Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González

Historia de la Filosofía
La Filosofía de los pueblos orientales

§ 25

Doctrina moral y político-social de los hebreos

La moral de los demás pueblos antiguos, a vuelta de algunos preceptos puros y elevados, contiene siempre máximas y reglas, o inmorales, o ridículas, o que tienden a la idolatría. La moral del pueblo judío, compendiada en los diez preceptos del Decálogo, es la expresión más filosófica y práctica de la ley natural; excluye toda inmoralidad y toda tendencia idolátrica o politeísta, y se coloca a distancia inmensa de todos los códigos morales de los demás pueblos, al establecer como primer precepto y base de todos los demás, el amor de Dios sobre todas las cosas y el amor general del prójimo.

En la India, en el Egipto y hasta en Roma, la propiedad y el dominio de la tierra vienen a ser derecho casi exclusivo de ciertas castas o clases. En la nación de [88] Judá fue dividida entre todas las tribus y familias con perfecta igualdad. «El país, dice Dios a Moisés y éste al pueblo, será dividido y repartido por suertes entre todos los hijos de Israel, por familias y tribus, de manera que se dará una mayor porción a los que sean en mayor número, y porción menor a los que sean en menor número». Y para que esta igualdad no desapareciera con el tiempo, se instituyó el año sabático o quincuagésimo, en que las propiedades enajenadas volvían a sus primeros dueños.

Es muy común decir que el gobierno del pueblo israelita fue teocrático; afirmación muy inexacta ciertamente, a no ser que por teocracia se entienda el reconocimiento del dominio supremo de Dios sobre todo reino, como lo tiene sobre todo el mundo. Con más propiedad y verdad que en el pueblo de Israel, la teocracia debe buscarse en el Egipto, la Asiria, la Caldea y otras naciones, cuyos reyes recibían apoteosis en vida y recibían culto divino, con estatuas, templos y demás manifestaciones idolátrico-teístas, cosa que no sucedía con los jefes y reyes del pueblo de Judá. «Mucho extraño, escribe el pastor protestante Brunel, que se halla llamado al mosaísmo una teocracia, puesto que más bien es la única y verdadera democracia de la antigüedad. Es verdad que Dios solo reina en Israel; pero su representante humano, su oráculo, por decirlo así, no es el sacerdocio, sino el pueblo; no es el sacerdote, sino el ciudadano... El pueblo es el que gobierna, o por sí mismo, o por medio de delegados legos, unas veces con el nombre de jueces, y otras con el carácter de reyes... Mientras que el sacerdote egipcio lo posee todo, el sacerdote judío, –¡cosa notable!– nada [89] posee, y, lejos de alimentar a los demás hombres, espera y recibe de ellos su subsistencia».

Excusado parece añadir, porque es bien sabido, que la condición de la mujer, del hijo y hasta la del esclavo entre los judíos, era muy superior y muy diferente de la que tenían entre las naciones que carecían de la luz de la revelación mosaica, y que tanto en esta parte como en otros muchos puntos, el mosaísmo fue la preparación del Cristianismo y el prólogo del Evangelio.

Y nótese bien que esta moral tan pura y superior a la de las demás naciones, y sobre todo, que esta grande idea monoteísta, a la vez que las elevadas ideas religiosas que la acompañan en el pueblo judío, arrancan en el terreno histórico de un hombre que había nacido, se había educado y crecido en medio de un pueblo cuya moral y cuyas costumbres eran la antítesis del Decálogo, como sus ideas y prácticas religiosas eran la antítesis del monoteísmo judaico. Las descripciones que encontramos en Herodoto y en otros antiguos historiadores acerca de la moral y religión de los pueblos de la Caldea, demuestran bien claramente que cuando el ilustre emigrado de Ur Chaldaeorum, abandonó su patria y se separó de sus conciudadanos, éstos no se hallaban en estado de inculcarle las ideas morales y religiosas que enseñó a sus hijos y descendientes. La verdad es que este fenómeno histórico, la vocación de Abraham, constituye una prueba la más convincente de la realidad y existencia de la revelación divina. Preciso es que interviniera aquí una iluminación divina y superior, una influencia sobrenatural; porque sólo así se comprende que el hombre del fetiquismo, el hombre nacido y educado en la más [90] grosera idolatría, se convirtiera repentinamente en padre de los creyentes, en el progenitor de un pueblo que afirma, defiende y practica la idea monoteísta, rodeado, perseguido y acosado por pueblos y naciones politeístas.

La moral pura y el culto monoteísta del pueblo de Abraham, sólo decae y degenera de una manera permanente, ostensible, doctrinal, por decirlo así, a consecuencia del largo roce con naciones extrañas durante la cautividad babilónica. De entonces más aparecen en el seno del pueblo judaico gérmenes visibles de descomposición, encarnados de una manera permanente en el culto de la letra y en el formalismo externo de los fariseos; en el ascetismo ultramístico de los esenios, y más todavía en la secta de los saduceos con sus doctrinas negativas y con su indiferencia religiosa. La religión y la moral del pueblo de Abraham, de Moisés y de los profetas, se hallaban seriamente amenazadas en su existencia, cuando el Verbo de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros, para restituirlas a su pureza primitiva, y, sobre todo, para desenvolverlas y completarlas, para colocar a la humanidad en el camino de la verdad y de la vida eterna, para enseñar al hombre a adorar a Dios en espíritu y en verdad. Del cielo a la tierra descendieron entonces en el Verbo y con el Verbo ideas nuevas, grandes y fecundas, a cuyo contacto se estremeció la humanidad, abatida a la sazón y postrada en el lecho del dolor y de la muerte. Pero resonó en su oído la voz augusta del Salvador, que le decía: Surge et ambula, levántate y marcha. Y la humanidad marchó desde entonces, y marcha hoy y marchará siempre, a la victoria contra el mal en la vida presente, a la conquista del bien supremo en la vida futura.

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Zeferino González
historias de la filosofía

Historia de la Filosofía (2ª ed.)
1886, tomo 1, páginas 87-90