Filosofía en español 
Filosofía en español

 
El Basilisco, número 13, 1992, páginas 21-48

 
Historia de la “Historia de la filosofía española”

Gustavo Bueno Sánchez
Oviedo

 

Este artículo, complemento de otros dos que hemos publicado anteriormente en El Basilisco («Gumersindo Laverde y la Historia de la Filosofía Española», 2ª época, nº 5, mayo-junio 1990, págs. 48-85; «Sobre el concepto de 'Historia de la filosofía española' y la posibilidad de una filosofía española», 2ª época, nº 10, otoño 1991, págs. 3-25), estudia principalmente las circunstancias que culminaron en la institucionalización de la «Historia de la filosofía española», tal como era entendida (en sentido unívoco nacional) por Laverde-Menéndez Pelayo. Sostenemos que la fecha simbólica que marca el comienzo de esa institucionalización fue el 1º de mayo de 1927, y reinterpretamos, de modo muy diferente a como suele hacerse, el papel que Adolfo Bonilla San Martín tuvo en esta historia. En este artículo se niega que Bonilla haya sido el continuador de Laverde-Menéndez Pelayo, aunque sí lo fueran quienes se creyeron seguidores de Bonilla. El continuador de Laverde no habría sido Bonilla, sino, en todo caso, Benjamín Marcos; y la recuperación de Bonilla efectuada por Luis Marichalar, interesada e ideológica. Como el lector podrá advertir, Bonilla respecto de Menéndez Pelayo ocupa una posición equivalente a la de Juan Valera respecto de Laverde: Valera y Bonilla mantienen unas posiciones ante la filosofía española que les diferencia sustancialmente de los postulados de Laverde y Menéndez Pelayo. Pretendemos, con nuestra reexposición de los hechos, ofrecer una nueva interpretación que permita deshacer el esquema «menéndez pelayista», del que, casi siempre sin reparar en ello, están prisioneros los autores.

La Historia de la Historia de la filosofía española es una tarea que, de forma rigurosa, creemos que aún está por hacer. Es cierto que casi todas las «Historias de la filosofía española» incorporan una mención a los precedentes, pero también es cierto que tales menciones suelen consistir en una repetición de lugares comunes, a una escala muy general. También es cierto que, en los últimos años, se están realizando estudios parciales que serán imprescindibles para culminar tal proyecto. Quizá la dificultad inherente a un estudio minucioso de la «Historia de la filosofía española», en sentido denotativo, provenga de la imposibilidad de abordar tal proyecto sin unos sólidos criterios delimitadores previos. Limitarse, por ejemplo, a ir estudiando sencillamente la utilización emic de los conceptos titulares, «Historia de la filosofía española», por parte de los distintos autores, conducirá a la mayor confusión e indistinción, pues «Historia de la filosofía española» nunca ha tenido un sentido unívoco sino multívoco. En este sentido reivindicamos la utilidad de una sistematización tipológica como la que hemos desarrollado en nuestro artículo arriba mencionado, como herramienta sólida imprescindible para poder roturar el campo. El estudio de la Historia de la Historia de la filosofía española creemos que tiene que hacerse desde una doble perspectiva etic. Una la referida a los contenidos de esa Historia (pues podrán ser y serán imprescindibles para ese curso muchos materiales que son considerados habitualmente ajenos por un «gremio de historiadores de la filosofía española» encerrados en su «especialidad» –materiales no sólo referidos a las historias de las ciencias, sino también parcelas enteras de la historia de la medicina, del derecho y la teoría política, de la historia literaria, &c.). La otra, la que debe procurar mantener el propio historiador, que debe situarse a una suficiente distancia, perspectiva que se podrá alcanzar disponiendo de una teoría de teorías crítica que permita discriminar y conocer qué es lo que se quiere hacer y lo que se está buscando, pues de otra manera será muy sencillo caer en un revoltijo de referencias inconexas o externas, cuando no seguir, con mayor o menor ingenuidad, una senda particular. En modo alguno queremos sugerir que la disposición de una teoría de teorías potente sea equivalente a una supuesta objetividad inexistente, pues siempre existirá la posibilidad de que desde una teoría más potente deban ser reconstruidos los resultados alcanzados. Lo que sí se afirma es que, hoy por hoy, la Historia de la Historia de la filosofía española está sin hacer (aunque cada vez son más los elementos dispersos que se van conociendo) y que sin, al menos, los requisitos que hemos mencionado, el resultado que se obtuviera adolecería probablemente de indiscriminada confusión y de acabada parcialidad.

Salvo algunos meritorios estudios parciales, la mayor parte de las aproximaciones al asunto están hechas de memoria (la memoria de quienes acababan de leer otros libros de Historia con citas de segunda mano), con un progresivo alejamiento del material y de las fuentes. Y esto ocurre, en general, tanto en la «Historia de la filosofía española» como en la «Historia de la Historia de la filosofía española»: se hacen libros sobre libros de libros que tampoco han visto las fuentes, como si hubiera cierto reparo en ir directamente a las reliquias y a los relatos, amparándose en referencias a una cada vez más copiosa historiografía que se ha ido construyendo por métodos similares. Abundan los manuales de «Historia de la filosofía española» pero faltan los estudios particulares, con lo cual los nuevos manuales van repitiendo las especies introducidas por los antiguos, y a lo sumo incorporan las opiniones que alguien sostuvo sobre algo que seguramente conoció por otro manual, o lo que alguien dijo que otro había dicho o que creía que otro había dicho.

El historiador de la filosofía española deberá conocer los manuales, pero, si quiere progresar en cualquier asunto particular, deberá hacer el esfuerzo de olvidarse de buena parte de lo que haya leído, para no convertirse en ingenuo propagador de opiniones, casi nunca gratuitas, sino interesadas, lugares comunes y errores, que de otra manera actuaran como prejuicios difícilmente salvables. De aquí el valor crítico e imprescindible que, en el momento actual de su desarrollo, creemos que puede tener una Historia de la Historia de la filosofía española. Por nuestra parte, desde hace unos años, estamos dando los lentos pasos que nos permitan, esperamos más pronto que tarde, ensayar la nuestra de modo exhaustivo. En las siguientes páginas se realiza un somero bosquejo de tal proyecto.

El rótulo “Historia de la filosofía española” comienza a utilizarse a mediados del siglo XIX. En 1856 un joven de veintiún años, Gumersindo Laverde, con afán reivindicativo, publica un artículo en el que anima a escribir una Historia de la filosofía española, una vez que él, a pesar de su juventud, anuncia que tiene ya abandonado realizar por sí tan «atrevido proyecto». Quizá sea esta la fecha que se pueda adoptar como inicio de la cristalización, comienzo del cierre, de lo que hoy día es una disciplina institucionalizada (al margen de las dificultades internas que surgen al intentar delimitar los contenidos que tal rótulo pueda englobar). El año 1856 es la fecha en la que podemos fijar el momento en que tal concepto comienza a adquirir el carácter de rótulo, se sustantiviza.

No se quiere decir, en modo alguno, que hasta ese momento no podamos encontrar elaboraciones históricas que traten sobre los autores españoles que cultivaron la filosofía, tanto en un sentido estricto como en un sentido más amplio.

Tales referencias a esos autores, escuelas o movimientos, existen formando parte de obras de carácter más general e incluso constituyendo monografías más o menos esporádicas. Habremos de buscar en las historias de la literatura (en la colosal pero inacabada Historia literaria de España de los franciscanos y hermanos Rafael y Pedro Rodríguez Mohedano, cuyos diez tomos publicados, 1766-1791, no alcanzan sino hasta Lucano; o en el apologético y entusiasta Ensayo histórico-apologético de la Literatura española del jesuita catalán Francisco Javier Lampillas, publicado inicialmente en italiano en 7 vols., 1778-1781) y en los repertorios bio-bibliográficos (como la celebrada Biblioteca española del gallego José Rodríguez de Castro, 2 vols. 1781-1786, cuyo tomo primero contiene la noticia de los escritores rabinos españoles desde la época conocida de su literatura hasta el presente y el tomo segundo la noticia de los escritores gentiles españoles y la de los cristianos hasta fines del siglo XIII de la Iglesia; o la clásica Bibliotheca Hispana del erudito sevillano Nicolás Antonio, la Nova, publicada en 1672, que abarca los autores desde el año 1500 y la Vetus, publicada de forma póstuma en 1696, que empieza en el reinado de Augusto). Habremos de buscar en las historias particulares sobre una región española (en el fantástico Hijos de Madrid de José Antonio Alvarez de Baena, 4 vols. 1789-1791, encontraremos noticias sobre Juan Caramuel, Francisco de Oviedo, Juan Eusebio Nieremberg o Francisco de Quevedo) o en las historias especiales, por ejemplo, sobre clérigos (cada orden cuidadosamente vindicadora de los de su religión, como el Alphabetum Augustinianum de Fr. Tomás de Herrera, 1644) o sobre médicos (cuando Laverde expone sus planes ya han terminado de publicarse la monumental Historia bibliográfica de la medicina española en 7 vols. 1842-1852, edición póstuma del que fuera ilustre hijo de Alaejos, Antonio Hernández Morejón, y los Anales históricos de la medicina en general, y biográfico-bibliográficos de la española en particular, del valenciano Anastasio Chinchilla, 8 vols. 1841-1846). Habremos de buscar en antologías de textos (en los Clarorum Hispanorum opuscula selecta et rariora tum latina, tum hispana, magna ex parte nunc primum in lucem edita, de Francisco Cerdano Rico, 1781, encontramos textos de la 'Academica' de Pedro de Valencia y de la 'Apología de Aristóteles' de Gaspar Cardillo de Villalpando), en escritos apologéticos (como las Glorias de España, de Feijoo o la Oración apologética por la España y su mérito literario de Forner) o en monografías (como la Vindicación del ilustre filósofo español Juan Luis Vives, de Ricardo González Muzquiz, 1835).

Tampoco puede decirse que antes de 1856 no hubiera estado ya oficialmente previsto el estudio de los contenidos que Laverde incorporaba a su Historia de la filosofía española. Diez años antes del proyecto de Laverde ya se había previsto oficialmente el estudio de una Reseña histórica de la filosofía en España: el Programa de Filosofía con un resumen de su historia firmado por el liberal Antonio Gil de Zárate en agosto de 1846, incorporaba precisamente un epígrafe que prescribía la «reseña histórica de la filosofía en España». (Resolución de 1-VIII-1846 publicando los Programas para las asignaturas de filosofía, Boletín Oficial de Instrucción Pública, 6 (1846), nº 16, págs. 448-460 y ss.)

Antonio Gil de Zárate (1793-1861), recordado más por su faceta de autor dramático que por el importante papel que ocupa en la historia de la instrucción pública española, hijo de un cantante y una actriz, se educó varios años en París, donde llegó casi a olvidar el español, alcanzó sólidos conocimientos físico-matemáticos y se convirtió en convencido liberal. Su libro más importante, desde nuestra perspectiva, son los tres tomos De la instrucción pública en España (Imprenta del Colegio de Sordomudos, Madrid 1855). El gremio formado por los miles de profesores de filosofía que hay en España no debiera olvidar que Antonio Gil de Zárate, desde su puesto en la Sección de Instrucción Pública, y José López de Uribe, profesor de Lógica en los Estudios de San Isidro de Madrid, fueron los responsables principales de la presencia de la filosofía y de su historia en los planes docentes, es decir, en buena medida, quienes hicieron posible la propia existencia de tal gremio (sobre estas cuestiones es imprescindible el libro de Antonio Heredia Soriano, Política docente y filosofía oficial en la España del siglo XIX, La era isabelina (1833-1868), Salamanca 1982).

★ 1843, la «Historia de la filosofía» en la Universidad

Un primer hito se produjo en junio de 1843, cuando siendo ministro de la Gobernación Pedro Gómez de la Serna, se creó la Facultad completa de Filosofía (con la misma categoría de Facultad mayor que tenían las clásicas Facultades de Medicina, Jurisprudencia y Teología). La nueva Facultad de Filosofía comprendía los estudios de las artes liberales y de las ciencias (hasta el Plan Moyano de 1857 no se produjo la separación en una Facultad de Filosofía y Letras y otra Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales). La situación de la nueva Facultad de Filosofía (con sus dos grandes secciones, filosofía natural y filosofía humana: ciencias y letras, se dirá años más tarde) en el conjunto de la Universidad española venía a alcanzar un completo paralelismo con la situación de esta Facultad en la Universidad alemana tradicional. Aquella a la que Kant se refirió en su conocido escrito de 1798 sobre El conflicto de las Facultades: tres Facultades «superiores» (por cuanto se ordenan a los fines supremos de la salud del cuerpo individual –Facultad de Medicina–, de la salud del cuerpo social –Facultad de Derecho– y de la salud del alma –Facultad de Teología) y una Facultad «inferior», es decir, instrumento de las otras Facultades, que es la Facultad de Filosofía. (Kant añadía: la Facultad de Filosofía está pues al servicio de las Facultades superiores; pero no se sabe si para llevarles la cola o la antorcha).

Para poner en marcha la nueva Facultad, el ministro nombró varios profesores con destino a la nueva institución, entre los que se encontraba Julián Sanz del Río, a quien se encomendó la Historia de la Filosofía, disciplina que aparecía por primera vez en nuestros planes de estudios: en el nombramiento (14-VI-1843, BOIP 3, nº 57, págs. 505-506) estaba previsto que este profesor «tendrá obligación de pasar a Alemania para perfeccionar en sus principales escuelas sus conocimientos en esta ciencia, donde deberá permanecer por espacio de dos años». Y aunque ya en 1841 se había aprobado como libro de texto el Curso de Derecho Natural de Ahrens, discípulo de Krause, como es sabido, aquella apertura filosófica a Europa impuesta por el Gobierno del progresista Espartero, determinó que Sanz del Río, tras su misión en Alemania y su célebre retiro en Illescas, acabase por asociar definitivamente el nombre de Krause a España. En este momento constitutivo de los estudios en España de la Historia de la Filosofía, el Reglamento (9-VI-1843) precisaba de forma clara el alcance y cometido que querían dar a la disciplina sus mentores: «En este importante estudio se tendrá presente el giro y extensión científica que modernamente se ha dado a la filosofía, procurando no sólo seguir a los hombres que en ella floreciesen y las naciones en que lo hicieron, sino que estudiarán las principales escuelas, sus distintos sistemas, sus reformas y variaciones sucesivas, sus ventajas, sus inconvenientes e influencia que han ejercido en la ciencia». Incluso conocemos el contenido de una carta que el ministro Gómez de la Serna escribe a Julián Sanz del Río el 27-VI-1843, poco antes de que saliera este para Alemania, donde se vuelve a insistir en la importancia que se atribuía al estudio histórico de la filosofía: «El Gobierno tiene pocas observaciones que hacerle a propósito del encargo especial que le ha confiado. El punto de vista histórico en Filosofía es el más apropiado para dar a conocer en nuestro país los sistemas filosóficos modernos; pues partiendo de una idea superior a los sistemas exclusivos, examina y critica todos en vez de profesar uno determinado; muestra, sinceramente y sin preocupación, la parte de verdad y la parte de error de cada uno; contribuye sobre todo a dar a las ideas filosóficas en nuestro país la solidez, el método y el espíritu crítico…» (ver en Antonio Heredia, op.cit., pág. 155).

★ 1846, la «reseña histórica de la filosofía en España»

Un segundo hito lo constituye el Plan de Estudios de 1845, promovido por el entonces ministro de la Gobernación, el asturiano Pedro José Pidal, y el Programa de Filosofía con un resumen de su historia firmado, como decíamos, por Antonio Gil de Zárate el 1º de agosto de 1846.

El Programa reglaba, uniformaba e imponía la forma como debía abordarse el estudio de la filosofía. «Antiguamente cada filósofo tenía su sistema y su método» y hasta Bacon y Descartes, que fueron quienes proclamaron el verdadero método filosófico, todos los métodos antiguos habían sido más o menos hipotéticos. Tras esta toma de posición se definían las cuatro partes en las que se pasaba a dividir oficialmente el estudio de la filosofía en España: «1ª Conocimiento del alma, Psicología; 2ª Conocimiento de la verdad, Lógica, 3ª Conocimiento del bien, Moral o Etica; 4ª Conocimiento de Dios, Teodicea.»

El Programa incorporaba una quinta parte, a manera de complemento, dedicada precisamente al estudio de la Historia de la filosofía. El campo de la Historia de la filosofía se organizaba en cinco períodos (1º Filosofía oriental, 2º Filosofía griega, 3º Filosofía de los primeros siglos de la era cristiana, 4º Filosofía de la edad media y 5º Filosofía moderna) detallados en distintos epígrafes. Como último epígrafe de la Filosofía moderna, se había previsto, en aquellos Programas para las asignaturas de Filosofía de agosto de 1846, como coletilla final, una Reseña histórica de la filosofía en España.

Creemos conveniente transcribir, como muestra y ejemplo ilustrativo, el programa íntegro correspondiente a los dos últimos períodos de la Historia de la Filosofía, respetando las grafías –muy significativas– y renunciando ahora al interesante análisis que se puede hacer sobre los criterios ideológicos subyacentes y las influencias bibliográficas que estaban operando en sus autores y que habrían determinado, en buena medida, su forma final:

«Filosofía de la Edad Media. Transición de la filosofía antigua a la filosofía de la edad media: Boecio, San Juan Damasceno. Movimiento filosófico entre los árabes: Trabajos lógicos: Alkendi, Al Farabi. Especulaciones metafísicas y morales: Al-Jobba, Al-Asshari. Especulaciones relativas al mundo material: Avicena. Escepticismo: Al Gazel. Escuela intuitiva y entusiasta: Ebn-Baiah o Avempas, Tofail. Eclecticismo espiritualista: Averroes. Observaciones generales sobre la filosofía árabe. Movimiento filosófico entre los pueblos cristianos: Primera época: Alcuino, Juan Escoto Erígenes, San Anselmo, Lanfranco, Pedro-Lombardo, Roscelino, Abelardo. Segunda época: Apogeo del escolasticismo. Alberto el Grande, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino. Cuestión de los nominalistas y realistas. Tercera época: Reacción hacia los estudios experimentales. Rigiero Bacón, Duns Escoto, Raimundo Lulio. Continuación de la disputa entre nominalistas y realistas.»

«Filosofía moderna. Necesidad que se siente de abrirse nuevo camino en las investigaciones filosóficas. Ensayos para volver a la verdadera filosofía. Nicolás de Cusa, Paracelso, Van Helmont, Pico de la Mirándola, Campanela, Pedro Ramo, Jordán Bruno, Montaigne. Reforma de Bacon de Verulamio: Noticia histórica de este célebre filósofo; sus obras y su método. Análisis de Novum Organum. Reforma de Descartes: Noticia histórica de este filósofo y de sus obras. Análisis del Discurso sobre el método. Explicación de su doctrina. Escuelas modernas desde Bacon y Descartes: Escuelas del siglo XVII: Cartesianismo: Espinosa, Mallebranche. Escuela de Bacon: Hobbes, Locke, Berkeley, Gassendi. Escepticismo y misticismo: Leibnitz, Wolf. Escuelas del siglo XVIII: Escuela francesa: Condillac, Bonnet, Helvecio, Voltaire, Diderot, Delambert, Rousseau. Escuela escocesa: David Hume, Reid, Hutcheson, Priestley, Price, Tergusson, Adam Smith, Dugald-Stewart. Escuela alemana: Kant, Fichte, Schelling. Estado de la filosofía en el siglo XIX. Reseña histórica de la filosofía en España.»

(Obsérvese la manera como son escritos muchos nombres. Sorprende que en 1846 no se incorpore todavía a Hegel a la 'escuela alemana').

Creemos que el profesor Abellán, cuando expone el proceso de constitución de la Historia de la filosofía española (que asocia a una disciplina o asignatura), magnifica la importancia que debe darse al último epígrafe de este Programa y exagera un tanto el ambiente existente en la España de la época, en la que anacrónicamente supone ya un interés creciente en amplias capas de estudiosos por la filosofía española, aunque reconozca la timidez del supuesto reconocimiento, desajustando quizá las referencias por su interés en buscar solera institucional a la asignatura (obsérvese cómo la presencia del epígrafe sobre la historia de la filosofía en España lo convierte Abellán en reconocimiento oficial de la asignatura, que para Abellán es la Historia de la filosofía española), cuando escribe:

«…el punto de partida es un interés creciente en amplias capas de estudiosos por la filosofía española, que lleva a diversas manifestaciones vindicativas de la misma. Una manifestación práctica y palmaria de dicho interés es el reconocimiento oficial de la asignatura para la enseñanza universitaria, mediante una resolución de la Dirección General de Instrucción Pública (1 de agosto de 1846). A pesar de la timidez de dicho reconocimiento –se trataba de añadir una lección al programa general de Historia de la Filosofía con el título de 'Reseña histórica de la filosofía en España'–, el hecho es de por sí suficientemente significativo.» (Abellán, Historia crítica del pensamiento español, tomo 5/I, págs. 349-350)

El Programa firmado por el liberal Gil de Zárate en 1846 quedó sin efecto pocos años después, cuando la reacción católica, que poco a poco había ido avanzando, ganando y afianzando posiciones, en una lucha sin igual por defender y restaurar también en el sistema educativo su protagonismo (respecto de los contenidos de las enseñanzas y logrando abolir el monopolio de la enseñanza por parte del Estado laico, disputas que aún siguen vivas en nuestro presente; el Plan Seijas Lozano de 1850, el Concordato de octubre de 1851), consiguió la anulación en 1852 del extranjerizante Plan de 1845, incorporando otros contenidos muy distintos a la enseñanza de la Filosofía: se marginaron las ciencias positivas, se abandonó la terminología ilustrada ('moderna civilización', 'Europa', 'luces del siglo', 'ilustración del siglo', 'naciones civilizadas'), se exaltó el estudio del latín que fue organizado de forma minuciosa, se introdujeron nuevos textos escolásticos (por ejemplo el libro de Ortí y Lara) y se suprimió la Historia de la Filosofía como asignatura independiente, adoptando como principios vertebradores de toda la instrucción pública su carácter religioso (impregnación católica), patriótico (nacionalismo xenófobo) y humanístico (de formación clásica).

Sin embargo, aquella fugaz y primera presencia (1846-1851) de la Historia de la Filosofía en el panorama educativo español, con el mencionado añadido de marginalidad, sirvió para que se adaptara algún texto incorporando la reglamentaria Reseña histórica de la filosofía en España. Es el título que lleva precisamente el apéndice que Victor Arnau Lambea preparó para el Compendio de la historia de la filosofía, que constituye la quinta parte del Curso completo de filosofía para la enseñanza de ampliación, conforme en un todo al plan y programa oficial de estudios vigentes, y designado para texto por el Consejo de Instrucción pública, adaptación de José Tissot traducida por Isaac Núñez de Arenas (Mellado, Madrid 1846-1847, vol. 3, págs. 337-374; las cinco partes del Curso: 1ª Psicología, 2ª Lógica, 3ª Gramática general, 4ª Moral, 5ª Historia de la filosofía). Victor Arnau reconocía: «La parte más defectuosa será sin duda el apéndice en que se trata de España; hace falta un tratado de alguna extensión sobre la filosofía de nuestra patria, trabajo a que me dedicaría de muy buena voluntad; pero quien tiene dos clases diarias y vive en una población pequeña [era profesor del Instituto de Soria] donde apenas hay libros que consultar, ni personas a quienes pedir parecer, no puede acometer semejante empresa por mucho deseo que tenga de verla realizada. Habrá, pues, que contentarse con excitar el celo de los que se hallen en más favorables circunstancias, a que emprendan esta tarea que de seguro será útil a la ciencia, y gloriosa para quien la lleve a cabo» (en la Advertencia, págs. II-III).

★ La pre-historia (española) de la Historia de la filosofía

No se vaya a creer, de cualquier modo, que hubo que esperar a que los planes de estudio oficiales incorporasen el estudio de la historia de la filosofía para que surgiese el género en España. Por ejemplo, el erudito jesuita mallorquín Bartolomé Pou publicó, en el Calatayud de 1763, una historia general de la filosofía, Institutionum historiae philosophiae lib. XII: es uno de los precedentes de la historia (española) de la filosofía, pero no de la «historia de la filosofía española», entendida en un sentido unívoco-nacional, en el que no se podía mover aquel ilustrado jesuita (es inminente, al parecer, la edición de la traducción parcial de esta obra –limitada a los autores españoles tratados– por parte del profesor Sebastián Trías). Escrito ya en español recordemos el Ensayo sobre la historia de la filosofía, desde el principio del mundo hasta nuestros días, de Tomas Lapeña, canónigo de la Catedral de Burgos (Imprenta de R. Villanueva, Burgos 1806, 3 tomos). Hacía quince años que Brucker había publicado su Historia crítica de la filosofía y Tiedemann su Espíritu de la filosofía especulativa. Frente a estas obras, el canónigo de Burgos protesta por su espíritu racionalista, sosteniendo que la razón, separada por completo de la fe, cae muchas veces en errores. Lapeña mantiene curiosas y arcaicas discusiones: la «filosofía antediluviana o estado de la filosofía antes del diluvio», las disquisiciones sobre la existencia de la filosofía en los ángeles, &c. A Lapeña le pareció «que sería útil una obra que, reuniendo todas las opiniones, así de los pueblos como de los filósofos, presentase una verdadera historia de la filosofía y de los progresos del entendimiento humano». Como dice en el prólogo, la obra trata «de las extravagancias del entendimiento y de la ignorancia; los sistemas filosóficos de los pueblos y filósofos desde Adam hasta nuestros días, con una breve noticia de la vida de sus principales jefes y de aquellos que más se han distinguido en ellos».

Pero tampoco es de extrañar que las primeras Historias de la filosofía tuviesen poco en cuenta a los autores españoles, pues nada menos que un irónico Donoso Cortés afirmaba en 1839 en los exordios a su Vico y la filosofía de la historia, la inexistencia de filosofía en España, tomándola con Jovellanos:

«El asunto de la serie de artículos que voy a comenzar es absolutamente nuevo en España. Nuestro suelo ha sido siempre rebelde a las investigaciones abstractas, que sirven para descubrirnos la naturaleza íntima de las cosas; así como en el mundo político se echa de menos entre nosotros el elemento aristocrático, así en el mundo intelectual se echa de menos el elemento filosófico; quizá la ausencia del primero es causa de la ausencia del segundo, porque la democracia tiene por todas partes el hacha niveladora. Sea de esto lo que quiera, siempre es cierto que en la península española jamás levantó sus ramas frondosas a las nubes el árbol de la filosofía. Luis Vives quiso plantarle en su suelo, pero sus esfuerzos fueron vanos y sus trabajos estériles. Su filosofía no fue sino un juicioso criticismo. Jovellanos, en los tiempos modernos, resplandece como el príncipe de nuestros escritores (…). Si no puede conferirse legítimamente el título de filósofo a Jovellanos, no se le puede negar el don del espíritu filosófico sin injusticia; como quiera que para concedérsela basta reconocer en él una maravillosa aptitud para generalizar los hechos y para deducir de los principios sus consecuencias más importantes y fecundas. La nación española ha producido un gran escritor con una aptitud maravillosa para el estudio de la Filosofía. Ved ahí la historia de la Filosofía en España» (O.C., BAC, Madrid 1946, tomo I, págs. 537-ss.).

Sebastián Quintana, muerto del cólera en 1834, legó a un pariente el manuscrito, resultado de una oscura vida dedicada al estudio en un rincón de una provincia (según figura en la Advertencia preliminar de Mellado, el editor), que se publicó unos años después como Historia de la filosofía universal, Mellado, Madrid 1840-1841, 2 tomos. Se entiende la filosofía en sentido amplio, incorporando a las ciencias y a la literatura, desde la perspectiva de un eclecticismo optimista. La obra, como confiesa el propio autor, pretende ser un «todo selecto de diversas partes esparcidas, presentando así en una tabla reducida un conjunto de noticias y conocimientos que no podrían haberse sino registrando muchos volúmenes». El libro distingue entre la filosofía antigua (sojuzgada por el espíritu griego) y la moderna (Descartes, Galileo, Leibniz, Newton y, sobre todo, Gassendi), que se caracterizaría por la independencia del entendimiento. Vidart le reconoce el mérito de ser «una de las primeras obras contemporáneas donde se conmemoran los nombres y se citan los elogios que han merecido de los críticos extranjeros nuestros más célebres teólogos, filósofos y publicistas (…). En las páginas de este libro se encuentran algunas indicaciones sobre nuestra historia científica; si no extensas, al menos juiciosas y no muy conocidas» (págs. 208-209).

El mismo año en que Mellado editaba el libro póstumo de Sebastián Quintana, aparece la Historia de la civilización española, desde la invasión de los árabes hasta la época presente, por Eugenio de Tapia (Imprenta de Yenes, Madrid 1840, 4 tomos) (en 1828 había publicado Guizot su célebre Historia de la civilización europea, que ese mismo año de 1840 fue publicada en español, Imprenta de Burgos, Madrid 1840, 3 vols.). El escritor abulense Eugenio de Tapia (1776-1860), había fundado con el poeta Manuel José Quintana el famoso El Semanario Patriótico, que a raíz de la invasión francesa tuvo que pasar a editarse en Cádiz. En 1814, año en que entró en la Academia Española, fue huésped durante nueve meses de los calabozos de la Inquisición, y en 1820, durante el trienio constitucional, director de la Imprenta Nacional. Se distinguió por sus conocimientos en materias de instrucción pública (intervino en el Plan de estudios de 1821). Durante la «ominosa década» estuvo en Francia, y, muerto Fernando VII, intervino en la comisión encargada de redactar el Código civil. Después de la publicación del libro que nos ocupa, entre 1843 y 1847, en que se jubiló, fue director de la Biblioteca Nacional. Tapia, en su Historia de la civilización española, busca la ecuanimidad:

«Defecto harto común ha sido en los escritores de la historia literaria el convertirse en indiscretos panegiristas de su propia nación, dando valor a muchas obras que deberían estar perpetuamente sepultadas en el olvido. Y donde se nota mas esta parcialidad es en los juicios que se hacen de los escritores de la edad media; porque como en ella escasea tanto lo bueno, suelen dispensarse indebidos elogios para abultar los tesoros literarios, ocultando la pobreza o desnudez con postizas galas. A esta vanidad nacional, que algunos llaman por mal nombre patriotismo, se agrega a veces el amor propio individual empeñado en dar importancia a un pergamino antiguo, o libro raro que descubrió, aunque la razón y la filosofía no encuentren en él asunto digno de alabanza. Por el contrario hay adustos críticos que sin tomarse el trabajo de examinar lo que hicieron los hombres en aquellos siglos de atrasada civilización, todo lo condenan como poco honroso y desigual a los adelantamientos posteriores. Entre estos dos escollos quisiera yo llevar mi rumbo, de manera que ni diese en parcial panegirista, ni en detractor injusto» (tomo 2, págs. 181-182).

El amplio concepto de civilización que utiliza Tapia incorpora, por supuesto, a la filosofía, y sólo por cierto fetichismo terminológico podemos explicar la razón por la cual obras como las de Tapia son ignoradas por los reivindicadores actuales de la historia de la filosofía española. Los capítulos dedicados a los «progresos intelectuales» de los siglos XVII (tomo 3, cap. XIII, págs. 239-257) y XVIII (tomo 4, caps. XV-XVI, págs. 256 y ss.) tienen un marcado acento reivindicativo frente a tantos desprecios (de dentro y de fuera), matiz que ya encontramos, por ejemplo, cuando trata de Vives: «Al frente de la civilización española de aquel siglo se presenta el inmortal Vives (…) No fue Vives un florido ingenio, un mero restaurador del buen gusto en la literatura, sino un profundo filósofo, un talento de primera jerarquía, que penetrando en los arcanos de las ciencias, conoció lo que faltaba para la enseñanza y los progresos de ellas, mas de un siglo antes que el célebre Bacon. He aquí una de las glorias sólidas, verdaderas, que no podrán negar a la España sus detractores…» (tomo 3, págs. 202-203).

También en 1840 el prolífico editor Mellado comenzó a publicar las lecciones que Fermín Gonzalo Morón pronunció ese curso y el siguiente en el Liceo de Valencia y en el Ateneo de Madrid, y que acabarían constituyendo el Curso de historia de la civilización de España (Mellado, Madrid 1840-1846, 6 tomos). Según afirma Vidart, esta obra «ha contribuido también a recordar la antigua cultura intelectual de nuestra patria; queda hecho el elogio de esta obra con decir que el docto catedrático de historia de la Universidad central D. Fernando de Castro, en sus lecciones orales, la considera como una de las mejores que en nuestros días se han escrito, siguiendo el método de la escuela histórico-filosófica» (pág. 209).

El catalán Ramón Martí de Eixala, seguidor de la escuela escocesa del sentido común, consciente de que «los historiadores de la filosofía se ocupan muy ligeramente de nuestros filósofos de las escuelas españolas y de la relación de éstas con la situación política» y que «ninguno de nuestros escritores que podrían hacerlo con más conocimiento y con más datos, se ha ocupado ex profeso de este asunto» (págs. 155-156), añadió unas notas sobre la filosofía en España a su edición del Manual de la Historia de la Filosofía, que tradujo del manual de filosofía experimental de Amice (Imprenta del Constitucional, Barcelona 1842).

★ 1846, el «caso Monescillo»

Acaso sea el ansia provocada por encontrar precedentes que sirvan para consolidar la existencia de una «Historia de la filosofía española» asentada en el tiempo, la que determina una tendencia a detenerse en puntos realmente insignificantes o incluso a exagerar la importancia que se debe atribuir a ciertos momentos, a nuestro juicio, poco relevantes, si nos atenemos a criterios objetivos. Presentamos, como ejemplo arquetípico de esta tendencia, el que se teje en torno a Monescillo y su edición española de la Historia escrita por Bouvier.

Antolín Monescillo Viso (1811-1897), quién acabaría siendo Cardenal y Arzobispo de Toledo, publicó en 1846 la Historia elemental de la Filosofía, para uso de las Universidades, Seminarios y Colegios, escrita en francés por Monseñor Bouvier, Obispo del Mans, revisada y anotada en la versión castellana por Don Antolín Monescillo (Ignacio Boix, Madrid 1846, 2 tomos, 330 y 360 págs.). Veamos como van «evolucionando» en la historiografía los juicios sobre las notas con que Monescillo enriqueció la traducción de Bouvier:

Observemos la reveladora «evolución» que la mención del trabajo de Monescillo (acaso porque sólo es conocido de segunda mano, y luego de tercera o de cuarta…) va sufriendo con el tiempo, desde las dos fórmulas que utiliza Vidart: [1] reseña histórica y [2] del pensamiento español desde el siglo V y hasta nuestros días. Bonilla mantiene [1] y [2] y añade que [3] agregó esa reseña a la versión castellana. El Espasa mantiene [2] y, como transformación probablemente de [1]+[3], introduce [4] añadió una noticia. En Bejarano se menciona un apéndice. Aróstegui convierte [1]+[2] en un título inexistente y mantiene [3]. Fraile, seguramente a partir del Espasa convierte [4] en un título, manteniendo [2]. Por último, Abellán, seguramente confundido por Aróstegui, repite el título inexistente formado por [1]+[2], pero ya no mantiene [3].

Lo que en realidad hizo Monescillo, aunque la historiografía lo haya transformando, como hemos mostrado, de «erudita reseña histórica del pensamiento español» en apéndice agregado o añadido hasta llegar a adquirir la categoría de texto propio con título independiente, fue simplemente anotar con diez observaciones la obra de Bouvier (en el tomo 1, pág. 59 tras el signo * del primer añadido la nota: «* Este signo denotará las observaciones del señor Monescillo»). Las dos primeras notas relativas a la India y China, las ocho restantes a España. Y éstas no desde el siglo V, como desde Vidart repiten todos los autores, sino desde San Isidoro, más precisamente su escuela, es decir, en todo caso, desde el siglo VII. Las observaciones de Monescillo, de 690 páginas que ocupa la obra, suman escasas 20 páginas. La siguiente relación permite devolver las cosas a su sitio (como cualquiera de los autores mencionados pudiera haber hecho mirando simplemente el libro en cuestión):

Añadidos de Monescillo a la edición de Bouvier
 
ext.libro-cap.págs.contenido
 
Tomo 1 añadidos de Monescillo: 7.3 páginas
 
10.8II-559-60Seis escuelas de la filosofía India
20.6II-665-66Libros sagrados de China
30.7V-9253-254Ampliación a San Isidoro
42.8VI-5275-277Arabes
52.4VI-7285-287Judíos en España
 
Tomo 2 añadidos de Monescillo: 12.3 páginas
 
61.2VIII-213-14Universidad de Bolonia / Gil de Albornoz
71.2VIII-25140-141Político-morales españoles XVI-XVII
82.8VIII-26147-149Autores españoles del XVII
95.1IX-10283-288Autores españoles del XVIII
102.0X-7353-355Autores españoles siglo XIX

Monescillo no utiliza expresiones como pensamiento español o filosofía española, ni se mueve en la perspectiva de las filosofías nacionales. Los añadidos de Monescillo lo son a una Historia de la filosofía, sin más, y aunque casi siempre tienen que ver con España, no faltan dos dedicados a la India y a China. El tercer añadido corresponde a una breve mención de las Etimologías, pues le sorprende que «En este largo período verdaderamente calamitoso para las letras, es muy de extrañar que nuestro autor se haya contentado con solo nombrar a S. Isidoro, sin hacer de sus escritos la honrosa mención que reclaman en una historia de la filosofía». El cuarto añadido de Monescillo aporta más información al capítulo sobre los árabes en Occidente, a partir de los datos obtenidos de la Biblioteca del Escorial: «Pocas bibliotecas habrá mas ricas en códices árabes que la biblioteca del Escorial (…) Además de los escritores árabes que cita el autor, por los catálogos de esta biblioteca se viene en conocimiento de otros no menos célebres…». El quinto añadido, sobre los judíos, se hace a partir de la Biblioteca de autores rabinos españoles, de Rodríguez de Castro y remitiendo a esta «obra importantísima, en la que desvanece la calumnia de Jorge Ursino…». En el sexto añadido se reivindica el papel de Gil de Albornoz en relación con la Universidad de Bolonia. El séptimo añadido afirma que «no han faltado en España en los siglos XVI y XVII autores que se hayan ocupado en los estudios político morales, y que puedan competir o quizá sobrepujar a Montaigne y a Charron…», y menciona a Saavedra Fajardo, Cristóbal de Herrera, Manuel de Sousa, Nieremberg, Polo, Ginés de Sepúlveda y Sebastián de Covarrubias.

El octavo añadido de Monescillo a Bouvier consiste en una relación de nombres de autores del siglo XVII tomada de Nicolás Antonio y en unas interesante consideraciones que merecen ser leídas como ejemplo de la visión universal que de los españoles tiene Monescillo, que contrasta con la desventurada opinión que sobre nuestra tradición nacional comenzaban a fraguar los modernos:

«En esta escasa mención no se hace mérito de los españoles, cuyas obras verdaderamente filosóficas, están surtiendo de ideas, pensamientos, y vastos planes literarios a los modernos filósofos de Alemania, que conocedores del inagotable fondo de nuestra literatura clásica, buscan con solicitud y estudian con ahínco las obras de Granada, León, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, y mil otros que con Nebrija, Cano, Alpizcueta, Maldonado, Salmerón, Morales, Arias Montano, Antonio Agustín; Mariana, Soto, Suárez… crearon en nuestro país y diseminaron por ambos mundos ese gusto filosófico-literario que sobreponiéndose desde entonces y en todas las épocas a la exégesis aventurada y caprichosa de mil sistemas del momento, ha dejado establecido un plan de filosofía fundamental en la literatura bíblica, profana y polémica, que nada basta a conmover, ni desvirtuar, como quiera que enseñaron la filosofía del corazón, del sentimiento, y de la rectitud en el pensar, acerca de todo linaje de conocimientos. Filosofía, Teología, Derecho, Historia, Crítica; en una palabra las letras humanas y divinas, renacieron entre nosotros con cierta especie de fermentación, y se propagaron con indecible rapidez, gracias al espíritu de aquella libertad de buena ley que dominaba los ánimos, y dirigía los trabajos intelectuales. No hay que dudarlo: hubo un tiempo en que nosotros como el mundo entero, pagamos el tributo de sujetarnos a inútiles cuestiones; mas siempre será cierto que no eran de aquellas contiendas, que saliendo del recinto de los gimnasios, empujan a los alumnos a ergos y silogismos, simbolizados en asonadas y motines. De una cuestión inútil, a otra perjudicial y calamitosa, siempre hay cierta distancia: la primera es sensible; la otra detestable. En buena filosofía se lamentan y condenan los abusos; mas un justo criterio también sabe dar su precio a los esfuerzos del entendimiento humano, que ensayándose por medio del análisis, de la definición y división todo con mas o menos acierto dirigido, llega a tomar lo mas justo de las formas, y lo mas preciso y acomodado de los métodos para proceder de lo conocido a lo desconocido, apartándose de las vías del error, y de los sofismas que tan marcadas están en nuestras pasiones e intereses» (págs. 148-149).

El noveno añadido, el más largo, incorpora menciones de las figuras de Feijoo, Isla, Campomanes, Hervás, Lampillas, el abate Andrés, Tomás Iriarte, Antonio Capmani, Jovellanos, Forner, Alvarado, &c. En el último añadido, sobre la filosofía actual (recordemos que escribe en 1846), transcribe el prólogo de Balmes a su Filosofía fundamental, y realiza la siguiente observación, desde la distancia que le ofrece lo que se llamará filosofía cristiana, sobre el estado de la filosofía en España y las modernas filosofías:

«Entre nosotros se cuentan algunos escritores de filosofía, a pesar de las continuas escisiones de la sociedad española; y sin duda ellas son la causa de que no se hayan cultivado los estudios serios con el ardor y extensión que en otros países. Mas no se crea un mal grave que la filosofía no esté en España tan extendida y sistematizada como en otras naciones, en especial en Alemania y Francia. Al contrario; cuando volvamos del atolondramiento en que las pasiones políticas han sumido la Península; cuando examinemos a la luz del buen sentido los sistemas humanitarios, racionalistas y socialistas, que hacen de otros países un vasto campo de agitaciones escandalosas y de terribles trastornos en las ideas, aprenderemos a dar su justo valor a esas importaciones poco examinadas, que a nombre de un Eclecticismo, que dista mucho de poderse aclimatar en el teatro de la buena contienda filosófica, produce en las escuelas el triste cuadro de una variación continua, y de una momentánea y personal reforma, vaciada por instantes en estériles y funestos ensayos» (pág. 353).

Recordemos que si hemos traído a colación a Monescillo, por extenso, al margen del interés que tienen sus comentarios de 1846, ejemplo de cómo desde la escolástica se quiere quitar importancia a tanta filosofía moderna, ha sido sobre todo para negar que se le pueda colocar en la historia de la «Historia de la filosofía española» (salvo que en ella incorporemos, como decíamos, a Nicolás Antonio o a Rodríguez de Castro), como hacen quienes convierten esas apostillas en una inventada e inexistente «Reseña histórica del pensamiento español desde el siglo V hasta nuestros días» (recordemos una vez más, que Monescillo ni siquiera utiliza la fórmula pensamiento español).

★ 1847, García Luna, Balmes

El mismo año, 1847, en que Arnau publicaba su reseña histórica sobre la filosofía en España, añadida a la versión española del manual de Tissot, como señalamos más arriba, el Manual de historia de la filosofía (Imprenta de la Publicidad, Madrid 1847) de Tomás García Luna, considerado máximo representante del eclecticismo en nuestro país, introduce el estilo de hacer historia de la filosofía de Victor Cousin, pero prácticamente ignora a los autores españoles.

Ese mismo año, desde la escolástica eternidad con la que contempla el presbítero de Vich las cosas que pasan por el mundo, la «Historia de la Filosofía» con que Balmes cierra su Curso de filosofía elemental ignora por completo a cualquier autor español (antiguo o moderno). Quizá fuera un modo de no mezclar a España con la nefasta filosofía, tan desdeñada por el catalán como consecuencia de su recelo por la razón, enfrentada con la revelación. Balmes, no obstante, fino observador que acababa de publicar un año antes su Filosofía fundamental, dedica los últimos capítulos de la Historia de la Filosofía a combatir las doctrinas de los dos filósofos extranjeros que más influían o estaban comenzando a influir en nuestro país: Cousin y Krause. A Cousin (parágrafos 345-346) dedica tres veces menos espacio que a Krause (parágrafos 347-364), y es que Krause, en 1847, era ya percibido, a través de Ahrens, como el mayor enemigo potencial que un clérigo debía combatir.

★ 1854-1856, la filosofía en el bienio progresista

Tras la «vicalvarada» de junio de 1854, asistimos a un período en el que abundan los proyectos y las discusiones que tienen que ver con la instrucción pública y que afectan directamente a la filosofía, tras las posiciones logradas por una Iglesia que apresuradamente se estaba organizando para reasentar su presencia e influencia en una sociedad cambiante. Se intenta limitar la influencia que la Iglesia había logrado, sobre todo desde el Concordato de 1851: se restablecen en algunas universidades las Facultades de teología (progresista decisión que puede parecer paradójica pero que suponía la posibilidad de independencia de la filosofía), se prohíbe la matrícula de alumnos externos en los seminarios y se prohíbe a los seminarios el poder impartir la segunda enseñanza (no hay que olvidar que desde que el 20 de junio de 1839 se establece en Santander un instituto elemental de segunda enseñanza con la denominación de Instituto cantábrico, al que siguieron ese mismo año el de Tudela y el de Cáceres, los Institutos de Bachillerato comienzan a verse como la principal competencia, ideológica y económica, a combatir por la Iglesia, en batalla que siglo y medio después todavía colea). El proyecto de ley progresista de 1855 contemplaba la segregación de las ciencias de la Facultad de filosofía, y organizó una Facultad de literatura y filosofía, precedente inmediato de la Facultad de filosofía y letras de la Ley Moyano de 1857.

Se hace imprescindible mencionar la Oración inaugural, precisamente del curso 1854-55, que en la Universidad de Barcelona, y Sobre el desarrollo del pensamiento filosófico, pronunció el joven Francisco Javier Llorens Barba (titular de la cátedra de Filosofía y de su Historia), su influyente disertación sobre las filosofías nacionales. Llorens (1820-1872) fue poco prolífico con la pluma (apenas el discurso citado, una Memoria acerca de la filosofía del malogrado Dr. D. Ramón Martí de Eixalá leída en 1859 y sus Apuntes y lecciones de cátedra) pero influyó mucho en sus numerosos discípulos (entre los que figurarían Menéndez Pelayo y Torras Bages). Llorens afirma con rotundidad la existencia de las filosofías nacionales:

«Si, atraídos por la variedad que en su fisonomía cada uno de estos pueblos presenta, ahondamos en su vida íntima, examinando el genio de su lengua, familiarizándonos con sus costumbres, inquiriendo sus opiniones, descifrando el sentido de su religión e investigando la naturaleza de sus instituciones políticas y civiles; si estudiamos sus monumentos literarios y ponemos los ojos en sus creaciones artísticas, ¿cómo negarnos a reconocer un fondo de ideas elaboradas paulatinamente por la nación entera, hijas de un espíritu común que estampa un sello en todas sus producciones? ¿Cómo no admitir la existencia de un espíritu nacional, debido a las condiciones históricas de cada pueblo, que, viviendo a través de los tiempos y recogiendo la flor de la actividad de cada una de las generaciones, apartados los efímeros productos de pasiones pasajeras, concentra las ideas, cobija los grandes sentimientos nacionales y determina y mantiene los rasgos de su fisonomía moral?… Las más altas producciones del espíritu humano no se eximen de las condiciones que les impone el espíritu de la nación donde tiene su origen, salvo que algunos de estos productos, a causa de su especial naturaleza, sueltan la divisa del carácter nacional a poco de haber nacido, al paso que otros mantienen siempre el blasón que atestigua su linaje. Si las grandes literaturas ofrecen un carácter nacional a todas luces manifiesto, tanto en las obras en que toma parte el pueblo entero como en las que son debidas a uno o pocos privilegiados intérpretes de los comunes sentimientos, también el pensamiento filosófico adquiere un aspecto indígena y forma parte del patrimonio intelectual de cada pueblo».

Llorens, que afirma la realidad de filosofías propias y peculiares para Grecia, Alemania, Inglaterra, Francia e Italia, cuando llega a España escribe con dolor sobre el pensamiento indígena:

«Al consignar semejante hecho de diferenciación y al meditar en la importancia que le distingue, vuélvense sin querer los ojos a nuestra España. El espectáculo de su pasada grandeza embarga fuertemente el ánimo, y contemplamos a la vez con orgullo y con tristeza la brillante marcha de su civilización, donde en humanistas, ascéticos y poetas acertamos a ver los gérmenes que hubiera producido una filosofía indígena. Pero, suspendida aquella marcha majestuosa y contenido el vuelo del pensamiento, ha venido más tarde el espíritu nacional a recobrar la libertad de sus movimientos, y, resentido de la inacción en que por tanto tiempo ha debido mantenerse, parece que sólo les sea dado fijar una mirada atónita en la brillante carrera filosófica que han recorrido otras naciones, sin acertar a ver los peligrosos pasos por donde han atravesado, sin columbrar el término feliz o desastrado a que pueden conducirlas los diferentes rumbos que van siguiendo».

Pero Llorens, en lugar de proponer una rebusca en nuestro alma olvidada, quizá porque escribía, si se nos permite decirlo, desde la «Escocia de España», propone como solución a tal vacío filosófico patrio, como buen discípulo de Martí de Eixalá, nada menos que el buen sentido (¿el manido seny catalán?):

«Por fortuna, en todos tiempos el precepto socrático ha tenido fieles seguidores, quienes aun cuando no hayan levantado los colosales sistemas que han llenado de admiración pasajera al mundo científico, al menos han contribuído a la elaboración de aquella philosophia perennis que el gran Leibniz vislumbraba al través de las opiniones de todas las escuelas; y en nuestros tiempos, tan importante, aunque modesto trabajo, ha continuado con fe viva y ajena de pretensiones sistemáticas en la tierra clásica del buen sentido, en la sencilla Escocia. ¿Me sea lícito indicar que a la observación psicológica y a la crítica a que ésta da origen podemos fiar la suerte de nuestro desenvolvimiento filosófico? Y al manifestar esta opinión en presencia del ilustre claustro que me escucha, ¿para qué ocultarle que le considero como uno de los más poderosos agentes que han de dar cima a semejante obra?»

En este contexto precisamente, como reacción a tales colonialismos, propondrá Gumersindo Laverde, poco después, su proyecto de una «Historia de la filosofía española» (que no, por ejemplo, de una «Historia de la teología española»). Mencionemos el reflejo que similares preocupaciones tienen en otro libro famoso escrito aquel 1854, pocos meses después de los sucesos de junio, por otro catalán. En La reacción y la revolución, libro que acabaría siendo recogido por las autoridades, Francisco Pi Margall, entonces de treinta años, muy influido por Hegel y Proudhon, dedica unos capítulos a tratar de 'La administración', y allí esboza un proyecto ideal de organización (pero no utópico ni ucrónico, sino ajustado a la inmediata realidad española). Tienen especial interés sus observaciones sobre Instrucción pública, que antecede de unas pinceladas que reflejan el estado de la cuestión: el presupuesto de Guerra y Marina España asciende a 350 millones, mientras que el de enseñanza no llega a 30; en España hay 20.000 parroquias frente a 17.000 escuelas, diez universidades, menos institutos que provincias y 58 seminarios. Leamos algunos párrafos de Pi (aunque sólo sea para no olvidar lo que hace siglo y medio recibía el nombre de Facultad de filosofía, pues algunos, con cierto anacronismo que distorsiona la perspectiva adecuada para tratar del «origen» de la Historia de la filosofía española, parecen querer retrotraer en sus análisis las situaciones actuales a las pretéritas) por la influencia que, creemos, pudo haber tenido este libro en Laverde (entonces un muchacho muy cercano a Roque Barcia, amigo de Pi Margall, quien, años después, le defendió cuando fue acusado de complicidad en el asesinato de Prim):

«La distribución de las asignaturas no es por cierto menos viciosa. Me fijo por de pronto en la facultad de filosofía. Está dividida en cuatro secciones: la de literatura, la de administración, la de ciencias físico-matemáticas, la de ciencias naturales. Empezad por admiraros o por reíros. En las cuatro secciones no hay una sola asignatura de filosofía. Los alumnos llegan a ser doctores en la facultad sin saber más metafísica que la que aprendieron en los institutos. De la ontología, de la antropología, de la teología racional, de la alta filosofía, no llegan a conocer ni aun el objeto. ¡Excelente medio para que puedan entrar luego en los concursos de psicología y lógica! Estamos verdaderamente en Africa. En cambio, los que siguen la sección primera estudian en seis años la literatura latina, la griega, la española, la extranjera. Saben el hebreo o el árabe. Conocen la historia general y también la filosófica de España. Adquieren vastos conocimientos de arqueología, paleografía y numismática. ¡Qué de desaciertos! (…) En un año se pretende enseñar también la historia general, en otro la de España. Se previene que ésta sea filosófica y crítica; y en vez de enseñar la ciencia del hombre, se enseña arqueología y numismática, que sólo sirven para la investigación de los hechos. Se ha creído al parecer aplicar la literatura a la historia; mas, en manos del que no conozca la filosofía ¿qué es la historia sino una simple crónica? Para escribirla como Vico y Bossuet, como Herder y Hegel, se necesita algo más que saber de literatura y ciencias arqueológicas; para escribirla como se la debe escribir hoy no basta ni la filosofía. Es indispensable comprender bien la economía y la política, ser en lo demás enciclopédico. El error capital ha consistido aquí en incluir la literatura entre las secciones de la filosofía, en no hacerla abrazar lo que constituye el arte independiente de la ciencia. La literatura no es por sí sola nada; mas toda aplicación ha de hacer forzosamente interminables sus estudios. ¿A qué organizar con ella una carrera? Establézcanse cátedras de todas sus asignaturas; pero no se las encierre en el estrecho cuadro de nuestras facultades. La literatura, como la historia y la filosofía, tienen su asiento natural en la enseñanza secundaria; su ampliación, como sus elementos, han de estar al alcance de cuantos deseen cultivar su entendimiento» (Francisco Pi Margall, La reacción y la revolución (1854), edición de A. Jutglar, Barcelona 1982, págs. 350-352).

★ 1856, el proyecto de Laverde

En 1856 publica el joven Laverde, en El Diario Español de Madrid, su famoso artículo titulado «De la Filosofía en España». Por este artículo hay que reconocer a Laverde el papel de promotor e impulsor del proyecto de una «Historia de la filosofía española». Dieciocho años después, en plena República, las circunstancias quisieron que, a partir de octubre de 1874, pudiera transmitir sus planes y proyectos al precoz Marcelino Menéndez Pelayo (remitimos al lector a nuestro amplio estudio sobre Laverde).

Recordemos simplemente que ya en el artículo de 1856, aparte de utilizar el rótulo «Historia de la filosofía española», trazaba Laverde todo un plan tendente a institucionalizar su proyecto: escribir la Historia de la filosofía española, fundar una sociedad, publicar una revista, organizar un congreso anual y abrir una colección de libros.

★ 1858, De Historia Philosophiae Hispanae

Si el asturiano Laverde había propuesto en 1856 el proyecto de una «Historia de la filosofía española», otro asturiano, de Oviedo, José Fernández Cuevas, iba a publicar, dos años después, el que puede considerarse primer título del 'género': De Historia Philosophiae Hispanae.

Restaurada la moderación, que se mantendrá con dureza (la 'noche de San Daniel', los fusilamientos del Cuartel de San Gil) hasta la explosión 'Gloriosa' de 1868, se apresura la reconciliación con Roma y la restauración católica de España, aboliendo la legislación progresista del bienio. El asturiano de Oviedo que acabamos de mencionar tuvo incluso cierto protagonismo precisamente en los acontecimientos que precipitaron el final del bienio. José Fernández Cuevas (nacido en la calle de la Vega en 1816), jesuita desde muy joven, se encontraba en 1856 en el Colegio que la Compañía tenía en Valladolid (tras haber vivido el exilio causado por la extinción de las órdenes religiosas en 1836). Por abril y mayo de 1856 se había extendido la anarquía por el campo castellano, al punto de que en Valladolid, Medina, Palencia y otras ciudades los sublevados, con el pretexto de la escasez, incendiaron edificios, fábricas de harina y propiedades. Se acusó a los jesuitas de ser los instigadores, aprovechando que Cuevas, nuestro historiador de la filosofía patria, acababa de cruzar toda Castilla la Vieja camino del seminario de Santa Catalina de Crobán (Santander).

Fuera o no verdad la acusación de que habían sido objeto los jesuitas en general y Cuevas en particular, lo cierto es que en 1859 fue destinado por su compañía a un puesto en las islas Filipinas, como superior de misiones (muriendo en Manila en 1864 tras hacer curiosas anotaciones sobre la flora y la fauna de aquellas tierras).

En los años que transcurrieron entre el polémico viaje de Valladolid a Santander y el retiro filipino, Cuevas se dedicó a escribir un manual completo de filosofía que sirviera como texto, publicando cuatro tomos en años sucesivos, tres dedicados a las seis partes en que divide la filosofía (Lógica, Ontología, Cosmología, Psicología, Teodicea y Etica) y el cuarto a la historia de la filosofía: Philosophiae rudimenta ad usum academicae juventutis, Eusebio Aguado, I (Lógica, Ontología, Cosmología) Madrid 1856; II (Psicología, Teodicea), Madrid 1857; III (Etica), Madrid 1859; e Historia Philosophiae ad usum academicae juventutis (Eusebio Aguado, Madrid 1858).

La Historia Philosophiae (298 págs.) esta dividida en dos libros: «Quoniam hanc nostram operam, quantulacunque sit, hispanae juventuti nuncupamus, Historiam Philosophiae partimur in duos libros; quorum alter Philosophiae exordium et fata apud omnes gentes, alter apud hispanos edisseret». El segundo, De Historia Philosophiae Hispanae (pág. 176-294), constituye, como decíamos, la primera historia sistemática de la filosofía española. No hay que descartar que el jesuita Cuevas, conocedor sin duda de las propuestas que hacía dos años había lanzado Laverde, hubiera sido influido por los proyectos del joven Gumersindo, logrando de esa manera estar a la última, con una decisión que contrastaba notablemente, por ejemplo, con la que había tomado diez años antes el presbítero de Vich. Laverde, años después (Estudios filosóficos…, 1868), cuando reivindica el honroso lauro de promovedor de la generosa cruzada vindicadora de los ilustres monumentos de nuestra ciencia antigua no para él exclusivamente sino para la nobilísima comarca, cuna y solar de la monarquía española, para las Asturias, escribe: «Asturiano el P. Cuevas, quien, no satisfecho con cuajar de citas de filósofos españoles sus Philosophiae rudimenta, hoy texto en la mayor parte de nuestros Seminarios, tejió al fin de esta obra una discreta reseña histórica de la filosofía ibérica.» Es del mayor interés la organización y división que introduce Cuevas y que, en esta ocasión, nos limitamos a reseñar sucintamente:

La Historia Philosophiae Hispanae está dividida en tres partes: De veteri hispana philosophia, De media hispana philosophia y De recentiori philosophia hispana. Estas tres partes contienen cinco capítulos que se corresponden con las cinco épocas o períodos en los que divide Cuevas la historia de España y por tanto la de su filosofía: aetas romana, gothica, muzarabe, austriaca et borbonica (obsérvese que tal consideración de la historia de España resalta la circunstancia de la procedencia siempre extranjera del poder: romanos, godos, árabes, austriacos y franceses).

Cuando trata de la filosofía hispana antigua (págs. 176-190), de la época romana, distingue entre una philosophia ethnica, pagana, y la philosophia cristiana haeretica. En la llamada filosofía étnica se mencionan a Pomponio Mela, Columela, Quintiliano, Lucano, Silio, Floro y se dedican parágrafos independientes a Séneca y Adriano. La filosofía cristiana herética está representada por Prisciliano (págs. 188-189). Tiene curiosidad señalar, en el 1992 del «quinto centenario», cómo a Cuevas le llama la atención la observación de Esteban Arteaga, que hacía a Séneca Christophori Colombi theoricus praecursor.

La filosofía hispana medieval cubre las llamadas época gótica y mozárabe. En la época gótica distingue Cuevas dos momentos, uno primero, donde sólo se cultiva una filosofía incompleta (o desarrollo de partes de la filosofía: la philosophia psychologica de Liciniano de Cartagena y de San Julián de Toledo, la philosophia moralis de San Martín Dumiense), y el segundo, en el que encontramos la completa philosophia gothica que lleva a término San Isidoro.

La época mozárabe se organiza en una tripartición: filosofía árabe, rabínica y cristiana. En la filosofía árabe distingue una escuela mística (donde dedica nueve páginas al Philosophus autodidactus de Abentofail, Cuevas le llama Jaafar, y menciona a Avempace) y otra schola averroistica seu peripatetica (donde en cuatro páginas se presentan sucintamente las doctrinas de Averroes tal como las combatió Santo Tomás). La filosofía rabínica (págs. 223-231) la organiza por criterios geográficos: la escuela rabínica cordobesa (Jehudah Levi, Maimonides), la toledana (Ibn Ezra, Abraham Zacut) y la barcelonesa (Yehudá ben Barzilay, Abraham Samuel ha-Leví ibn Hasday, &c.). En la filosofía cristiana de esta época distingue una escuela cordobesa (el abad Samson) y la schola lulliana (dedica a Lulio ocho páginas, incluyendo citas de Kircher y muestras de las típicas tablas y figuras de Lulio; y seis páginas a Raimundo Sabunde).

De recentiori philosophia hispana cubre la época austriaca y la borbónica. El criterio que sigue Cuevas para distinguir a los autores es el de peripatéticos y antiperipatéticos. Es interesante señalar cómo Cuevas se detiene mucho más en los heterodoxos que en los escolásticos: a la schola peripatetica de la aetas austriaca dedica dos páginas (en las que se mencionan simplemente a Toledo, Gabriel Vázquez, Rodrigo de Arriaga, Hurtado, Quirós, Oviedo et omnium princeps Franciscus Suarez) mientras que a la schola antiperipatetica dedica catorce páginas (con parágrafos dedicados a Vives, Huarte, Fox Morcillo y Oliva Sabuco).

La aetas borbonica es dividida en dos períodos. En la escuela peripatética del primer período se fija Cuevas en el Cursus philosophicus de Luis Losada y en los Desengaños filosóficos de Vicente Fernández Valcarce. Dedica, otra vez, más espacio a la escuela antiperipatética de este primer período, dedicado al Teatro Crítico y las Cartas Eruditas de Feijoo y la Idea del Universo de Lorenzo Hervás.

Cuevas cierra su Historia tratando, como segundo período de la época borbónica, de dos únicos autores coetáneos suyos, evitando cualquier mención ajena a la ortodoxia: Jaime Balmes, a través de la Filosofía fundamental 1846, y Donoso Cortés (Philosophia Marchionis de Valdegamas), a partir del Ensayo sobre el Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo 1851 (págs. 281-294).

★ 1862, Juan Valera propone una cátedra de «Historia de la filosofía en España»

Juan Valera recibe, a finales de 1859, una primera carta de Laverde, a quién no conocía, en la que se le invita a participar en la proyectada Biblioteca de Filósofos Ibéricos. En la respuesta a esta carta, inicio de una relación continuada (que hemos seguido con detalle en nuestro artículo sobre Laverde), expresó ya Valera su parecer sobre el proyecto de escribir una Historia de la filosofía o de las ciencias en España:

«pero ésta es una empresa tal que da miedo solo de pensar en ella. Se necesitaría una erudición vastísima, ser muy buen filósofo y yo creo que hasta saber muy bien el hebreo y el árabe. La filosofía de los judíos y de los árabes en España fue muy grande y aún está por escribir su historia, lo cual forma una laguna en la Historia de la filosofía escolástica, que se modificó por la influencia de esta filosofía eterodoxa [sic]. Yo aunque ignoro completamente las lenguas orientales, tal vez por las traducciones me decida a juzgar un día las obras de Jehuda Levita, de Maimónides y de otros. Es una lástima que dejemos a los extranjeros la gloria de darnos a conocer a nuestros autores (…)» (EVL-1, 7-XI-1859).

La semilla reivindicadora nacionalista, a la que no eran ajenos los sentimientos provocados por la guerra de Africa, estaba dando sus frutos, incluso en la reivindicación del pasado hispano musulmán: «por fortuna, la última guerra de Africa que tan alto ha colocado el nombre español en Europa, ha contribuido no poco para despertar la afición de estos estudios [de erudición]», escribía Francisco Fernández y González en el Prólogo a su Plan de una Biblioteca de autores árabes españoles (Galiano, Madrid 1861 [edición en microficha, Pentalfa L-5]), obra en la que se describen hasta 142 títulos que podían formar parte de esa proyectada Biblioteca (que, como otros proyectos, no pasó de tal).

En el año 1862, en pleno desarrollo reglamentario de la Ley Moyano, hemos de mencionar necesariamente una interesante intervención del diputado Juan Valera (sesión de 7-III-1862), sin duda jaleado por Laverde, donde pide, infructuosamente, la creación de una cátedra de Historia de la filosofía y de la ciencia en España (verdadero precedente oficial de una disciplina que tardaría un siglo en asentarse en la Universidad). Escuchemos algo de la intervención (y oigamos entre bastidores a Laverde):

«También echo de menos en la Universidad otra cátedra que debiera existir, y para la cual ni siquiera hay libro de texto, pero que debiera escribirse. Los españoles hemos sido muy descuidados, y hemos desdeñado mucho el saber de nuestros compatriotas, menospreciando nuestras propias glorias. Con el gusto francés despreciábamos hasta nuestra literatura, y teníamos en menos a Calderón y a Moreto, y a todos nuestros grandes poetas, y los galicistas se burlaban de ellos. Con la revolución literaria, que se llamó de los románticos, acabó esta manía de despreciar los autores antiguos dramáticos; pero no ha concluido la manía de despreciar a nuestros sabios o de creer que no los hemos tenido en España. Sabido es que Moratín, para ridiculizar la pedantería de don Hermógenes, le hace hablar de Raimundo Lulio. ¡Raimundo Lulio personaje ridículo para Moratín! Estas cosas dan lugar a que se diga que los españoles no hemos sabido nunca nada, idea que vemos ya en Scaligero (…) Pero al llegar a España [Guizot], dice que se podía prescindir muy bien de su historia científica y explicarse la de la civilización del mundo en que ninguna parte hemos tenido. Yo siento mucho que se tenga esta idea de nosotros, y para evitarlo creo que debiera establecerse una cátedra en la Universidad Central, y algunas otras en diferentes universidades en que se enseñara La Historia de la filosofía y de la ciencia en España. Si este libro no está escrito, debiera escribirse, excitándose a ello por la Academia de Ciencias Morales y Políticas que ofreciera un premio conveniente en vez de premios de 8.000 rs., con los cuales sólo puede exigir que se escriban memorias y cosas ligeras. Es una lástima y una vergüenza que en el extranjero se hable y se escriba de nuestros sabios, y que nosotros no tengamos noticia de ellos. Renan, por ejemplo, célebre profesor, cuyas lecciones han sido suspendidas recientemente, ha escrito un libro sobre Averroes y el averroísmo. En Alemania han traducido y comentado las obras de nuestros grandes filósofos rabínicos, como Jehuda Levita de Toledo, y Frank ha hecho estudios sobre Avicebrón y Maimónides. De todo lo cual poco o nada se estima ni se recuerda en nuestro país. Este es, con todo, un elemento de nacionalidad grande, que puede demostrar que España, no sólo en armas ni en literatura ha sido grande, sino que lo ha sido también en ciencias».

Pero la propuesta de Valera (de una Historia de la filosofía en España, que no española) fue ignorada por el ministro de Fomento de entonces, Antonio Aguilar Correa, quién argumentó que no era necesario crear tal cátedra, pues su contenido tenía ya lugar propio en la de «Historia general de la filosofía».

★ 1866, la Filosofía Española de Vidart

En el verano de 1866, Luis Vidart Schuch, un curioso capitán de artillería, que se había destacado hacía poco en la represión de los motines revolucionarios en las calles de Madrid, y que de krausista impugnador de Renan evolucionó hacia un schopenhaueriano pesimismo, teñido de budismo, encontró tiempo para publicar un libro fundamental para nuestra historia, La filosofía española, indicaciones bibliográficas (Imprenta Europea, Madrid 1866 [edición en microficha, Pentalfa L-6]). Laverde, conocido de Vidart, medió para que Valera le pusiese prólogo, pero la tardanza del diplomático no fue soportada por el militar, que prefirió publicar el libro sin tan ilustres páginas. Vidart es consciente del valor coyuntural de su libro y es terminante al tomar partido:

«reinaba ha poco tiempo entre propios y extraños la errada opinión de que la península ibérica no había producido ningún gran filósofo, y que si por maravilla se encontraba algún escritor científico en la patria de Cervantes y Camoens, sus doctrinas solo eran la representación de una inteligencia aislada (…). La filosofía novísima ha reconocido la necesidad de la tradición, que es la memoria de la humanidad, para realizar la idea del progreso. La filosofía novísima ve claro que el empirismo del Novum organum scientiarum y el psicologismo del Discurso sobre el método, no son suficientes para resolver todos los problemas científicos, y por una reacción justa y razonada busca en la lógica y en la ontología, menospreciada durante largos años por desatentados novadores, los únicos diques indestructibles que pueden detener el fanatismo de la razón objetiva, cuyo término es el materialismo escéptico y el opuesto fanatismo de la razón subjetiva, cuyo término es el idealismo dogmático. Hábiles conocedores de esta nueva dirección del espíritu científico los Sres. Laverde Ruiz, Valera, Cuevas, Sanz del Río, Campoamor, Canalejas, Azcárate, Arnau, Monescillo y Ríos Portilla, han consagrado algunos de sus trabajos literarios a recordar los nombres venerandos de muchos sabios españoles y portugueses, dignos de figurar a la par de los más renombrados pensadores y filósofos extranjeros. Han hecho más, han probado que la península ibérica tiene una historia filosófica propia, una sucesión de escuelas en las cuales, si dominan algunas veces los elementos de las naciones extrañas, siempre se hallan modificados por la peculiar índole de nuestro carácter nacional.»

La primera parte del libro de Vidart (págs. 1 a 128) es una historia interna de la filosofía académica en la península ibérica (que el autor llama «Apuntes sobre la Historia de la filosofía en la península ibérica»), en la que encontramos prácticamente todas las referencias bibliográficas que en ese momento se podían mencionar, y donde el lamento continuo es la referencia a nuestro olvido e ingratitud hacia los clásicos españoles, que se convierte también en respuesta a las opiniones, normalmente adversas, que autores extranjeros habían expresado sobre los nuestros. Vidart considera «demostrado que existe una ciencia filosófica [ibérica] que puede llamarse nacional» (pág. 126) e incluso se atreve a sostener que «la filosofía ibérica es esencialmente dogmática» y que «si admitiese ciertas verdades racionales a que han llegado otros pueblos por el áspero camino de todas las vacilaciones, tal vez llegase a realizar la síntesis de la ciencia del siglo XIX» (págs. 127-128).

Dedica la segunda parte (págs. 129 a 238) a unas «breves indicaciones sobre el estado actual de la filosofía en España», que tienen el mayor interés, y ofrecen la siguiente ordenación del «material»: eclécticos (Tomás García Luna, Ramón de Campoamor, Juan Valera, José López de Uribe, José Fernández Espino), espiritualismo creyente (Jaime Balmes, Marqués de Valdegamas [Donoso], Nicomedes Martín Mateos, Juan Manuel Orti, refutadores de Renan, periodistas políticos), iniciadores del hegelianismo (Francisco Pi Margall, Emilio Castelar), krausismo («la escuela que mayor séquito alcanza entre los hijos de España»: Julián Sanz del Río, Francisco de Paula Canalejas, Eduardo Rute, Nicolás Salmerón, Facundo de los Ríos), individuales (Pedro Mata, Federico Rubio, Patricio de Azcárate, Eduardo Benot, Roque Barcia) e historiadores de la filosofía (Patricio de Azcárate, Antonio Alvarez Chocano). Además se mencionan nombres de «revistas científicas y libros omitidos», referencia a quiénes «se han consagrado en estos últimos años a desenterrar de entre el polvo de las bibliotecas los nombres venerandos de nuestros teólogos, filósofos y publicistas», y mención a las «apreciables historias elementales de la filosofía del ilustre Balmes, del Sr. García de Luna y de S. Victor Arnau».

Vidart completa su libro con varios comentarios sobre obras recientes (entre ellos una crítica a Lo absoluto de Campoamor publicada originalmente en El Mundo Militar, no olvidemos que Vidart era capitán de Artillería), un informe sobre el «movimiento científico» en Cuba e incluso la glosa a «un poeta artillero» (el comandante de Artillería Ruiz), en la forma de siete curiosos apéndices (págs. 241 a 406). El libro de Vidart de 1866 podría recibir el título de «primera historia de la filosofía española escrita en español», siguiendo en el género a la obra de Cuevas escrita en latín en 1858.

★ 1868, González, Laverde, Valera, Praça

Fray Zeferino González, sólo cuatro años mayor que Laverde, pasó fuera de la península todos estos años cruciales, desde 1849 a 1867 estuvo en Manila, por lo que conocería el movimiento filosófico de la metrópoli con cierta distancia y una obligada falta de referencias (había marchado para Filipinas con diecisiete años) y era totalmente desconocido en su patria (el libro de Vidart de 1866 ignora los tres volúmenes de Estudios sobre la filosofía de Santo Tomás, publicados en Manila en 1864). Pero en cuanto volvió se produjo su irrupción: el mismo año 1867 se dio a conocer por una brillante réplica en el coloquio de una conferencia pronunciada por Segismundo Moret en el Ateneo y al año siguiente publicaba su manual de filosofía (la Philosophia elementaria en dos volúmenes).

La última parte de la Philosophia elementaria ad usum academicae ac praesertim ecclesiasticae juventutis (a la primera edición de 1868 en 2 vols. siguieron numerosas reediciones ampliadas: la 2ª en 1877 en tres vols, la 7ª en 1894) del que sería Cardenal González corresponde a la Historia Philosophiae (en la versión en español de la Filosofía elemental, publicada en 1873 en dos vols, 7ª edición en 1907, ha desaparecido la parte correspondiente a la 'Historia de la Filosofía'). La «Historia Philosophiae» de Fray Zeferino de 1868 se publica diez años antes que su famosa Historia de la Filosofía, cuya primera edición, en tres volúmenes, apareció en 1878-79.

El dominico divide de modo distinto sus dos historias de la filosofía. La escrita en latín en 1868 (dentro de un texto destinado sobre todo a Seminarios) define dos períodos, desde el inicio de la filosofía hasta Cristo y desde Cristo a nuestros días, en cada uno de los cuales se distinguen tres épocas: 1ª desde el comienzo de la filosofía hasta su introducción entre los griegos bajo forma científica y racional, 2ª hasta la instauración socrática, 3ª hasta Cristo, 4ª de la patrística a Carlomagno, 5ª hasta la instauración de la «scientiae ethnicae (Renacimiento)», y 6ª desde ese momento. La escrita en español diez años después (dirigida un público más amplio, incluso étnico) prescinde de tratar la cuestión de la división de la historia de la filosofía, pero de hecho distingue tres épocas: la antigua (que equivale a 1ª, 2ª y 3ª de 1868), la segunda época filosófica o filosofía cristiana (que equivale a la 4ª y 5ª) y la tercera época de la filosofía o filosofía moderna. Al tratar de la Universae philosophiae sexta aetas dedica Fray Zeferino, en 1868, todo un artículo a los filósofos españoles (al margen de la presencia de Sánchez, Suárez, Cano o Vives en otros artículos) organizado en cuatro parágrafos correspondientes a cada siglo: XVI (Vázquez, Toledo, Arriaga, Soto, Bañez, Juan de Santo Tomás, Complutenses, Huarte, Sabuco, Sepúlveda, Fox Morcillo, Gómez Pereira, Valles y Laguna), XVII (Caramuel e Isaac Cardoso), XVIII (Feijoo, Hervás, Piquer, Cevallos y Jovellanos) y XIX (Balmes y Donoso Cortés). Como colofón a esa reseña de la filosofía española podemos leer la siguiente interesante Observatio in philosophiam hispanorum:

«Ex his quae circa patrios philosophos non tam exponere, quam delibare et innuere datum est, pronum est colligere, hispanam philosophiam tamquam tesseram propriam sibi vendicare unitatem cum varietate seu libertate: quandoquidem, et fundamentalia philosophiae dogmata, quae deseri nequeunt, nisi ratio et fides deserantur, constanter retinet, tueturque; et simul offert maximam opinionum et sententiarum varietatem, salva praefata unitate fundamentali. Igitur, turpiter errant qui philosophiae hispanicae, aut existentiam, aut propriam notam inficiantur. Utique haec philosophia nec rationalismo, nec materialismo, nec pantheismo infecta existit, nec proinde originalitatem (veniat sit verbo) erroris habet, sed solam originalitatem veritatis, eam, scilicet, quam permittunt naturalis ratio, communis sensus, et catholica fides. Ergo philosophia hispana, nec doctrinae praestantiam, nec sententiarum varietatem, nec veram originalitatem expectat aut desiderat, sed virum litteris et amore patrio pollentem, qui ejusdem historiam conscribat. Qua in re optamus profecto, ut incitamentum, opem et auxilium ferant, qui rem publicam moderantur.» (ZG, PhE, 2ª, tomo 2, págs. 540-541)

El mes de julio del mismo año en que González publica esta Historia Philosophiae aparece el único libro que Gumersindo Laverde llegó a publicar, recopilación de trabajos anteriores, los Ensayos críticos sobre filosofía, literatura e instrucción pública españolas (Soto Freire, Lugo 1868 [en microficha, Pentalfa L-7]) que fueron prologados por Valera. Ese año de 1868 Laverde tiene ya formado el plan de una Historia de la estética en España (quince años antes de que Menéndez Pelayo publicase el primer tomo de su Historia de las Ideas Estéticas en España, seis antes de que ambos se conocieran), planeado un estudio sobre los herejes españoles, preludio sin duda de lo que acabarían siendo los Heterodoxos de quién sería finalmente brazo ejecutor de Laverde, y ha comenzado una tarea que, con el tiempo, completará la trilogía de grandes proyectos que culminaría Menéndez Pelayo: la Biblioteca de Traductores Españoles. La equilibrada opinión de Juan Valera sobre las filosofías nacionales queda claramente expuesta en el prólogo a Laverde (que no gustó mucho a éste), donde distingue con precisión entre literatura (equivalente a Volksgeist) y filosofía (académica):

«La historia de la filosofía española es indudable que debe escribirse. Conocemos que no forma un conjunto, que no tiene en sí una consistente, separada y distinta unidad, como la historia de la filosofía griega. En cierto sentido elevado, no hay, a nuestro modo de ver, historia de la filosofía española, como no la hay de la italiana o de la francesa. Hasta la caída del imperio romano (…) la historia de la filosofía griega es la historia de toda filosofía. pero en épocas posteriores, todas las naciones de Europa, simultánea o sucesivamente intervienen en la historia de la filosofía, en la cual no caben, en nuestro entender, divisiones etnográficas. Dentro del espíritu universal del linaje humano, cada pueblo, cada raza tiene su espíritu propio, y por eso hay una historia de cada literatura nacional, que es donde se manifiesta casi exclusivamente dicho espíritu. En las creaciones y especulaciones filosóficas nnegamos que se manifieste también, pero mas en la forma y en los accidentes que en el fondo y la esencia, por lo cual es anti-filosófica la división etnográfica de la historia general de la filosofía en los tiempos modernos (…). Sin embargo, como ni en la historia general de la filosofía, ni en cada una de las referidas divisiones se nos ha dado el lugar que nos corresponde, nos parece excusable y hasta lícito y conveniente, escribir una historia de la filosofía en España, a fin de reivindicar nuestro derecho y ocupar el lugar de que los modernos historiadores de la filosofía, y aun de toda la cultura, han querido despojarnos para siempre, ya haciendo caso omiso de nosotros, ya tratándonos con injustificable desdén; pero nos debemos precaver contra el exagerado patriotismo y no imaginar que forma por sí unidad la filosofía española. (…) pueden escribirse, con mas o menos extensión, indicaciones bibliográficas, como las del señor Vidart; vidas y estudios sobre filósofos, como los del señor Laverde, que van en este tomo (…) y por último, hasta puede y debe escribirse una historia de la filosofía en España, según hemos dicho, como un suplemento, como unos paralipómenos de la historia general de la filosofía, a la manera que el señor Lopez Praça ha escrito recientemente la Historia da Philosophia em Portugal» (págs. XXI-XXIV).

En efecto, ese mismo año de 1868, pero antes que el libro de Laverde, se publicaba en Coimbra una História da filosofia em Portugal nas suas relaçoes com o movimento geral da filosofia escrita por José Joaquim Lopes Praça (nacido en 1844, era en ese momento casi tan joven como el teórico Laverde de 1856, con quien compartía también el atributo de una frágil salud, aunque vivió hasta 1920). Es indudable que Lopes Praça está inmerso en plena ideología romántica en torno al pueblo: «Um povo é um indivíduo colectivo. Antes de pensar fala. Antes de reflectir já se manifesta. Mas verdadeiramente autonómico só se torna quando pensa e diz, reflecte e executa. A primeira fase realiza-se na infância e adolescência dos povos; a segunda na adolescência e virilidade dos mesmos. Isto em tese, pondo de parte as gradaçoes e variantes da hipótese. (…) Sobre a nossa História da Matemática e do Direito alguma coisa se tem escrito entre nós, sobre a nossa História da Filosofia Racional, que nós saibamos, nada. Talvez só a Teologia tenha sido vítima de igual abandono (…). Muita gente instruída qualificou de quimera o nosso propósito. Nenhum filósofo ilustre se conhecia nos Fastos da História Portuguesa. Nao tinhamos um nome ilustre que nos guiasse, um fio de Ariadna que nos dirigisse, um luzeiro que nos anorteasse (…)» (leemos en la advertencia inicial del autor, págs. 3-6, citamos por la edición de Pinharanda Gomes, Guimaraes, Lisboa 1974, en la que, al parecer, según afirma el editor en su Prefacio, se ha realizado la «reescritura do texto pracino segundo as normas ortográficas em vigor», teniendo que resolver terribles problemas: «O substantivo 'Hespanha' causou-nos, ainda neste conspecto, certa dificuldade, porquanto Praça sempre usara indistintamente aquele substantivo, já quando nele englobava a Hispânia, já quando o restringia ao território da monarquia espanhola. Achámos que, prosseguindo um ponto de vista que temos postulado, deveríamos manter a forma 'Hespanha', quando esta referisse ambos os países da Península, e alterar para 'Espanha', quando estivesse em causa apenas a naçao espanhola. Porque: tao Hespanha é Portugal como Espanha, enquanto Espanha, só Espanha, Portugal nao!», pág. IX).

Lopes Praça, prudentemente, extiende su historia desde el siglo XI «até ao falecimento do sr. Silvestre Pinheiro Ferreia» en 1846, distinguiendo tres períodos: 1º «desde o começo da Monarquia até D. Joao III, ou desde os fins do século XI até 1521» (Pedro Hispano, Duarte, Pedro Margalho), 2º «desde D. Joao III até D. Joao V, ou desde 1521 até 1706» (Antonio Luis, Antonio de Gouveia, Francisco Sánchez, Manuel de Gois, Pedro de Fonseca, Sebastian de Couto, Baltasar Alvarez, los conimbricenses) y 3º «desde D. Joao V até ao falecimento do sr. Silvestre Pinheiro Ferreira, ou desde 1706 até 1846» (Manuel de Azevedo, Jacob de Castro, Ignacio Monteiro, Juan de Castro, Luis Antonio Verney, Antonio Soares Barbosa, Teodoro de Almeida, Silvestre Pinheiro Ferreira). Cada uno de estos tres períodos se aborda en tres secciones distintas: «notícia biográfico-crítica dos mais notáveis filósofos», «da filosofia nas escolas de Portugal» y «movimento da filosofia na Europa».

★ 1873, la antología de Adolfo de Castro y Valera

El gaditano Adolfo de Castro Rossi (1823-1898) fue el encargado de preparar el tomo dedicado a Filósofos dentro de la Biblioteca de autores españoles que venía publicando Rivadeneira. El editor Manuel Rivadeneira, nacido en Barcelona en 1805, educado en el exilio francés, tipógrafo en Sevilla, se trasladó a Madrid, en accidentado viaje, el mismo año que en Cádiz nacía Adolfo de Castro (la biografía del editor y la historia de la colección puede leerse en la 'Noticia' que su hijo Adolfo publicó en 1877 en el tomo 71, que contiene los Indices). La Biblioteca comenzó a publicarse en 1846, con muchas dificultades alcanzó el tomo 13 en 1850, el 22 en 1852 y se asentó al final de bienio, en enero de 1856, gracias al discurso parlamentario de Cándido Nocedal con el que consiguió apoyo público, discurso que figura en el tomo 38. Prevista inicialmente en 33 tomos, se amplió luego a 50 y más tarde a 80, aunque, muerto Rivadeneira antes de que se publicara el tomo 64, en 1872, el hijo decidió suspenderla en el tomo 70 y publicar el mencionado 71 con los índices generales (como es sabido, a instancias de Menéndez Pelayo, años más tarde la colección fue continuada por la casa Bailly Bailliere, que publico 26 tomos más; y más recientemente, se prosiguió la Continuación, de la que entre 1954 y 1970, en dieciséis años, han aparecido 170 volúmenes mas; el tomo 226 corresponde a los índices de los tomos 72 a 225).

Adolfo de Castro, al que se podría calificar de ecléctico, había publicado ya varias obras relacionadas con asuntos españoles, entre las que merecen ser recordadas su Historia de los judíos en España desde los tiempos de su establecimiento hasta principios del presente siglo (Imp. de la Revista Médica, Cádiz 1847), la Historia de los protestantes españoles y de su persecución por Felipe II (Imp. de la Revista Médica, Cádiz 1851), y el Examen filosófico sobre las principales causas de la decadencia en España (Imp. de F. Pantoja, Cádiz 1852). Al preparar la edición de tomo 65 de la Biblioteca de Autores Españoles, que se publicó en 1873 (ya muerto Rivadeneira), dedicado a Obras escogidas de filósofos, preparó un largo «Discurso preliminar» (págs. V-CL) que puede considerarse una verdadera «Historia de la filosofía española». Son catorce los autores de los que se ofrecen textos, desde Séneca a Gracián; y excepto en dos ocasiones, Castro antecede la antología del autor correspondiente de una selección de 'Juicios críticos' que se han emitido sobre esos autores. En el siguiente cuadro figuran los autores que se hacen figurar y las páginas que se les ha dedicado, tanto en juicios críticos como en textos (observándose, por ejemplo, la preponderancia de Huarte, seguido de Séneca, &c.):

Castro, Obras escogidas de filósofos, BAE 65, 1873
 
contenidopágs
Discurso preliminarV-CL146  146
Séneca1-131315-816780
Lulio83-941295-1394557
Alonso Tostado141-1433144-152912
Antonio de Guevara153-1597160-1913239
Bartolomé de las Casas193-1986199-2293137
Bartolomé de Albornoz231-23333
Juan Luis Vives235-2384239-2915357
Pedro Simón Abril293-30088
Melchor Cano301-3022303-3242224
Oliva Sabuco325-3273329-3764851
Fernán Pérez de Oliva377-3837385-3961219
Juan Huarte de San Juan397-4015403-520118123
Joaquín Setanti521-5222523-5381618
Baltasar Gracián539-5402541-6117173
  212 535747

No es este lugar de extenderse en más consideraciones sobre los autores seleccionados y los textos escogidos de cada autor. En el «Discurso preliminar», aunque Adolfo de Castro comienza asegurando que no trata de «escribir la historia de la filosofía en España, sino sólo de consignar algunas observaciones sobre los hombres más notables que la han cultivado» (pág. V), con lo que podría parecer que no defiende una filosofía española propia como tal, a medida que avanza en su reseña histórica llega a hacer afirmaciones como las siguientes: «¿cuál es el carácter distintivo de la filosofía española? La moralidad cristiana. Aun en muchos pensamientos de Séneca se halla, sin que el filósofo gentil se diese razón de ello» (pág. CXLIII); «Y después de Lulio, ¿en qué consiste la grandeza de todos nuestros filósofos? En la uniformidad de su doctrina, que es la doctrina verdaderamente cristiana» (pág. CXLV); «El cristianismo es lo que constituye la gloria real de nuestra patria, en sus sabios, en sus guerreros, en sus poetas y en sus artistas…» (pág. CXLV); «Conformes con su patria, ¿qué es lo que distingue a los filósofos españoles? Su carácter y su historia se pueden reducir a estas palabras. Tenían en poco la vanidad del mundo, no se ensalzaban en su soberbia, se humillaban bajo la poderosa mano de Dios. Con esa filosofía se alegraban sus corazones, desterraban todo cuidado penoso, y henchían de ricas y grandes esperanzas el alma, con tan gran sublimidad, que la ve y no la acierta a describir» (pág. CXLVI), &c.

Valera, movido por la edición de las Obras escogidas de filósofos en la Biblioteca de Rivadeneira y sobre todo por el prólogo de Adolfo de Castro, escribe ese mismo año de 1873 su amplio comentario titulado «De la Filosofía Española», donde, distanciándose aún más de Laverde, intenta una vez más reconducir un movimiento que el había contribuido a poner en marcha pero que estaba tomando sesgos imprevistos. Recordemos algunas de las frases de Valera, escritas, conviene recordarlo, justo un año antes de que se produjese la «fusión» Laverde-Menéndez Pelayo:

«Hasta la cuestión de si ha habido o no algo que en cierto sentido pueda llamarse filosofía española, queda sin resolver definitivamente. Apuntadas quedan las razones por donde entiendo yo que no ha habido tal filosofía española, en el sentido que se dice haber habido una filosofía griega, una filosofía alemana y hasta una filosofía francesa. En otro sentido, que también expliqué ya, no negué que hubiese filosofía española. Mi amigo el señor Laverde (Ensayos críticos), tomando un término medio entre ambos sentidos, no duda de que hay filosofía española con carácter propio, con una cierta razón general de unidad que se cierne sobre todas las escuelas. "No se necesita --dice-- mucha perspicacia para descubrir el estrecho parentesco que media entre las escuelas arábigas y hebraicas, particularmente entre el averroísmo y el maimonismo, esos dos grandes movimientos racionalistas paralelos, digámoslo así, en la enseñanza muslímica y rabínica de España: ni es difícil notar su influjo en el lulismo, confluencia de las doctrinas escolásticas y de las orientales, que tuvo numerosos partidarios (Kircher, Cepeda, Núñez Delgadillo, Riera, Marzal, Guevara, Ciruelo, Sánchez de Lizarazu, etcétera) y cátedras propias en varias Universidades nacionales y extranjeras, y tampoco aparece violenta la transición de ésta al suarismo, con el cual se tocan a la vez en muchos puntos, bien que en otros le sean opuestos, el vivismo (Oliva, Gelida, Pedro de Valencia, Mayáns, Forner, Vieyás, etc.), el gómez-pereirismo (el Brocense, Guzmán, Martín Martínez, Feijoo, Almeida, etc.) y el huartismo (doña Oliva Sabuco de Nantes, Velázquez, Acebedo, Pujol, Bonet, Ignacio Rodríguez, etc.), escuelas que, con las eclécticas intermedias y menos definidas, componen la inmensa riqueza filosófica de España. Ahora bien: el vasto conjunto de verdades por ellas desenvuelto y propagado es lo que nosotros llamamos Filosofía española". Ingenioso, erudito y discreto es todo el párrafo citado, con sus combinaciones habilidosas y sus artísticos agrupamientos de nombres bajo sendas banderas; pero no puedo participar del patriotismo filosófico de mi amigo el señor Laverde. Para afirmar el encadenamiento de unas doctrinas en otras es menester antes dar a las doctrinas la importancia, eco, séquito, estruendo y favor que muchas de ellas ni tienen ni han tenido. La libertad y el desenfado con que el señor Laverde las ismifica no se pueden aceptar. Bueno que haya lulismo y averroismo; pero el huartismo, el gómez-pereirismo y el vivismo no pasan. Ni Huarte, ni Gómez Pereira, ni siquiera Luis Vives, tuvieron el valer y la fortuna indispensables para añadir un ismo a sus apellidos y convertirlos en sectas o escuelas. Para lograr esto no basta ser filósofo original, ni filósofo grande; es menester ser grandísimo filósofo, poseyendo tal originalidad y novedad, que ponga en el sistema algo hasta entonces exclusivo y personal del filósofo, transfundiéndolo del alma suya a las de sus contemporáneos y a la posteridad, y grabando el sello indeleble y claro del propio pensamiento en obras y en doctrinas; por tal arte, que el mejor modo de distinguirlas y determinarlas sea con el nombre propio de la persona. Y es tan cierto lo dicho, que el uso general, casi infalible en materia de lenguaje, escatima los ismos en filosofía de una manera pasmosa. Apenas si en este siglo, en que tanto se filosofa y se ha filosofado, hay más que hegelianismo y krausismo. Hasta la doctrina de Kant nadie o casi nadie la llama kantismo; y es evidente que no se dice cousinismo, ni fichteísmo, ni condillaquismo, ni comteísmo. No se prohíbe, por eso, que se invente lo que se quiera. Yo he inventado, pongo por caso, el piísmo, y otros podrán inventar, si gustan, el balmesismo y el donosismo, que tienen más razón de ser que el huartismo» (Obras completas, Aguilar, Madrid 1949 (2ª), tomo 2º, págs. 1565-1579).

★ 1874, la fusión Laverde + Menéndez Pelayo

Como es sabido Nicolás Salmerón provocó, sin quererlo, en septiembre de 1874, el encuentro de un jovencísimo Menéndez Pelayo, que se escapa a Valladolid para examinarse de la asignatura de «Metafísica», que hubiera suspendido en Madrid, con un achacoso Laverde, cada vez mas neo y más incapaz de avanzar en los planes que le obsesionaban hacía años (máxime tras el distanciamiento de Valera, en el que había pensado en algún momento como brazo ejecutor). Laverde tuvo la suerte de topar con un joven dotado de unas capacidades sin igual en el momento preciso, cuando acababa de licenciarse y no sabía muy bien qué hacer. Más que una simbiosis entre Laverde y Menéndez Pelayo, quizá podría definirse mejor la situación como la de una fusión de Laverde en Menéndez Pelayo. El precoz santanderino desarrolló los planes que Laverde tenía ya definidos en 1868, tras el bautizo de sangre que supuso la batalla de la que nacería La ciencia española, iniciada en abril de 1876. Sucesivamente la Biblioteca de traductores españoles (inédita hasta la edición nacional en 4 vols. 1952-1953), la Historia de los heterodoxos españoles (1880-1882) y la Historia de las ideas estéticas en España (1883-1891). Las primeras obras que Menéndez Pelayo escribió, las que tienen interés para la Historia de la filosofía española, debieran leerse teniendo a un lado el epistolario con Laverde, para poder apreciar la magnitud y el detalle de las influencias. La obra más importante de Laverde para la filosofía española, más que la enunciación de proyectos que hemos detallado (que no dejan de ser más que interesantes curiosidades) o los artículos que escribió, es el epistolario con Menéndez Pelayo, fue la capacidad que tuvo para encontrar y dirigir las posibilidades de aquel admirable portento. Incluso ha sido advertido cómo, a partir de la muerte de Laverde en 1890, se observa un cierto abandono por Menéndez Pelayo del toque filosofante que le habría inducido su amigo, escorándose más su actividad intelectual a la literatura, la historia y la bibliografía (remitimos a nuestro artículo citado, donde hemos tratado sobre la compleja e interesante relación entre ambos cántabros, renunciando ahora al análisis mas detallado de la obra de Menéndez Pelayo: las cuestiones disputadas en esta fase de la llamada «polémica de la ciencia española», los Heterodoxos o las Ideas estéticas son, por supuesto, momentos fundamentales de la Historia de la Historia de la filosofía española).

★ ¿Hereda Bonilla, a través de Menéndez Pelayo, el «testigo» de Laverde?

Aunque Marcelino Menéndez Pelayo ejecutó parte de los planes anhelados por su eminencia gris Laverde, no llegó a publicar ninguna Historia de la filosofía española como tal (la antología que Constantino Láscaris Comneno preparó para Rialp en el umbral del centenario de 1956 llamada La filosofía española, no se corresponde con el título de ningún libro de Menéndez Pelayo, aunque algunos autores apresurados lo citen como obra del gran Marcelino, olvidando que es una selección de textos).

Bonilla, el que parecerá ser continuador de los planes de Laverde relativos a la elaboración de una Historia de la filosofía española, había nacido en Madrid en septiembre de 1875, el mismo mes en el que Laverde, como de pasada, escribía al joven Marcelino, a quien trataba hacía un año: «por distraerme en algo voy a proponerle una serie de proyectos que, V. mejor que nadie, puede y debe realizar, a fin de que vaya recogiendo los datos útiles para cada uno que se le ofrezcan: 1º Escritores ilustres de la provincia de Santander (…). 2º Los autores antiguos considerados en las ediciones, traducciones, comentos (…). 3º Polígrafos españoles Séneca, S. Isidoro, Averroes, Maymonides, Alfonso el Sabio, Lulio, Nebrija, Vives, Arias Montano, A. Agustín, Nieremberg, Caramuel, Feijoo, Mayans, Jovellanos, Andres, Eximeno, Hervas, &. Colección de monografías por el mismo estilo que la de los escritores montañeses, si bien más amplias, como la de Renan sobre Averroes. 4º Heterodoxos españoles célebres. Prisciliano, Itacio, Elipando y Felix, Hostigesis, Arnaldo de Vilanova, Pedro de Osma, los protestantes del siglo 16, Servet, Molinos, Marchena, Santa Cruz, Blanco White, &. Colección de monografías del género de la que V. tiene en proyecto acerca de Marchena. 5º Los jesuitas españoles en Italia a fines del siglo 18º y principios del 19º» (14-IX-1875, EMP 1-237); recibiendo un «¡Ojalá pueda yo realizarlos en todo o en parte!» como respuesta.

Adolfo Bonilla San Martín (1875-1926) «adquirió confianza» con Menéndez Pelayo en 1900 (cuando Laverde hacía diez años que había muerto), aunque había sido alumno suyo ya en el curso 1894-95 (es decir, a la misma edad en que Marcelino había conocido a Laverde; las fechas de nacimiento de los tres se separan aproximadamente veinte años: 1835, 1856, 1875). Bonilla se había graduado en 1896 como doctor en Derecho y en Filosofía, con sendas tesis sobre Teoría y concepto del Derecho, y Luis Vives y sus tres libros 'De anima et vita', y sin haber cumplido aún su primer cuarto de siglo había ya publicado algunos estudios jurídicos: Concepto y teoría del Derecho, estudio de metafísica jurídica (Victoriano Suárez, Madrid 1897, 216 págs.); Los Gobiernos de partido (Madrid 1898, 61 págs.), Estudios jurídicos: Gérmenes del feudalismo en España, De la naturaleza y significación de los Concilios Toledanos (Madrid 1898, 12+17 págs.). En 1899, con ocasión del Homenaje a Menéndez Pelayo en el año vigésimo de su profesorado, el editor Victoriano Suárez, prologados por Valera, publicó dos gruesos volúmenes de 869 y 952 páginas de Estudios de erudición española en Homenaje a Menéndez Pelayo: colaboraron hasta cincuenta y siete autores distintos, pero Adolfo Bonilla no figura en ningún momento.

Decíamos que Bonilla adquirió confianza con Menéndez Pelayo en 1900. Bonilla ejercía de abogado y era secretario de la junta directiva de la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo de Madrid. En abril de 1900 (EMP 15-641), en representación del Ateneo, informa a Menéndez Pelayo que le han elegido catedrático de la asignatura Los grandes polígrafos españoles, para el curso 1900-01, continuación del que acaba de explicar, y le pide que comunique su aceptación: seguro que Bonilla ignoraba que, veinticinco años antes, Laverde había propuesto ese mismo rótulo como proyecto 3º a Marcelino.

Durante 1900 Bonilla escribe varias cartas a Menéndez Pelayo para asuntos relacionados con el Ateneo. En diciembre le trata como 'Mi distinguido amigo y maestro', le informa que su trabajo sobre Vives está ya a punto de terminar y el maestro se ha comprometido a escribirle el Prólogo a la traducción de la Historia de la literatura española desde los orígenes hasta el año 1900 de Jaime Fitzmaurice-Kelly, que, en efecto, publicó La España Moderna en 1901 (Biblioteca de Jurisprudencia, Filosofía e Historia, XLII+613 págs.). Las cartas que se cruzan Bonilla y Menéndez Pelayo tratan sobre todo de asuntos de carácter literario. Bonilla era un autor muy prolífico: ese mismo año 1901 prepara una edición de Libros de caballerías y otra de El viaje entretenido de Agustín de Rojas; culmina su estudio sobre Vives; con el pseudónimo de Afanto Ucalego publica el Ion, Diálogo platónico, traducido del griego por Afanto Ucalego, con un estudio preliminar acerca de las traducciones de Platón en lengua castellana (Madrid 1901, 76 págs.); no se olvida de publicar opúsculos sobre sus asuntos profesionales de jurista, Sobre los efectos de la voluntad unilateral (propia o ajena) en materia de obligaciones mercantiles (Madrid 1901, 81 págs.), Estudios jurídicos: Aguas, Minas y Montes (Madrid 1901, 19 págs.), Método para el estudio de la Filosofía del Derecho (Montevideo 1901, 14 págs.); y todavía la Revue Hispanique le publica «Clarorum hispaniensium epistolae ineditae ad humaniorum litterarum historiam pertinentes. Edidit, notationesque aliquot adiecit A.B. y S.M.» (París 1901, 136 págs.), en la Revista de Archivos encontramos una nota sobre la «Etimología de 'Pícaro'», y seguía atendiendo sus obligaciones en el Ateneo y preparando unas oposiciones a la cátedra de Teoría de la Literatura y de las Artes de la Universidad Central (que no obtiene).

El estudio sobre Vives lo había presentado Bonilla a un concurso convocado por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en septiembre de 1901. En marzo del año siguiente escribe alarmado a Menéndez Pelayo «porque ha llegado a mi una noticia grave. Parece que Ortí y Lara ha encontrado un subterfugio honesto para no dictaminar acerca de mi mamotreto sobre Luis Vives. Dice que excede con mucho el número de páginas que prescribe el reglamento de convocatoria (…) parece ser que Ortí apoya a un magistral de Cuenca que presentó al concurso una homilía sobre Balmes (…) en fin que pongo en sus manos mi herético trabajo, juntamente con Vives, y Erasmo y toda la buena gente de aquél tiempo» (EMP 16-404); y en septiembre aún pregunta «¿Y mi Vives? No he logrado saber nada de él, y me hallo bastante intranquilo. ¿Lo habrá enviado Orti a la Congregación del Indice? Pues entonces ya puedo ir arreglando el equipaje para tierra de herejes. Azcárate no ha venido aún, y no confío en lo que haga. Veremos cuando Vd. venga si se arranca el mamotreto de manos del golilla tomista» (EMP 16-579). Tras muchas dificultades, el trabajo de Bonilla fue premiado y en 1903 apareció publicada la que constituye una de sus obras más importantes: Luis Vives y la filosofía del Renacimiento (Madrid 1903, 818 págs.). Digamos que Bonilla, en esta monografía, adopta el partido de Valera frente al de Laverde y Menéndez Pelayo, es decir, que «el vivismo no pasa» (que diría Valera). Concluye Bonilla: «Vives no es jefe ni fundador de escuela alguna, y el término vivismo es un vocablo vacío de significación concreta (…). Carece de fundamento sólido cuanto se ha dicho de los representantes del vivismo, tomando el vocablo en el concepto en que aquí lo rechazamos (…). No hay ni ha habido vivistas por la razón sencilla de que no existe un cuerpo sistemático de doctrina, un organismo filosófico que merezca el nombre de vivismo…».

En marzo de ese mismo año 1903 había obtenido la cátedra de Derecho mercantil de la Universidad de Valencia y en abril escribe a Marcelino: «En la sala de profesores si que he caído como una bomba… procuran saber a qué partido pertenezco… yo les he confesado que vengo a fundar el partido erasmista, y se han quedado a oscuras, como era de suponer…» (EMP 16-814). «El Derecho Mercantil me trae de mala manera» confiesa, y piensa en participar en las oposiciones a la cátedra de Historia de la Filosofía de Madrid. En 1904 ha logrado escapar de Valencia gracias a un destino en el Instituto de Reformas Sociales, y entretiene la noche madrileña con su «Maestro y amigo: según convinimos, esta noche, a las 8 en punto, pasará por su casa de Vd. el Bachiller San Martín, para ir juntos a la Hostería de Tournié, donde, desde dicha hora les esperarán el Bachiller Alonso y el caballero Andrade. Vuestro hasta la muerte. El Bachiller San Martín» (EMP 17-335). Su actividad editorial sigue siendo impresionante: ediciones de clásicos (algunos en colaboración con el hispanista Foulché-Delbosc), varios manuales de derecho (incluido uno de Derecho mercantil español, contestaciones al programa para oposiciones al Notariado, Madrid 1904, 240 págs.).

Seguramente para poder presentar méritos en la oposición prevista a la cátedra de Historia de la filosofía de la Central, y sin duda aconsejado por Menéndez Pelayo, prepara el Plan de una historia de la filosofía española, que se publica en la Memoria de la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo de Madrid, Curso 1904-1905 (págs. 13-27). En marzo de 1905, sin haber cumplido los treinta años, puede escribir a su maestro: «Queridísimo amigo y maestro: esta mañana, a las 12, ha tenido lugar la votación, y me apresuro a participarle que soy Catedrático de la Central. Me han votado Azcárate, Salmerón, Sales, F. y González, Sanz Benito y Pedro Mª López. Fajarnés votó al otro. Muy suyo. A. Bonilla. ¡Que alegrón tendrá Moguel!» (EMP 18-623). El hispanista Arturo Farinelli manifestaba en privado la siguiente acertada opinión sobre Bonilla: «Gran placer me causó el nombramiento de Bonilla, joven valioso, de estudios serios, no apto quizá para la especulación filosófica, pero en compensación, de verdadero ingenio para las disciplinas históricas. La fortuna de tales amigos, después de luchas tan amargas, es mi propia fortuna» (carta a Menéndez Pelayo, EMP 18-128, de 23 marzo 1905, en italiano el original, traducción de los editores). El mismo Bonilla le confiesa en septiembre de ese año a Marcelino: «Pronto se acercan los exámenes y el curso, y ya empiezo a temblar, porque examinar de Filosofía me inspira un asco invencible» (EMP 18-495).

El nuevo catedrático de Historia de la Filosofía comienza a publicar sobre asuntos más filosóficos: Los mandamientos de Diógenes (ensayo de filosofía cínica) 1905, Don Quijote y el pensamiento español (1905, 26 págs.), «Aristóteles y los sordomudos» (en el Boletín de la Asociación de Sordomudos de Madrid, 1906), «Erasmo en España. Episodio de la Historia del Renacimiento» (en la Revue Hispanique, París 1907, 107 págs.). El inquieto Bonilla promueve incluso, con sus alumnos, una publicación periódica, el Archivo de Historia de la Filosofía, del que sólo llegaron a salir dos fascículos: el nº 1 (Madrid 1905, folleto de 64 págs.) contiene de Bonilla: «Moderato de Gades, filósofo pitagórico español» (págs. 30-36), «Nietzsche y la Historia de la Filosofía» (pág. 40), «La idea del derecho en el lenguaje» (págs. 41-57); el nº 2 (Madrid 1907, 104 págs) contiene de Bonilla «Sobre el hilo conductor de las categorías aristotélicas» (págs. 62-66) y «La idea del tiempo en el lenguaje» (págs. 62-66). Pero, polifacético, tampoco olvidaba sus orígenes jurídicos: ese mismo año publica, con Faustino Alvarez del Manzano y Emilio Miñana, un Dictamen sobre la publicación de los balances de las Sociedades anónimas.

A principios de 1908 (el colofón de la edición lleva fecha de 28 de enero) el Plan de una historia de la filosofía española de 1904 vuelve a ser publicado, pero ya dentro del primer tomo de los seis en que proyectaba Bonilla su «Historia de la filosofía española»: Historia de la filosofía española (desde los tiempos primitivos hasta el siglo XII), Librería General de Victoriano Suárez (Biblioteca de Derecho y de Ciencias Sociales), Madrid 1908 (Bonilla firma como Catedrático de Historia de la Filosofía en la Universidad Central, ex profesor de la Escuela de Estudios Superiores del Ateneo de Madrid, ex Catedrático de Derecho Mercantil en la Universidad de Valencia, director del Centro Jurídico…). Al comienzo de este tomo figura la siguiente dedicatoria, al modo clásico: «V. CL. / Gvmersindo de Azcárate y Menéndez / ob insitam eo morum comitatem / tutelamque deditorum disciplinis / M. L. D. / Avctor».

El plan de Bonilla distinguía ocho épocas en la historia de la filosofía española: (A) Tiempos primitivos, (B) Epoca romana, (C) Epoca goda, (D) Siglos VIII-XII, (E) Siglos XIII-XV, (F) El Renacimiento, (G) Siglos XVII y XVIII, y (H) Siglo XIX. El tomo primero trataba (A), (B), (C) y (D) período cristiano. Tenía previsto dedicar el tomo segundo a (D) período no cristiano y los otros cuatro tomos de los seis previstos a las cuatro épocas restantes respectivamente. En julio de 1909 en carta a Menéndez Pelayo anuncia que «saldré para El Escorial el domingo próximo: me propongo… ver lo que haya de filosofía en arábigo. Estos días estoy continuando el 2º tomo de Histª de la fil. esp.» (EMP 20-361). A comienzos de 1910 tiene terminado ese segundo tomo, pero dedicado sólo a judíos, que retrasa su publicación más de un año, apareciendo en el verano de 1911. La Historia de la Filosofía Española (siglos VIII-XII: judíos), Librería general de Victoriano Suárez (Biblioteca de Derecho y de Ciencias Sociales), Madrid 1911 (Bonilla firma como Catedrático de Historia de la Filosofía y de Psicología superior en la Universidad Central) lleva otra dedicatoria clásica: «V. CL. / Ami. Opt. / Orientalivm rervm peritissimo / Leopoldo de Egvilaz y Yangvas / (1829-1906) / D.D. / Avctor». Los seis tomos previstos inicialmente habían pasado a ser siete (el tercero debería cubrir los siglos VIII-XII: Musulmanes).

Como es bien sabido Bonilla sólo publicó los dos primeros tomos de su Historia, dejando inacabado su proyecto, pero no porque muriese joven (en 1926, a los 51 años) como justifican algunos cuando hablan del malogrado Bonilla, sino porque no quiso hacerlo, como veremos. Bonilla, continuador en algún sentido de Laverde-Menéndez Pelayo, no mantenía de ningún modo respecto de Menéndez Pelayo la relación de éste con Laverde. Bonilla fue alumno pero no discípulo de Menéndez Pelayo, aunque le considerase su maestro y fuese su amigo y editor de las Obras completas que publicó V. Suárez. Por eso nos parece un poco fuera de lugar llamar a Bonilla el predestinado (como hace Abellán, tomo 5, 1º, pág. 383). La influencia de Menéndez Pelayo en Bonilla fue cierta, y de hecho, tras su muerte en 1912, Bonilla olvida sus planes sobre la filosofía española. Aparte de los dos tomos mencionados, en 1910 editó el Cuzary, diálogo filosófico, de Yehudá Ha-Levi, con un apéndice de Menéndez Pelayo (Victoriano Suárez, Madrid 1910, tomo 1 de la 'Colección de filósofos españoles y extranjeros') y en marzo de 1911 su importante discurso de recepción en la Real Academia de la Historia, Fernando de Córdoba y los orígenes del Renacimiento en España, contestado por Menéndez Pelayo. La ceremonial respuesta de don Marcelino, obligada glosa del nuevo académico, le reconoce con «un título de los más dignos de envidia y que nadie puede disputarle: el de primer historiador de la Filosofía nacional», ofreciendo Menéndez Pelayo un recuerdo hacia sus maestros, como si de su testamento espiritual, un año antes de morir, se tratase:

«A ese lauro aspiré en mi juventud, alentado por el sabio y benévolo consejo de un varón de dulce memoria y modesta fama, recto en el pensar, elegante en el decir, alma suave y cándida, llena de virtud y de patriotismo, purificada en el yunque del dolor hasta llegar a la perfección ascética. Llamábase este profesor don Gumersindo Laverde; escribió poco, pero muy selecto y su nombre va unido a todos los conatos de historia de la ciencia española, y muy especialmente a los míos, que acaso sin su estímulo y dirección no se hubiesen realizado. Recordar hoy su nombre es un deber de justicia. ¡Con qué jubilo hubiera visto penetrar triunfante, en este clarísimo senado de la historia patria, la enseña que él tremoló el primero y que de sus manos recibieron las mías para transmitírsela a discípulos mejores que yo, y cuya obra está destinada a sustituir a la mía por ley indeclinable del progreso científico! ¡Y con qué efusión he de saludarla, yo que en los libros del Dr. Bonilla veo prolongarse algo de mi ser espiritual, así como en los de otro eminente alumno mío [Menéndez Pidal] contemplo el admirable desarrollo de las ideas sobre la Edad Media y la epopeya castellana, que recogí de los labios del venerable y austero Milá y Fontanals! Perdonadme si algo hay de inmodestia en la afirmación de este parentesco que a todos nos liga en nuestra función universitaria; pero cuando recuerdo que por mi cátedra han pasado don Ramón Menéndez Pidal y don Adolfo Bonilla, empiezo a creer que no ha sido inútil mi tránsito por este mundo, y me atrevo a decir, con el Bermudo del romance, que 'si no vencí reyes moros, engendré quien los venciera'» (en Ensayos de crítica filosófica, ed. nacional, tomo 43, 1948, págs. 388-389).

Menéndez Pelayo quiso ver en Bonilla su continuación y la de Laverde, pero Bonilla, aunque agradeciera tantos elogios, en modo alguno creemos que aceptase tal herencia (y si aparentó hacerlo, más o menos forzado, muerto Menéndez Pelayo deshizo rápidamente el compromiso). Ha sido el «menéndez-pelayismo» (en el que se mueve, por ejemplo, Abellán) quien ha reconstruido la historia colocando a Bonilla en el origen de un corpus al que fue ajeno (pero que, como veremos, de hecho se configuró como su continuación). Bonilla, influído sin duda por Menéndez Pelayo, caminó siempre por libre: ¿cómo explicar si no, por ejemplo, que los dos primeros tomos de su Historia los dedicase a Eguilaz y Azcárate, y no a Laverde y Pelayo? Estas afirmaciones y esta interpretación nuestra no puede argumentarse con mas detalle en este momento. Nos limitaremos a mencionar un texto de Bonilla de 1914, cuando aún no hacía dos años que había muerto el discípulo de Laverde. Obsérvese la distancia desde la que habla Bonilla, en su prólogo al primer tomo de la nueva Biblioteca promovida por Marcos y Ortega, respecto a la recuperación patriótica de la filosofía nacional:

«El propósito que guía a los autores de la nueva 'Biblioteca de los grandes filósofos españoles', es notoriamente patriótico y laudable. (…) Por lo que a la de nuestros filósofos respecta, la labor apologético-expositiva ha tenido en España tres campeones principales: Juan Pablo Forner en el siglo XVIII; y, en el XIX, Gumersindo Laverde Ruiz, que, a principios de 1859, trató de poner por obra el pensamiento de dar a luz una colección o Biblioteca de filósofos ibéricos, y su grande amigo Marcelino Menéndez y Pelayo (…)» (Ortega & Marcos, Francisco de Valles, Madrid 1914).

Bonilla no comulgaba con el espíritu nacionalista unívoco que animaba a Laverde y que infectó a Menéndez Pelayo. Quienes han manipulado a Bonilla parecen no haber leído las nociones preliminares que aparecen en el tomo primero de su Historia, donde Bonilla claramente afirma:

«¿Qué queremos decir al hablar de una Historia de la filosofía española? ¿Que hay en nuestro pueblo un modo especial de investigar las primeras causas, peculiar y exclusivo de España? No; en tal sentido, ni existe una historia de nuestra Filosofía, ni cabe historiar la de ningún país del mundo. (…) Hay filosofía en un país, cuando existen en él filósofos, como hay ciencia cuando existen hombres de ciencia; y existen filósofos, cuando se producen pensadores independientes (sin independencia de criterio no hay verdadero filósofo) que reflexionan acerca de las primeras causas de los fenómenos. En tal concepto, España tienen tanto derecho a hablar de su filosofía, como Francia, Italia o cualquier otro pueblo del mundo» (págs. 40-41).

El alejamiento de Bonilla respecto de la filosofía española se produjo paralelamente a su acercamiento, no literario ni bibliográfico, a la filosofía. Como una prueba más nos permitimos aducir la siguiente: cuando organiza, para Victoriano Suárez, la Biblioteca de filósofos españoles y extranjeros, cuyo primer volumen (1910) fue su edición del Cuzary de Yehudá Ha-Leví, se anuncia que seguirán «obras de Luis Vives, Espinosa, Raimundo Lulio, León Hebreo, Francisco Sánchez, Santo Tomás de Aquino, Erasmo, Giordano Bruno, Locke, Hobbes, Descartes, Schopenhauer, Wundt, Spencer, Bergson, etc…»; al morir Bonilla aquella colección había publicado sucesivamente La Cuádruple raíz del principio de razón suficiente de Schopenhauer (obra con la que se identificó Bonilla al punto de que era la obra comentada año tras año en la asignatura de Psicología Superior que le correspondía asumir), la Crítica de la Razón Práctica de Kant, el Destino del hombre y el destino del sabio de Fichte, la Crítica del Juicio de Kant, la Lógica, la Filosofía de la Naturaleza, y la Filosofía del Espíritu de Hegel, y en 1928 la Crítica de la Razón Pura en traducción de Morente, pero ninguna de las obras de autores españoles, aunque los títulos de la colección mantuviesen la fórmula de quince años atrás.

Pero Adolfo Bonilla San Martín estará siempre presente en la Historia de la Historia de la filosofía española jugando un doble papel. Uno voluntario, el que corresponde a su propia labor y obra. Otro involuntario, el que, después de muerto, le asigna la Asociación española para el progreso de las Ciencias, al recuperar su nombre y su Plan, su sombra.

★ Tres fases que no lo son

El profesor José Luis Abellán, en su Historia crítica del pensamiento español (tomo 5/I, Espasa-Calpe, Madrid 1989, págs. 349-355), siguiendo al parecer el esquema propuesto por el profesor Antonio Jiménez en su Proyecto Docente, redactado para concursar a una titularidad con perfil de Historia de la filosofía española en la Universidad Complutense en 1986, sostiene la distinción de tres fases «bien delimitadas» entre 1833 y 1908, período de setenta y cinco años que se considera como el del «momento constitutivo de la disciplina»: de 1833 a 1856, de 1856 a 1876 y de 1876 a 1908. Los hitos vendrían marcados por el artículo de Laverde de 1856, el inicio en 1876 por Menéndez Pelayo de «su magna labor de restauración de nuestra historia filosófica» (es el año de la polémica sobre la ciencia española y del proyecto de los Heterodoxos) y la publicación del primer tomo de la Historia de la Filosofía de Bonilla. Sin embargo la definición de esas tres fases no nos parece suficientemente justificada y se nos antoja arbitraria y caprichosa: la fecha de 1833 no tiene un especial significado interno a la historia de la filosofía española (pues no lo es que fuera el año de la muerte de Fernando VII y comienzo del reinado de la niña de tres años Isabel II, y no tiene sentido tomarla en consideración simplemente porque sirva para abrir un período redondo de setenta y cinco años, los que faltaban para la publicación del libro de Bonilla en 1908); resaltar la fecha de 1876 supone mantenerse prisioneros de la reinterpretación interesada menéndez-pelayista, pues por sí misma esa fecha no es especialmente significativa para la particular historia interna de la historia de la filosofía española (¿por qué no se adoptan fechas mucho más significativas, como el año 1846, el de la coletilla de «reseña histórica de la filosofía en España» del plan de estudios; o el año 1858, fecha la Historia de Cuevas; o el año 1866, en que se publicó La filosofía española. Indicaciones bibliográficas de Luis Vidart (libro del que afirma el propio Abellán que es «la primera Historia de la filosofía española de que tenemos noticia», pág. 352), o el año 1873, el de la publicación por Adolfo de Castro del volumen de Obras escogidas de filósofos [españoles], volumen 65 de la Biblioteca de Autores Españoles publicada por Rivadeneira, donde el copioso «Discurso preliminar» –págs. V-CL– es una verdadera Historia de la filosofía española?). Según nuestro modo de ver las cosas, la llamada por Abellán disciplina comienza el proceso de su institucionalización, por tanto el proceso constitutivo como tal disciplina, mucho más tarde, y puestos a buscar una fecha simbólica (en la que el gremio de los cultivadores de esa disciplina pudieran realizar celebraciones, concursos, &c.), señalaríamos, como razonaremos más adelante, el día primero de mayo de 1927. Las supuestas fases antedichas consideramos que son engañosas y se corresponden más bien con una reinterpretación sesgada de los hechos, y que, como creemos haber mostrado, no se ajusta del todo a la realidad.

★ 1914, Benjamín Marcos, presunto «continuador» de Laverde

Hemos citado un párrafo de Bonilla, escrito en 1914, como prueba de la distancia que el supuesto primer historiador de la filosofía nacional mantenía frente a esa filosofía nacional. Será conveniente que ampliemos ahora esa cita, leyendo la frase siguiente. Escribía Bonilla:

«El propósito que guía a los autores de la nueva Biblioteca de los grandes filósofos españoles, es notoriamente patriótico y laudable. D. Benjamín Marcos González, a quien conocíamos ya por su elocuente y meditado libro acerca de la Misión de las juventudes liberales (Bilbao 1911), y D. Eusebio Ortega, compañero del Sr. Marcos en las arduas tareas periodísticas, con entusiasmo y tesón meritísimos, han resuelto estudiar, en una serie de volúmenes, quiénes han sido los más distinguidos pensadores españoles, 'cuales los métodos y teorías por éstos expuestos, y la evolución o revolución que produjeron en la ciencia y en la sociedad tales hombres y tales teorías'.(…) Por lo que a la de nuestros filósofos respecta, la labor apologético-expositiva ha tenido en España tres campeones principales: Juan Pablo Forner en el siglo XVIII; y, en el XIX, Gumersindo Laverde Ruiz, que, a principios de 1859, trató de poner por obra el pensamiento de dar a luz una colección o Biblioteca de filósofos ibéricos, y su grande amigo Marcelino Menéndez y Pelayo (…). Siguiendo las huellas de tales maestros, los autores del libro al cual sirven de prólogo estas páginas, inician la susodicha Biblioteca con un interesante estudio acerca de la vida y doctrinas del divino Francisco Valles (…)».

Con Bonilla creemos poder afirmar que el verdadero continuador de Laverde y Menéndez Pelayo habría sido Benjamín Marcos. Debemos advertir que nuestra recuperación de Benjamín Marcos en este sentido es absolutamente novedosa y que no será fácilmente compartida por quienes gustan de unirse al tren del supuesto corpus de Bonilla.

Los periodistas Benjamín Marcos y Eusebio Ortega planearon una Biblioteca filosófica de los grandes filósofos españoles que debería ocupar sesenta tomos. Eusebio Ortega murió al poco de aparecer el primero y Benjamín Marcos, que era el verdadero motor, mantuvo su iniciativa más de diez años. De los 60 tomos previstos llegaron a publicarse tres: el que haría número 18 de la colección, Francisco de Valles (Imprenta Clásica Española, Madrid 1914), y, tras nueve años de paréntesis, San Ignacio de Loyola (Imprenta de Caro Raggio, Madrid 1923 marzo) y Miguel Sabuco (antes Doña Oliva) (Caro Raggio, Madrid 1923 julio), que hacía el número 23 de la colección, tercero y último de los publicados.

Como ex-libris de la colección figura una representación de la cruz de Pelayo, con su alfa y su omega, y el texto Hoc signo vincitor inimicus. El diseño de las portadas es similar en los tres libros: sendas columnas formadas con nombres de ilustres personajes sostienen la cabecera de la colección: «Eusebio Ortega. Biblioteca Filosófica. Benjamín Marcos / Los grandes filósofos españoles» (en el primer tomo; la muerte de Ortega supuso que la línea superior fuera sustituida, en los otros dos, por «Religio. Biblioteca Filosófica. Sapiencia»). De las dos columnas de nombres, la de la izquierda, en el primer tomo, está formada por los siguientes: «Séneca. Prudencio. M. de Gades. San Isidoro. Gundisalvo. Maimonides. Averroes. [nombre borrado ilegible]. R. Lulio. Sabunde. Marti. Alfonso X. F. de Cordova. León Hebreo. Servet. Fox Morcillo. G. Pereira. Valles. Feijoo. Suarez». ¿Cual será el nombre borrado en el mismo grabado antes de imprimir tal portada, de una longitud de 5 o 6 letras? En los dos tomos siguientes el hueco de aquel nombre borrado se ha sustituido por «Cervantes» (que ni cronológica ni temáticamente encaja bien). La columna de la derecha no sufrió los percances de su gemela: «B. Pererio. Huarte. S. de Nantes. Fonseca. El Brocense. Arias Montano. Fr. L. de León. Cardoso. P. Nieremberg. Hervas Panduro. Martín Martínez. Piquer. Balmes. Orti y Lara. Campoamor. Salmerón. Pi y Margall. Menéndez Pelayo. Canalejas (F.). Etc.»

De los tres libros es autor Benjamín Marcos. El prólogo del Valles es, como hemos dicho, de Adolfo Bonilla; el del Loyola es de Enrique Vázquez Camarasa (Canónigo Magistral de la S.I.C. de Madrid y Caballero del Pilar) y el del Sabuco de Tomás Maestre (catedrático de la Facultad de Medicina). Los tres libros van dedicados: el Vallés «a S.M. el Rey Don Alfonso XIII», el Loyola «a los caballeros de la Congregación de Nuestra Señora del Pilar y de San Francisco de Borja» y el Sabuco «a S.M. la Serenísima Señora Doña María Cristina de Borbón, Reina, y Madre de nuestro augusto Soberano».

Del libro sobre Valles (los autores sostienen que debe decirse «Valles» y no «Vallés»), publicado, recordemos, en 1914, recién muerto Menéndez Pelayo, de la dedicatoria al Rey, extraemos el objetivo que perseguían sus autores al iniciar su proyecto: «(…) hemos querido ser como los instrumentos de una acción verdaderamente eficaz, para hacer que renazca el amor al estudio de la Filosofía, bastante olvidada en nuestra España, y aparezca orlada con todo su antiguo esplendor. (…) Verdad es que no son nuestros nombres los más a propósito para tan magna empresa, por ser de personas humildes en su posición social y más humildes aún en el mundo intelectual; pero unidos, como queremos que vayan, al de V.M., se acrecentarán y adquirirán valor, siendo nuestra obra como la primera obra colocada en el edificio que, sobre ella, podrá erigirse con el nombre de la Filosofía Española».

Ese mismo libro sobre Vallés está enriquecido con una alucinante «Introducción o idea de lo que va a ser nuestra Biblioteca Filosófica de Los Grandes Filósofos Españoles» (págs. 5-34) a modo de manifiesto. Parece mentira que Bonilla llegase a prologar tal libro (¿abandonaría el estudio de la filosofía española precisamente para que no se le confundiera con el Sr. Marcos?). En un repaso sui generis que hacen de la historia de la filosofía podemos leer cosas como:

«Samo [¿acaso Pitágoras de Samos?], que conocía las leyes físicas, admitía la Gran Unidad de donde dimana el Mundo, diciendo: 'el mundo es una masa de la cual se desprenden todas las criaturas como moléculas que la componen'. Platón, que mereció el epíteto de divino por su elevado ingenio, cayó en el politeismo ideal. Aristóteles, que era modelo de elegancia, estilo, profundidad y sutileza dialéctica, predicó que 'el mundo era eterno, tanto en la materia, como en la forma'. Epicuro defiende como único fin del hombre, la felicidad y el deleite. Pirrón, que poseyendo aquel axioma de sólo sé que no sé nada, introdujo el escepticismo en la ciencia filosófica. Los estoicos defendían que la felicidad y la virtud estaban concentradas en la sabiduría, teniendo al sabio como a un dios, por creerle superior en todo a los demás hombres. Bacon, Descartes, Spinoza, Malebranche, Lutero, Calvino, Rousseau, defendieron la evolución de la materia y todo lo atribuían al acaso. Hobbes y Loke [sic] defendieron el sensualismo; Gassendo la moral independiente; Condillac, Voltaire, De La Maitre [sic], Diderot, Vulneij [sic, ¿Volney?] y Darwin eran partidarios del ateísmo; Zola, Tolstoï, Gorki, mostraron su decisión por el panteísmo y el socialismo; Anaxágoras, Leucipo y Empédocles eran partidarios del atomismo; Kant, Heggel [sic], Krausse [sic], Critias, Protágoras y Parménides defendieron el panteísmo individualista; Descartes, Baile, Hume, Berkeley, Pirro [sic], Gorgias y Carneides [sic] se preocuparon de estudiar y defender el escepticismo y, en fin, Erigena, Eumónico [?] y Plotino con los modernos enciclopedistas y polemistas, fueron paladines defensores del racionalismo, teoría que hoy ostentan muchos de nuestros modernos filósofos. Y ¿a qué más? Cayetano y Suárez, Melchor Cano y Bañez, Soto, Campanella y Carranza, Reig, Bonald, Rosmini y Raúlica, Bossuet y Fenelon, Balmes, Lulio, Valles, que con sus teorías imprimieron carácter a sus obras y establecieron los distintos métodos de la Filosofía. Esto es en lo que se refiere a la parte general» (págs. 18-20).

Al pasar a tratar de los filósofos españoles, tras remitir a la autoridad de Menéndez Pelayo, afirman que «con más voluntad, seguramente, que entendimiento, queremos vindicar en esta parte la tradición nacional del abandono en que se encuentran nuestros filósofos», e inician un repaso a la historia de la filosofía española desde Séneca (págs. 22-33), de donde basta con entresacar breves frases:

«… los árabes, ese eterno enemigo de nuestra raza… Averroes que logro crear el averroismo... teoría muy digna de tenerse en cuenta pues quería la reivindicación de los derechos para las mujeres declarándolas aptas para la guerra, para el gobierno de la República, para el cultivo de la Filosofía y de todas las artes, si bien lo defendió de tal suerte que originó la palabra averración… [!!!] y llegamos al siglo XIX, en el que se rompen los moldes antiguos de la Filosofía tradicional española para encenegarse en los crasísimos errores del panteísmo alemán o positivismo y materialismo francés. Gracias al rudo batallar del insigne Balmes se conserva una gran parte de la misma, secundado más tarde por insignes tratadistas de Filosofía, como el Cardenal González, Mendive, Urráburu, Cuevas y otros, que aun sin salirse de los estrechos marcos de la Escuela, rompieron lanzas en pro de nuestros grandes filósofos… Y ya en los últimos años del siglo, gracias a los trabajos de Llorens, Laverde, Menéndez y Pelayo, Canalejas (F.), Weyler y Laviña y otros muchos, secundados por filósofos tan profundos como Azcárate, Bonilla San Martín, Cajal, Eloy Bullón, González Blanco, etc., resurge de nuevo la Filosofía española y consiguen hacer que nos estudien en la culta Alemania y en la progresiva Francia, siendo pocos los historiadores de esta ciencia en el extranjero que no presten la atención que se merecen nuestros filósofos… ¡Quien sabe lo que puede ser para la ciencia filosófica en España nuestra humilde obra! ¡Feliz el que llegue a ver desarrollada esta planta de nuestro idealismo realista, cuyo germen está escondido aquí y que hemos querido sacar a la luz para que termine esta decadencia que presenciamos con relación al estudio de la Filosofía que con lumbre viva de inteligencias privilegiadas manifiestan los tesoros de ciencia escondidos en las inmortales obras de nuestros pensadores, reivindicando para la Patria la gloria principal de los que asentaron las fundamentales piedras del humano saber…».

En el segundo tomo de la colección, el dedicado a Loyola en 1923, encontramos todavía textos más fuertes. El autor, Benjamín Marcos, firma su presentación como Caballero del Pilar, el 12 de octubre de 1922, día de Nuestra Patrona, la Virgen del Pilar, y dice:

«Porque si uno de los medios más eficaces que han contribuido a la transformación y regeneración de las costumbres, ha sido ese libro de oro titulado Ejercicios Espirituales, de San Ignacio de Loyola, bien puede considerarse también como un gran paso para esta obra social la publicación de nuestro libro, en el que estudiamos esa Obra admirable desde el punto de vista filosófico, y, por ende, venimos en incluir al Santo Fundador de la Compañía de Jesús entre los Grandes Filósofos Españoles, pues en aquel libro encontramos teorías filosóficas admirables y doctrinas divinizadas» (págs. IX-XIII).

Sin embargo Vázquez Camarasa, el canónigo magistral autor del prólogo, dando pruebas de democrática libertad de opinión pero mostrando la divertida incoherencia que se traían aseguraba que:

«Claro es que por ellas él afirma que puede catalogarse desde hoy a San Ignacio entre los Grandes filósofos españoles, teoría que no nos atrevemos a compartir en absoluto. San Ignacio fue un inspirado, un iluminado, como Teresa, como Francisco de Asís, etc., etc.; pero no sabemos si, fuera de esa inspiración, hubiera podido escribir, como lo hizo en aquel entonces, carente de cultura básica y fundamental, pues posible fuera que ni siquiera hubiera sabido razonar filosóficamente las verdades eternas, y menos las metafísicas. Esto, claro es, en el terreno especulativo. Ahora bien; existe un hecho, y es que el libro está ahí henchido de doctrina filosófica, en sus razonamientos, en la forma de sentar las premisas y sacar las conclusiones verdaderas, en el estudio psicológico del corazón humano, en la metafísica de su doctrina y hasta en la Teodicea de sus inspiradas meditaciones» (pág. XXII).

Una «comunicación» del editor a sus lectores justifica el retraso de nueve años respecto del primer tomo, achacándolo a la muerte de su compañero y las dificultades impuestas por la guerra europea, y sigue:

«El materialismo que arrastra, en los modernos tiempos, a sus secuaces a la escuela sensualista, de un lado, y de otro los que consideran al hombre como si fuese un espíritu puro, han hecho que cuantos al estudio de la Filosofía se dedican procuren huir de los opuestos principios (…). Por otra parte, esta falta de convicciones, este vaivén de inteligencias que caracteriza a la generación moderna, esta babel de teorías y de métodos, hace que cuantos amamos la Ciencia, la Religión y la Patria nos aunemos para emprender una cruzada que venza esa ola de materialismo que, al decir de un gran pontífice, todo lo ha invadido, teniendo por único fin la gloria de Dios y la grandeza de España, fin que se propusieron siempre nuestros padres contra Mahoma cuando sostuvieron una lucha cruenta durante siete centurias; fin que tuvieron nuestros navegantes, nuestros descubridores, nuestros misioneros; fin que llevaron a cabo siempre los españoles nobles cuyos nombres nadie borrará del libro inmortal de la Historia, escritos con tinta sacada del Corazón abierto de Jesús. Esta gran campaña social y religiosa es menester llevarla a cabo para entronizar a Dios en España y en el Mundo todo, pues desde que la sociedad ha expulsado a Dios de su seno parece que todo se ha trastrocado, olvidándose los principios de la verdad. Y España, que es la predilecta, la Nación mimada de Dios, la santificada por la presencia en carne mortal, de su Madre Santísima, la Virgen del Pilar, ha de ser la primera en acudir a este campo y dar la batalla decidida al enemigo común. Cierto que esta gran campaña social se inició en 1921 y tuvo en sus comienzos una vibración estruendosa y una radiante perspectiva para nuestra Patria; mas, a pesar del hermoso y admirable plan trazado y de la entusiasta y fervorosa acogida que tuvo por el pueblo madrileño, y podríamos decir que español, abortó apenas nacida. El rosicler que apareció en nuestro cenit, llegó rápidamente al nadir. ¿A qué obedeció tal fenómeno? (…) Y ¿dónde hay más ciencia filosófica, ni más divinidad de palabra que en los Ejercicios de San Ignacio? Este libro, sólo comparable, después de la Biblia, con el Kempis y con el Quijote por su universalidad y por su difusión, fue lo bastante para matar el luteranismo y el protestantismo (…)» (págs. 3-28).

Terminemos esta referencia a la pintoresca obra de Marcos con un fragmento del prólogo que el catedrático de Medicina Tomás Maestre escribió para el tercer y último título de la colección (por cierto, como se lee el las págs. XV-XXVI: «Nuestra Biblioteca bendecida por Su Santidad el Papa Pío XI»), el dedicado a Sabuco, por las referencias que hace al autor (que al menos había logrado un seguidor, esta vez sí, en el propio prologuista):

«Cierto es que sus medios económicos [los de Marcos] no le han permitido desarrollar, como él soñara, su plan científico (…) viéndose constreñido a ir publicando poco a poco, con gran lentitud, sus obras y a costa de inmensos sacrificios y privaciones. Y así publicó su primer libro, Misión de las Juventudes liberales en España, en momento tan oportuno, que fue como reguero de pólvora inflamando los pechos jóvenes, y bajo su égida y su dirección constituyéronse en menos de un año más de sesenta Círculos de la Juventud liberal, que eran como la esperanza de un partido liberal pujante, aguerrido, fuerte e inteligente, que parecía llamado a dar grandes días de gloria a nuestra patria. Mas la intriga y las ambiciones personales de unos pocos, malograron en días lo que había costado al paladín de este ideal, señor Marcos, tantos trabajos, tantos sinsabores y tantas energías. Antes de la gran guerra, en 1914, y ayudado por el malogrado joven don Eusebio Ortega, inició la publicación de esta Biblioteca (…). Como no podía ser menos, este primer volumen fue un éxito de venta; pero nuevas dificultades y vicisitudes interceptaron esta publicación, bien costosa, por su índole. No quería renunciar el señor Marcos a su labor reconstructiva, y en 1917 da a luz pública un libro pequeñito, por su tamaño (y quizá por esto no se le tuvo en cuenta como se merecía), titulado El Cuarto Poder (por dentro). Era un verdadero retrato del estado lamentable, en sus aspectos económico y social, en que se hallaba la Prensa española. Ello, no obstante, fue también como un revulsivo, pues a poco de su publicación y aun de forma bien distinta de como el iniciaba los remedios para estos males, surgieron los sucesos periodísticos que dieron lugar a una completa transformación y mejoramiento en la vida del periodista. Al año siguiente, publicó otro libro no menos interesante, Hacia otra España, en el que revela gran conocimiento de todos los problemas sociales más culminantes (…) emprendió una magnífica campaña filatélica en periódicos y revistas, dando una conferencia acerca de la Filatelia en nuestro país, en el Ateneo (…) concretando todo en otro libro titulado La Filatelia en España, (…) viendo coronada de éxito esta su campaña con la transformación definitiva de nuestros timbres de Correos (…) El estudio filosófico que hace el señor Marcos de las doctrinas sustentadas por don Miguel Sabuco muéstranos al autor en todo su apogeo mental y un acervo científico admirable, cantera de la que, puede adivinarse que saldrán los sesenta tomos que han de constituir esta obra magna que se llamará Biblioteca filosófica de Los grandes filósofos españoles».

★ 1927 [1929], la primera Historia «completa»: Mario Méndez Bejarano

El sevillano Mario Méndez Bejarano, nacido sólo un año después que Menéndez Pelayo, en el ocaso de su larga vida, ya con setenta años, se animó a publicar una interesante y poco consultada Historia de la filosofía en España hasta el siglo XX (Renacimiento, Madrid s.f., aprox. 1927 [1929]). El libro de Méndez Bejarano tiene varias virtudes. Está escrito por un autor que no fue propiamente filósofo (fue un profesor de francés y literatura, filólogo y político –fue sobrino de Canalejas–), y quizá por eso se detiene en exponer con entusiasmo fenómenos como el espiritismo y la teosofía, cosa que no haría con ese detalle un «académico». Bejarano escribe quince años después de la muerte de Menéndez Pelayo, pero era coetáneo suyo (incluso, en Granada, llegó a ser profesor de Ganivet), por lo que su Historia tiene el valor de testimonio para los cincuenta años anteriores, máxime por la libertad de opinión que tiene un autor que ya nada espera de su libro, y lo publica cuando también Bonilla ha muerto. Dentro del género «Historia de la filosofía española» le corresponde el título de primera obra de conjunto escrita en este siglo (recordemos que el proyecto de Bonilla quedó truncado).

Su juicio no es apasionado, salvando el sevillanismo que rezuma toda la obra. El libro se publicó sin fecha. En el texto se cita la fecha diciembre de 1926 (pág. 470) y menciona su libro La ciencia del verso, de 1904, como de 'hace un cuarto de siglo' (pág. 412). Podemos datarlo en 1927 o 1928 (Bejarano murió en 1931). Fraile data mal el libro en 1925, Martínez Gómez lo hace en 1928, Alain Guy en 1927.

Méndez Bejarano reconstruye en el Prólogo a su libro sus relaciones biográficas respecto a la filosofía española. En su juventud era partícipe de los patrióticos afanes reivindicadores de una filosofía española e incluso comenzó a escribir la que pensaba sería la primera Historia de la filosofía española, frustrada por la de Bonilla:

«En tal situación de ánimo, anhelando a fuer de patriota alumbrar una filosofía nacional y reprimiendo, a fuer de aprendiz científico, los impulsos sentimentales; comprendiendo que ante la verdad no hay pasión, prejuicio ni estímulo que no deba desaparecer, siquiera al huir se lleve en sus garras lo más íntimo, lo más querido de nuestra alma, di en aquellos soles juveniles, engreído con la petulancia y la ilusión de los pocos años, comienzo a mi obra dispuesto a trazar antes que nadie el cuadro histórico de la filosofía española o, si no hallaba sujeto idóneo, a confesarlo con la honradez exigida por la moral científica y presentar los elementos más o menos considerables con que la realidad respondiera a mi ingenua evocación. Muchos años volaron; lenta y paulatina, mi labor progresaba en la quietud de los cármenes granadinos, y al trasladar mi residencia, 'con sobra de enojos', que decía el poeta, al centro docente de Madrid donde voy dejando los postreros frutos de mi ancianidad, mi empresa se acercaba a su fin y ya me preparaba a darle los últimos toques, cuando trabé amistad con el Sr. Bonilla, amistad que sólo la muerte logró romper y que, por mi parte, ha perdurado más allá de la tumba. Aprendí entonces que D. Adolfo Bonilla tenía proyectada una Historia de la Filosofía española, prontos para la impresión dos volúmenes, en prensa el primero… Se me había adelantado e inutilizaba sin querer mi ocupación de tanto tiempo. El vacío que pretendió llenar mi presunción estaba colmado por su pericia. No niego la primera penosa impresión que deprimió mi ánimo, pero tampoco la saludable reacción que confortó mi abatimiento al reflexiona cuánto ganaría la ciencia con tan ventajosa substitución…» (págs. XIV-XV).

Méndez Bejarano escribe la Historia de la filosofía en España, y quizá por eso la comienza tratando nada menos que por los más recónditos orígenes de la nación española, como había hecho, por otra parte, Bonilla. Más que una Historia bibliográfica es una Historia filosófica, plagada de juicios y opiniones. Los capítulos dedicados al siglo XIX tienen particular valor, dada la distancia desde la que escribe el autor, y el conocimiento, muchas veces autobiográfico, de lo que relata (razón por la cual, también en estos capítulos finales, la presencia de Sevilla, en particular, y de Andalucía, en general, es mayor que la del resto de España).

★ 1º de mayo de 1927, el comienzo de la institucionalización

Antes hemos anunciado que podría señalarse, simbólicamente, esta fecha como la del comienzo de la institucionalización de la «Historia de la filosofía española». Entendemos por tal el momento en el cual, de hecho, tal actividad deja de ser una iniciativa individual (más o menos compartida por un grupo de amigos o seguidores) y es asumida por una institución, que objetiva y garantiza la continuidad de los proyectos por encima de las circunstancias de los individuos particulares.

En nuestros días no puede dudarse que la «Historia de la filosofía española» como tal actividad está institucionalizada: el Estado, a través de sus Universidades, crea funcionarios que se encarguen de su cultivo; existen congresos, revistas y sociedades. Pero esta institucionalización completa es muy reciente: la Asociación de hispanismo filosófico se constituye en 1988, la revista Azafea, estudios de historia de la filosofía hispánica nace también en 1988, los Seminarios de historia de la filosofía española se remontan a 1978, la cátedra que ocupó Rafael Calvo Serer en 1946 en la Complutense se denominaba Cátedra de Filosofía de la historia e Historia de la filosofía española, y una adjuntía a esa Cátedra era ocupada en 1973 por José Luis Abellán (desde 1969 como adjunto interino que sustituyese las ausencias de Calvo Serer), únicas plazas existentes en la Universidad hasta 1981. ¿A cuando podemos remontar el comienzo de la institucionalización?

Sostenemos que tal proceso cristalizó el día 1º de mayo de 1927, gracias a la conjunción simultanea de tres elementos o circunstancias (ninguna de las cuales por separado hubiera podido catalizar el proceso). Estos tres elementos imprescindibles eran un proyecto, una institución y una persona. El día del público y efectivo comienzo de la cristalización el domingo 1º de mayo de 1927, y ya puestos a precisar, en Cádiz, en el Gran Teatro de Falla.

El proyecto había comenzado su andadura casi cien años antes (recordemos los románticos nacionalismos, Borrego, Gil de Zárate, &c.), de una manera muy confusa y adquiriendo múltiples irisaciones. Momento importante en la materialización del proyecto lo constituyó el artículo de Laverde de 1856, en el que ya quedaron expresadas las condiciones que requería una posible institucionalización. La prueba de la viabilidad del proyecto parece que fue resuelta por Menéndez Pelayo, a impulsos del mismo Laverde. Bonilla introdujo un plan concreto de actuación que él mismo tenía previsto culminar pero sólo llegó a comenzar. Como ya hemos analizado el proyecto de Bonilla no era el mismo que el de Laverde o el de Menéndez Pelayo, y sólo coincidían en lo fundamental: pero bastaba un proyecto más o menos definido aunque sus detalles y fundamentos últimos pudieran ser divergentes.

La institución se había fundado en 1908 (el mismo año en que Bonilla publicó el primer tomo que ejecutaba su plan), y se llama (creemos que aún languidece) Asociación española para el progreso de las ciencias (una historia general en la comunicación de Elena Ronzón, de igual título, al II Congreso de teoría y metodología de las ciencias, Oviedo 1983, Actas, págs. 207-218). Fundada a semejanza de otras asociaciones de nombre e índole similar (en Inglaterra desde 1830, Alemania 1850, Francia 1872, Italia 1890) organizó Congresos multidisciplinares (el I en Zaragoza en 1908; el XXXIII en Badajoz en 1979) y publicó la revista Las Ciencias (desde 1934 a 1981). El primer presidente de la AEPC fue Segismundo Moret Prendergast (1908-1913). Le sucedió José Echegaray Izaguirre (1913-1916). El tercero fue Eduardo Dato Iradier (1916-1921). El cuarto presidente, en activo el año de referencia de 1927, era José Rodríguez Carracido (1921-1928). La familia Torroja (Eduardo Torroja, sus hijos José María Torroja y Antonio Torroja, &c.) ha estado desde muy pronto asociada al aparato de la AEPC, ocupando vicepresidencias, secretarías generales, &c.

La persona firmaba como Vizconde de Eza y se llamaba Luis Marichalar Monreal San Clemente y Ortiz de Zárate. Había nacido en 1872, desde 1900 era VII Conde de Eza (título creado en 1711) y su carrera fue la de un político y un escritor. Diputado a Cortes, Ministro de la Guerra en un gobierno conservador presidido por Dato. En 1908, al fundarse la AEPC, figura ya como Vocal. En aquel momento desempeñaba el cargo de Director de Agricultura, Industria y Comercio. No era filósofo, sino que pasaba por sociólogo: El riesgo profesional en la Agricultura (1906), Organización de la legislación económico-social en España (1915), Examen de un pseudo plan económico (1917), La nueva democracia social (1918), La ética como programa político (1925). El Vizconde de Eza a estas circunstancias unía cierto activismo altruista y cierta abundancia de numerario (prescindimos de consideraciones psicológicas, como su posible interés por suceder a Carracido en la presidencia de la AEPC: efectivamente Eza fue el quinto presidente de la AEPC, de 1928 a 1946).

El domingo día 1º de mayo de 1927, en el Gran Teatro de Falla de Cádiz, se celebraba la Sesión de apertura del Undécimo Congreso de la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias, y el «Discurso inaugural» lo pronunció el Vizconde de Eza, Luis Marichalar, sobre El alma nacional (Actas, tomo I, págs. 7-48). El discurso de Marichalar está dividido en tres partes: I. El Alma Nacional en su brote y origen, II. Las características de nuestro pueblo y de la ciencia en el engendrada, III. Deber de erección del monumento representativo del Alma Nacional. [Abunda la bibliografía sobre estas cuestiones, sobre todo a partir del «desastre del 98»; sin ir más lejos, dos años antes, Pedro Sáinz Rodríguez había dedicado su discurso inaugural del curso 1924-1925 a tratar sobre La evolución de las Ideas sobre la decadencia española].

Marichalar sacia continuamente, a lo largo del discurso, su «sed de conocimientos en las fuentes inmarcesibles de nuestro sin par Menéndez y Pelayo». La primera y segunda parte del discurso de Marichalar tratan sobre «lo que podemos llamar la afirmación de la existencia en España de un alma nacional que, al través de la Historia, nos ha unido como pueblo», en los términos habituales y sin mayor originalidad. La tercera parte, sin embargo, dedicada a glosar el deber de erección del monumento representativo del Alma Nacional, es para nosotros del mayor interés. Marichalar entra directamente en el asunto: «Declaro, al llegar a este punto, que siempre experimenté sincera preocupación y profundo impulso emotivo cuando repasaba, y lo he hecho con frecuencia, las páginas de la Historia de la Filosofía española, de D. Adolfo Bonilla y San Martín; sentimientos aquellos que se ahondan e intensifican desde la fecha, para todos dolorosa, de su muerte, que nos ha privado de la esperanza que antes teníamos de que esa Historia fuera continuada y concluída por su propio autor» (pág. 32). Quede para la retórica esa esperanza en que Bonilla hubiera continuado su Historia, que se hubiera desvanecido si le hubieran preguntado al interesado por sus intenciones, quince años antes, como dejamos dicho. Sigue Marichalar, tras recordar el contenido de los dos tomos escritos por Bonilla:

«Pero aquí termina lo llevado a cabo por el Sr. Bonilla de entre lo que él se había propuesto, y yo me atrevo a declarar, con ocasión de esta sesión inaugural de una Asociación como la nuestra, nacida para fomentar el progreso de las ciencias en España, que deberíamos contraer el compromiso de que esa obra se continúe y remate, porque en ello nos va la confección a la vez del catálogo e inventario de nuestra ciencia, a que antes aludiera con ocasión de los libros que cité del maestro de todos nosotros, como la fuente y la recopilación más importante que cabe hacer de cuanto significa y representa el proceso evolutivo y la aglomeración, al través de los siglos, de todo lo que en España y en las más importantes ramas de la ciencia aquí se logró ir alcanzando.» (págs. 33-34).

Recuerda el Vizconde el plan de Bonilla y pasa a proponer que la AEPC «adopte el acuerdo de llevar a cabo los estudios que sean precisos para que todo este índice que detalladamente consta en el primer tomo de la Historia de la Filosofía española, de D. Adolfo Bonilla y San Martín, no quede muerto para siempre desde el instante que desapareció de entre los vivos aquél que lo concibiera como el plan de una obra que sólo pudo comenzar». Sugiere Marichalar que la Asociación nombre un Comité de pocas, pero bien elegidas personalidades, que encomiende los cuatro o cinco volúmenes que harían falta. Y para que no fracase su propuesta por falta de recursos culmina su oferta con una humilde oferta de mecenazgo:

«Y como estamos en época en que debe predicarse con el ejemplo, yo no tengo para qué decir, ni menos que cifrar ahora, el ofrecimiento que encarecidamente ruego a la Asociación del Progreso de las Ciencias que acepte, de que por mi parte, ya que me sería imposible contribuir a esta obra con colaboración científica alguna, pues que no hago sino repetir torpemente lo que en otros procuro aprender, sí me complazco, a la vez que en ello siento estímulo patriótico, en decir que habría de poner a disposición de esta Asociación y de ese Comité que se designara las sumas que fueran precisas para que los profesores que se eligieran como continuadores, o mejor, ejecutores del pensamiento expositivo y científico de Bonilla, al proseguir su obra, hallaran el desahogo y la tranquilidad material necesaria para consagrar todo el vagar de que dispusieran a las investigaciones preliminares y a la redacción posterior de estos trabajos, con la satisfacción de saber que aportación intelectual y científica de esos quilates hallaba la remuneración conveniente para que ella fuera total y satisfactoria…» (págs. 39-40).

Y para que no quede duda sobre sus propósitos prosigue el Vizconde: «Esto lo hago porque nunca en mi alma entraron decaimientos ni abulias, y porque, aunque continuamente se venga repitiendo, casi desde hace un siglo, la palabra decadencias, yo soy de los que creen que el frecuente uso de este vocablo no demuestra sino la afirmación contraria…».

★ La sombra de Bonilla

No podía imaginar Bonilla cuando en 1904, y luego en 1908, publicaba su programa para explicar y escribir la «Historia de la filosofía española» la responsabilidad que, involuntariamente, estaba adquiriendo. Lo que sin duda en la mente de su autor era un borrador de proyecto que su propio desarrollo iría acomodando a la realidad, por obra y gracia de un Vizconde se había de convertir en rígido corsé sobre el que vertebrar la recuperación del alma nacional. El proceso iniciado el 1º de mayo de 1927, cuando Marichalar ofreció públicamente sus medios para que, a través de la institución que al año siguiente iba a presidir, continuase el inacabado proyecto de Bonilla (sin preguntarse siquiera por qué el mismo Bonilla lo dejó inacabado), culminó treinta años después, cerrando el llamado corpus sistemático (que por cierto sigue inacabado): en 1939 y 1943 se publicaron los dos tomos de los hermanos Carreras Artau sobre la filosofía cristiana de los siglos XIII al XV; en 1941 los tres tomos de Solana dedicados a la época del renacimiento y en 1957 (treinta años después del plan de Eza y cincuenta años después del plan de Bonilla) los dos tomos que Cruz Hernández dedicó a la filosofía hispano-musulmana. Sorprende que el autor que introduce el concepto de corpus sistemático afirme rotundo:

«El mismo Bonilla empezó la ejecución de este gran Corpus con sus dos volúmenes sobre Historia de la Filosofía española, en los que se extiende desde los tiempos primitivos hasta los siglos VIII al XII, con la exposición de la filosofía hispano-judía. Aquí quedó interrumpida su labor, hasta que, después de nuestra última guerra civil (1936-1939), echó la carga sobre sus hombros la Asociación Española para el Progreso de las Ciencias…» (Abellán, Historia crítica…, 1979, tomo 1, pág. 62).

Como ha quedado dicho, la AEPC asumió el proyecto de continuar el plan de Bonilla en 1927, antes de la Guerra y antes de la República. Pero, además, las obras de Carreras Artau y de Solana ya estaban escritas y premiadas, en 1935 y en abril de 1936, antes de que comenzara otro movimiento nacional, el del 18 de Julio. Aunque no es disculpable en modo alguno esta ligereza, quizá pueda atribuirse a la sintonía que el proyecto de Eza tenía con la que sería ideología dominante en la España oficial de los años cuarenta de este siglo, que habría confundido el inocente progresismo que transpira Abellán. [Se hace obligado recomendar aquí la lectura de la «autobiografía intelectual» de Abellán, que publicó el boletín Anthropos nº 21-22, 1983, en la que Abellán se autopresenta como un marginado por el régimen (postfranquista), pues a él, que en 1973 (es decir, viviendo el General) había ingresado en el Cuerpo de Profesores Adjuntos Numerarios de Universidad –en la Cátedra de Filosofía de la Historia e Historia de la Filosofía española (que no deja de tener su carga ideológica el asociar la Filosofía de la Historia con la Historia de la Filosofía española) que ocupaba desde 1946 el polémico numerario del Opus Dei y director del clausurado diario Madrid, Rafael Calvo Serer–:

«mientras tanto, la Universidad española me seguía negando toda posibilidad de promoción [léase pasar de Adjunto a Catedrático], en el mismo 1981, el rectorado de don Angel Vián Ortuño me negó el acceso a catedrático propuesto por la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación, donde yo era profesor. Al fin, bajo el rectorado de don Francisco Bustelo, y con la iniciativa del nuevo ministro de Educación, don Federico Mayor Zaragoza, se me promovió en mayo de 1982 al nombramiento de catedrático extraordinario. Era un reconocimiento tardío que se me hacía no sólo en relación con el que había recibido antes fuera de España, sino incluso, dentro de nuestro país, con respecto al que había recibido en otras esferas ajenas a la Universidad. A título de ejemplo, recordaré que el 5 de diciembre de 1980 se me había nombrado Socio de Honor del Hogar de Avila, en Madrid; el 1 de diciembre de 1981 el Ministerio de Cultura me concedió el Premio Nacional de Ensayo para ese año; en abril de 1982 el PSOE me galardonó con el Premio 'Pablo Iglesias', y el 1 de mayo del mismo año fui nombrado 'Honorary Fellow' de la Society of Spanish and Spanish-Americam Studies (EE.UU.)», pág. 24].

En todo caso, no debe olvidarse que la ideología que recuperó y afilió (una vez muerto) a Bonilla para su causa, la misma ideología que vió en Menéndez Pelayo al «orientador de la cultura española», la misma ideología empeñada en construir el edificio del alma nacional sobre una filosofía española autóctona, no surgió de la nada después de la Guerra Civil, sino que fue precisamente la que preparó las condiciones que hicieron posible el alzamiento nacional.

El plan del Vizconde de Eza se materializó en 1928, siendo ya Marichalar quinto presidente de la AEPC, con la entrega de 100.000 pesetas (de entonces) para fundar cinco premios (denominados con los nombres de los cuatro primeros presidentes de la AEPC precedidos por el de Bonilla). El importe previsto para cada premio era de veinte mil pesetas, más cinco mil para la publicación. Se convocaron simultáneamente los cinco premios en forma de concurso, con unos plazos para presentar trabajos distanciados un año en el tiempo, para dar opción a una misma persona a optar a dos premios. Coincidían esos premios en tiempo y dinero con los convocados por el régimen de Primo de Rivera para declarar el libro de texto único y oficial para los Institutos de Segunda Enseñanza (se concedían al autor o autores de cada libro de texto premiado 25.000 pesetas pasando toda la propiedad intelectual al Estado). Pero, a pesar de que las condiciones podían estimular la tradicional indolencia hispana, donde no hay no se puede sacar, y los plazos límites para presentar estudios hubieron de ser sucesivamente prorrogados. Había caído el dictador Primo, se había instaurado la República, y el año de la revolución en Asturias la situación del proyecto de Eza era como sigue (revista Las Ciencias, 1934, 4:1003-1016):

Concurso en Homenaje y estímulo de la Ciencia Española:
 
Premio BonillaFil. musulmanaPlazo hasta 31 marzo 1937
Premio MoretSiglos XIII-XVPlazo hasta 31 mayo 1934 (prorrogado)
Premio EchegarayRenacimientoPlazo hasta 31 marzo 1934
Premio DatoSiglos XVII-XVIIIPlazo hasta 31 marzo 1935
Premio CarracidoSiglo XIXPlazo hasta 31 marzo 1936

En febrero de 1935, por fin, el jurado pudo conceder el primer premio, el Premio Moret:

«El Jurado de los concursos instituidos en nuestra Asociación por la munificencia de nuestro Presidente, para premiar obras referentes a la Historia de la Filosofía Española, ha concedido el referente a los siglos XIII al XV al estudio presentado por los señores D. Joaquín y D. Tomás Carreras Artau, colaboradores de esta Sección y catedráticos, respectivamente de la Universidad de Barcelona y de uno de los Institutos de segunda enseñanza de aquella capital. Nuestra más cordial felicitación. En breve se publicará la referida obra: y cumplido este requisito, se celebrará un solemne acto público para la entrega del diploma correspondiente a los citados autores. La adjudicación del premio siguiente, que lleva el nombre de Echegaray (otro de los Presidentes fallecidos de la Asociación), está en tramitación por el mismo Jurado, quien tiene en estudio las dos Memorias presentadas con opción a él. El 31 del pasado mes de marzo terminó el plazo de presentación de los trabajos que aspiran al Premio Dato. Este comprende los siglos XVII y XVIII» (revista Las Ciencias, 1935, 2:451).

La Guerra Civil demoró la publicación, apareciendo el tomo 1 de los Carreras en 1939, año de la Victoria, retrasándose el tomo 2 hasta 1943.

En abril de 1936 se adjudicó el segundo premio concedido, el Premio Echegaray:

«Informe sobre los trabajos presentados con opción al 'Premio Echegaray', de la Fundación del Excmo. Sr. Vizconde de Eza. Firmado en Madrid, 24 abril 1936, por el jurado dictaminador de los concursos para la adjudicación de tales premios, Rafael Altamira, José Gascón y Marín, Antonio Royo Vilanova y Juan Zaragüeta, el informe trata de los trabajos presentados al Premio Echegaray, referido al Renacimiento. Se presentaron dos trabajos: uno bajo el lema 'Gloria majorum, posteris lumen' (893 cuartillas manuscritas) y otro bajo el lema 'En tiempos de Carlos I y Felipe II, la filosofía española crece y se ensancha vigorosamente, reflejando en su severa grandeza la grandeza del imperio de ambos mundos' (tres tomos de 647, 547 y 579 folios a máquina). El primer trabajo, que declara sólo conocer de oídas del premio, no sigue el plan Bonilla. El segundo, aunque «constituye una colección de monografías de filósofos españoles, más que una verdadera historia de la filosofía española en el siglo XVI, ya que en él parece soslayarse el encaje de esa filosofía en la historia universal de su tiempo y especialmente el problema de la no correspondencia de nuestra filosofía con la renaciente de otros países», &c. es propuesto para el premio» (revista Las Ciencias, 1936, 2:457-459).

La obra de Solana, premiada antes del movimiento, se publicó, en tres tomos, el año 1941.

Después de la Guerra Civil se siguieron convocando los premios restantes. Marichalar murió en 1946 (en la presidencia de la AEPC le siguieron José Gascón, Rafael Estrada, Manuel Lora Tamayo y Angel González Alvarez), y por ejemplo, en 1940, volvían a convocarse los tres premios restantes, el Bonilla, el Dato y el Carracido, con un plazo prorrogado hasta 1942 («Bases para el concurso en homenaje y estímulo de la ciencia española de la Fundación del Excmo. Sr. Vizconde de Eza», firmadas por el Secretario General de la AEPC, José María Torroja. Revista Las Ciencias, 1940, 3:751-764). El último premio concedido, por un jurado presidido por Zaragüeta, fue el Bonilla, que laureó la obra de Miguel Cruz Hernández sobre la filosofía hispano-musulmana (publicada en dos tomos en 1957).

«Pero la AEPC, agotado el fondo inicial concedido por el Sr. Vizconde de Eza, no disponía de medios para la publicación de la Memoria galardonada, por lo que hubo de recurrir a solicitar la ayuda del Ministerio de Educación Nacional. Nuestra petición fue cordialmente acogida por el titula del Departamento, Excelentísimo Sr. D. Jesús Rubio García-Mina, quien concedió inmediatamente los créditos necesarios. La Asociación Española para el Progreso de las Ciencias dedica con esta ocasión un emocionado recuerdo al preclaro maestro D. Marcelino Menéndez y Pelayo, en este año dedicado a honrar su memoria; a D. Adolfo Bonilla San Martín, iniciador de esta Historia de la Filosofía, y cuyo nombre lleva el premio concedido a la presente obra, y al Excmo. Sr. Vizconde de Eza a quien tanto debe la Asociación. Y expresa su sincero agradecimiento al Excmo. Sr. Ministro de educación Nacional D. Jesús Rubio y García-Mina, por la generosa ayuda que nos ha prestado» (pág. 7 del tomo 1).

Este último concurso no reunió las características que animaron los dos primeros, pues el propio Cruz escribe en 1985: «…me llevo a escribir la obra titulada Filosofía hispano-musulmana, publicada en dos volúmenes en 1957. Cuando a principios de los años cincuenta la Asociación Española para el Progreso de la Ciencia me alentó a dicha labor, recibí muy doctos y serios consejos para acometerla. Se me dijo que era conveniente esperar a que la labor monográfica sobre algunos autores estuviese más avanzada. Escribí, pues, mi libro con tanto temor como entusiasmo, ya que entonces como ahora pensaba que lo mejor es enemigo de lo bueno…» (Historia del pensamiento en Al-andalus, tomo 1, pág. 9).

Si Bonilla levantase la cabeza quedaría admirado del éxito alcanzado por su plan, pero mayor sorpresa le produciría verse convertido, en el encadenamiento menéndez-pelayista de la Historia de la Historia de la Filosofía Española, en uno de los eslabones más importantes.

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