Filosofía en español 
Filosofía en español

De la confederación de los pueblos

Plácido Jove Hevia

De la confederación de los pueblos,
como único medio de realizar su derecho natural

———
 

Discurso leído en la Universidad Central,
por Plácido Jove y Hevia,
Abogado del Ilustre Colegio de esta Corte,
e individuo de la Sociedad Económica Matritense.

En el acto de recibir la investidura de
Doctor en la Facultad de Jurisprudencia.

———
 

Madrid
Imprenta del Colegio Nacional de Sordo-Mudos
1848

 

Ilustrísimo Señor:

Debiendo ocupar por un momento vuestra atención en este día con una de las cuestiones comprendidas en la sublime ciencia de lo justo, para manifestar en ella mi profesión de fe científica, he tratado de formular un principio que abrazase la noción del derecho en su mayor extensión: en las relaciones obligatorias de las sociedades entre sí. Voy a demostrar que estas relaciones obligatorias solo pueden ser garantidas por una confederacion de todas las naciones civilizadas. Conozco la dificultad de la tarea que me he impuesto y la de la recta deducción de la gran consecuencia que presentaré como desarrollo de aquel principio; pero confío en la indulgencia de quienes tantas veces me la han dispensado.

El derecho es la condición eterna de la naturaleza racional. El derecho es independiente de toda creación humana. El derecho es independiente de la ley escrita, porque el derecho es anterior a las legislaciones positivas. Solo niegan esta verdad los panteístas, porque no siendo todo el universo más que modificaciones de la divinidad, nada existe bajo la esfera del derecho, nada [4] puede ser regido. –Los Escépticos, porque negándolo todo no podían privar al derecho de los honores de su negación. –Los sensualistas, porque habiendo formulado la escuela del placer, no reconocen otra norma de justicia más que el placer mismo, tan inconstante y vario como los seres sobre quienes obra. Su derecho, producto de combinaciones, que podemos llamar mecánicas, solo tiene las condiciones de un artefacto. –Las demás escuelas que niegan un derecho natural pueden reducirse a las referidas.

Reconociendo en el derecho los demás filósofos algo más que los hechos, que las simples intuiciones y que los pactos, han tratado de derivarle de algún principio que satisficiese a todo lo que ellos comprendían por tal. Así Pitágoras le halló en la armonía, que él aplicaba al mundo intelectual como al sensible. Este pensamiento fue continuado por Platón y más espiritualizado aun, pues suponía a la idea de lo verdadero, de lo bueno y de lo bello, como los prototipos del orden moral existentes en Dios. Aristóteles rebajó la idea del derecho hasta adoptar como tal las prácticas de la humanidad. Los estoicos volvieron a pensar en el derecho como cosa distinta y superior a las leyes. El Escolasticismo desvirtuó la verdadera noción del derecho, porque le impuso la autoridad de la doctrina cristiana que pertenece a la moral y que por lo tanto debe obrar en otra esfera. La escuela a cuyo frente se hallaron Grocio, Pufendorf y Wolff, reconociendo la sociedad como primera necesidad humana, trató [5] de establecer la idea del derecho por lo que favoreciese o perjudicase al orden social, haciéndole dimanar de los que ellos llamaban appetitus societatis. Hay otras escuelas que habiendo sentido en el siglo pasado la viciosa organización de las sociedades civiles, la falta de libertad que en ellas disfrutaba el individuo y las enormes desigualdades sociales, trataron de colocar el principio del derecho ya en la libertad individual, ya en la igualdad absoluta. Reconocía como su base fundamental la escuela de la libertad, que la de cada individuo pudiera coexistir con la de los demás: la escuela de la igualdad que no se alterase esta nunca en el establecimiento de las relaciones sociales. Se fundaban ambas escuelas en un supuesto estado primitivo anterior a toda sociedad, en el cual se aseguraba que habían existido aquellos principios de una manera absoluta, y en un supuesto pacto celebrado para la formación de las sociedades, en el cual los hombres no habían renunciado a su indefinida libertad ni a su primitiva igualdad. Son innegables los beneficios que debemos a estas escuelas no tanto por lo que han creado cuanto por lo que han destruido; pero parten de un principio falso: de ese estado que llaman natural, cuya existencia está desmentida por la filosofía y por la historia, y que aun habiendo existido no podría servir de punto de partida, ni tampoco llamarse estado de la naturaleza, pues chocaría con los elementos naturales que constituyen la personalidad humana. La sociedad no dimana de un pacto, dimana de la naturaleza del [6] hombre, ¿ni cómo puede suponerse ese pacto sin convocación, sin discusión, sin recíprocas garantías? Los hombres que se suponen aislados, ¿cómo se reúnen? ¿Quién los reúne? ¿Qué doctrinas van a realizar? Falsean por su base estos sistemas, porque se han olvidado del elemento social, por eso Rousseau retrocede hasta el hombre de las selvas, y por eso el liberalismo absoluto no ha servido más que como ariete: él toma a la libertad por fin del hombre y de la humanidad, cuando es tan solo uno de los medios que contribuyen a realizar aquel mismo fin.

¿Cuál es, pues, la verdadera noción del derecho? Nuestras hermanas las universidades de Alemania nos lo han dicho en estos últimos tiempos. Sobre las contiendas de las escuelas exclusivas y por lo tanto falsas, aparece la gran figura de Kant, abrazando todos los elementos que hasta entonces se habían creído encontrados y coordinando todas las verdades para formar la gran verdad. Kant y las escuelas de él derivadas han dado cima al estudio de la noción del derecho, si bien son demasiado abstractas y hasta ininteligibles a veces a nuestra comprensión meridional, en lo que respecta a los principios puramente filosóficos.

El derecho debe dimanar de la naturaleza humana: de sus elementos constitutivos y de su fin; sus elementos constitutivos dimanan de la personalidad y son la libertad, la igualdad y la sociabilidad. La libertad esencialmente individual; la igualdad esencialmente general; la sociabilidad lazo [7] de unión que las modifica y que no debe desatenderlas nunca. Tales son los elementos constitutivos del hombre y los medios para el cumplimiento de su fin, que es el desarrollo de todas sus facultades intelectuales, morales y físicas. Las antiguas escuelas procedían como el que para indagar las propiedades químicas de un cuerpo no estudiase más que uno de los simples de que se compusiese, olvidándose de los demás, que hasta podían contrariar las propiedades del elemento analizado.

Todos los atributos esenciales y todos los fines de la naturaleza humana en sus relaciones obligatorias: he aquí el derecho. Él es uno mismo en cualquier esfera de actividad en que obre: en la familia como en las pequeñas comunidades, en las naciones como en la gran asociación universal, es siempre el mismo en su esencia; solo varía en atención a las individualidades a que se le aplica: es como una expresión matemática en que solo hay que sustituir los términos.

Entremos ya de lleno en el objeto de esta discusión: si hemos tardado en llegar a él es que era preciso fortificar el suelo sobre el cual íbamos a fundar nuestro edificio, es que estábamos trazando un sistema general de donde deducir nuestra conclusión, es que estábamos formulando la expresión matemática: será ahora muy sencillo nuestro razonamiento.

En la gran sociedad de las naciones estas son los individuos, por consiguiente deben garantirse su mutua libertad e igualdad al realizar su elemento social: [8] solo así vivirán en el derecho; pero este derecho de las naciones, este derecho internacional ¿puede practicarse por el solo conocimiento de su noción filosófica, sin una manifestación expresa, sin un empeño formal de las naciones mismas que le eleve a poder? De ningún modo: en la sociedad familiar hay un poder material determinado por las condiciones inherentes a la familia: en la agregación de las familias, como en las naciones nunca se realizaría el derecho sin un poder regulador, porque es imposible despojar a los hombres de las pasiones e instintos que pueden contrariar aquel derecho: en la asociación universal preciso es también ese poder para contrarrestar los instintos ilegítimos que pueden desarrollarse en algún pueblo. Debe ser delegado por las mismas individualidades y atender tan solo a las contiendas que entre ellas se susciten, dejando siempre a salvo su libertad e igualdad. El error del benévolo St.-Pierre ha sido querer conferirle una influencia directa en los negocios interiores de las naciones, porque esto equivaldría a concederle una soberanía que no le corresponde y a proclamar una política estacionaria, extraña a la acción civilizadora del tiempo. La filosofía reclama la gran asociación, y la asociación necesita de un poder; pero tal como le hemos determinado.

La historia por su parte nos presenta el constante malestar de las naciones por la falta de ese poder superior que las hiciese observar el derecho. Las sociedades antiguas no son censurables [9] porque no hayan reconocido esta verdad: hicieron mucho con reconocer el derecho en el individuo y arreglarle del modo que le comprendían. Su escasa civilización sólo las hacía ver en la guerra con los extranjeros una ocasión de aumentar su territorio a los jefes, de enriquecerse con el botín a los soldados, y de satisfacer instintos feroces a todos: el territorio era disminuido a su vez, el botín era recobrado, y los instintos feroces se ejercían en contra de los que antes habían sido vencedores. ¿Qué era por entonces de la libertad e igualdad de los pueblos entre sí y del espíritu de sociabilidad de los mismos? Estaban ahogados en sangre: pudiera decirse que el alma de la humanidad estaba dominada por la materia, como lo está la del niño en sus primeros años. La fuerza era el único juez entre los pueblos, y no de una manera simulada y con ciertas restricciones momentáneas llamadas tratados, como lo es en la actualidad, sino de una manera explícita, como si el elemento racional no fuera nada en el hombre y sólo debiera predominar su excelencia física.

La humanidad ha manifestado sin embargo, aun en aquellos tiempos, su gran tendencia a la unidad; pero como las grandes agregaciones se han hecho por medio de la conquista, imposibilitando la acción del derecho entre los pueblos, y muchas veces también entre las familias, esas grandes agregaciones no podían ser duraderas. El imperio de los Asirios, el de Alejandro, el de Augusto, el de Carlo-Magno, el de Carlos V y [10] el de Napoleón, como antinaturales y forzados que eran, como atacaban la libertad e igualdad de los pueblos, como no tenían otra regla de sociabilidad más que la dominación y explotación de los extraños, no tardaron en ser despedazados. La sangre derramada no ha tenido nunca la propiedad de unir dos pueblos diferentes; el derecho es el solo lazo que puede ser permanente: el derecho es el solo que puede favorecer la gran tendencia a la unidad social, comenzando por la de las naciones más adelantadas para ir conquistando con el ejemplo el resto de los pueblos; pero no se crea que esta unidad requiere una aglomeración absoluta: es tan solo una tendencia al mismo fin, al fin de la humanidad; mas con variedad en las individualidades que tratan de conseguirle, porque desde Wolff se repite que la mayor perfección es la mayor armonía en la variedad y en la tendencia a un mismo fin. No es que el mundo deba ser un solo imperio, es que los imperios deben tener un lazo común formado por el derecho.

Hace algunos siglos que mejoran de carácter las relaciones internacionales: desde que Fernando V introdujo la costumbre de los Embajadores permanentes, desde que se vieron los buenos resultados de algunas pequeñas confederaciones, desde que varios filósofos de los cuerpos universitarios, que siempre han hecho tanto bien a la causa de la humanidad, demostraron que hay entre los pueblos relaciones de derecho y que sus intereses no son siempre opuestos entre sí, aquel [11] carácter mejoró algún tanto, sin que se haya realizado aun su cambio fundamental. Hay tratados entre las naciones: pero solo se rigen en su contratación y en su observancia por la falsa base de lo que suponen su propio interés, resultando casi siempre, que es la fuerza su juez y la utilidad, la necesidad o el temor, los únicos motivos de su acción. La diplomacia se halla reducida a un cambio de ceremonias, o a una fábrica de engaños. Lo que se llamaba equilibrio Europeo no era más que un pretexto, un fantasma, para motivar y sostener grandes injusticias. No puede realizarse el derecho si no está garantido por un poder; pues faltando este reina tan solo la fuerza. De aquí las guerras nacionales en las que todos los combatientes dicen que no hacen más que defenderse, dimanando su derecho de la defensa como pudiera hacerlo un individuo aislado en determinadas circunstancias; pero traspasando siempre los límites naturales de ella. El principio de defensa es un principio peligroso y muy poco acertado. Un poder superior para las cuestiones internacionales introduciría entre los pueblos el reinado del derecho y con el reinado del derecho el reinado de la paz. La guerra, por muy motivada que sea, no es más que un asesinato multiplicado, según el pensamiento que un hombre célebre ha emitido en un discurso que servirá de prólogo al mayor drama que ha tenido lugar en el mundo. La guerra, cualquiera que sean sus motivos, tiene siempre mucho de brutal en su acción. Los triunfos guerreros no suelen [12] ser más que un lujo de poder que hacen los gobiernos a costa de los pueblos: solo son justificables sosteniendo la independencia, porque entonces pelean por la paz. Las conquistas son siempre demasiado costosas: no hay general que no repita el sabido escrito de Aníbal a los cartagineses: «He batido a los romanos, enviadme tropas: he impuesto una contribución a la Italia, enviadme dinero.»

El poder internacional acabaría con las conquistas evitando el escándalo de que miles de hombres, convertidos en máquinas, marchen a morir porque su señor cuente con una ciudad más en su imperio. El poder internacional realizaría la paz perpetua, tan deseada por muchos filósofos y que el gran Enrique IV ha tratado de establecer.

Hemos llegado a la prometida consecuencia de nuestra doctrina: la paz perpetua entre las naciones, la realización de la doctrina de J. C. que se anunció al mundo con himnos de paz y que no cesó de predicarla, continuando su iglesia con tan santa amonestación, pues según una reciente expresión del gran Pontífice actual: «Siempre se estremece con las discordias de los hombres.» La paz perpetua realizaría el gran pensamiento de fraternidad que conmueve el corazón de las naciones adelantadas. La paz perpetua disminuiría esos innumerables ejércitos permanentes que agotan la riqueza de las naciones, que ponen las familias a contribución robándolas sus individuos, y que dan una excesiva [13] influencia al poder militar; porque si es preciso reconocer su importancia, cuando se limita a ser la salvaguardia de la ley, forzoso es ya también que tenga efecto el cedant arma togae del grande orador.

Como según se ha dicho por autoridades respetables, no hay verdad tan demostrada como la excelencia de esta doctrina, pues se demuestra con emitirla, pasaremos a ocuparnos de los argumentos que contra ella puedan oponerse: el argumento de imposibilidad es el principal que suele hacérsele, porque es más cómodo llamar imposible a una institución que estudiarla y realizar sus aplicaciones. Se dice que es tan solo una verdad teórica, relegándola al catálogo de las utopías, como si no fuese una recta deducción de la marcha progresiva de la humanidad y de su constante desarrollo. Cesó la guerra entre las familias con la formación de las tribus, cesó la de las tribus con la formación de las naciones, cesará la de las naciones con la asociación universal; pero cesará decimos en términos generales, pues no podrá evitar obstinadas e injustas pretensiones de parte de alguna de ellas, ni el castigo que las demás la impongan, así como los artículos de un código penal no pueden hacer desaparecer completamente la perpetración de los delitos.

Se puede oponer por alguno el temor de que ese poder internacional atente a la independencia de las naciones; pero eso sería desconocer las condiciones esenciales de ese mismo poder: [14] la gran confederación asegurará más y más la independencia de los confederados. La irritación que causó el saludo forzado al sombrero austriaco colocado en la plaza de Alfort, produjo la victoria de Morgauten y la liga helvética. El atentado contra Boston produjo el Congreso de Filadelfia; y la Suiza y los Estados Unidos de América debieron a la confederación su independencia; y la Suiza y los Estados Unidos de América son la prueba más evidente de los beneficios de la asociación, que deben impulsarnos a desear la universal de que venimos hablando. Nada puede oponerse a nuestro pensamiento más que los inconvenientes materiales del orden social; por esto no pretendemos que sea obra de un día: reconocernos la necesidad del tiempo para esta como para todas las grandes empresas.

La asociación debe comenzar por alguna de las esferas de actividad del derecho para ir poco a poco recorriéndolas todas: debe comenzar, por ejemplo, con justos tratados de comercio, con acertada reciprocidad en la legislación civil que arregle los derechos de los particulares extranjeros, con el arreglo de las cuestiones de territorio, reduciendo o extendiendo las naciones a sus límites naturales, para crear después el poder central delegado que debe conservar esos límites y hacer efectivos todos los derechos colectivos.

Y esto sucederá: no serán estériles los votos por la paz universal, aun cuando parece que nos hallamos sumidos en una guerra universal también; [15] que ya las naciones se respetan recíprocamente; ya se apagaron en gran parte los instintos de conquista entre las naciones civilizadas. Debemos esperar la paz hasta de las mismas revoluciones que nos agitan, porque su lava fertiliza siempre: la de la revolución francesa del último siglo fue la base del establecimiento del derecho político de los pueblos: la que actualmente se verifica será la base de su derecho cosmopolítico, sobre todo si el Norte trata de realizar una invasión, como lo significa por sus aprestos militares, renovando la guerra de la civilización con la barbarie; en este caso los modernos godos apresurarían la hora de la confederación de la Europa.

Bien conocemos que es muy expuesto decir a la generalidad de los hombres una verdad con la que no estén familiarizados; porque no conceden a la ciencia la facultad de anunciar las instituciones que ella crea y ella reclama, desconociendo que la ciencia que se ocupa del hombre tiene seguros observatorios y puede predecir las transiciones sociales, como la astronomía las variaciones atmosféricas. La generalidad de los hombres no da crédito más que a las verdades prácticas y es necesaria mucha fuerza de abnegación en el filósofo para arrostrar el título de visionario, así como en el hombre justo para arrostrar el de hipócrita; pero estos títulos son su martirio y no debe reusarle cuando sostiene la causa de la verdad y del bien de la misma generalidad que le martiriza. [16]

A vosotros, varones distinguidos en todos los ramos del derecho que tenéis la gran misión de formar la educación científica de las generaciones futuras, a vosotros encomiendo la defensa de la doctrina que he sustentado, para que apresuréis la construcción del edificio más digno de la razón humana y que será la corona de la civilización. Yo me tendré por feliz si contribuyo con mi grano de arena a esa obra admirable, en el día en que me vais a conferir el bautismo de la ciencia. = He dicho.

[Transcripción íntegra del texto de un opúsculo de 16 páginas. Se han ajustado algunos nombres propios: Pythágoras-Pitágoras, Pufendof-Pufendorf, Volf-Wolff.]