Materia & Materialismo

Luis Büchner 1824-1899
Fuerza y materia
Estudios populares de historia y filosofía naturales
1855

 
§ XVII
Existencia personal después de la muerte

Creemos haber demostrado con hechos irrecusables, en uno de los capítulos que preceden, la íntima e inseparable unión del espíritu y del cuerpo, del alma y el cerebro, y la absoluta dependencia en que está el alma de su órgano material en todas sus manifestaciones. Hemos visto al alma nacer, crecer, decrecer y caer enferma con este órgano. Si se halla fuera de nuestro alcance darnos cuenta de la manera como se verifica esta unión, los hechos que hemos consignado nos autorizan a afirmar que juzgamos imposible una separación duradera entre ambas. Así como no hay inteligencia sin cerebro, así tampoco hay cerebro de una forma y magnitud normales que no piense. Esta ley nos conduce al axioma que hemos citado al frente de estos estudios: ¡No hay materia sin fuerza! ¡No hay fuerza sin materia! «Es imposible –dice Moleschott– que un cerebro que no esté enfermo deje de pensar, así como no es tampoco posible que el pensamiento provenga de otras substancias que del cerebro, que [192] es su generador.» Un espíritu sin cuerpo es tan poco concebible como la electricidad o el magnetismo sin metal o sin las materias en que estas fuerzas se manifiestan y aparecen a nuestra vista. Con arreglo a esta opinión, hemos demostrado que el alma animal no viene al mundo con ideas innatas y que no representa un ente per se, sino un producto del influjo de las cosas exteriores, y que no hubiera nacido sin este mundo visible que la rodea. En presencia de este conjunto de hechos, no dudará el naturalista imparcial y guiado por la verdad en protestar enérgicamente contra la idea de una inmortalidad individual, de una existencia personal posterior a la muerte. Con la pérdida del órgano material, y saliendo de este medio en el que los seres espirituales llegan a la individualidad y al conocimiento de su existencia, es necesario que ese espíritu que hemos visto crecer en ese doble terreno y depender de él en un todo, cese de existir. Todos los conocimientos que ese ser ha adquirido se refieren a cosas terrestres. No se ha reconocido, no ha tenido conciencia de sí mismo sino en esas cosas, con ellas y por ellas. No ha llegado a ser persona sino en virtud a su oposición a individualidades limitadas y terrestres. ¿Cómo sería concebible ni posible que ese ser, sustraído a condiciones que le son tan precisas como el aire vital, fuera capaz de existir más tiempo con igual conciencia e idéntica personalidad? No es la reflexión, sino la voluntad arbitraria; no es la ciencia, sino sólo la fe, la que puede sostener la idea de una existencia posterior a la muerte. «La fisiología –dice Vogt– se pronuncia categóricamente contra la inmortalidad individual, como generalmente lo hace contra todas las concepciones relativas a la existencia especial de un alma. El alma no entra en el feto, como [193] el demonio entraba en el energúmeno, en las viejas leyendas, sino que es producto del desarrollo del cerebro, así como la actividad muscular es producto del desarrollo de los músculos y la secreción del desarrollo de las glándulas. Desde el punto en que las substancias que constituyen el cerebro vuelvan a afectar la misma forma, reproducirán idénticas funciones», &c. Hemos visto ya que podemos destruir la actividad intelectual mediante lesiones en el cerebro. Fácil es convencerse, observando el desarrollo del embrión y el del niño, de que la actividad intelectual se desarrolla en razón del perfeccionamiento sucesivo del cerebro. No se conoce en el feto actividad intelectual alguna. Después del nacimiento es cuando se desarrolla la actividad anímica; pero tampoco hasta después del nacimiento adquiere insensiblemente el cerebro el desarrollo material a que puede llegar. En el curso de la vida, la actividad anímica experimenta cierta modificación y cesa completamente con la muerte del órgano. La experiencia y la observación más sencilla nos muestran diariamente que el efecto espiritual perece con la destrucción de su órgano material, o sea cuando el hombre muere. No hay aparición real, ni la ha habido nunca, que pueda hacernos creer o admitir que el alma de un individuo muerto continúe existiendo. Ha muerto para no volver más. «Ninguna persona razonable –dice Burmeister– negará que el alma de un individuo muerto deja de manifestarse después de la muerte. Sólo los enfermos o supersticiosos han visto espíritus o apariciones de espíritus.»

Después de haber dado estas pruebas en apoyo de nuestra opinión, no podemos dejar de discutir algunos de los principales argumentos que se han dado en pro de la inmortalidad individual. [194] Tendremos ocasión de examinar de más cerca esta interesante cuestión, considerándola desde algunos puntos de vista empíricos. El exagerado celo con que se han esforzado muchísimos en defender esta doctrina puede parecer sospechoso, sobre todo cuando se ve a sus partidarios aducir frecuentemente todos los argumentos imaginables, y parece sospechoso porque han sido raros los ataques verdaderamente graves que han sufrido. Ese celo parece dar a entender el temor que experimentan los defensores de esta opinión, viendo que el sentido común y la experiencia se pronuncian contra tal hipótesis. Extraño es que en todas épocas hayan sido, por punto general, los que más han combatido en pro de la inmortalidad individual, aquellos cuya alma no merecía quizás conservarse tan larga y cuidadosamente.

En primer lugar, la escuela filosófica de la Naturaleza ha tratado de deducir la inmortalidad del alma de la mortalidad de la materia. «Así como no hay –dice– anonadamiento absoluto, tampoco es concebible ni posible que el alma humana, una vez existiendo, pueda ser anonadada; la razón y las leyes de la Naturaleza rechazan semejante idea.» Puede objetarse que no existe tal analogía entre la materia y el alma en cuanto a su indestructibilidad. Mientras que la materia visible y palpable prueba sensiblemente su indestructibilidad, es imposible sostener lo propio respecto del espíritu o del alma, que no es materia, sino únicamente producto ideal de cierta combinación de materias dotadas de fuerzas. Con la descomposición de estas materias, con su dispersión y su unión a otras combinaciones incoherentes entre sí, desaparece también ese efecto que llamamos alma. Si rompemos un reloj, dejará de indicar las horas, y [195] destruiremos al mismo tiempo la idea que tenemos costumbre de formarnos sobre semejante instrumento; no tendremos ya un reloj que indique las horas, sino un conjunto de materias que no forman un todo. En el capítulo que tratará de la fuerza vital, discutiremos detalladamente que esa analogía se aplica también al mundo orgánico, que no se rige por leyes excepcionales, como quieren creer algunos, y que se ha formado de las mismas materias y fuerzas físicas que el mundo inorgánico. Conforme la experiencia con este punto de vista, nos enseña que el alma personal, no obstante su supuesta indestructibilidad, estaba reducida a la nada durante una eternidad y no existía. Si fuera indestructible como la materia, no sólo sería también eterna como ésta, sino que debiera también existir eternamente. Pero ¿dónde estaba cuando el cuerpo de que forma parte no había sido formado aún? No existía, porque no hay el menor indicio que acuse su existencia, y admitirlo sería puramente hipotético. Lo que no ha existido siempre, puede también perecer y ser anonadado. Conforme es a las leyes de la Naturaleza que todo lo que nace muera. Si se quisiera, sin embargo, deducir la inmortalidad del alma de la inmortalidad de la fuerza, se confundiría (abstracción hecha de la falsa opinión que identifica las ideas de fuerza, espíritu y alma) una forma pasajera o una manifestación de fuerza con esta misma. En el eterno movimiento de las substancias y de las fuerzas, no hay nada mortal; pero esto es sólo verdadero respecto al conjunto, puesto que la individualidad está sometida al perpetuo cambio de nacimiento y muerte. Hay un estado que podría darnos una prueba directa y empírica del anonadamiento posible del alma individual, y es el sueño. A consecuencia de [196] determinadas relaciones corporales, suspéndense algún tiempo las funciones del órgano de la inteligencia durante el sueño, y el alma queda anonadada. Ha volado la existencia espiritual; sólo el cuerpo existe o vegeta sin conciencia de ello y en un estado semejante al de esos animales a quienes Flourens separó el hemisferio del cerebro. Al despertarse se encuentra el alma exactamente en el punto donde se había olvidado al dormirse. El largo intervalo que ha mediado no ha existido para ella, pues se encontraba en el estado de una muerte intelectual. Esta extraña relación salta de tal manera a la vista, que en todos tiempos se ha comparado el sueño a la muerte, llamándolos hermanos. Durante la Revolución francesa, el famoso Chaumette (1) hizo erigir en los cementerios estatuas que representaban el sueño, y escribir sobre las puertas de estos sitios fúnebres las siguientes palabras: «La muerte es un sueño eterno.» Andrae, autor de una Descriptio reipublique christianopolitanae, dice: «Esta es la única república que no conoce la muerte, y, sin embargo, está muy familiarizada entre ellos, pero la llaman sueño.» Para negar el hecho del anonadamiento del alma por el sueño, [197] cítanse los ensueños, y se sostiene que estos últimos prueban también la actividad del alma durante el sueño, aunque de una manera subordinada. Esta objeción sólo se funda en un error de hecho. Sabido es que los ensueños no constituyen el estado de verdadero sueño, sino la transición entre el sueño y la vigilia, y que son, por consiguiente, una especie de semivigilia. Todo el que observe con atención puede notarlo en su propia persona. El hombre que goza de perfecta salud ni aun conoce esa transición, pues sabido es que no sueña. El sueño profundo carece de ensueños, y el hombre a quien se despierta de pronto es tan poco dueño de su espíritu durante algunos instantes, que la ley considera la acción como ausente en tal estado, porque la transición de un estado a otro es demasiado brusca y repentina. Maury ha hecho interesantes observaciones en su propia persona, y deduce de ellas que el ensueño es casi siempre resultado de una perturbación, o, cuando menos, de un cambio de alguna parte de nuestra organización y una reacción de estas perturbaciones sobre el cerebro. El hombre se asemeja durante el sueño, según Maury, a un loco.

{(1) Chaumette fue procurador municipal de París durante la Revolución de 1789, y uno de los jefes del partido de los hebertistas. Tomó el nombre del filósofo griego Anaxágoras. Recomendó las buenas costumbres, el trabajo, las virtudes patrióticas y la razón. Suprimió las casas públicas, arrojó de ellas a los mendigos y a las prostitutas, estableció un asilo para proporcionar trabajo a los pobres, e hizo cerrar el club de mujeres que descuidaban los asuntos domésticos por mezclarse en política. Hizo decretar en el municipio una orden que impidió el culto fuera de las iglesias; prohibió las procesiones y la pompa pública en el culto y en los funerales, e hizo plantar en los cementerios flores agradables a la vista que esparcían aromas deliciosos.}

Una prueba más segura aún que el sueño, si se trata de demostrar la destructibilidad del alma, es la de ciertas afecciones morbosas. Hay ciertas enfermedades del cerebro que provienen, por ejemplo, de sacudimientos, lesiones, &c., y que de tal manera desordenan las funciones de este órgano, que la conciencia queda completamente anonadada y los enfermos no tienen el más mínimo sentimiento ni recuerdo, ni idea de su existencia corporal o intelectual. Este estado de carencia completa de conciencia puede durar, según las circunstancias, mucho tiempo, y aun meses enteros. [198] Si tales enfermos se curan, se nota generalmente que no tienen el menor presentimiento ni recuerdo de todo este intervalo, y la vida intelectual no vuelve a comenzar para ellos sino desde la época en que perdieron el conocimiento. Para ellos ha sido todo este tiempo un sueño profundo o una muerte intelectual. Estaban, por decirlo así, muertos, y han recibido por segunda vez la vida. Si en lugar de curarse después de este período, muere el individuo, no le afecta en manera alguna el momento de esta catástrofe. La muerte corporal ha sucedido a la intelectual, sin que por ello haya tenido él conciencia de ese momento. El individuo, como ser espiritual, ha muerto antes, es decir, tan luego como ha perdido el conocimiento con la enfermedad. Difícil sería a los que sostienen la inmortalidad del alma explicar este fenómeno. Creo que hasta les sería imposible emitir una conjetura fundada que nos dijera dónde se encontraba el alma en estos intervalos de tiempo, y qué ha hecho durante ellos. Hay un infusorio que vive en las goteras de las casas, secándose cuando deja de correr el agua, y que cesa, por consiguiente, de existir. Esta muerte aparente dura hasta que una nueva lluvia le vuelve a la vida. ¿No demuestran semejantes ejemplos que el alma es un procedimiento vital, que depende absolutamente del movimiento de la materia?

Igualmente protestamos contra la opinión de los que, renunciando al alma personal, creen deber admitir una materia espiritual esparcida por todo el universo, un alma universal de la que nacen todas las demás y a la que vuelven cuando mueren. Semejantes ideas son tan hipotéticas como inútiles. El admitir una materia espiritual encierra además una contradicción palmaria. «Materia imponderable [199] –dice Burmeister– implica contradicción.» La luz no es materia, como en otro tiempo se creía, sino que nos muestra la condición característica de la vibración de las menores moléculas de la materia existente. Rechazamos, por consiguiente, la idea de una materia espiritual o substancia intelectual, como una quimera rechazada también por la lógica y la experiencia. Por otra parte, los partidarios de la inmortalidad individual nada ganarían con admitir semejante idea. La vuelta a un alma universal, con el anonadamiento de la individualidad, con la pérdida de la personalidad, y, por consiguiente, el olvido de toda condición concreta, no sería un estado distinto de la verdadera nada, y les sería indiferente a todos que su substancia llamada espiritual formara o no parte en la constitución de otras almas.

Poco tiempo hace que se ha tratado de utilizar la materia espiritual o la substancia anímica para probar la existencia individual o personal después de la muerte. Rodolfo Wagner ha hablado de una substancia inmaterial e individual del alma, que, combinada con el cuerpo durante la vida, podría quizás, después de desaparecer, pasar, como la luz, a otros espacios del mundo y volver desde ellos a la tierra. La vaciedad de semejantes teorías, la ignorancia que revela de las leyes físicas, esa analogía entre el éter de la luz y la supuesta substancia anímica, han hecho que Vogt, en su obra Superstición y ciencia, considere como ficción especulativa toda esa teoría inventada con el ánimo de probar la existencia personal después de la muerte.

La creencia de que el alma humana no se separa de la materia después de la muerte, sino que pasa a un cuerpo más perfecto y más delicado, es una hipótesis contraria a todos los hechos fisiológicos. [200] Estos hechos nos enseñan que el cuerpo humano es un compuesto dotado de los órganos más sutiles y perfectos, de tal manera que no podrían imaginarse más perfectos ni más sutiles en su género.

Lo mismo que bajo el punto de vista de la filosofía natural se ha protestado contra el aniquilamiento del alma después de la muerte, se ha tratado también de hacerlo bajo diversos respectos de la moral. Estos están tan íntimamente relacionados con las ciencias naturales, en cuanto al dogma de la inmortalidad del alma, que es imposible dejar de hablar de ellos. Dícese que la idea de la nada eterna es tan contraria a todos los sentimientos humanos, y de tal modo nos volvemos contra ella, que sólo esta razón bastaría para probar su falsedad. Sin detenernos a considerar esa apelación al sentimiento, que supone un punto de vista obscuro y poco científico, hay que confesar que la idea de la vida eterna es algo más pavorosa y risible que la idea de la nada eterna. La idea de la nada no es pavorosa para el hombre amamantado en los principios de la filosofía. El anonadamiento, la nada, es el reposo completo, el librarse de todos los dolores e impresiones desagradables que disgustan al ser espiritual: por consiguiente, no hay por qué temer semejante estado. No pueden sufrirse dolores de la nada, así como tampoco se sufren durante el sueño; sólo el pensar en estas cosas nos amedrenta. Ese temor de la muerte, que es natural en todos los hombres, desde los más ignorantes hasta los más sabios y felices, no es horror a la muerte. Es, como dice con razón Montaigne, el pensar en estar muertos, pensamiento que el que muere cree que tendrá aún después de la muerte, imaginando ver en la sombría tumba o en otro cualquier punto un cadáver que no será él mismo, y que sin embargo [201] es su propia persona. Fichte dice con gran verdad: «Es claro que el que no existe no siente dolor alguno. Si el anonadamiento se verifica, no es ningún mal.» Muy al contrario, la idea de la vida eterna, el no poder morir, es lo más horroroso que ha podido inventar la imaginación del hombre, y el terror que semejante idea inspira desde hace mucho tiempo, se ve en el mito del judío errante Asheverus.

Conociendo los filósofos escolásticos el escaso fundamento de la doctrina de la inmortalidad del alma, y queriendo conciliar la filosofía con la fe en una alianza contra la Naturaleza, han recurrido a medios raros y filosóficos. «El deseo de nuestra naturaleza –dice Carriére–, el irresistible instinto de encontrar la solución de tantos enigmas, exigen la inmortalidad, y muchos de los males que se sienten en la tierra estarían en extraña oposición con la armonía universal, si no encontraran compensación en una armonía superior, y si no se creyera que esos males sirven para purificar y hacer progresar a los individuos. Esta consideración y otras de igual naturaleza, dan desde nuestro punto de vista la certeza subjetiva, la instintiva convicción de la inmortalidad del alma», &c. Cualquiera puede, ciertamente, tener convicciones instintivas; pero quererlas confundir con las cuestiones filosóficas, es salirse de la ciencia. O una cosa es conforme a la razón y a la experiencia, y entonces es verdadera, o es contraria a ella, y en ese caso ni es verdadera ni puede hallar lugar en un sistema filosófico. Puede suceder que estemos rodeados de muchos misterios, aunque esto no les agrade mucho a algunos filósofos alemanes, y sería muy bonito que en el cielo, como en el último acto de un drama de esos que enternecen, fuera el desenlace de todo el [202] argumento una melancólica armonía o una alegría y una gratitud generales. Pero la ciencia no tiene por qué ocuparse de lo que pudiera ser, sino de lo que existe, y a causa de numerosas experimentos se ve precisada a deducir que el hombre sólo existe durante un tiempo determinado. La completa solución del enigma del universo como la pide Carriére, es decir, un conocimiento perfecto, es, por razones interiores, imposible al espíritu humano. Si el hombre llegara a ese punto, se convertiría en creador y podría gobernar a su antojo la materia. Ese conocimiento equivaldría a la disolución, al anonadamiento, a la muerte, y no hay ser que pueda poseerlo. Donde no hay esfuerzo no hay vida. La verdad completa sería una sentencia de muerte para el que la hubiera comprendido, e infaliblemente perecería de apatía e inacción. Ya Lessing, dándose cuenta de esta idea, sintió tal disgusto, que experimentó, como él dice, «mucha angustia y dolor». Aun admitiendo una tendencia continua hacia otra vida más perfecta, no se ganaría nada en cuanto a la última cuestión de lo finito o infinito del espíritu humano, y sólo se retrasaría la decisión por un tiempo limitado. La segunda vida sería una repetición aumentada y corregida de la primera, con los mismos defectos fundamentales, iguales contradicciones e idéntica falta de resultado. Sin embargo, así como el cesante prefiere un empleo provisional a no tener nada, así millares de hombres se adhieren a la perspectiva incierta y problemática de una existencia eterna o temporal más allá de la muerte.

A esos filósofos que no vacilan, cuando se trata de la inmortalidad del alma, en abandonar los principios que ostentan en otras ocasiones y en apelar a una vaga idea sobrenatural, a esos no [203] vale la pena de que se les escuche. Véase lo que Fichte decreta: «La existencia infinita después de la muerte no puede explicarse mediante simples condiciones naturales, ni tiene necesidad de ello, porque está fuera de toda naturaleza. Si es imposible comprender cómo es posible, bajo el punto de vista empírico, una existencia eterna, es preciso, sin embargo, que sea posible, porque reside en aquello que está por encima de toda naturaleza.» Semejantes asertos no tienen valor sino para el que cree y quiere creer, y por consiguiente no tiene necesidad de ello. Los demás hallarán muy natural que el hombre que discute recurra a la crítica y examine si los argumentos son concluyentes, según la experiencia, la razón y los hechos de las ciencias naturales. Examinando este punto, se verá que Fichte tenía razón en decir que era preciso renunciar a la razón y a la percepción de los sentidos para concebir la existencia personal después de la muerte.

Las invenciones de ciertos filósofos naturalistas que imaginan dar, mediante ciertas hipótesis, una base científica a la doctrina de la inmortalidad del alma, no tienen más valor que los citados oráculos filosóficos. Drosbach, por ejemplo, ha descubierto que todos los cuerpos contenían un número infinito de mónadas capaces de tener conciencia de sí mismas, que llegan poco a poco al desarrollo de la conciencia, pero que vuelven a su origen después de la muerte. Estas mónadas se reúnen de nuevo en un tiempo muy remoto o en otros globos, y forman otro hombre que recuerda su vida anterior. Los tales animalillos problemáticos son tan impalpables, que no es posible ocuparse de ellos de tal modo.

Séanos permitido, por otra parte, hacer una [204] observación a propósito de la inmortalidad individual. Queremos sólo indicar la porción de imposibilidades y obstáculos exteriores que ofrecerían la existencia eterna y la reunión de ese número infinito de almas humanas que han vivido sobre la tierra, y cuya cultura intelectual es tan distinta y tan infinitamente divergente. La vida eterna debe ser, según la opinión más unánime, un perfeccionamiento, un desarrollo de la vida terrestre. Con arreglo a este dato, sería absolutamente preciso que toda alma alcanzara en la tierra, cuando menos, cierto grado de cultura que sirviese de punto de partida a grados más perfectos. ¡Considérese ahora el número de almas de los niños muertos de poca edad, o los de los pueblos salvajes, o sólo los de las clases bajas de la sociedad europea! ¿Habrá de continuar en la otra vida, y en más extensa escala, por medio de tales almas la viciosa instrucción del pueblo o la educación de los niños? ¿Qué se hará, preguntamos nosotros, de las almas de los animales? El orgullo humano sólo ha pensado en sí mismo en esta ocasión, y no ha querido ver que convenía conceder al animal el mismo derecho que al hombre.

En otro capítulo demostraremos que las ciencias naturales no conocen diferencia esencial y marcada entre el hombre y el animal, sino que en este punto, como en la Naturaleza toda, sólo existen transiciones insensibles, y el alma humana y la animal son en el fondo una misma cosa. Difícil y aun imposible sería a los partidarios de la inmortalidad individual, que no admiten la existencia eterna del alma de los animales, determinar los límites donde comienza la indestructibilidad del alma humana y del alma animal. Aquélla no se distingue de ésta en calidad, sino en cantidad, y la validez [205] de una ley general de la Naturaleza debe ser de rigor para ambas. «Si el alma del hombre es inmortal –dice Burmeister–, es preciso que también lo sea la del animal. Ambas tienen iguales derechos a la existencia después de la muerte, a causa de poseer idénticas cualidades fundamentales.» Si se va descendiendo de consecuencia en consecuencia hasta las clases animales más ínfimas, a las que no se puede tampoco negar alma, todas las razones morales que se han hecho valer en pro de la inmortalidad individual se desprenden de sí mismas, resultando de esto una infinidad de absurdos que derriban el edificio de tan risueñas esperanzas (1). Recordemos al mismo tiempo los resultados que se desprenden de los capítulos sobre la construcción del cielo y la universalidad de las leyes de la Naturaleza, y que muestran desde el punto de vista científico la imposibilidad de que exista o pueda existir fuera de nuestro planeta un punto donde se reúnan las almas de los muertos, libres de las leyes de la materia.

{(1) El misionero Mofat refiere una interesante anécdota. Un miembro de la tribu de los bechuanas (interior del África meridional) se le presentó cierto día, y le preguntó enseñándole un perro: «¿Cuál es la diferencia que hay entre mí y esta criatura? Decís que yo soy inmortal. Y ¿por qué no lo han de ser mi perro y mi buey? Cuando mueren, ¿veis algo de sus almas? ¿Qué diferencia existe entre el hombre y el animal? Ninguna, sino que el hombre sabe engañar mejor.»}

Se ha sostenido, por último, y se sostiene aún, que la idea de la inmortalidad del alma es, como la de Dios, innata en el hombre, y por consiguiente, irrefutable. Se ha añadido que por esta razón no había religión alguna que no hubiera adoptado la inmortalidad del alma como uno de sus primeros dogmas fundamentales. Creemos haber hablado [206] bastante de las ideas innatas. Respecto a las religiones y sectas que han desconocido la inmortalidad del alma, podemos decir que han existido siempre. Las principales sectas de los judíos no conocían la inmortalidad del alma. Según Richter en su Curso acerca de la existencia individual después de la muerte, la mayor parte de nuestros teólogos están de acuerdo en que no hay en los libros del Antiguo Testamento, escritos antes de la destrucción de Babilonia, señales ciertas de una doctrina relativa a la inmortalidad del alma. La doctrina de Moisés no se refiere nunca a una recompensa en el cielo después de la muerte. La primitiva religión de Confucio no dice nada del otro mundo. El budismo, que cuenta centenares de millones de prosélitos, no conoce la inmortalidad, y afirma que la nada es el fin más alto de la libertad, o sea la exención de los lazos terrestres.

La noble nación de los griegos, superior por muchos conceptos a nuestro infatuado siglo, sólo conocía un imperio de las sombras, y sabido es que en la antigua Roma el dogma de la inmortalidad tuvo pocas raíces y escasos partidarios. Los viajeros citan un gran número de pueblos que nada saben de la creencia de una existencia individual posterior a la muerte, o en los que es tan vaga esta creencia, que no tiene valor alguno. El doctor Helfer refiere que los seelongs de la India creen en espíritus buenos y malos que dirigen los movimientos de las cosas naturales, hacen crecer las plantas, etc., pero no tienen idea de la vida eterna, y contestan generalmente a esta clase de preguntas: «Nosotros no pensamos en eso.»

Entre los hombres ilustrados de todas las naciones y de todos los siglos, ha habido pocos partidarios del dogma de la inmortalidad del alma, aunque [207] no han tenido interés en hacer triunfar su opinión. ¡Cuántos disgustos no tuvo que sufrir Voltaire por haberse atrevido a confesar la fragilidad del espíritu humano! Mirebeu dijo en su lecho de muerte: «Voy a entrar en la nada!» Danton, interrogado por el tribunal revolucionario acerca de sus cualidades y su residencia. «¡Mi residencia –exclamó– será muy pronto la nada!» Federico el Grande confesaba que no creía en la inmortalidad del alma. Todo aquel que observe a los hombres en el hogar doméstico y en las situaciones críticas de la vida, puede ver cuán diferentes son los dogmas de la Iglesia, y especialmente el de la inmortalidad del alma, de las ideas de las clases ilustradas y aun del pueblo. Verá frecuentemente los hechos en oposición directa con las ideas admitidas, y tendrá muchas veces ocasión de oír conversaciones que le probarán lo poco o nada arraigada que está la creencia de una existencia posterior a la muerte.

Todas las tendencias de nuestra época y todo el trabajo de la sociedad son contrarios a este dogma. «¿Quién puede desconocer –dice Feuerbach–, si tiene ojos para ver, que la creencia en la inmortalidad del alma se ha borrado desde hace mucho tiempo, y que sólo existe ya en la imaginación de algunos individuos, que son, sin embargo, muchos todavía?» ¿Cómo explicar el temor que tienen los hombres a la muerte, a pesar de los consuelos de la religión, si no es aquélla el término de los pasajeros placeres de nuestra existencia?

Escuchemos, por último, sobre este punto las palabras tan bellas como verdaderas del filósofo italiano Pomponacio, que vivió a principios del siglo XVI: «Si se quiere admitir la inmortalidad del alma, hay que probar ante todo de qué manera puede el alma vivir sin tener necesidad del cuerpo [208] como sujeto y objeto de su actividad. Sin las percepciones no podríamos ni sabríamos pensar nada, y las percepciones dependen del cuerpo y de sus órganos. La inteligencia es en sí eterna e inmaterial; pero la inteligencia humana está ligada a los sentidos, no conoce lo abstracto sino en lo concreto, no existe sino en la percepción, y está siempre sometida al tiempo, puesto que las ideas provienen y se desenvuelven sucesivamente. Por eso es, en efecto, mortal nuestra alma, puesto que no nos queda conciencia ni recuerdo alguno.»

Este filósofo añade que la virtud que se practica por sí misma es más pura que la que se hace por la esperanza de las recompensas. No se puede culpar, sin embargo, a los hombres políticos que hacen enseñar la inmortalidad del alma en pro del bien público, a fin de que los débiles y los malos sigan, al menos por temor y por esperanza, el verdadero camino que los corazones nobles y libres escogen por predilección y amor. Es una mentira estúpida decir que sólo la hez de los sabios haya negado la inmortalidad, y que todos los sabios estimables la hayan admitido. Ni HOMERO, ni PLINIO, ni SIMÓNIDES, ni SÉNECA fueron malos por no haber abrigado semejante esperanza. Fueron hombres exentos de todo espíritu mercenario.

 
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{Luis Büchner 1824-1899, Fuerza y materia. Estudios populares de historia y filosofía naturales, (1855). Traducción de A. Gómez Pinilla. F. Sempere y Compañía, Editores / Calle del Palomar 10, Valencia / Olmo 4 (Sucursal), Madrid / sin fecha (aproximadamente 1905) / Imprenta de la Casa Editorial F. Sempere y Compª. Valencia, 255 páginas.}

 
Prólogo | I. Fuerza y materia | II. Inmortalidad de la materia | III. Inmortalidad de la fuerza | IV. Infinito de la materia | V. Dignidad de la materia | VI. Inmutabilidad de las leyes de la Naturaleza | VII. Universalidad de las leyes naturales | VIII. El cielo | IX. Períodos de la creación de la tierra | X. Generación primitiva | XI. Destino de los seres en la Naturaleza | XII. Cerebro y alma | XIII. Inteligencia | XIV. Asiento del alma | XV. Ideas innatas | XVI. La idea de Dios | XVII. Existencia personal después de la muerte | XIX. Fuerza vital | XX. Alma animal | XXI. Libre albedrío | XXII. Conclusión


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