Zeferino González (1831-1894)
Obras del Cardenal González
Filosofía elemental
Libro primero: Lógica. Sección segunda: Lógica especial

Capítulo tercero
Los criterios de la verdad

La palabra criterio se suele tomar alguna vez por el medio o instrumento de que nos servimos para juzgar de las cosas, y en este sentido no hay más criterio que la razón, con la cual juzgamos de las cosas y de su verdad: tomando el criterio bajo este punto de vista, debe denominarse criterio per quod. Otras veces se toma por el motivo o razón que induce al entendimiento a asentir o disentir, de manera que en este sentido viene a ser la regla o norma del juicio, y por eso , y para distinguirlo del anterior, se puede llamar criterio secudum quod.

Cuando se habla de criterio de verdad se sobreentiende este segundo y del mismo hablamos en éste capitulo. Puede definirse en general: motivum ex se infallibile pro judicio certo efformando circa rem determinatam. Abraza la evidencia, la conciencia, el sentido común, los sentidos, y la autoridad humana. [146]

Artículo I
Criterio de evidencia

Observaciones previas.

1ª Como entre el entendimiento y lo verdadero existe una relación trascendental, relación inseparable e identificada con el primero, puesto que al concebir entendimiento lo concebimos necesariamente como facultad de la verdad o de lo verdadero, de aquí es que las afecciones y atributos que convienen al uno, suelen convenir también per participationem y atribuirse al otro de una manera más o menos perfecta y propia. Hemos visto que la certeza conviene primari o al entendimiento, y secundario o minus proprie al objeto. En la evidencia sucede lo contrario; porque primario, y según su significación directa y propia se refiere al objeto o verdad que se trata de conocer: secundariamente, y como ex consequenti se refiere y se atribuye al entendimiento.

2ª De aquí la división de la evidencia en objetiva y subjetiva. La primera puede definirse: la aptitud del objeto para presentarse al entendimiento con tal viveza y lucidez de verdad, que le obliga a un asenso vehemente e irresistible. La viveza y lucidez con que se presenta la verdad al entendimiento en esta posición u objeto complejo: el todo es mayor que la parte, es de tal condición que impele al entendiendo a asentir de una manera irresistible. Así, pues, la evidencia objetiva no es más que el resplandor vivo, enérgico y avasallador de la verdad en el objeto. La evidencia subjetiva es la luz innata con la cual el entendimiento percibe con viveza y claridad los objetos dotados de evidencia objetiva.

3ª La evidencia objetiva es invariable, como lo son los objetos en que existe: la subjetiva varía en diferentes sujetos, según el grado de poder y energía intelectual de que se hallan dotados. Por eso observamos que lo que es evidente para un talento superior, no lo es para otro inferior o para un entendimiento no cultivado. [147]

4ª La evidencia, como criterio de verdad, abraza la subjetiva y la objetiva a la vez; porque el asenso no será infalible y motivado con certeza, sino a condición de que en el objeto resplandezca con viveza la verdad, y de que ésta sea percibida con claridad por el entendimiento. Sin embargo, la más importante es la objetiva, porque es la que incluye el motivo y la norma o regla del juicio.

5ª La evidencia se llama inmediata, cuando basta percibir los términos de la proposición, o sea su significado obvio y propio, para conocer con toda claridad la identidad o repugnancia entre el predicado y el sujeto. El triángulo consta de tres líneas: el todo es mayor que la parte. El entendimiento no puede menos de asentir a estas proposiciones desde el momento que percibe el significado de los términos: llámase inmediata, porque basta la simple intuición del objeto o de la proposición para descubrir su verdad. Habrá, por el contrario, evidencia mediata, cuando para descubrir la identidad o repugnancia del predicado con el sujeto, no basta la simple intuición del objeto, ni la percepción de los términos, sino que es preciso comparar estos con otro tercero y descubrir por medio del raciocinio la identidad o repugnancia de los extremos de la proposición, como sucede en esta: el alma del hombre es inmortal.

6ª Esta evidencia mediata, a la cual llegamos por medio del raciocinio, puede decirse que admite variedad de grados, según que la proposición a la cual se refiere se halla más o menos próxima al principio o principios per se nota o de evidencia inmediata, que sirven de base al raciocinio; puesto que las verdades o proposiciones de evidencia mediata, en tanto se hacen evidentes para nuestro entendimiento, en cuanto que éste conoce, mediante un raciocinio dado, que tienen conexión necesaria con alguna proposición de evidencia inmediata. Claro es que cuanto una proposición se halla más lejos del primer principio que sirve de fundamento al raciocinio, y éste en consecuencia es más difícil y complejo, disminuye en proporción la claridad y seguridad, por decirlo así, de la evidencia; porque, como nota oportunamente santo [148] Tomás, en un raciocinio largo y complejo, es fácil que entre muchas proposiciones verdaderas se mezcle alguna falsa, o que sea solamente probable (1), lo cual basta para que no haya verdadera evidencia, porque no hay verdadera demostración. En una palabra: ex natura rei y en igualdad de circunstancias, el grado de evidencia mediata en una proposición se halla en razón directa de su proximidad a la verdad de evidencia inmediata que sirve de base al raciocinio, y en razón inversa de su distancia a la misma.

{(1) «Inter multa etiam vera quae demonstrantur, immixcetur aliquando aliquid falsum, quod non demonstratur, sed aliqua probabili vel sophistica ratione asseritur, quae interdum demonstratio appelatur.» Sum. Cont. Gent., lib. 1º, cap. I.}

7º Infiérese de lo que acabamos de exponer, que hay una evidencia mediata que puede decirse equivalente a la inmediata, en atención a que basta un raciocinio facilísimo, breve y como espontáneo, para conocer con toda claridad su conexión con la inmediata. Así, por ejemplo, la verdad de esta proposición: el mundo tiene una causa real, puede decirse que equivale a una verdad de evidencia inmediata, en atención a que basta un raciocinio facilísimo y casi espontáneo para ver su conexión con esta otra verdad de evidencia inmediata: la nada no puede producir un efecto real.

En este sentido debe entenderse, por lo que hace a la evidencia mediata, la tesis que ponemos a continuación; pues opinamos que la mediata, remota o imperfecta, necesita combinarse con algún otro criterio para que se diga absolutamente segura y cierta.

Tesis
La evidencia constituye motivo absolutamente cierto para juzgar, y por consiguiente debe ser considerada como criterio infalible de verdad.

Pruébase primera. La evidencia, si es inmediata o mediata en el sentido expuesto, es motivo y criterio o regla segura para juzgar con verdad del objeto, sin que sea posible que el juicio formado por ellos y según ella sea falso: luego, &c. Prueb. el antec. La evidencia incluye en su naturaleza o esencia, la percepción, o mejor dicho, la intuición clara, viva y enérgica de la identidad o repugnancia del predicado con el sujeto, intuición que nace o resulta de la comensuración y afinidad natural del entendimiento con la verdad que resplandece y brilla con viveza en el objeto. Negar, pues, que ésta evidencia es motivo racional y necesario de asenso y dispenso para el entendimiento, y regla segura de verdad, equivale a negar toda certeza, y lo que es peor aún, a negar que el entendimiento humano tenga aptitud, propensión o coaptación natural con los objetos en cuanto verdaderos, o con la verdad que es su perfección propia y característica.

Prueb. segunda. La conciencia o sentido íntimo nos manifiesta que está en la misma naturaleza del hombre el tomar la evidencia inmediata y la mediata próxima o equivalente a la inmediata, como regla cierta y segura de verdad. En efecto; experimentamos que luego que se presenta a nuestro entendimiento una verdad de esta clase, éste se ve como necesitado o impulsado a asentir, porque el objeto o la verdad que en él brillan arrastra con vehemencia a la razón, la cual es en cierto modo precipitada y atraída hacia el objeto en el cual resplandece con viveza la verdad: non potest subterfugere (intellectus) quim illis assentiat, dice santo Tomás, el cual enumera también el entendimiento entre aquellas potencias que compelluntur ab objecto. Ésta expresión gráfica y enérgica de santo Tomás, se halla confirmada por el testimonio de la conciencia, la cual nos revela, que nos es tan difícil dejar de asentir a una verdad de evidencia inmediata, como el despojarnos de la misma razón.

Corolario

Colígese de lo dicho que la certeza científica, como tal, viene a resolverse finalmente en la certeza de los primeros principios, de la cual emana originariamente. Y en efecto: [150] toda vez que la ciencia no es más que la deducción racional de ciertas proposiciones o verdades de los primeros principios, en los cuales se hallan contenidas, en tanto la ciencia se engendra en el entendimiento, en cuanto que éste percibe y reconoce que la proposición A tiene conexión necesaria con el primer principio B, de manera que la falsedad de la primera llevaría consigo la falsedad de éste. Por eso dice con razón santo Tomás, que la certeza de la ciencia nace toda de la certeza de los primeros principios, y que cuando el entendimiento da asenso científico o cierto y evidente a alguna conclusión, es porque ésta se halla contenida o se resuelve en algún principio de evidencia inmediata, in principia per se visa resolvitur, con el cual tiene conexión necesaria (1).

{(1) «Certitudo scientiae tota oritur ex certilium principiorum; tunc enim conclusiones per certitudinem sciuntur, quando resolvuntur in principia.» QQ. Disp. De Verit., c. 10ª, art. 1.º ad 13.
«In scientia vero conclusionum, causatur determinatio (intellectus) ex hoc, quod conclusio secundum actum rationis, in principia per se visa resolvitur.» Sent., lib. 3.º, Dist. 23, art. 2.º}

Objeciones

Objec. 1ª Vemos que mientras un hombre tiene y predica como evidente una proposición, otro afirma que es evidente la contradictoria: luego la evidencia no puede servir de criterio o regla para reconocer la verdad.

Resp. Si se trata de la evidencia mediata relativa a proposiciones cuya conexión con los primeros principios es difícil ver con claridad, ya sea por las condiciones especiales de la materia, ya sea porque exige un raciocinio largo y complejo, no hay inconveniente en admitir que la pasión, la falta de atención, la precipitación en el juzgar, la aplicación defectuosa de las reglas de la Lógica, con otras causas análogas, especialmente cuando se reúnen varias de ellas, hagan aparecer como evidente lo que realmente no lo es. Empero [151] la tesis procede, no de esta evidencia, que necesita ser auxiliada y completada por otros criterios, como diremos después, sino de la inmediata o de la mediata equivalente, con respecto a las cuales no tiene lugar la objeción. Que el todo es mayor que la parte: que el mundo debe tener una causa real, puesto que la nada no puede producir un efecto real cual es el mundo, son verdades a las cuales el hombre no puede dejar de asentir, si no está sujeto a la demencia.

Obj. 2ª Para que una cosa pueda decirse motivo o criterio infalible de verdad, es preciso que tenga conexión necesaria con la verdad; es así que no puede constarnos con certeza que la evidencia tiene conexión necesaria con la verdad, puesto que no se puede demostrar esa conexión: luego, &c.

Resp. Es absolutamente falso que sólo podemos estar ciertos de aquello que podemos demostrar, como supone la objeción. Tan lejos está esto de ser así, que la demostración en tanto es capaz de producir en nosotros certeza, en cuanto y porque presupone alguna verdad no demostrada e indemostrable, de la cual arranca, por decirlo así, la demostración y de la cual recibe su verdad y certeza. Esto, sin contar que hay otras muchas verdades completamente ciertas para nosotros independientemente de toda demostración, como se verifica en las verdades y hechos de conciencia o sentido íntimo. Siendo, pues, la evidencia-criterio, el resultado de la objetiva y la subjetiva, como dejamos establecido, es decir, la verdad del objeto manifestada y percibida de una manera inmediata, clara, intuitiva y como espontánea por el entendimiento, ni puede ni necesita ser demostrada, así como la luz del sol no necesita de otra luz para ser vista. En suma: la conexión de la evidencia con la verdad no está sujeta ni necesita demostración, y sí únicamente de explicación para aquel que ignore o afecte ignorar en qué consiste la evidencia que constituye criterio. En términos de escuela: la conexión, &c., no se puede demostrar demostratione proprie dicta, nec ea indiget, conc., demonstratione improprie dicta seu explanatione terminorum, neg. Porque en resumidas cuentas, [152] la evidencia objetiva es la misma verdad del objeto revelándose y comunicándose al entendimiento.

Obj. 3ª La razón divina no está sujeta a falibilidad en ningún caso, porque es infinita: luego siendo finita la razón humana, estará sujeta a falibilidad siempre, y por consiguiente bajo la condición de la evidencia, aunque sea inmediata.

Resp. La consecuencia es ilegítima. Como dejamos consignado antes, para que la razón del hombre sea finita, y diste infinitamente de la de Dios, no es necesario que esté sujeta siempre a error o que no pueda conocer alguna vez la verdad. Antes al contrario, si estuviera determinada por su limitación o falta de infinidad a no conocer la verdad, dejaría de ser razón, porque dejaría de ser facultad de conocer la verdad.

Artículo II
Criterio de conciencia

§ I
Noción, caracteres y división de la conciencia

El ejercicio o acto de la conciencia, que también se llama sentido íntimo, es la percepción experimental de algún estado interno, modificación o afección presente de nuestra alma. Digo experimental, porque el acto de conciencia se refiere siempre a alguna cosa singular: estado interno, porque las cosas externas no pertenecen a la conciencia: presente, porque el acto y testimonio de la conciencia, como tal, solo se refiere a la afección o fenómeno existente hic et nunc, en el alma: algún, porque no todos los estados o afecciones del alma están sujetas a la conciencia, como acontece, no sólo en las cosas sobrenaturales, cuales son la gracia y virtudes infusas, sino en las mismas afecciones naturales, como las que se refieren al ejercicio y educación de los sentidos durante la niñez, las [153] relativas al origen, naturaleza y conservación de las ideas intelectuales, con otros muchos fenómenos internos y estados del yo, que están fuera de la percepción experimental de la conciencia.

De lo dicho se infieren dos cosas: 1ª que la conciencia habitual, es la facultad de poner el acto que se acaba de definir, puesto que las facultades o potencias se conocen y distinguen por sus actos: 2ª que es irracional e infundada la opinión de los que pretenden que nada se debe afirmar ni negar acerca del alma, sus fenómenos, fuerzas, atributos y modificaciones, sino lo que consta por el testimonio de la conciencia; puesto que hay modificaciones, fenómenos y modos de ser y obrar a que no alcanza la conciencia.

También se colige de la definición expuesta, que la conciencia abraza dos objetos. El primero son las modificaciones activas o pasivas que afectan el alma de una manera sensible, es decir, experimentándolas y sintiendo su existencia presencial. El segundo objeto de la conciencia es el sujeto de aquellas modificaciones, que suele apellidarse el yo, o el sujeto pensante: porque en efecto, la conciencia percibe y testifica, no solamente que existen estas o aquellas modificaciones y afecciones, por ejemplo, dolor, alegría, volición, &c., sino que esas afecciones están en nosotros, es decir, que hay un sujeto que experimenta, produce, y en el cual se reciben esas modificaciones y fenómenos. De aquí es que por medio de estos fenómenos de conciencia conocemos con toda certeza la existencia del alma racional (1). [154]

{(1) Algunos modernos o mejor dicho, la mayor parte, para los cuales es una verdad axiomática que el mundo no supo lo que era filosofía hasta que en él apareció Descartes, dan por supuesto y asentado que hasta que él vino al mundo nadie supo lo que era conciencia o sentido íntimo, ni tampoco que sirviera para percibir de una manera experimenta, sensible y en cierto modo intuitiva, la existencia actual del alma humana. Para reconocer lo que hay de [154] verdad en semejante pretensión, bastará leer el pasaje de santo Tomás que transcribimos a continuación.
«In hoc enim aliquis percipit se animam habere, et vivere, et esse, quod percipit se sentire, et intelligere, et alia hujusmodi vitae opera exercere... Et ideo pervenit anima ad actualiter percipiendum se esse, per illud quod intelligit vel sentit... Ad hoc autem quod percipiat anima se esse, et quod in seipsa agatur attendat, non requieritur aliquies habitus (alguna ciencia o noticia previa), sed ad hoc sufficit sola essentia animae, quae menti est praesens: ex ea enim actus progrediuntur, in quibus actaliter ipsa percipitur.» QQ.Disp. de Verit., cuest. 10ª, y art. 8º}

Algunas veces la actividad de conciencia se concentra y fija principalmente en el fenómeno o afección interna, y de una manera, si no completamente nula, al menos muy imperfecta, en el sujeto, del cual sólo tiene entonces una percepción confusa. Sucede con frecuencia que al escuchar un concierto, al ver un bello edificio, al sentir un dolor, &c., toda la actividad de la conciencia se fija y concentra sobre la afección agradable producida por la música, sobre el dolor, &c., sin apercibirnos apenas que yo soy el que oigo la música, o experimento el dolor. Otras veces la actividad de conciencia se fija más especialmente, o con mayor fuerza y atención sobre el sujeto que sobre el fenómeno, como acontece cuando pienso o me apercibo que yo soy el que oigo tal música. La primera es la que debe llamarse conciencia directa: la segunda conciencia refleja; porque en realidad de verdad el acto o el fenómeno es el objeto inmediato y directo de la conciencia o sentido íntimo, y primero es en orden de naturaleza experimentar o sentir el acto, que experimentar y conocer que hay un sujeto que lo produce o recibe (1). [155]

{(1) Algunos modernos, y entre ellos Balmes, explican de otra manera la conciencia directa y la refleja. Para este filósofo, «la conciencia directa es la presencia misma del fenómeno al espíritu, ya sea una sensación, ya una idea, ya un acto o impresión cualquiera en el orden intelectual o moral... La conciencia refleja es el acto con que el espíritu conoce explícitamente algún fenómeno que en él se realiza.» Filos. Fund., libro 1º, cap. XXIII.
Creemos que este modo de explicar y distinguir la conciencia [155] directa y la refleja es menos filosófico que el que hemos expuesto y que no se halla en armonía con la observación psicológica. No permitiendo la índole de esta obra discutir a fondo esta materia, me contento con apuntar las siguientes observaciones.
1ª En el yo humano existen fenómenos que pueden decirse presentes al espíritu, puesto que se realizan en él, y que sin embargo, no están sujetos a la conciencia directa. Luego es inexacto el decir que ésta consiste en la presencia misma del fenómeno al espíritu.
2ª No se concibe conciencia en el hombre sin concebirla como percepción de algún estado, acto, o fenómeno que se realiza en el espíritu o en el yo pensante. Luego lo que, según Balmes, caracteriza y distingue la conciencia refleja conviene también a la directa.}

La conciencia puede y debe distinguirse también en perfecta e imperfecta, o mejor dicho, en sensitiva e intelectual. La perfecta o intelectual es la que corresponde al hombre como ser pensante, y la misma a que hemos aludido y se alude cuando se habla del criterio de conciencia. La imperfecta o sensitiva es la percepción sensitiva de las sensaciones externas por medio de la facultad sensible que los antiguos apellidaban sentido común, y que viene a ser una potencia del orden sensible, pero superior y más noble que los sentidos externos, en la cual se reúnen y concentran las diversas sensaciones correspondientes a dichos sentidos externos.

Aunque esta conciencia sensitiva puede decirse propia de los animales, porque no excede los límites del orden sensible, se encuentra también en el hombre, toda vez que éste se halla dotado de sensibilidad y de potencias sensitivas análogas a las de los animales. Es verdad que no la percibimos en nosotros con claridad y distinción como diferente de la intelectual; pero es fácil señalar la razón de esto, teniendo presente: 1º que esta conciencia sensitiva no puede engendrar noción clara y explícita de sí misma, porque no va acompañada de la facultad de reflexión, como la intelectual; así es que se halla limitada a la percepción de las sensaciones sin extenderse a otros fenómenos, ni menos a percibir la existencia del sujeto que experimenta aquellas sensaciones y [156] estos fenómenos: 2º que en el hombre esta conciencia se halla unida a la intelectual, la cual, como más perfecta, más eficaz o enérgica y más universal, absorbe a la primera en cierto modo, impidiendo consiguientemente la percepción distinta de la misma. Comparada con la intelectual, la conciencia sensitiva puede llamarse rudimentaria. Excusado es decir que al hablar de la conciencia como criterio de verdad se sobreentiende la intelectual.

§ II
La conciencia como criterio

Tesis
La conciencia o sentido íntimo es motivo y criterio infalible de verdad en orden a su objeto propio.

Prueb. Según lo expuesto en las observaciones anteriores, el objeto propio de la conciencia son las afecciones subjetivas del alma y la existencia del yo como sujeto de las mismas. Esto vale tanto como decir que la conciencia es el alma inteligente percibiéndose a sí misma, y los fenómenos o afecciones que en ella se realizan (que actualmente experimenta), y por consiguiente es imposible que haya falsedad o error en el juicio que se forma acerca de la existencia real del sujeto que piensa o percibe, ni de las afecciones que percibe experimentalmente. Para convencerse de esto basta tener presente: 1º que no puede haber percepción sin que haya sujeto real que perciba; 2º que cuando el alma siente y experimenta en sí misma algún fenómeno, es preciso que éste fenómeno envuelva una realidad por parte del alma que lo siente y experimenta, porque la nada no se experimenta, por más que el objeto que representa pueda no existir realmente. Sentir o experimentar algo, y que no exista sentimiento o experiencia en el que siente y experimenta, son cosas inconcebibles y contradictorias.

Por otra parte, se encuentran en la conciencia las [157] condiciones fundamentales del criterio de verdad. En primer lugar, envuelve una claridad y evidencia indisputables, puesto que nada hay más íntimo, presente y manifiesto al alma que los fenómenos y afecciones que en ella se realizan. En segundo lugar, es la razón única y última que podemos señalar con respecto a los juicios y hechos que pertenecen al dominio de la conciencia. Si se me pregunta porqué juzgo y afirmo con certeza que pienso, que existo, &c., no podré a la verdad señalar otra razón sino la experiencia y el sentimiento íntimo de estos fenómenos.

Objeciones

Obj. 1ª La conciencia induce algunas veces a formar juicios falsos: luego no puede constituir criterio seguro de verdad.

Prueb. el ant. Los dementes y los que sueñan juzgan que tocan y ven cuerpos que realmente no tocan ni ven: luego, &c.

Resp. 1º Así como la veracidad y la fuerza del testimonio de los sentidos no se destruyen ni desaparecen porque algunas veces la sensación sea defectuosa accidentalmente por defecto del órgano o del medio, así también, aun cuando fuera verdad que la conciencia induce a juicios falsos en los hombres sujetos al sueño o a la demencia, no sería lógico el inferir de aquí que no puede servir de criterio de verdad con respecto a los que se hallan en el uso normal de la razón; pues dicho se está de suyo que la aplicación y uso del valor de un criterio presupone como condición general y sine qua non, el uso natural de la razón. Empero

2º Precisamente con respecto al criterio de conciencia debe decirse que tiene lugar hasta en los casos en que se halla perturbado este uso natural de la inteligencia. La razón de esto es que siendo su objeto y su dominio puramente subjetivo, se verifica su testimonio siempre que se limite a la afección interna. Así es que los que sueñan o deliran se engañan al juzgar que tocan o ven este o aquel cuerpo, pero [158] no se engañan al juzgar que experimentan o les parece experimentar las sensaciones o afecciones de ver y tocar este o aquel cuerpo. La afección interna existe realmente en el alma, y mientras el juicio se limite a asentir a esta existencia de la afección subjetiva, es verdadero e infalible: lo que no existe realmente en el cuerpo A, o el cuerpo B, y bajo este punto de vista es falso el juicio aludido; pero este juicio, en lo que tiene de objetivo, o sea en cuanto se refiere a la objetividad real de la cosa, se halla fuera del dominio de la consciencia, y por consiguiente en nada desvirtúa su valor criteriológico con respecto a su objeto propio. En términos sucintos o de escuela se puede distinguir el ant. Los que sueñan o deliran, &c. corpora ipsa vere non tangunt nec vident conc. affectionem internam tangendi et videndi revera non habent sut experiuntur, neg.

Obj. 2º Lo que induce a formar juicios contradictorios no puede servir de criterio infalible de verdad; es así que la conciencia nos induce a formar juicios contradictorios, como se ve en un hombre que teniendo una mano en agua caliente y otra en agua fría, afirma, según el testimonio de la conciencia, experimento frío: experimento calor: luego, &c.

Resp. Para que haya verdadera contradicción entre dos proposiciones, es necesario que envuelvan afirmación y negación secundum idem, es decir, considerados los objetos a que se refieren bajo el mismo punto de vista. Es evidente, por lo tanto, que la experiencia simultánea de frío y calor en el ejemplo de la objeción, no puede ser materia ni objeto de juicios contradictorios, toda vez que se refieren a diferentes partes del cuerpo.

Puede replicarse contra la respuesta que las sensaciones residen en el alma, y siendo ésta simple, resultará que hay dos sensaciones contrarias en el mismo sujeto.

Resp. 1º Las sensaciones, consideradas en cuanto afecciones subjetivas del alma, no son contrarias entre sí, como no lo son tampoco los pensamientos y voliciones. La contrariedad y oposición que concebimos en los diferentes fenómenos internos del alma es relativa a los objetos, pero no al [159] sujeto mismo, o sea al alma, la cual a pesar de su simplicidad sustancial y entitativa, encierra una multiplicidad o diversidad operativa casi infinita, siendo principio y sujeto de la variedad de potencias y actos que en la misma observamos. Si la voluntad puede amar y aborrecer un mismo objeto, considerado bajo dos fases o puntos de vista, con mayor razón podrá el alma experimentar las sensaciones de frío y calor, según que informa y vivifica diferentes partes del cuerpo. Esto aun concediendo que la sensación pertenezca exclusivamente al alma. Pero

Resp. 2º La verdad es que la sensación no se recibe en el alma sola con exclusión del cuerpo, sino en el compuesto que resulta de la unión de los dos, o como dice santo Tomás, in conjucto. El alma, como forma sustancial que es del cuerpo humano, y actividad sustancial, es el principio primero de las sensación, pero no es el sujeto único de la misma, sino en cuanto unida con el cuerpo. La prueba de esto, además de la experiencia que nos dice que el cuerpo juntamente con el alma, o sea infortunado y vivificado por ésta, es el que experimenta el calor, el frío, el dolor, &c., es que el alma separada del cuerpo no experimenta estas sensaciones, no obstante que puede tener pensamientos y voliciones. La razón de esto la encontramos en la profunda doctrina de santo Tomás que nos dice que las sensaciones son actos de facultades orgánicas, como son las sensibles, al paso que el pensamiento puro y la volición son actos de facultades o potencias inorgánicas, como lo son las del orden puramente intelectual.

Artículo III
Criterio de sentido común

Observaciones y nociones previas.

1ª Entiendo por sentido común, la propensión innata al hombre de asentir con firmeza a ciertas verdades antes de que éstas se presenten con evidencia y claridad al entendimiento. La observación enseña que son varias y pertenecientes a diferentes [160] órdenes las verdades a las cuales asentimos, o por lo menos asiente la generalidad de los hombres, en virtud de ésa propensión. Dios debe ser reverenciado: existe otra vida en que se castigan y premian respectivamente las acciones del hombre: existen realmente fuera de nosotros los cuerpos que vemos: algunas acciones son laudables y otras vituperables: arrojando sobre la mesa muchos caracteres de imprenta, no quedarán ordenados para imprimir un libro. He aquí proposiciones que obligan a un asenso firme y cierto, sin que exista un motivo evidentemente racional y explícito.

2ª He dicho evidentemente racional y explícito; porque en realidad estas proposiciones con otras análogas que apellidamos verdades de sentido común, envuelven una evidencia mediata no muy difícil de descubrir por medio del raciocinio, la cual obra indudablemente sobre nuestro entendimiento que la percibe de una manera confusa e implícita. Empero como esta evidencia es insuficiente por sí sola para determinar el asenso firme, instantáneo y cierto a las verdades de sentido común, y como por otra parte ese asenso es necesario al hombre en atención a la importancia práctica que suele acompañar a las verdades de sentido común, fue conveniente y necesario que la inteligencia del hombre se hallara dotada por el mismo Autor de la naturaleza de esa propensión espontánea a sentir a las verdades de sentido común, con un grado de certeza superior al que corresponde a la evidencia confusa e implícita que las acompaña.

3ª De lo dicho se infiere que se debe rechazar como falsa la doctrina de Reid y de la escuela escocesa, la cual pretende que el asenso a las verdades de sentido común procede de un instinto espontáneo y ciego de la naturaleza. Todo criterio de verdad y todo asenso del entendimiento debe ser intelectual, por consiguiente racional; y admitir conocimiento discretivo y asenso a la verdad sin motivo alguno racional, es confundir y equiparar la inteligencia con las percepciones instintivas de los animales. Lo que acabamos de decir de Reid y la escuela escocesa, es aplicable a todos los filósofos que explican en sentido análogo el criterio de sentido común, [161] entre los cuales puede enumerarse nuestro Balmes (1).

{(1) En efecto, nuestro filósofo no ve en el criterio de sentido común más que una inclinación necesaria de la naturaleza, un asenso procedente del instinto intelectual, un irresistible impulso de la naturaleza.}

4ª El criterio, pues, de sentido común debe considerarse como resultante de la evidencia más o menos aparente y manifiesta, pero real y efectiva que existe en el objeto, y de la propensión innata del entendimiento a asentir a ciertas verdades. Podemos decir por lo tanto que este criterio incluye un elemento racional, que es la evidencia; y otro instintivo o natural, que es la propensión indicada.

De lo dicho hasta aquí se infiere legítimamente la siguiente

Tesis
Los juicios de sentido común deben tenerse por infalibles y ciertos, siempre que reúnan las condiciones propias de esta clase de verdades.

La razón es que semejantes juicios están fundados por una parte en la evidencia, legítimo y principal criterio de verdad, según queda demostrado; y por otra en la propensión o inclinación natural al asenso, propensión que sólo puede proceder de Dios, autor inmediato de la inteligencia, en la cual se halla o revela: luego si semejantes juicios fuesen falsos, sería preciso admitir que Dios nos había dado una inteligencia con propensión o inclinación natural al error.

Las condiciones propias de las verdades de sentido común a que alude nuestra tesis son principalmente las siguientes:

a) Que la verdad sea constante y verdaderamente común: es decir, que asientan a ella todos los hombres, en todos los tiempos y lugares, mientras se hallen en el uso normal, aunque imperfecto, de la razón. [162]

b) Que sea conforme a la razón, de manera que si se sujeta al examen científico, aparezca evidente y fundada en razones científicas.

c) Que el asenso a la misma proceda únicamente de la razón y de la naturaleza. Esta condición expresa la naturaleza o carácter propio de las verdades de sentido común, en las cuales el asenso procede simultáneamente de la evidencia y de la propensión innata del entendimiento. Así es que puede considerarse como el fundamento y la razón de las otras dos condiciones; porque en tanto esta clase de verdades son comunes a todos los hombres y pueden sufrir el examen de la razón, en cuanto que traen su origen de la propensión innata o connatural del entendimiento, y de la evidencia contenida o envuelta en ellas (1). Esta condición excluye el asenso que trae su origen de pasiones, ignorancia, preocupación, &c., siquiera alcance cierto grado de universalidad.

{(1) Balmes señala también como condición de las verdades de sentido común, que tengan por objeto la satisfacción de alguna gran necesidad de la vida sensitiva, intelectual o moral.
Las condiciones de un criterio deben ser generales o extensivas a todos los casos, lo cual no se verifica con respecto a ésta. Que arrojando al acaso algunos caracteres de imprenta no resultará compuesta tal página de tal libro, es una verdad de sentido común, y sin embargo, no lleva consigo la satisfacción de ninguna gran necesidad para la vida sensitiva, intelectual o moral del hombre.}

Objeciones.

Objec. 1ª Lo que llamamos sentido común nos induce a formar juicios falsos acerca de las cosas; porque en efecto, vemos que los hombres son inducidos por la misma naturaleza o propensión innata del entendimiento a juzgar que los colores, la dulzura, la dureza, el calor, &c., se hallan realmente en los cuerpos, siendo así que los filósofos demuestran que estas cosas no existen en los cuerpos, sino en el sujeto que los experimenta o siente. [163]

Resp. 1ª Aun concediendo lo que supone la objeción, es decir, que los filósofos demostraran ser falso el juicio que los hombres forman en orden a la objetividad real de los colores, dulzura, &c., lo que se podría inferir legítimamente de la objeción es que ese juicio o asenso no pertenece al criterio de sentido común, puesto que no podría sufrir el examen de la razón, y procedería de ignorancia o preocupación más bien que de la razón y de la naturaleza. La objeción, pues, no destruye el valor del sentido común en sí mismo, y a lo más probaría que el juicio o asenso relativo a la objetividad de las sensaciones no reúne las condiciones propias de las verdades de sentido común.

Resp. 2ª Pero la verdad es que la objeción estriba únicamente en la inexactitud y confusión de ideas, y que en el asenso o juicio relativo a la existencia objetiva de los colores, dulzura y demás modificaciones a que alude la objeción, hay realmente un asenso y una verdad de sentido común. Para convencerse de esto basta tener presente que estas palabras color, dulzura, calor, pueden tomarse, o en cuanto significan las propiedades, modificaciones, disposiciones, accidentes, o llámese como se quiera, de los objetos que producen y determinan estas sensaciones. Claro es que en el primer sentido el color, la dulzura, el calor y demás, no existen realmente en los cuerpos, porque éstos no experimentan o tienen la sensación de color, dulzura, &c., y bajo este punto de vista existen y residen en el sujeto que percibe o experimenta estas cosas: empero no es menos cierto y evidente que la dulzura, el calor, &c., existen realmente fuera de nosotros o tienen realidad objetiva, según que significan determinadas disposiciones, accidentes, o modificaciones de los cuerpos, mediante las cuales éstos producen en nosotros sensaciones determinadas, y se denominan con propiedad dulces, calientes, blancos, &c. La existencia, pues, objetiva en los cuerpos del calor, sabor, color, dureza, &c., en cuanto estas palabras significan modificaciones, disposiciones o propiedades determinadas de los cuerpos, es una [164] verdad de sentido común, y se puede desafiar a todos los filósofos a que demuestren lo contrario. Si se quiere responder en términos de escuela, se puede decir: los hombres son inducidos por la misma naturaleza a juzgar que los colores, la dulzura, &c., quatens his nominibus significantur sensationes, se hallan realmente en los cuerpos, neg., quatens praefata nomina significant reales qualitates seu modificationes corporem a quibus sensatio oritur, conc. (1) [165]

{(1) Por lo dicho es fácil reconocer cuán poco fundadas son las pretensiones de ciertos escritores modernos, así como las ridículas declamaciones de aquellos filósofos, tan preocupados como superficiales, que suelen afirmar que Descartes fue el primero que descubrió que el color, la dulzura, el calor y demás sensaciones estaban sólo en el sujeto o en el alma, y no en los cuerpos, como habían dicho los Escolásticos. ¡Como si éstos hubieran ignorado que el color y la dulzura, &c., como sensaciones, no existían en los objetos, sino en el sujeto que las percibía experimentalmente! Basta fijar el significado de las palabras para conocer que las pretensiones de los cartesianos son un castillo en el aire, y que los filósofos y el vulgo de los hombres convienen en realidad sobre esta materia. Así lo reconoce Tomas Reid, a pesar de su preocupación en favor de Descartes, y en contra de los Escolásticos. He aquí sus palabras: «El vulgo dice: el fuego es caliente, la nieve fría, el azúcar dulce; nuestros sentidos lo atestiguan y es un absurdo negarlo. Los filósofos dicen: el calor, el frío, la dulzura, no son más que sensaciones existentes en nosotros; suponer que estas sensaciones están en el fuego, en la nieve, en el azúcar, es un absurdo.
La contradicción aquí es más bien aparente que real. Proviene de un abuso de palabras por parte del vulgo. Cuando el filósofo dice que no hay calor en el fuego ¿qué es lo que entiende por ésto? que el fuego no experimenta la sensación de calor: tiene razón, y si se toma la pena de explicarse, el vulgo será de su misma opinión. Pero en realidad el filósofo se expresa mal; porque existe realmente en el fuego una cualidad que se llama calor, y tanto los filósofos como el vulgo designan por este nombre la cualidad más bien que la sensación la mayor parte de las veces. Así, pues, los filósofos toman el término en un sentido y el vulgo en otro. En el sentido del vulgo la proposición del filósofo es realmente absurda, y el vulgo sostiene que lo es: en el sentido del filósofo la proposición es verdadera, y el vulgo [165] lo reconocerá desde el momento que se le manifieste su significado, porque el vulgo sabe muy bien que el fuego no siente calor, y esto es precisamente todo lo que el filósofo quiere significar, al decir que no hay calor en el fuego.» OEuvr. complet., trad. de Jouffroy, t. III, Essai, 2º, c. 17.}

Obj. 2ª Si alguna verdad existe que pueda apellidarse de sentido común, debe serlo sin duda la existencia de Dios, que sin ser evidente por sí misma, o con evidencia inmediata, es necesaria para la vida intelectual y moral del hombre: es así que el sentido común no sirve de criterio seguro e infalible para la existencia de Dios: luego, &c. Prueb. la me. La verdad de sentido común lleva consigo el asenso por parte de todos los hombres; es así que no todos los hombres admiten la existencia de Dios, como se prueba: 1º por los ateos que ha habido en todo tiempo; 2º por algunos pueblos bárbaros que carecían de toda idea de Dios, según las relaciones de los viajeros: 3º por los mismos filósofos antiguos, cuya mayor parte admitía la eternidad de la materia, incompatible con la existencia del verdadero Dios.

Resp. La existencia de Dios, como verdad de sentido común, no desaparece, aun cuando se admita que algún pueblo excesivamente salvaje y poco numeroso, permaneció por algún tiempo sin conocer la existencia de Dios, lo mismo que no desaparece porque los dementes e idiotas carezcan de esta idea. Esto, aun admitido el hecho que se indica; porque la verdad es que hasta ahora no se ha demostrado de una manera indudable que exista alguna sociedad de hombres que carezcan absolutamente de toda idea de Divinidad, bien que ésta idea sea muy grosera y mezclada con otras concepciones absurdas. Por otra parte, es preciso tener en cuenta que las relaciones de los viajeros sobre esta materia deben mirarse con desconfianza por varias razones, y principalmente porque no poseen el idioma, ni conocen las instituciones y costumbres de los salvajes con la perfección que sería necesaria para poder afirmar con toda seguridad que no existe entre [166] ellos idea alguna de la Divinidad. En términos de escuela puede distinguirse la menor del silogismo segundo. No todos los hombres ratione utentes conocen, &c., neg. los hombres qui ratione non utuntur, trans.

Por lo que hace a los ateos, admitimos sin dificultad que pueden existir ateos prácticos, es decir, hombres que viven como si no existiera Dios; pero negamos la existencia de ateos verdaderos o teóricos, que juzguen con certeza en su interior que no existe Dios; y esto con tanta más razón, cuanto que los que suelen hacer profesión de ateos, son hombres de cultura e instrucción. A éstos filósofos que hacen profesión de un ateísmo que repugna a la naturaleza del hombre, tanto como a su razón, cuádrales perfectamente aquella sentencia de Séneca: Mentiuntur qui dicunt se non sentire Deum; nam et si tibi affirmant interdiu, nocte tamen et soli dubitant.

La prueba de la objeción tomada de la materia eterna que admitían algunos filósofos gentiles, no destruye la existencia de Dios como verdad de sentido común. Una cosa es la existencia de Dios, y otra muy diferente la naturaleza y atributos que en él se conciben. Los filósofos gentiles privados de la luz de la revelación, no pudieron concebir fácilmente la creación ex nihilo, ni por consiguiente formar ideas exactas y verdaderas acerca del modo con que Dios es autor y causa del mundo.

Artículo IV
Criterio de los sentidos externos

Observaciones previas.

1ª En los sentidos externos debemos considerar el fin, el objeto, las condiciones necesarias para que puedan servir de regla y criterio con respecto al juicio intelectual.

El fin de los sentidos es doble: uno inmediato y físico: otro intelectual y mediato. El primero es la conservación del individuo o de la vida en el hombre; así es que los sentidos son los que nos advierten lo que es útil o dañoso al cuerpo, [167] y de ellos nos servimos para procurar y obtener las cosas necesarias o útiles a la vida. El segundo es suministrar al entendimiento materia para las concepciones intelectuales o para la ciencia y conocimientos puramente intelectuales, por razón de las impresiones y representaciones sensibles de los cuerpos que adquiere el alma por medio de los sentidos, tanto externos como internos. Supóngase un hombre privado de toda clase de sentidos, y permanecerá en completa estupidez, o poco menos. Bajo este punto de vista, los sentidos dicen orden al entendimiento, y por consiguiente a la verdad, y su fin es intelectual.

3ª El objeto general de los sentidos son los cuerpos. Sin embargo, a cada uno de los sentidos corresponde como objeto propio y especial alguna realidad o modificación determinada al cuerpo; así el color del cuerpo es percibido por la vista, el sabor por el gusto, &c. Algunas de estas modificaciones pueden ser percibidas por dos o más sentidos, y por lo mismo pueden llamares objetos comunes, como se observa en la magnitud, movimiento, figura, &c. Los Escolásticos apellidaban a las primeras sensibilia propria, y a las segundas, sensibilia communia. A la sustancia material oculta bajo esas modificaciones o accidentes, y sujeto de las mismas, la apellidaban sensibile per accidens; y no sin razón, porque aunque en sí misma no es percibida por los sentidos, lo es de una manera indirecta y mediata por medio de las cualidades o modificaciones sensibles que nos sirven de medios para investigar y reconocer su naturaleza y atributos.

Las condiciones necesarias para la veracidad de los sentidos como criterio de verdad, son principalmente las siguientes:

a) Que se hallen convenientemente dispuestos o en su estado natural, tanto por parte del órgano, como por parte del medio y la distancia del objeto: el ojo enfermo, o mirando a través de un cristal verde, no verá los colores en los objetos según son en sí mismos.

b) Que su testimonio se halle en relación con la naturaleza del objeto percibido. Si para juzgar de una cosa que sea [168] sensible proprium, basta la recta percepción del sentido al cual corresponde como objeto propio, para formar juicio sobre alguna cosa que sea sensible commune, deberán aplicarse dos o más sentidos.

c) Que el testimonio de los sentidos sea constante y uniforme: condición que falta en los que sueñan o deliran.

d) Que no haya oposición entre el testimonio de diferentes sentidos. Esta condición coincide en el fondo con la segunda, porque la oposición suele resultar con respecto a los sensibles comunes sujetos a la acción de dos o más sentidos, en cuyo caso el juicio debe conformarse con el testimonio de aquel de los sentidos en cuya percepción se guardan las demás condiciones.

e) Que la razón dirija y consolide su ejercicio, porque a ésta pertenece por de pronto ver si la percepción de algún sentido, en un caso dado, se verifica con las condiciones expuestas; y además, el comparar y dirigir el ejercicio de los diferentes sentidos, ya por parte de las sensaciones en sí mismas, ya por parte de su relación con los objetos propios o comunes.

5ª Entre los varios filósofos que han negado la eficacia de los sentidos externos como criterio de verdad, pueden enumerarse Berkeley, Kant y Fichte, los cuales hacen profesión más o menos explícita de idealismo con respecto a la existencia objetiva de los cuerpos, o al menos de su cognoscibilidad cierta por medio de las sensaciones. A estos debe agregarse con razón Malebranche, el cual admite la existencia real de los cuerpos, pero afirma que ésta no nos consta ni por los sentidos, ni por la razón, sino por sola revelación de Dios.

Tesis
Con respecto a los cuerpos y sus modificaciones, el testimonio de los sentidos es motivo o criterio seguro de verdad, siempre que vaya acompañado de las condiciones que quedan expuestas.

Prueb. Para convencerse de esta basta tener presente: [169]

1º que si el entendimiento errara cuando juzga de las cosas sensibles en armonía con la percepción o testimonio de los sentidos con las condiciones indicadas, semejante error debería atribuirse a la misma naturaleza humana, o mejor dicho, a Dios, autor de esta naturaleza: porque, a la verdad, solo a éste puede atribuirse el error que proceda de una facultad cognoscente, aplicada con las condiciones naturales y convenientes, y ejercitada acerca de su propio y peculiar objeto.

2º Este testimonio de los sentidos acerca de su objeto propio, es por su misma naturaleza claro, manifiesto y evidente, sin que sea posible ponerlo en duda de una manera seria y formal. En verdad que excitaría lástima o desprecio el que al tocar y ver una mesa, o al tomar la comida, pretendiera persuadir que no toca realmente la mesa, o que esta no es un cuerpo real, ni tampoco la comida que toma, y que no hay aquí más que fenómenos o afecciones subjetivas, y meras apariencias.

3º Añádese a esto, que el testimonio de los sentidos es la última y única razón que podemos señalar de la certeza con que asentimos a ciertas verdades, lo cual constituye otro de los caracteres propios de los criterios de verdad. Ciertamente que si alguno me pregunta, por ejemplo, porqué estoy cierto de que esta mesa tiene una vara de largo, y no una cuarta sola o dos varas, no puedo ni debo señalar otra razón sino que así me lo atestiguan el tacto y la vista.

Corolarios.

Luego la sensación, tomada adecuadamente, no es una mera afección subjetiva o interna, sino que contiene una relación determinada a los objetos materiales, y es la razón o medio natural para percibir los cuerpos y sus cualidades. En efecto; la razón porque estoy cierto de que existen fuera de mí los cuerpos y de que tienen estas o aquellas propiedades, no es otra sino el testimonio de los sentidos, así como la razón porque estoy cierto de que el todo es mayor que la parte, es la evidencia con que percibe esta verdad el entendimiento. Esta certeza sobre la existencia real de los cuerpos [170] y sobre sus cualidades, sería gratuita si la sensación fuera una pura afección subjetiva, puesto que en este caso, solo podríamos tener certeza de que experimentamos esta o aquella afección, y cuando más, adquirir certeza de que estas afecciones proceden de alguna causa distinta de nosotros, y aun esto por medio del raciocinio. De aquí es que la misma historia de la Filosofía nos enseña que los que consideraron la sensación como una afección puramente subjetiva, o negaron la realidad del mundo corpóreo externo, como Berkeley, o la pusieron en duda, como Kant y Fichte, o intentaron establecerla por medio de raciocinios más o menos legítimos y difíciles, como Descartes, Mallebranche y Locke (1). Y sin embargo, la verdad es que las sensaciones y el testimonio de los sentidos sobre aquellos fundado, nos suministran completa certeza acerca de la existencia de los cuerpos y de sus modificaciones y cualidades, sin esperar las demostraciones de los filósofos.

{(1) El mismo Royer-Collard reconoce esta verdad, no obstante su predilección hacia Descartes y Locke. «Descartes, Mallebranche et Locke, maintiennent le monde exterieur; ils pretendent seulement prouver sa realité en la deduisant de la realité des idées... Descartes croit la rencontrer dans l'idée de Dieu; Mallebranche conteste la preuve de Descartes, il n'en trouve de solide que dans la revelation.
Ainsi, la revelation ecartée, Mallebranche pressant la doctrine de Descartes aboutit au pur idealisme. Berkeley attegnit le mème reslutat en pressant les consequences de la doctrine de Locke.» OEuvres compl. de Reid, tom. III, Fragmentes de Royer-Collard, pág. 394.}

Luego Descartes y los cartesianos que tanto se esforzaron en persuadir que la sensación es una mera afección interna del alma, no hicieron más que abrir la puerta y sentar las bases del idealismo. Desde el momento que la sensación queda reducida únicamente a una afección subjetiva, es lógico y natural el deducir con Berkeley, que la extensión, la figura, los colores, &c., no existen realmente en los cuerpos, sino en el alma, que los percibe por medio de los sentidos; o afirmar [171] con Kant y Fichte, que por medio de las sensaciones percibimos fenómenos o apariencias fenomenales, pero no la realidad objetiva de los cuerpos ni de los seres en si mismos.

Es ciertamente extraño, a la vez que sensible, que el talento privilegiado de nuestro Balmes, no haya visto la falsedad de semejante opinión y las consecuencias idealistas a que conduce inevitablemente. Aquí no hay medio ni efugio racional. La sensación es el medio de comunicación entre los sentidos y los cuerpos. Si ésta sensación es un hecho puramente subjetivo, si es una mera afección interior, la sensación nada puede enseñarnos con certeza y claridad acerca de los cuerpos y sus propiedades o cualidades. Luego la inmensa mayoría de los hombres, que no se hallan en estado de hacer, ni siquiera de comprender los raciocinios con que los filósofos pretenden demostrar la existencia de los cuerpos, estarán condenados a dudar eternamente sobre esta materia; o por lo menos será preciso decir, que los juicios ciertos que forman acerca de la existencia real de los cuerpos que perciben con los sentidos, lo mismo que acerca de su distinción, distancia, magnitud, figura, dureza, color, &c., &c., juicios formados en virtud de las sensaciones con que perciben todas esas cosas, son otros tantos juicios formados sobre fundamentos falsos o insuficientes, y por lo mismo irracionales o, por lo menos dudosos. Tales son las consecuencias necesarias e inevitables a que conduce la opinión de que la sensación es una afección puramente interna (1). Ésto quiere decir que [172] lo que la filosofía moderna ensalza como un gran descubrimiento de Descartes, no es más que un error y un nuevo camino para llegar al idealismo.

{(1) Y sin embargo, tal es la opinión de Balmes para quien la sensación es una mera afección interior... un hecho que pasa en nuestra alma, un hecho simple que no atestigua lo que hay fuera de nosotros.
Balmes admite que la existencia de los cuerpos se puede demostrar por medio del raciocinio. Prescindiendo de la dificultad de esta demostración, en la hipótesis de que la sensación no es más que un fenómeno subjetivo de la conciencia, siempre resultará que para la mayor parte de los hombres, ésa existencia de los cuerpos es, o un [172] hecho dudoso, puesto que no conocen esa demostración, o un hecho a que asienten ciegamente. Sin embargo, si prescindiendo de cavilaciones filosóficas queremos hablar el lenguaje de la verdad y del sentido común, los hombres todos, sin excluir los filósofos, asienten con firmeza y seguridad a la existencia real de los cuerpos y de sus propiedades, no de una manera ciega o irracional, ni tampoco por alguna demostración, sino por las sensaciones que les suministran la experiencia y percepción clara de estas cosas.
Una vez colocado en este terreno falso, Balmes es conducido lógicamente a una concepción o definición inexacta del cuerpo, el cual no es para el filósofo español más que una cosa distinta de nuestro ser, y cuya presencia nos causa tales o cuales sensaciones. Esto equivale en buenos términos a decir que el concepto de cuerpo es aplicable a Dios siendo indudable que éste tiene poder para producir en nosotros tales o cuales sensaciones, y que es una cosa distinta de nuestro ser. «Examinando filosóficamente el concepto de cuerpo, dice, encontramos en él el de una cosa distinta de nuestro ser, y cuya presencia nos causa tales o cuales sensaciones.» Filos. Fund., lib. 2º, caps. 1º, 4º y siguientes.}

Objeciones

Objec. 1ª Si el testimonio de los sentidos fuera criterio de verdad, lo sería sin duda con respecto a la existencia real de los cuerpos; y sin embargo, no sucede así: porque la sensación, siendo como es una mera afección interna del sujeto que siente, existe solamente dentro de nosotros, y por consiguiente nada nos dice acerca de la existencia de los cuerpo fuera de nosotros.

Resp. Se debe negar absolutamente que la sensación sea una mera afección interna, como supone la objeción, la cual queda disipada con esta sola negación; porque toda su fuerza estriba en esta afirmación o suposición inexacta. Cualquiera que sea la naturaleza íntima de la sensación y la opinión que sobre ella se adopte, es innegable que la sensación [173] es una operación esencialmente perceptiva o cognoscitiva; pues el que siente percibe o conoce sensiblemente algo, y los sentidos nos han sido dados, no para percibirmos o sentirnos a nosotros mismo, sino para sentir o conocer las cosas. Ahora bien, todo acto cognoscitivo envuelve necesariamente relación a algún objeto; porque implica que haya conocimiento, sin que haya sujeto que conoce, y objeto conocido o que se trata de conocer. De aquí es que aunque la sensación, considerada exclusivamente por parte del sujeto, sea una afección interna de éste, esto no quita que tomada adaequate o en cuanto a todo lo que contiene, incluya relación necesaria a un objeto determinado, el mismo que sirve de término a la acción de sentir o sensación, y que no es otro que las cualidades, modificaciones, propiedades, o llámense como se quieran, que existen en los cuerpos en cuanto sujetos de esas propiedades, accidentes o cualidades. Luego la objeción se funda un una concepción incompleta e inexacta de la sensación, y sólo tiene fuerza contra Descartes y los que con él pretenden que en la sensación no hay más que una mera afección subjetiva del hombre. En términos de escuela se puede decir: la sensación adaequate sumpta, es una mera afección interna, y no se extiende o alcanza a los cuerpos que están fuera de nosotros, neg., inadaequate sumpta, conc.

Objec. 2ª El testimonio de los sentidos nos engaña con frecuencia, como acontece cuando la vista, por ejemplo, nos presenta con figura redonda una torre lejana que en realidad es cuadrada: luego no pueden los sentidos suministrar criterio seguro de verdad.

Resp. En términos de escuela distinguiendo el antecedente. El testimonio de los sentidos si recte adhibeatur engaña con frecuencia, neg., si conditiones requisitae non serventur, conc. Ya se ha dicho que el testimonio de los sentidos no puede servir de regla para el juicio del entendimiento, ni por consiguiente ser criterio de verdad, sino cuando va acompañado de las condiciones arriba consignadas. Esta condición no se realiza en el ejemplo de la objeción, pues además de que la distancia se supone desproporcionada, y por [174] consiguiente no hay la conveniente disposición por parte del medio, trátase de un objeto que es sensibile commune, acerca del cual no debe formarse juicio sin que preceda la percepción de los dos o más sentidos que a él se refieren. El sentido de la vista no se engaña propiamente en este caso, pues percibe el objeto según exigen las condiciones de distancia y medio que le acompañan. El que se engaña es el entendimiento que juzga precipitadamente sin esperar el testimonio completo de los sentidos, en relación con la naturaleza y condiciones propias del objeto.

Obj. 3ª Algunas veces el hombre refiere sus sensaciones a cuerpos que no existen, como se observa en sujetos que después de haber sufrido la amputación de un brazo, sienten dolor en el mismo: luego no es seguro el testimonio de los sentidos, aun con las condiciones indicadas.

Resp. El testimonio de los sentidos, como criterio de verdad, pertenece a los externos y no a los internos, ni al ejercicio de la sensibilidad interna, de la cual se prescinde aquí. Así, pues, aun concedido lo que pretende la objeción, nada se seguiría contra el criterio de los sentidos, según lo dejamos establecido y explicado. Además, el error en este caso no procede de la sensación, sino de la imaginación y de la precipitación al juzgar, error que el entendimiento puede evitar fácilmente aplicando el tacto o la vista, al sitio o parte a la cual la imaginación refiere el dolor.

Artículo V
Criterio de la autoridad humana

§ I
Noción y condiciones de este criterio

Puede decirse que este criterio es inferior por naturaleza a los precedentes, en cuanto que estos son internos al sujeto, al paso que el de autoridad puede apellidarse externo, en [175] atención a que las verdades a que se refieren nos vienen o las recibimos de otros. Esto no obstante, y bajo otro punto de vista, el criterio de autoridad puede decirse más importante que los anteriores; porque en realidad, si pasamos revista a nuestros conocimientos, hallaremos que son en mayor número los que adquirimos y poseemos con dependencia de la autoridad humana, que los pertenecientes a los otros criterios. El criterio de autoridad humana es también por su misma naturaleza más complejo que los demás, y su aplicación acertada y filosófica exige que no se pierda de vista la variedad de reglas y condiciones a que se halla sujeto. En general, es preciso evitar los dos extremos, el de creer todo lo que nos viene por conducto de la autoridad humana, y el de rechazarlo todo; porque, como decía Melchor Cano, uterque, et qui cito credit, et qui ad credentum nimium est tardus, jure reprehenditur.

Los hechos cuyo conocimiento podemos adquirir mediante el testimonio o autoridad de los hombres, son varios y reciben diferentes denominaciones.

a) Dogmáticos o doctrinales son aquellos que se refieren a alguna verdad científica, a la cual damos asenso por el dicho o autoridad de otros, como si creo que los ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos, porque así me lo aseguran los peritos en matemáticas.

b) Históricos son los fenómenos y actos que constan por la historia de los hombres, de los pueblos y de las ciencias o artes.

c) Naturales se apellidan los hechos y fenómenos cuya realización no lleva consigo la suspensión de alguna de las leyes de la naturaleza: apellídanse, por el contrario, sobrenaturales, aquellos cuya realización envuelve y exige la suspensión de alguna ley de la naturaleza.

d) Obvios o manifiestos son aquellos cuyo conocimiento no exige, por parte del sujeto, especial industria, sagacidad o condiciones científicas. Los hechos cuyo conocimiento exacto y seguro exige las indicadas condiciones, se dicen oscuros o difíciles: para testificar, v. gr., acerca de hechos y [176] fenómenos magnéticos, es preciso poseer cierta clase de conocimientos, y no basta el uso ordinario de los sentidos, según existe en el vulgo de los hombres.

e) Públicos se dicen los hechos que, o constan en juicio o por otro conducto auténtico de su naturaleza, o se realizaron en presencia de muchos testigos cuya atención debieron llamar en virtud de su importancia; faltando estas condiciones, los hechos se dirán privados.

f) Finalmente, los hechos que conocemos por testimonio de otros, pueden ser favorables o contrarios al narrador, no solo considerado en sí mismo y como particular, sino en cuanto pertenece a tal patria, familia, clase, &c. También debe tenerse en cuenta si el hecho es favorable o contrario a las inclinaciones, costumbres, y sobre todo a las opiniones que el narrador profesa sobre determinadas materias.

El que afirma la existencia o verdad de una cosa que le es conocida, denomínase testigo: y puede ser, o dogmático, si afirma una verdad científica o de razón; o histórico, si afirma hechos o fenómenos contenidos en la historia, sea de los hombres, sea de las ciencias y artes. Dícese testigo ocular el que presencia el hecho; y testigo auricular o de oídas, el que conoce el hecho por los dichos o relación de otros; éste se dirá contemporáneo, si vivía en el tiempo en que se realizaron los hechos.

La fuerza del testimonio humano se halla en relación y proporción con la gravedad, es decir, ciencia y cultura, la probidad y la uniformidad o constancia de los testigos; y esta uniformidad se refiere tanto al mismo testigo, que no debe contradecirse a sí mismo, como a los demás; pues es claro que cuanto mayor sea el número de testigos que concuerden con respecto a un hecho, mayor será la fuerza del testimonio y viceversa.

Luego la autoridad de los testigos resulta de la ciencia y veracidad de los mismos, en cuanto que son conocidas por nosotros. Porque, en efecto, concedemos racionalmente mayor o menor fuerza al testimonio de alguno, según que nos consta con mayor o menor certeza, por una parte que [177] conoce perfectamente la cosa de que se trata, y por otra que no quiere engañarnos.

Las principales condiciones para que el criterio de autoridad humana pueda serlo de verdad con respecto a los hechos o fenómenos cuyo conocimiento nos viene de otros hombres, son las siguientes:

a) Que el hecho sea sensible, público, de importancia suficiente para llamar la atención de los que lo presenciaron, absolutamente posible y no contrario al sentido común.

b) Que los testigos hayan podido percibir y saber la cosa, o bien por sus propios sentidos, o bien por conducto de testigos o documentos fidedignos.

c) Que su probidad excluya todo temor fundado de que haya querido engañar, o que el testimonio vaya acompañado de circunstancias que hagan moralmente imposible el engaño, como acontece cuando testigos diversos y hasta contrarios en patria, religión, costumbres, afecciones, sentimientos, utilidad, &c., convienen en afirmar la existencia de alguna cosa.

d) Que el testimonio sea constante y uniforme por parte de uno, o muchos testigos, al menos con respecto al fondo y a lo sustancial del hecho, aunque haya discordancia con respecto a algunas circunstancias de menor importancia. Londres es la corte de Inglaterra: Julio César fue muerto en le senado por los mismos senadores; he aquí verdades ciertas por autoridad humana, y hechos en que se realizan las condiciones consignadas.

§ II
Existencia de la autoridad humana como criterio de verdad

Tesis
La autoridad humana en las condiciones expuestas, es motivo de juicio cierto y verdadero, con respecto a los hechos sensibles e históricos.

Limito la tesis a los hechos sensibles e históricos, porque en ella se prescinde de los hechos dogmáticos, y también de los sensibles que exigen conocimientos especiales o cierto grado de cultura por parte del que los narra, como los fenómenos magnéticos, eléctricos, meteóricos, &c.

Bajo estas restricciones, la tesis no necesita de pruebas; pues basta la más sencilla reflexión para conocer que un hecho o fenómeno que se halle acompañado de las condiciones arriba expuestas, no puede menos de ser verdadero, y el testimonio o autoridad por medio de la cual adquirimos su conocimiento, regla segura y criterio de verdad. Reflexiónese sobre los dos ejemplos indicados, y se verá que el testimonio que nos induce a asentir a ellos con toda firmeza, está acompañado de tales circunstancias, que excluye todo temor y peligro de falsedad.

En segundo lugar, los absurdos e inconvenientes que se siguen de negar que el testimonio humano puede servir de regla y criterio infalible de verdad son de tal naturaleza, que esto solo bastaría para demostrar la tesis. Por autoridad humana sabemos que la religión cristiana fue fundada por Jesucristo, que fue predicada y propagada por los Apóstoles y sus discípulos, que su propagación fue acompañada de milagros, que los mártires dieron testimonio de su verdad con su sangre, &c. Por la autoridad humana sabemos que nosotros pertenecemos a tal familia, que poseemos tales bienes en propiedad, quiénes son nuestros padres con cien cosas análogas, sin las cuales no sería posible la vida social, religiosa y política de los hombres. Luego negar que el testimonio de los hombres puede servir de regla para formar juicios ciertos e infalibles en circunstancias y condiciones determinadas, equivale a echar por tierra las verdades más fundamentales y necesarias de la religión y de las sociedad.

Cuando la autoridad humana no está acompañada de las condiciones necesarias para constituir criterio seguro de verdad, produce asenso opinativo o probable, cuyos grados de fuerza se hallan en relación con la clase de los hechos, testigos y demás circunstancias análogas. Siendo moralmente [179] imposible determinar o señalar matemáticamente esa variedad de grados, en atención a la diversidad casi infinita de circunstancias y las múltiples combinaciones relativas a la clase de hechos y fenómenos, cualidades y número de testigos, tiempo, lugar, &c., que pueden ofrecerse, ponemos a continuación algunas reglas que pueden servir para discernir de una manera más o menos aproximada el grado de probabilidad que corresponde a la autoridad o testimonio de los hombres, cuando no reúne las condiciones para ser criterio infalible.

Si se trata de una cosa doctrinal o científica, debe concederse cierto valor al testimonio de los hombres peritos en la materia, pero éste valor cede o es inferior al que resulta de una razón o experiencia en contra. Sin embargo, en cuanto a los hombres ignorantes en alguna ciencia, el testimonio concordante de varios peritos en aquélla ciencia, puede servir de regla o motivo para un juicio muy probable y hasta cierto moralmente. Si veo que todos los peritos en matemáticas no solo convienen en afirmar que los tres ángulos de un triángulo son iguales a dos rectos, sino que aducen al efecto la misma demostración, esa proposición no sólo será para mi muy probable, sino cierta con certeza moral, por más que yo no penetre la fuerza de esa demostración, por ignorar las matemáticas. Igualmente, si se trata de un hecho dogmático, o sea de una opinión científica, acerca de la cual no poseo conocimientos propios, el parecer de uno o más sabios en aquella materia bastará para que la tenga por probable; pero si después se me presenta alguna razón poderosa, o alguna observación en contradicción con el parecer de aquellos, abandonaré su parecer y el juicio que en virtud de él había formado; porque en las ciencias filosóficas y naturales, de las cuales se habla aquí, y no de las sobrenaturales y teológicas, la razón y la experiencia tienen más valor ex natura rei que las opiniones de los hombres. Estos dos ejemplos contienen el sentido y la explicación de la regla. [180]

El testimonio de un hombre sabio o ilustrado, tiene más peso que el testimonio de un hombre vulgar o ignorante, si se trata de hechos dogmáticos, o de fenómenos que exigen por su naturaleza conocimientos especiales o cierto grado de sagacidad, pero no si se trata de hechos o fenómenos sensibles y ordinarios. Si se trata, por ejemplo, de fenómenos magnéticos, el testimonio de un hombre ilustrado o de ciencia es preferible al de un hombre vulgar; pero no lo será, si se trata de un homicidio u otro hecho sensible análogo.

En igualdad de circunstancias, el testigo ocular merece más fe que el auricular; y entre éstos, el que es contemporáneo al hecho narrado, merece más fe que los que no lo son, en igualdad de circunstancias. Si muchos contemporáneos convienen perfectamente en la narración del hecho, merecen mayor fe, especialmente si se trata de un hecho público. La regla es bastante clara por sí misma. Se dice en igualdad de circunstancias con respecto al testigo ocular, y al contemporáneo, porque estas circunstancias pueden hallarse contrapesadas hasta con exceso por otras cualidades, como son la mayor probidad, conocimiento más perfecto, mayor número de testigos en favor de la cosa, por parte de los testigos no oculares ni contemporáneos.

La pluralidad de testigos aumenta el motivo de asenso si los varios testigos adquirieron el conocimiento del hecho por diferentes caminos o medios. Porque aunque muchos hombres convengan en narrar un hecho, si todos o la mayor parte fundan y derivan su narración de uno, no merecerán ordinariamente más fe histórica que la que corresponde al primero. [181]

Antes de asentir a los hechos históricos, conviene tener presente o conocer la vida del historiador. Puede decirse que esta regla no solo es la principal para los hechos históricos, sino que contiene y resume las demás. Hemos dicho antes que la autoridad o fuerza de testimonio humano resulta de la ciencia y veracidad del testigo. El conocimiento de la vida del historiador nos suministrará el conocimiento de su bondad o probidad, su religión, patria, afecciones, costumbres; en una palabra, conociendo la vida del historiador, conocemos su ciencia y veracidad, y por consiguiente el grado de autoridad o fuerza que merece su testimonio.

Objeciones

Obj. 1ª Las cosas que no admiten demostración no merecen asenso firme, a no ser que sean manifiestas y evidentes por sí mismas, como lo son los hechos de conciencia, los primeros principios, &c.; es así que los hechos históricos no se pueden demostrar, y por otro lado no son manifiestos y evidentes por sí mismos, al menos respecto a los que no los presenciaron: luego, &c.

Resp. 1ª Es falso que los hechos históricos no se pueden demostrar en cuanto a su veracidad, puesto que la razón demuestra que cuando van acompañados en sí mismos y por parte del testimonio de determinadas condiciones, no puede ponerse en duda su realidad. Cierto que esta demostración no es una demostración metafísica o física, habida razón a que la falsedad del hecho histórico no envuelve directamente contradicción ni derogación de las leyes de la naturaleza física o material; pero esto no quita para que intervenga una verdadera demostración, capaz de producir certeza por lo menos moral e infalible en su género. Así es que en términos de escuela se pueden distinguir la menor: los hechos históricos no se pueden demostrar demonstratione metaphysica, trasn. demonstratione morali, neg. [182]

Resp. 2ª Además, se puede negar absolutamente la menor de la objeción; porque la verdad es que la fuerza y verdad del testimonio humano se demuestra evidentemente ab absurdo, o sea per reductionem ad impossibile, la cual equivale a la demostración metafísica. Esto sin contar que, en determinadas condiciones, la certeza que acompaña a los hechos históricos equivale a la física y hasta a la metafísica. La verdad es que la certeza que tengo sobre la existencia de Londres, no es inferior a la que tengo sobre cualquiera otra verdad, y que sería considerado como insensato el que negara la existencia de Roma.

Obj. 2ª Puede replicarse contra las soluciones precedentes que nosotros nunca podemos tener ni siquiera certeza moral acerca de la realidad de un hecho histórico, porque nunca podemos estar completamente ciertos y seguros de la ciencia y veracidad de los testigos, en atención a que todos los hombres son falibles y pueden engañar.

Resp. Todos los hombres, tomados cada uno de por sí en singular, pueden engañarse y engañar. También se puede conceder que muchos hombres se pueden equivocar con respecto a algún hecho complejo y científico, y también con respecto a algún hecho privado y no sensible. Empero, aun admitido todo esto, siempre será incontestable que es moralmente imposible que exista ni error ni engaño, cuando se trata de un hecho público, sensible, de percepción facilísima, obvio, atestiguado con perfecta uniformidad por testigos oculares y no oculares, sabios e ignorantes, pertenecientes a diversa patria, religión, y sujetos a variedad de costumbres, intereses afecciones. ¿Cabe poner en duda, por ejemplo, la ciencia y veracidad de los testigos que aseguran la existencia de Roma, y suponer, ni apenas concebir, que todos los hombres que han visto Roma han visto una ciudad que no existe realmente, o que se han puesto de acuerdo todos para engañar a otros?

Obj. 3ª Por lo menos los hechos sobrenaturales y milagrosos, no pueden constar con certeza por el testimonio de los hombres; y por consiguiente la autoridad humana no [183] puede servir de criterio de verdad con respecto a esta clase de hechos. Pruébase esto porque los milagros llevan consigo la derogación o suspensión de las leyes naturales, suspensión que no es posible conocer con certeza, porque para ello sería preciso conocer todas las fuerzas y leyes de la naturaleza.

Resp. Es completamente falso que para reconocer un hecho milagroso o sobrenatural sea necesario conocer perfectamente todas las leyes y fuerzas de la naturaleza. Así como para conocer con certeza que el alma racional no es cuerpo, me basta conocer que hay repugnancia entre el pensamiento y algún atributo del cuerpo, por unas que no conozca todos los atributos de éste y de aquélla, así tampoco necesito conocer todas las fuerzas y leyes de la naturaleza, para tener compleja seguridad de que en ésta no existen fuerzas ni leyes, capaces de restituir repentinamente la vida a un cadáver de cuatro días de putrefacción, y esto mediante la sola voz de un hombre.

Artículo VI
Reducción de los criterios

De lo que acabamos de exponer en los artículos anteriores, se desprende que, en nuestra opinión, cada uno de los criterios indicados tiene razón de tal, cuando va acompañado de las condiciones oportunas, con respecto a objetos o verdades determinadas. Empero no sin razón los filósofos han pretendido reducirlos a la unidad, buscando alguno del cual dependan en cierto modo los demás, como de su raíz o razón general. El que tales condiciones reúna podrá apellidarse el criterio general de la verdad, y el principio de la certeza.

Lamennais opina que estas condiciones se encuentran únicamente en el consentimiento común de los hombres, el cual, según él, es la única regla segura e infalible del juicio cierto, hasta el punto que sólo mediante este criterio poseemos la certeza en orden a los primeros principios, y hasta en [184] orden a la realidad de nuestra existencia. Beutain y Huet se acercan a esta opinión, según que el primero pretende que conocemos con certeza las verdades fundamentales filosóficas por medio de la revelación de Dios, y el segundo afirma que el único motivo y criterio seguro de verdad y de certeza para el hombre es la fe divina.

Para reconocer y probar la falsedad de semejantes opiniones bastará tener presentes las siguientes observaciones.

Con respecto a la opinión de Lamennais.

1ª El consentimiento común no puede ser criterio primero ni único de verdad, porque supone necesariamente otros criterios, siendo, como es, evidente que no se puede saber con certeza que otros hombres asienten a alguna proposición o verdad, sino mediante el testimonio de los sentidos, v. gr. oyendo sus palabras, o viendo sus escritos.

2ª No puede decirse único un criterio que no es aplicable a toda clase de verdades. Ciertamente que sería ridículo pretender que un hombre no puede estar cierto de que piensa y existe, que el todo es mayor que la parte, &c., sin averiguar primero si los demás hombres están ciertos de las mismas verdades. Añádase a esto, que necesitaremos un nuevo criterio para determinar el número y calidad de los hombres suficientes para constituir lo que Lamennais llama sentido o consentimiento común (1). [185]

{(1) «Un criterio, mayormente si tiene la pretensión de ser el único, ha de reunir dos condiciones: no suponer otro, y tener aplicación a todos los casos. Cabalmente el del consentimiento común es el que menos las reúne; antes que él está el testimonio de los sentidos; pues no podemos saber que los demás consienten, si de esto no nos cercioran el oído o la vista...
Este criterio no es posible en estos casos, y en muchos otros es harto difícil, cuando no imposible del todo. ¿Hasta qué punto se necesita el consentimiento común? Si la palabra común se refiere a todo el linaje humano, ¿cómo se recogen los votos de toda la humanidad? Si el consentimiento no debe ser unánime, ¿hasta qué punto la contradicción o el simple no asentimiento de algunos destruirá la legitimidad del criterio?» Filos. Fund., lib. 1º, cap. XXXIII.}

Con respecto a la opinión de Beautain y Huet.

1ª La fe divina presupone naturalmente otros criterios, porque, aparte de la acción especial y sobrenatural de Dios, adquirimos la fe mediante el testimonio de los sentidos, o sea oyendo, viendo y leyendo los motivos de credibilidad, así como también conociendo y discurriendo sobre la santidad de la doctrina, de los predicadores, de los testigos, &c. Luego la fe divina, antes de poder servir de criterio, presupone necesariamente el de conciencia, el de evidencia, y sobre todo el de los sentidos externos, y por consiguiente no puede apellidarse primero, ni único.

2ª Además, que nadie espera, necesita, ni hace uso de la fe divina, para asentir con toda certeza a estas y otras verdades: «yo pienso y existo: el todo es mayor que la parte: los cuerpos que toco y veo existen realmente fuera de mí, &c.»

Refutadas estas opiniones, expondremos con la posible brevedad la nuestra sobre esta materia, condensándola en los siguientes puntos:

1º La evidencia puede tomarse: 1º en cuanto se refiere a la verdad de las proposiciones, según que éstas expresan la conexión o repugnancia del predicado con el sujeto: 2º en un sentido general o más lato, según que se llama evidente toda verdad que se presenta con claridad y lucidez al entendimiento, ya sea que esta verdad exprese la relación entre un predicado y un sujeto, ya sea que se refiera a un hecho, fenómeno, u objeto diferente.

2º En el primer sentido, la evidencia constituye un criterio especial, relativo a cierta clase de juicios y verdades, y no puede decirse, ni único, ni principal con respecto a los demás. Empero, tomada la evidencia en el segundo sentido, bien puede decirse que constituye el criterio universal y único de verdad. Porque, si bien se reflexiona, si se me pregunta por qué estoy cierto de que pienso y existo, contestaré que porque experimento con toda evidencia mi pensamiento y existencia en mí: si se me pregunta por qué tengo certeza de que esta mesa es dura y es un cuerpo, contestaré con razón que son cosas que siento evidentemente o percibo con toda [186] claridad y lucidez: en una palabra, siempre que asentimos con firmeza absoluta e infalible a alguna cosa, asentimos porque la verdad de aquella cosa se presenta a nuestro entendimiento con toda claridad y lucidez, o sea como verdad objetiva evidente por sí misma. Luego bien puede decirse que la evidencia, tomada en el sentido indicado, es el criterio universal, primario, y, en cierto modo, único de verdad. Con razón, pues, dice santo Tomás, que la razón última de la certeza que acompaña al juicio natural e infalible en el hombre, inest ex ipsa evidentia eorum quae certa esse dicuntur.

3º Aunque, según dejamos manifestado, el consentimiento común no es el criterio primero ni único, ni siquiera constituye un criterio especial, puede y debe ser considerado como criterio supletorio de otros criterios. La razón es que, en realidad, nos servimos frecuentemente de él para asegurarnos de la verdad en el ejercicio o uso de otros criterios. Por ejemplo, cuando se trata de verdades de evidencia mediata, si vemos que los demás tienen por legítimo el raciocinio mediante el cual descubrimos y asentimos a una verdad, la evidencia mediata es confirmada y robustecida por el consentimiento de los demás hombres. Una cosa análoga podemos observar con respecto al criterio de los sentidos, cuyo testimonio, como criterio de verdad y de juicio cierto, recibe fuerza y vigor del consentimiento de los demás hombres, cuando nos consta que éstos perciben o sienten la cosa del mismo modo que nosotros.

Escolio

Hay algunos filósofos, y entre ellos cuéntase nuestro Balmes (1), que pretenden que el criterio de evidencia no contiene [187] más que la conciencia y el instinto intelectual o sea el sentido común, con los cuales se identifica por consiguiente a parte rei. Esta opinión nos parece inexacta y absolutamente falsa: 1º porque el criterio de evidencia, considerado en sí mismo, es independiente de la conciencia, como también del instinto intelectual, según es fácil observar en los primeros principios, a los cuales asentimos con absoluta certeza, no a causa de la conciencia ni del sentido común, sino a causa y en virtud de la verdad objetiva que en ellos brilla y se presenta con toda claridad.

{(1) He aquí algunos de sus pasajes que no permiten dudar de su modo de pensar en esta materia: «El criterio de la evidencia encierra dos cosas: la apariencia de las ideas: esto pertenece a la conciencia; el valor objetivo existente o posible; ésto pertenece al instinto intelectual. [187]
La conciencia, escribe en otra parte, nos dice que vemos la idea de una cosa contenida en la de otra; hasta aquí no hay más que apariencia... Pero este fenómeno anda acompañado de un instinto intelectual, de un irresistible impulso de la naturaleza, el cual nos hace asentir a la verdad de la relación, no solo en cuanto está en nosotros, sino también en cuanto se halla fuera de nosotros en el orden puramente objetivo... Así se explica cómo la evidencia se funda en la conciencia, no identificándose con ella, sino estribando sobre la misma como en un hecho imprescindible, pero encerrando algo más: a saber, el instinto intelectual que nos hace creer verdadero lo evidente.» Ibid., cap. 23.}

2º Esta opinión destruye la ciencia como adquisición racional. Los que sostienen dicha opinión sostienen también, por una parte, que la conciencia nada nos enseña acerca de lo que existe fuera de nosotros, y por otra, que lo que llaman instinto intelectual o sentido común, es un movimiento ciego, un impulso irresistible de la naturaleza. Luego la certeza científica, en cuanto se refiere a la realidad objetiva de las cosas, no tiene más fundamento o razón de ser que un impulso ciego e irresistible, y por consiguiente la ciencia no puede llamarse una cosa racional o intelectual, sino más bien instintiva y natural. Esto, si no es escepticismo e idealismo puro, es camino llano y lógico para llegar a estos sistemas. [188]

Artículo VII
Causas de los errores y defectos del juicio

Las causas y ocasiones más frecuentes de errores y juicios defectuosos en el hombre hállanse en los sentidos, en la voluntad y en el entendimiento.

Los sentidos.

Ya dejamos consignado que, en rigor, los sentidos no son causa de error, porque siempre perciben los objetos de la manera que exigen las condiciones que acompañan su ejercicio. Pueden decirse, sin embargo, ocasiones de error y de juicios defectuosos, según que algunas veces representan los objetos bajo un punto de vista no conforme con la realidad; la vista nos presenta la luna como un cuerpo de pequeña magnitud, una torre cuadrada con la figura redonda, un cuerpo con color diferente del que tiene en realidad, si el órgano está enfermo, &c. Estas sensaciones y otras análogas pueden ocasionar errores o juicios defectuosos en un hombre que las tome como reglas para juzgar de los objetos, bien que no los ocasionarán en el que tenga presentes las condiciones que deben acompañar al testimonio y uso de los sentidos, para que puedan servir de regla y motivo del juicio. Lo cual quiere decir que los indicados errores, aunque ocasionados por los sentidos, serán causados o producidos por la precipitación de la razón (1). [189]

{(1) Por eso decía con razón Reid: «Beaucoup des pretendues deceptions des sens en sont que des consequences imprudentement tirées de leur temoignage. En pareil cas, le tamoignage des sent est vrai, et la consecuence que nous en deduisons fausse... Ainsi l'homme qui a eté abusé por une puece de fausse monnaie en manque pas de dire, que ses susns l'ont trompé; mais son accusation en tombe pas sur le vrai coupable; car ¿demandez lui si ses sens l'ont trompé sur la couleur, la figure, ou l'empreinte? non: c'est cependant á quoi se reduit le temoignane inmediat de ses sens; mais il [189] en a conclu la bonté de la piece de monnaie, et la consequence, n'étaít pas legitime. La décepcion ne vient pas d'eux, mais de son mauveais raisonnement...
Ainsi donc, en distinguant avec soin, ce que nos sens attestent réellement, des consequences que le raisonnement tire de leurtemoignage, on voit s'evanouir une foule des illusions qu'on leur prête et qui ne sont que des erreurs de notre propre jugement.» Oervr. compl., edit. cit., t. 4º, pág. 38 et sigs.}

La voluntad.

Suministran con frecuencia ocasión de error y juicios defectuosos:

a) El amor inmoderado de sí mismo, afección que lleva consigo la propensión a preferir y anteponer nuestras cosas a las de otros, así como también a juzgar favorablemente de las cosas que amamos, y desfavorablemente de las que aborrecemos.

b) El amor exagerado de otros. La experiencia nos enseña, en efecto, que con facilidad juzgamos verdadero y bueno lo que nos enseñan o afirman los maestros, los amigos, compañeros, &c., y por el contrario, que tenemos cierta propensión a mirar como falsas o malas las cosas que enseñan nuestros enemigos, o los que pertenecen a diferente religión, patria, corporación, estado, escuela, &c. A juzgar por los elogios de algunos escritores antiguos, Aristóteles es el non plus ultra de la razón y de la sabiduría humana (1). Si escuchamos a algunos modernos, especialmente del siglo pasado, no pasa de ser un filósofo vulgar, y casi un mero sofista. Con esta fuente de preocupaciones tiene afinidad.

{(1) Véase en prueba cómo se expresaba Averroes al hablar de Aristóteles: «Nullus eorum qui secuti sunt eum usque ad hoc tempus, quidquam addidit: nec invenies in ejus verbis errorem alicujus quantitatis.»}

c) El amor desordenado de la antigüedad y de la novedad. Hay algunos que nada hallan laudable ni científico, sino lo que hacían y enseñaban los antiguos, como si la doctrina de éstos hubiera agotado para siempre las fuerzas de la naturaleza humana. Otros, por el contrario, miran con soberano [190] desprecio los trabajos, hechos, y sobre todo la doctrina de los antiguos, como si el mundo todo hubiera permanecido en completa ignorancia de la verdad hasta que ciertos escritores modernos vinieron a disipar las tinieblas en que yaciera sumergido. Y lo más gracioso es que generalmente los que se desatan en diatribas estúpidas contra los antiguos, no han saludado sus obras y carecen de ideas exactas sobre su doctrina y opiniones.

d) Las pasiones o apetitos de la parte sensible son otra de las causas más poderosas, a la vez que más frecuentes, de juicios erróneos y defectuosos. Esta perniciosa influencia de las pasiones se revela y ejerce bajo dos conceptos principales: 1º porque excitan en la voluntad afecciones análogas a las que el sujeto experimenta en la sensibilidad, y por consiguiente oscurecen y perturban el juicio del entendimiento, el cual es arrastrado o impulsado por la voluntad a juzgar de los objetos en armonía con sus afecciones y con las de la sensibilidad: 2º porque la vehemencia de las pasiones, debilita la fuerza propia de la voluntad y del entendimiento, en atención a que la actividad del alma decrece y se debilita con respecto a las facultades del orden intelectual, en proporción de la intensidad con que se aplica a las del orden sensible. Así es que observamos que la ira, el dolor, el deleite, cuando son intensos y vehementes, impiden el desembarazado y libre uso de la voluntad y de la razón (1).

{(1) La razón filosófica de este curioso fenómeno la señala santo Tomás con su profundidad y concisión acostumbradas en el siguiente pasaje: «Quia omnes potentiae animae in una essentai animae radicantur, necesse est quod quando intentio animae vehementer trahitur ad operationem unius potentiae, retrahatur ab operatione alterius; unius enim animae non potest esse nisi una intentio. Et propter hoc si aliquid ad se trahat totam intentionem animae vel magnam partem ipsius, non compatitur secum aliquid aliud quod magnam attentionem requirat.» Sum. Theol., 1ª p., cuest. 37, art. 1º.}

El entendimiento.

a) La imperfección o limitación de éste, es la primera y [191] acaso principal causa de error y juicios defectuosos. El hombre ocupa el último grado en la escala de los seres inteligentes, cuyo grado es Dios, inteligencia infinita, y como dice con profundo sentido filosófico santo Tomás, posee un entendimiento que es pura potentia in ordine intelligibili; porque, en efecto, el entendimiento humano nace privado de todo conocimiento intelectual, pero con capacidad o aptitud para adquirirlos y poseerlos todos. Si a esto se añaden las dificultades que lleva consigo un ingenio tardo, la falta de atención, la debilidad innata y la escasez de la luz del entendimiento, que obliga a ésta a usar de abstracciones y precisiones múltiples para llegar al conocimiento completo de un objeto que no puede abarcar de una sola ojeada, será preciso confesar que la imperfección misma de nuestro entendimiento es origen y ocasión de muchos errores y juicios defectuosos.

b) El abuso de vocablos es también frecuente causa u origen de errores. De aquí las disputas de palabras, la oposición de sistemas y opiniones, más bien aparente que real. El apartarse de la significación recibida y atribuir a las voces sentido arbitrario, es lo que produce confusión en las ideas y los errores consiguientes a aquélla (1).

{(1) No sin razón escribe Reid a propósito de esta materia: «Il n'y a point obstacle plus grand aux progrés de la science que l'ambiguité des mots. C'est à elie qu'il faut rapporter, comme à leur source principale, ces sectes qui sur tant de points divisent le monde savant, et ces controverses qui se transmettent d'age en age sans fruit.» Oeuvr. cit., t. 3º, pág. 1ª.}

c) La educación. Entregados en la infancia en manos y en compañía de criados, mujeres y niños; acostumbrados luego a creer ciegamente lo que los padres y maestros nos enseñan, llegamos a la edad adulta con no pocos juicios, o defectuosos, o formados por lo menos sin discernimiento y sin motivos racionales. De aquí la necesidad de examinar estos juicios, y separar por medio de la reflexión y aplicación de los [192] criterios de verdad, los verdaderos de los falsos, los ciertos de los dudosos, los racionales y fundados de los supersticiosos e infundados.

d) El método inconveniente en los estudios. Bien puede asegurarse que esta es una de las principales fuentes de error. De cuatro maneras principalmente tiene lugar el método inconveniente de estudios.

Por defecto de recta elección, es decir, cuando alguno se dedica a ciencias para las cuales no posee aptitud natural; pues es bien sabido que hombres que hacen rápidos progresos en determinadas ciencias ofrecen ineptitud casi completa para otras.

Por defecto de orden, como acontece cuando se pasa al estudio de ciencias superiores, sin conocer previamente aquellas sin las cuales no se pueden poseer a fondo las primeras, ni siquiera adquirirlas con mediana perfección. Sin conocer la Lógica que enseña a pensar y discurrir bien, pocos progresos sólidos podrán hacerse en las demás ciencias, así como sin las matemáticas no se pueden adquirir grandes conocimientos en química, astronomía y otras análogas.

Por enciclopedismo científico, bajo cuyo nombre queremos significar la opinión y práctica tan generalizadas, por desgracia, de estudiar y enseñar a la vez multitud de ciencias las más diversas y difíciles. A juzgar por el método de estudios que en esta parte se practica, sería preciso pensar que nuestros estudiantes, maestros y literatos, son hombres todos de talento enciclopédico, capaces de conducir de frente todas las ciencias, como si fueran otros tantos san Agustín, santo Tomás o Leibnitz (1). [193]

{(1) De esta confusión y superficialidad de estudios, unidas a una presunción tan generalizada como injustificable, procede ese pedantismo científico, periodístico y social, con que el hombre observador tropieza a cada paso. En libros, en conversaciones, y sobre todo en periódicos, se descubre con frecuencia, notable confusión e inexactitud de ideas, abundando los errores de todo género, sin [193] excluir la parte de formas y de estilo. Estos errores, esa confusión de ideas, esos pensamientos peregrinos y ligeros, esas afirmaciones superficiales, inexactas y contradictorias, son el resultado natural de ése enciclopedismo literario, que se traduce y revela en el prurito pedantesco de hablar de todos los ramos del saber humano, sin poseer a fondo ninguno de ellos. La verdad es que no se puede menos de experimentar cierto sentimiento de repulsión, a la vez que de lástima, viendo a los hombres que pasan por ilustrados, estampar con la mayor serenidad y aplomo, especialmente en los periódicos, errores los más groseros y triviales.}

Por el menosprecio de las ciencias metafísicas. La experiencia nos enseña que en nuestros tiempos se descuidan y abandonan casi por completo las ciencias propiamente filosóficas, y principalmente las metafísicas, para entregarse a las utilitarias, como la medicina y el derecho, y más todavía a las que tienen relación inmediata con las artes, la industria y el comercio. Y sin embargo, el hombre no puede ser jamás verdaderamente sabio, ni merecer el dictado de hombre de ciencia, si no posee las ciencias filosóficas y metafísicas, que son como la raíz, la base y la razón de ser de las demás. Por otra parte, la ignorancia y abandono relativo de las ciencias filosóficas y metafísicas, lleva consigo la ignorancia acerca de los grandes problemas religiosos y morales que interesan más de cerca a la humanidad, ignorancia que es fácil observar con frecuencia en los hombres ilustrados y de letras.

Artículo VIII
De la crítica

Como complemento de lo dicho hasta aquí acerca de los criterios de verdad, sus caracteres y aplicaciones, creemos conveniente exponer algunas nociones acerca de la crítica, en la parte que presenta mayor afinidad con la Lógica, o sea con el oficio y fin de la misma.

Claro es que no se trata aquí, ni de la crítica general, ni [194] de la histórica, ni de la estética, ni de la literaria, sino únicamente de la que pudiéramos llamar crítica hermenéutica, o sea la parte de la crítica histórica y filológica que se refiere al discernimiento o juicio recta acerca de la autenticidad y sentido de los libros pertenecientes a épocas y autores anteriores.

La importancia lógica de poseer algunas nociones y reglas sobre esta materia, se desprende de lo que en páginas anteriores hemos consignado, y la misma experiencia nos enseña, a saber, que la mayor parte de nuestros conocimientos científicos los alcanzamos y poseemos mediante el auxilio de libros escritos por otros; y estos conocimientos no pueden ser seguros y racionales para nosotros, sino con dependencia de su autenticidad y sentido genuino.

§ I
Autenticidad de los libros

Un libro se puede apellidar auténtico en dos sentidos: 1º si es genuino, es decir, si fue escrito realmente por el autor cuyo nombre lleva: 2º si no contiene ninguna mutilación o interpolación. Para discernir y juzgar rectamente acerca de estos extremos, conviene no perder de vista las siguientes reglas:

Si en códices antiguos un libro se atribuye a otro autor diferente, puede tenerse esto por indicio probable de que el libro no es auténtico; a no ser que milite en contra alguna grave consideración. Razón de la primera parte: el testimonio de autores contemporáneos y más próximos a la época del escritor, es preferible, caeteris paribus, al de escritores posteriores. Razón de la segunda: puede acontecer que un libro se haya publicado primero sin nombre de autor o con nombre fingido por razones especiales, y que después conste por documentos [195] fidedignos quién fuese el verdadero autor del libro que anteriormente había aparecido anónimo o bajo ajeno nombre.

Un libro reconocido por genuino constantemente por escritores contemporáneos y posteriores, excluye toda nota de suposición. El silencio de algunos contemporáneos, por sí solo, no es suficiente motivo para negar su autenticidad atestiguada por otros igualmente contemporáneos o próximos al autor.

La segunda parte de esta regla tiene relación con lo que se llama argumento negativo en esta materia, acerca del cual conviene tener presente, que puede tener lugar de tres maneras: 1ª cuando todos los escritores contemporáneos e inmediatos guardan silencio acerca del libro o suceso histórico: 2ª cuando al lado del silencio algunos contemporáneos, existe el testimonio positivo de otros, también contemporáneos: 3ª cuando el testimonio de los contemporáneos es uniforme y positivo en orden a la sustancia del hecho, pero algunos discrepan o guardan silencio acerca de determinadas circunstancias del mismo. Al profesor pertenece ampliar estas nociones y explicar la fuerza del argumento negativo, según sus diferentes combinaciones.

Cuando un libro contiene sentencias u opiniones contrarias a las contenidas en otras obras genuinas del mismo autor, no debe tenerse por auténtico, o por lo menos, debe sospecharse interpolación, a no ser que conste por otra parte que aquel autor mudó de opinión sobre aquella materia.

Si en una obra se hace alusión o se mencionan cosas o personas posteriores a la muerte del autor a quien se atribuye, se tendrá indicio cierto de suposición o de interpolación. [196]

La diversidad de estilo puede suministrar indicios más o menos probables de falta de auntenticidad.

Digo más o menos probables, porque la diversidad o semejanza de estilo, por sí solas, no bastan ordinariamente para atribuir con seguridad un libro a determinado autor, ya por la dificultad de discernir los estilos de los escritores, ya principalmente porque un mismo autor puede usar de diferente estilo, según la edad, materia, o argumento, objeto, voluntad, &c.

Si en antiguos códices falta algo que se halla en los posteriores, hay indicio probable de interpolación. Si, por el contrario, en los códices antiguos se lee alguna cosa notable que falta en los modernos, habrá indicio probable de mutilación.

Igualmente puede sospecharse interpolación o mutilación, si en alguna obra no se hallan los pasajes citados o transcritos por escritores antiguos, especialmente si éstos son contemporáneos del autor.

Escolio

Un libro puede denominarse apócrifo en tres sentidos: 1º cuando no es canónico, es decir, no pertenece al canon de libros sagrados reconocidos por la Iglesia: 2º cuando contiene narraciones extravagantes o inverosímiles acerca de las cosas de religión y moral cristiana, aun cuando haya sido escrito verdaderamente por los autores cuyo nombre lleva, como sucede con algunos de los que el papa Gelasio llama apócrifos: 3º cuando, o es dudoso, o se ignora completamente el autor del libro. [197]

§ II
Hermenéutica

Para comprender e interpretar convenientemente el sentido de un autor o de sus obras, podrán contribuir las reglas siguientes:

El modo de interpretar las palabras, debe estar en relación con la naturaleza del libro y de su autor.

Claro es que no se deberá interpretar del mismo modo o bajo el mismo punto de vista un libro escrito por un hombre vulgar o ignorante, y el escrito por un profundo filósofo; ni tampoco el libro de un gentil y de un cristiano, un libro perteneciente a la Sagrada Escritura, como un libro puramente humano.

Es útil conocer la lengua en que fue escrito el libro; y las palabras del autor se deben exponer en armonía con las opiniones y afecciones del mismo, y, no, en armonía con nuestros deseos, ni con nuestros sistemas u opiniones.

Cuando se trata de saber y discernir el significado de las palabras de un autor, no debemos atender a lo que nosotros deseamos o nos conviene que signifiquen, sino a lo que realmente quiso significar aquél, atendidas sus opiniones, sistemas, afecciones y demás circunstancias del escritor.

Las palabras de un escritor deben tomarse en el sentido obvio y literal, mientras no se siga algún absurdo o inconveniente, o mientras que no conste por otro camino que fue otra la intención del mismo. [198]

Conviene leer el prólogo del libro y la vida del autor. Porque esta lectura nos suministra datos para conocer las intenciones, opiniones y afecciones del autor, así como la naturaleza y el objeto del libro, cuyo conocimiento facilita su inteligencia.

Si en las obras de un autor encontramos opiniones y doctrinas discordantes o contrarias, deben conciliarse si es posible: de no serlo, se deberá tener como el autor la opinión emitida con posterioridad, especialmente si la emite tratando de la materia ex profeso.

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Zeferino González Filosofía elemental (2ª ed.)
Madrid 1876, tomo 1, páginas 145-198