José Manuel Mestre, De la filosofía en la Habana, Habana 1862

 
Elogio
del doctor
D. José Zacarías González del Valle,

Catedrático de Física
de la Real Universidad Literaria,

escrito por acuerdo de su Claustro general,
por el doctor
Don José Manuel Mestre

Catedrático de Filosofía.

 
 

 
 
 
 
 
HABANA
Imprenta «La Antilla»
Calle de Cuba nº 51
1862


Elogio del doctor
Don José Z. González del Valle

Leído en sesión solemne del Claustro general
de la Real Universidad Literaria.
(Diciembre 21 de 1861)

Señores:

La Universidad de la Habana viene a cumplir un sagrado deber tributando por mi boca el homenaje de sus elogios a la memoria de uno de sus miembros más distinguidos, el Dr. D. José Zacarías González del Valle; y en verdad que si pudo escoger quien fuese más digno que yo de desempeñar tan agradable y honrosa tarea, nadie la hubiera emprendido nunca con el corazón más empapado de afecto y entusiasmo.

José Zacarías González del Valle fue para mí, no solo un maestro bondadoso y solícito, a quien debí en la época más crítica de mi vida de estudiante, [130] saludables y oportunos consejos, sino un amigo cariñoso que olvidando la diferencia que entre nuestras edades mediaba, estrechó mi mano muchas veces con afecto al descender de la cátedra, llegando a establecer conmigo unas relaciones, tan tiernas y respetuosas por mi parte, como llenas de benevolencia por la suya. Algunos años han pasado de entonces acá; muchos acontecimientos se han sucedido; Valle descansa en el silencio de la tumba; y sin embargo, mi agradecimiento hacia él no ha menguado, ni mis recuerdos se han desvanecido en lo más mínimo; aún resuena en mi pecho aquella palabra gratísima que nunca expresó sino pensamientos de bien y de verdad; aún acaricia mi oído aquella dulce y melodiosa voz que parecía templar nuestras almas con cierta magia inexplicable; aún se me figura verle entre nosotros con su aire modesto y reposado, ejemplo raro de todas las virtudes, y modelo el más perfecto para el mejoramiento de cuantos le rodeaban. Séame pues permitido decir, qué si la Universidad llena hoy un oficio de conciencia, yo también lo cumplo por mi parte; y ojalá que en ello mis facultades corrieran parejas con mi voluntad.

Breve fue la vida de Valle; no encontraremos en ella tampoco esos sucesos importantes, esas variadas peripecias que a menudo ofrece la existencia humana, que nos hacen vivir mucho en un corto [131] transcurso de tiempo, y que, excitando ahora vivamente vuestro interés, harían también muy fácil mi tarea. No vais a contemplar la tumultuosa carrera del torrente, los giros que describe hundiéndose en el precipicio, sus saltos formando las ruidosas cascadas; vais a seguir, por el contrario, el curso de un manso arroyuelo cuyas límpidas aguas solo han reflejado la imagen de las flores y el azul del cielo, cuya corriente bienhechora no ha hecho jamás otra cosa que fecundar los campos que atraviesa. Vais en fin a escuchar una historia bien sencilla; pero en cambio puede servir de provechoso estímulo para nuestra juventud, y despertar en todos, esos sentimientos de entusiasmo por la ciencia y de amor al bien, preciosas flores del alma, cuya fragancia debemos conservar perdurablemente con el empeño más cuidadoso.

Nacido Valle el día 5 de Noviembre de 1820, de una familia a la que debe Cuba otros hijos distinguidos, no tardó en dar muestras evidentes de su entendimiento clarísimo, de un juicio recto y de una grande excelencia de corazón. Díganlo si no el aprecio que supo conquistarse entre sus maestros: los premios que alcanzara desde la temprana edad de nueve años, y el haber terminado completamente a la de doce sus estudios secundarios, poseyendo con una perfección poco común desde entonces el conocimiento de la lengua latina, madre legítima [132] de la nuestra, pero que, por una reacción exageradamente injusta y cada día más inexplicable, tan desconocida es ya en nuestros tiempos.

Examinado en la Real y Pontificia Universidad, siguió en el Colegio de San Carlos los estudios de Filosofía, que allí enseñaban el Ldo. D. Francisco Javier de la Cruz y el Pbro. D. Francisco Ruiz, dando siempre pruebas de una aplicación cada vez más vehemente, y sobre todo en las conclusiones públicas que sostuvo a la edad de trece años, y todavía recuerdan con placer los que tuvieron el gusto de presenciarlas. El ocho de Agosto de 1834 alcanzó el término de esos estudios con el grado de Bachiller en Filosofía, con el cual se vio en aptitud de comenzar los cursos del derecho civil.

El estudio de la Filosofía ejerció sobre Valle una influencia tal que trascendió indudablemente a todos los demás ramos a que se dedicó, y aun pudiera decirse que imprimió en su carácter, ideas y tendencias un sello especialísimo. No aludo con esto precisamente a las doctrinas que recibiera de sus maestros; lo que quiero significar es que el conocimiento de la Filosofía fue para él la revelación de una vida intelectual, que ni siquiera sospechaba. Aquel talento penetrante y reflexivo encontró en la Filosofía su verdadera atmósfera, la legítima esfera de su actividad; y mal hubiera podido abandonarla en lo adelante. Valle fue filósofo desde [133] el primer momento en que la ciencia de las ciencias alumbró y fecundó sus facultades imprimiéndoles un benéfico impulso; filósofo en sus creencias y doctrinas, como en la práctica de la vida más íntima; filósofo en la educación de los niños, como en la cátedra universitaria; filósofo en fin en las cuestiones más elevadas de la psicología y de la jurisprudencia, como en sus estudios de la naturaleza física, como en los mismos arrebatos de su poética imaginación.

Pero si la Filosofía interesó de tan especial manera a Valle, si la Filosofía lo enamoraba, como él mismo decía a uno de sus amigos más íntimos con motivo de la cátedra del Texto Aristotélico, no por eso miró con poca atención los estudios de jurisprudencia; pues teniendo en cuenta que en ellos había de cifrarse su posición social, les dedicó toda aquella ardorosa aplicación y aquel perspicacísimo entendimiento de que estaba dotado; particularmente desde que en Marzo de 1837 se graduó de Bachiller en derecho.

Y aquí empieza la época más importante de la vida de Valle, la época en que con especialidad debemos fijar nuestra atención, si nos proponemos conocer y apreciar a fondo su relevante mérito. Desde entonces vemos aparecer casi simultáneamente al escritor correcto, fluido y elegante; al dulce y sentido poeta; al abogado entendido y elocuente, [134] activo y decoroso; y al profesor profundo y entusiasta. Consideremos, pues, a Valle bajo cada uno de esos diferentes aspectos.

Valle en lo literario pertenece a aquel período que vivificó el hombre a quien acaso más deben las letras en Cuba, el inolvidable D. Domingo del Monte. Sabido es que Del Monte tuvo el don de atraer y reunir en torno suyo cuanto de distinguido y de notable había en la juventud de su tiempo, y encender en todos los pechos el fuego sagrado del amor a la ciencia, imprimiendo a tan noble y elevado sentimiento un impulso de desarrollo tal que prometía llevarlo a más alto punto de perfección aun, que el que ha logrado alcanzar. Valle participó de ese movimiento, de esa agitación generosa, de esa comunicación literaria de que tan aventajado había de resultar nuestro país en todos conceptos. Constantemente se encontró en las más estrechas relaciones con la mayor parte de los que componían el círculo de Del Monte; sus trabajos de todo género pasaban en él de mano en mano antes de ver la luz pública, y se enmendaron y pulieron a menudo bajo la corrección más imparcial y severa; resultando sin duda aquel exquisito gusto, aquella elegancia intachable que constituye el principal distintivo de todos sus escritos, inclusos los mismos forenses en que por lo general somos tan desaliñados. [135]

No es mi intento formar ahora un juicio crítico de las obras literarias de Valle; eso saldría fuera del plan natural de este discurso; mas no puedo en verdad dejar de encarecer a la consideración de mi auditorio las circunstancias que más recomiendan aquellas al aprecio de los que no miran con indiferencia el progreso intelectual de nuestra patria.

El estilo de Valle, como acabo de indicar, se distingue sobre todo por su pulcritud y corrección, pero luce también en él una soltura airosa y agradable que nunca para en negligente desenfado. Valle comprendía toda la excelencia y hermosura de esta lengua de Castilla que adunándose con todos los tonos, con todos los sentimientos, con todas las circunstancias, ora nos deleita y adormece con suave melodía, ora resuena con grave y sonoro compás, ora en fin varonil y gallarda hace vibrar y estremecer las fibras más recónditas del corazón. No es pues de extrañar que la amase con particular extremo, que quisiese conocerla en todos sus secretos y belleza, y que siempre procurase ser fiel a los preceptos del buen gusto y usar de una dicción castiza y atildada. Cervantes y Jovellanos le merecieron una afición muy preferente; y por cierto que sus estudios sobre estos dos selectos modelos del bien decir no pudieran haber sido mejor aprovechados.

Pero no solo es digna de alabanza la forma con [136] que Valle supo vestir todas las producciones de su fantasía y de su privilegiado entendimiento, sino que en ellas tuvo siempre por principal propósito, o una idea de verdadera utilidad, o la expresión de sentimientos elevados y llenos de bondad y de ternura. Yo no discutiré en este momento sobre si es o no merecedor del dictado de poeta, si puede o no colocarse en esa pléyade de seres escogidos por el cielo para recibir la inspiración del fuego divino; mas sí me atrevo a asegurar que Valle sabía sentir las bellezas de la naturaleza, que su imaginación se lanzó a menudo por esos espacios de horizonte infinito, cerrados para las almas vulgares, que su espíritu se dilataba y engrandecía contemplando lo noble, lo hermoso y lo bueno. Poeta o no, él sabía interpretar esas armonías misteriosas de la naturaleza que no llegan a todos los oídos, pero que una vez escuchadas arrastran en pos de sí todo nuestro ser para conducirlo a la región más alta del mundo del espíritu; él sabía gozar en los arrullos de la brisa, aterrarse con los bramidos del mar en su lucha perenne con la tierra, condolerse con el afligido, aplaudir las acciones generosas, elevar la tímida mirada hacia ese Dios de que dimanan tantas maravillas; todo eso lo sabía, y todo eso también pudo expresarlo, ya en versos cadenciosos y correctos, ya en elegantísima y bien cortada prosa. [137]

Tampoco debo silenciar una cualidad que distinguió muy especialmente a Valle, y tanto más estimable cuanto que por desgracia no es demasiado común entre nosotros; me refiero a su constante laboriosidad. Así lo vemos producir a cada paso alguna obra literaria a partir del año de 1838; ya daba a luz sus pequeñas novelas, que si no pueden mirarse más que como ensayos en su género, ofrecen por otra parte amena lectura y las más puras tendencias; ya escribía interesantes artículos críticos o descriptivos; ya reunía sus composiciones poéticas en un solo volumen bajo el expresivo título de Tropicales, o tejía su bella Guirnalda fúnebre para ceñir las yertas sienes de Alaida; ya por último se dedicaba a otros trabajos de mayor aliento e importancia. Hubiera podido decirse al verlo consagrarse al estudio y a la exposición de sus ideas y al desahogo de sus afectos como movido por febril excitación, pues todas esas obras fueron dadas a la estampa dentro de un breve transcurso de tiempo, que alguna previsión secreta y tristísima le había anunciado un fin prematuro, y aconsejándole que inscribiese pronto su nombre en el libro de la póstuma fama. Es lo cierto al menos, que aún antes de alcanzar aquella edad en que la inteligencia del hombre llega a adquirir toda su sazonada madurez, ya Valle había visto premiada una Memoria sobre educación, que escribió en 1838, para un [138] certamen público, por la entonces Real Sociedad Patriótica, que dispensó a ese trabajo la acogida más cordial, y se hacía en 1840 acreedor a la distinción de ser nombrado socio corresponsal del Liceo Venezolano, así como más tarde en 1846 obtuvo el diploma de socio facultativo del de la Habana a consecuencia de un concurso literario.{I} [139]

Ni fueron insignificantes los triunfos que como abogado supo Valle conquistar desde que en 1842 obtuvo el correspondiente título en la capital de la Metrópoli. consagrándose fervorosamente al ejercicio de su noble profesión, apenas tornado de su breve viaje a Europa, bien pronto alcanzó un [140] nombre envidiable en nuestro foro, no ya tan solo por su egregio talento y sazonados estudios, no por los varios trabajos jurídicos que publicó por 1839 y 1840 en algunos periódicos de esta ciudad, no por el tino profundo, enérgica eficacia y arrastradora elocuencia con que sostenía y hacia valer los derechos de sus clientes, sino, más que por todo eso, por su pureza inmaculada de principios y su severa e inexorable rectitud. Valle, Señores, estaba dotado de una honradez que, esencialmente inelástica, no admite ni el más ni el menos, ni los puntos de vista relativos, ni los grados de la incorruptibilidad, ni las excusas de las circunstancia, ni ninguna de las mil sutilezas con que la injusticia y la maldad se encubren y disfrazan tantas veces para ofuscar y pervertir la natural sindéresis del hombre, el fallo imparcial de la conciencia. Y la opinión Pública, al aplaudir en Valle tan hermosa virtud, tenía mil y mil veces razón: ¿qué importan en efecto las riquezas, la influencia, el aura popular, la gloria misma, qué importan, cuando allá en nuestros adentros no podemos vivir satisfechos y tranquilos, cuando el remordimiento persigue nuestra alma en incesante y tormentosa pesadilla?

Empero donde más aquilatado se halla el mérito distinguidísimo de Valle es a mi entender en su profesorado. El fue de esos pocos hombres que tienen el corazón bastante generoso para poder [141] desempeñar el magisterio con todo el desinterés, con toda la abnegación que por su naturaleza exige; como un verdadero sacerdocio, en una palabra. Valle había nacido para maestro, y de tal manera que desde muy tierna edad se dedicó con especial decisión a la enseñanza, sin abandonar un punto en el resto de su vida esa interesante y benéfica tarea, la cual era para él, según solía decir, tan necesaria como deliciosa. Pero ¿qué podría yo añadir en esto a lo que él mismo escribía al mejor de sus amigos en 1839?{II} «No me puedo hallar sin enseñar, exclamaba; [142] me siento con vocación para quebrantar las espinas del magisterio. El placer de ir viendo los progresos, los crecimientos y el desarrollo de la semilla que uno pone, por decirlo así, en la inteligencia del niño; aquella intuición maternal que se tiene de lo que pasa en su débil entendimiento y superabundante memoria, son una recompensa divina, un gozo inefable, que le agradezco a Dios haberme concedido desde mis primeros años.»

Así sucedió que todos sus esfuerzos estuvieron constantemente dirigidos al desempeño de la noble misión para que se sentía llamado, pudiendo asegurarse que no hubo en él conocimiento alguno que no procurase difundir en provecho general. Si lo contemplamos en la enseñanza de los ramos primarios, lo encontraremos consagrado a ella con [143] el mismo fervor que si se tratase de los de mayor trascendencia; pero no digo bien; mirábalos con tal inclinación que le merecían las más singular preferencia. «La gloria que puede resultarme, decía en otra de sus cartas, de obtener en la Universidad un puesto como Catedrático, no equivale para mí, ni con mucho, al placer y a la satisfacción de que me lleno al verme rodeado de niños, siendo su maestro y desempeñando una clase inferior; porque ni me acuita el ganar trabajando, ni dejo de conocer que este último género de discípulos hace que sean más míos, que yo sea el padre por decirlo así, de sus pensamientos, que ellos sean mi obra, y que, perpetuando mi memoria en cada uno experimente el placer de pensar que los conocimientos que les inspire yo habrán de acompañarlos toda su vida.» Y si de la escuela pasamos con él a la cátedra universitaria, ¿cómo no recordar con melancólico agrado aquella solidez de su ciencia, aquella erudición nunca enojosa, y sobre todo su método admirable, la perfecta lucidez de sus conceptos, y su elocuencia tan dulce y persuasiva?

Su primer paso para entrar en la Universidad consistió en las oposiciones que en Enero de 1839 hizo a la Cátedra llamada del Texto Aristotélico, en las que, si bien no obtuvo dicha Cátedra, porque de justicia debía tocarle al Dr. D. Pedro Horruitiner, ganó el grado de Licenciado con haber merecido [144] la unánime aprobación de los jueces. Hecho cargo más tarde de la substitución de la misma clase, dio sin demora a la prensa sus Breves explicaciones con motivo de algunos lugares de Aristóteles, con el objeto de suplir de alguna manera la carencia de texto, no siendo tanto su mérito el remedio que se proponía, como la reforma que introdujo en el modo de considerar al célebre filósofo griego. «El estudiarlo como otro sabio cualquiera, enseñaba Valle, no envuelve empeño ninguno de tenerlo por ídolo, ni rechazar las juiciosas reflexiones de hombres muy célebres sobre sus escritos.» La creación de la nueva Universidad, que tantos beneficios ha proporcionado, y de la que tan inmenso estímulo ha recibido nuestro perfeccionamiento intelectual, lejos de ser un inconveniente o un tropiezo para él, alentó sus afanes, y dio más amplio vuelo a los estudios a que asiduamente se hallaba dedicado. Su grado de Doctor en la facultad filosófica hace época en los anales universitarios, no ya por haber sido el primero que fue discernido según el nuevo plan, sino por la brillantez de formas y profundidad de conocimientos de que pudo hacer alarde el distinguido candidato. Poco después le vimos nombrado Catedrático supernumerario, mediante la correspondiente oposición, y más adelante en 1847 tomar la propiedad de la Cátedra de Física, que desempeñó hasta su último viaje a la Península, [145] cuando ya le fue forzoso atender seriamente al cuidado de su quebrantada salud.

La Universidad se enorgullece de haber contado al Dr. José Zacarías González del Valle en el seno de su Claustro; sus compañeros en el profesorado lo miraron siempre con afecto y consideración; sus discípulos, los que tuvimos la dicha de ser sus discípulos, guardamos su memoria en nuestro pecho como un recuerdo sagrado.

Pérdida inmensa fue, pues, la que sufrió nuestra patria cuando en Octubre de 1851 se agostó en flor una vida tan preciosa. La tisis ¡ese terrible azote de nuestra juventud, fue como siempre implacable! Los esfuerzos de la ciencia se embotaron ante los estragos del mal; el delicioso clima de la Andalucía no pudo neutralizar su veneno; y Cuba, la desolada Cuba, tuvo que llorar la muerte de uno de sus hijos más predilectos.

Consolémonos no obstante, señores, en medio de nuestra amargura. Es verdad que la parca todo lo destroza y aniquila, que desvanece las ilusiones más bellas, que destruye las esperanzas más fundadas, que reduce a la nada el talento y la fuerza, que pone un fin a todos los proyectos y a todas las ambiciones; es verdad! pero también es cierto que el ejemplo de las virtudes es el medio más eficaz de enseñarlas; –también es cierto que el recuerdo del hombre bueno queda sobre la tierra y se graba [146] en nuestra alma, como las flores difunden su aroma, como las fugaces exhalaciones nos dejan su rastro luminoso!....

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{I} En el cuerpo de este discurso cito algunos de las obras de Valle; pero me parece conveniente hacer aquí un catálogo de todas, no solo para demostrar su infatigable laboriosidad, sino también con el fin de facilitar a cualquiera que intente publicarlas en colección, los datos necesarios. Una edición completa de los trabajos de Valle, sobre ser un servicio eminente prestado a las letras y a la patria, los libertaría del olvido en que tal vez caerían dentro de poco tiempo a causa de la índole fugaz y perecedera de los periódicos en que la mayor parte se dieron a la estampa.

Artículo sobre historia, 1837. Siempreviva.
Alza y baja de los precios, 1938. Cartera Cubana.
Juicio sobre el Conde Alarcos, 1838. Diario de la Habana.
Memoria sobre educación, 1838. Memorias de la Real Sociedad Patriótica.
Recuerdos del cólera, 1838.
Amor y dinero, 1838. Álbum.
Filosofía en la Habana, 1838. Cartera Cubana.
Amar y morir, 1838. Álbum.
Amor y desamor, 1838. Plantel.
Una nube en el cielo, 1838.
Obsequio a las damas (1839).
Parte de una conversación, 1838. Álbum.
Luisa, 1839, impresa aparte.
Juicio sobre Cecilia Valdés, 1839. Diario de la Habana.
Artículo sobre Jurisprudencia, 1839. Diario de la Habana.
Reflexiones sobre el beneficio de inventario, 1839. Diario de la Habana.
Breves explicaciones sobre Aristóteles, 1839. Imprenta Literaria.
Examen público sobre algunas materias filosóficas, 1839. Imprenta de Boloña.
Lecciones de Filosofía, 1839.
Cuestión sobre la utilidad, 1838. Noticioso y Lucero.
Eclecticismo, 1839. Noticioso y Lucero y Diario de la Habana.
Memorias de una habanera, 1840. Noticioso y Lucero.
Descripción de la Alameda de Paula, 1840. Noticioso y Lucero.
Manuscrito de una habanera, 1840. Noticioso y Lucero.
Discurso sobre hipotecas, 1840. Noticioso y Lucero.
Las tropicales, 1841, imprenta de R. Oliva.
Viajes por Europa, 1842.
Guirnalda fúnebre, 1844, imprenta de R. Oliva.
Lecciones de Meteorología (Texto en la Universidad). 1849, imprenta del Diario de la Marina.

{II} Este tierno amigo de Valle es el distinguido literato cubano D. Anselmo Suárez y Romero, a quien debo el placer de haber leído la numerosa colección de cartas que el primero le escribió en el transcurso de muchos años. Nadie puede imaginarse la profunda melancolía que he sentido al recorrer esas ingenuas efusiones del alma pura y generosa de Valle, no sabiendo qué admirar más, si los tesoros de ciencia que ellas encierran, o si la portentosa facilidad y corrección de estilo con que hablaba de tan variados asuntos. Su método de estudiar, los libros que leía, las clases que daba y las academias a que concurría, sus polémicas sobre diversas materias, los días en que principiaba y concluía sus obras, sus paseos, sus amistades, sus correspondencias con infinidad de escritores, aplausos y críticas de las producciones contemporáneas, el ardiente deseo de saber que siempre lo devoró, los egregios arranques de su corazón recto y noble, todo se encuentra allí expresado con el candor de un amigo que no tiene ningún secreto para la persona a quien le escribe a veces dos cartas en un mismo día. En ellas habla a cada paso con singular cariño de Del Monte, pinta las reuniones literarias que este tenía diariamente en su casa, menciona a cuantos la frecuentaban, se ocupa de sus escritos, y sin querer hace al fin un cuadro tan completo de aquella época que en vano se buscaría en otra cualquiera parte. ¡Ojalá que me fuera posible copiar aquí todas esas cartas! Conservadas hasta ahora como herencia preciosa y santa en manos de Suárez y Romero, no dudo que el día que se publiquen en colección las obras de Valle, muchas de aquellas verán entonces la luz, así como también varios trabajos inéditos que se encuentran entre sus manuscritos.

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José Manuel Mestre De la filosofía en la Habana
Habana 1862, págs. 127-146