y desarrollo del cual luchó el Partido Comunista era la República Democrática que en el transcurso de la guerra fue convirtiéndose, en virtud de las transformaciones realizadas, en una República de nuevo tipo: no era la del 14 de abril, pero no era tampoco una República Socialista. Era un Estado que nacía y se consolidaba dentro del marco de la revolución que se estaba desarrollando en España, es decir, de la revolución democrática, pero en las condiciones especiales de la guerra contra la agresión armada de la reacción y el fascismo.

Promotora y dirigente de la sublevación fascista era la oligarquía financiera terrateniente; en ella se hallaban prácticamente fundidos la aristocracia terrateniente y el capital monopolista, si bien la preponderancia de éste crecía de continuo. La lucha contra el fascismo estaba pues dirigida no sólo contra las castas que encarnaban y mantenían en España vestigios de feudalismo, sino también, simultáneamente, contra los grandes monopolios capitalistas. Ello determinaba el carácter democrático y socialmente avanzado de la República.

El hecho de que los obreros, los campesinos y las otras capas populares luchaban con las armas en la mano garantizaba la realización de las transformaciones económicas y sociales.

La influencia mayor en la dirección de la revolución democrática y de la guerra nacional revolucionaria la ejercía el proletariado, aunque la unidad lograda en su seno distaba aún de ser suficiente para asegurar su hegemonía consecuente.

A la luz de los hechos históricos posteriores, aquella República parece, en cierto modo, la precursora de las modernas democracias populares de Europa en la primera fase del desarrollo de estos Estados, con las diferencias derivadas, claro está, de las circunstancias sociales e históricas tan distintas en que una y otras surgieron a la vida.

Los anarquistas y otros «izquierdistas» criticaban ásperamente al Partido su defensa de la República Democrática. Le acusaban de «sacrificar los intereses de la revolución en aras [175] de ganar la guerra», de «desviarse –según ellos– del camino del marxismo revolucionario». De manera clara, concreta y precisa, el Partido Comunista mostraba cómo el afianzamiento de las conquistas revolucionarias de las masas estaba indisolublemente unido a la victoria sobre el fascismo; que sin ganar la guerra no había posibilidad de revolución. Al defender la República Democrática y al desarrollarla, el Partido se ajustaba a las enseñanzas del marxismo-leninismo y las aplicaba en las condiciones concretas de un país en guerra, víctima de una agresión criminal de la reacción interna e invadido por fuerzas fascistas extranjeras que, en la práctica, eran ejércitos de ocupación.

Al mismo tiempo que combatía los conceptos y actividades «izquierdistas», el Partido luchaba también contra la resistencia de ciertos dirigentes republicanos que, en el seno del Gobierno y fuera de él, se oponían a las transformaciones sociales de la República Democrática.

El trabajo del Partido y su acción gubernamental fueron factores determinantes en la realización de esas transformaciones democráticas y en la orientación y solución positivas de los grandes problemas nacionales de la República del Frente Popular.

Fue el Partido el que, por vez primera en la historia del país, planteó y puso en marcha la verdadera solución del problema de la tierra.

Apenas transcurrida una semana de la entrada del Partido en el Gobierno de Largo Caballero, el ministro de Agricultura, Vicente Uribe, en nombre del Partido, presentó al Consejo de Ministros un proyecto de Reforma Agraria que preveía la entrega gratuita y en propiedad a los campesinos y jornaleros de la tierra confiscada a los terratenientes comprometidos en la sublevación fascista.

Después de larga discusión, el Partido hubo de aceptar la modificación introducida en el proyecto inicial por los socialistas, en virtud de la cual se decretaba la confiscación en favor del Estado, o sea, la nacionalización de la tierra.

Con la oposición de los republicanos, que votaron en contra en el Gobierno, el 7 de octubre de 1936 apareció el decreto que establecía la expropiación sin indemnización, en [176] favor del Estado, de todas las propiedades rurales pertenecientes a personas físicas o jurídicas que hubiesen tomado parte en la insurrección fascista. En la práctica ello significaba privar de sus tierras a los grandes terratenientes. El hecho inauguraba una nueva era histórica en el agro español, en la vida de los campesinos de España, cuyos afanes seculares se veían al fin satisfechos. La tierra confiscada en la zona republicana fue entregada a los obreros agrícolas y campesinos para que la trabajasen individual o colectivamente, como ellos mismos decidieran. Al mismo tiempo fueron abiertos créditos a los labradores y les fueron concedidas una moratoria total en los pagos de rentas, facilidades para obtener semillas y abonos y otra serie de ventajas que, en conjunto, hacían efectivo el lema del Partido: Ni hambre de pan ni hambre de tierra en el campo.

En la aplicación de su política agraria, el Partido tuvo que oponerse a las posturas y actividades extremistas de los anarquistas y caballeristas; éstos, apoyándose en la potente «Federación de Trabajadores de la Tierra» (FTT), defendieron y practicaron, al principio, «la colectivización forzosa de la tierra». Un documento de la FTT del 30 de agosto de 1936 decía:

«En ningún caso se puede autorizar la distribución de la tierra, el ganado y otros bienes, pues tenemos el propósito de colectivizar todas las tierras incautadas».

Tal propósito trató la FTT de realizarlo al aplicar la Reforma Agraria apelando, en bastantes casos, al empleo de amenazas y coacciones contra los campesinos.

La política agraria de los anarquistas se tradujo en las zonas donde dominaban en la «libre experiencia de las colectivizaciones». Todo, según ellos, debía ser objeto de la colectivización: las fábricas, talleres, casas, campos y medios de producción. Esa colectivización forzosa era dirigida por unos comités, de los que formaban parte algunos dirigentes locales anarquistas junto con elementos incontrolados.

Esa «política» agraria de tipo anarquista tuvo en Cataluña como consecuencia un progresivo descenso de la [177] producción agrícola y el abandono del campo por una parte no pequeña de los campesinos. La catástrofe en el aspecto del abastecimiento fue evitada por la energía del Partido Comunista de España y del PSU en atajar los desmanes, a los que prácticamente lograron poner fin al aplastar el movimiento de mayo de 1937.

El Partido se alzó decididamente y desde los primeros momentos contra esas colectivizaciones impuestas, que equivalían a un verdadero saqueo, y se esforzó en explicar a sus aliados en la lucha, a los socialistas y anarquistas, que de continuar la política de violencias con los campesinos, que ellos habían realizado, no podría afianzarse en España la alianza obrera y campesina, indispensable para alcanzar la victoria del pueblo.

El Partido fue en todo momento un amigo leal y un defensor ardiente de las masas trabajadoras campesinas. Partidario convencido de la colectivización, sin la cual no hay posibilidad de socialismo, consideraba, sin embargo, que el trabajo colectivo no podía imponerse en modo alguno, que para persuadir a los campesinos de sus ventajas era preciso desarrollar una paciente labor previa de educación y de convencimiento.

El Partido fue el alma de la revolución agraria democrática que se realizó en la zona republicana. La acertada política del Partido en el campo contribuyó poderosamente a la incorporación a la lucha armada, de un modo consciente y entusiasta, de millares de campesinos y obreros agrícolas.

El Partido afirmó y extendió con su política agraria las bases de la alianza obrera y campesina bajo la hegemonía del proletariado.

Consagró también el Partido no pocos desvelos y trabajos a la creación y desarrollo de la industria y, en primer lugar, a la industria de guerra, completamente desorganizada por la sublevación fascista. La atención del Partido a este problema se hizo aún más intensa a partir de la pérdida del Norte. En el último período el PCE destacó continuamente la necesidad de creación de un Ministerio de Industrias de Guerra.

La política del Partido en el dominio industrial perseguía los objetivos de movilizar los recursos industriales del país [178] a fin de proporcionar a los frentes y a la retaguardia todo lo necesario en armamento y artículos de toda suerte, reforzar el papel de la clase obrera en la economía nacional, mejorar la situación de los trabajadores industriales y fortalecer la alianza de la clase obrera con la pequeña burguesía urbana.

En el área de la industria, el Partido tuvo que luchar con criterios y actividades negativos. Gravísimo daño causó, sobre todo, la política anarquista que, en Cataluña, llevó a la colectivización obligatoria de todas las empresas industriales y comerciales de Cataluña que empleasen a más de 100 obreros e incluso de otras menores, si las tres cuartas partes de los obreros que trabajaban en ellas lo pedían. Con estas medidas de colectivización los anarquistas trataron de desplazar al Estado y de poner la industria en manos de los sindicatos.

Pero ese sistema anarquista de dirección de la industria fracasó rotundamente. El resultado fue que la industria catalana, que hubiera podido satisfacer, en gran parte, las necesidades del Ejército en vestuario, municiones, armamento ligero, e incluso, parcialmente, en cañones, camiones y tanques no lo hizo, pues trabajaba mal, utilizando sólo el 50% de los motores y máquinas, con un rendimiento muy inferior al normal.

El Partido Comunista y el Partido Socialista Unificado de Cataluña lucharon por acabar con la anarquía en la industria y realizaron una labor muy efectiva para conseguir que fuera respetada la propiedad de los pequeños industriales y comerciantes. Los comunistas combatieron la «demagogia obrerista» de los anarquistas que pedían la disminución de la jornada de trabajo y otras reivindicaciones, inadecuadas, en tiempo de guerra.

Las organizaciones del Partido en las fábricas fueron logrando paulatinamente que los obreros de otras tendencias comprendiesen y aceptasen la política que preconizaban los comunistas. Se repetían los casos como el de los mineros de Linares, que rechazaron la propuesta socialista y anarquista de disminuir la jornada de trabajo a seis horas y que aceptaron la de los obreros comunistas de prolongarla hasta nueve horas; como el de los obreros de las fábricas «Ford», «General Motors», «Maquinista Valenciana» y otras que, después de la caída de Málaga, tomaron el acuerdo de trabajar sin límite [179] de horas y sin compensación por las horas extraordinarias.

La JSU trabajó abnegadamente en las numerosas brigadas de choque que tanto ella como el PCE y el PSU organizaron en fábricas y talleres, y en muchos sitios surgieron émulos del obrero tornero Urbano Ramos, verdadero héroe del trabajo, que aumentó el número de proyectiles torneados en un día de 205 a 790.

Luchó el Partido Comunista en pro de una amplia y verdadera democracia sindical, por que el control obrero lo realizaran los verdaderamente elegidos por las masas, contra el salario igualitario, por el mejoramiento, dentro de las circunstancias de la guerra, de las condiciones de vida y de trabajo de todos los obreros.

El Partido Comunista fue el principal orientador de la gran labor constructiva que realizó la República Democrática en las esferas cultural y social. En el primer aspecto, el Partido impulsó, desde el Gobierno, el desarrollo de la cultura popular: fueron abiertas millares de escuelas, mejorados los sueldos de los maestros, creadas brigadas volantes contra el analfabetismo, abiertos al pueblo los centros de enseñanza superior, fundados los Institutos Obreros, en los que la juventud trabajadora –que mereció siempre la máxima atención del Partido, del Partido de la juventud»– recibía la enseñanza y los libros necesarios conservando los mismos salarios que esos jóvenes obreros percibían en la producción.

En el aspecto social, la República creó decenas de casas de reposo y sanatorios para los niños y elevó la personalidad de la mujer en todos los aspectos de la vida social y política del país.

El Partido Comunista fue el orientador de la incorporación en masa de las mujeres españolas a la producción. Millares de mujeres dieron realidad a la proposición que, en nombre del Partido, expuso públicamente Dolores Ibárruri:

«Los hombres útiles, al frente de la lucha; las mujeres, al frente de la producción».

Numerosísimas mujeres españolas agrupadas en la gran Asociación de Mujeres Antifascistas, podían haber escrito palabras parecidas a éstas que las campesinas de Toledo enviaron al Jefe del Gobierno en enero de 1939: [180]

«En los trabajos de verano, en la comarca de Villa de Don Fadrique, han trabajado 3.500 mujeres; en la vendimia, 6.100; en los trabajos de bodega, 197; arando, 57; en la saca de patatas, 2.700. Así creemos que ayudamos a fortalecer nuestra economía nacional y mitigamos en gran parte los sufrimientos del Ejército y retaguardia. Prometemos trabajar mucho más para intensificar nuestra producción y para emular a nuestros heroicos soldados que resisten en los frentes, luchando por la libertad de nuestra patria».

El Partido Comunista, que había proclamado siempre el derecho de los pueblos catalán, vasco y gallego a disponer libremente de sus destinos y que había luchado por que fueran satisfechas sus reivindicaciones autonomistas, trató de fortalecer durante la guerra la colaboración y compenetración entre el Gobierno de la Generalidad de Cataluña y el Gobierno Autónomo de Euzkadi, de una parte, y el Gobierno de la República, de otra.

El Partido se opuso a la aplicación de viejos métodos administrativos centralistas que conculcaban los derechos y herían los sentimientos nacionales de catalanes y vascos. En esto incurrieron algunos miembros del Gobierno de la República, incluido Negrín en el período en que ocupó la Presidencia del Consejo. Simultáneamente luchó el Partido contra aquellos elementos nacionalistas de Cataluña y de Euzkadi que, olvidando que sólo el triunfo de la República Democrática era la garantía de la existencia de sus regímenes estatutarios, y que sólo la lucha unida de todos los pueblos de España podía lograr ese triunfo, se oponían a la unidad y creaban no pocos problemas a lo largo de la guerra.

La cuestión nacional había adquirido a través de la contienda un aspecto nuevo. El problema de la libertad nacional no se planteaba separadamente para una u otra región, sino para toda España. Tratar de separar a Cataluña o al País Vasco de la República o debilitar en cualquier forma los lazos entre ellos, significaba ayudar a los enemigos fascistas de Cataluña, Euzkadi y España.

Tales fueron las grandes líneas de la obra constructiva del PCE durante los años de la guerra en el dominio de la [181] política económica y social, que venía a completar su tenaz esfuerzo en el aspecto de la defensa para dotar al país de un potente Ejército de tipo democrático.

Historia del Partido Comunista de España, París 1960, páginas 174-181.