19 Congreso de filósofos jóvenes Santiago 1982

Máximo Marina
Naturaleza, ley y transgresión
XIX Congreso de Filósofos Jóvenes
Estudios filosóficos, Valladolid, nº 88, 1982
 

Santiago de Compostela acogió este año, los días 11 al 14 de abril, a los participantes en el XIX Congreso de Filósofos Jóvenes, para desarrollar el tema aprobado en Córdoba: Naturaleza, Ley y Transgresión. Bajo la presidencia de Amelia Valcárcel, la vicepresidencia de Antonio Pérez y la organización material de Juan Luis Pintos y el grupo de la Universidad de Santiago, el Congreso, «muy serio, pero no formal», en expresión reiterada de Amelia, discurrió en un ambiente agradable y abierto, característico de estas reuniones. Estaban programadas doce ponencias y cinco seminarios, tal vez excesivas ponencias, aunque algunos «desobedecieron» –Javier Muguerza, Pilar Palop, Diego-Romero de Solís, Valdés del Toro–. Pasamos a reseñar, con excesiva brevedad, algunas de las muchas ideas ofrecidas, con el fin de plasmar el carácter sugerente y abierto de las mismas.

«Naturalistas» y «eticistas»

Vidal Peña, único celebrante de la sesión de apertura por ausencia de Javier Muguerza, desarrolló la ponencia «Naturaleza y obediencia».

Desde su perspectiva de cultivador de la historia de la filosofía simplificó intencionadamente las presuntas posturas ante el tema del Congreso: la previsible polémica entre naturalistas o «idealistas objetivos» y eticistas o «idealistas de la libertad». [540]

La postura «naturalista» se entronca con la consideración de la filosofía como «consolatio», resignación o conformidad con un orden legal –natural o histórico-cultural–, por encima de las voluntades subjetivas. La «verdadera» libertad se encontrará en esta conformidad con la necesidad que dimana de la naturaleza y de la estructura legal socio-cultural. El consuelo está vinculado a la obediencia: a la legalidad natural y a la ley civil. Esta actitud, a pesar de sus variadas expresiones a través de la historia, es fundamentalmente estoica –«natura duce utendum est» de Séneca y «omnes servi legi sumus ut liberi esse possimus» de Cicerón–. No es raro que haya sido criticada como «filosofía de burócratas» desde instancias que aspiran a la insubordinación. Al ser la moral asunto de obediencia, satisface el espíritu naturalista, pero difícilmente puede satisfacer al espíritu eticista, como «idealismo de la libertad».

El espíritu eticista, por su misma definición, tendrá que postular la desobediencia al orden como condición básica de la posibilidad de la moral. Obedecer a la naturaleza, a la ley, es una modalidad del conformismo. La defensa de la autonomía se origina así en condición de una posibilidad: decidir que las cosas son buenas o malas; e implica un halago a cierta dimensión ontológica: el voluntarismo, el privilegio de la dimensión cultural, «espiritual», frente a lo «natural».

El problema radicará en si no estará postulando una mentira, aunque piadosa. Spinoza, como Hegel, no desconocen la pretensión de la moral como autonomía; simplemente la consideran imposible. Lo moral es un hecho más inserto en un orden que lo determina. Su pretensión de autonomía es ilusoria. ¿No será simplemente falso que podamos independizarnos de la naturaleza? ¿No estaremos erigiendo lo que es condición de posibilidad de la moral en verdad incondicional? La autonomía de la voluntad, la postulación de la libertad, son necesarias si se quiere que haya moral, pero la pregunta radical en este punto podría ser: ¿y por qué tendrá que haber moral?

Claro que el moralista podrá dirigirse al naturalista «amoralista» y decirle que por lo menos incurre en los mismos vicios que critica, pues, desde Descartes a Hegel, en toda opción [541] «epistemológica» se da una previa opción moral, clásica de toda argumentación transcendental: «Tal cosa tiene que ser así, porque, si no lo es, se infieren consecuencias destructivas y eso no puede ser».

Llegados a este punto, postulado por postulado, condición de posibilidad por condición de posibilidad, en tan acuciantes intereses, tan verosímil es la exigencia eticista de «poder no obedecer» (a la naturaleza, a la ley: de poder transgredirlas) como la exigencia naturalista de tener que obedecer. Si del creer del eticista puede deducirse el error, no sería difícil deducir del descreer naturalista consecuencias nefastas, a pesar de su verdad.

Vidal Peña, en un tono homilético, desea a los queridos hermanos «naturalistas» y «eticistas» una grata estancia, hermosas polémicas y la consolidación de fecundas amistades.

La ilegalidad ideal

Este es el título de la ponencia presentada por Victoria Camps, profesora de la Universidad de Barcelona. Es un ejemplo de eticista anómica, pero al mismo tiempo trágica, pues al asumir nuestras limitaciones, asumimos la «legalidad necesaria».

Victoria Camps analiza en primer lugar la oposición entre naturaleza y ley. Como otras oposiciones clásicas en filosofía son muy claras en teoría, su oposición teórica aparece nítida. Todo lo contrario sucede en la práctica. La praxis, casi siempre, asume la contradicción que la teoría hace incompatible. Esta misma asunción de la contradicción está presente en los grandes pensadores, como el Platón en tensión entre «la ilegalidad ideal» para un tiempo perfecta y la «legalidad necesaria» para un tiempo de limitaciones; o el Kant de la «insociable sociabilidad». Incluso la misma «ilegalidad ideal» teórica encubre en la práctica el deseo de una legalidad distinta.

Seguidamente trata de describir la situación del hombre en la sociedad actual. A primera vista podríamos encontrarnos en un terreno abonado para vivir en nuestra propia carne la [542] tensión entre la ilegalidad ideal y la legalidad necesaria, ante la creciente socialización de la vida. Partiendo de las teorías sociológicas actuales, en especial de Goffman, se constata todo lo contrario: el resultado es un sujeto perdido que tiende a ignorarse a sí mismo, la falta de simetría entre la realidad objetiva y la subjetiva, el distanciamiento del yo que no se deja integrar totalmente por la sociedad. En efecto, el hombre de la legalidad necesaria es un actor fabricante de impresiones, no somos «personas», sino «personajes» que dan mejor o peor su papel. Actuar dignamente significa aquí «cumplir con el deber» en el sentido más funcional de la expresión. Y en tanto actores, somos vendedores de moral. El yo sartriano, guardián de la «mala fe», no tiene lugar en el mundo descrito por Goffman. La misma ilegalidad no es una cualidad del acto que la persona realiza, sino más bien una consecuencia de la aplicación exitosa por otros de reglas y sanciones. Las situaciones anormales, desviadas, aparecen privadas de su posible fuerza revulsiva y crítica, porque no son tomadas en serio. La sociedad las otorga el nombre preciso para arrogarse el derecho de aprovecharse de ellas e ignorar su auténtica razón de ser. Son parte integrante y asumida con éxito de la dramaturgia socialmente admitida. El equilibrio social no corre ningún riesgo. En conclusión, la tensión entre normal y anormal, la tensión entre fisis y nomos, no se da, porque uno se encuentra ya definido y asumido con éxito, como ser normal, integrado o como enfermo.

Para rescatar la autonomía, el sujeto perdido, el yo reducido a ser meramente actor, se exige una cierta instalación en la anomía. Pero una anomía que al tiempo que desintegra, distancia e insolidariza, no es espiritualmente estéril, porque materializa la tensión entre la dramaturgia social y el yo que no llega a disolverse ni agotarse en sus diversas actuaciones.

La anomía que hoy necesitamos ha de revestirse de dos características: 1) cumplir una función desestabilizadora y 2) asumir la visión trágica de la realidad. Hay que eliminar el peligro de toda ilegalidad ideal que busque sentidos distintos a los actuales, porque en el fondo encubre una legalidad de [543] otro signo. Y debemos asumir la irrenunciable ambivalencia de nuestro mundo, sin buscar sentido unificador de la vida, no porque no se encuentre, sino porque será siempre la extrapolación de un sentido parcial. En lugar de rebelarnos contra nuestra contingencia fundamental, en lugar de proyectar una salvación personal y definitiva, asumimos nuestra limitación.

Solucionar la antinomia entre ley y naturaleza ha sido siempre la pesadilla del pensamiento ético. ¿Cómo sintentizar la universalidad de la ley y la autonomía del individuo? Admitamos la legalidad como mal menor y corramos el riesgo de intentar nuevas formas de vida. No queremos ni anhelamos la felicidad de un paraíso armónico; la felicidad para nosotros consiste en tener algo que hacer aquí y ahora, en medio de la tensión. Y termina con los versos de Maragall: «Nuestro cielo está en la tierra / en la tierra se hincan nuestras raíces».

Transgresión y transgresiones con fondo de G. Bataille

Bajo el título «Naturaleza, ley y transgresión Bataille», Miguel Morey, profesor de la Universidad de Barcelona, hizo un comentario-interpretación del pensamiento parcial de Bataille, de su ensayo sobre el erotismo. Según el ponente la transgresión en relación a la naturaleza y a la ley ocupa un lugar central en el pensamiento de Bataille. Y no es sólo un concepto, es todo un gesto, una protesta, un modo nuevo de ponernos en juego en contra de lo modélico, la sabiduría tradicional y la santidad.

Ante el modelo de la sabiduría tradicional –el juego de todos los juegos, pero juego al fin y al cabo–, que nos da soluciones, y un mundo explicado, y un tiempo.... Bataille aboga por la eliminación de este juego –y su producto, la ley–, y recurre a la repetición nostálgica del modelo del mito como acontecer siempre originario y cósmico. No hay salvación, porque no hay Dios-Centro. Las parodias-paradojas de Bataille provienen de ser consecuentemente ateo. La única ley es que no hay ley. Y ante ello sólo nos queda la parodia como expresión y el juego experimentador como praxis. En una palabra, el no-saber y el no-tener sentido nada. [544]

Desde esta perspectiva se analizan las relaciones transgresión/naturaleza, a partir del origen mismo del hombre un mono con suerte, que, según los relatos paródicos, es la historia de una transgresión continua. El hombre se encuentra a sí mismo por medio de la pérdida, del gasto, de la ruptura. La naturaleza misma es transgresora contumaz del principio de utilidad. A partir del gusano, el animal-tubo utilidad, todas las restantes formas de vida son fruto de la transgresión. Si nuestro origen y la evolución de la naturaleza son un continuo gastar, debemos atenernos a esta realidad, cómo nos gastamos, cómo nos gusta dejarnos perder, en cada gesto, en cada acto, en cada acontecer.

La ley, por otro lado, no hace otra cosa que pretender encuadrar y dominar la transgresión bajo signos menores: mal, pecado, error. La transgresión no puede caer en el juego de la ley, buscando lo prohibido, atacando a la ley. De esta manera afirmaría lo que pretende la ley: que ella es el centro explicativo. El espíritu transgresor no ataca la ley, simplemente la desoye, no la tiene en cuenta, la ignora, porque sigue su propio camino.

Esta experiencia no puede conceptualizarse, no es un saber distinto. Desde la inocencia nietzscheana, a la transgresión radical podemos darla el nombre de No-Saber, que tiene las siguientes características: no pretende ayudarnos a estar mejor en el mundo; no pretende salvarnos; propone un acrecentamiento de este ponernos en juego, en gasto y en pérdida; aumenta la experiencia del juego... En conclusión, la ley podría conducirnos a un «mundo» donde esté todo «centrado» (sobre todo por la naturaleza, en última instancia por Dios); pero si no estamos ante un «mundo» (el propuesto por el saber tradicional), sino abiertos y dueños ante una realidad, nuestra obligación es buscar los límites, las posibilidades de esta realidad, transgredir, no buscar fundamentación alguna.

Andrés Tornos, de la Universidad Autónoma de Madrid, con tono insinuante, candoroso e interrogante nos habló sobre «Experiencias sagradas y transgresión».

En primer lugar trata de aclarar lo de «experiencias [545] sagradas». Parte también de Bataille, tal vez el causante de la introducción de lo sagrado en el Congreso. Profano y sagrado para Bataille son dos enclaves cerrados, opuestos e incomunicados. El enclave profano: el mundo del trabajo, de la discontinuidad instrumental, del consumo mínimo, de la conservación del individuo. Enclave sagrado: mundo vital de la fiesta, de la totalidad continua de sentido, del gasto máximo, del amor destructor y maravilloso de la totalidad.

Se valora, por su utilidad, la oposición radical de sacralidad y profanidad como dos sistemas, pero se desmarca de su planteamiento en matices apreciativos. El principal: la oposición sistemática entre mundo-profano y mundo-sagrado es demasiado brillante, nítida. Peca de reduccionismo: reducir el mundo profano a la instrumentalidad y extender al mundo sagrado todo lo que excede, lo que gasta, definido exclusivamente por oposición a lo profano. El lenguaje de Bataille se volverá tanto más represivo cuanto más coherente.

Hay que entender las experiencias de lo sagrado como algo fascinante que se opone sistemáticamente a las experiencias del orden profano. Pero piensa, a diferencia de Bataille, que esa oposición no se configura a partir del surgimiento ancestral de la conciencia trabajadora, sino que también hay que hacer intervenir en el proceso las historias que se han contado a sí mismos los pueblos del mundo instrumental en ese mismo mundo, sobre los dioses, los hombres y el trabajo; y la historia que se ha contado cada uno a sí mismo. Como el lenguaje del vestido, el lenguaje de la experiencia religiosa cubre mucha desnudez –desde la sacralización del trabajo a lo más íntimo y festivo– y no puede establecerse sobre oposiciones absolutamente depuradas. Por otro lado, ante lo sagrado, desde la filosofía, lo mejor es callarse.

Analiza después la transgresión como el modo de llegar del mundo profano al mundo sagrado de la fiesta. Las prohibiciones son, como una estructura intermedia que separa el mundo profano –que da consistencia al mundo despiezado– y el mundo sagrado –en su función totalizadora–. La transgresión es el movimiento que atraviesa esa separación y enlaza [546] ambos mundos. Esto ya no ocurre en las experiencias sagradas oficiales, desde que el cristianismo se consolida –se profaniza– y desde que lo sagrado se personalizó en dioses a imagen de individuos separados que habitan el mundo del trabajo productivo. Se pierde la nitidez de la transgresión, simplemente es el cambio de un orden por otro distinto, un tiempo por otro tiempo. O la transgresión vuelve a integrarse festiva y religiosamente en la existencia social, experimentándose como puerta de una totalidad culminante y vertiginosa, o la transgresión se esteriliza socialmente y queda consagrada la monotonía tiránica de alguna disciplina de producción.

Sin embargo este concepto épico de transgresión resulta ambiguo cuando se examinan las historias en que vivimos –23 F, Jaruzelski, la transgresión macarra, nuestras pequeñas transgresiones–. Entonces no funciona como gozne de innovación radical y sólo raras veces se abre sobre una exaltación cuyo vértigo rebota hacia el enriquecimiento del entramado instrumental del mundo.

El campo de la transgresión es ambiguo, así como el de las experiencias sagradas. El concepto de erotismo sagrado de Bataille sigue siendo válido para diferenciar transgresión de transgresión. Las transgresiones sagradas de Bataille constituyen un momento absolutamente fundamental. Se trata de un sagrado desnudar a todo lo que se vive y se percibe de finalidades, enclasamientos previos y esquemas temporales; no se trata de re-finalizar, re-enclasar, re-esquematizar. Es apertura de un mundo desplegado como región de raíces, de ensueños flotantes y nuevas patrias inventadas, de descubrimientos primitivos e inútiles y de caminos que siempre conducen a donde no se sabe. Estas sagradas transgresiones no son exclusivas de ninguna religión ni están cerradas a las religiones que no hayan muerto. Tienen que ver con lo divino como con una ley que rompe la ley, con lo divino como energía creadora al alcance de la mano y con lo divino como lugar de reconciliación.

Contra natura

Esperanza Guisán, profesora de la Universidad de Santiago, [547] expuso bajo este título, expresivo por sí mismo, un documentado alegato, no exento del apasionamiento que el tema merece, contra la pretensión explícita o camuflada de la fundamentación «naturalista» de la moral.

Podemos resumir su pensamiento, desarrollado en amplio diálogo con las corrientes éticas actuales, en los siguientes puntos: 1) No todo lo natural es bueno; 2) no todo lo bueno es natural; 3) La naturaleza no puede convertirse en guía normativa de nuestra conducta; 4) Es preciso combatir la naturaleza, o dicho de otro modo, «debemos actuar contra natura».

Critica ampliamente la falacia «naturalista» en todas sus formulaciones, demostrando su previa fundamentación «no-natural»; denuncia, por simplismo, incluso en las éticas antinaturalistas la pretensión de deducir un «debe» a partir de un «es», un hecho natural; examina la base «naturalista» de nuestras convicciones cotidianas; y finaliza, tras un amplio examen de las posibles relaciones «naturaleza-buen o/ malo», tanto en su aspecto general como en el específico de la naturaleza humana, buena o mala, generosa o avara según los casos, para deducir una moral contra natura, que podemos resumir en sus frases finales: «La moral contra natura no atenta contra la naturaleza en general ni contra ninguna de sus partes. Sólo se opone a que la naturaleza se erija como guía moral. Sólo está contra natura, cuando natura se vuelve contra el hombre, contra cualquier hombre».

Naturaleza y espíritu como Ley de transgresión, vida y muerte

Felipe Martínez Marzoa, profesor del Colegio Universitario de Vigo, expuso, con este título, durante dos largas horas, una sólida ponencia, al parecer parte de un libro próximo a publicarse. Ofrecemos a continuación el resumen realizado por el propio autor, al que desde aquí agradecemos su cortesía. Quisiéramos destacar las posibilidades de su interpretación de la filosofía marxista, simplemente insinuada en el presente resumen. [548]

La ponencia comienza exponiendo la contraposición, en el joven Hölderlin, entre los conceptos «la naturaleza» y «la ley de sucesión», y considera en primer lugar la evolución de estos conceptos desde el proyecto inicial de la tragedia «La muerte de Empédocles» hasta los últimos fragmentos escritos por Hölderlin dentro de ese mismo proyecto. Seguidamente, el ponente centra su atención en el hecho de que el concepto «naturaleza» en la «Crítica de la Razón pura» se corresponde con aquello que en el joven Hölderlin aparece como contrapuesto a «la naturaleza», esto es: con «la ley de sucesión». Sin embargo, el ponente anuncia que la apariencia de disconformidad entre Kant y Hölderlin resultará ser sólo apariencia. A partir de aquí, la ponencia se desarrolla en dos líneas argumentativas (una que parte de Kant y otra de Hölderlin), que se relevan la una a la otra en la exposición en cuanto que cada paso de una de ellas posibilita un avance de la otra, y que acabarán por coincidir en su contenido. La línea hölderliniana analiza la evolución de la contraposición mencionada en la obra de Hölderlin, hasta llegar a las notas de ese autor a sus traducciones de «Edipo rey» y «Antígona». Pero, antes, con el fin de poder observar esta evolución desde la historia de la filosofía, la ponencia avanza algo en la línea kantiana, constatando algunos problemas internos del pensamiento de Kant en los que el uso del término «naturaleza» se encuentra implicado, en particular el hecho de que el término «metafísica» tenga en Kant, además del sentido tradicional, otro, que permite referirlo a la teoría trascendental misma. Este segundo sentido es descrito por el ponente como el de la contraposición o distancia (metá: «entre», «después», «más allá») de lo «ontológico» a lo «óntico», en la acepción heideggeriana de ambos términos. Teniendo en cuenta que el metá en cuestión es pensable en principio con relación a cualquier ámbito de lo ente, y no sólo al de la «naturaleza» en el sentido estricto de la «Crítica de la Razón pura», el ponente concluye un recorrido por el pensamiento de Kant estableciendo la posibilidad de ampliar el sentido del término «naturaleza» de manera que designe en general (en uno u otro ámbito de lo ente) lo óntico, el mundo óntico de las leyes en [549] contraposición al plano ontológico de las «condiciones de la posibilidad». Para este experimento terminológico se apoya también el ponente en el hecho del mantenimiento, a lo largo de toda la historia de la cultura occidental e incluso con carácter ineludible hoy, de usos del término «naturaleza» que no delimitan en absoluto un ámbito particular de lo ente y que, en especial, en nada implican delimitación alguna de lo «físico» frente a –por ejemplo– lo «histórico». Por otra parte, el plano de las condiciones ontológicas, que en el esquema propuesto se contrapone al de las leyes ónticas, es en la filosofía de la Edad Moderna el carácter-de-sujeto del sujeto, es decir: lo que en esa misma filosofía, bajo la denominación «el espíritu», se contrapone a «la naturaleza».

En Kant, la noción de legalidad óntica en general (o sea: de «naturaleza» en el sentido amplio propuesto) no tiene de hecho otra realización clara que la legalidad físico-matemática, o sea: la naturaleza en sentido kantiano estricto; pues la ponencia entiende que la «ley moral» kantiana es pura condición ontológica. Sin embargo, la ponencia se propone justificar desde un punto de vista histórico-filosófico el acto de introducir en un esquema basado en Kant el concepto de un tipo de legalidad óntica del que Kant no se ocupó como tal. Para esto, la ponencia reseña y utiliza resultados de un libro todavía inédito, del que el ponente es autor y que desarrolla una lectura filosófica de «El capital». Según tal lectura, una vez asumido que lo ente en un mundo histórico determinado (llamado «sociedad moderna») tiene el carácter de «mercancía», de tal supuesto se desprende la definición de un modo de presencia cognoscitiva de lo ente, el cual resulta no ser otro que el de la física matemática tal como ésta puede definirse a partir de la «Crítica de la Razón pura», y, por otra parte, del mismo supuesto se desprende un modo de presencia de la humanidad misma (esto es: de lo ente en cuanto ámbito de decisiones de sujetos posibles que resulta ser el que se expresa en el concepto moderno del derecho. Por esta vía, lo que en un ámbito de lo ente son la «ciencia» (físico-matemática) y la «naturaleza» (en sentido kantiano estricto), lo son en otro ámbito el derecho y el [550] Estado, bien entendido que los términos «derecho» y «Estado» designan aquí postulados idealmente inherentes a la «sociedad moderna», no datos de una descripción empírica; los conceptos o postulados en cuestión representan, pues, una aplicación de la noción de legalidad óntica a un campo distinto del de lo «físico». El concepto amplio de «naturaleza» al que con todo ello se ha llegado, el cual, en vista de las consideraciones precedentes, es aplicable en un ámbito de lo ente como legalidad física y en otro como la idea del derecho, representa, en opinión del ponente, lo que desde la historia de la filosofía cabe dar como interpretación del concepto hölderliniano de «la ley de sucesión» o de «lo orgánico».

Entretanto, la otra de las dos principales líneas argumentativas presentes en la ponencia pretende aclarar el hecho de que, en Hölderlin, el elemento contrapuesto a «la ley de sucesión» aparezca en la figura de (o, más exactamente, no-aparezca en la no-figura de) la muerte; el ponente se vale para ello de la relación entre la muerte y la temporalidad, tal como se analiza en «El ser y el tiempo». De lo que la ponencia expone acerca del verdadero significado de la muerte» en el presente contexto, se desprende que, frente a «la ley de sucesión», lo «otro» (que Hölderlin llama también «lo aórgico») no es «otro» en el sentido de un «más allá» (que correspondería al sentido tradicional y ordinario de «metafísica»), sino que lo es en el antes mencionado segundo sentido del metá: el «más allá» que representa lo ontológico frente a lo óntico. Así, pues, lo «otro» no es sino el ontológico «estado de abierto» de «esto» mismo. Desde este punto de vista se examina la posición del último Hölderlin en lo referente a la contraposición antes citada, su autocrítica del concepto de una «tragedia moderna» y su análisis de la tragedia de Sófocles y de la imposibilidad de una repetición «moderna» de la misma, interpretándose todo ello en términos que confirman el esquema trazado a partir de Kant.

Transgresión y lenguaje artístico

Con el título «La imagen como vehículo de la transgresión de lo real», José Jiménez, profesor de la Universidad [551] Autónoma de Madrid, nos leyó un amplio capítulo del libro «Sobre la figura del ángel», finalista del premio Anagrama de Ensayos. No estuvo mal este oasis estético dentro de las preocupaciones fundamentalmente éticas del Congreso, aunque para algunos congresistas su inserción estaba un poco forzada.

Cuatro partes tenía la exposición: 1) Los límites de los lenguajes artísticos; 2) El lugar donde germinan las imágenes; 3) Lo visible y lo invisible; 4) Imágenes: espejos simbólicos.

La imagen, como búsqueda desgarrada entre el movimiento y la perduración, es el mejor aliado de las formas simbólicas de todos los lenguajes artísticos. Y permanecen, tratando de prolongar su figura en la germinación del movimiento. Por eso son el espacio más fecundo del desbordamiento de los límites de los lenguajes. Si el teórico trata de precisar los límites de los diversos medios expresivos, el artista, partiendo de su conocimiento, trata continuamente de superarlos. Renovación y creatividad es un continuo transgredir los límites de la significación aceptada, cuya germinación es siempre un azar.

Examina ampliamente las diversas teorías sobre el lugar de origen de las imágenes, afirmando que el carácter de permanencia de la imagen en sus diversas figuras quizá no sea la eternidad, la transcendencia de la forma. Las imágenes son siempre prolongación y medida de lo humano, criaturas de luz en este mundo de sombras. Germinan antes que el signo introduzca sus límites, porque nacen en la raíz de la cultura, en el espacio de la transmisión oral de la vida. La «eternidad» de las imágenes consiste en la fugacidad de su sentido, que se dilata en la comunidad de los hombres que viven y mueren la continuidad de una misma experiencia de cultura.

La imagen nace en el marco simbólico de una tradición determinada como puente tendido entre la fugacidad de nuestra vida y su anhelo de perduración. Es una experiencia de superación de los límites utilizando como material precisamente lo más ilimitado. En la imagen se encuentra precisamente la transcendencia del tiempo, la unidad de la vida y de la muerte. Por eso poseen una doble faz: son imitación o sombras del [552] mundo de los cuerpos sensibles, pero son también visualización de lo invisible, lo permanente, la aspiración a perdurar.

Las imágenes son transgresión continua de la realidad, pero desde la misma realidad: con Rilke, más allá de las imágenes no hay nada. Las imágenes, espejos simbólicos, nos muestran la otra cara de nosotros mismos, la condensación simbólica de la experiencia de la fugacidad y del devenir, lo único que alcanza perduración. En la imagen encontramos no sólo el fluir del reconocimiento, el espejo de la identidad, sino que esa identidad transita por el fluir del tiempo, hasta alcanzar lo venidero. Las imágenes aparecen como formas perdurables de conocimiento, como vías de entrañamiento de la realidad. La imagen queda en sus múltiples sentidos y figuras: el concepto transita. Las imágenes suponen la convergencia de valores, ideales y sentimientos de un grupo humano en determinadas experiencias individuales de sentido, que producen una especie de «salto simbólico» de nivel en la universalización de lo recibido, proporcionando así nuevos elementos de identificación al grupo.

En tiempo de crisis del modelo de identificación e identidad, como el nuestro, la mirada persigue en la unidad de la imagen la epifanía de lo nuevo, lo humano naciente, que se debe experimentar necesariamente en la movilidad de la expresión sensible. La expresión pasará, pero la imagen perdurará como continuo intento de transgredir la realidad, de hacer perdurar el fluir. Religión y arte son los lugares de privilegio de las imágenes. Ante la crisis de la religión, puede ser el arte el camino del encuentro de la identidad perdida.

Otras intervenciones y Seminarios

Por falta de espacio debemos hacer mención de las exposiciones de Gerard Vilar y Ana Lucas, La última figura de la tragedia, en la que a partir de la definición de tragedia como conflicto sin solución que finaliza en la muerte, y del análisis histórico, pedagógico y artístico de las diversas figuras de la misma, se consideraba la última figura de la tragedia, el [553] proletariado, abocado a la desaparición o la muerte. Ley divina y ley humana, de Celia Amorós, en que se planteaba el discurso feminista a partir de la Antígona de Hegel y su concepto de eticidad. De los cinco Seminarios programados, se tuvieron tres, siendo muy interesante el presentado conjuntamente por J. M. Ripalda –El siglo del Sol. Comentario stándar a Hegel–, Víctor Gómez Pin –La ley en la «Ciencia de la Lógica» y sus comisiones– y Francisco Jarauta –¿Por qué Hegel abandona Eleusis?-. Los otros Seminarios fueron Injusto con los hechos, por L. J. Álvarez, J. M. García Serra y García Morán, y El problema de las leyes en la metodología científica: el caso de las leyes de tendencia, de J. Francisco Álvarez.

El próximo Congreso

Como ya es habitual en estos Congresos, en la Sesión de Clausura, sin vino ni autoridades, sin formalidad, pero con seriedad, se pusieron las bases para el próximo Congreso, que tendrá como Presidente a Antonio Pérez, elegido en Córdoba. En primer lugar se eligió Vicepresidente, cargo que recayó, tras varias votaciones, en Juan Luis Pintos, eficaz organizador de este Congreso. La sede del próximo Congreso será San Sebastián; Pamplona quedó como sede suplente. El tema preferido por la mayoría, Crisis de la modernidad y crisis del sujeto, es todo un símbolo conclusivo del Congreso, sobre todo si tenemos en cuenta que se rechazó, entre otros, algún tema relacionado con el aniversario de la muerte de Carlos Marx.

La impresión general del Congreso es positiva: ambiente agradable, lugar de encuentro y convivencia, intercambio de ideas, polémicas siempre gratificantes, lo que permite augurar a estos Congresos un futuro seguro, a pesar de muchas defecciones y, en este año, de la incomprensible organización simultánea del Congreso de Oviedo del profesor Gustavo Bueno, otrora uno de los oficiantes mayores. Por otro lado, es difícil hacer un balance de la onda general de las ideas flotantes por este Congreso. En las ponencias, y también en general, el ambiente «eticista» superó al «naturalista». Hay una cierta [554] unanimidad a la hora de señalar el punto de partida de la situación actual del hombre: la pérdida del sujeto, la crisis del hombre como persona, la crítica a la sociedad actual. También parece haber unanimidad en señalar la dificultad de encontrar soluciones: podríamos decir que sólo queda el oponerse, el transgredir, pero sin ningún convencimiento de la meta, rechazando incluso esta meta posible. Tal estado de desconfianza está justificada ante los continuos fracasos de las distintas salvaciones que han finalizado en opresiones de otro signo. Tal vez lo más interesante sea este permanecer en la búsqueda, en abrir caminos prácticos, individuales, que nos haga encontrarnos y reconciliarnos como sujetos. Limitaciones y desconfianzas teóricas, junto a aperturas prácticas y «sagradas transgresiones», pueden señalar el camino de la permanencia del fluir. Sin formalidad, pero con seriedad.

Máximo Marina

{Estudios filosóficos, Valladolid, vol. XXXI, nº 88, 1982, págs. 539-554.}

 
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