Filosofía en español 
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Gustavo Bueno

Principios de una teoría filosófico política materialista

Oviedo, 15 de febrero de 1995
E00-TEM1.01
advertencia

El texto que sigue recoge una primera exposición oral destinada a bosquejar las líneas que, desde el materialismo filosófico, se supone que habría que trazar para dibujar la estructura de una teoría política susceptible de ser utilizada dialécticamente en confrontación con otras teorías políticas alternativas que puedan ser aplicadas a la sociedad política cubana. En lo que sigue se exponen únicamente las líneas más generales y programáticas de esta teoría y en modo alguno se pretende ofrecer aquí y ahora un desarrollo mínimamente adecuado de sus problemas. Buena parte de las ideas aquí expuestas encuentran un desarrollo más preciso en Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las “ciencias políticas” Logroño 1991; y El mito de la cultura (ensayo de una filosofía materialista de la cultura) Barcelona 1995.

 
1.1. ¿Qué es una teoría filosófico política?
 

§1. Teorías teológicas, científicas y filosóficas

1. El concepto de teoría cobrará diferentes significados según los términos a los que se oponga. Los principales términos a los que se suele oponer son los siguientes: praxis, verdad y modelos (hechos). En efecto, unas veces a la praxis se contrapone la teoría, como contenido propio de una vida especulativa, alejada o incluso contrapuesta a la realidad práctica (Kant examinó en un conocido ensayo la cuestión: «Sobre el lugar común: esto puede ser verdadero en teoría pero no lo es en la práctica»). Otras veces, teoría, en cuanto opuesta a verdad contrastada, significa algo equivalente a hipótesis, suposición, &c. (así ocurre en los usos del término «teoría» en contextos policíacos: «el detective sostiene la teoría de que el asesino estuvo en Londres el día antes del crimen»). Por fin, en otras muchas ocasiones, «teoría» se opone a «hecho» o a «modelo» (una teoría suele implicar varios modelos coordinados entre si: la teoría atómica supone la coordinación del modelo de átomo de hidrógeno, del modelo de átomo de silicio, &c.).

Sin embargo, y sin perjuicio de estas contraposiciones semánticas, es preciso reconocer que hay situaciones en las cuales tales disociaciones no se producen ni pueden producirse: hay situaciones prácticas que carecen de sentido al margen de la teoría (¿cómo podría llevarse adelante la práctica de los vuelos espaciales al margen de la teoría mecánica y astronómica?). También hay que subrayar enérgicamente que cuando la teoría alcanza su plenitud es precisamente cuando alcanza su verdad (la teoría de la evolución, que en la época de Darwin pudo ser entendida como una simple hipótesis, hoy significa precisamente la verdad misma de la evolución; acaso la primera teoría que en la historia de la ciencia pueda citarse como teoría que sólo porque se tomó como verdadera –según la franja de verdad correspondiente– pudo rendir sus extraordinarios resultados prácticos, fue la teoría de Eratóstenes sobre la longitud del perímetro terrestre, puesto que esta teoría determinó los viajes colombinos gracias a los cuales, y concretamente con el viaje de Elcano, logró ser verificada por primera vez desde el punto de vista práctico y empírico). Por último las teorías, desde un punto de vista gnoseológico, son efectivamente construcciones de un nivel de complejidad mayor que el que corresponde a los modelos o a los hechos; por otra parte hay consenso entre la mayor parte de las escuelas de teoría de la ciencia en lo que concierne a la subordinación que todo hecho tiene con respecto a alguna teoría (propiamente no hay «hechos puros» o aislados; el «hecho» implica alguna teoría, implícita o explícita).

2. El campo de la política es un campo eminentemente práctico, sin duda, pero tal que depende de multitud de presupuestos empíricos, ideológicos, históricos, &c., contrastados en diverso grado, de modelos sometidos a discusión, &c. Todos estos presupuestos, hechos, modelos o intereses implican elementos muy heterogéneos y diversos, cuyas composiciones nos llevan, por tanto, a teorías implícitas o explícitas y eminentemente, a teorías que pretenden ser (dentro de la «franja de verdad» a la que puedan tener acceso) verdaderas.

Ahora bien, una teoría no es una construcción que garantice, en cuanto a su teoreticidad, la verdad; las teorías son muy diversas según el tipo de principios, de modelos y de hechos con los cuales se tejen. Cabe distinguir en realidad tres tipos o géneros muy diferentes de teorías, sin perjuicio de la analogía que entre ellas pueda establecerse desde el punto de vista de su estructura lógica. Los tres tipos que distinguiremos aquí son los siguientes: las teorías teológicas, las teorías científico positivas y las teorías filosóficas.

No es fácil establecer las líneas de demarcación entre estos tipos de teorías, y no faltarán propuestas que tiendan a reducir las teorías filosóficas a una forma residual de teorías teológicas, frente a otras tendencias que intentarán reducir las teorías filosóficas a la condición de teorías científicas, al menos cuando se pretenda diferenciarlas de las teorías teológicas (tal fue elobjetivo del «Manifiesto» de Husserl, La filosofía como ciencia rigurosa). Sin embargo la tesis que aquí mantenemos insiste en la necesidad de distinguir entre estos tres tipos de teorías, que pueden ejemplificarse objetivamente con multitud de ejemplos históricamente contrastados. La «teoría de la transubstanciación» de Santo Tomás de Aquino es evidentemente una teoría teológica, que utiliza la doctrina aristotélica del hilemorfismo para exponer el dogma cristiano de la eucaristía, según el cual los accidentes del pan y el vino pasan a inherir en la sustancia del cuerpo de Cristo. La «teoría de las ideas» de Platón es obviamente una teoría filosófica. La «teoría de la relatividad especial» de Einstein es una teoría científica (física).

El criterio que utilizamos para distinguir las teorías teológicas de las teorías filosóficas se basa, ante todo, en la idea misma de la racionalidad. Sin perjuicio de que una teoría requiera el ejercicio muy amplio de los procedimientos racionales de la deducción, la clasificación, la analogía; lo cierto es que la teología (considerada muchas veces como una ciencia por los propios teólogos escolásticos, cristianos, musulmanes o judíos) se autopresenta explícitamente como dependiente de unos «principios de fe» praeter rationales, es decir, incomprensibles por la razón humana (en el caso del cristianismo: el principio de la trinidad divina, el principio de la encarnación de la Segunda Persona en el Hijo de María y el dogma del pecado original); según esto la teología no pretendería propiamente reducir la fe a la razón, sino antes bien, utilizar la razón para mostrar hasta que punto los dogmas de la fe la rebasan y qué situación ocupan estos dogmas en relación con las verdades propias de la razón humana. El análisis del carácter anti racional de la teología (pese a sus pretensiones de constituirse como una ciencia) alcanza la mayor importancia política en el contexto de la teología de la liberación; pues en la medida en que esta teología de la liberación, por bien intencionada políticamente que ella sea, descansa en principios sedicentes suprarracionales, corta la posibilidad de un verdadero diálogo teórico con teorías científicas o filosóficas.

Las teorías científicas son teorías racionales ligadas a un material empírico, y como criterio de cientificidad, en su grado límite, tomamos el del cierre categorial (llamamos la atención sobre la ineficacia de criterios tales como el del «correlato empírico de las teorías científicas», dado que los teólogos suelen reclamar también sus propios correlatos empíricos, a saber, los «milagros», como hechos o «experiencias» pretendidamente evidentes e indubitables para quien tiene fe).

En función de la propia teoría del cierre categorial no podemos aceptar la consideración de la filosofía como una ciencia, en el sentido estricto. Las teorías filosóficas son teorías racionales –y en esto se diferencian de las teorías teológicas–, pero no son teorías susceptibles de cerrar categorialmente, dada la naturaleza del material sobre el que trabajan; un material que por formar parte de diversas categorías solamente puede ser tratado por procedimientos que, aun siendo racionales, ya no podrán ser científicos en sentido estricto. Son los procedimientos que tradicionalmente se llaman filosóficos. Esto no quiere decir que las teorías filosóficas puedan desarrollarse vueltas de espaldas a las teorías científicas; la propia «teoría de la ciencia» es una teoría filosófica (no puede ser científica, puesto que no hay una ciencia de la ciencia, es decir una ciencia capaz de establecer científicamente la estructura, unidad y relación de todas las demás ciencias) que, evidentemente, no puede llevarse adelante sin la consideración constante del estado que las ciencias alcanzan en el presente.

3. La teoría política no es una teoría científica en el sentido estricto; su carácter eminentemente práctico (beta operatorio, según la teoría del cierre categorial) determina esta circunstancia. De hecho ninguna de las teorías políticas disponibles son teorías científicas, pese a sus pretensiones (de carácter más bien enfático o propagandístico).

Existen sin duda muchas teorías teológicas de la política, desde San Agustín a Santo Tomás de Aquino, desde Suárez hasta Filmer o, para citarlas de nuevo, las diversas variantes que se engloban bajo la denominación de teología de la liberación. Hay motivos muy fundados que nos obligan a concluir sobre la naturaleza filosófica de cualquier teoría política que esté racionalmente conducida. Desde una perspectiva crítica es de la mayor importancia tener en cuenta la historia de la teoría filosófica política, diferenciándola de la historia de las teorías teológico políticas. Nosotros establecemos como cuestión de hecho (y desafiamos a quien niegue nuestra tesis, que proponga hechos históricos alternativos) que las primeras teorías políticas filosóficas (racionalistas) son las teorías de Platón y de Aristóteles (ni siquiera poseemos documentos anteriores de otras escuelas filosóficas griegas, por no referirnos a documentos orientales o de otras culturas). Es también de señalar, como una corroboración de esta tesis histórica, que encierra una gran significación pragmática, que la propia terminología de las teorías políticas que en nuestros días manejamos está acuñada y sistematizada precisamente en las obras de Platón y Aristóteles («democracia», «oligarquía», «anarquía»,...), a la manera como los propios conceptos que hoy manejamos en la teoría geométrica («circunferencia», «polígono», «hipotenusa»,...) fueron por primera vez definidos y sistematizados en las obras de los pitagóricos, de Teudio de Magnesia o de Euclides.

La teoría política es teoría filosófica dada la multiplicidad de categorías que ella tiene que atravesar (categorías sociológicas, económicas, antropológicas, etológicas, ...). Suponemos también que una teoría político filosófica, aunque «centrada» en torno al campo político, no es «exenta», y depende de las coordenadas más generales de la filosofía que se presuponga: no será lo mismo una teoría filosófico política desarrollada desde principios idealistas que una teoría filosófica desarrollada desde planteamientos materialistas.

§2. Estructura de los principios de la teoría filosófica. Principios primeros y principios medios (principia media)

Las teorías pueden clasificarse en teorías generales y teorías especiales; distinción sin embargo ambigua porque la generalidad puede tener un sentido distributivo o atributivo, y según que se tome en uno u otro sentido, las relaciones de una teoría general con las teorías especiales serán también diferentes. Como ejemplo de teoría general, en sentido distributivo, citaríamos la Teoría general de los sistemas de Bertalanffy; la generalidad de la TGS, dado su carácter distributivo, podría llamarse mucho más «pobre» que las teorías especiales de los sistemas (por ejemplo, la teoría de los sistemas termodinámicos o las teorías de los sistemas orgánicos). Como ejemplo de teoría general, en sentido atributivo, citaremos la teoría general de la relatividad de Einstein, cuyo contenido es más complejo y rico que el que corresponde a la teoría especial de la relatividad.

Una teoría filosófica no tiene por qué ser necesariamente una teoría general; la teoría filosófico política es sin duda una teoría especial, pero esto no implica, según hemos dicho, que ella no dependa de principios más generales de naturaleza filosófica.

Desde esta perspectiva la distinción fundamental que es preciso tener en cuenta al referirnos a una teoría político filosófica (o una teoría especial cualquiera) es la diferencia entre unos principios (explícitos o implícitos) de carácter último (a veces también se llaman «primeros»: Primeros Principios, en la obra de Herbert Spencer) y unos principios «medios». Por ejemplo, como principios últimos de una teoría médica habrá que reconocer a las doctrinas físicas actuales sobre los quarks, los gravitones o, en general, a las teorías sobre el núcleo atómico, y, por tanto, a una muchedumbre de principios astronómicos o cosmológicos; sin embargo parece obvio que partiendo de estos principios últimos sería absurdo obtener ninguna conclusión relativa al diagnóstico de una enfermedad o a la interpretación de un síntoma; por parecidas razones a como sería imposible (para tomar un ejemplo de Schròdinger) creer que ayudamos a nuestro sastre ofreciéndole las medidas necesarias para nuestro traje en unidades amstrong.

El gran peligro reside por tanto en la tendencia a interpretar las relaciones entre principios últimos y principios medios como un caso particular de las relaciones que se mantienen entre las premisas y las conclusiones, propias de una axiomática que va de los principios a las consecuencias. Los principios medios no derivan deductivamente de los primeros principios, lo que no significa que a estos no les corresponda un papel orientativo y organizativo de los principios medios, a quienes determinarán a seguir un curso u otro según su contenido. En el caso de la teoría política, advertiremos que si partimos de primeros principios tales como «Género humano», «justicia universal» o incluso «modo de producción», jamás podremos llegar a configuraciones regidas por principios «medios», tales como Francia, España, Cuba o Estados Unidos. No se trata de que aquellos primeros principios sean nomotéticos, universales, y estos principios medios se refieran a estructuras idiográficas o particulares; también el «género humano» es una individualidad, una estructura única atributiva, cuando se le considera desde la perspectiva de la teoría de la evolución; y, por su parte, las configuraciones que llamamos intermedias, están también cruzadas de relaciones nomotéticas.

Una distinción importante que conviene tener en cuenta es la que tradicionalmente se establece entre principios incomplejos y principios complejos o proposicionales. Los principios incomplejos se reducen principalmente a las definiciones (a los conceptos o a las ideas); los principios complejos se reducen principalmente a los postulados y a los axiomas. Sin embargo es necesario tener en cuenta que los conceptos o las ideas delimitados por una definición suelen estar previamente utilizados o ejercitados en proposiciones muy diversas, y en cierto modo estas ideas o conceptos no pueden ser considerados exentos de cualquier curso proposicional, lo que no significa que no puedan ser abstraídos de ellas, aunque no sea mas que por la circunstancia de que una misma idea o concepto puede figurar en proposiciones de sentido opuesto, contrario o contradictorio.

 
1.2. Los primeros principios de la teoría filosófico política materialista
 

§1. Hombre y Mundo

1. Sólo por desconocimiento del estado actual de la cuestión podría alguien pensar que es impertinente o intempestiva la decisión de regresar, en el momento de bosquejar la teoría filosófico política, como si se tratase de regresar ab ovo, hasta las ideas mismas de Hombre y de Mundo. El análisis de los diversos programas y planes políticos del presente demuestra que estas ideas no sólo están presentes en la teoría política sino, lo que es aún más significativo, que las diferencias entre planes y programas de diversas sociedades y opciones políticas tienen que ver precisamente con diferentes modos de entender las ideas de Hombre y de Mundo (o de su relación). Si las ideas presentes en política fuesen uniformes podría omitirse mejor su consideración, en cuanto «módulos» o factores comunes. De lo que tratamos aquí, en consecuencia, no es tanto de plantear el análisis indeterminado de las ideas de referencia sino de orientar el análisis en el sentido de buscar las implicaciones diferenciales de estas ideas con los problemas políticos del presente.

2. Desde muchos puntos de vista cabe afirmar que el regreso a las ideas de Hombre y Mundo, como principios pertinentes de la teoría filosófico política, constituye precisamente la alternativa paralela del regressus que la teoría teológico política lleva a cabo constantemente hacia las ideas de Hombre y Dios. Hablaríamos de una dualidad entre estas ideas. Sin perjuicio de la complejidad de la cuestión nos atendremos al esquema recién propuesto: lo que para la Teología política es el par de ideas Hombre/Dios, para la Filosofía política es el par de ideas Hombre/Mundo. Según este paralelismo la idea del Mundo estaría sustituyendo a la idea de Dios, en principio (puesto que también tenemos que considerar la sustitución de Dios por el Hombre), en la organización de la teoría política. Desde un punto de vista histórico, además, la sustitución de la idea de Dios por la idea de Mundo en la Epoca Moderna (sin perjuicio de sus precedentes antiguos, sobre todo en la tradición estoica), habría sido ensayada principalmente por Benito Espinosa, en su Tratado teológico político (si tenemos en cuenta la identificación que Espinosa presupone entre Deus y Natura).

Sin embargo, nuestra perspectiva, en esta ocasión, no es histórico genética, sino estructural. Por ello nos atendremos al paralelismo propuesto en principio, al paralelismo entre los principios de la teoría teológico política (en el sentido estricto de la Ontoteología, ya sea la de cuño medieval, ya sea la de la actual Teología de la liberación) y los principios de la teoría filosófico política materialista.

3. La oposición teológica Hombre/Dios implica diversos modos alternativos de entendimiento, que oscilan entre las siguientes tres concepciones, dotadas de caracteres políticos definidos:

a) Alternativa de la subordinación (en el límite: reducción) del Hombre a Dios: Teologismo político, cuya versión más importante, desde el punto de vista histórico, en la tradición cristiana, es el llamado «agustinismo político» (Alquié) y, en la tradición musulmana, el fundamentalismo chiíta.

b) Alternativa de la subordinación (en el límite: reducción) de Dios al Hombre: Antropologismo político o Humanismo trascendental; antropologismo que viene a recoger el sentido del humanismo de Hegel, o el de Feuerbach, pero cuya acción se deja ver también en algunas corrientes de la teología de la liberación. (Interpretamos el sentido de la filosofía de Hegel más que como una reducción de Dios al Hombre, como una reducción del Hombre a Dios, pero no en el sentido de la Ontoteología, sino dando como referencia de ese Dios al «espíritu humano» en su evolución). Una orientación análoga cabe advertir en muchas corrientes de la Teología de la Liberación. Parodiando a San Agustín (dice Boff, aunque desde las ideas de Joaquín de Fiore) podemos afirmar sin reparos: «La Historia está preñada del Espíritu Santo, en su vasta dimensión de pasado y presente en el cosmos, en los hombres, en las sociedades, en las religiones y de forma soberana en la religión cristiana». Algunos teólogos de la liberación, como Ronaldo Muñoz, se guían por el silogismo teológico fundamental. Es el silogismo que parte de una premisa mayor ofrecida por la fe y según la cual es el amor a los semejantes, inseparable del amor de Dios, el que impulsa a ayudar a los pobres y a liberar a los oprimidos. Pero sabiendo, entre otras cosas (premisas menores de razón) que la resistencia a aquella exigencia amorosa procede de los explotadores, concluye: «Luego el amor cristiano nos lleva hoy en nuestra situación concreta a constituir el socialismo, por el camino de la movilización popular y la lucha de clases».

c) El dualismo entre Dios y el Hombre, representado por la posición del tomismo medieval y, en nuestros días, por las posiciones políticas de las democracias cristianas. Esta tercera alternativa podría considerarse en cierto modo como una posición ecléctica o mixta de a) y b).

Desde un punto de vista filosófico es necesario suscitar la pregunta sobre el significado que al Mundo se le atribuye desde el principio teológico. Las respuestas no son unívocas; destacamos aquí aquellas que tienden a ver al Mundo como mero escenario de los problemas políticos derivados de las relaciones entre el Hombre y Dios, incluso como campo de batalla entre Dios y el Diablo (dentro de las coordenadas del llamado «pensamiento reaccionario», representado en España por Donoso Cortés, cuando por ejemplo, establecía supuestas correlaciones entre Anarquismo y Ateísmo, entre Monarquía y Monoteísmo, &c.). También es importante señalar la tendencia de la visión teológica de la política a considerar a la Naturaleza como instrumento o jardín inagotable ofrecido por Dios a la Humanidad, enteramente sometido a ella; en este sentido, la teología de la liberación propiciaría una visión pre-ecologista de la Naturaleza (aunque habría que exceptuar a las corrientes del franciscanismo).

4. En cualquier caso la transformación del dualismo teológico (Hombre/Dios) en un dualismo filosófico (Hombre/Mundo, o bien, en el dualismo que podemos considerar como una modulación suya, a saber, el dualismo Cultura/Naturaleza) conlleva un traspaso a la Filosofía de los esquemas teológicos, secularizados, a través de la identificación, explícita o implícita, de Dios con el Mundo, o también, en otras ocasiones, con el Hombre. La incidencia de estas opciones en la teoría política no deja de ser sorprendente. Distinguiremos estas tres alternativas:

a) La subordinación o reducción, en el límite, del Mundo al Hombre (sustituto, a veces, de Dios). Esta opción recoge las posturas del idealismo absoluto de Fichte o de Hegel, así como también muchas posiciones antropocéntricas actualmente renovadas en torno al llamado «principio antrópico». Desde el punto de vista de la teoría política, esta alternativa propicia una política «humanista» conducente al desarrollo creciente e indefinido de una humanidad infinita, incluso cuando se la considera demográficamente (la «colonización del Espacio»). Todo lo que existe se pondrá al servicio del hombre.

b) La subordinación o reducción, en el límite, del Hombre al Mundo (que ahora desempeñaría las funciones de Dios) tiene el sentido de una sumisión del Hombre a la Naturaleza, tratada como si tuviese algo divino. Incluso en ocasiones el Hombre llegará a considerarse como una entidad próxima al demonio: consideración del hombre como una plaga, desde el punto de vista de la ecobiología. «La especie humana en su relación con la Naturaleza tiene en muchos aspectos el comportamiento de una plaga: es un hecho frecuente que ciertas especies, en equilibrio hasta un determinado momento dentro de un ecosistema, se conviertan en plagas al desaparecer los controles o mecanismos feed-back que mantienen a la población dentro de unos límites definidos» (J. Terradas). «A pesar de que nos resulte molesto el admitirlo, la Naturaleza, antes de que se piense protegerla para el hombre, debe ser protegida contra el hombre... El derecho del medio ambiente sobre el hombre, no un derecho del hombre sobre el medio ambiente» (C. Levi-Strauss). «La Naturaleza tiene cáncer y el cáncer es el hombre» (A. Greggs). Desde el punto de vista político el ecologismo, los partidos verdes, &c. se mantienen dentro de esta alternativa.

c) La alternativa ecléctica, en donde se mantiene la oposición entre el Hombre y la Naturaleza como dos términos relativamente independientes aunque correlacionados. El materialismo monista, en la tradición del Diamat, se movía seguramente en esta concepción de la naturaleza, que propicia el desarrollismo de los planes quinquenales soviéticos y la previsión de un estado final de la Humanidad en el que el hombre se reconciliaría con una naturaleza inagotable y que canalizada por la tecnología humana haría posible la instauración de un comunismo final. Cabría citar aquí también el movimiento internacional desencadenado a propósito del llamado «proyecto Gaia» (J.O. Lovelock).

El dualismo que analizamos, sobre todo en alguna de sus variantes, puede también ponerse en relación con el concepto de alienación del Hombre con respecto a un estado originario (la comunidad primitiva) del cual habría salido en virtud de un proceso que recuerda el mito de la caída del pecado original.

5. El dualismo Hombre/Mundo, considerado desde los principios del materialismo filosófico, debe ser disuelto, o triturado, en cuanto reliquia de una visión teológica de la realidad. El procedimiento de disolución habrá de desarrollarse en dos frentes:la disolución de la Idea de Hombre como unidad metafísica, y la disolución de la Idea de Mundo (o, más modestamente, de Gaia) propia del monismo armonista.

Por lo que se refiere al «Genero humano»: será preciso tener en cuenta que no cabe hablar, desde el punto de vista antropológico, de un único «género» semejante. Desde un punto de vista taxonómico-primatológico se distinguen por lo menos tres o cuatro géneros de homínidas: australopitécidos, pitecantrópidos, neandertalienses y cromagnones.

El Mundo, por su parte, tampoco es una unidad sustantiva; el Mundo, como unidad, ha de ir referida al conjunto de los fenómenos con significado «organoléptico».

La doctrina del dualismo del Hombre y el Mundo se sustituye, en el materialismo filosófico, por la doctrina del espacio antropológico, que se organiza según tres ejes: el eje circular, el eje radial y el eje angular. Desde el punto de vista político el hombre habrá de ser considerado ante todo en el eje circular. Es aquí donde el materialismo histórico tiene sus principales efectos. Pero los contenidos incluidos en los ejes radial y angular no son en modo alguno homogéneos, ni susceptibles de ser pensados mediante categorías armonistas. Una biocenosis puede ser el mejor ejemplo del significado de esa tan admirada «unidad» de la Naturaleza: una biocenosis implica poblaciones de especies diversas conviviendo en una «armonía» más o menos estable, pero que implica la «explotación» y aún la muerte de los organismos que sean necesarios para la subsistencia de otros organismos heterótrofos. Desde el punto de vista político la concepción dialéctica y no armonista de la Naturaleza tiene un alcance de radio muy amplio, a la hora de formular programas y planes políticas «seculares»; así como también la consideración de los contenidos que se engloban en el llamado eje angular, cuya significación política puede deducirse de la importancia medible en términos de las inversiones económicas, atribuida no solamente en la antigua Unión Soviética, sino también en las actuales primeras potencias, a la investigación de los «extraterrestres» (proyecto Ozma, proyecto Seti).

§2. Individuo y Sociedad

1. He aquí un par de ideas que ha polarizado y aún polariza importantes concepciones de la política, enfrentándolas entre sí. Nos circunscribiremos a aquellas que suelen denominarse individualistas o colectivistas (a veces, socialistas). Lo que queremos sugerir es que estas polarizaciones de las doctrinas políticas han tenido lugar, en el terreno ideológico, precisamente en función de la oposición dualista entre el individuo y la sociedad, como si esta oposición fuese efectiva y real.

Las ideologías individualistas parten de la supuesta realidad del individuo humano, como centro de intereses y derechos irrenunciables y primarios, hasta el punto de que las demás entidades antropológicas, y muy particularmente las clases sociales, serán consideradas desde la perspectiva de un nominalismo radical («lo que existe es el hombre de carne y hueso, el hombre concreto; las clases sociales son simples nombres inventados por sociólogos o por la propaganda comunista»). Las ideologías individualistas tenderían a entender la política como un conjunto de estrategias orientadas a defender la naturaleza del individuo: el Estado, y sus leyes, se concebirán en función del individuo; incluso se sostendrá que el Estado procede de los individuos, iguales en su origen, y esto desde el Contrato social de Rousseau, hasta la Teoría de la Justicia de Rawls. En su exasperación esta concepción produce El único y su propiedad de Max Stirner. Desde el individualismo radical se reconocerá, sin embargo, la necesidad que cada individuo tiene de los demás, pero como una mera mediación hacia la edificación de su propia individualidad: la asfaleia (seguridad) de los epicúreos, el egoísmo ampliado de Le Dantec o incluso la ayuda mutua de Kropotkin, son ideas concebidas desde una perspectiva individualista. Un individualismo difuso pero muy activo está presente en nuestros días, en las sociedades industriales, que reconocen como derecho inalienable humano, la llamada «objeción de conciencia» (un concepto espiritualista y mentalista de estirpe claramente teológico cristiana, y más concretamente protestante; porque la «conciencia» a la que se apela no es la «recta conciencia» considerada por el tomismo católico, sino la «conciencia subjetiva» erigida en un Tribunal Supremo que reclama ante todo el respecto incondicionado de todos los demás).

Las ideologías socialistas o colectivistas, partiendo de este dualismo, adoptarán la perspectiva opuesta al individualismo: el individuo es una abstracción y lo concreto no es el individuo sino el grupo social o la sociedad. La conciencia puede ser una conciencia errónea o una «falsa conciencia», que no habría por qué respetar. El individuo aislado, incluso como concepto, es imposible y Robinson es un círculo cuadrado. No será el «yo», sino el «nosotros», el principio de todo planteamiento político.

2. Sin embargo Individuo y Sociedad son términos cuyas virtualidades reduccionistas no impiden que puedan ser yuxtapuestos. La oposición dualista entre estos términos, en la medida en que se les niegue su entidad incluso conceptual, habrá que declararla ideológica y artificiosa, puesto que no hay individuos sin sociedad, pero tampoco hay sociedad sin individuos. Y esto en virtud de principios estrictamente lógicos: el individuo es siempre el elemento de una clase lógica y la clase lógica (salvo la clase vacía) sólo es concebible en función de sus individuos. El individuo lo es siempre, por tanto, en función de una clase determinada: una célula es un individuo que repite una estructura constitutiva de la clase de las células; pero el organismo, como conjunto de células, es un individuo respecto de la clase de los organismos de su especie, por ejemplo, de la especie humana (la apariencia de disociabilidad que el concepto de clase distributiva parece reclamar respecto del concepto de clase atributiva, o recíprocamente, se reduce a la disociabilidad de una clase distributiva de determinada materia respecto de una clase atributiva de materia diferente). Por lo demás las clases son o bien distributivas o bien atributivas: para cada materia, estos tipos de clases son dimensiones inseparables, conjugadas. Pero si son conceptos conjugados tendremos que concluir que el individualismo es únicamente un concepto reductivo mal formado, como lo es el colectivismo. Es imposible una política de clase o de grupo que no cuente con los individuos, dotados, en este caso, de un equipo etológico determinado. Son conocidos los peligros de las políticas colectivistas que no han tenido en cuenta los «intereses» y las exigencias «etológicas» y psicológicas de las vidas individuales que han pretendido sacrificar «al Género humano» las generaciones presentes de quienes creían en él. Las relaciones entre el individuo y la sociedad, en Política, pueden equipararse a las relaciones entre el punto y la recta en Geometría. Los puntos son abstracciones, al margen de su condición de intersección de rectas, y las rectas son sólo colineaciones de puntos. Y,en todo caso, rectas y puntos son componentes abstractos de superficies y estas de volúmenes.

Por lo demás, el par abstracto Individuo y Sociedad es un dualismo que se aplica preferentemente, antes que a la Antropología, a la Zoología y a la Botánica, en donde tiene algún sentido distinguir entre los organismos y las sociedades de organismos (poblaciones, comunidades y biocenosis). Es cierto que las sociedades animales, particularmente las sociedades de insectos, han sido muchas veces tomadas como modelos de las sociedades políticas (Virgilio se refiere, en sus Geórgicas, a los enjambres de abejas como modelo del Principado –el de Augusto– propuesto al pueblo romano; Mandeville ofreció también una famosa fábula que fue muy considerada por Marx).

3. En el campo humano la relación Individuo/Sociedad cobra una modulación peculiar: la sociedad humana transporta a los individuos orgánicos a una esfera supraindividual, como es la sociedad humana, particularmente conformada a partir de la constitución de las ciudades. En este sentido puede afirmarse, con Aristóteles, que el hombre es un animal político (pero siempre que el adjetivo «político» se traduzca como lo relativo a la polis, es decir, a la ciudad, y no se traduzca por social, puesto que en este caso la definición de hombre como «animal político» no lo diferenciaría de las aves o de los insectos). El lenguaje humano demuestra hasta qué punto el individuo humano en cuanto tal, considerado como una sustancia, es una pura abstracción, puesto que ningún individuo humano habla originariamente consigo mismo. El lenguaje y las normas en virtud de las cuales los individuos se configuran existen originariamente en forma de relaciones que sólo cuando lleguen a ser simétricas y transitivas podrán también asumir la forma de la reflexividad («pensar es el diálogo del alma consigo misma», decía Platón; aun cuando, desde un punto de vista materialista, este «pensar reflexivo» ha de considerarse no como un proceso originario, sino a lo sumo como algo que deriva continuamente de las interacciones sociales entre los individuos).

En nuestra tradición esta nueva figura, que es el individuo que llega a reflexivizar, en gran medida como consecuencia de una institución social, las relaciones sociales, y que, por tanto, no podría considerarse como mero elemento de un grupo (de una banda, de una población, &c.) sino una parte responsable constitutiva de la sociedad política, es el individuo personal, o la persona. Persona significa, en efecto, la máscara que, para hablar, se ponían los actores trágicos; la idea de persona, sin embargo, fue desarrollada por los Concilios católicos de Nicea y de Efeso, al tratar de establecer las relaciones entre el individuo «hijo de María» y su personalidad divina. La definición lógica más ajustada que el materialismo filosófico puede dar de la persona humana tendrá en cuenta el proceso de reflexivización de determinadas relaciones que han debido comenzar por ser simétricas y transitivas (por tanto, sociales). La persona humana, por tanto, no es ningún espíritu puro o ninguna conciencia sustantiva; es un sujeto corpóreo que, en el proceso histórico, se convierte, por institución histórica, en sujeto de derechos y de deberes, en cuanto sujeto racional (racionalidad que está a su vez ligada a su estructura corpórea, a sus manos). La persona humana, por tanto, es un «producto» histórico (no podríamos referirnos al «hombre de Neanderthal» como «persona de Neanderthal»); es una institución «artificial», lo que no quiere decir que haya de ser, por ello, «inconsistente», en cuanto dotada únicamente de la unidad extrínseca propia de un «todo per accidens». El dodecaedro regular no es una figura natural, sino artificial, pero difícilmente podríamos encontrar en la «Naturaleza» estructuras más trabadas y consistentes.

Por lo demás, todos los contenidos del individuo orgánico se recuperan de algún modo, por anamórfosis, en la persona individual, cuya constitución tiene lugar en la sociedad política. Sin embargo, los problemas de la Etica, de la Moral y del Derecho aparecen en este punto.

Con frecuencia se tiende a equiparar los términos de Etica y de Moral, o bien se establece una distinción enteramente gratuita, aunque muy extendida, entre Etica y Moral, considerando a la Etica como el tratado «académico» de la Moral. Esta distinción, además de gratuita, es muy peligrosa desde el punto de vista filosófico, pues implica la tesis según la cual la conducta moral puede mantenerse al margen de cualquier tipo de filosofía (mundana o académica), que quedaría reservada a los profesores; en tanto que la «vida moral» se entregaría a la intuición o al sentido inmediato de los valores (la máxima de Wittgenstein, «No pienses, mira», puede ser enmarcada en esta dirección). Pero los significados de Etica y de Moral, tal como la investigación filológica y el uso que el lenguaje español actual confiere a estos términos, impiden una distinción semejante. Cuando se pide que los políticos o los ciudadanos se comporten «con ética» no se les quiere decir que estudien tratados de moral, sino que desarrollen las virtudes éticas. Desde el materialismo filosófico la Etica y la Moral incluyen normas que van referidas a los individuos corpóreos, bien sea porque estos se consideran desde una perspectiva distributiva (Etica), bien sea porque estos se consideran como formando parte de un grupo o totalidad atributiva (familia, clase social, nación, &c.). La Etica se refiere a la conservación y elevación del individuo en su condición de sujeto corpóreo «distributivo»; por consiguiente las virtudes éticas fundamentales, siguiendo la terminología de Benito Espinosa, son la fortaleza, junto con sus dos modulaciones propias, la firmeza y la generosidad. El mal ético por excelencia es, según esto, el asesinato; un mal ético característico de las sociedades políticas son las violaciones del habeas corpus (sin embargo, la mentira puede tener una función ética positiva en determinadas circunstancias). Las normas morales, en cambio, regulan el comportamiento de los individuos en cuanto miembros del grupo; por consiguiente estas normas atienden sobre todo a la conservación e incremento del grupo en el contexto de los demás grupos o individuos. Las normas éticas y las morales pueden entrar en conflicto: las consignas de una banda terrorista llevan a veces al asesinato de ciudadanos con los cuales los asesinos no dejarán de tener indudablemente compromisos éticos (a veces el asesino es miembro de la familia del asesinado: Rómulo matando a su hermano Remo, por haber violado la norma moral que estaba a la base de la fundación de la ciudad, puede servir de símbolo al conflicto entre ética y moral). Los conflictos entre las normas éticas y las normas morales de una sociedad intentarán ser resueltos mediante las normas jurídicas. El Derecho, según esto, podrá definirse como el conjunto de normas que, teniendo en cuenta las costumbres (los mores, la moral, y, mejor dicho, las diferentes morales de los diferentes grupos que integran una misma sociedad política) trata de conciliar estas costumbres con las normas éticas, referidas a los individuos personales (los llamados «derechos humanos» tienen preferentemente un contenido ético cuya realización requiere la difícil abstracción de múltiples normas morales actuantes ligadas a la raza, al sexo, a la cultura, a la religión, &c.). En cualquier caso, al menos desde un punto de vista materialista, hay que tener en cuentaque las virtudes éticas no pueden derivarse del supuesto de una subjetividad pura, dado que la subjetividad ética, por su consistencia material, necesita de un mínimum de condiciones de vida por debajo de las cuales la degradación ética es inminente (es imposible, por ejemplo, esperar y menos aún exigir una conducta generosa a quien está muriéndose de hambre). En este sentido las condiciones para una conducta ética de los ciudadanos han de ser puestas también, en cierto modo, por los propios planes y programas políticos.

§3. Sociedad, Cultura, Historia

En el proceso evolutivo (anamórfico) por el cual los individuos, vivientes en el mundo, se transforman en personas constitutivas de las sociedades políticas, aparecen estratos o líneas categoriales relativamente independientes desde el punto de vista esencial, aun cuando existencialmente marchen entretejidas internamente las unas con las otras. Independencia no significa, por tanto, «aislamiento», cuanto ritmo propio de desarrollo, mantenido en medio del entrelazamiento. La teoría política no podría volverse de espaldas a estas diversas líneas sobre las cuales la praxis política tiene que operar.

1. Las estructuras «sociales» se desarrollan según ritmos propios que dependen, en las sociedades humanas, de los intereses y determinaciones ligadas a diversos subconjuntos del todo social (desde las clases por edad, sexos, familias, profesiones, confesiones religiosas, &c., hasta aquellos grupos o estratos que sustentan la llamada «opinión pública»). Los ritmos sociológicos se definen, principalmente, como determinados por estos «subconjuntos», en función de las interacciones sincrónicas entre ellos, a partir de las cuales se constituyen como un «presente social».

2. Lo que suele englobarse bajo el rótulo de «cultura» (en al medida en que pueda distinguirse de «sociedad») tiene que ver más con los ritmos y determinaciones procedentes, no ya tanto de los intereses sociales del presente, cuanto de las líneas objetivas de composición de los contenidos supraindividuales y particularmente extrasomáticos, en la medida en que estas líneas objetivas no tengan por qué plegarse puntualmente a los «relieves sociológicos», como algunos pretenden («la cultura de una época es un mero reflejo de la sociedad de esa época»; «cultura y sociedad son como el anverso y el reverso de una hoja de papel carbón», decía Kròber). Las pirámides escalonadas aztecas, o las mayas, no se agotan en su función «expresiva» de la sociedad azteca o maya de hace siglos; tienen otras leyes que nada tienen que ver con las leyes sociales. Mucho más habrá que decir de los procesos tecnológicos más desarrollados. Podrá afirmarse, por tanto, que las formas culturales no se agotan en su condición de expresión (o símbolos expresivos) de la sociedad, puesto que a veces desbordan los límites de la sociedad en la que se incubaron, contribuyendo incluso a moldear esa misma sociedad. Tanto como decir que el Ford T fue la expresión de la sociedad yanqui de principios de siglo podría decirse que la sociedad yanqui del presente fue moldeada en gran medida por el Ford T (algo similar habría que decir de la sociedad española, en la época del franquismo, en relación con el Seat 600).

Los planes y programas de una sociedad política, jamás se establecen «en el vacío», sino desde un estado determinado de una sociedad determinada y desde unas líneas determinadas de la cultura objetiva. Esto significa que todo plan o programa político, particularmente los programas revolucionarios, que no tengan en cuenta las configuraciones sociales y culturales desde las que dibujan (por ejemplo, porque proyectan sus planes o programas desde el hombre, en general) son necesariamente utópicos y fatuos. En gran medida, además, la acción política de una sociedad política estriba en coordinar, consolidar o desviar una determinada conjunción de formas sociales o culturales frente a otras formas sociales o culturales que se encuentran en competencia con las primeras.

3. La «historia» abre una perspectiva sui generis ligada a la naturaleza procesual de las sociedades humanas y de las formas calificadas de «culturales». El curso de este proceso manifiesta de un modo peculiar el alcance de esas formas sociales o culturales y dibuja líneas evolutivas o trayectorias de desarrollo que son necesarias para interpretar el significado de las formas sociales o culturales del presente. Y esto es especialmente importante en relación con los programas revolucionarios, en la medida en que la idea de revolución se dibuja precisamente en la perspectiva histórica (más que en la perspectiva social o cultural, que aporta, sin embargo, los contenidos a las «revoluciones sociales» y a las «revoluciones culturales»).

En efecto, las secuencias procesuales históricas no son meras secuencias que tengan lugar en el tiempo astronómico sino que ellas se estructuran en un tiempo causal interno, aquel en el que unas formas sociales o culturales influyen en otras. Desde esta perspectiva cabe afirmar que las categorías históricas más características, Pasado / Presente / Futuro, habrán de poder redefinirse en función de estas relaciones de influencia. He aquí un esquema posible para una tal redefinición: el conjunto de grupos o personas susceptibles de influirse recíprocamente (aunque no necesariamente de modo simétrico) las unas en las otras constituye el ámbito de un Presente histórico; el conjunto de aquellas personas que influyen en un Presente (en sus personas o en sus cosas) sin que éste pueda de ningún modo influir sobre aquellas constituye el Pasado histórico de ese Presente; y el conjunto de aquellas personas (o cosas) sobre las cuales desde un Presente dado puede influirse determinadamente, sin que sea posible la influencia recíproca, constituyen el Futuro histórico de ese Presente. Estas ideas suscitan de inmediato la distinción entre los programas políticos que se refieren al Futuro y los que se refieren al Presente; y sobre todo suscitan la cuestión (en la teoría de la revolución) relativa a la posibilidad de programas y planes políticos revolucionarios no referidos al presente histórico.

La determinación de las líneas de los procesos del pasado en fases, épocas (cíclicas o sucesivas), así como la progresión de las diferentes épocas pretéritas tienen un significado político de primer orden y ninguna teoría política podría desarrollarse a espaldas de estos principios de la filosofía de la historia que, al mismo tiempo, se realimentan de los planes y de los programas políticos. Especialmente cuando tenemos en cuenta que los programas y los planes políticos para el futuro sólo pueden entenderse a título de prolepsis fundadas sobre la anamnesis del pretérito. Nadie podrá negar que los célebres períodos que el materialismohistórico estableció (comunidad primitiva, modo de producción asiático, esclavista, feudal, capitalista, &c.) están en función de premisas políticas (sabido es hasta que punto la supresión que la política estalinista llevó a cabo del modo asiático dependía de las peculiares premisas de la época estalinista). Otro tanto se diga de la visión de la historia que propuso recientemente Fukuyama o del propio concepto de «epoca postmoderna».

§4. Fines, Proyectos, Planes y Programas

Tradicionalmente el sentido fuerte de la idea de fin tenía que ver con el designio de una mente (nous) que se proponía, por sus prolepsis o proyectos, objetivos situados en un llamado futuro, a fin de pasar luego a su ejecución (el adagio escolástico decía: «el fin es primero en la intención y último en la ejecución»). El fin actuaba, de este modo, como una causa sui generis (causa final o teleológica) concatenada con las causas eficiente, material y formal (dentro de esta última solía incluirse a la causa ejemplar). El axioma metafísico establecía que todo lo que existe y obra lo hace con arreglo a un fin; de donde la necesidad de postular una Mente, o un Demiurgo, un Nous divino, diseñador de los cielos y de la tierra, de los organismos y de cualquier otro proceso teleológico, aunque este fuera incapaz, por su naturaleza, de elevarse a la conciencia de sus propios fines, planes o programas.

Ahora bien: aunque el materialismo niega la existencia de entidades metafísicas, de mentes o de espíritus del mundo, del demiurgos o del Nous, sin embargo no tiene por qué negar también las categorías teleológicas o finalistas. Lo que se hace preciso, en cambio, es reinterpretar estas categorías del modo más adecuado.

El materialismo filosófico propone la reconstrucción de las ideas teleológicas, en sus más diversas modulaciones, a partir de la idea de identidad. Según esto, finalidad dice identificación sintética entre un proceso [o configuración] y su resultado [contexto] cuando este resultado [contexto] se nos muestre como condición necesaria para la constitución de la unidad del propio proceso [configuración] como tal; por tanto, gracias a la finalidad, el referente se «auto-sostiene» (incluso se «re-produce») como tal, lo que significa que la multiplicidad (procesual o configuracional) de partes de que él consta, está ordenándose y de suerte que la ordenación sea constitutiva de la unidad según alguna de las formas de alternativas posibles (en el límite: una sola) por las cuales las partes de esa multiplicidad podrían, desde luego, relacionarse (combinarse, componerse) entre sí o con terceras partes (de otras multiplicidades del entorno). Desde esta perspectiva, el fin se opone a lo des-ordenado, a lo in-definido o in-determinado, a lo amorfo, caótico, al azar; y, ello, y a pesar de las pretensiones del «arbitrismo» de la libertad de la voluntad, cabe reconocer un nexo profundo entre la finalidad y la necesidad («donde quiera que haya finalidad –dice Aristóteles, Física II, 200a– las cosas no se mantienen al margen del orden de la necesidad»). Otra cosa es que la necesidad hubiera de ser concebida como absoluta o como unilineal. Es suficiente que la necesidad sea sólo relativa a la unidad procesual o configuracional del referente; es suficiente que la necesidad sea multilineal, es decir, no una necesidad lineal pero si de «elección» entre alternativas diferentes convergentes, una necesidad alternativa entre un subconjunto de posibilidades (llamadas equifinales) que, sin embargo, constituyan una selección dentro de un conjunto amorfo o desordenado de posibilidades combinatorias. El orden de la finalidad (sobre todo de la procesual) es un orden muy próximo al orden inherente a la idea de función (como correspondencia aplicativa, es decir, «unívoca a la derecha», ya sea pluriunívoca, ya se uniunívoca). Pues una aplicación dice una ordenación y selección de una línea hacia un «punto terminal»; y, en la medida en que las aplicaciones tienen lugar en los más diversos procesos causales, también la finalidad (el tratamiento formal sintáctico de las aplicaciones se basa en la abstracción de las conexiones materiales entre los conjuntos original y terminal que se consideran dados; pero en el momento en el cual se reconoce a un término como formando parte semántica del antecedente, la idea de fin reaparece). Un «sistema dinámico» determinista es un sistema de-finido (es decir, determinado según un cierto modo de finalidad); aunque también un sistema «caótico determinista» puede –por su determinismo, más que por su caoticidad– considerarse de-finido siendo ahora los fines los llamados «atractores» (por ejemplo, el «punto fijo») susceptibles de ser dibujados en el espacio de fases del sistema. También para Aristóteles las causas finales se caracterizaban por su capacidad «atractiva» –a diferencia de la capacidad impulsiva de las causas eficientes– (cabría eliminar las connotaciones animistas de la idea aristotélica de fin teológico redefiniendo al Acto Puro como el atractor que se dibuja en el espacio de fases de los astros que se mueven eterna y circularmente).

Entre las diferentes modulaciones de la idea de fin destacamos aquí las que llamamos modulaciones de la finalidad lógica y modulaciones de la finalidad proléptica.

El sujeto operatorio interviene siempre en la génesis de los sistemas finalísticos, sistemas que incluyen la idea de fin (puesto que las identidades presuponen siempre un sujeto operatorio que interviene en la conformación del referente). Pero aquí nos atenemos a las estructuras de tales sistemas finalísticos, resultantes de la «composición» entre el referente y el fin. Y la composición resultante puede inclinarse hacia una de estas dos opciones:

(a) Una composición que, en su estructura, no contenga el sujeto operatorio. Cabría decir: una composición «inmediata» (respecto de la mediación específica de un sujeto operatorio, animal o humano). Hablaremos, en estos casos, de finalidad según el modo material, o también de finalidad lógica. La idea de finalidad se aproxima ahora asombrosamente, otra vez, a la idea de destino, incluso de «sino» de un proceso en marcha, cuyo término se supone ya predeterminado. Cuando logramos recomponer un jarrón, roto en pedazos, en todas sus piezas menos una, el conjunto de estas piezas con-forman el contorno de la pieza que falta; cuando tomamos esta pieza y la encajamos en el resto, decimos que ella está destinada a llenar el hueco, que se adapta a su contorno vacío, que se conforma a él; para el jarrón recompuesto, la pieza que falta es su fin, y no es propositivo, pues suponemos que las líneas de fractura se produjeron al azar. La finalidad atribuible a un rayo de luz que al incidir, con un ángulo dado sobre una superficie se refracta, es la misma identidad de ese rayo de luz con el refractado en tanto es una selección, según la ley de Snell entre otras infinitas direcciones posibles. Decimos que el rayo incidente tiende o está destinado a refractarse siguiendo una «direccionalidad» o finalidad que, obviamente, carece de toda intención propositiva. La finalidad atribuida a las alas del cuervo («para volar») carece también de todo significado propositivo: al batir sus alas, el cuervo vuela,obedeciendo a su sino, según una trayectoria de-finida; el nexo entre el referente (las alas del cuervo) y su fin (el vuelo del cuervo) es un nexo lógico inmediato (respecto de cualquier propositividad), inscrito en la misma estructura de las alas, cuyo concepto no se hubiera conformado al margen del vuelo del ave (el vuelo tiene, con las alas del cuervo, un nexo estructural en el plano procesual, del mismo orden que, en el plano configuracional, mantiene la cabeza del fémur de nuestro ejemplo anterior, con su acetábulo). La finalidad material o lógica equivale, por tanto, a una recomposición de las partes o momentos de un todo que previamente se había des-compuesto.

(b) Cuando la composición entre el referente y el fin tiene lugar por la mediación de un sujeto operatorio, que es el que aplica el fin al referente, entonces podemos hablar de fin proléptico. Pero un sujeto proléptico no tiene por qué ser entendido como un sujeto capaz de representarse el fin futuro –lo que es absurdo–; es suficiente que el sujeto se represente un análogo del resultado [o contexto] del proceso [o configuración]. El hombre Neanderthal que fabricó un hacha musteriense no se representaba el hacha que iba a construir (y aún Marx, recayendo en un lenguaje mentalista, ponía la diferencia entre el arquitecto y la abeja en que aquel «se representaba el edificio antes de construirlo», mientras que la abeja no se representaba el panal); pero tampoco sus manos empuñan unas piedras golpeándolas contra otras al azar. Sus manos van dirigidas, pero no por el hacha futura, sino por alguna forma pretérita: la prolepsis procede de la anamnesis. Dicho de otro modo: no es la representación intencional del hacha futura lo que dirige la ejecución de la obra («el fin es primero en la intención, último en la ejecución»), lo que dirige la nueva hacha es la percepción del hacha pretérita –o de la piedra cortante que hubiera sido ya utilizada como hacha–, es decir, es el hacha pretérita aquella que dirige –como la regla al lápiz– los movimientos de las manos del artesano (demiurgo), a fin de reproducirse, con las transformaciones consiguientes, en el resultado. (El análisis de la idea de finalidad desde la perspectiva de la identidad esta desarrollado en Gustavo Bueno, «Estado e historia (en torno al artículo de Francis Fukuyama)», El Basilisco, segunda época, nº 11, 1992, págs. 3-27.)

Desde el punto de vista de la teoría política importan principalmente los fines prolépticos, aun cuando la finalidad lógica inscrita en los procesos históricos de larga duración no podrá menos de ser tenida en cuenta si se quiere evitar el utopismo y el aventurerismo.

La principal distinción entre los fines prolépticos que debemos introducir aquí es la que media entre los planes y los programas. Los planes se definen principalmente en función de las personas a quienes los fines establecidos afectan; los programas se definen en función de los propios contenidos (impersonales) de los fines propuestos. Por supuesto un fin, en su significado histórico, es siempre un plan, y un plan implica siempre un programa (político, económico, religioso). Pero la indisociabilidad real de estas categorías no significa que no deban distinguirse.

En cuanto al criterio más homogéneo para distinguir de un modo sistemático los fines, los planes y los programas al que podemos referirnos es el que se funda en la oposición entre las ideas de todo y parte convenientemente moduladas (según la distributividad o la atributividad) en cada caso.

Según esto, los fines (intereses) los especificaremos inmediatamente o bien como fines generales (podríamos decir: nomotéticos) o como fines individuales (al menos, particulares, idiográficos). Un fin distributivo general sería la conducta optimizadora o económica (en el sentido de Bentham o de Stanley Jevons) que apreciamos actuante en el materialismo cultural de Marvin Harris: todos los hombres (cada uno de los individuos personales, en cuanto tales) se considerarán por el historiador o sociólogo como conduciéndose según el fin de obtener el máximo beneficio con el mínimo esfuerzo. Un fin particular individual será el proyecto según el cual decimos que Hernán Cortés «calculó» la conquista de la Nueva España.

Correspondientemente los planes quedarán especificados como universales (por ejemplo, intencionalmente al menos, el plan del que nos habla la Eneida como definición de la política del Imperio romano: tu regere imperio populos...) o como regionales (por ejemplo, el plan militar de desviación del río Halis que, según Herodoto, habría propuesto y ejecutado Tales de Mileto).

En tercer lugar, los programas se distinguirán según sean programas genéricos (en el sentido total o tendiendo hacia el) o bien programas específicos. Un programa genérico parece que habría de ser necesariamente abstracto (tal sería el caso del programa contenido en la Declaración de Derechos Humanos de 1789), mientras que un programa específico (aunque sea utópico) tomará la forma de un programa concreto (por ejemplo, la alfabetización acelerada de un determinado grupo social o de la universalidad de los hombres al modo de los programas de la UNESCO).

Por otro lado podría pensarse que los fines generales deben darse a través de los planes universales y de los programas genéricos para que todos ellos pudiesen alcanzar un significado histórico universal. Tal sería el límite al que tiende todo un complejo de concepciones de la historia que podríamos denominar «irenistas-anarquistas», en tanto llevan asociada la doctrina de la tolerancia universal hacia todo fin individual o hacia todo plan particular. Por nuestra parte nos parece evidente que los fines particulares se asocian con programas generales o estos con planes particulares, &c. El paradigma dialéctico operatorio sería el siguiente: los planes universales suelen ser fines particulares (incluso individuales) y programas especiales. Ello hace posible la paradoja de que los idiomas universales o las religiones universales (según su intención) carezcan de unicidad efectiva. «Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura», propuso Cristo a los apóstoles, según San Marcos (16,15). Pero entonces el plan universal cristiano (que afecta intencionalmente a toda criatura y no a las de una raza o pueblo) es un programa especial (predicar el Evangelio) y un fin particular (asignado a los especialistas religiosos, apóstoles o sacerdotes sucesores). (Estas cuestiones están más desarrolladas en Gustavo Bueno, El individuo en la Historia, Universidad de Oviedo 1980, 112 págs.)

§5. Sociedad Política y Sociedad Civil

La distinción entre sociedad política y sociedad civil suele ser invocada en nuestros días, una y otra vez, desde las más diversas instancias políticas (tanto las que tienen una orientación socialdemócrata como las que mantienen una tradición marxista y, desde luego, las que están afectas a las llamadas democracias cristianas).

Sin embargo la distinción es sumamente oscura y confusa y en modo alguno es una distinción de hecho, puesto que elladepende de las coordenadas filosóficas desde las que se opere. Concebir esta distinción como «exenta» demuestra un grado muy notable de ingenuidad filosófica.

Si nos atuviésemos a los componentes etimológicos de estas dos ideas nos sería ya muy difícil percibir distinción alguna: sociedad política dice referencia a la polis, que es la ciudad (y concretamente la ciudad-Estado); sociedad civil es la sociedad que tiene que ver con la civitas, que es precisamente la traducción latina del término griego polis. De hecho, en la teoría política de Aristóteles la sociedad civil es necesariamente sociedad política y recíprocamente; porque precisamente cuando los hombres alcanzan su estado personal más maduro es en la ciudad, es decir, en la sociedad política (independientemente de las formas históricas que el Estado adopte). La tradición aristotélica, que recoge también el espíritu platónico, se mantiene durante siglos y siglos a lo largo de las más diversas escuelas.

Las consideraciones anteriores serán suficientes para advertir el carácter problemático que tiene la distinción entre sociedad política y sociedad civil. Si, desde las fundacionales coordenadas aristotélicas, sociedad civil y política se identifican, ¿a qué puede deberse esa tenaz tendencia a su distinción?

Nos parece evidente que la distinción se inspira, de un modo más o menos encubierto, en la pretensión de reconocer la posibilidad de una sociedad humana que mantenga el nivel de una «sociedad de personas» al margen del Estado y por tanto de la sociedad política; más aún, la distinción estaría vinculada, de un modo directo o indirecto, a la tendencia a interpretar al Estado (o a la sociedad política en general) como un episodio pasajero, aunque acaso necesario, en la evolución de la humanidad.

El primer problema que suscita la distinción es por tanto el siguiente: ¿cabe hablar de una sociedad humana de personas previa a la constitución de la sociedad política? Desde un punto de vista antropológico suele darse por evidente esta posibilidad; el propio Morgan, considerado muchas veces como el fundador de la Antropología, distinguió la sociedad gentilicia de la sociedad política. Asimismo esta cuestión está vinculada con el debate en torno a si la Ciudad es una creación anterior o independiente de la constitución del Estado, o bien si la constitución de la Ciudad implica, de un modo más o menos inmediato, la propia constitución del Estado.

En la Antigüedad, y como consecuencia de la crisis de la polis griega (una crisis que no significó en modo alguno el fin de la sociedad política, sino por el contrario, su gigantesco fortalecimiento, mediante la transformación del Estado ciudad en los Estados helenísticos y muy particularmente en el Imperio romano) podemos señalar dos fuentes distintas, pero complementarias, en el origen de la distinción entre la sociedad política y la sociedad civil: el epicureísmo y el cristianismo.

Frente a los estoicos, que propugnaron la identificación de la sociedad humana con una sociedad política que estuviese orientada a la constitución de un Estado único universal (una «Cosmópolis»), los epicúreos propugnaron el repliegue de la sociedad política con objeto de constituir comunidades «de derecho privado» en las cuales pudiese llevarse a cabo la vida personal feliz. Estas comunidades estaban, sin embargo, instaladas parasitariamente en las ciudades, como jardines o huertos que llegaron a extenderse por todo el Mediterráneo. Este modelo epicúreo de sociedad no política, tampoco familiar, sino más bien comunal, es una de los primeros prototipos para la formación de la idea de una sociedad civil distinta de la sociedad política (otra cuestión a discutir es hasta que punto las comunidades epicúreas –y análogamente las comunas de nuestros días– sólo son posibles en el marco de una sociedad política que las tolera como tales y les suministra infraestructura y aun instrumentos de defensa ante terceras sociedades externas).

En cuanto al cristianismo, y para citar lo más importante, la Iglesia romana, particularmente después de Constantino, constituyó una sociedad inter-nacional sin precedentes en el mundo antiguo, que no podría circunscribirse a las coordenadas de una sociedad política, pero que tampoco podría considerarse (pese a las relaciones metafóricas a través de las cuales era representada la unión de los cristianos, a saber, las relaciones del Hijo con el Padre, o las «relaciones fraternales» entre los «hermanos en Cristo») desde las categorías antiguas de la familia (puesto que esta sociedad, en gran medida, estaba formada por sacerdotes célibes, a partir del siglo IV y V). De este modo la Iglesia católica, a medida que fue consolidándose en el trascurso de los siglos, fue presentándose como una alternativa permanente a las Sociedades políticas (a los Reinos) sucesoras del Imperio romano. La mejor formulación de esta situación nos la ofreció San Agustín en su contraposición entre las dos ciudades, la Ciudad terrena (Babilonia, Roma, es decir, la Sociedad política) y la Ciudad celestial o Ciudad de Dios (Jerusalén). Es precisamente esta Ciudad celestial –que, dicho sea de paso, desde una perspectiva positiva, no tenía nada de celestial puesto que era una «sociedad terrestre», aunque dispersa por el Imperio, y después por los reinos sucesores, a saber, la Iglesia romana– la que habrá que considerar, por consiguiente, como el verdadero núcleo en torno al cual se formará el concepto de sociedad civil. En este sentido el concepto de una sociedad civil, en cuanto contrapuesto al concepto de la sociedad política, manifiesta claramente las huellas de su estirpe teológica. Estas fuentes teológicas del concepto de sociedad civil constituyen la inspiración permanente, incluso en nuestros días, de las democracias cristianas y, en general, de la política preconizada incluso por los teólogos de la liberación, que tienen siempre el pensamiento puesto en la liberación del Estado opresor, del Estado causante del «pecado colectivo», mediante la constitución de una sociedad apolítica entendida como la sociedad verdaderamente viva y espiritual que sería la sociedad civil (sobrentendiendo esta civilidad como la que es propia de las personas que forman la sociedad de la Ciudad de Dios).

Por otra parte el anarquismo implícito en la tradición de la Iglesia (un anarquismo muy peculiar, puesto que él mismo defendía la fortificación de los Estados políticos siempre que ellos se dejasen guiar por inspiraciones cristianas –eclesiásticas–, según las directrices del llamado agustinismo político), una vez secularizado, aflorará una y otra vez en los ideales de una sociedad civil «secular» (o «laica»), puesta en un futuro más o menos próximo, entendido como resultado de una humanidad liberada de sus «alienaciones» (idea a su vez estrictamente teológica y agustiniana, como veremos más adelante) tras la extinción del Estado. En la propia tradición marxista, la idea de una sociedad civil tiene mucho que ver con estas inspiraciones teológicas secularizadas. Y desde luego la tesis de la subsidiariedad de la política estatal, por respecto a la sociedad civil, proclamada por las democracias cristianas y aceptada cada vez más por las socialdemocracias de diferentes países, es una idea de inspiración genuinamente cristiana, es decir, eclesiástica, aunque traducida a la forma secular.

La distinción entre sociedad civil y sociedad política es, sin embargo, sumamente problemática, y en cierto modo sólo pidiendo el principio de la posibilidad de una sociedad civil subsistente al margen de toda sociedad política, esa distinción puede mantenerse. Pero la cuestión es hasta qué punto cabe sustantificar o hipostasiar la sociedad civil respecto de la sociedad política y recíprocamente (como algunas veces ha llegado a hacerse, incluso desde coordenadas marxistas, hablando de la posibilidad de una sociedad política pura, es decir, concebida, aunque fuese a título de aberración, a espaldas incluso de la sociedad civil). El punto principal de la dificultad estriba en la idea misma de sociedad civil entendida como una unidad armónica, que estuviese por sí misma asegurada al margen de toda acción política, y a la cual la sociedad política sólo tuviese que tutelar o asistir subsidiariamente (en el sentido, por ejemplo, del liberalismo político y económico). Pero la sociedad civil es sólo un nombre confuso que cubre la realidad de muy heterogéneos y contrapuestos grupos sociales (familias, clases sociales, confesiones, etnias, &c.) que, sin embargo, conviven entre sí, y que para convivir han necesitado precisamente de su constitución en sociedad política. Desde este punto de vista resultaría que la sociedad civil, así resultante, sólo tiene posibilidad de desarrollarse no ya frente a la sociedad política, sino a través de esa misma sociedad política; y que el llamado enfrentamiento entre la sociedad política y la sociedad civil es tan sólo un modo engañoso de formular el enfrentamiento entre diferentes grupos o estratos sociales, algunos de los cuales se ve favorecido o perjudicado, en un momento dado, por el poder político. Por lo demás la apelación que en las sociedades del presente suele hacerse, desde algunos Estados, a una hipotética sociedad civil sana y fuerte en sí misma, viene a ser no otra cosa sino la apelación que un grupo o estrato social que se siente perjudicado en el seno de una sociedad política hace a una sociedad distinta de la propia sociedad política, y está representada, muchas veces, no ya tanto por la supuesta «sociedad interna» sana y fuerte, que busca una atmósfera más respirable para desarrollarse por sí misma, cuanto por las otras sociedades políticas del entorno planetario, a las que se contempla con un cristal capaz de filtrar, por absorción, al Estado, ya tenga este cristal una estructura religiosa o ya tenga sencillamente la estructura de las multinacionales capitalistas.

§6. La propiedad privada y el Estado

La relación entre la propiedad privada y el Estado es uno de los puntos centrales de la teoría política y de la propia práctica política, en el planteamiento precisamente de los programas revolucionarios. La tradicional tesis formulada por Morgan y recogida por Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, viene a subordinar la constitución del Estado a la propiedad privada de los medios de producción detentada por las clases privilegiadas que precisamente habrían instaurado el poder político a fin de mantener sus privilegios, frente a las clases sometidas, así como frente al exterior. Esta tesis genética crucial, desde el punto de vista práctico, si se tiene en cuenta que la idea de revolución comunista ha solido ser formulada precisamente como la restitución de esa supuesta originaria propiedad privada al pueblo al que pertenece (lo que implicaría precisamente la destrucción del Estado, al menos en su forma originaria de Estado explotador), no puede en ningún caso ser presentada hoy como una tesis empírica deducida de los datos de la Antropología o de la Historia política.

El materialismo filosófico, reconociendo la conexión entre la propiedad privada y el Estado, señalada por Engels, propone una «vuelta del revés» de las tesis de Engels, en virtud de las cuales habría que decir que la propiedad privada no es una institución que tenga sentido en un contexto previo a la constitución del Estado, sino que es una institución que sólo es posible precisamente a partir del Estado constituido. Con esto se quiere decir que el Estado constituido no tendrá por qué ser reducido, en la teoría política, a su función de mantenimiento de la propiedad privada de los medios de producción y, en el límite, de los medios de uso y aun de consumo. El reduccionismo del Estado a la función de sostenedor de la propiedad privada puede considerarse como uno de los más peligrosos principios políticos, en su aplicación; un principio cuyos efectos se han dejado sentir en la evolución del llamado socialismo real. Ante todo y en primer lugar porque el traspaso de los medios de producción al Estado soviético, en el que se cifraba la clave de la revolución, no constituía, ni siquiera desde el principio, una colectivización de estos medios, habida cuenta de que semejante «socialización» se circunscribía a las fronteras del propio Estado soviético, siendo así que todo Estado, por el hecho de circunscribir un territorio, ya implica el principio de una apropiación de medios de producción, con respecto a las otras sociedades colindantes. Por otra parte, la distinción entre propiedad de los medios de producción y propiedad privada de «bienes personales», discurre por fronteras sumamente imprecisas, pero que están vinculadas precisamente a los propios contornos que constituyen la individualidad personal. Puede considerarse como enteramente utópica la posibilidad de la maduración de una individualidad personal en un enjambre colectivista en el que toda huella de propiedad privada exterior quedase abolida, habida cuenta de que la personalidad no es un principio subjetivo o espiritual, sino un principio que emana de la subjetividad corpórea que no puede definirse al margen de su relación con las cosas del mundo que le rodea, y que ha de utilizar, por lo menos, como instrumento de las iniciativas del individuo o del grupo. Como quiera, por otra parte, que el traspaso de los medios de producción a la «sociedad» es, según hemos dicho, ficticio (desde el punto de vista del «Género humano» marxista) cuando se considera a un Estado como sujeto titular o representante de ese Género humano, habrá que decir que la colectivización estatal de los medios de producción de una sociedad política sigue manteniéndose dentro del régimen de la propiedad privada, con los peligros inherentes (de índole principalmente burocrática) a que esta socialización pueda dar lugar, y ello sin contar con las dificultades insalvables derivadas de los proyectos de «pleno empleo» en una economía cerrada y compleja industrializada. Los mecanismos de socialización de la propiedad privada, en resolución, no tienen por qué pasar necesariamente por el traspaso de estas propiedades a manos de una burocracia estatal incapaz de controlar los mecanismos que actúan dentro de sus propias fronteras, y en una situación en la cual estas fronteras son cada vez más artificiosas, desde el punto de vista económico.

No se trata, en resolución, de resolver en este lugar y momento el problema de las relaciones entre la propiedad privada y el socialismo; problema cuya complejidad impide un tratamiento uniforme y universal referido a las diferentes sociedades políticas existentes; se trata de impugnar las relaciones que la tradición engelsiana ofreció como un dogma para definir las relaciones entre la propiedad privada y el Estado, en el contexto de la teoría de la revolución comunista. Muy especialmente, será preciso discutirla ecuación, que suele actuar de un modo más o menos solapado, entre «comunismo» e «igualdad»; ni siquiera Marx, en su Crítica al Programa de Gotha, se dejo guiar por una ecuación tan vaga como simplista y metafísica. Con esto no pretendemos, en modo alguno, sugerir como una alternativa posible tras el desmoronamiento de la Unión Soviética, la vuelta al sistema capitalista de la propiedad privada (ni siquiera acompañándola de las medidas limitadoras preconizadas por la socialdemocracia). Pretendemos simplemente expresar nuestro reconocimiento de la estructura dialéctica de todas las sociedades de personas que existan o puedan existir «antes y después de la revolución»; por tanto, de la necesidad de contar, en la teoría política, con los conflictos interpersonales e intergrupos y, por último, denunciar una vez más el carácter mítico y escatológico (por no decir vacío) de los planes o programas políticos basados en la eliminación de la propiedad privada como medio necesario (y en ocasiones suficiente) para que brote la armonía y la paz perpetua entre los hombres.

§7. Individuo flotante y Hombre «alienado»

La idea de alienación ha jugado un papel decisivo tanto en las escuelas de orientación marxista como en las escuelas existencialistas, de la primera mitad del siglo que acaba. Sin embargo, desde la perspectiva del materialismo filosófico, es preciso reconocer que la idea de alienación tiene un formato claramente metafísico de estirpe teológica. La idea de alienación, en efecto, procede del cristianismo agustiniano, y de su interpretación del mito de la caída, consecutiva al pecado original; caída que implicaba la enajenación del paraíso y la «conversión» hacia el mundo, a costa de salir fuera de sí, de la propia vida espiritual que el «estado de gracia» deparaba al hombre en su relación con Dios. En el estado de gracia los primeros padres estaban, según San Agustín, «ensimismados» (en un «sí mismo» que, paradójicamente, consistía en estar lleno de Dios). Por el pecado, los primeros padres salen de ese sí mismo divino y, alienándose al salir fuera de sí mismos, entran en el mundo histórico y real. En realidad el mito del pecado original es paralelo al esquema metafísico neoplatónico que nos presenta un ser originario, que saliendo fuera de sí mismo (alienándose en el mundo), el pro-odos, termina volviendo de nuevo a sí mismo después de recorrer su curso temporal (epistrofé, de Proclo). Este esquema neoplatónico de la posición / alienación / retorno preside la mayor parte de las concepciones teológicas medievales y renacentistas (citemos a Fray Luis de León, por ejemplo), y a través del sistema de Hegel (el ser en sí, el ser fuera de sí y ser para sí) pasa, de algún modo, a los fundamentos del marxismo tradicional y, posteriormente, al existencialismo de los años 30 y 40. En el materialismo histórico, la idea de una comunidad primitiva vendría a desempeñar las funciones de la posición del ser humano en el «estado de gracia», anteriormente a su caída; porque la alienación estará representada ahora por la división o escisión de esa comunidad primitiva en clases antagónicas consecutivas a la aparición de la propiedad privada y del Estado; y el retorno, por la vuelta a la unidad o reconciliación del género humano, que reexpondrá, en una escala superior, el modelo embrionario de humanidad expresado por la comunidad primitiva. Esta «concepción de la historia», desde el punto de vista del materialismo filosófico, no es otra cosa sino un caso particular de los mitos neoplatónicos secularizados y su estructura metafísica no tiene nada que ver con los datos de la Antropología o de la Historia (entre otras cosas porque el «estado final», sin el cual no se puede cerrar el curso, no es un concepto histórico: la Historia se refiere al Pasado y no al Futuro).

El único concepto positivo de alienación que cabe admitir es el concepto psiquiátrico; pero este concepto no tiene que ver directamente con las cuestiones políticas, aun cuando contamina notablemente multitud de ideas políticas sobre la naturaleza de ese hombre cuya estructura histórica quiere hacerse equivalente a la estructura de una alienación.

Cuando no se dispone (como se dispone en el campo psiquiátrico) de términos positivos de comparación, tanto a parte ante como a parte post, no cabe hablar de alienación, puesto que los términos de comparación utilizados son puras peticiones de principio. Desde una perspectiva materialista filosófica la realidad histórica del hombre es la misma realidad humana y no una realidad alienada respecto a no se sabe qué míticos orígenes auténticos y a que utópicos términos finales. Las principales críticas a ese humanismo que se define por la cancelación de la enajenación se derivan principalmente de la condición metafísica de este concepto de alienación. Otro tanto se diga de las ideas, muy celebradas en la postguerra, acerca de ese hombre total, de ese hombre politécnico, que sólo poseyendo la totalidad de las cualidades humanas podría considerarse «desalienado» de la falta de posesión de cualquiera de ellas.

El materialismo filosófico ofrece una idea que puede desempeñar en muchos casos las funciones que juega la idea del hombre alienado: es la idea del individuo flotante. Porque el individuo flotante no es una figura pensada a partir de una situación metafísica de alienación, sino a partir de las circunstancias positivas que moldean la conformación de todo individuo personal, y que son circunstancias históricas y sociales. El individuo flotante, por esta razón, aparece en las sociedades políticas que han alcanzado un determinado nivel crítico cuanto a su volumen y heterogeneidad. El individuo flotante, sin embargo, no es el resultado formal de la aglomeración ni del descenso del nivel de vida (las dificultades del individuo que busca trabajo no producen normalmente la despersonalización sino que, por el contrario, pueden constituir, dentro de ciertos límites, un campo favorable para imprimir un sentido personal a la vida de ese individuo). Las individualidades flotantes, en el seno de la gran cosmópolis, resultarían no precisamente de situaciones de penuria económica, ni tampoco de anarquía política o social (anomia) propia de las épocas revolucionarias, sino de situaciones en las cuales desfallece, en una proporción significativa, la conexión entre los fines de muchos individuos y los planes o programas colectivos, acaso precisamente por ser estos programas excesivamente ambiciosos o lejanos para muchos individuos a quienes no les afecta que «el romano rija a los pueblos para imponer la justicia». (La idea de «individuo flotante» está desarrollada en Gustavo Bueno, «Psicoanalistas y epicúreos. Ensayo de introducción del concepto antropológico de heterías soteriológicas», en El Basilisco, primera época, nº 13, 1981, págs. 12-39.)

 
1.3. Principia media de la teoría filosófico política
 

Hemos dicho que los principia media de una teoría filosófica no pueden considerarse derivados de sus principios últimos; en este sentido los principia media se apoyan en el terreno cuasiempírico constituido por un campo político, en un proceso histórico ya dado y al que nos incorporamos «en marcha». Pero tampoco es correcto concluir que los principia media constituyen un sistema autónomo, fundado en la «experiencia empírica». Y no es correcto por estos tres motivos principales:

a) Que la experiencia empírica, efectivamente, nos ha de ser dada (o proporcionada) por los «hechos históricos» (por ejemplo, es un hecho histórico que en 1995 existan 226 Estados reconocidos con asiento en las Naciones Unidas). Pero este material dado, como un hecho, podrá ser «leído» o «estructurado» de muy diversas maneras, según la «acción» de determinados principios primeros (en nuestro caso, reconoceremos la acción de principios lógico materiales, holóticos, a saber, aquellos que distinguen las totalidades distributivas –y las relaciones isológicas entre sus partes– de las totalidades atributivas –y las relaciones sinalógicas entre sus partes–); distinción que comporta a su vez un modo de entender la conexión entre los extremos distinguidos.

b) Los principia media, fundados en una experiencia leída desde principios lógico materiales, aunque no derivan de los principios últimos, no son tampoco independientes de ellos. Su dependencia (habida cuenta de las alternativas reconocidas en cada uno de los principios últimos) es de índole sinecoide. Esto equivale a decir que los principios medios de la teoría filosófico política, aunque son independientes de cada una de las opciones de principios últimos, no lo son de su conjunto.

c) El alcance de los principia media depende del sistema de alternativas de los principios últimos escogidos. Cada uno de esos sistemas de alternativas «moldea» los principia media según una morfología característica, e imprime a dichos principios un sentido también característico (no es lo mismo desarrollar los principios medios que establecen la denotación del conjunto de sociedades políticas del presente desde coordenadas idealistas o teológicas, o desde coordenadas materialistas).

§1. La distribución de la Humanidad del presente en sociedades políticas

1. ¿Qué entendemos por «Presente»? Cuando hablamos del Presente no nos referimos al ahora, ni siquiera al hoy; nos referimos al presente en cuanto categoría dada a escala histórico cultural que sólo puede delimitarse por relación a categorías tales como «Antigüedad», «Epoca Moderna» o «Edad Contemporánea». Definir el Presente implica, según esto, una «teoría de la Historia», a la manera como definir el Cielo (en cuanto bóveda celeste de nuestro espacio óptico) implica una «teoría de la Naturaleza». Ahora bien, a nadie se le oculta la dificultad de definir el Presente. Existe una gran variedad de concepciones o teorías del Presente y, lo que es más importante, de teorías mutuamente entrelazadas aunque sea de un modo polémico; su simple análisis autorizaría a instituir una suerte de disciplina particular que denominamos Presentología. En efecto, se definirá unas veces el Presente como la «Epoca Contemporánea» (en el sentido de Fichte), o bien como la «Epoca Coetánea» (en el contexto de la teoría de las generaciones de Ortega), o bien como la «Epoca Moderna», aunque otras veces el Presente será definido como la «Epoca Postmoderna». Para algunos el Presente se definirá como la época que nos pone en las vísperas del advenimiento del Comunismo real, del final del Capitalismo; pero para otros el Presente representará el Fin de la Historia, unas veces que se haya producido el desarrollo victorioso de la Democracia parlamentaria y de la economía de mercado (Fukuyama). Algunos definen el Presente como la «tercera ola» (Alvin Toffler), como la sociedad postindutrial o como la época de los «contactos en la tercera fase», o las vísperas del reinado del Anticristo.

Nosotros definiremos el Presente a partir de la idea de una sociedad universal (planetaria) que ronda ya los siete mil millones de individuos. Una sociedad, por tanto, que constituye un todo atributivo, cuya constitución, como tal, comenzó propiamente, según señaló Marx, a raíz del desarrollo del capitalismo mercantil, en la «era de los descubrimientos». Un todo planetario cuyas partes, sin embargo, aunque no se relacionan precisamente por vínculos de fraternidad o de armonía, no dejan de ser menos interdependientes. La sociedad actual, en cuanto sociedad planetaria, sólo puede subsistir como sociedad industrial (el concepto de sociedad postindustrial es vano). Y como sociedad industrial que requiere precisamente los servicios de las ciencias, y en particular de una gran ciencia que crece exponencialmente y no ya logísticamente como crecía la pequeña ciencia del pasado.

El presente que comienza a configurarse a partir del descubrimiento de América se va configurando con la consolidación de los Estados nacionales levantados frente a la Iglesia romana. Tras la Segunda Guerra Mundial el presente está políticamente organizado como un conjunto de sociedades políticas soberanas, de Estados, resultantes de la liberación progresiva (al menos desde el punto de vista jurídico formal) de los Protectorados, Fideicomisos y Colonias procedentes de los siglos anteriores. Por lo demás los Estados que tienen hoy asiento en las Naciones Unidas tienen un alcance muy diverso, que va, por ejemplo, desde la República de Seychelles (con 280 km² y 69 mil habitantes) hasta la República Popular China, que rebasa los mil doscientos millones de habitantes. Las diferencias estelares en el terreno económico, lingüístico, cultural y social no pueden ser subestimadas; ellas obligan a reclasificar los dos centenares de sociedades políticas hoy día reconocidas en grandes grupos, que tienen también, al menos indirectamente, un significado político (hemisferio norte y hemisferio sur, bloque de la Unión Europea, bloque de la OEA, primer mundo y tercer mundo, países desarrollados y subdesarrollados, las tres grandes razas consabidas: mongólidos, európidos y négridos). Juegan también un papel importante para la teoría política la existencia, considerada residual desde fuera, en visión que no es aceptada desde dentro, de sociedades políticas preestatales, ejemplificadas por las tribus amazónicas, en conflicto con los Estados envolventes.

En conclusión, la distribución política actual de la humanidad en los dos centenares de sociedades políticas de referencia tiene fuentes muy diversas: la génesis de las unidades políticas actuales es muy heterogénea, y se extiende desde la continuación de unidades tradicionales seculares, hasta las situaciones de liberación, emancipación o incluso creación «artificiosa» por los demás Estados, como pueda ser el caso del Estado de Israel. Las relaciones comerciales y sociales entre los Estados son también muy heterogéneas, y en gran medida dependen de las relaciones políticas formalizadas entre estos Estados (doble nacionalidad,federación, ligas, &c.).

Sin embargo, consideradas sincrónicamente las unidades políticas del presente, y por abstracción, aunque con fundamento jurídico y objetivo, podemos considerar a la Humanidad del Presente como una totalidad distributiva íntegramente repartida en 226 sociedades políticas que es preciso categorizar a título de partes distributivas. Otro modo de analizar esta estructura política del presente será el considerar al «Género humano» como la clase G de individuos humanos en la que están definidas ciertas relaciones de equivalencia E (la «connacionalidad», en su sentido político), relación universal pero no conexa; el cociente G/E es el conjunto de clases sin elementos comunes, clases disyuntas, que constituyen cada uno de los Estados (al menos en tanto no se admita la doble nacionalidad). La realidad de esta estructura distributiva de la Humanidad se manifiesta sobre todo en el plano jurídico del Derecho Internacional, y se refleja en las líneas fronterizas que separan las diferentes sociedades políticas, así como el título de soberanía propio de cada Estado.

2. La Humanidad, como totalidad distributiva, consta políticamente hablando, de un conjunto de partes entre las cuales median relaciones de isología (algo así como semejanza, igualdad o analogía). Isología establecida respecto de una categoría material dada (en nuestro caso la Política).

Cuando el conjunto de partes distributivas, con relaciones establecidas de isología, se comportan como una estructura abstracta respecto de las relaciones sinalógicas (que son las relaciones de contacto, interacción, influencia, intercambio pacífico o polémico) que las partes pueden mantener (hasta el punto de dar lugar a una totalidad atributiva), hablaremos de totalidades mixtas o isoméricas. Podemos ejemplificar esta situación con los organismos: el organismo será un totalidad distributiva en cuanto sea considerado como conjunto de células isológicas, en la medida en que puedan abstraerse las relaciones de interacción mutuas (en teoría, la tecnología científica actual permitiría hoy aislar físicamente cada una de las células de un organismo); sin embargo, a la vez, las células de un organismo están sinalógicamente interconectadas constituyendo un todo atributivo (por sinapsis, por ejemplo). Por supuesto las células del organismo, sin perjuicio de su isología, mantienen diferencias específicas que permiten reorganizarlas en tejidos diversos, órganos, células nerviosas, conjuntivas, &c.

Otro tanto ocurre con los Estados de la Sociedad Universal, y ello debido al carácter de las unidades políticas que la componen, a su territorialidad, que conlleva la necesidad de que cada unidad política esté vinculada a otras vecinas y esto de modo recurrente y circular (dada la esfericidad del planeta). De hecho se reagrupan en bloques, constelaciones (con astros y satélites), círculos tipo kula (como podría serlo la Unión Europea), que, aun definidos económicamente, tienen un reflejo político inmediato.

§2. Los tipos de relación fundamental de cada sociedad política con las demás

1. Una totalidad atributiva isomérica, como la Humanidad repartida en sociedades políticas, podrá ser considerada desde la perspectiva de la isología y desde la perspectiva de la sinalogía (que, como hemos dicho, han de ir referidas a un fundamento material dado que puede cambiar permaneciendo invariante la perspectiva conjugada). Desde cada perspectiva habrá de poderse determinar la otra estructura, aunque en grados diferentes.

a) Las totalidades atributivas isoméricas, consideradas desde una perspectiva isológica, podrán disponerse con arreglo a alguna gradación determinable en las relaciones sinalógicas entre sus partes; gradación que se extiende desde los grados mínimos de sinalogía (límite nulo = 0) hasta los grados máximos de sinalogía (=1). Supongamos, como ejemplo, una multiplicidad isomérica de moléculas (totalizadas atributivamente en un recinto dado) definidas por una relación de isología cuyo fundamento sea su estructura química (moléculas de un mismo elemento químico, por ejemplo el sodio, Na). Manteniendo esta isología (es decir, sin descomponer el sodio en sus componentes nucleares) podemos tomar como fundamento de la relación sinalógica entre las moléculas el contacto físico entre ellas; el grado mínimo de sinalogía lo encontraremos en el estado gaseoso de esa multiplicidad cuando el recinto es de gran volumen y poca presión. El grado máximo de contacto sinalógico lo encontraremos en el estado sólido cristalino.

b) Las totalidades atributivas isoméricas, consideradas desde la perspectiva sinalógica, podrán a su vez disponerse según alguna gradación de las relaciones isológicas entre sus partes, desde un grado mínimo de isología (límite nulo = 0) hasta un grado máximo (=1). Supongamos como ejemplo la multiplicidad de moléculas de agua en estado líquido depositadas en diversos recipientes, y tomemos, como criterio de isología, la identidad química de tales moléculas. Podemos ordenar estos recipientes atendiendo a las relaciones de isología química, desde una isología mínima (que podemos hacer consistir en la diversidad isotópica de las moléculas de agua de un recipiente dado) hasta una isología máxima (cuando las moléculas de agua sean todas ellas del mismo peso atómico o posean los mismos tipos de «enlaces de hidrógeno»).

2. La multiplicidad de sociedades políticas del presente pueden considerarse:

a) Como una totalidad distributiva, según las relaciones de isología política fundada en la condición que sus «partes» tienen de Estados soberanos independientes, por tanto, implicando la misma distributividad o independencia en la participación estructural de la relación de soberanía política.

b) Como una totalidad atributiva según relaciones políticas de sinalogía entre Estados (relaciones políticas, no ya estrictamente económicas, sociales, &c., sin perjuicio de su entrelazamiento real) que haremos consistir fundamentalmente en la interacción política o influencia política de unos Estados sobre otros. (Esta interacción puede tener lugar ya sea a través de una intervención militar, capaz de mudar el régimen de un Estado determinado, ya a través de la acción ejemplar que un Estado pueda ejercer sobre otros de su entorno).

3. Ahora bien: las sociedades políticas, como partes de una sociedad universal U, explícitamente interrelacionadas de modo político en la Sociedad de las Naciones Unidas (ONU), dicen necesariamente relaciones mutuas; por lo que, tomando cada unidad como terminus a quo de la relación habrá que afirmar que cada sociedad tiene que mantener relaciones políticas fundamentales (es decir, no circunstanciales o meramente coyunturales) con las otras sociedades políticas de su entorno, entorno que, en el límite, está constituido por todas las demás sociedades. Son pues relaciones uni-plurívocas (para n unidades políticas habrá n-1 relaciones uni-plurívocas, por tanto, (n-1)*(n-1)=(n-1)²=n²+1. Representaremos por (X,[Y]) estas relaciones uni-plurívocas de X con cada uno de los demás Estados (no con su conjunto).

La totalidad de estas n²+1 relaciones políticas uni-plurívocas, sin embargo, no tienen por qué ser todas ellas homogéneas (simétricas, transitivas), como podría deducirse (si nos atuviéramos únicamente al supuesto de igualdad entre todos los Estados soberanos). La isología de la que hablamos se fundamenta en caracteres más bien negativos, o que implican negatividad (independencia de los Estados, soberanía); pero esto no implica que las diversas sociedades políticas deban ser políticamente homogéneas, y no ya sólo en sus constituciones internas (Repúblicas presidencialistas, Democracias populares, Monarquías, ...) pero ni siquiera en la orientación fundamental o norma que preside las relaciones de cada una con las demás. Ya de la mera circunstancia de que la totalidad de las sociedades políticas se considere subdividida, incluso jurídicamente, en los grupos reconocidos como «grandes potencias» y «pequeñas potencias», o bien se agrupen en ligas, alianzas, uniones o bloques, podría deducirse que las relaciones uni-plurívocas no tienen por qué ser homogéneas. Lo que significa que será necesario clasificarlas. Ahora bien, los criterios para esta clasificación son múltiples, pero aquí nos atendremos, para mantenernos en nuestros principios, al criterio más universal y formal posible, que es, sin duda, el que está vinculado con la misma estructura holótica de la sociedad de referencia, la Sociedad Universal.

Según esto, la tipología de estas relaciones uni-plurívocas fundamentales que obtendremos, no por ser muy indeterminadas o abstractas dejan de ser menos profundas o significativas. La indeterminación tiene que ver:

a) con la posibilidad constante de interpretar las relaciones en el plano emic o intencional de la norma de cada Estado, y en el plano etic o efectivo, según criterios de análisis pertinentes. En cualquier caso la intencionalidad normativa no puede ser subestimada a pesar de sus constantes desviaciones empíricas efectivas.

b) la dificultad de inscribir a un Estado determinado en una tipología dada, y no sólo porque haya que tener en cuenta la posibilidad de su variación.

Tipología de las normas políticas fundamentales (intencionales)
que presiden las relaciones uni-plurívocas (X,[Y]) entre las sociedades políticas

Grado de cada tipo según la disposición del otro

Tipo holótico de relación política
Grados mínimos
(límite = 0)
Grados máximos
(límite = 1)
Isología políticaI
Isología de X con [Y] con sinalogía política mínima: coexistencia simple; límite:
norma del Aislacionismo
II
Isología de X con [Y] con relaciones de sinalogía política máxima; límite:
norma del Ejemplarismo
Sinalogía políticaIII
Sinalogía de X con [Y] con isología política mínima; límite:
norma del Imperialismo depredador
IV
Sinalogía de X con [Y] con isología política máxima; límite:
norma del Imperialismo generador
 
Observaciones sobre la Tabla:

1. La tabla va referida a normas imputables emic a una sociedad, pero en la medida en que tal normatividad intencional quede reflejada etic en algún comportamiento objetivo. A veces la imputación de una norma a una sociedad depende de sus relaciones con ella: una sociedad colonizada tenderá a ver a la metrópoli como un Imperio depredador, aunque la metrópoli no se considere como tal. La constatación de una normatividad interna intencional, en una sociedad, no garantiza en ningún caso que en la práctica empírica esa norma haya de ser seguida de un modo constante.

2. Cabe suscitar la cuestión acerca del orden histórico genético que pudiera mediar entre las normas de la tabla, así como la cuestión de la transformabilidad de las unas en las otras.

3. Ejemplos del tipo I: la norma del Aislacionismo podría simbolizarse en la sociedad china de la dinastía Tsin (249-210), cuando el emperador Tse-Hoang-Ti mandó construir la Gran Muralla y quemó todos los libros de Confucio y de los letrados, a la par que abolió el sistema feudal. Sin embargo es muy dudoso que la norma de Tse-Hoang-Ti fuese la del aislacionismo.

Acaso los ejemplos de esta norma, en su grado límite, habría que ir a buscarlos en las utopías autárquicas (generalmente situadas en islas: la isla de Utopía, la isla de la Ciudad del Sol), que describen modelos de sociedad política apartada de todas las demás, autosuficientes, &c. Sin embargo, y sin llegar a este límite (que estará siempre mediatizado por la realidad de losintercambios mercantiles, religiosos, ...) la norma de tipo I ejerce su influjo en las políticas de co-existencia simple (pacífica) y en la norma de no-ingerencia en los asuntos de cada Estado. Desde este punto de vista habría que concluir que la norma de tipo I, cuando no se lleva al límite, es acaso la que tiene mayor implantación en el conjunto de las sociedades políticas del presente. Es obvio que esta norma está desmentida cada vez con mayor frecuencia dado el incremento de las relaciones comerciales, tecnológicas, ideológicas,... entre los diversos Estados de la sociedad universal.

4. Ejemplos del tipo II: la norma del ejemplarismo podrá considerarse muy probable supuesto un campo de Estados equilibrados en poder y a la vez relacionados comercialmente, o también de estados pequeños enfrentados a la presión de las grandes potencias. Cada sociedad política tenderá a constituirse como un ejemplo a seguir por las demás, al menos las de su entorno. Tal sería el caso de la polis democrática ateniense, tal como nos la presentó Pericles en el famoso Discurso en recuerdo de los muertos transmitido o reconstruido por Tucídides.

En general la teoría política de Platón o de Aristóteles tiende a presentar a la sociedad política desde este tipo de norma fundamental. La contraposición entre Sócrates y Protágoras, en el diálogo platónico de este nombre, tiene mucho de la contraposición entre una normatividad de tipo I (defendida por Protágoras y considerada habitualmente como relativismo) y una norma de tipo II (que sería la defendida por Sócrates).

5. Ejemplos del tipo III: la norma del imperialismo depredador propone a la sociedad de referencia X como modelo soberano al que habrán de plegarse las demás sociedades políticas y, en el límite, tenderá a anexionarlas bajo su tutela. Es la norma del colonialismo. Las demás sociedades políticas sólo existirán, para la de referencia, a título de colonias, susceptibles de ser explotadas. La norma es poner a las demás sociedades al servicio de la sociedad imperialista. Como ejemplo canónico en la Antigüedad cabría citar el Imperio Persa de Darío. Como ejemplo de la Edad Moderna al imperialismo inglés u holandés, en tanto que aquel se regía por la regla del exterminio, en sus principios americanos, o por la del gobierno indirecto en sus finales del imperio africano y asiático. Como ejemplo de la norma del imperialismo depredador en la Edad Contemporánea es obligado citar a la norma de la Alemania nazi del III Reich, basada en los principios de la superioridad de la raza aria.

6. Ejemplos del tipo IV. La norma del imperialismo generador es la de la intervención de una sociedad en otras sociedades políticas (en el límite: en todas, en cuanto imperio universal) con objeto de «ponerse a su servicio» en el terreno político, es decir, orientándose a «elevar» a las sociedades consideradas más primarias políticamente (incluso subdesarrolladas o en fase preestatal) a la condición de Estados adultos, soberanos. La norma del Estado por tanto es generar Estados nuevos, y la dialéctica de esta norma es que ella, o bien habrá de cesar al cumplirse su objetivo (transformándose en una norma de tipo II) o bien habrá de cesar si se llega a la constitución de un estado universal único, a la creación de la clase de un solo elemento, que podría simbolizarse en la ciudad o Estado universal (la Cosmópolis de los estoicos).

Los ejemplos más notorios en la Antigüedad que cabría citar son: el Imperio de Alejandro Magno y el Imperio Romano (al menos en la medida en que su norma fundamental se considere expresada en los célebres versos de Virgilio: Tu regere Imperio populos, romane, memento). No es nada fácil mantener esta norma emic como criterio de interpretación de la historia del Imperio romano, que habitualmente suele ser interpretada, incluso desde el materialismo histórico, como ejemplo eminente de imperialismo depredador. Ni se trata de negar la justeza de la interpretación, según el tipo III, de la historia de Roma en la mayor parte de su trayectoria; se trataría de evaluar de qué modo influyó, sin embargo, la norma estoica (por ejemplo, considerando la concesión del título de ciudad –con Senado, &c.– a diversos municipios del Imperio en la época de Caracalla).

El ejemplo más notorio de imperialismo generador en la época moderna es el del Imperio español, y en ello cabría establecer la diferencia entre su imperialismo y el imperialismo inglés coetáneo. Tampoco se trata aquí de ignorar las prácticas depredadoras del imperialismo español, pero sería absurdo considerarlas como derivadas de su norma fundamental, teniendo en cuenta que estas prácticas fueron continuamente vistas como transgresiones de la norma fundamental, ya desde la época de la Conquista (Las Casas, Montesinos, Vitoria, Suárez).

Como ejemplos de sociedades políticas regidas en nuestro siglo por la norma IV hay que citar, desde luego, a la Unión Soviética, por un lado (en cuanto impulsora de los movimientos de liberación nacional, y esto sin perjuicio de sus prácticas depredadoras) y a los Estados Unidos de América por otro (en tanto se presentan como garantes de la defensa de los derechos humanos y de las democracias, y esto dicho con las mismas reservas que hemos aplicado a la Unión Soviética).

§3. Los tipos de relaciones fundamentales mutuas: tabla de situaciones

Los tipos de normas fundamentales establecidos en el §2 se refieren, obviamente, a cada una de las sociedades políticas, pero abstrayendo las relaciones recíprocas (sean simétricas o asimétricas) que las otras sociedades políticas del entorno puedan mantener con la sociedad de referencia. Relaciones recíprocas que pueden también ser muy variadas desde el punto de vista empírico; sin embargo aquí nos importa examinar las situaciones teóricas que puedan ser concebidas sin salirnos fuera del horizonte propio de las relaciones entre las sociedades políticas en el sentido establecido. Se nos abre aquí, por tanto, la posibilidad de trazar una matriz resultante de poner en correspondencia cada tipo de norma fundamental de una sociedad política X con los otros tipos de normas que presiden las sociedades Y que tengan relación con la primera. La matriz comprenderá 4*4=16 situaciones, que podremos disponer en una tabla autológica de doble entrada. Así pues, mientras que la tabla del §2 se refiere a relaciones uni-plurívocas, la tabla de situaciones de este §3 contempla las relaciones pluri-plurívocas entre las sociedades políticas.

Tabla de situaciones susceptibles de ser ocupadas por las sociedades políticas
orientadas según los tipos de normas fundamentales

Y 


 X
I
Norma de la coexistencia simple
II
Norma de la coexistencia ejemplar
III
Norma del imperialismo depredador
IV
Norma del imperialismo generador
I
Norma de la coexistencia simple
Situación 1Situación 5Situación 7Situación 9
II
Norma de la coexistencia ejemplar
Situación 6Situación 2Situación 11Situación 13
III
Norma del imperialismo depredador
Situación 8Situación 12Situación 3Situación 15
IV
Norma del imperialismo generador
Situación 10Situación 14Situación 16Situación 4
 
Observaciones a la tabla:

1. Las situaciones producto del cruce han sido numeradas teniendo en cuenta las propiedades lógicas de la tabla:

a) Ante todo, los cuatro cuadros «diagonales» (de la diagonal principal) se numeran correlativamente para subrayar el común carácter simétrico de las situaciones por ellos representadas (por ejemplo, la situación 1 es la constituida por dos Estados que se rigen por la norma de la coexistencia política simple, en el límite, por la norma de un aislacionismo mutuo de tipo «megárico»).

b) Las restantes situaciones son asimétricas; sin embargo entre ellas los cuadros opuestos respecto de la diagonal principal son equivalentes (pues es igual la relación X,Y que la relación Y,X). Por ello los numeramos de forma que los cada dos cuadros homólogos tengan números consecutivos, según las siguientes equivalencias: 5=6, 7=8, 9=10, 11=12, 13=14 y 15=16.

2. Teniendo en cuenta las equivalencias entre cada dos cuadros de los doce distintos de la diagonal principal, es decir, reduciendo las doce situaciones a las seis equivalentes, y agregando las cuatro situaciones diagonales, obtenemos una clasificación de 6+4=10 situaciones fundamentales.

3. Las relaciones representadas en la tabla no son reflexivas; los cuadros diagonales incluyen simetría entre X e Y, pero no reflexividad (X,X o Y,Y). Tampoco hay transitividad. En la medida en que la relaciones pueden ser simétricas o asimétricas tampoco puede hablarse de relaciones de dominación, salvo parcialmente en situaciones encadenadas que puedan representarse según matrices de dominación.

4. Cuanto a las situaciones diagonales (simétricas): no solamente en las relaciones sociales etológicas o humanas, en general, suele cumplirse la regla de que la competencia y el antagonismo surge más entre los iguales que entre los desiguales. También entre las relaciones entre las sociedades políticas, las relaciones simétricas (más próximas a la igualdad) pueden implicar un antagonismo o incompatibilidad que a veces las relaciones asimétricas no implican. Esto no significa que las situaciones simétricas hayan de ser siempre antagónicas. Concretando: las situaciones 1 y 2 no son por sí mismas antagónicas; las situaciones 3 y 4 son antagónicas por principio (al menos en la medida en que quepa establecer una intersección de su influencia sobre alguna tercera sociedad política dada). En la medida en que sea posible establecer «zonas de influencia» disyuntas el antagonismo disminuirá, y más en la situación 3 que en la situación 4.

Las situaciones 1 y 2 definen la situación genérica de la coexistencia pacífica; las situaciones 3 y 4 definen una situación genérica de antagonismo polémico, incluso de guerra virtual.

La situación 3 recoge la incompatibilidad de dos imperios depredadores ante las mismas terceras sociedades políticas (por no citar aquí las preestatales): podría ejemplificarse esta situación por el antagonismo de Roma (si la interpretamos bajo la norma III) y Cartago (Delenda est Cartago). Sin embargo, si mantenemos la interpretación de Roma desde la norma IV, el delenda habría que inscribirlo en la situación 15.

La situación 4 podría ser ejemplificada por la guerra fría que después de la Segunda Guerra Mundial se estableció entre EE.UU. y URSS, en realidad hasta la caída de la «tercera Roma».

5. La situación 5 y 6 es la ocupada por dos sociedades políticas que respetándose en sus soberanías mantienen una relación asimétrica «ejemplarizante» de naturaleza política, que se llevará adelante por vía de propaganda política, ideológica, proselitismo, &c., como pueda ser el caso de la propaganda de las monarquías parlamentarias.

6. La situación 7 y 8 está constituida por una sociedad no agresiva y una sociedad depredadora; aquella desarrollará estrategias de repliegue o de resistencia. Es la situación a la que debe hacer frente toda política colonialista.

7. La situación 9 y 10 es similar a la situación 7 y 8, sólo que la política será diferente. También aquí habrá estrategias de resistencia, incluso más intensas, por parte de las sociedades del tipo I; sin embargo cuando Francia, en sus conquistas africanas del siglo XIX, buscaba elevar a los nuevos países a la condición de diputados de la Asamblea francesa, desempeñaba una política diferente a la meramente colonial.

8. La situación 11 y 12 es similar a la 7 y 8, pero en el momento en el que la resistencia (rebelión o liberación) sea mayor; puesto que las sociedades sometidas mantendrán una llamada «fuerza moral» derivada de su norma constitutiva. Probablemente esta situación permitiría definir a la situación de la Cuba revolucionaria frente a los EE.UU. (interpretados como potencia depredadora).

9. La situación 13 y 14 implica también conflicto; si bien este conflicto se atenuará en el caso en el que los modelos de constitución de X,Y sean convergentes (caso de las guerras napoleónicas en Europa respecto de algunas sociedades políticas, sobre todo alemanas). Pero el «imperio generador» no podrá tolerar una sociedad ejemplar no convergente con la suya; esta modulación de la situación 13 y 14 plantea un caso de singular interés teórico, y obliga a analizar las causas de esta intolerancia: la situación de los EE.UU. (interpretados emic como «imperio generador») frente a la Cuba revolucionaria.

10. La situación 15 y 16 nos pone delante de un enfrentamiento total, que podría simbolizarse en el antagonismo entre Alejandro y Darío: «así como no puede haber dos Soles en el Cielo, tampoco cabemos Darío y yo en la Tierra».

 
1.4. Planes y Programas políticos
 

§1. Planes y Programas políticamente determinados

En esta sección se tratará de aplicar las ideas sobre los fines prolépticos, y la distinción entre planes y programas, al campo político. Según esto un conjunto de distinciones fundamentales habrían de ser desarrolladas: una cosa serían los planes políticos universales y los regionales; unos serían los fines (intereses) globales y los particulares; distintos serían los programas genéricos y los específicos.

Los planes y programas se determinan políticamente cuando se aplican al campo político; el punto previo que aquí se nos presenta es la distinción entre planes y programas políticamente racionales y los planes y programas utópicos. El materialismo filosófico rechaza determinantemente la utopía del horizonte de los planes y programas políticos. La utopía es para la política lo que la contradicción es para la matemática. Un programa o plan utópico, en cuanto irrealizable, deja de ser programa o plan y se convierte en mera especulación (otra cosa es que esta especulación pueda tener efectos sociales de estímulo o de consuelo; en este caso la acción de los planes y programas no tiene lugar en cuanto tales sino en cuanto instrumentos de la propaganda política). Otra distinción fundamental es la que se refiere a la región en la cual los programas y los planes deben ser aplicados en el campo político: si esta región es la de las estructuras llamadas culturales, las estructuras sociales o bien las estructuras políticas relativas a los aparatos del Estado, a los contenidos de la capa conjuntiva, o cortical de la sociedad política, &c. Y por último una distinción central es la que se establece entre planes del presente (en el sentido histórico definido anteriormente) y los planes para el futuro (histórico). Los planes del presente son planes (a corto o medio plazo), es decir, son planes o programas cuya ejecución pueda ser ensayada en el horizonte del presente; los planes y programas del futuro forman parte de la llamada programación secular, que calcula a escala de unidades que rebasan el horizonte del presente, hasta alcanzar un radio de 50, 200 o incluso 500 años. Es muy dudoso el sentido de cualquier planteamiento de planes de futuro de un radio superior a un determinado número de años (pongamos por ejemplo, el siglo). Esto es debido a que la concatenación causal de los efectos determinados por nuestros actos no puede ser dominada por nuestra ciencia, dados los componentes «caóticos» (aunque deterministas) que constituyen los procesos del campo político.

§2. La idea de revolución como fórmula política del proyecto de un Hombre nuevo

La palabra revolución, como es sabido, se acuñó, en la época moderna, en contextos astronómicos (De Revolutionibus Orbium, de Copérnico). La idea de revolución astronómica, en cuanto idea geométrica, implicaba el movimiento cíclico (circular), determinado por el giro de los astros que ocupan posiciones diferentes alejándose y acercándose a un punto tomado como referencia. No es fácil explicar la transformación de este concepto cíclico (y, en este sentido, conservador) de la revolución astronómica en el concepto de la «revolución política», en tanto que ésta implica, más que la conservación, la transformación irreversible, tras una «vuelta del revés», del estado de cosas anterior. Probablemente la transformación del concepto astronómico en el concepto político de revolución tomó pie, en el contexto de la ideología del progreso (Fontenelle, muy especialmente), en la circunstancia de que el De Revolutionibus de Copérnico implicaba también un «giro copernicano» (pero ahora en el sentido que Kant dio a esta expresión) en cuanto a las relaciones entre el Sol y la Tierra, por respecto a la astronomía de Tolomeo. De este modo entenderíamos cómo la revolución copernicana, si bien es conservadora cuando se aplica al curso de los astros mismos, es revolucionaria, ahora en el sentido lineal e irreversible, cuando se aplica al curso de las teorías astronómicas (el sentido en el que Kuhn la ha utilizado más recientemente). Por otra parte no puede olvidarse que la misma «revoluciónconservadora» de los astros contiene ya el proceso de la «vuelta del reves» del planeta que, aun moviéndose en la misma órbita, está destinado a ocupar posiciones diametralmente opuestas, que invierten las posiciones de sus relaciones internas.

Este es sin duda el sentido de «revolución» que pasó a la política cuando se utilizó para designar aquellos cambios que implicasen una «vuelta del revés» de determinadas relaciones políticas, como pudieran serlo el traspaso de los poderes políticos controlados por el poder real al pueblo hasta entonces sometido a este poder. Esto nos indica también que la idea de revolución política es indisociable de los parámetros adoptados para establecer la función del giro revolucionario.

En este sentido la idea de revolución política sólo puede precisarse cuando va referida a un determinado orden establecido que se trata de subvertir, de suerte que lo que está delante se ponga detrás o lo que se ponga arriba se ponga debajo, o viceversa. Desde este punto de vista las revoluciones políticas pueden tener sentidos precisos pero muy diversos entre sí. La Gran Revolución de 1789 se mantuvo, sin duda, dentro de parámetros definibles en lo que llamamos «capa conjuntiva» del cuerpo social. La idea de una revolución más profunda, que afecte no solamente a una estructura conjuntiva determinada, sino a la propia estructura basal, económica y aun personal de la humanidad, está también, de un modo u otro, presente en las grandes concepciones políticas modernas y contemporáneas, que ligan la revolución política a las ideas de libertad, de desarrollo humano. Y esta es la razón por la cual constituye siempre una cuestión capital la de discutir el sentido que pueda tener la idea de una revolución profunda que no sea revolución universal, es decir, una revolución que afecte a todos los hombres, y no sólo a los hombres de una sociedad política determinada. Sin embargo hay que tener en cuenta que el proyecto de una revolución universal, que afectase sin duda a todos los hombres, no debe identificarse con el proyecto de una revolución capaz de transformar por igual a todos los hombres; puesto que la revolución universal podría ser pensada desde la perspectiva de una sociedad política concreta que se propusiese, como misión revolucionaria, conseguir el desarrollo espiritual y cultural más alto posible de la humanidad a través de un grupo privilegiado, pero reconociendo la necesidad de apoyarse en todos lo demás hombres a título de servidores suyos, para cumplir su misión.

La idea de una revolución total, que aun actuando desde coordenadas políticas afecte a la totalidad del hombre hasta el punto de dar lugar a la aparición de un «hombre nuevo», parece exigir una concepción de la política que habría de desbordar el horizonte de la acción en el Presente, para enfrentarse con un Futuro histórico indefinido, en el cual un modelo especulativo de «hombre nuevo» pudiera ser dibujado. El peligro de que este «hombre pleno» planeado para el futuro no sea otra cosa sino una especulación utópica, por no decir infantil, invita a plantear el problema de un hombre nuevo en términos del Presente, más accesibles a la acción política positiva. Esta acción será a veces concebida como una revolución cultural, o como implicando una revolución pedagógica, o económica. Todas estas definiciones de la revolución dependen enteramente de las coordenadas según las cuales se defina la situación de cada sociedad política actual en relación con las demás sociedades. El materialismo filosófico llama la atención sobre los peligros a los que la idea metafísica de alienación da lugar en el momento de definir la revolución orientada a la instauración del «hombre nuevo». Si el «hombre alienado» sólo puede definirse en función de un «hombre nuevo» cuya estructura suponemos indefinible, a su vez el «hombre nuevo» no podrá ser definido en función de una «alienación» cuya naturaleza metafísica damos por supuesta.

En este sentido y aplicando la doctrina de la conexión entre la prólepsis y la anamnesis, desconfiamos críticamente de la posibilidad de dibujar el ideal de un «hombre nuevo» del Futuro que no esté basado en las realidades del hombre del Presente, de algún modelo humano cuyas características puedan ser tomadas como modelo ejemplar –o como componente de ese modelo– de «hombre nuevo» que un proyecto revolucionario tienda a consolidar y desarrollar. Por esta razón los proyectos revolucionarios estarán siempre en función de la naturaleza y estructura de la sociedad política en la que se configuran; no puede ser idéntico el proyecto revolucionario de una sociedad imperial depredadora que el proyecto revolucionario de una sociedad política generadora (y no sólo de un modo intencional, sino efectivo) o aislacionista. En cualquier caso habrá que mantener siempre la alerta en torno a las diferencias que existen entre un proyecto meramente poético o utópico y un proyecto político efectivo.

Gustavo Bueno
15 de febrero de 1995