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Carta del Pbro. D. Félix Varelaa un discípulo suyo, [ Inédita. ] Querido A. Mi silencio respecto a las cuestiones filosóficas que hace tiempo llaman la atención del público en esa isla, no es más que una medida prudente. Toda intervención de mi parte podría mirarse como un reclamo de mi antiguo magisterio que si nunca hice valer cuando casi todos esos contendientes recibían mis lecciones, mal podría pretender ejercerle cuando se hallan a la cabeza de la enseñanza de que yo me he separado. Mas tus instancias son tales y tan repetidas, que al fin voy a manifestarte lo que pienso. Tres son los puntos controvertidos: 1º si la enseñanza de la Filosofía debe empezarse por la Física [94] o por la Lógica; 2º si debe admitirse la utilidad como principio y norma de las acciones; 3º si debe admitirse el sistema de Cousin. En cuanto al primer punto, reflexiona que las ciencias pueden considerarse en sí mismas o en el método de enseñarlas; y aunque éste debe fundarse en las relaciones de aquéllas, es vario en el modo de aplicarlas. Siendo la Lógica la ciencia que dirige el entendimiento para adquirir las otras, es claro que debe precederlas o por lo menos acompañarlas, pues lo contrario sería lo mismo que aplicar la medicina cuando ya el enfermo está sano, o traer una antorcha para alumbrar el camino cuando ya el viajero ha llegado a su término. Por consiguiente, los que defienden que debe empezarse por la Lógica han considerado las ciencias en sí mismas, y su argumento es incontestable. Mas las relaciones de la Lógica con las demás ciencias pueden irse aplicando a un objeto determinado o enseñar de un modo práctico, lo cual equivale a enseñar la Lógica simultáneamente con otra ciencia aunque el discípulo no perciba el arte con que es conducido. Entonces se aplica la medicina por grados según lo requiera la enfermedad, y la antorcha acompaña al caminante y alumbra el camino aunque no es percibida. Por consiguiente, los que quieren que se empiece por la Física no pretenden que ésta se enseñe antes que la Lógica, sino con el auxilio de ella, [95] como un mero ejercicio lógico en que el entendimiento es guiado sin sentirlo y adquiere un hábito que luego le facilita la inteligencia de los preceptos lógicos, o la ciencia lógica formada en sistema por los hombres. No hay duda de que además de la Lógica natural, de que siempre se ha hablado y que consiste en la facilidad de percibir los errores por luz de razón, hay otra que podemos llamar de educación social y científica y que es el resultado de una continua conexión por experiencia propia y por las indicaciones de otros que al fin viene a producir un hábito de acertar. Sucede lo mismo que con la gramática que puede uno aprender a hablar perfectamente sin estudiar sus reglas, si tiene quien le corrija todos los defectos, pero nunca hablará bien sin conformarse a ellas, aunque el mismo no perciba esta conformidad. Propiamente hablando, no diríamos que aprendió sin reglas, sino que aprendió las reglas sin saber que las aprendía, por no haberlas recibido en un orden sistemático. Por tanto, la cuestión no debe presentarse preguntando si se ha de enseñar la Física antes que la Lógica, sino si la Lógica debe enseñarse junto con la Física de un modo práctico y meramente preparatorio, sirviendo los objetos físicos para los ensayos lógicos. Bien advertirás que ya estamos en un campo muy diferente, y que de un golpe nos hemos desembarazado [96] de todos los argumentos deducidos de la naturaleza de la Lógica, ora para que preceda en el orden de estudios por ser la antorcha de las ciencias, ora para que se posponga por ser abstracta y menos agradable. En realidad no se anticipa ni se pospone, aunque los sistemas científicos o cuerpos de doctrina formados por los hombres se anticipen o se pospongan. Es también claro que la Lógica, aun como sistema filosófico o conjunto de reglas y observaciones, puede enseñarse con toda perfección antes de estudiar Física u otra ciencia alguna, pues el profesor, si sabe enseñarla, encontrará mil objetos sensibles y de fácil comprensión que le sirvan de ejemplo en sus explicaciones y de ejercicio a sus discípulos. Nunca podría establecerse como regla, que el que no estudia primeramente la Física no puede estudiar la Lógica o no puede por lo menos estudiarla con facilidad. Por esta razón en las universidades y otros institutos en que se enseña la Lógica después de la Física, no se exige certificación de haber estudiado ésta para empezar el estudio de aquélla. En muchas partes se enseñan simultáneamente las dos ciencias, y si no estoy equivocado, aun nuestro amigo D. José de la Luz lo practicó así y acaso lo practica. Acuérdome que cuando me escribió que enseñaba la Física antes que la Lógica le contesté que encontraba en ello una ventaja y es que [97] los estudiantes prefieren el estudio de la Física por ser más agradable y así se les forma el gusto enseñándoles al mismo tiempo la lógica sin que lo perciban. Luego venimos al último resultado, y es que no yerran los que enseñan la Lógica antes que la Física, ni los que enseñan aquélla sirviendo ésta de ensayo ; y he aquí terminada la cuestión. En cuanto a las obras elementales, creo que debemos pensar de un modo diferente, pues éstas, aunque se destinen al «uso de las escuelas, deben escribirse como si el estudiante no tuviese otra guía, y por consiguiente deben seguir el orden que en sí tienen las ciencias, empezando por la Lógica; y he aquí porque yo no he alterado el orden de mis lecciones de Filosofía dejando a los profesores que hagan el uso que quieran de ellas, posponiendo si les parece el primer tomo y empezando por el segundo. La segunda cuestión queda resuelta luego que se analizan sus términos. Trátase de encontrar la primera norma de la moralidad que mide y arregla y no es medida ni arreglada, pues en tal caso ya no sería primera; luego la utilidad, que es medida y arreglada, no puede ser la norma que buscamos, y solo es el resultado de la comparación de las acciones con dicha norma, siendo la utilidad verdadera y aparente, según que se conforma o se opone a ella. [98] Advierte que los defensores del principio utilitario responden a las objeciones diciendo que todas provienen de confundir la utilidad ilegítima con la verdadera; luego ha de haber una norma para evitar esta confusión, y dicha norma es la primaria. La idea de la utilidad de un objeto es el resultado de un análisis y una síntesis, y viene a ser como el producto en una multiplicación. ¿Diría un matemático que los productos verdaderos o bien sacados son la norma de la multiplicación? Seguramente que no. Antes diría que aplicando la norma o regla sacamos los productos y averiguamos sin son exactos, pues lo mismo debe decirse de la utilidad. Sin embargo, como siempre operamos por una razón de bien o por una utilidad, es cierto que nuestras acciones se dirigen por ellas y que es la norma inmediata o secundaria, que no sirve de prueba de la moralidad sino en cuanto conviene con la norma primaria. Para valerme nuevamente de un ejemplo sacado de las matemáticas, compararé la que llamo norma secundaria con las tablas de Logaritmos que efectivamente sirven de norma en los cálculos para abreviar las operaciones; pero están formadas por otra norma y son el resultado de otras operaciones que forman el verdadero fundamento de los cálculos. Creo que ha dado ocasión a la disputa el haber confundido la norma primaria con la secundaria, y que [99] examinando la materia con tranquilidad podrían avenirse los contendientes. Siempre se ha dicho que el hombre opera según alguna razón de bien y que éste es real si se conforma con la naturaleza de las cosas y por consiguiente con la voluntad divina que es el origen de ellas, y aparente si se la opone, siendo, por tanto, también contrario a aquélla; que las acciones que tienen por objeto un bien real son justas, y los que se dirigen a un bien aparente son viciosas. También se ha dicho siempre, que para graduar la bondad de los actos debernos considerarlos en todas sus relaciones, y que cualquiera equivocación en este punto nos hará tener por buenas las acciones malas y al contrario. Jamás ha habido un filósofo que se atreviese a negar que un bien real es una utilidad verdadera y un bien aparente una utilidad falsa. Si oímos a los defensores del sistema utilitario, nos dirán que la verdadera utilidad no depende del capricho de los hombres ni del vil interés sino que se deduce del examen de la naturaleza de los objetos y siempre es conforme con la voluntad divina. Que la verdadera utilidad es un bien real y por esta razón y no por otra la presentan como la norma de las acciones, pues como filósofos están bien lejos de oponerse al bien real o querer mal para los hombres. Por consiguiente, en sustituyendo la palabra [100] utilidad a la palabra bien, o al contrario, todos los contendientes expresarán unos mismos pensamientos, aunque el lenguaje sea diverso. Mas por desgracia la cuestión ha tenido un objeto imaginario y se ha hecho interminable. Los que atacan el sistema utilitario dan por sentado que la utilidad se gradúa al capricho o según un interés puramente individual; pero los defensores de dicho sistema responden que es una equivocación. Mas estos mismos acusan a sus contrarios de proceder neciamente fingiendo deberes imaginarios sin consultar la verdadera utilidad, esto es, sin contemplar la naturaleza de los objetos; y por consiguiente reciben por respuesta que es una equivocación. He aquí cómo unos y otros están dando palos al aire. Sin embargo de que estoy persuadido de que es una misma la doctrina de ambos partidos, debo confesar que no me ha gustado la introducción del término utilidad, que dejando las cosas como estaban, las ha dado un aspecto sospechoso. Creo que la experiencia justifica mi aserción. Expresando las palabras bien real y utilidad verdadera una misma idea, convendría no usar éstas que producen confusión y, si se quiere, que expresan doctrinas contrarias: francamente digo que es absurda la que dé el nombre de verdadera a una utilidad contraria al bien real; pero estoy seguro de que ninguno de los defensores del sistema utilitario (en la Habana) [101] está en este último caso, y así creo que la disputa es de palabras. En cuanto al sistema de Cousin, creo que también puede haber un acomodamiento si prescindimos de los errores particulares del autor, como lo hacemos con los gravísimos de Aristóteles que puede considerarse como el padre del sensualismo. El panteísmo de Cousin se deduce de algunas proposiciones esparcidas en sus obras; mas no del sistema, que solo viene a ser un espiritualismo, que seguramente no es cosa nueva. No puedo menos de admirarme de que Cousin haya hecho tanto ruido no haciendo más que repetir lo que otros han dicho: pero al fin debo ceder a la experiencia y confesar que hay nadas sonoras. Redúcese pues toda la cuestión a dejar que Cousin y sus partidarios defiendan las ideas innatas o las puramente intelectuales que no son innatas pues su objeto no se representan por imágenes sensibles. A cualquiera de estos dos sistemas a que se reduzca el Cousinianismo, debe desecharse, según mi opinión; pero no debemos alarmarnos porque otros lo sigan. Puedo decir que cuando estudié Filosofía en el colegio de San Carlos de la Habana era Cousiniano, y que antes lo fueron todos los discípulos de mi insigne maestro el Dr. D. José Agustín Caballero que siempre defendió las ideas puramente intelectuales siguiendo a Jacquier y a Gamarra. [102] El Sr. O’Gavan que le sucedió, y con quien acabé mi curso de Filosofía, varió esta doctrina admitiendo la que ahora con un terminito de moda llaman sensualismo, y yo que le sucedí en la Cátedra siempre lo enseñé, aunque sin tanto aparato. Hubo pues una época en la Habana en que se enseñaba, en la Universidad, el sensualismo absoluto; en el Seminario el sensualismo que podemos llamar moderado por admitir algunas ideas puramente intelectuales; y en el convento de San Agustín las ideas innatas, porque seguían a Purchot. Ya ves que la cuestión no es nueva. Distingamos a Cousin .de los Cousinianos, y no atribuyamos a éstos los errores de aquél, así como no atribuimos a los Aristotélicos los errores de Aristóteles. Sea o no panteísta Cousin, estoy seguro que lo serán muy pocos y acaso ninguno de los Cousinianos. Si por desgracia llegan a admitir un error tan funesto, atáqueseles con firmeza como panteístas, mas no como Cousinianos. En cuanto el sistema en sí mismo, repito que debe reducirse a un innatismo o a un espiritualismo; pues, o quiere Cousin que todas las ideas estén en el alma y ésta las despliegue, por decirlo así según las circunstancias, y he aquí el innatismo; o pretende que sin estar las ideas previamente en el alma ésta las forma sin imágenes sensibles, y he aquí el espiritualismo. No concibo un término medio [103] a no ser que se admita el sensualismo y se destruya todo el sistema Cousiniano. Ahora bien, te suplico que recuerdes lo que escribí en mi primer curso filosófico,{*} sobre la cuestión acerca del origen de las ideas, e inferirás cuán inútil la considero. Estoy tan convencido de su inutilidad, que en mi segunda obra (pues como tal considero mis Lecciones de filosofía) ni siquiera me detuve en ventilarla, porque me pareció que el mayor servicio que podía hacerle a mis discípulos, para quienes únicamente escribía, era conservarlos en la ignorancia de semejante cuestión, o mejor dicho delirio, que ni dirige el entendimiento ni rectifica el corazón. Acuérdate de una regla de mi Lógica que siempre he observado y es que toda cuestión que resulta negativa o afirmativamente da un mismo resultado en la práctica, debe desecharse. Lo mismo dirige el entendimiento para la adquisición de las ciencias un innatista que un sensualista, y así no importa mucho decidir [104] cual de los dos sistemas es verdadero, y la cuestión debe considerarse como objeto de una curiosidad filosófica. –Sin embargo en el primer curso la resolví estableciendo la siguiente proposición: –Todos los filósofos deben convenir acerca del origen de las ideas o todos defienden un absurdo. Para probarla, supongamos que se presenta un Cartesiano y dice: «hay ideas que se adquieren naturalmente y sin estudio»; –el Lockiano concederá esta proposición, y lo mismo hará el defensor de las ideas puramente intelectuales. –Venga ahora un Lockiano y diga que «la idea de Dios se adquiere por los sentidos porque ellos nos excitan a su formación». –El Cartesiano lo concederá, pues enseña que las ideas aunque innatas se excitan o despiertan por los sentidos; tampoco lo negará el que admita ideas puramente intelectuales pues por ellas nunca ha entendido que no puedan excitarse por los sentidos sino que no pueden representarse por ellos. Supongamos ahora que un defensor de este último sistema afirma que la idea de Dios no puede representarse por imagen corpórea y que en este sentido es puramente intelectual. El Cartesiano y el Sensualista convendrán en ello. Resulta pues, que todos convienen en que «hay ideas evidentes que se adquieren sin trabajo, que hay ideas cuyos objetos no pueden representarse por imágenes corpóreas, pero que podemos excitarnos a formarlas por la acción [105] de los sentidos.» –He aquí una conclusión formada de lo que cada partido afirma y los otros conceden; he aquí todos los filósofos de acuerdo. Pero supongamos que un Cartesiano dice que la idea de Dios siempre ha estado presente en nuestra alma desde el momento en qué fue creada, o que dicha idea estaba escondida en el alma y solo se manifestó cuando fue excitada, esto es, que estaba y no estaba. He aquí un absurdo. Supongamos que el Lockiano dice que «la idea de Dios se puede pintar por imagen corpórea.» He aquí otro absurdo. Afirma el defensor de las ideas puramente intelectuales «que no podemos ser excitados por la contemplación del universo a formar la idea de Dios». He aquí otro absurdo. Luego resulta que todos sostienen un absurdo, así que se desvían de la proposición en que todos convienen. Luego queda probada la primera proposición, esto es, que todos los Filósofos convienen acerca del origen de las ideas, o todos defienden un absurdo. Debemos, pues, dejarlos en paz, o como defensores de verdades evidentes, o como apasionados que no perciben absurdos tan palpables. Creo que estas reflexiones bastan para que no nos ocupemos del Cousinismo como sistema; y por lo que hace a los errores de Cousin, dejárselos en su entendimiento, y si alguno los defendiere bastará para confutarlos repetir las sólidas impugnaciones que en todas épocas han recibido, [106] pues seguramente no venimos ahora a impugnar por primera vez el panteísmo, o el sistema de emanación en lugar de la creación. No son los ateos bichos nuevos en el campo aparente filosófico, aunque en el real no se cree que jamás hayan existido. De aquí no infieras que atribuyo estos enormes errores a Cousin, sino que está justa o injustamente acusado de ellos y allá se las parta; yo no quiero constituirme ni su acusador, ni su defensor, ni su juez. También ha llamado la atención Cousin reviviendo el principio de autoridad filosófica y reuniéndolo con el Eclecticismo, siendo enteramente contrarios, pues el que cede a una autoridad no tiene elección. Sin embargo, sospecho que ha empleado estos términos en muy distinto sentido, y que al fin es un juego de voces. Indúceme a formar este juicio una proposición de mi amigo y discípulo D. Manuel González del Valle, que dice: «Como no hay progreso sin tradición doctrinal de los que nos han antecedido en la historia de la ciencia, la autoridad es el lazo que nos une con lo pasado.» Sé que Valle se ha entregado por mucho tiempo al estudio de las obras de Cousin y que es su partidario acérrimo, por cuyo motivo debo creer que la proposición es enteramente cousiniana. De ella sin embargo se infiere claramente, que la autoridad filosófica solo tiene por objeto certificar lo que han escrito los filósofos; mas no obligarnos a admitir sus doctrinas, pues entonces no podría haber progreso [107] como supone la proposición sino por el contrario tendríamos una Filosofía estacionaria. Aunque convengo en que la tradición doctrinal puede servir para el progreso de las ciencias no me parece que es absolutamente necesaria, pues la mayor parte de las invenciones y los mejores sistemas no se han fundado en doctrinas precedentes. Sirvan de ejemplo la atracción de los cuerpos y el movimiento de la tierra. Me persuado, pues, que mi amigo Valle no quiso presentar su proposición como universal, aunque los términos en que está concebida puede inducirnos a creer que lo es; sino que habla de lo que generalmente sucede. Mas supongamos que Cousin quiere que no haya progreso alguno sino que solo aprendamos a repetir: supongamos que quiere establece el Magister dixit pitagórico, y al mismo tiempo un eclecticismo monstruoso que consista en amalgamar todas las doctrinas que nos trasmite la historia filosófica. ¿Crees, querido amigo, que semejantes absurdos merecen refutarse? Y si Cousin no los ha enseñado y sus discípulos no los enseñan ¿ para qué atribuírselos? No más de Cousin. Ocupémonos ahora de los contendientes habaneros, y he aquí una de las pocas veces que me he ocupado de personas; pero conozco su gran mérito, los amo tiernamente, y más que a ellos amo a mi Patria, y por tanto quisiera que el raudal de sus conocimientos corriese más lentamente para que regase [108] y no destruyese las hermosísimas flores que en el campo de la juventud cubana han producido y producen sus desvelos. Desearía que mutuas y sencillas explicaciones produjesen una reconciliación filosófica, o que si desgraciadamente continuase la disputa, no continuase por lo menos el espíritu que hasta ahora la ha conducido. Pero al fin, éstos no son más que los votos de un pobre clérigo, que a lejana distancia se complace en pensar en lo que convendría a su patria. Escribiendo a un discípulo mío, creo poder concluir esta carta, refiriendo algunas anécdotas de mi carrera filosófica que dieron origen a la aversión que tengo a las disputas e investigaciones especulativas. Mi discípulo D. Nicolás Manuel de Escovedo, que tenía entonces 15 ó 16 años, me leía diariamente, y notando algunas cuestiones especulativas (que generalmente son el fundamento de los partidos) me preguntó con su natural candor y viveza: «Padre Varela, ¿para qué sirve esto?» Confieso que me enseñó más con aquella pregunta, que lo que yo le había enseñado en muchas lecciones. Fue para mí como un sacudimiento que despierta a un hombre de un profundo letargo. Qué imperio tienen las circunstancias! Nada más me dijo, y me hizo pensar por muchos años. Poco después formé un Elenco en que aún tenía varias proposiciones semejantes a las que llamaron la atención de Escovedo, bien que yo no percibía su [109] semejanza, y cuando se le presentó al Sr. Espada, le dijo a su Secretario: «Este joven catedrático va adelantando, pero aún tiene mucho que barrer»; y le hizo notar como inútiles precisamente las proposiciones que yo creía más brillantes. Tomé, pues, la escoba, para valerme de su frase, y empecé a barrer determinado a no dejar ni el más mínimo polvo del escolasticismo ni del inutilismo, como yo pudiese percibirlo. Acaso esta manía de limpiar que he fomentado por tantos años influye en el juicio que formo del estado de la Filosofía en la Habana, pero según mi costumbre lo expresaré con franqueza, y es que en el campo que yo chapeé (vaya este terminito cubano), han dejado crecer mucha manigua (vaya otro), y como no tengo machete (he aquí otro), y además he perdido el hábito de manejarlo, desearía que los que tienen ambos emprendieran de nuevo el trabajo. Basta de carta, que ya es larguísima, pero ten paciencia, y no olvides a tu afectísimo Félix Varela. P. D. –¿Eres frenólogo? pregúntolo porque parece que por allá está en moda. También lo estuvo aquí, mas va pasando como todas las modas. Advierto que mis amigos D. José de la Luz y Caballero y D. José de la Luz Hernández han entrado en ella. [110] Yo me quedo fuera, y acaso serviré de ejemplo frenológico, pues tal vez tendré algún malhadado chichón anti‑frenológico, o de incredulidad frenológica sumamente desenvuelta. Lo peor es que nunca lo sabré por experiencia, a menos que no pierda el juicio, pues jamás permitiría yo que un adivino frenólogo me pusiese las manos sobre la cabeza para contar las prominencias de mi cráneo y decir por ellas las pasiones de mi alma, si ya no es que lo haga para divertirme con los dictámenes frenológicos como lo ha hecho aquí el célebre Dr. Belford; pero ni aun a esa diversión estoy inclinado. Los papeles franceses nos anuncian que un profesor de medicina acaba de demostrar que las cavidades internas del cráneo no corresponden a sus prominencias externas, y que no hay locación de órganos, sino que el cerebro tiene un continuo movimiento. En una palabra, ha destruido los fundamentos de Gall. La Academia de las Ciencias y la de Medicina de París han examinado los trabajos de dicho profesor (cuyo nombre me parece que es Neivil), y ambas corporaciones los han declarado concluyentes. Siendo esto así, están mal los examinadores de los cráneos y es menester que se despidan de Gall. Varela. ——— {*} No sé si tendrás algún ejemplar de este curso. –Escribí la Lógica y la Metafísica en latín según la costumbre de aquel tiempo, y debía servir para el Seminario de la Diócesis de Santo Domingo, cuyo Arzobispo el Sr. Varela me encargó el trabajo. Imprimiose en La Habana en la imprenta de Gil en 1812 con el título de «Institutiones Philosophiae Eclecticae» sin nombre de autor. Después enseñé por ella cuando obtuve la Cátedra del Seminario de la Habana; y entonces escribí el tercer tomo en castellano por habérmelo permitido el Illmo. Espada.
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José Manuel Mestre | De la filosofía en la Habana Habana 1862, págs. 93-110 |