Filosofía en español 
Filosofía en español

 
El Basilisco, 1ª época, número 1, 1978, páginas 120-125

 
Sobre el Poder (en torno a un libro de Eugenio Trías)

Gustavo Bueno

 

I

Las meditaciones sobre el Poder tienen un carácter moral o ético –son “filosofía moral”, y en esto estamos casi todos de acuerdo. Toda reflexión sobre el Poder (aunque, en sus comienzos, no sea estrictamente filosófica, sino científica, categorial) alcanza inmediatamente resonancias morales, por tanto: induce a una meditación filosófica. “El Poder (El Estado) es el Padre” –dice una fórmula muy extendida que intenta penetrar categorialmente (puesto que “Padre” es un concepto categorial, histórico, sociológico &c.) en la esencia del Poder. Pero la penetración en esta esencia “categorial”, induce, aunque no lo quiera, múltiples “líneas de fuerza” constitutivas de un campo moral, a la manera como la corriente que pasa por un conductor induce un campo magnético cuyas líneas de fuerza envuelven al cable. Para muchos psicoanalistas, decir “El Poder es el Padre” es tanto como condenarlo, sugerir la iniciación de la tarea edípica de la “muerte del Padre”. Y, sin embargo, curiosamente, esta fórmula “revolucionaria”, tan grata a muchos “freudornarxistas”, es también la fórmula de los monarcómanos más reaccionarios (Filmer, por ejemplo, en su Patriarcha): El Poder es el Padre, y procede de nuestro primer Padre Adán, que lo recibió de Dios Padre y lo transmitió por herencia a las diversas dinastías legítimas que reinan en la tierra. Ocurre simplemente que el intento de comprender al Poder (al Rey, al Estado) es decir, a las categorías políticas, a partir de las categorías familiares, es tratar de entender el Poder político en los términos morales que envuelven necesariamente estas categorías. (Si se dice: “El Poder es la Madre” no cambia la situación; ni tampoco cambiaría si se dijera –acaso con mayor fundamento etnológico– que el Poder, el Estado, es “el Hermano mayor de la Madre”, es decir, si se dijera que “El Poder es el Tío”).

Trías comienza su libro desde más atrás: No pone los fundamentos del Poder en las especies del “Padre”, la “Madre” o el “Hermano mayor de la madre” sino en un suelo más genérico, aquel género que se cita en la frase de Espinosa: Nada sabemos acerca de lo que puede un cuerpo. Y comenta esta sentencia diciendo: “Nada sabemos, o muy poco, respecto de nuestro poder”. Sin embargo, y a pesar de la generidad de esta afirmación, me parece que ella no es enteramente cierta. Sabemos bastantes cosas acerca de los cuerpos, en cuanto fundamentos del Poder, y estas cosas que sabemos, aunque reclamen por sí mismas muchas veces un significado estrictamente [121] categorial (científico, etológico, por ejemplo) tiene inmediatas resonancias morales. Una investigación estadístico-etológica reciente (que podría servir de comentario a la sentencia de Espinosa) arroja los siguientes resultados: Los obispos tienen (en promedio) una talla (referida al cuerpo) mayor que los párrocos; los Rectores de Universidad suelen ser también más altos que los Decanos de Facultad; los Generales, sobrepasan en estatura a los Coroneles que no llegan al generalato, así como los jefes de Gobierno son más altos, en promedio, que sus ministros (Las excepciones –Napoleón, Lenin– son casos que requieren, como es habitual, una explicación particular). Ahora bien, a los Obispos, Rectores, Generales y jefes de Estado se les atribuye generalmente más poder que a los Párrocos, Decanos, Coroneles o Ministros, respectivamente. Concedamos que estos resultados se tienen como mera constatación de un hecho (etológico, psicológico): es evidente que, no por ello, son neutros en cuanto a su significado moral, aunque no sea más que porque ellos parecen conculcar una cierta norma moral que (supondríamos) preside nuestras sociedades democráticas, a saber: Que las funciones de Obispo, Rector &c., dependen del mérito (consecutivo a la posesión de ciertas cualidades intelectuales y morales y, suponemos también, ligadas a la libertad, y no a la naturaleza, para hablar en lenguaje kantiano), no de la talla. Sin embargo, estos resultados nos sugieren que al menos determinadas cualidades morales (ligadas a una situación de Poder, están sujetas a una condición física (al cuerpo, a su talla) pese a que pocos estarían dispuestos a reconocer semejante subordinación, caso por caso. Pero aquello que el plano de cada individuo (la autoridad) aparece dimanando de determinadas cualidades morales (estimadas en la eventual elección democrática) en el plano estadístico (de la “clase”) se nos revela subordinado a propiedades corporales “groseras”, que tienen que ver con la fuerza física: la libre elección democrática resulta estar sometida al prestigio del poder físico más elemental. Y esto nos pone inmediatamente delante de las cuestiones más típicas de la filosofía moral.

¿Y qué podemos entender por “filosofía moral”, qué podemos entender por “meditaciones sobre el poder en sentido filosófico-moral? Seguramente dos géneros de argumentación muy diferentes, aunque aparezcan tenazmente confundidos en el nombre común de “Filosofía” o de “meditación filosófica” sobre el Poder.

A) Ante todo, un tipo de meditación sobre el Poder que comienza por la consideración del Poder en general (por la consideración de los elementos más abstractos y genéricos de la Idea de Poder, supuesto que lo más genérico sea también lo más originario) y que sólo después de creer estar en condiciones de pasar a considerar las diferentes especies del Poder (y, en particular, las especies que nosotros propondríamos; como las especies “originarias”, los “parámetros” del Poder, sus “primeros analogados” a saber, las especies del “Poder político”). Este tipo de meditación sobre el Poder, propenderá a autoconcebirse como neutral respecto a las diferentes especies del Poder, y reclamará un signo puramente ontológico (Al no “comprometerse” con ninguna de las determinaciones del Poder, permanecerá, intencionalmente al menos, al margen de toda formalidad moral –y su condición de “filosofía moral” le afectará sólo por parte de la “materia”). De este modo, la meditación filosófica sobre el poder, comporta, de hecho (incluso como condición) el “enfriamiento” de todo interés particular por el poder político (que nosotros considerarnos como el “primer analogado”, al menos ordo cognoscendi, de la Idea de Poder).

En cualquier caso, este “enfriamiento” del interés por la meditación sobre el Poder político no es solo el resultado al que se llegue a partir de una determinada actitud filosófica. Tiene también una fuente antifilosófica, que mana, no ya del desinterés por el Poder político sino simplemente del desinterés por la meditación filosófica, un desinterés que se presenta a veces como la contrafigura del interés por el poder político mismo, por su ejercicio. La primera situación se configura en el momento en el cual el regressus hacia la Idea del Poder se aleja de tal modo de aquello que consideramos su “parámetro” (su “primer analogado”, el Poder político) que, en el límite, solo puede volver (en el progressus) a él en cuanto que es la negación del Poder, en cuanto este “parámetro” sea reducible a la condición de categoría ajena de todo punto a la moral (un poco en la línea de la primera parte de El Político de Platón –una parte que podríamos hoy denominar “etológica, cuando el arte político se nos clasifica en el mismo género al que pertenece el arte de los boyeros, se incluye dentro del arte de los “conductores de rebaños”, distinguiendo cuidadosamente entre los “rebaños con cuernos” y los “rebaños sin cuernos”). La segunda situación aparece siempre que se pretenda la sustitución de la meditación sobre el poder por el activismo político: esta pretensión parte de la estimación de que toda meditación sobre el Poder (y muy particularmente, sobre el poder político) es un pasatiempo indigno de cualquier persona madura (políticamente madura); un pasatiempo infantil, que está fuera de lugar para toda persona adulta que, simplemente, se ejercita en la práctica (en la praxis) de la dominación. Calicles, en el Gorgias platónico, podría servirnos de paradigma; pero también Nietzsche hubo de recorrer (intencionalmente, al menos) el mismo camino. (“La naturaleza interna del ser es Voluntad de Poder; goce es todo aumento de poder, y desplacer de todo sentimiento de no poder hacerse el amo” dice en su Voluntad de dominio, 693).

Estas situaciones coinciden al menos en este punto: en el desinterés por la meditación filosófica centrada especialmente en torno al Poder político. Por ello es preciso no confundir estas situaciones con las que ocupan aquellos que, sin perjuicio de ver en el poder político poco menos que el mal, creen necesario alimentar la constante meditación sobre el poder político, orientándola al conocimiento de sus leyes, a fin de ayudar a su definitiva demolición.

B) Pero también, un tipo de meditación sobre el Poder que comienza precisamente con el reconocimiento de la multiplicidad de las especies del Poder y de su mutuo conflicto; por tanto, con el reconocimiento de alguna de estas especies como “primer analogado” de la Idea de Poder. Este tipo de meditación no se autoconcebirá, de entrada, como neutral ante las diferentes especies del Poder y el reconocimiento de esta imposibilidad de neutralidad, tendrá un significado crítico. La [122] meditación filosófica arranca ahora de la conciencia de la necesidad de tomar partido entre alguna de las especies del Poder (pongamos por caso: de tomar partido entre el poder del Papa y el poder del Emperador –Marsilio de Padua, Guillermo de Occam–). La meditación sobre el poder se reconoce ahora como una meditación práctica, moral (includens prudentia), y es a partir de aquí (el deber ser) a partir de donde cree preciso regresar a la Ontología (al ser). Porque tanto si ponemos las diversas especies conflictivas del poder en las relaciones entre individuos, como si la ponemos entre las instituciones, o entre las élites, o entre las clases sociales en lucha (o acaso también entre los Estados) es evidente que si los conflictos se mantienen de un modo regular (sociológica o incluso jurídicamente, con el consensus de las partes) –y en otro caso no cabría hablar de Poder– ello será debido a la estructura real en que se asientan: una realidad que nos remite a su Ontología. Y Ontología será no sólo la tesis que suponga una tendencia al incremento positivo del Poder (en la adición de las cantidades de las distintas especies de Poder) de una sociedad dada, como la tesis que suponga una tendencia a la baja, o como la tesis conocida que supone que la adición de las cantidades de poder de diversa especie correspondientes a un sistema social dado arroja una suma cero.

Estaríamos acaso en resolución ante dos tipos de filosofía irreductibles. A la del primer tipo, la llamaríamos metafísica (ontológico-metafísica); a la del segundo, le llamaríamos dialéctica. Por supuesto, cada una de ellas tendrá que cumplir el trámite de reducir a la otra, destruyéndola (la filosofía dialéctica, pretenderá que también la metafísica es una filosofía “partidista”, sólo que “mala”, “inmoral”). La distinción entre ambos tipos de Filosofía no puede trazarse con la misma línea divisoria que separa una “filosofía especulativa” de una “filosofía práctica”: en ambos casos, se trata sin duda de “filosofía práctica”. Más bien habría que decir, por ejemplo, que la filosofía metafísica es una “falsa filosofía” (una parodia de Filosofía) mientras que la filosofía dialéctica es “verdadera filosofía” (aunque no por ello pueda siempre estimarse como “filosofía verdadera”){*}.

Desde luego, por nuestra parte, nos apresuramos a clasificar al libro de Trías sobre el Poder como “filosofía metafísica”, como una falsa filosofía, como una parodia de la filosofía del poder. La crudeza de nuestro “diagnóstico” tiene por objetivo, primero el ahorrarle tiempo al lector de esta nota, –al lector interesado en conocer la opinión del crítico. (No tiene por objeto formular un diagnóstico que se presente como indiscutible o como inmediatamente evidente). A este lector quiere el crítico decirle que, conservando intacto su afecto por Trías, espera que pueda remontar su vuelo en ulteriores obras.

La filosofía dialéctica del poder, en cuanto crítica de la metafísica (crítica de su indeterminación) es una filosofía de orientación esencialmente histórica. (La indeterminación de la Filosofía metafísica se manifiesta principalmente en su ahistoricismo, en su intemporalidad). Una meditación dialéctica, crítica, sobre el Poder sólo puede llevarse adelante sabiendo, desde el principio, que las opciones (el sistema de las opciones o alternativas teóricas) que cabe asumir ante el Poder no podrían por menos de haber sido ya esbozadas en el origen de la misma meditación filosófica sobre el poder, a saber: en Grecia. Por tanto, toda meditación filosófica, y crítica, sobre el poder, ha de comenzar metódicamente por regresar a las meditaciones de los filósofos griegos. Esta conclusión es, por tanto, crítica: crítica de la ingenuidad de quien cree posible emprender una meditación sobre el Poder “elevando los ojos al Cielo”, y dirigiéndose “a la cosa misma”, para captar su esencia. Porque no solamente el Poder es una cosa histórica –y no metafísica– sino que también la meditación sobre el Poder ha de tomar (para ser dialéctica) la forma de una meditación histórico-filosófica. No es cuestión de querer mantener una meditación al margen de los clásicos; es cuestión de poder mantenerse de hecho al margen. Porque en las polémicas de los sofistas, y en las sistematizaciones de Platón y de Aristóteles, de Epicuro o de Panecio, es donde se encuentran ya cristalizados los planteamientos filosóficos que la Idea del Poder implica. Es aquí en donde la Idea del Poder ha alcanzado su perspectiva filosófica, mediante la formulación de las líneas de su symploké con las Ideas del Bien y de la Felicidad. Desde entonces será ya imposible una meditación filosófica crítica sobre el Poder que se mantenga separada de la Idea del Bien (y del Bien Supremo, de la Idea de lo Mejor) y de la Idea de la Felicidad –de parecida manera a como, una vez organizada la Geometría griega, será ya imposible una “meditación matemática” sobre los Poliedros regulares que se mantengan al margen de los conceptos de cara, vértice y arista. Frente a aquellos hombres superficiales que intentar entender el nexo entre el Poder y la Felicidad al margen de la Idea del Bien es decir, frente a aquellos que creen posible reducir la Idea del Poder a términos categoriales, autónomos –Sócrates demuestra que no hay verdadero Poder a espaldas del Bien, ni tampoco hay verdadera Felicidad. Arquelao, hijo de Perdicas, Rey de Macedonia –o el Gran Rey– no pueden ser felices (dice Sócrates a Polos) aunque detenten el poder tiránico. Calicles (digamos también: Nietzsche) se mueve en la superficie: “Te declaro que estas tres palabras: Fuerte, Poderoso, Mejor expresan la misma Idea”. Pero entonces –replica Sócrates– las leyes de la mayoría (las “leyes del rebaño”) serán las mejores, porque son las más fuertes. “¿Cómo puedes imaginarte –responde Calicles- que voy a considerar como leyes los acuerdos tomados por un rebaño de esclavos o por gentes de toda laya cuyo único mérito es acaso la fuerza física?”. Pero con esta pregunta Calicles, el aristócrata, ha firmado para su doctrina la sentencia de muerte –porque ha reconocido que (con el advenimiento de la democracia) la fuerza ha dejado de ser patrimonio de la aristocracia. Y con ello, el aristócrata (viene a decir Sócrates) tendrá que reconocer que el verdadero Poder no consiste en la aplicación de una fuerza arbitraria y caprichosa sino en el sometimiento de esta fuerza a una norma, a una legalidad, a un Bien, que está por encima de la propia aristocracia. Es necesario, por tanto, regresar a la consideración del Bien –y [123] no sólo a la buena forma de una estructura suma cero, sino al Bien Supremo, a la Ontología; porque de otra suerte, la meditación sobre el poder se degrada, transformándose en mera casuística psicológica, cuya expresión es el discurso lírico de Nietzsche, el impotente–. Pero no sólo el Poder está entretejido con el Bien; también está entretejido con la Felicidad (cuando éste no se reduce a un mero concepto psicológico, a la vivencia placentera que pueda serle atribuida a un buey –ya sea el buey comedor de guisantes, del que habla Heráclito, ya sea un buey Apis, del cual habla Aristóteles). Porque la felicidad no sólo alcanza su significado filosófico por el intermedio de la Idea del Bien –y, por tanto, por la mediación de la Idea de Poder, en tanto va entretejida con la Idea del Bien. “Cuando el alma se imagina su impotencia se entristece”– nos dice Espinosa en la proposición LV del libro III. No es posible la Felicidad al margen del Poder. Hay una “conexión de esencias”, una symploké, que Espinosa reconstruye de nuevo dentro del marco trazado por los filósofos griegos. El Poder es poder en cuanto es Bueno; la felicidad también incluye el Bien (cuando es un concepto moral); y por ello la Felicidad incluye el Poder, la libertad, por que la impotencia es mala: por ello el esclavo no puede ser feliz, porque no tiene poder, ni es, por tanto, bueno que haya esclavos. ¿Hay que desembocar entonces en el Poder político (o al menos, en alguna de sus numerosas especies) como el lugar en el cual toma cuerpo el verdadero poder por tanto, como el lugar en el cual el poder se hace mediador entre el Bien y la Felicidad? Tal fue la enseñanza (dentro del círculo peripatético) de Dicearco de Mesina, en contra de Teofrasto (Cicerón, Ep. ad Att., II, 16). Aristóteles había formulado ya las razones principales de Dicearco: “Habrá quien sostiene que el supremo poder (político) es lo más apetecible de todo, porque aquellos que los disfrutan están capacitados para efectuar el mayor número de actos nobles” (Política VII, 3). Sin embargo Aristóteles duda de que la verdadera vida sea la vida activa y política –pero esta duda se apoya en la evidencia en otro poder que se considera superior, en la autarquía de la cual el Acto Puro constituye verdadero paradigma. Desde luego, el poder político tiránico y arbitrario, no proporciona la felicidad: Esta ilusión es un efecto producido en aquellos pueblos que pueden satisfacer sus ambiciones de conquista (como los Escitas, los Persas, los Tracios, los Celtas– y Aristóteles cita también, en este contexto, a los Iberos). Platón, en su famosa digresión del Teeteto (17 3 E) había trazado la imagen del sabio feliz, cuando “dirigiendo su vista a la naturaleza de todos los seres del Universo”, no se rebaja ante ningún objeto de los que le rodean y ni siquiera conoce el camino hacia la plaza pública (hacia la “política”). Es el retrato más puro del “filósofo gnóstico”, el diseño de la forma de vida teorética que Heráclides Póntico (a partir de la doctrina de las tres almas de Platón, de la doctrina de las tres clases sociales) proyectará retrospectivamente sobre los pitagóricos, oponiendo la forma de vida de estos a otras dos formas de vida posibles, a saber: el bios apolaustikós (la vida privada de quien disfruta de placeres y beneficios) y el bios politikós (la vida pública). En cierto modo podría decirse que toda esta doctrina sobre las formas de vida (y en particular, sobre el bios theoretikós) no es otra cosa sino el intento de demostrar que el Bien y la Felicidad no giran únicamente en torno al Poder político. Pero giran, eso sí, en torno a otras formas de Poder, el poder de la Voluntad erótica (el “poder engendrar en la Belleza”, el Amor) o el poder del Entendimiento. Son dos direcciones que pueden, en líneas generales, identificarse con la tradición platónica (que se continúa en el cristianismo: Deus charitas est) y con la tradición aristotélica (Dios es Noesis noeseos) respectivamente. Tanto la primera tradición como la segunda, se determinan por referencia al poder político y trabajan en el sentido (práctico) de retirarle el monopolio del Bien, aun reconociéndole, a veces, su necesidad dialéctica. Solo los epicúreos, por un lado (en una versión sui generis del bios apolaustikós, que se renueva con fuerza en nuestros días en el comunalismo y en el ecologismo) y los neoplatónicos, por otro (el del bios theoretikós) realizan la crítica absoluta del Poder político siguiendo un camino que consideramos metafísico: ignorándolo, declarándolo incluso –aliado del mal y de la impotencia (“Se quejan de la pobreza y de la desigual distribución de las riquezas entre los hombres. Ignoran que el varón sabio no desea la igualdad en estas cosas, que no cree que el rico lleve ventaja al pobre, ni el príncipe al súbdito”, dice Plotino, II, 9, IX). Platón, como Aristóteles, en cambio, no ignoran nunca la conexión dialéctica entre el Bien, la Felicidad y el Poder –y el Poder político. Esto está bien claro en el Platón de La República y en el Platón de Las Leyes. Pero también en Aristóteles– incluso en el Aristóteles que en la Ética nicomaquea (1778 b7-23) ha enseñado que “la felicidad no es otra cosa sino una contemplación”. Porque si Aristóteles ha llegado a semejante conclusión no ha sido en nombre de una defensa del bios theoretikós frente al bios politikós y al bios praktikós. La vida teorética (nos dice Aristóteles) es también vida práctica y la vida más práctica concebible, la vida que es acción pura, Acto Puro, es la vida de Dios que, por ello, consiste en puro “Pensar”. Solo la vida de Dios es verdaderamente potente, feliz y buena porque se nutre de sí misma y no depende de ninguna circunstancia externa, porque realiza la autarquía. Si pues Aristóteles declara a Dios paradigma de la Vida suprema, no será en virtud de un “mecanismo de proyección, de sus propias preferencias psicológicas sino en virtud de un “argumento ontológico”. Así como, en Descartes, la veracidad del cogito sólo a través del Dios omnipotente alcanza un valor modal de necesidad (que se nutre, circularmente, de aquella veracidad), así la suprema bondad de la vida teorética (que sigue siendo vida práctica) de Aristóteles sólo se justifica a través del Acto Puro, paradigma del Poder supremo, de la autarquía absoluta. Y, por ello mismo, Aristóteles concluye declarando que la vida divina (el bios theoretikós puro) no es algo a lo cual los hombres (que no son dioses) puedan aspirar. Se diría que Aristóteles ha puesto el dedo en la dialéctica misma de las tres formas de vida clásicas, en el conflicto entre las diferentes formas del Poder. El político no es –dice Aristóteles– el único varón libre, pero tampoco toda “dominación” es una forma de tiranía. Acaso pudiera afirmarse que Aristóteles –como antes Sócrates y Platón como después Espinosa o Hegel– mantiene el punto de vista de la “filosofía perenne” del Poder, a saber, el punto de vista de la “política filosófica”.

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¿Y qué es lo que hace Trías en sus Meditaciones sobre el Poder? Ante todo, una crítica al Poder político, un [124] movimiento orientado (se diría) a colaborar en la desintoxicación del politicismo absorbente en el cual los españoles estamos sumergidos desde los últimos tiempos del franquismo. El Poder político no es el valor supremo, no es la sede de la verdadera libertad. Sin embargo, la libertad implica el Poder. Por ello Trías comienza disociando ad hoc la Voluntad de Poder de la Voluntad de dominio, considerando al Poder político, no como un caso particular del Poder (que se ejerce en el dominio) sino como su caso límite, el límite inferior, aquel en el cual el Poder se convierte en Impotencia.

Cabría decir que la disociación –mejor: el “trámite de disociación” que, por lo que hemos dicho, cubre toda meditación filosófica sobre el Poder– entre el Poder y el Poder político, es llevado por Trías en una dirección paralela a la de los epicúreos o a la de los neoplatónicos. Se trataría de demostrar que los políticos no son los sujetos que, por derecho, detentan el Poder. Para ello, nada mejor que comenzar contemplando ese círculo de los “sujetos políticos” (¿acaso la “clase política”, en el sentido de Michels?) como un círculo de radio reducidísimo, en comparación con todos los sujetos capaces de detentar el verdadero Poder; nada mejor que comenzar ampliando el radio del círculo atribuyéndole incluso un radio infinito. Así, dirá Trías, todos los sujetos pensables, todos los sujetos reales (en cuanto tienen esa esencia) son sujetos de Poder. Y esto, en virtud de una definición: “El Poder procede de la Esencia”. La Idea de Poder trata así de ser vinculada a la Idea aristotélica de Potencia activa; el Poder es el mismo proceso de cada ser (en rigor: de cada monada) en el cual se actualiza su propia potencia, el proceso en el cual cada ente realiza su esencia, alcanza su propia identidad, llega a ser “lo que era” (en su esencia). “Sé quien eres””. Este es el lema de Píndaro al que Trías se acoge como a fórmula que expresa la naturaleza misma del Poder.

Trías se convierte, de este modo, en un verdadero escolástico. “Todo ser es perfecto” –dice Trías, con asombroso aplomo metafísico “Todo ser es infecto” es decir, inacabado, dirá un pensamiento que niega la inmovilidad de las cosas reales, un pensamiento dialéctico).

¿Y qué es la esencia? No es meramente un género abstracto. Comporta su realización individual, aquello que, en la esfera de la Persona, llamamos “estilo”. Las esencias, son así múltiples, casi infinitas. Trías contempla esta infinitud virtual de “esencias potentes” con ojos armonistas, monadológicos. Cada esencia realmente potente verá a las demás esencias como realidades que son amables, puesto que son buenas: De aquí que el Amor sea, para Trías, la verdadera expresión del Poder, porque sólo una esencia potente puede contemplar a la Potencia de las otras esencias sin recelo, solo ella puede desear que las otras esencias cumplan su propio destino: El Amor es así la relación de cada esencia con las otras esencias personales; el Arte es la relación de cada esencia consigo misma, con su mundo. Por ello dice que la individualidad de una esencia es su estilo.

Pero la presencia del ser ante sí mismo es la Angustia (según los resultados de la analítica fenomenología de Heidegger). Ahora bien: la Angustia ya no podrá considerarse como algo que nos pone en presencia de la Nada. La angustia nos revela nuestra esencia y la esencia es poder. Trías concluye: Luego la angustia es la reacción ante nuestro propio poder (Fromm acaso diría: es el miedo a la libertad).

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Las construcciones de Trías quizá no sean para muchos otra cosa que un pretexto para que se deje oír una antigua exhortación moral: la “condenación” del poder político, del poder temporal, la misma condenación secular que unas veces se formula con palabras epicúreas, otras veces con palabras cristianas –las palabras que oponen la Caridad (el Amor) a la justicia, la Sociedad (en particular: La Iglesia) al Estado.

Nosotros no tenemos por qué tomar aquí posición ante el contenido de estas exhortaciones. Lo que nos interesa en cambio es esta otra cuestión: ¿Por qué apoya Trías sus exhortaciones morales en una ontología metafísica de una ingenuidad crítica tan sobresaliente y, en resumidas cuentas, tan acrítica?

Metafísica: Porque, sin arriesgarse en ningún tipo de “argumento ontológico”, regresa a unos axiomas sustancialistas –las esencias, dotadas de potencia interna, que buscan su identidad– que se ponen en línea con la más arcaica tradición escolástica (en especial, el “estilo” de Trías recuerda muy cerca al “estilo” de Zubiri). “Se quien eres” es una máxima vacía porque siempre serás lo que has sido. (Es como cuando un cristiano dice de un acontecimiento, pongamos la conversión de Constantino, que es “providencial”: también sería providencial el acontecimiento opuesto, si se hubiera producido, y por ello, semejante calificación carece de vigor constructivo y sólo puede servir para encubrir construcciones que trabajan en otro plano).

Ingenua, porque los axiomas y desarrollos están presentados in recto, como si fueran evidentes por sí mismos, como si fuera posible mantenerse al margen de los conflictos que tales axiomas o construcciones instauran con terceros axiomas o construcciones o entre sí mismos. Por ejemplo, cuando habla de la angustia revelante del propio poder, no hace sino construir unas relaciones enteramente gratuitas (por lo menos hasta que no se “prueben” de algún modo) –aparte de ser muy poco espinosistas (la angustia es una tristeza, y la tristeza brota de la impotencia)– que acaso se agotan en su pura formalidad constructiva, pura parodia de la construcción “ordo geométrico”. Por ejemplo, cuando Trías nos dice que es preciso vincular los átomos con las Ideas, como si fuese una tarea nueva, ¿a quién se dirige? No será a los profesores de Filosofía, que han leído simplemente a Windelband (Y si no se dirige a ellos ¿para qué sugerir como tareas inauditas temas que son ya lugares comunes entre los profesionales?). Y otro tanto habría que decir de las solemnes afirmaciones de Trías en relación con el tema de los Géneros. “Es preciso no pensar en los Géneros como Géneros abstractos”. Pero otra vez ¿a quién se dirige Trías? ¿Es que sigue predicando in partibus infidelium, como Ortega algunas veces? Nosotros creemos que este estilo está ya fuera de lugar una vez que existen cientos de profesores que, por obligación profesional, han leído la Lógica de Hegel y tantas otras cosas sobre [125] los Géneros abstractos y concretos. No creo que sea aceptable, ni siquiera retóricamente, presentar como nuevas y sorprendentes cuestiones que tienen ya un planteamiento académico preciso –planteamiento que, sin duda, es desconocido por el gran público. Pero ¿acaso porque el gran público desconozca las leyes de la evolución de las vocales castellanas es legítimo decirle “Ya va siendo hora de suscitar la magna cuestión de las leyes a que está sometida la evolución de las vocales castellanas”?

Acrítica, porque no tiene siquiera previstas las respuestas a las elementales dificultades que los episodios de su construcción van suscitando. A partir de la tesis “Todo ser es bueno”, no parece fácil establecer una discriminación moral entre el poder del héroe y el poder del asesino: Ambos serán buenos, y cuanto más perfecto sea el crimen, mejor asesino será quien lo perpetró –decían los escolásticos. Así también, a partir del principio: “El poder es la realización de la esencia”, no se ve cómo pueda diferenciarse la dominación y el amor, porque (hasta que Trías no nos lo explique) parece que podría decirse que el “político” realiza en la dominación su propia esencia de dominador. ¿Acaso habría que suponer que Trías quiere decirnos que el poder político brota del desfallecimiento de la propia potencia, de la impotencia de una esencia que busca compensar su debilidad con la posesión de las esencias ajenas? Pero entonces estaríamos ante un puro círculo vicioso –cuyo centro es el sustancialismo de esas esencias individuales– a saber, el círculo que se dibuja cuando se presupone que precisamente hay un desfallecimiento de la propia esencia en el momento de buscar la dominación (“puesto que el poder consiste en buscarse a sí mismo”). A partir de la perfección de la esencia, Trías deduce el Arte: ¿por qué no también la Gimnasia o el carbonato cálcico? Acaso ocurría sencillamente que Trías estaba pensando en la “perfección artística de las esencias” o en la “perfección de las esencias de naturaleza artística”.

Pero acaso (se me dirá) el género literario que cultiva Trías en este su último libro, no es el género exhortativo, ni tampoco el género expresivo sino simplemente el género estético-constructivo, en el cual interesa únicamente la forma de la “construcción geométrica”, aunque esta construcción sea imaginaria. Sí ello fuera así, se comprenderá que esta obra no puede satisfacer más que a aquellos que no están educados en la disciplina de la “construcción geométrica”. Un género de “filosofía ficción” dirigido a un público filosóficamente inculto pero al cual no se trata de instruir, sino de mantenerlo en su ignorancia, porque solamente ante ella pueden tomar forma aparente las “construcciones imaginarias”, porque solamente ante ella puede cobrar el autor la forma ilusoria de un “demiurgo”, de un artesano cuando su realidad es solo la de un poeta.

Por último: la crítica filosófica de Trías al Poder político –al Estado– podría considerarse alineada, de algún modo, con la crítica que los llamados “nuevos filósofos” –y, particularmente, Bernard Henri Levy– dirigen contra el marxismo-leninismo-stalinismo, entendido como caso superior del platonismo” y el Archipielago Gulag es una continuación “proletario-fascista” de los campos de concentración nazis: en cierto modo, se trata de llevar al límite los puntos de vista de Animal Farm de Orwell, o los de B. Russell, o los de von Mises, o los de Popper). –Sin embargo, y aunque la dirección crítica sea similar, el sentido de la crítica de Trías es opuesto al de Levy; o, si se prefiere, el sentido de la critica al Poder político de Trías es opuesto al de Levy, pero, precisamente por ser su opuesto, se mantiene en su mismo género de crítica, en su misma dirección (contraria sunt circa idem). Nos arriesgamos a poner, como contenido de este mismo género, a la Idea de Todo (en tanto se empareja con la Nada, y no, por ejemplo, con la Parte, o con un Todo diferente). Esta Idea de Todo sería la perspectiva desde la cual, tanto Trías como Levy, proceden al análisis de la Idea del Poder político. Levy vendría a afirmar que el Poder político es todo el Poder –el Poder del Estado totalitario, que no deja ningún hueco para la libertad humana individual, salvo la que pueda corresponder a la lucidez “gnóstica” y desventurada que los “intelectuales” habrán de defender en calidad de testimonio ético. Trías, en cambio, con un ánimo más “olímpico” y optimista, menos desventurado, vendría a enseñar que el Poder político es la Nada del Poder, porque es la Im-potencia. Ahora bien: desde nuestro punto de vista materialista, tendremos que decir que tanto Trías como Levy se mueven en una formulación metafísica de la dialéctica, a saber, la dialéctica del Todo y la Nada, que cultivó a fondo el “existencialismo” (“¿Por qué hay ser y no más bien Nada?” –se pregunta también Levy). Una dialéctica no metafísica (que entienda la Idea del Todo como concepto conjugado de la Idea de Parte) opondrá el Poder político a otros poderes, no como se opone el Todo a la Nada (o recíprocamente) sino como se opone el Todo a la Parte (¿Platón?, ¿Hegel?), o como se opone el Todo al Todo (¿Kant?), o bien como se opone la parte (el “Partido”) a la parte, es decir, por ejemplo, (¿Marx?) como se opone la clase explotadora (que es una parte de la Sociedad, la que instituye el Estado) a la clase explotada, de suerte que ya no sea posible afirmar que esta clase sea impotente. Hay un Poder burocrático, sin duda– pero también un poder popular variable históricamente. Porque ahora ya excluidas en la relación Todo Nada, que no admite medio, por tanto, historia Hay un Poder oligárquico, pero también un Poder obrero que lo resiste y lo limita. (Un poder que resulta ser despreciado ingenuamente cuando, como en La barbarie con rostro humano, llega a creerse que sólo los “intelectuales”, los herederos desventurados del 68, pueden mantener una lucidez ética).

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{*} Pero aquello que para la “filosofía metafísica” puede ser interpretado como una “fijación” injustificada (la “fijación” en el Poder político, como primer analogado de la Idea de Poder), indicio de un desfallecimiento de la capacidad de abstracción es para la filosofía “dialéctica” el resultado de una actividad ella misma crítica: la crítica a la pseudo abstracción, a la abstracción vacua y escolástica que, elevándose a conceptos indeterminados o “blandos” (“el Poder”), prescinde de una determinación (la política) al margen de la cual la Idea de Poder se desvanece y se rompe (como se desvanece y se rompe el concepto de círculo cuando se abstrae uno solo de entre los infinitos puntos que contiene, a saber, el centro).