Rufino Blanco Fombona

La Lectura

Bolívar escritor

Al tomar en las manos el volumen de Discursos y proclamas de Bolívar, lo mismo que al tomar en las manos un volumen cualquiera de su Epistolario, lo primero que ocurre a nuestro espíritu es la visión del guerrero y del imperator que el nombre de Simón Bolívar evoca. Una asociación de ideas se establece de súbito entre ese nombre y la existencia de su dueño, existencia que aparece como una tempestad de metralla, soplando desde las cimas de los Andes, y un paseo triunfal de veinte años por las capitales de Sur América.

Así aparece el Libertador a los ojos de la mayoría, que no alcanza de Bolívar sino el segmento deslumbrante y epopéico y para la cual escapan, en medio de las múltiples peripecias del drama, la obra del gran pensador, del máximo orador, del prosista y del apóstol, que son otros segmentos de la compleja personalidad de Bolívar y constituyen, en ligada armonía geométrica, junto con los talentos del diplomático, del legislador, del estadista y del fundador de patrias, el poliedro de aquella vida potente y varia.

Los Discursos y proclamas de Bolívar, lo mismo que sus cartas, fueron armas intelectuales esgrimidas por el prócer en su obra de destrucción y reconstrucción de un continente. A los intelectuales toca juzgarlos y conservarlos como legado precioso del genio. Para conservarlos con amor es necesario comprenderlos. Para comprenderlos en toda su plenitud es menester considerar el medio y el instante en que aparecen, el influjo prepotente y bienhechor que ejercen y la obra que ayudaron a realizar por medio de la virtud callada, eficaz, madrepórica de las ideas. Lo primero, ¿qué obra es ésta? [129]

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Esta obra fue una de las más raras en la historia del mundo. El tribuno Castelar la considera, como otros pensadores europeos, la obra culminante de la historia en el siglo XIX. De Castelar son estas palabras: «La independencia americana es el hecho más grande de nuestro siglo.» La antigüedad no conoció nada semejante. En un continente recién descubierto, que vino a completar la geografía del planeta, cien pueblos sometidos se irguieron de repente y formaron cien pueblos libres, que en el orden político completaron el equilibrio del antiguo mundo y que se constituyeron, sobre bases sociales nuevas, distintas y aun antagónicas a las bases sociales la monárquica Europa.

Ese nuevo concepto social, reaccionando sobre la misma Europa que salió a combatirlo, por las armas con la guerrera España y por la presión política con la Santa Alianza, se ha impuesto hoy en ambos hemisferios.

Esa revolución política y social, cumplida en la cuarta parte del globo y que se ha impuesto, en sus mejores consecuencias, a casi todo el mundo civilizado, por lo menos en principio —pues ya nadie discute el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos—, tuvo por principal artífice el genio de Bolívar.

Y no se realizó aquella obra sin un esfuerzo asombroso. El Epistolario y los Discursos y proclamas de Bolívar son o pueden ser, en manos inteligentes, índice o brújula de la revolución de independencia americana. Para facilitar la tarea, contemplemos breves instantes, en la rapidez de una película cinematográfica, al Hércules en sus trabajos.

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¿Qué ha hecho? En vez de repetir, cedamos la palabra a un historiador de Chile, a Vicuña Mackenna:

«Desde Cumaná hasta Potosí nada le ha detenido. Ha destrozado virreinatos, ha borrado todas las líneas de las demarcaciones geográficas; ha rehecho el mundo. Quita su nombre a la América y da a la parte que ha hecho suya el nombre de Colón (Colombia), y más adelante decreta el suyo propio a su última conquista. Su caballo ha bebido las aguas del Orinoco, del Amazonas y del Plata, las tres grandes fronteras que dio la creación al Nuevo Mundo. Pero él las ha suprimido en nombre de la gloria, esta segunda creación de la omnipotencia... Desciende desde las montañas de [130] Aragua e inunda de bayonetas todos los valles de América, que aclaman sus victorias...».{1}

Después de quince años de lucha sin cesar han desaparecido las escuadras españolas del Atlántico y del Pacífico; las expediciones peninsulares de Solomón, Morillo, Hore, Miyares, Canterac, Cruz Murgeón, Odonojú; las de Cuba y Puerto Rico, graneros y baluartes de la madre patria; ha quedado deshecha a sangre y fuego la resistencia de los mismos pueblos de América contra sus Libertadores; han quedado tendidos, en solo el suelo de Colombia, cerca de 600.000 americanos{2}; «y el mundo de Colón —para emplear la síntesis del propio héroe—ha dejado de ser español».

Bolívar ha cumplido, casi sin elementos y a despecho de la naturaleza y de los hombres, una de las empresas más grandiosas que tocó en suerte a un héroe. Ha emancipado cuatro veces más millones de colonos que Wáshington. Una sola de sus creaciones, Colombia, que tiene 112.000 leguas cuadradas, es más vasta que todas las conquistas de Napoleón. La historia no conoce guerrero cuyo caballo de batalla haya ido más lejos y cuyo teatro militar fuera tan extenso. Ni los Capitanes europeos, Gonzalo de Córdoba, Carlos XII, Federico el Grande, ni los guerreros fabulosos del Asia, Gengis Khan ó Tamerlán han recorrido, triunfantes, tantas tierras como él. Con razón y con orgullo americano pudo escribir José Martí: «Bolívar recorrió más tierras con las banderas de la libertad que ningún conquistador con las de la tiranía.»

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Europa lo miró desde lejos con admiración y con asombro. Seis mil soldados ingleses, innúmeros franceses, alemanes, italianos, corren a servir bajo sus banderas. Los polacos, los irlandeses, los liberales de España, todos los oprimidos clavan en él los ojos. [131]

Con él están desde 1813, soldados de la España liberal: el caballeresco Jalón, los Aldao, los Ibarra (D. Mariano y D. Ambrosio), los Romana, los Villapol, aquel asombroso Campo-Elías, Mires, Torres, Campomanes, tantos otros. Mina, el héroe peninsular de la guerra contra Napoleón, el no menos ilustre general D. Mariano Renovales, le ofrecen su espada; y otros liberales exaltados de la Península, víctimas del tirano Fernando VII, esperan que Bolívar vaya a libertar la España, después de haber independizado la América{3}. La Prensa liberal de París lo reconoce superior a Wáshington. Lafayette, a quien los Estados Unidos escogen de intermedio para enviar al Libertador venerandas reliquias de Wáshington, le dice que de todos los hombres vivos y aun de la historia, Wáshington lo hubiera preferido. «Sois el primer ciudadano del mundo», le escribe el antiguo miembro de la Convención, general Alejandro de Lameth; y un miembro del Parlamento británico, general inglés Sir Robert Wilson: «el retrato de Vuestra Excelencia es el paladium de mi hogar». El gran tribuno irlandés O'Connel le manda un hijo con estas palabras magníficas: «Lo envío, ilustre señor, para que admirando e imitando vuestro ejemplo, sirva bajo las órdenes de Vuestra Excelencia.» Otros europeos eminentes le mandan también a sus hijos. El sobrino de Koskiusko, el héroe de Polonia, «ha atravesado, escribe, el diámetro del globo, exaltado por las glorias del Libertador del Nuevo Mundo, para tener la honra de servirle». Los holandeses lo comparan a Guillermo de Nassau, y a Guillermo de Nassau lo compara, en Bogotá, el enviado de Holanda, capitán Quartel. Bernadotte, rey de Suecia, dice con vanagloria: «Entre Bolívar y yo hay mucha analogía.» Bresson, plenipotenciario de Francia, expone: «La Francia no admira en él solamente aquella intrepidez y celeridad en las empresas, aquella penetración y aquella constancia, cualidades de un gran general, sino que tributa homenaje a sus virtudes y a sus talentos políticos [132] eos...» José Bonaparte, ex rey de España, desea que el hijo de Murat, ex rey de Ñapóles, vaya a ser edecán de Bolívar. Un pariente del príncipe Ispillante, de Grecia, el hijo del emperador de Méjico, Itúrbide, quieren servir con el Libertador{4}. Un militar inglés, comisionado diplomático de su majestad británica, el coronel J. P. Hamilton, ya de regreso de Londres, publica una obra donde estudia el país y al héroe: «Es, dice del Libertador, el hombre más grande, el carácter más extraordinario que hasta ahora haya producido el Nuevo Mundo»; y por las dificultades vencidas y las condiciones desplegadas en la realización de la obra que acaba de cumplir, lo juzga «supereminente sobre cuantos héroes viven en el templo de la fama»{5}.

Restrepo, el severo Restrepo, tan empapado en la política de la época, resume en su Historia de Colombia:

«La idea que varios gobiernos europeos habían concebido de los talentos, de las virtudes, de la elevación de carácter y de los servicios eminentes de Bolívar a su patria, era tan alta, que si éste hubiera tenido la insensata pretensión de hacerse rey, naciones de primer orden le habrían reconocido y los soberanos y las familias más antiguas y distinguidas del viejo continente le habrían saludado como a un hermano y compañero de los monarcas; circunstancia que se acredita por documentos oficiales auténticos.»

Es más: Francia e Inglaterra lo instan a que se corone, como lo instan sus tenientes más poderosos: Santa Cruz, en Bolivia; Lámar, en Perú; Santander (1826), en Nueva Granada, Flores; en el Ecuador, Páez; en Venezuela, y Sucre y Urdaneta y Marino y Mosquera y Diego Ybarra y Briceño Méndez y tantos otros.

Bolívar no consintió en ceñirse la corona. Por una u otra razón tío consintió: «El título de Libertador, escribe á Páez, es el mayor de cuantos ha recibido el orgullo humano. Me es imposible degradarlo.» No creían que siendo tan poderoso fuera tan abnegado. Benjamín Constant escribió en un periódico de París:

«Si Bolívar muere sin haberse ceñido una corona, será en los siglos venideros una figura singular. En los pasados no tiene semejante. Wáshington no tuvo nunca en sus manos, en las colonias británicas [133] del Norte, el poder que Bolívar ha alcanzado entre los pueblos y desiertos de la América del Sur.»

Pero Bolívar despreció cetro y manto imperiales.

Así ha podido cantarlo el poeta madrileño, Lasso de la Vega:

Más alto que aquel Corso que murió en cautiverio

Bolívar, alma excelsa, desdeñaba el imperio

Por un laurel más claro: el de Libertador.

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Y si no consintió en ceñirse la corona, tampoco convino en que Colombia llamara a un rey extranjero, aunque no fuese sino para no desaparecer él mismo detrás del trono; «situación imposible —según el inglés Lorain Petre— para hombre semejante»{6}.

Y si no aceptó la corona, ni quiso que un extranjero viniera a ceñírsela en Colombia, impidió también, por medio de la diplomacia y aun de la firmeza, que otras secciones de América se monarquizasen y se diesen a príncipes europeos. El enviado de Colombia en Méjico reúne en su casa a los republicanos y conspira contra el emperador Itúrbide. La Argentina solicitaba un hijo de Carlos IV para rey de aquella sección americana y, en defecto de éste, a un príncipe inglés, alemán, portugués, ruso, brasileño, de cualquier parte. Bolívar escribe, dirigiéndose al Director supremo de los ESTADOS UNIDOS del Río de la Plata: «Ligadas mutuamente entre sí todas las Repúblicas que combaten contra la España, por el pacto implícito y a virtud de la identidad de causa, principios e intereses parece que nuestra conducta debe ser uniforme y una misma...»{7}

Con el Perú fue más explícito. El general San Martín había celebrado en Punchauca un pacto con el virrey Laserna, pacto por el cual se sometía el general y entregaba el ejército patriota al virrey. San Martín en persona se embarcaría para España a solicitar del trono dominador secular de América, contra quien se llevaban diez años de revolución, un príncipe para el Perú, país que debía erigirse en monarquía, con Chile y la Argentina, según [134] expresa el pacto suscrito por San Martín, como provincias de aquel reino.

El Libertador se alarmó y despachó a su edecán Diego Ybarra, con instrucciones, cerca de San Martín, para disuadir del absurdo plan suicida a este general, y para que, si el goberno protectoral persistía en su propósito, hacerle saber que Colombia no sentía a él, por ir contra el objeto de la revolución, contra las nuevas instituciones y contra los deseos y la libertad de los pueblos{8}.

Así defendió e hizo triunfar Bolívar, contra propios y extraños, la independencia y la república en la América del Sur. Por eso la posteridad reconocida, la posteridad que no se engaña, la posteridad que no se mueve por pasiones ni interés, llama al padre de Colombia, al emancipador del Perú, al fundador de Bolivia; al que destruyó las últimas resistencias del Pacífico, asegurando la independencia de Chile; al que emancipó las cuatro provincias argentinas del Norte, oprimidas por Olañeta y en manos de España desde 1810; al que supo recular en Bolivia las pretensiones imperialistas del Brasil; al soldado de genio y de fortuna; al héroe sin segundo, el Libertador de América. [135]

En 1824, había terminado su obra de guerrero. Así pudo proclamar a sus soldados: «Colombia os debe la gloria que nuevamente le dais; el Perú, vida, libertad y paz; La plata y Chile también os son deudores de inmensas ventajas.» Y más adelante, vencedoras sus tropas, no sólo en Junín y Ayacucho, sino en las luchas complementarias de Tumusla y Callao, pudo decir en otra proclama: «El mundo de Colón ha dejado de ser español.» Quedaba cumplida su obra de soldado.

José Enrique Rodó, el maestro del Plata, sintetiza la obra militar del Libertador en estas magníficas palabras: «Catorce generales de España entregan (en Ayacucho), al alargar la empuñadura de sus espadas rendidas, los títulos de aquella fabulosa propiedad que Colón pusiera, trescientos años antes, en manos de Isabel y Fernando.»

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En América su influencia es inmensa, semejante a la que hoy ejerce, por otras razones, el gobierno de los Estados Unidos. [136]

Méjico, que lo llamó en 1815, por medio del heroico general Vicente Guerrero, para que se pusiera al frente de las tropas mejicanas independientes, lo solicita de nuevo en 1824 como aliado y general en jefe de los ejércitos de América{9}. Centro América, libre después de la campaña boliviana de 1821, ordena colocar el retrato del caraqueño en las oficinas del Estado, y suscribe, lo mismo que Méjico, la alianza con Colombia y el Perú, bajo la dirección del Libertador. La actual República Dominicana se incorpora a la Gran Colombia, después de Carabobo. Lo mismo hace la actual República de Panamá. Cuba envía al comisionado Iznaga cerca del caraqueño a recabar el auxilio de sus armas para independizarse y constituye un partido revolucionario con el nombre de Soles de Bolívar. Puerto Rico acoge con alborozo el proyecto de la expedición que se está preparando en Bogotá y en Caracas, expedición que va a emancipar las Antillas. Los tres pueblos de Colombia —Venezuela, Nueva Granada y Ecuador— siguen a Bolívar al través de la América, movidos por entusiasmo eléctrico. De la constitución de Cúcuta, dice Restrepo, que su mayor garantía para que todos lo obedecieran era llevar el «cúmplase» y la firma de Bolívar. Perú lo nombra dictador. Bolivia lo declara presidente. Uruguay, sintiéndose abandonado de la Argentina en su lucha con el Brasil, en 1825, convierte los ojos al Libertador{10}. Chile, por boca de sus hijos y funcionarios más ilustres, lo llama, y espera de él la salvación. O'Higgins, el incomparable O'Higgins, héroe de cien batallas, dictador de Chile, está a sus órdenes. «Yo reitero —le escribe el magnífico soldado del Sur—, yo reitero mi propósito de acompañarle y servirle, bajo el carácter de un voluntario que aspira a una vida con honor o a una muerte gloriosa y que mira el triunfo del general Bolívar como la única aurora de la independencia en la América del Sur»{11}. Blanco Encalada, Almirante de la Escuadra [137] chilena, de aquella escuadra que ha realizado prodigios en el Pacífico, le manifiesta: «La República de Chile se aproxima cada día a la necesidad imperiosa de la influencia del Héroe de Colornbia para restablecer su equilibrio perdido y salir de un estado que de reacción en reacción la conducirá necesariamente al sepulcro»{12}.

Argentina también lo llama, como lo llaman Méjico, Cuba y Chile. El general San Martín, el más grande de los generales argentinos, le ha ofrecido su espada y su cooperación. Las Heras quiere, desde 1822, deponer a San Martín y entregar el ejército argentinochileno al Libertador. Alvarado ha hecho la guerra a sus órdenes. Necochea sale cubierto de heridas y laureles en Junín. «Mi primera impresión en Buenos Aires, escribe Alberdi, son los repiques de campanas y las fiestas en honor de Bolívar por el triunfo de Ayacucho»{13}. Los liberales, los federalistas, ponen toda su esperanza en el Libertador para librarse de la tiranía de Buenos Aires, pulpo [138] de la nación, y de la anarquía en que se debate la Argentina casi desde 1810. Funes, el primer historiador de las Provincias Unidas, diputado, diplomático, deán de la catedral, lo urge constantemente por que vaya, y le asegura que por que vaya se pronuncia la opinión pública: «Muchísimos están en la firme persuasión de que Vuestra Excelencia se acerca con un grueso ejército. Los ha confirmado en esta idea la carta de un oficial inglés, que yo mismo he visto, y en la que dice que Vuestra Excelencia se hallaba disponiendo 20.000 hombres para esta empresa. Muchas gentes han venido a preguntármelo, y puede creer Vuestra Excelencia que este es el voto público»{14}. Manuel Dorrego, bravo entre los bravos, glorioso entre los gloriosos, diputado al Congreso, primero, y luego presidente de Buenos Aires, le escribe: «Vuestra Excelencia será llamado por aclamación.» La legislatura de Córdoba expide la siguiente resolución: «Levantar tropas para sostener las libertades de la provincia de Córdoba y proteger a los pueblos oprimidos, poniéndose de acuerdo con el Libertador Bolívar, por medio de un Enviado, encargado de promover una negociación al efecto»{15}. Se empezaba a cumplir la previsión del deán Funes: «Las provincias se separarán del Congreso y se echarán en brazos de Vuestra Excelencia»{16}.

El mismo gobierno unitario de Buenos Aires, el gobierno de la nación, envía a Bolívar dos Plenipotenciarios a felicitarlo por sus últimas victorias, que han asegurado la independencia de todo Sur América, a implorar el apoyo de su espada en favor de la Argentina, contra el Brasil, y a ofrecerle la dirección del ejército del Plata para que ese bravo ejército, en unión con los de Perú, Chile y Colombia, fuera de triunfo en triunfo y clavase la bandera azul y blanca en las torres de Río Janeiro{17}.

Apenas se piensa que Bolívar ha pisado territorio argentino, [139] el presidente de la República, o director de las Provincias Unidas, como se le llama, que es a la sazón el brillante veterano general Las Heras, apresúrase a enviarle patrióticos y entusiastas mensajes:

«El gobierno de Buenos Aires, encargado del Poder ejecutivo, nacional, cumpliendo con un deber que le es sumamente grato, se apresura a felicitar a Su Excelencia por su arribo al territorio argentino, y al mismo tiempo le es satisfactorio instruirle que, a consecuencia de lo resuelto por el Congreso general constituyente, marchará dentro de breves días una Legación compuesta de los Sres. Brigadier general Carlos de Alvear y el Dr. D. José Miguel Díaz Vélez, para llenar los objetos que expresa la ley que en copia autorizada se acompaña, como igualmente para acordar con Su Excelencia el Libertador negocios de la más alta importancia a la paz y prosperidad de los Estados de América.»

El Libertador era a la sazón, según la síntesis de Mitre: «el hombre más poderoso de la América del Sur y el verdadero arbitro de sus destinos»{18}.

Sólo, repetimos, los Estados Unidos, en las dos últimas décadas, han alcanzado en el Nuevo Mundo, por otras razones, una influencia [140] semejante a la que ejerció desde 1821 hasta 1826 aquel ilimitado Libertador.

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Un guerrero, por grande que sea, por mucho que deslumbren sus victorias y por decisivas y transcendentales que se las considere, no alcanza tal imperio como la acción de su brazo no esté acompañada por la acción de su pensamiento y si la acción de su pensamiento no es correlativa a la acción de su brazo.

Al día siguiente de la última victoria aparece siempre la necesidad del estadista que reconstruya el nuevo edificio sobre los escombros de las viejas arquitecturas demolidas. El fundador es necesario después del destructor. Generalmente estas actividades andan dispersas. En Bolívar se confundían, como el jinete y el corcel en el centauro, como la claridad y la firmeza en el diamante.

Y si al don heroico se unía el don de pensamiento, al don de pensamiento se aliaban la seducción de la palabra escrita y la virtud avasalladora del verbo tribunicio. Es decir, su genio era múltiple. Rodó estudia, disocia, muestra, en profunda síntesis psicológica, lo poliédrico del genio en el Libertador —«la multiplicidad de aptitudes»; y enseña que no es el genio en su unidad simplísima, como Carlos XII, Flaubert y Kant, sino el genio complejo, aquel en que la facultad soberana «suscita vocaciones secundarias que rivalizan en servirla», como en Leonardo, Goethe, César. «De esta familia genial era Bolívar», concluye el gran pensador del Plata.

Nada más exacto. Aunque no hubiera sido fundador de pueblos, ni legislador, ni guerrero, sería siempre el tribuno de oro, el prosista a sangre y fuego.

Concretémonos a considerarlo como prosista y como orador.

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Posee, en grado eminente, la cualidad primordial en el hombre de pluma: la pasión, que colorea la frase y convierte la lava en púrpura y las escorias en montañas de piedra.

Su imaginación es vivificante: de las cosas más mediocres saca él, para deslumbrar a sus pueblos, relámpagos de ilusión.

A Bolívar se le ha juzgado como a grande escritor; pero críticos [141] con ochenta o cien años de retardo no han podido apreciar al Libertador, en cuanto prosista, desde el punto de vista de iniciador que voy a presentarlo.

Bolívar fue un hombre rebelde por naturaleza, un revolucionario, un abridor de vías, un enemigo de clichés, un temperamento de excepción, no solamente en política, sino también en literatura. Hoy no nos damos cuenta de la revolución que inició e impuso en castellano el Libertador, por cuanto él no hizo profesión de las letras, y esta aptitud literaria suya se apagaba o desvanecía ante el deslumbramiento de su epopeya.

Bolívar es la pluma representativa de esa renovación que no tuvo gran eco por haber desaparecido con la revolución los novadores que seguían a Bolívar.

Pronto se cayó de nuevo en el clasicismo. Muchos años después de realizada la independencia política, todavía la Academia Española imperó en América.

Pero recuérdese la época en que apareció Bolívar.

La lengua de Castilla arrastraba su pesada elocuencia y se movía con dificultad con una cola de incisos. El último maestro de la prosa en España, había sido Jovellanos; el último maestro del verso, Quintana. Ambos son excelentes. Ambos, influenciados por el espíritu de los Enciclopedistas, representan una faz nueva de la mentalidad española: la duda filosófica, el concepto racionalista; pero ambos se vinculan en el pasado de su país y de su literatura por la manera de escribir. Escojo los más ilustres nombres cuyas obras están en las manos y la memoria de todos, para no insistir. Baste mencionar que ambos grandes maestros son considerados como clásicos españoles, es decir, que su factura refresca y continúa la tradición gloriosa del siglo de oro español.

En América sucede lo propio: el clasicismo impera. Don Andrés Bello fue el maestro y el compañero de Bolívar; Olmedo fue su amigo y su cantor. Ambos son las cumbres literarias de entonces; ambos son clásicos.

Por lo que respecta a la literatura política, y al estilo oficinesco de aquellos tiempos, en España y América, reléanse los documentos de la época: Discursos en las cortes de Cádiz, oficios de Morillo al Ministro de Guerra; notas del Ministerio español; despachos de los virreyes y capitanes generales; literatura oficial de propaganda antirrevolucionaria, como los escritos de José Domingo Díaz; las Memorias de los funcionarios peninsulares más cultos: las de Heredia, por ejemplo, Oidor de la Real Audiencia de Caracas; la Relación del comisionado a la Nueva Granada, Urquinaona. Reléanse [142] las notas de Belgrano, de San Martín, de O'Higgiris y de los mejicanos: ¿qué se observa?

Entre los conservadores españoles, un estilo pesado, oficinesco, curialesco, indigesto, odioso, imposible; un lenguaje afásico, moldeado por los viejos patrones, seco como pleita de esparto, agrio y estéril corno cuesta entre berrocales, una prosa de covachuelistas, una literatura que huele a moho, un estilo lleno de parches, costurones y escrófulas{19}. Y toda esa cachivachería de anticuarios traduce casi constantemente una mentalidad camandulera, una política de nuestro adorado Fernando VII, una vieja alma absolutista, medioeval.

Por lo que respecta a los liberales de la Península y a los americanos, delata la documentación de la época a espíritus que tienen una faz en la aurora, y creen en las ideas modernas, y otra faz en la media noche y no alcanzan o no logran la eficacia de vaciar el espíritu nuevo en nuevos moldes, abominando por igual de los reyes absolutistas y de la terminología laboriosa, de los encisos encabalgados, de la prosa de besamanos, de las rancias y encorvadas peticiones a la Sacra, Real Majestad.

Es más: hombres movidos ya por el soplo que desarraiga tronos, declararon el 5 de julio de 1811 la independencia de Venezuela en estilo de la colonia, Roscio no escribe mejor que los señores de la Real Audiencia o los catedráticos de teología en la Real y Pontificia Universidad de México, o de Lima, o de Buenos Aires, o de Caracas.

Pero se presenta Bolívar y todo cambia. Su estilo está lleno, desde la aurora, de alas, de ojos y de fulguraciones; el idioma de Castilla, asumió en la pluma del Libertador, desde el principio, actitudes nuevas, obtuvo sonoridades inauditas. Su estilo se ha conservado tan fresco, que parece de ayer. Aquel lenguaje fulgurante, lleno de cláusulas cortas, de ráfagas de odio; aquellas palabras de pasión, aquellas voces de apremio, aquellos gritos humanos, aquellos alaridos del patriotismo revelan al hombre nuevo, y que el espíritu de la revolución había encontrado para anidar la mente de un exaltado y para difundirse una gran voz y una gran pluma.

Aquella nueva oratoria suscita cien tribunos: Coto Paúl, Espejo, el mismo Peña; y a imitación y semejanza de la prosa boliviana escribe, el primero, Muñoz Tébar. Después, otros. Sus proclamas y [143] documentos los imitarán en toda América y aun en la Peninsular San Martín en Chile, Quiroga y Riego en España, Guadalupe Victoria en Méjico.

Lo primero que introduce Bolívar en literatura es el cambio del antiguo retoricismo, incompatible con la urgencia de su pasión a la cual se libra. Las imágenes salen a borbotones en su naturaleza de poeta. A veces, en sus malos momentos es hinchado y hasta campanudo; otras veces trae a cuento mitologías de una frialdad marmórea, que son recuerdos clásicos, resabios del siglo XVIIÍ. Pero los tropiezos duran poco; echa a correr de nuevo su estilo, echa a volar su prosa llena de alas, obediente sólo al temperamento, dejándose llevar del ímpetu psíquico.

Cuando graves pensamientos mueven su espíritu, cuándo problemas sociales y políticos le obligan a escribir, entonces cambia la pluma relampagueante de las proclamas, el verbo encendido de los discursos, o la prosa confidencial y apasionada de las cartas por el lenguaje nutrido, sobrio, austero, altísimo del Mensaje al Congreso de Angostura.

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Por tener un exquisito temperamento de artista, por la cultura adquirida, por la violencia de sus pasiones, por la altura de su pensamiento y porque se abandonó cuando escribía a su temperamento de escritor, Bolívar es, en punto a letras, lo más alto de su época en lengua de Castilla. Con Bolívar se realiza la revolución de independencia en las letras castellanas, o, para no salir de casa, en las letras americanas.

Fue también en literatura el Libertador.

Lo atestiguan sus cartas, donde recorre el diapasón de los afectos, desde la plácida amistad hasta el odio encendido, hasta la tristeza salomónica; sus proclamas, fulgurantes de poesía épica; sus discursos persuasivos; sus documentos, a menudo de una armonía admirable entre la sobriedad del estilo y la altitud mental. Cuando es pensador, como en el Congreso de Angostura, la expresión gana en profundidad lo que pierde en brillo. En las cimas muy elevadas no se produce la vegetación frondosa de las tibias laderas y de los valles calientes. Conciso, no siempre lo fue, sobre todo al principio. Entonces la pasión desbordaba en su alma; y la pasión de la libertad, como una llama, encendía su prosa: los adjetivos, las imágenes, los tropos, todo sale borbotando de su pluma, cual [144] rusiente lava de cráter. Después fue depurándose aquel lenguaje titánico hasta 1825, en que alcanza la belleza que le prestaba otra exaltación: la exaltación dionisíaca del triunfo, de la fuerza.

Más tarde, a partir de 1828, es la tristeza la que mueve aquella pluma y apesadumbra aquel espíritu: el estilo es arrebatado y doliente; se oyen como trenos de profeta hebraico; se ve el orgullo sangrando; los desengaños imperan. Asistimos al drama de un grande espíritu vencido por la vida, ya sin esperanzas, despechado, imponente. ¡Qué mayor pena que la de un gran iluso, carente de ilusiones! Lo que faltó siempre en su estilo y en su vida fue la serenidad, la placidez, la calma.

Este proceso de su estilo puede seguirse en el Epistolario del Libertador, que es, quizás, lo mejor de su pluma. También puede seguirse allí el proceso mental del procer y advertirse que al optimismo de 1810 a 1824, mientras fue menester vencer, sucedió hasta promedios de 1826 la embriaguez del triunfo, y luego vino poco a poco el pesimismo apoderándose de su espíritu, hasta que, en 1830, la desesperación lo aniquila. En aquel hombre todo fue grande, hasta el dolor.

Su estilo aparece constelado de galicismos, por efecto de constantes lecturas en lengua francesa; pero su principal galicismo fue el de la Revolución.

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Orador, lo fue siempre. Aunque de voz delgada, como el guerrero Carlomagno y el tribuno Castelar, tenía del orador la simultaneidad del pensamiento con la palabra, el verbo caudaloso, la memoria, la lectura, los recuerdos, el rasgo incisivo, la respuesta pronta, la imaginación encendida, el espíritu poético, la facilidad de las imágenes, la tendencia a dramatizar las cosas, la conciencia de su altura mental y la confianza en sí propio.

La mitad de su influencia política con los contemporáneos debióla a su palabra. Sus amigos, sus émulos, sus adversarios, cuantos se le acercaban, sentían el influjo magnético de aquel hombre a quien se ha definido como «la cabeza de los milagros, la lengua de las maravillas». Su juramento en el Aventino, en Roma, no fue sino una declamación sublime, ante el polvo de los siglos y los recuerdos clásicos. Su explosión de 1812, en medio de terremoto, entre las ruinas de hogares y templos, sobre los cadáveres de 10.000 caraqueños, explosión «a cuyo lado palidece, la imprecación famosa de [145] Ayax de Telamón", aquel desafío delirante a la naturaleza, ¿qué fue sino un rapto de inaudita elocuencia?

En 1816, en Haití, sus conmilitones no quieren reconocerlo como jefe de la expedición contra Costa Firme. Bolívar reúne a todos los patriotas, les habla, y queda reconocido.

En 1820 se encuentra con su adversario el general Morillo. Morillo, La Torre, los oficiales del Estado Mayor español quedan encantados al escuchar al Libertador. «Ayer he pasado, escribe Morillo en carta confidencial, uno de los días más felices de mi vida.»

En 1822 se encuentra con el ilustre San Martín, su émulo, coronado por los laureles de Chacabuco y Maipo. San Martín le ofrece servir a sus órdenes.

En 1825, en Arequipa, en un banquete, O'Higgins oye hablar a Bolívar, y el incontenible chileno, movido del entusiasmo, se pone en pie y exclama: «Bolívar es el hombre más grande de la América del Sur.»

En 1828, se teme que Bolívar, llamado por sus amigos, se acerque a Ocaña, donde celebra sus sesiones la famosa Convención, en la que se están ventilando los destinos de la República. Santander, el jefe de los disidentes, exclama en pleno Parlamento: «Que no venga. Tal es su influencia y la fuerza secreta de su voluntad, que yo mismo, infinitas ocasiones, me ha acercado a él lleno de venganza, y al solo verle y oírle me he desarmado y he salido lleno de admiración. Ninguno puede contrariar cara a cara al general Bolívar; y ¡desgraciado del que lo intente!...»

Con los extranjeros que poseyeron bastante cultura para comprender al Libertador sucedía lo propio: la influencia era inmediata e imborrable el recuerdo.

Ahí está, por ejemplo, la relación del almirante danés C. van Dockun, oficial al servicio de la marina de Francia en 1825, sobre la audiencia que concedió Bolívar ese año, en Lima, al almirante francés Rósamel y a toda su oficialidad. Rosamel iba enviado por el gobierno borbónico, legitimista y amenazador de Francia, miembro de la Santa Alianza, con mensajes poco amistosos. Se temía una guerra con Francia, amiga y aun protectora entonces de Fernando VII Bolívar recibió al almirante legitimista y, para molestarlo, hizo la apología de Napoleón. El almirante respondió algo. Bolívar lo apabulló con dos palabras. Después de referir la entrevista, resume, en 1877, el almirante danés, oficial en 1825 de la marina francesa: «Jamás había visto yo la superioridad de la fuerza [146] intelectual manifestarse tan visiblemente como en aquel célebre encuentro»{20}.

El inglés Miller, que lo escuchó a menudo en el Perú y en Bolivia y que, dígase de paso, no fue nunca muy afecto al Libertador, ha dejado en sus Memorias vívidas impresiones de la elocuencia boliviana:

«Bolívar descollaba con especialidad en improvisaciones elegantes y apropiadas. Un día contestó sucesivamente diecisiete arengas; sus contestaciones hubieran podido imprimirse como salían de sus labios, y hubieran sido admiradas por su precisión y oportunidad. Proponiendo un brindis, dando gracias o hablando sobre cualquier materia dada, Bolívar no puede quizás ser excedido»{21}.

El irlandés O'Leary ha dejado estas observaciones: «Hablaba mucho y bien; poseía el raro don de la conversación y gustaba de referir anécdotas de su vida pasada. Su estilo era florido y correcto. Sus discursos y sus escritos están llenos de imágenes atrevidas y originales. Sus proclamas son modelo de elocuencia militar. En sus despachos, lucen, a la par de la galanura del estilo, la claridad y la precisión. En las órdenes que comunicaba a sus tenientes, no olvidaba ni los detalles más triviales; todo lo calculaba, todo lo previa. Tenía el don de la persuasión y sabía inspirar confianza»{22}.

El francés Perú de Lacroix, en su maravilloso Diario de Bucaramanga, que salvó del olvido Cornelio Hispano, Diario publicado ochenta y cuatro años después de escrito (Ollendorff, París, 1912), y que es uno de los mejores índices para estudiar la psicología del Libertador, expone:

«Las ideas del Libertador son como su imaginación: llenas de [147] fuego, originales y nuevas. Ellas animan mucho su conversación, haciéndola muy variada." (Pág. 168.)

Otro francés, el capitán de fragata Alfonso Moyer, comisionado secreto del gobierno reaccionario de Luis XVIII, informa a su gobierno, el 18 de Diciembre, 1824, de haberse visto con Bolívar. «El general Bolívar —escribe— se expresa correctamente en francés... La locuacidad de su conversación lo lleva a tratar todos los temas. Cuando se refiere a su vida pasada lo hace con simplicidad y desinterés... Es un hombre que sigue con gran cuidado los sucesos de Europa por medio de la prensa europea. El 9 de Diciembre tenía en Lima los periódicos de Londres hasta el 24 de Agosto.»

Para conocer a Bolívar por impresiones reflejas de extranjeros, y aun concretándonos, como es el caso aquí, a juzgarlo como hombre de palabra seductora y elocuente, basta leer las comunicaciones de los primeros ministros, cónsules y agentes secretos que distintas naciones de Europa, con distintos intereses políticos, enviaron a distintas capitales de América y vieron y juzgaron a Bolívar en distintas ocasiones. Todos están contestes en la impresión de admiración que les produjo el héroe. Y, para concretarnos a nuestro asunto, todos ponen la seducción personal y la elocuencia entre sus virtudes. Ya he visto lo que dice un francés desde Cima.

Otro francés, Buchet-Martigny, que lo conoce en Bogotá en 1826, informa a su Gobierno así: «El general Bolívar ha respondido en un todo a la alta idea que yo me había hecho de él y llego hasta creer que la ha excedido.»

Oigamos a los ingleses:

El Cónsul general Henderson, escribe al ministro Canning: «La estatura del general Bolívar no es tan pequeña como generalmente se dice. Es delgado, pero tiene las más finas proporciones. Su tez es ahora obscura, a causa de su vida en la intemperie. Cuando no habla, su semblante toma el tinte de la melancolía. De pelo negro, ligeramente rizado, y tan bien dispuesto por la naturaleza, que deja despejada su ancha frente. Ojos obscuros y vivos, nariz romana, boca notablemente bella, barba más bien puntiaguda. Cuando le hablan baja regularmente la vista, circunstancia que permite a su interlocutor hablar sin ser perturbado por la ardiente penetración de su mirada. Su voz tiene algo de rudo; pero esto lo modera, haciendo grata la conversación, con su gran franqueza y su inagotable amabilidad. Para todos tiene grandísima condescendencia y afabilidad. Cabalga y camina con gracia, y baila el valse con animación y elegancia. Tiene la firmeza y el tacto de un gran orador, llegando [148] en ocasiones hasta la elocuencia. La viveza de su genio, ya sea hablando en público, ya en conversaciones privadas, puede compararse con su decisión y presencia de ánimo como general.»

El ministro inglés, en Bogotá, Campbell, que lo conoció en la misma época, no fue menos expresivo. Así escribió a su Gobierno: «Los modales y presencia del general Bolívar son en extremo suaves y distinguidos. Cuando el tema de la conversación le interesa, le vemos animarse ostensiblemente. Posee la entera confianza de todas las clases. Su influencia moral es ilimitada... Habla el francés con gran perfección, no así el inglés, no porque no lo posea, sino por temor, pues lo comprende muy bien y lee con facilidad nuestros periódicos. Su parcialidad por los ingleses ha sido siempre notoria. No es amigo de los Estados Unidos.» En términos parecidos, que no citamos por abreviar, escribió desde Lima el representante inglés Mr. Ricketts al mismo Canning. (Cf. Villanueva: Imperio de los Andes.)

Aunque no hubiera cien ejemplos y mil testimonios de la asombrosa elocuencia de Bolívar, aunque se hubieran perdido todos sus discursos, bastaría un episodio de su vida, que voy á recordar, para probarnos la influencia instantánea y avasalladora del tribuno aun sobre los que se le acercaban con las más negras y dañinas intenciones.

En 1814, cuando el gran desastre nacional en que pereció la República bajo las patas de los caballos de Boves y se irguió la anarquía entre los patriotas y se hundió en el desprestigio del vencimiento la figura de Bolívar, había un aventurero italiano, José Bianchi, al servicio de la República. Este filibustero se alzó, en las horas de más angustia y compromiso, con las armas que los patriotastas, como último refugio de la esperanza, embarcaron a bordo de las naves de Bianchi, y con 24 cajones de plata labrada y alhajas que Bolívar había sacado de las iglesias de Caracas y que constituían todo el tesoro de la vencida revolución. Esto sucedía en Agosto de 1814 y en aguas de Cumaná, después de la batalla de Aragua, villa ésta donde el feroz canario Morales vio coronada su victoria con 3.500 cadáveres venezolanos.

Sabedores Bolívar y Marino de la infidencia del marino y de que larga velas, llevándose buques, parque y tesoro, se embarcan solos tras del filibustero. Lo alcanzan, lo increpan; el furioso no cede, aduciendo que se lleva parque, tesoro y naves en pago de cuanto le adeudan por servicios prestados, Margarita y Cumaná. Bolívar y Marino no contaban con más fuerzas para someter a Bianchi y los buques del pirata sino con su palabra desprestigia [149] da por las derrotas. Bolívar habla, se endulza, promete, cede, persuade. El bucanero termina por aproar á Margarita y devolver buques, tesoro y parque{23}.

Obtener por persuasión que un pirata potente y desalmado devuelva su presa, máxime en las condiciones de Bianchi, ¿no es un triunfo, un gran triunfo de la palabra? En mi concepto Bolívar jamás obtuvo, con la espada del verbo, victoria superior a esa victoria contra la barbarie, la rapiña, la avaricia y la fuerza.

Todos los historiadores y comentaristas apuntan la elocuencia como virtud de las más genuinas y espontáneas en la múltiple personalidad del Libertador. Cuando él murió, expresa Rodó, «había dado a la América de origen español, su más eficaz y grande voluntad heroica, el más espléndido verbo tribunicio de su propaganda revolucionaria, la más penetrante visión de sus destinos futuros, y concertando todo esto la representación original y perdurable de su espíritu en el senado humano del genio.» «La lengua de las maravillas», lo llamó Cecilio Acosta. «Su voz, escribe Montalvo, don Juan Montalvo, no ostentaba la del trueno, pero como espada se iba a las entrañas de la tiranía, fulgurando en esos capitolios al raso que la victoria erigía después de cada gran batalla». «Las improvisaciones del Libertador —dice Larrazábal— podían ser enviadas a la imprenta sin cambiar una palabra. Y por lo que hace a la gracia, a la corrección, al brillo y a la fuerza, sostener el paralelo con los discursos más bellos de Burke, de Vergniaud, de Mirabeau...» José Martí, el último de los libertadores, el tribuno asombroso, el maestro, enseña: «No hablaba Bolívar a grandes períodos, sino a sacudidas. De un vuelo de frase inmortalizaba a un hombre; de un tajo de su palabra hendía a un déspota. No parecían sus discursos collares de rosas, sino haces de ráfagas.»

A esa fluidez, a ese brillo del verbo, a esa seducción personal, debió su imperio sobre las múltiples, sus triunfos parlamentarios, la idolatría de sus tropas{24} y hasta sus varías conquistas donjuanescas. [150]

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Bolívar dedicaba todos los días horas enteras a su correspondencia, según consta de O'Leary y de otros contemporáneos, y como esa costumbre fue de toda su vida, por cuanto la correspondencia le servía de actuación política o era menester para los asuntos del servicio, se comprenderá fácilmente que lo que la posteridad conserva de las cartas bolivianas es bien poco; una porción mínima. La observación del Sr. Paul Groussac, respecto a la desproporción entre las Cartas a Bolívar y las Cartas de Bolívar es excelente para comprender a cuánto monta el tesoro perdido de esa correspondencia, preciosa por su valor literario e histórico, y más preciosa todavía como revelación psicológica de aquella gran sombra continental

Su modo de producir era el siguiente: dictaba paseándose; con un volumen en la mano, a veces; volumen que, aunque parezca increíble, recorre u hojea mientras el amanuense escribe. El dictador divide la atención, por un poderoso esfuerzo mental, entre la lectura y el dictado{25}. Otras veces dicta meciéndose en la hamaca, y silba mientras el secretario escribe la frase. Por lo menos, así lo pinta, creyendo hacerle un mal, el autor de Recollectíons of a service of three years during the war of extermination in the republics of Venezuela and Colombia (London, 1828).

«En la puerta a medio abrir del apartamento estaban de centinela dos soldados ingleses que impedían una impertinente entrada adonde estaba su excelencia... Penetré en la pieza, grande pero sucia, y casi sin amueblar.» Bolívar estaba en la hamaca dictándole oficios militares (of a military nature) al Coronel O'Leary, y al propio tiempo se mecía violentamente (was swinping himself violently). "En esta curiosa situación alternaba el dictado á O'Leary silbando un aire republicano francés, del cual marcaba el compás golpeándose los pies uno contra otro»{26}.

Cuando el asunto requería toda su atención, se paseaba, los brazos cruzados o las manos en las solapas, y solía apoyar el dedo [151] pulgar de la diestra sobre el labio superior, bajo la nariz. (Recuérdese que la distancia entre la boca y la nariz era grande en él.)

Mucha parte de su correspondencia, de sus documentos más importantes, fueron escritos a la diabla, en el campamento o en cuartos sucios de poblachos adonde arribaba, o en condiciones peores. En Junio de 1829, correspondiéndose con el Dr. Gual, asienta: «No tenemos tiempo ni medios para escribir largo ni bien a los amigos. Es de noche y estamos en campaña, a la orilla del Guayas. Hace además bastante aire y no logramos tener vela encendida.» En la selva, a las orillas del Orinoco, cuando atraca la flechera en que navega, o a bordo de ésta, en la hamaca, dictó la Constitución presentada al Congreso de Angostura y el maravilloso discurso que pronunció ante aquella asamblea{27}.

Con los escribientes desfogaba a veces su mal humor. «Martel está más torpe que nunca», le dicta al propio Martel, comunicándose con un corresponsal. En otra ocasión, el 8 de Abril de 1825, expone, desde Lima, al general Urdaneta: «No tengo quien me escriba y yo no sé escribir. Cada instante tengo que buscar nuevo amanuense y que sufrir con ellos las más furiosas rabietas, por lo que me es imposible tener correspondencia con nadie.»

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En literatura es romántico. Pertenece a la familia de espíritus que provienen de Juan Jacobo; es contemporáneo de Chateaubriand; pero sus estudios filosóficos y políticos, la lectura de Montesquieu, el conocimiento del árido Spinoza, el contacto con poetas griegos y prosadores latinos, traducidos en francés por lo común, el afecto a la transparencia y comedimiento de Voltaire, el eclecticismo, su buen gusto, y, sobre todo lo potente, original, autónomo de su personalidad, lo salvaron siempre de caer en extravíos románticos o vestir la librea de los discípulos. Fuerte, brillante, personalísimo escritor, se abandona con muy buen acuerdo a su inspiración y no obedece ni sigue sino su propio temperamento. Su prosa es siempre rotunda; las imágenes nuevas y osadas; el estilo fogoso, volador.

Su discurso del 3 de Julio de 1811, en la Sociedad Patriótica, transciende a revolución francesa; pero su elocuencia es personal. Su memoria de Cartagena en 1812 da desde entonces su medida [152] como pensador y como prosista. Cuanto a las cartas, el estilo rebosa de imágenes, de cuadros dramáticos, máxime por los años de trece y catorce; pero mezclado todo con un constante sentido utópico-práctico, con la clara noción de las realidades, de las realidades transcendentales y distantes, en veces, de las realidades que parecen quimeras para el ojo desnudo del sentido común sanchopanesco, de realidades en potencia, que iban a existir por él.

A veces lo perjudican, como he dicho, la ampulosidad oratoria, las remembranzas mitológicas y las figuras heladas, a lo siglo XVIII. Pero esto es ocasional. La vida y la acción urgen. No hay tiempo para la retórica. Sus pasiones hablan claro. El lenguaje, depurado por el gusto, mejora, y aun cuando nombre a Anfitrite, adjetiva como escritor personalísimo, de buena cepa, y la llama Anfitrite, la colombiana. Suele encajar la idea dentro de la frase con tanta felicidad y precisión, que la frase parece un axioma. Así dice: A la sombra del misterio no trabaja sino el crimen; y otra vez: Para juzgar bien de las revoluciones y de sus actores es preciso observarlas muy de cerca y juzgarlos muy de lejos; o bien: Las cuatro planchas cubiertas de tela carmesí, que llaman trono, cuestan más sangre que lágrimas y dan más inquietudes que reposo. El problema de la barbarocracia armada lo preocupa desde temprano: Yo temo más la paz que la guerra —escribe. Luego expondrá el problema étnico americano en frases dignas de un sociólogo-poeta, como Guyau: Los españoles se acabarán bien pronto; pero nosotros, ¿cuando? Semejantes a la corza herida llevamos en nuestro seno la flecha, y ella nos dará muerte sin remedio, porque nuestra propia sangre es nuestra ponzoña.

Si alguna falta literaria cometió fue contra la pureza de la lengua. Lector asiduo y preferente de libros en francés, su prosa resplandece empedrada de galicismos. ¡Pero qué prosa tan noble, si no pura, a veces tan hermosa, y siempre tan suelta y elegante! Es «de una homérica y divina facilidad» —expresa Larrazábal—. Groussac compara el estilo del Libertador, por su opulencia, con una selva del trópico. «Hombre de no vulgar literatura» —opina Menéndez Pelayo—; Montalvo lo saluda como a grande escritor; Rodó lo conceptúa un temperamento de artista. «Rezuma poesía» —escribe Unamuno—. «Su lenguaje —expone Max Grillo— tiene color de poesía; su frase, elegancia inusitada; recurre a las comparaciones más delicadas por más que trate de las materias menos poéticas.» Y otro joven literato, perteneciente, no al mismo país que Grillo, aunque sí a esta nueva generación de América que está comprendiendo la excelsitud del Libertador, el señor Alejandro [153] Carias, autor de unos amenísimos Apuntes acerca del estilo epistolar de Bolívar, argumenta su opinión de este modo: «Poseía su estilo en grado tan notable las condiciones de energía, igualdad y claridad, que bien pudo tratar con inimitable precisión los asuntos más diversos.»

Pero el estilo no fue siempre uniforme. En Bolívar, como en todos los escritores de raza, tuvo ligeras variantes que obedecen, primero, a la evolución de la propia personalidad, y después a las circunstancias externas que obran sobre el escritor y determinan el estado de su alma. Bolívar, que recorrió etapas tan diversas en su carrera pública, que fue un día púgil contra el infortunio, otro César de medio mundo y más tarde un proscrito, presta a su lenguaje, que tradujo siempre con lealtad su pensamiento, y que vibró al unísono de sus nervios, ya cóleras, ya exaltaciones, ya lamentos, siempre dentro de los límites de una cambiante, pero única personalidad.

Ya he indicado el proceso de su manera literaria. Hacia 1819, su estilo es maravilloso de gracia y de fuerza, sin mezcla de falsos oropeles o de fanfarrias chillonas; hacia 1825 y 1826 se produce Bolívar con ímpetu dionisíaco, y de 1826 a 1830, el Libertador, movido por la desesperanza, por el despecho, por el dolor, habla «como los profetas mayores». Así, este hombre de pasiones exaltadas, va de un extremo al otro de la filosofía; recorre, en punto a lenguaje, todo el diapasón del arte: desde los cuadros dantescos de 1814 hasta la majestad del discurso de Angostura, en 1819; desde la delirante epístola á Páez{28}, escrita en las cabeceras del Plata en 1825, hasta las mesenianas y los sollozos elegiacos de Santa Marta, en 1830.

En tan solemnes días,

Por la orilla del mar, los pasos lentos,

Y cruzados los brazos, cual solías,

Hondas melancolías

Exhalabas a veces en lamentos.

Ora pasara un ave,

Ya hender vieses el líquido elemento

Sin dejar rastro en él, velera nave, [154]

Murmurabas: «¡Quién sabe

Si aré en el mar y edifique en el viento!»

En sordos aquilones

Oías como lúgubres señales:

«¡ Si caerán sobre mí las maldiciones

De cien generaciones!

¡Ay, desgraciado autor de tantos males!»

En estas estrofas, blancas, puras, resistentes como tablas de mármol, grabó Miguel Antonio Caro, con clásico cincel, la figura del padre de la patria, y supo transparentar en esa figura las más nobles aflicciones, las más hondas heridas del espíritu.

Del Bolívar de esos tiempos (1828-1830) es que expresa un crítico literario lo siguiente: «Su dolor se agiganta, su espíritu —alta encarnación de las más excelsas ideas— se debate en vano, gime, se retuerce, impreca a los hombres, lanza soberanas maldiciones y al fin se plega ante la adversidad, triste, vencido. Su palabra resuena como salida de una tumba inmensa; su acento tiene la solemnidad de los profetas mayores. Sólo en la antigüedad se encuentran héroes que hayan dicho profundas verdades en estilo tan insigne, tan verdaderamente trágico; sólo entre los grandes poetas se encuentran pensamientos de un fervor tan extraordinario»{29}.

Sí; los nombres de Ezequiel, de Dante, de Shakespeare, son los que vienen a los labios para comparar muchas páginas del Epistolario de Bolívar.

Ese Epistolario es una de las obras más interesantes que puedan leerse. Allí alumbra el sol; y cuando el horizonte se entenebrece, mira uno la obscuridad zebrada de relámpagos{30}.

*

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Las proclamas de Bolívar gozaban en tiempos de la revolución, en aquellos días que fueron una larga noche trágica, el doble prestigio [155] que granjea el mérito intrínseco de piezas brillantes y el que daba la ocasión.

Leídas ahora, cien años después de escritas, sin el anhelo de la independencia, que ya gozamos; sin las pasiones de la época, sin los estímulos exteriores, las admiramos literariamente y hasta nos producen cosquilleo de vanidad patriótica y de entusiasmo guerrero. Supongamos, pues, la impresión que producirían en nuestros abuelos, a quienes ya ceñían con frescos laureles, ya iban a buscar, en lo profundo de los escondites, para iluminar su sombra con luces de esperanza, para quienes eran cosas de patria y libertad, cuestión de vida y muerte. La madre que había visto perecer a sus hijos en el cadalso, en las prisiones o en los campos; el patriota cuyas hermanas, hijas o novia habían emigrado, huyendo a las vejaciones de la barbarie; el soldado a quien le recordaban sus triunfos, halagándole patriotismo y vanidad, todos aquellos a quienes hería en los sentimientos, a quienes exaltaba las tremendas pasiones del momento, ¡con qué secreta inquietud no iban a esperarlas, con cuánto fuego no las devorarían!

Otras veces —¡cuan a menudo!— esas palabras guerreras e inflamadas encendieron en espíritus amodorrados la llama del sacrificio; en los indiferentes, la emulación; en los humildes, el orgullo, y en cien pueblos en abyección, una virtud colectiva y hasta entonces por ellos ignorada: ¡el patriotismo!

Es más: esas proclamas, como los discursos, arengas y cartas de Bolívar, fueron a menudo en las tinieblas coloniales, cátedra de derecho, lección de política, plantel de ciudadanos{31}. Esos documentos crearon opinión pública, que no había, a favor de la [156] independencia, y una conciencia nacional. A Bolívar le tocó representar el papel de los Enciclopedistas, de la Convención y de Bonaparte.

Y por lo que respecta a la empresa guerrera que esas proclamas alentaron, ¡qué titánica! A ningún otro héroe concedió la fortuna el abarcar semejante vastedad de universo.

¿A cuál fue dable, en efecto, proclamar, como Bolívar después de Ayacucho, dirigiéndose a sus soldados: «Habéis dado la libertad a la América Meridional; y una cuarta parte del mundo es el monumento de vuestra gloria

Esa empresa guerrera, que tuvo por coronamiento la libertad de la cuarta parte del globo, regada por la sangre de tantos pueblos, se ha cumplido a despecho de la naturaleza, a despecho de los embrollos étnicos a despecho del fanatismo religioso, a despecho de la ignorancia, a despecho de la anarquía, a despecho de aquellos mismos pueblos enceguecidos a quienes se iba libertando..

A tal empresa, tal cíclope. ¿Qué dicen los extraños, los indiferentes? ¿Los ingleses, por ejemplo? Oigámoslos...:

«Fue igual como capitán a Carlos XII en audacia, a Federico II en constancia y pericia...» «Sobrepasó a Alejandro, a Aníbal y a César en las dificultades que tuvo que vencer y sus marchas fueron más largas que las de Gengis Kan y Tamerlán»{32}. [157] Y esa obra de violencia fue una obra de amor. El no ató pueblos, sino los desató. La libertad de América, de toda esa América española que él tuvo y proclamó por patria, que quiso confederar de un solo pueblo gigante, fue la columna de fuego que lo guió en su epopeya.

Por eso Martí, José Martí, un José Martí, pudo tener este arranque magnífico: «De hijo en hijo, mientras la América viva, el eco de su nombre resonará en lo más viril y honrado de nuestras entrañas».


{1} F. Larrazábal: Vida de Bolívar, vol. II, pág. 165.

{2} En la Gran Colombia sola desaparecieron, durante el torbellino de la revolución, 596.284 existencias, de las cuales corresponden: a Ecuador, 108.204; a Nueva Granada, 171.741, y a Venezuela, donde se luchó más que en parte alguna de América y que derramó su sangre, sin avaricia, por todo el continente, 316.339. Para que sirva únicamente como unidad de comparación recuérdese que las pérdidas totales de Francia durante todas las guerras de la Revolución y del Imperio fueron de 1.200.000 vidas.

{3} El embajador de Francia en Madrid, M. de Moustier, escribía al ministro francés de Relaciones Exteriores Barón de Damas, el 13 de Febrero de 1826: «La consternación reina ya en todos los puertos con motivo de las hostilidades contra la Regencia de Argelia y los perjuicios que causan los corsarios colombianos. En estos, puertos, más que en las ciudades del interior, gana prosélitos el sentimiento revolucionario, hasta el punto de tenerse el “convencimiento” de que, si bajo semejantes disposiciones, se presenta en las costas de España una escuadra insurrecta americana, sería imposible contener el desbordamiento revolucionario." (Véase C. A. Villanueva: Fernando VII y los nuevos Estados, págs. 249-250.)

{4} Para verificar la mayor parte de estas citaciones consúltese la Correspondencia de extranjeros con el Libertador (passim).

{5} Travels through the interior provinces of Colombia, by Colonel J. P. HAMILTON late comisioner from his britanic Magestic to the republic of Colombia, vol. I., págs. 229-234.

{6} F. Lorain Petre: Simón Bolívar, pkg. 434.

{7} Véase el punto estudiado con más amplitud en Cartas de Bolívar, vol. I, págs» 364-365, ed. de París (1913), en nota del comentarista de dichas cartas.

{8} He aquí un artículo bien preciso de las instrucciones de Ibarra:

«2.° Que si resultare verdadero el tratado en los términos en que se dice concluido, procure vuestra señoría sondear y penetrar el ánimo del general San Martín y persuadirle a que desista del proyecto de erigir un trono en el Perú: por el escándalo que causará esto en todas las repúblicas establecidas en nuestro continente; por las nuevas divisiones que produciría en su ejército y en el país la proclamación de los principios monárquicos, después de haberse pronunciado todos los republicanos; por el aliento que esto inspiraría a los españoles para continuar la guerra en todos los Estados insurrectos, contando siempre con el apoyo del Perú y con las divisiones intestinas, o pretendiendo que sigamos el mismo ejemplo, y, últimamente, por el peligro que hay de que halle aquí la Europa un pretexto para mezclarse en nuestras discusiones con la España y trate de decidirla a imponernos la ley de la arbitrariedad del trono y su absoluto poder sobre el pueblo.

Si después de haber vuestra señoría expuesto todas estas razones, con las explicaciones que su prudencia y conocimientos le sugieran, no alcanzare vuestra señoría a disuadir del plan al general San Martín, protestará, vuestra señoría, de un modo positivo y terminante, que Colombia no asiente a él porque es contra nuestras instituciones, contra el objeto de nuestra contienda, contra los) vehementes deseos y votos

de los pueblos por su libertad.» (Memorias de O'Leary, vol. XVIII, página 497.)

Queda uno desconcertado, conociendo la historia de América y el papel de los hombres en el drama de nuestra emancipación, cuando lee, por ejemplo, en la Historia de San Martín, por Mitre, los siguientes absurdos:

«La obra política de Bolívar en el orden nacional e internacional ha muerto con él, y sólo queda su heroica epopeya libertadora al través del continente, por él independizado. La obra de San Martín le ha sobrevivido y la América del Sur se ha organizado, según las previsiones de su genio concreto, dentro de las líneas geográficas trazadas por su espada.» (Vol. IV, págs. 170-171.)

Mitre olvida que había escrito respecto de los talentos políticos de San Martín: «No poseía los talentos del administrador ni estaba preparado para el manejo directo de los variados negocios públicos.» Y si el general San Martín, según las palabras de su panegerista, no era hombre de gobierno, si el Perú no es una monarquía española con Argentina y Chile como provincias, si la América ha quedado libre y republicana

como la concibió y dejó a su muerte y por su obra e1 Libertador, ¿de dónde saca el Sr. Mitre que la obra política del Libertador ha muerto con él y que los proyectos monárquico-político-españoles de San Martín han sobrevivido?

Es imposible llevar más lejos la audacia, para no darle otro nombre. Toda la historia de Mitre está llena de pasos de esa índole. La autoridad moral de semejante libro es absolutamente nula.

{9} Véase Correspondencia de híspanos-americanos notables con el Libertador: Memorias de O'Leary, vol. XI, págs. 344-345. «Así lo he manifestado al general Victoria, Presidente de los Estados Unidos mejicanos, el cual me ha manifestado que desea se establezca esta Federación, que está pronto a coadyuvar a ella y que al efecto lo va así a manifestar a usted... Esta le sufragará para generalísimo de la Liga y pondrá en sus manos gustosa la espada y el bastón que tan diestra y sobriamente ha sabido manejar.» C. M. de Bustamante: Méjico, 2 de Febrero de 1825.

{10} Zorrilla San Martín: La epopeya de Artigas, vól. II, pág. 348.

{11} Correspondencia de hispano-americanos notables: Memorias de 'O'Leary, vol. XI, pág. 45. Carta desde Trujillo, Marzo 29 de 1824. O'Higgins había sido escogido por el Libertador para dirigir una expedición contra Chiloé, todavía, después de Ayacucho, en manos españolas. La caída de Chiloé hizo inútil la expedición.

{12} Memorias de O'Leary, vol. XI, pág. 66.

{13} En toda la América, Ayacucho fue celebrada como la batalla del triunfo continental. De Méjico escribe un corresponsal al Libertador: «Una salva de artillería y un repique general de campanas me anuncian en este día (2 de Febrero 1825) el triunfo que las armas de Colombia, al mando de usted, han obtenido sobre el ejército español y asegurado para siempre el triunfo de las dos Américas.» En Santiago, en Bogotá, el entusiasmo popular es indescriptible y se celebra el triunfo oficialmente. En Caracas se decretan monumentos a Bolívar. En Lima, el entusiasmo no fue menor. El Capitán de fragata M. Alfonse Mover, que estaba en el Perú, en misión del gobierno francés, para informar del estado de los negocios públicos de América y respecto á Bolívar, escribe al Ministro de la Marina el 18 de Diciembre de 1824. Su informe

concluye con las palabras siguientes: «En el instante en que termino esta carta se oye un gran alboroto en la ciudad. Anuncian que el coronel Correa, enviado por el general Sucre, acaba de llegar con la noticia de la destrucción de la causa española en el Perú, ocurrida en una importante batalla librada el 9 del mes de la fecha en una aldea muy próxima a Huamanga. Lima está llena de júbilo. Un pueblo vociferante ocupa las calles. El general Bolívar recibe las felicitaciones públicas, y su retrato lo pasean en las plazas y calles, en medio de banderas y fuegos artificiales, Por todas: partes queman triquitraques y cohetes. Las campanas de los templos ensordecen el aire y su eco repercute a lo lejos.» (Véase C. A. VILLANUEVA, Fernando VII, 251-252.)

{14} O'Leary, vol. XI, pág. 149.

{15} V. Fidel López: Historia de la República Argentina.

{16} O'Leary, XI, 175.

{17} Tanta era la fe que tenía la América en el Libertador, que se creía que apenas tocase Bolívar con su espada el trono del Emperador, ese trono vendría a tierra.

El ilustre general argentino D, Carlos de Alvear, comisionado del gobierno de Buenos Aires, junto con el Dr. J. M. Díaz Vélez, cerca del Libertador, para solicitar el apoyo de éste, escribía al Grande Hombre, desde Buenos Aires, el 3 de Agosto de 1826:

«Si el Libertador de Colombia hiciese lo que a mi humilde juicio su posición exigía, no tengo duda que el Emperador perdía su trono.» (O'Leary, XI, 297.)

{18} Quédase uno perplejo, cuando tiene la más leve noción de historia americana, ante el cínico descaro con que ese mismo Mitre ha falsificado la historia del continente en una mala novela que llama Historia de San Martín.

Allí afirma, por ejemplo, que el ministro Rivadavia, después Presidente derrocado por la anarquía, dijo: Ha llegado el momento de oponer los principios a la espada, y levantó la bandera pacífica de la nueva hegemonía argentina (op. cit., cap. I, V). Y concluye: «En este contacto, y en este choque la política boliviana se gasta y es vencida.» (Cap. LI, V.) ¡Levantar los principios contra la espada! ¿Acaso la espada de Bolívar no iba sirviendo por toda América los más altos principios? ¿No debemos todos a ella la independencia, la República, el gobierno democrático?

¿Qué hegemonía, por otra parte, es esa hegemonía argentina, esa hegemonía pacífica, sin ejército, sin dinero, sin prestigio ni siquiera entre los términos de la propia nación, esa hegemonía que va a implorar el auxilio de la hegemonía real y efectiva de Colombia, representada en Bolívar, ya dictador del Perú, y presidente de Bolivia, es decir, Hegemón, César de medio mundo, para emplear la expresión del Sr. Groussac?

No. La historia de la independencia americana no es historia remota y legendaria, fácil de falsificar. Es obra de ayer y reposa sobre millares y millares de documentos que ya nadie puede destruir. La historia de

Mitre es una patraña despreciable. Su Bolívar es un ratero del poder, con fortuna.

{19} Véase, por ejemplo, el volumen titulado Documentos concernientes a la revolución de España, por el Marqués de Miraflores. (Dos tornos. Ricardo Taylor, impresor. Londres, 1834.)

{20} Traducción de C. Witzke, ex Cónsul de Dinamarca en Maracaibo. El Sr. Witzke dio a luz su relación en Patria Futura, de Caracas, correspondiente al 15 de Marzo de 1911. La obra del almirante van Dockun se publicó en 1877.

{21} He aquí el texto inglés:

Bolívar particulary excels in giving elegant and appropriate extempore replies. In one day he gave seventeen succesive answers, each of zuhich might have been printed off as he spoke it, and would have been admired for its peculiar applicability to the occasion. In proposing a toast, in returning thanks, or in speaking upon any given subject, perhaps Bolívar cannot be surpassed. (Memoirs of General Miller, vol, II, págs. 308-309.)

{22} O'Leary, II, 486.

{23} «El Libertador consiguió, por último, que Bianchi pusiera a disposición del gobierno de Margarita las armas y pertrechos y que le entregara parte de la escuadrilla con los dos tercios de caudales y efectos que en ella existían." (Felipe Larrazábal: Vida de Bolívar, vol. I,. página 330.)

{24} La tropa, en efecto, quería con fanatismo al Libertador, y las proclamas de su general la electrizaban. Bolívar es uno de los capitanes que inspiró más afecto a sus tropas y que mayores esfuerzos humanos ha sacado del soldado. Ya esto lo notó el inglés Lorain Petre, que dice: Napoleón himself was hardly more successful in exacting from his men the uttermost farthing of exertion and devotion. (Lorain Petre: Simón Bolívar, pág. 442.)

{25} Véase O'Leary, vol. II, pág. 37.

{26} Vol. II. págs. 242-243.

{27} O'Leary: Narración, vol. I, pág. 492

{28} Ya me tiene usted comprometido a defender a Bolivia hasta la muerte, como a una segunda Colombia: de la primera soy padre, de la segunda soy hijo. Así mi derecha estará en las bocas del Orinoco y mi izquierda llegará hasta las márgenes del río de la Plata» Mil leguas ocuparán mis brazos...

{29} Max Grillo: Alma dispersa, págs. 77-78 (París, 1912).

{30} No hay día, no hay hora en que estos abominables1 no me hagan beber la hiél de la calumnia. No quiero ser la víctima de mi consagración al más infernal pueblo que ha tenido la tierra: América; que después que la he librado de sus enemigos y la he dado una libertad que no merece, me despedaza diariamente, de un extremo a otro, con toda la furia de sus viles pasiones.

Carta al D. J. M. del Castillo: Ríobamba, 1.° de Junio de 1829.

{31} Nadie lo ha comprendido mejor que el más reciente y tal vez el más brillante de los historiadores de Bolívar, en todo caso uno de los que mejor lo ha comprendido, M. Jules Mancini:

«En méme temps —escribe Mancini—qu'il ressuscite et qu'il exalte les instincts belliqueux de la race il s'attache á lui rappeler sans cesse l'idéal pour lequel il la méne au combat.» (I, 452.)

En otra parte dice:

«II assemblait les notables (en Barinas), les endoctrinait, leur expliquait ce que devait etre la nation dont il avait entrepris de reconstituer l'organisme. Ses harangues réfléchies sont de véritables cours de droit public.» (I, 481.)

Y todavía más adelante, agrega:

«Nous verrons avec quelle science et quelle sincérité magnifiques Bolívar s'adaptera désormais á ce role d'éducateur..." (Bolívar et l´Emancipation des colonies espagnoles, I, 497.)

{32} Clayton: History of Simón Bolívar; Liberator of South America, págs. 5-6. London, 1876. Bolívar surpassed Alexander, Hannibal, and Cesar, on account of the inmenses difficulties he wais obligad to vanquish. As a military man re equailed Charléis XII in audacity and Frederick II in constancy and skill: his matches were longer than those of Gengis Khan and Tamerlán.

Las dificultades que tuvo que vencer Bolívar para realizar su obra militar y política fueron tan fabulosas, que los historiadores de todos los países, cuando las consideran, se quedan boquiabiertos. Es unánime esta

admiración: Los ingleses O'Leary y Lorain Petre, los belgas De Pradt y Schryver, los franceses Revertiere y Mancini, el alemán Gervinus, el italiano Cantú, el argentino Mitre, el venezolano Laureano Villanueva,

el colombiano Aníbal Galindo, todos constatan y admiran la realización de tal obra en tales circunstancias. If ever a man —dice Lorain Petre— had to face the problem of making bricks without straw that man was the Liberator. (Simón Bolívar, by F. Lorain Petre, pág. 438.)

Esta misma idea de haber creado de la nada la expresa Villanueva en su Vida de Sucre con la siguiente frase: «Después de Dios, es el único que ha creado de la nada.»

Por último, Mancini anota...: «II nous livre par avance le schéma du programme qu'il exécutera jusqu'au bout, au travers des obstacles les plus ardus qu'il ait été donné á un etre humain de recontrer sur sa route et de les surmonter sans défaillance.» (Ob. cit, vol. I, pág. 450.)