Filosofía en español 
Filosofía en español

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Ernesto Quesada

C. de la R. Academia Española
Presidente del Ateneo de Buenos Aires
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El problema del idioma nacional

¿Debe propenderse en Hispano-América a conservar la unidad de la lengua castellana, o es acaso preferible favorecer la formación de dialectos o idiomas nacionales en cada república?

 

Buenos Aires
“Revista Nacional”   Casa Editora, Bolívar 264
1900

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A Mariano de Vedia,

Quien, –reaccionando hidalgamente contra la ruidosa paradoja otrora expuesta por Juan Cancio, en cierta famosa polémica literaria,– hoy, como periodista, ha sostenido la doctrina correcta respecto del problema de la lengua entre nosotros; y ha tenido la franqueza de declarar que la pretensión de formar dialectos o nuevos «idiomas nacionales» debe combatirse con vigor, llegando hasta decir que considera «literariamente malsano e inconducente a sus fines científicos el libro del Dr. Abeille», que precisamente defiende aquella tesis equivocada y perniciosa;

Dedica el autor este opúsculo, que estudia dicha cuestión y la resuelve con arreglo a lo que, en su opinión, es la doctrina justa y conveniente.

Agosto de 1900.  

 

Proemio

La cuestión relativa al problema de la lengua en nuestro país, y que enuncia el título de este opúsculo, se encuentra contestada en las páginas del mismo de una manera franca y categórica. Cierto es que, al mismo tiempo, se formulan algunas salvedades; pero estas, como se verá en el lugar correspondiente, tienen su fundamento en las peculiaridades innegables de los pueblos americanos, y no dudo que han de ser apreciadas en su justo valer por los espíritus estudiosos, aquende y allende los mares. Puede que la solución de las dificultades existentes, que se preconiza en la forma de un congreso del lenguaje, parezca quizá prematura: pero tengo la firme convicción de que, tarde o temprano, habrá que echar mano de ese temperamento.

Lo que no puede ya ponerse en tela de juicio es la urgencia de discutir y procurar solucionarlo: cada día que pasa las dificultades aumentarán, y se corre peligro de encontrarse en presencia de un nudo gordiano, por poco que se descuide el estudio del asunto. Esa urgencia la comprueba elocuentemente la reciente aparición del libro del escritor francés, monsieur L. Abeille, titulado: El idioma nacional de los argentinos. Publicado con motivo de la actual exposición de París, estudia en 434 páginas el problema de la lengua en la región del Río de la Plata, y arriba a conclusiones diametralmente opuestas a las sostenidas en el presente opúsculo. Y, para robustecer su tesis, anuncia la próxima publicación de otro libro, con el título de Cambios fonéticos en el idioma nacional de los argentinos. Además, acaba de dar dicho señor una conferencia en el Club Militar, de esta capital, en la cual sostiene que debe reformarse la enseñanza del idioma castellano en las escuelas públicas, reemplazándolo por el llamado «idioma argentino»…

El libro del señor Abeille merece serio estudio. Su autor es profesor de francés en nuestra escuela superior de guerra, y enseña además el latín en uno de los colegios nacionales. A pesar de su residencia, relativamente larga, entre nosotros, no ha podido escapar a la especialísima idiosincrasia de sus compatriotas, para los cuales la hermosa y flexible lengua francesa es tan superior a las demás, que involuntariamente las amolda a su sintaxis, revistiendo con palabras de aquellas sus giros e idiotismos. De ahí el fenómeno coménmente observado de que, en el 99% de los casos, hasta los franceses que residen en el extranjero durante largo tiempo, hablan siempre el idioma del país donde se encuentran, «a la francesa», vale decir adaptándolo al lecho de Procusto de su propia lengua. Esta es sin duda la razón por la cual ese libro parece pensado y escrito en francés, y traducido al castellano con un descuido y abandono que pasman.

Verdad es que, tratándose de un autor extranjero, ese ligero defectillo entra en la categoría de los peccata minuta. No lo niego; pero me ha parecido conveniente observarlo, siquiera para que sirva de explicación a los galicismos constantes de que está lleno, y que un lector inadvertido, forzando quizá la tesis del autor, podría considerar como modalidades del enunciado «idioma argentino». Así en cada página se nota el uso francés del verbo ser, trastrocado con el similar castellano: «…formas especiales que son en relación con su cultura», pág. 2; «estas funciones son tan poco diferenciadas», pág. 28; «los vocablos son perfectamente ordenados», pág. 106, &c. Otras veces da forma castellana a la voz francesa, olvidando que existe otra legítima: «el rumbo que ha imprimido a la lingüística», pág. 42. A las veces el giro es absolutamente gálico: «basta tener presente la lingüística para menos encarecer la pureza de los idiomas», pág. 42; «el contagio de las lenguas se encuentra más fuerte qué los sentimientos», pág. 104; «los feligreses no entienden mas latín», pág. 105. Este uso malhadado del mas se repite con una tenacidad desesperante: «no se hace mas fonética», pág. 315; «la Argentina no es mas una colonia», pág. 414; «un padre no es ya mas un soberano», pág. 392, &c. En ocasiones, el laisser aller llega a colmos: «la educación del padre por el hijo, ameliorando se ameliora», pág. 392. Et sic de cœteris.

Trae el libro un bagaje de formidable apariencia científica: pero hay que estudiarlo cum grano salis. En primer lugar, el autor nos da la lista de las obras consultadas: son seis escritores franceses, y la colección de Memorias de la sociedad de lingüística de París. No es mucho; y quizá sea permitido manifestar asombro ante tan reducido bagaje, que prescinde en absoluto de los filólogos que no ha consagrado la ciencia francesa. En cambio el autor usa, con frecuencia abrumadora, de largas transcripciones sacadas de esos libros, lo que contribuye a dar al suyo un aspecto enteramente francés, en la forma y en el fondo. Prescindiré, pues, de la exposición de las doctrinas de Schleicher, cap. II; de las de Rosapelly, cap. XI, &c. Todo ello sirve al autor para reproducir páginas enteras de derivados del sánscrito, zend, griego, latín, alemán, inglés, ruso, eslavón, lituano, celta, &c. Esa erudición es, pues, inofensiva.

Pero el libro es interesante. Hay capítulos, como el IV, en que analiza con discreto criterio los vocablos indígenas en el lenguaje común, en el geográfico, botánico y zoológico. Aplaudo ese estudio, que sirve para justificar la necesidad de que voces semejantes obtengan carta de ciudadanía en la lengua común. Pero no podría decir lo mismo de los vocablos de origen francés, que el autor pretende pertenecen al «idioma argentino»: así afirma que se encuentran en ese caso, locuciones como bon plaisir, dessus du panier y otras, que tiene su equivalente en el idioma castellano. Más todavía: la parte dedicada a la formación de los neologismos, a la extensión y cambio de significado de ciertos vocablos, es sumamente sugerente. Por eso se lee con más interés su catálogo de derivados argentinos, aún cuando no todos sean de legítimo cuño; y es además curioso todo lo referente a determinados argentinismos, como la voz atorrante. También merece citarse el capítulo XII, que se ocupa de las alteraciones fonéticas de las palabras derivadas de lenguas indígenas.

Si el autor hubiera estudiado el idioma castellano que se habla en el Río de la Plata, con ese criterio discreto, nada habría que observar. Es indudable que se han formado regionalismos, tanto en los vocablos como en los giros, que la lengua común no puede rechazar, por las razones que doy en este mismo opúsculo. Pero, llevado el autor de su tesis, principia a errar al sostener que «la lengua literaria introduce introduce cambios en la sintaxis argentina», y cita, en su apoyo, larguísimos párrafos de discursos parlamentarios, de artículos de diario, y ocasionalmente fragmentos de libros, de personas como Balestra, Gouchón, P. Coronado, M. Quintana, C. Pellegrini y otros, diputados y exdiputados, políticos y, alguna que otra vez, escritores. La idea de ir a buscar «autoridades», como hablistas, en el Diario de Sesiones del Congreso, es una ocurrencia chusca: aquellos distinguidos parlamentarios se encontrarán muy sorprendidos al verse así metamorfoseados. De ahí que el autor aplauda como «idioma argentino», locuciones de este jaez: «apenas había hablado que los demás protestaron»; olvidando que eso significa tan solo el descuido de la lengua que se habla, pues la locución castiza es «no bien había hablado cuando los demás protestaron». ¿Qué razón habría para justificar variante tal? Ninguna: y la única explicación de que alguien haya pronunciado esa frase defectuosa, es sencillamente… que al mejor cazador se le va la liebre. Eso no es idioma nuevo: es simplemente un nuevo gazapo.

Otras veces el autor llega a extremos verdaderamente deplorables. Estudiando en el capítulo X, las metáforas sacadas de la vida del campo, algunas de las cuales son bellísimas, recurre como «autoridades» a las poesías gauchescas, y recomienda el uso de «argentinismos» de esta laya: rair, piores, escrebido, Polecía, cencia, nuembre, ruempo, estrumento, empriésteme, compriende, augaron, tuavía, trujo, juerza, efeuto, indireuta, dentrase, ñudo, alquiri, juyendo, pa, ansina, naides, redetirse… La lista es larga, y sigue, y podría seguir mucho más con la simple transcripción de todos los términos gauchescos empleados por Hidalgo, Ascasubi, Del Campo, Hernández, y otros cultivadores del género. Pero ¿es eso el «idioma nacional»? ¿En qué parte del mundo la manera de hablar de los campesinos es considerada como la lengua del país? Ni la lengua hablada familiarmente, ni la corruptela del habla del campo, ni la redacción febriciente del periodismo, que dé o no varias ediciones de una hoja todos los días, pueden seriamente tomarse como ejemplos de «hablistas», o siquiera como manifestaciones de la lengua de un país, vale decir, de su lengua escrita y literaria. La lingua nobilis no puede estudiarse en fuentes tan turbias, so pena de caer en exageraciones de tal calibre, que produzcan estupefacción.

Con razón, pues, escritor tan liberal como Mariano de Vedia –a quién el señor Abeille menciona como uno de los más convencidos en pro de su tesis– se ha visto obligado a declarar en su diario: «El doctor Abeille ha llegado a extremos que realmente espantan, en materia de idioma argentino; y al ver la lista de ciertos argentinismos, el espíritu huye de ellos horrorizado.» Y cuidado que quién tal dice había, en otras épocas y con el seudónimo de Juan Cancio, sostenido tesis muy parecida a la del autor del libro –quizá por amor a la paradoja, que tanto seduce en edad temprana– mientras que hoy, gracias a la ecuanimidad que procura la experiencia, entona hidalgamente el mea culpa, hasta el extremo de confesar: «que quién aparecía en aquellos tiempos recordados, como el heraldo de la nueva lengua, probablemente estaría hoy por la antigua, amplia, buena y sonora habla castellana».

Tal es igualmente mi sincera convicción. Conceptúo un error gravísimo propender a que se corrompa la espléndida lengua castellana que nos legaron nuestros padres y que, no sólo por razón de atavismo sino aún de orgullo nacional, debemos tratar de conservar limpia, para entregarla a nuestros hijos ampliada, si se quiere, pero pura de toda escoria. Respeto profundamente la opinión contraria, pero considero que debe ser vigorosamente combatida. Y es ésta quizá la razón más poderosa que me ha movido a recoger en forma de opúsculo las páginas que, sobre la trascendental cuestión del problema de la lengua, acabo de publicar en la Revista Nacional. Es tiempo de que solucionemos definitivamente esa cuestión.


El problema de la lengua

El problema de la lengua en la América española

Nuestro propósito, en el presente estudio, es poner en claro el problema de la lengua en el continente hispano-americano, proclamando la necesidad de mantener la unidad del idioma e indicando los medios conducentes para ello. Sin duda no todos los que lean estas páginas participarán de las mismas opiniones: más de uno quizá las tachará de excesivamente «académicas», y algún otro invocará hasta cierto pretendido «patriotismo» en pro del idioma nacional. La cuestión, indudablemente, se presta a controversia; precisamente por eso la hemos encarado como «problema». De todas maneras, esperamos que no se dirá del contenido del presente trabajo: sapit herœsium, tiene «sabor a herejía». No cabría hoy tal intransigencia. Y, por otra parte, ¿no ha dicho acaso el más intransigente de los ortodoxos: «podremos tener la esperanza de ver triunfar algún día la verdad y la justicia, cuando todos los hombres estén igualmente penetrados de amor por ésta, hasta el punto de que ninguno pretenda el monopolio y exclusivo privilegio de conocer y expresar la verdad»?

Importancia de la cuestión

Es España, sin duda, la nación que en la historia tiene páginas más brillantes. Árbitra otrora de la Europa misma, en todos los rincones de la cual poseía ramificaciones de su propio territorio; descubridora y dueña de un mundo nuevo, cuyas riquezas fabulosas deslumbraron a la humanidad entera; estupenda monarquía en cuyos dominios jamás se ponía el sol, era la nación por excelencia en el universo conocida, cuando Carlos V llenaba el mundo con el ruido de sus proezas militares, con el brillo insuperable de su corte fastuosa, y con la pléyade de pensadores, de sabios, de artistas, que forman hoy un séquito único en la memoria de los hombres. España repetía así, –con mayor intensidad y en proporciones inmensamente superiores,– el caso típico del imperio de Roma bajo el reinado de Augusto, en los tiempos antiguos; inaugurando los modernos con luz tan vivísima, que inextinguible quedará en el recuerdo de los pueblos y en los anales de la historia. En las ciencias, letras y artes; en las industrias, en las costumbres; en todo, reinaba España sin rival, y las demás naciones del orbe se inclinaban reverentes ante su primacía indiscutida: en todo la imitaban y en todo la seguían. Los reyes se afanaban por emplear el idioma de la nación deslumbradora, como la lengua de los pueblos; y en español se expresaban todos los que sobresalían de la masa común: los monarcas, los nobles los ministros, los guerreros, los escritores. «Y fue tanto el entusiasmo y tan arrebatado el amor que la grandeza de la lengua inspiraba a los héroes y genios del siglo de oro de nuestra patria, –dice con elocuencia Pidal y Mon,– que la hicieron como el emblema de nuestro poder y como el símbolo de nuestra soberanía, hasta el punto de que lo mismo cuando se registran los libros de los retóricos que cuando se estudian las hazañas de nuestros soldados, y se para uno a considerar el alto y significativo sentido de hechos culminantes de nuestra historia, parece como que el verdadero empeño de nuestro esfuerzo nacional y la empresa que habían tomado a su cargo nuestras armas no era tanto defender el palladium de la civilización europea, recabar los derechos de la corona de Aragón, llevar adelante los propósitos de Castilla, o sostener el poderío de la casa de Austria contra sus rivales en Europa, como establecer el imperio universal de la sonora lengua castellana; pues mientras los unos narran su maravilloso poder y cantan sus innumerables excelencias, y buscan en lo más hondo de nuestra naturaleza tradicional el secreto de sus providenciales destinos; los otros, extendiendo y dilatando los límites indefinidos de su jurisdicción, ennobleciéndola con sus hechos, enalteciéndola con sus bríos, poniéndola a compás de su marcha marcial, y ordenándola militarmente a la manera de sus invencibles escuadrones, hicieron de ella como la lengua oficial de la victoria, y mientras el italiano, el flamenco, el inglés, el francés y aún el alemán, se preciaban de hablar el castellano, y era tenido por gentileza y galanura entre damas y caballeros saber hablar la lengua del vencedor, y los cortesanos del gran rey parecían, según frase de un gran escritor francés, más que habitantes de las orillas del Sena, nacidos en Madrid o en Toledo, y hasta los envidiosos de su popularidad la excusaban por la necesidad que tenían de comprenderla todas las gentes, y sus adoradores más probados se justificaban al usarla como lengua de religión, alegando su aptitud para contener los misterios antes que el imperio de que gozaba en el mundo, el invicto Cesar español, aquél que encarnó mejor que otro alguno nuestra misión providencial, y personificó como nadie nuestra genial naturaleza, el que adornó sobre su frente, con todas las coronas de los reinos de Aragón y de Castilla, la corona imperial de Carlomagno, después de la memorable y trascendental victoria de Albis; ¡triunfo supremo de la civilización cristiana y del poderío latino! obligaba a los soberanos vencidos a que le rindieran pleito homenaje como señor, con los altos y sonoros acentos del majestuoso idioma castellano».

El siglo XVI marcó el apogeo de la gloria inmarcesible de España: de «Las Españas», como decían sus altivos hidalgos cuando hablaban de la patria gloriosa... Cuatro siglos han pasado desde entonces; cuatro siglos que parecen una pesadilla horrible para el que siente bullir en sus venas la noble y generosa sangre hispana; que españoles de legítima cepa somos los americanos, por más que formemos hoy naciones independientes; pero que, ni cubiertas por las aguas mitológicas del Leteo podrán jamás por jamás olvidar que hijas son de aquella madre patria, que nuestras son también las glorias de los días de esplendor del imperio del gran Carlos, que late al unísono nuestro corazón con el corazón de la vieja patria, aplaudiendo en silencio sus días de esperanza, sangrando de nuestra sangre cuando la contemplamos perseguida por las furias implacables de un hado nefasto, habiendo caído despedazada bajo el peso inaudito de la fuerza bruta, del abuso más monstruoso que jamás haya registrado la historia, abuso que no tiene ni la escusa siquiera de la altura de los propósitos o de la altivez de la ambición, porque los cartagineses de todas las épocas sólo por el oro viven, en el oro piensan, por el oro combaten, y el oro, el oro vil, los enceguece y los impulsa. ¡Parece que la fatalidad quisiera hacer pagar a España con dolores no concebidos, las glorias realmente inconcebibles que supo en otros tiempos conquistar!

Sin duda, la América entera ha mirado con simpatía la independencia de Cuba, y su posible incorporación al núcleo de naciones hermanas por su origen, por sus creencias y por sus aspiraciones. Cuba habría venido a ser el Benjamín de la raza latina, y, pasada la primera efervescencia del desgarramiento, España habría reconocido que es ley natural y humana que los hijos mayores de edad se emancipen de sus padres, y que la gloria de éstos está en dar origen a multitud de familias diferentes, pero todas unidas al tronco común y manteniendo con él los lazos íntimos del cariño, que no menoscaba la recíproca independencia. Más aún: en América se reconoce que si, durante el siglo que fenece, España se hubiera dado cuenta de que es necesario transigir con lo irremediable, y se hubiera dedicado a cultivar y estrechar sus relaciones de madre amorosa con sus hijos emancipados, sería hoy una nación poderosísima por la riqueza que habría desarrollado este inmenso mercado americano y los mutuos intercambios, y porque comunión tan estrecha de intereses, avivada por el rescoldo aún encendido del viejo amor filial, habría conducido a formar algo como una alianza ibero-americana, que hubiera hecho invencible a nuestra raza; la que no tendría que preocuparse, como tiene hoy que hacerlo, del avance soberbio y de la tutela desdeñosa de la plutocracia sajona, llevada a su más honda expresión bajo la éjida del tío Sam. Porque justamente es eso lo que produce hoy el singularísimo fenómeno de que las naciones latinas, independientes, de América, hayan más bien simpatizado con España, a pesar de que ésta contrariaba la natural evolución de la independencia de Cuba, cuya causa simulan defender los yankees arrogantes, que se creen tutores natos de todo el continente, y que han convertido a su doctrina de Monroe en un lecho de Procusto, para aplicarla al derecho y al revés, según les convenga, y desdeñando consultar siquiera la aquiescencia de las otras naciones americanas; tutela despreciativa e irritante, que la América española está en el deber de resistir y repeler, porque es atentatoria de su independencia y de su dignidad. Los Estados Unidos, cuyo desarrollo en este siglo es uno de los fenómenos más asombrosos y que más honran la vitalidad de la temible y poderosa raza sajona, representan en el drama actual que se acaba de desarrollar con pretexto de Cuba, el papel del león de la fábula, recubierto por la piel de cordero: la pretendida indignación humanitaria, la confraternidad americanista y demás pretextos de su inaudita intervención, son la piel de cordero de la fábula, que no alcanza a disimular siquiera las garras del león, quien incorporará la fácil presa a sus dominios, y repetirá con Cuba lo que hizo con Texas, con California, lo que mañana querrá seguir haciendo con otras comarcas limítrofes… Es cierto que el telégrafo ha anunciado que, en agosto de este año de 1899, el presidente Mackinley ha puesto su firma en una declaración solemne de la independencia de Cuba: la que se realizará después de efectuar un censo general de la isla. Tal noticia no ha sido confirmada, y aún aceptándola debe observarse que, haciendo abstracción de ésta singular condición, –que hace depender la independencia de una nación de una operación estadística,– el reconocimiento de la república cubana será la repetición del reconocimiento de la república de Texas: es decir, una transición decorosa para facilitar la anexión posterior. Y éste movimiento anexionista comienza ya a funcionar vigorosamente: la república de Santo Domingo, despedazada por la lucha de sus facciones internas, pide con insistencia la anexión a los dominios del tío Sam. El imperialismo «yankee» comienza a tomar proporciones colosales: por simple «derecho de conquista» ha arrebatado ya dos comarcas latinas de habla española, Puerto Rico y Filipinas; amenaza ahora anexar Santo Domingo; y tranquilamente se prepara la incorporación futura de Cuba. En México ha absorbido las finanzas y las industrias: en Centro América interviene descaradamente; a Venezuela, la ha convertido en su pupila... ¡Y lo curioso, a la vez que admirable, es la soberbia y el desdén con que la invasora raza sajona lanza este reto a la raza latina, para que la sirva de advertencia de que en adelante ni sombra de resistencia intente ante sus abusos y ante sus pretensiones!

Y no se extrañe este lenguaje en un americano. La admiración por los Estados Unidos –acrecentada por larga residencia en aquel maravilloso país– no es bastante poderosa para acallar la voz de la sangre y el instinto de la raza. Años hace, en una alocución patriótica (pronunciada en el Ateneo, el 25 de mayo de 1895), decíamos lo siguiente:

«Un ilustre estadista contemporáneo, saludando hace poco la virgen tierra de América, el nuevo mundo surgido ante los ojos de Colón y ante la proa de las carabelas españolas, la llamó “la ingrata tierra, adonde tanta sangre y tantas lágrimas, y tanto sudor del cuerpo y del alma se ha derramado para mantener la gloria del nombre español, de aquella España que la sacó de entre las tinieblas del no ser, de entre los abismos del mar, de las garras de la barbarie y de la superstición; que la dotó con su fe, con su lengua, con lo más precioso de su sangre y con todo los frutos de su civilización”. Y bien, ¡no! No ha sido América una tierra ingrata para la madre patria, por el hecho de haberse alzado en armas contra la metrópoli, de haber librado cruentas batallas y de haber cimentado con su sangre la independencia de todo un continente. ¡Ha dado vida a un grupo de naciones que son ya hoy, honra y prez de la raza hispana, y que cuando en los siglos próximos se conviertan en los colosos en que su destino las transforma, perpetuarán en las edades venideras el genio y el esfuerzo del origen español, que quedará en la historia señalado como el núcleo humano más varonil y glorioso, que registren los anales de los tiempos antiguos y modernos! ¡Sí! España será para nosotros siempre el alma mater cariñosa, en el recuerdo de cuyas pasadas y heroicas glorias hemos de retemplar nuestro vigor, para afrontar las dificultades del presente y las asperezas del porvenir; porque nuestras son también las glorias de los que salvaron la altivez ibérica, cuando Roma paseaba triunfantes por el mundo los pendones del paganismo antiguo; de los que, únicos en la Europa entera, supieron detener y rechazar al azote terrible de las naciones, al fiero Atila, que con sus hordas talaba y arrasaba la civilización caduca de los pueblos bizantinos; de los que, por fin, salvaron, junto con el honor nacional, los destinos mismos de la cristiandad, cuando el África, indómita y fanática, ¡todo lo arrollaba a la sombra del triste fatalismo musulmán! El proceso de la independencia americana no significa una reacción de odio y de venganza contra nuestros padres, sino, por el contrario, el esfuerzo varonil e inevitable de los hijos llegados a la mayoridad y que forman su hogar por separado, fundando así familias nuevas, aunque para ello sea menester, a las veces, incurrir en la desaprobación paterna, enceguecida por un cariño, infinito quizá, pero naturalmente egoísta y que resiste una separación que es, casi siempre, un desgarramiento doloroso. La actitud de padres y de hijos durante la lucha homérica de la independencia es, pues, bien explicable, y no puede la historia lanzar anatema alguno contra cualquiera de ellos, por la tenacidad intransigente con que ambos defendieron sus convicciones y sus intereses.»

No es, pues, debida al espectáculo tristísimo que ha ofrecido la última guerra hispano-yankee, que nos sentimos inclinados a estrechar los vínculos que ligan a las repúblicas de origen español con la madre patria. Nada más natural que así se piense en el sud del continente americano; como lo es que en el norte del mismo se entonen loores a la pujanza y a los éxitos de la raza anglo-sajona en cualquier parte del mundo. Hay de por medio una cuestión gravísima: el atavismo de la raza.

No se crea que es exagerada esta importancia de la lengua, ni que son vanos los temores respecto de la influencia de la raza anglo-sajona en América a este respecto. Véase si no como proceden los Estados Unidos en el epilogo tristísimo del drama antillano: «Los periódicos de Cuba – dice recientemente un viajero argentino– dan la sensación de un pueblo invadido y borrado. Es una atmósfera de derrota y de miedo, donde todo se hace en voz baja: las frases se miran entre sí con recelo y se vigilan bajo la amenaza de un conquistador que exige de los hechos lo que los hechos no quieren darle. Las hojas genuinamente españolas, o peninsulares, obran como comerciantes arruinados que venden el negocio y se quedan en él al servicio de un nuevo dueño. Se someten hasta admitir su primera página escrita en inglés y atestada de telegramas de la nueva metrópoli, que es una bofetada al origen y un comienzo de infiltración y sustitución de alma. Cada línea muestra al usurpador maniobrando como un nuevo propietario que hace reparaciones en una casa y la transforma a su antojo. Se habla de millares de escuelas fundadas para difundir la lengua del vencedor. Y todo, triste, todo gris, todo en una atmósfera de humo, pasa el ensueño cubano, en una lágrima…»

Está hoy de moda el sonado libro de Demolins, sobre la superioridad de los anglo-sajones. Indudablemente hay ahí muchas crueles y provechosas verdades, que los hombres de raza latina no deben menospreciar; pero, ni como obra de alcance pedagógico, ni como estudio de tendencia sociológica, es aquel trabajo inatacable. Muy por el contrario: la tesis ha sido manifiestamente exagerada, y sin entrar al análisis irónico con que Anold ha retrucado con otro libro sobre la superioridad de los franceses, debe hacerse presente que es preciso tomar aquella polémica «con beneficio de inventario» y aun quizás, y sin quizás, cum grano salis.

Para nosotros, los latino-americanos, la cuestión tiene una importancia singular. No vamos, ciertamente, a delinearla en este lugar, pero tampoco haremos misterio de nuestra opinión al respecto. Justamente a raíz de una larga permanencia en Estados Unidos, estudiando y admirando tan gran país, escribíamos en esta misma Revista Nacional, t. II, 1887, artículo La política americana y las tendencias yankees: «El criterio para apreciar esta cuestión debe ser puramente objetivo, pues los yankees difieren radicalmente de los latino-americanos en su manera de concebir la política, y si para juzgarles les aplicáramos tan sólo nuestra regla de conducta no apreciaríamos sino erradamente la de ellos. Es probable que haya en esto una sensible cuestión de razas. La raza latina ama proceder teóricamente, según sus ideales, para cuya realización concibe sistemas perfectamente lógicos; las cosas deben, en su modo de ver, amoldarse a los principios, y, con el entusiasmo que le es característico, no trepida en pasar de un sistema a otro si su razón le indica que esa preferible, pero subordinando siempre la práctica a la teoría. La raza sajona no acostumbra gustar de los «lechos de Procusto»; se adapta a las cosas, trata de corregirlas y mejorarlas paulatinamente sin producir cambios generales y profundos: atiende a las necesidades del día y al interés especial de sus miembros, sin investigar si con ello satisface principios brillantes, ni teorías, ni sistemas lógicos y razonables; prefiere, en una palabra, la mejora lenta a la súbita perfección. De ahí que la historia de la América latina está llena de arranques soberbios, de aspiraciones generosas, de sentimientos levantados; siempre en pro del ideal, infatigable en procura de la verdad y del progreso, ha implantado de una pieza constituciones casi perfectas, y legisla copiosa y admirablemente.

Las grandes ideas, traducidas por las grandes palabras, seducen su espíritu latino y arrebatan su entusiasta naturaleza meridional. Los norte-americanos, como excelentes anglo-sajones, son esencialmente prácticos y su política no ha obedecido sino a un interés bien entendido: sus hombres de estado han sido personas de largas vistas y sesudo razonamiento; su diplomacia ha sido siempre la del interés de la nación, sin entrar a averiguar si se satisfacía con ello la fraternidad universal, la solidaridad continental u otro ideal semejante. Ha sido su interés durante muchos años prescindir en absoluto de lo que pasaba fuera de su país; es hoy su interés tomar cartas en la política de América y en el escenario internacional. En uno y otro caso obran cuerdamente: les conviene tal o cual política, y tratan de hacerla triunfar por todos los medios. Son en ello francos y nada ambiguos: trabajan pro domo sua; a nosotros nos toca mirar pro domo nostra

Además, la extensión singularísima que la política imperialista yankee ha dado en los últimos tiempos a su socorrida «doctrina de Monroe», –olvidando la claudicación del tratado Clayton-Bulwer,– demuestra que las esferas de acción de las razas sajona y latina, en el continente americano, se encuentran en vísperas de ser violentamente antagónicas. El ruidoso mensaje de 1895, con motivo de la cuestión anglo-venezolana; y la solución de la cuestión hispano-cubana, recientemente; equivalen a una política nueva: la tutela de la América entera por los Estados Unidos, y un veto formal de parte de aquella nación a las de Europa impidiendo resuelvan sus cuestiones presentes o futuras, en cualquier punto del continente americano, sin previa anuencia del gabinete de Washington. Y el caso es tanto más interesante para los latino-americanos, cuanto que los anglo-americanos son de una franqueza realmente indiscutible: la fórmula de su doctrina monroista, la América páralos americanos, es lógica, porque para ellos «americanos» significa tan solo «norte-americanos»: los de los países de origen latino, son simplemente natives, vale decir: indígenas, raza inferior…

De ahí que –encontrándose el que esto escribe en Madrid, y sometido a un interview periodístico por La Correspondencia de España, en enero 22 de 1896–  dijera lo siguiente, hoy más exacto que entonces, si cabe: «El pan-americanismo me deja frío, como frío me deja el llamado literario a la confraternidad de todos los países americanos, desde que somos de origen distinto, estamos poblados por razas diferentes, y tenemos intereses económicos diametralmente opuestos. Comprendo perfectamente que los Estados Unidos quieran desempeñar el papel de tutor de «sus hermanas menores» –our sister republics, como suelen llamarnos a los de Latino-América, cuando quieren sernos simpáticos– como he comprendido con claridad que convocarán el famoso congreso panamericano de 1889, para proponer un zollverein continental, unión aduanera que habría resultado en exclusivo provecho de ellos y en exclusivo daño nuestro. En ese proceder son lógicos y de una franqueza que impone respeto: no ocultan que obran por sus conveniencias y dejan a otros que campeen por las suyas. Pero las repúblicas hispano-americanas tienen intereses económicos opuestos: todo lo que producen, es también producido en los Estados Unidos, y en unos como en otros países sirve para el comercio de exportación. Además, pertenecemos a la raza latina, que tiene quizá otros ideales y otro criterio que la raza anglo-sajona. Nuestros vínculos de sangre son estrechos con una parte importante de Europa, ¿a qué los renegaríamos en provecho de una nación poderosísima, es cierto, pero que no tiene con nosotros más punto de contacto que el hecho casual de existir en el mismo continente? Comprendo el pan-germanismo, o el pan-eslavismo, porque se trata de una solidaridad de raza, de lengua y de religión; pero el pan-americanismo es ilógico, si ha de cobijar por igual a naciones sajonas y latinas, a regiones de intereses antagónicos y que no podrían estar supeditados a una hegemonía cualquiera sin evidente detrimento propio. Los pueblos tienen el derecho de vivir, y los estadistas que los dirigen no pueden cometer el error injustificable de cortarles las alas por la mera prosecución de un ideal lírico y fantástico. Los países latino-americanos no solo desean, sino que deben vivir independientes de toda tutela, más o menos simulada, y no pueden atarse las manos para sellar la unión del lobo y del cordero de la fábula. Si se apelara al sentimiento, predominaría el que arranca de la comunidad de raza, lengua y religión, que nos hace históricamente solidarios con España, la madre patria, con la cual deben estrecharse las vinculaciones de intereses, para hacer que, en lo porvenir, marchen de consuno en el destino de los pueblos de habla castellana, el interés y el sentimiento. Tengo fe profunda en el porvenir de nuestra raza, pero creo que necesitamos establecer una estrecha solidaridad entre los diversos pueblos que la forman. Me parece tarea fácil, porque en España y en Hispano América se ha comprendido que, por más independientes que sean entre sí las naciones del habla de Castilla, es necesario, es conveniente y es factible, constituir un pan-hispanismo, que puede hacer invencible a nuestra raza, realizando el lema histórico: la unión hace la fuerza.»

Pues bien: esa convicción, anterior a la última guerra y a la triste prestidigitación de Cuba libre, es hoy más firme todavía. Si los pueblos latino-americanos no abren a tiempo los ojos, su porvenir corre gravísimo peligro.

Es, pues, necesario que las naciones de origen español experimenten la necesidad de estrechar los lazos que las unen, para defender las prerrogativas de su raza. No se irá, sin duda, hasta repetir los planes quiméricos de los congresos que soñara la ambición desenfrenada de Bolívar, y las ilusiones candorosas de la serie de paladines de una utópica confederación latino-americana. No. La independencia recíproca y la idiosincrasia regional, serán siempre la base y la palanca del engrandecimiento paulatino de los países hispano-americanos. Pero la tragedia imperante de este final de siglo, el choque desigual de las razas sajona y latina, constituye una saludable advertencia: conviene no descuidar los lazos que unen a los pueblos con una fuerza a veces superior a los fugaces convenios diplomáticos. Y, entre esos lazos, ninguno es más poderoso ni más eficaz que el idioma común, el alma parens de la nación y de la raza.

Y no es esta una cuestión baladí. Hace poco exclamaba un pensador: «La langue c'est la nation, lo que significa que la lengua es el pueblo, o, en otros términos, que las cualidades , de un pueblo pueden conocerse más o menos correctamente por la clase de idioma que habla. Si dos estudiantes poseen, el uno un conocimiento perfecto de la historia de las naciones del mundo, y el otro un perfecto conocimiento del desarrollo de las lenguas que esos pueblos y los que les precedieron han hablado, y si los dos estudiantes se encuentran un día y comparan sus notas, es probable que descubran que, por diferentes líneas, han llegado a las mismas conclusiones. En otras palabras, ambos habrán comprobado la verdad de la sentencia del filósofo francés: la lengua es el pueblo.»

La estadística, con la elocuencia brutal de los números, confirma esa aseveración, y demuestra que la expansión de una lengua y su mantenimiento responden siempre a la excelencia de una raza y a su vigor propio.

Lengua que se descuida, significa raza en decadencia; lengua que se perfecciona y defiende, representa una raza que avanza y se impone. Véase este simple ejemplo: al finalizar el siglo XV había en el mundo menos de 4.000.000 de personas de habla inglesa; al fin del XVI, eran 6.000.000; al fin del XVII, 8.500.000; al fin del XVIII, 21.000.000; hoy, al fin del XIX, son 116.000.000. En cambio: a fines del siglo XV, el idioma español era hablado por 8.500.000; a fin del XVIII, por 26.000.000; hoy, a fines del XIX, por 44.000.000. En realidad, pues, el español –a pesar de haber descubierto un mundo y de haberse encontrado en el transcurso del siglo XVI a la cabeza de la civilización y constituyendo el imperio más poderoso del orbe,– ha retrocedido lastimosamente mientras el inglés, pobre e insignificante en aquella época, ha avanzado a pasos de gigante y sigue avanzando todavía. Más elocuente aún es el caso de la decadencia del idioma francés, que, en el correr del siglo XVIII era la lengua universal, de todo el que se preciaba de culto en cualquier parte del mundo civilizado: así, el siglo XV tenía 10.000.000 de personas de habla francesa; el XVI, 14.000.000; el XVII, 20.000.000; el XVIII, 31.000.000; hoy, el XIX, cuenta 52.000.000: «durante estos cuatro siglos –dice un estadista– marchaba el francés a la cabeza de los demás; al principiar el presente siglo, aventajaba al inglés en 10.000.000; hoy, este lo aventaja en 64.000.000, pues actualmente no hay más que 52.000.000 personas de habla francesa en todo el mundo, contra 116.000.000 de habla inglesa.» Mientras tanto, otros idiomas han seguido marcha inversa: así, el alemán a fin del siglo XV era hablado por 10.000.000; al finalizar el XVIII, por 30.000.000; hoy, por 80.000:000. Más aún: el ruso, durante el siglo XV, era solo hablado por 3.000.000; al fin del XVIII, por 31.000.000; hoy, por 85.000.000.

Las cifras en que se funda esa opinión pueden, sin embargo, controvertirse. Poco hace, con motivo del VII Congreso internacional de Geografía, que acaba de celebrarse en Berlín, se ha discutido la exactitud de aquellos guarismos, y se ha llegado a la siguiente conclusión: los países gobernados por la raza anglo sajona abarcan 37.448.600 kilómetros cuadrados, con una población total de 461.160.000 de almas, pero de la cual solo 118.800.000 hablan el idioma inglés; los de raza francesa comprenden 9.600.000 kilómetros cuadrados, con 105.850.000 habitantes, de los que 43.370.000 hablan francés; los de raza germánica tienen 3.390.000 kilómetros cuadrados con 74.033.000 almas y únicamente 62.650.000 hablan el alemán; los de raza hispana, 12.643.450 kilómetros cuadrados, con 64.145.530 habitantes y solo 57.240.000 hablan español; los de raza itálica, 1.290.000 kilómetros cuadrados con 34.080.000 almas y 32.335.000 de habla italiana. Por la superficie, que corresponde el primer lugar a Inglaterra; el segundo a España; el tercero, a Francia; el cuarto, a Alemania; el quinto, a Italia. Por la población, figuran en este orden: Inglaterra, Francia, Alemania, España e Italia. Por el habla: Inglaterra, Alemania, España, Francia e Italia. Por el grupo de naciones soberanas: España, con 17; Inglaterra, con 3; Alemania y Francia, con 3; e Italia, con 1. ¿Invalidan estas cifras las conclusiones del estadígrafo antes citado? En manera alguna, en las grandes líneas por lo menos.

«En los umbrales del siglo XIX –agrega aquel– aparecen los 6 grandes idiomas de Europa en esta forma: el francés y el ruso, a la vanguardia, con fuerzas iguales; el alemán, inmediatamente detrás de ambos; luego el español, después el inglés, y al último el italiano. Las bayonetas de Wellington y el cañón de Nelson dieron la señal de la carrera; esta ha durado 80 años, y su resultado ha sido un sorprendente cambio de posición. La pequeña hueste inglesa se ha convertido en 116.000.000 de almas; el idioma ruso ha crecido de 31.000.000 a 85.000.000; el alemán sigue a éste, con 80.000.000; el francés entra detrás, con 52.000.000; y los últimos son el español, con 44.000.000 y el italiano con 34.000.000. Estas cifras son más que simples datos estadísticos: bien consideradas, compendian la historia de la humanidad en el mundo occidental, durante cinco siglos, y además encierran una profecía respecto a los destinos de las razas.»

A la verdad, el dato es aterrador: es la derrota de la raza latina por la raza anglo-sajona, y la lucha presente de esta con la eslava. Toda la cuestión, respecto del predominio, está entre estas dos últimas razas: ¡en cuanto a la latina, hoy desaparecida de la pista, como concurrente serio..., va en plena y fatal decadencia, envuelta en los oropeles, de vivísimos colores, de todas las épocas bizantinas!

Pero, si esos resultados son exactos, refiriéndose a las cosas del viejo mundo, ¿lo serán acaso respecto de la América, donde los pueblos son nuevos y llenos de aquel vigor de que parecen carecer algunos de los de Europa? A esto contesta aquel estadígrafo: «El idioma español promete más en el nuevo mundo que en el viejo; pero ni los españoles de Europa ni sus descendientes de América conservan rastro de la energía que hace trescientos años dio a España los territorios hoy perdidos; y una raza que pierde terreno en vez de ganarlo, no cuenta en una lucha como ésta.»

Esa profecía parece demasiado pesimista; mas es bueno tenerla en cuenta, siquiera para desmentirla con los hechos. De todos modos, todo esto demuestra la importancia extraordinaria que tiene la cuestión de la lengua, y qué interés supremo hay para los países americanos de origen hispano, en cultivar su hermosa lengua, en purificarla y en enaltecerla. Posiblemente, en bocas americanas el idioma castellano adquirirá condiciones diversas de las que tiene que ir tomando en la península, si es exacta la observación siguiente: que allí ha seguido la regla fatal de la decadencia de los idiomas derivados del latín, que en boca de los pueblos europeos que los hablan –sobre todo, franceses, españoles e italianos– se ha ido haciendo más suave y dulce, más complejo y dúctil; ¿por qué no se volvería ese mismo idioma castellano, en el continente americano, más sencillo, más fuerte y más exacto? Todo eso podría suceder, pero a condición de mantener celosamente su pureza y de impedir que se contamine con incrustaciones enfermizas de un «volapuk» cosmopolita, dejado por el limo de todos los idiomas posibles que traen a estas playas los inmigrantes de todas partes del mundo: «a la lengua castellana –ha dicho un filósofo moderno– con su literatura rica e inmarcesible, con su dilatación por ambos hemisferios, y con su senado académico encargado de purificarla, fijarla y darle esplendor, sin temeridad pueden augurársele periodos ilimitados de medro y bienandanza.»

En la América Hispana hay problemas pavorosos que resolver: sus pueblos tienen que garantizar no solo su autonomía política, sino su autonomía social, gravísimamente amenazada por la catarata inmigratoria que los invade y que, como se ha observado con razón, «constituye la más grande de las crisis de su agitada historia: fuera de los yankees, ningún pueblo ha encontrado el secreto de resistir triunfante una inmigración numerosa». Hay que amalgamar esas masas que vienen a incorporarse al seno de estas naciones juveniles: y para ello el primero de los vínculos es imponerles la lengua nacional, sabia y hermosa. Y esto no depende sino de los estadistas americanos: por eso es cuestión de verdadero patriotismo defender el idioma, hacerlo respetar y preponderar. «La educación escolar y el progreso están íntimamente ligados, decía poco ha un ilustre hispano-americano. La educación, que es en lo general el fundamento más sólido del adelantamiento social, no solo será en estos países la base de su civilización, sino la clave única para resolver los graves y peligrosos problemas, de cuya acertada solución dependen su prosperidad y su existencia misma como naciones». Ahora bien: la base de la educación es la lengua nacional.

Ese ha sido el gran secreto de los Estados Unidos. Durante un siglo han recibido 50.000.000 de inmigrantes de todas las razas y países: todos se han incorporado a la nacionalidad hospitalaria que los recibió, y la generación siguiente ha sido ya tan celosa de las prerrogativas nacionales como los ciudadanos de viejo abolengo. ¿Por qué? Porque se había cuidado de organizar y difundir el régimen de las escuelas primarias, y los hijos de inmigrantes aprendían, junto con el idioma nacional, a amar todo lo que tenía atingencia con la nueva patria. La lengua ha sido la gran niveladora; y por principio alguno los sesudos yankees habrían permitido su corrupción despreciativa, autorizando el empleo de voces, de frases, de giros extraños a la misma, so color de que era pobre o anticuada, y de que era infundirla vida nueva desnaturalizarla así. Por el contrario, con un exclusivismo patriótico, cuyos frutos ha cosechado pronto, ha proclamado siempre la excelencia absoluta de su lengua, haciendo gala de menospreciar las otras, negándose a las veces a practicarlas, y obligando a todos a aprender y dominar el idioma nacional, si en aquel país querían vivir y prosperar. Ese hermoso ejemplo no deberían perderlo de vista los pueblos hispano-americanos: «la lengua, y, sobre todo, la sintaxis de la lengua –ha dicho Cánovas– es la expresión más acabada de toda raza, de todo pueblo en cualquier tiempo; no hay que disputarla esta primacía, porque en la lengua van envueltos todos los sentimientos morales, va envuelto todo lo espiritual: la lengua es el alma exteriorizada».

Afortunadamente todas las naciones de América hispana, no solo hablan sino que cultivan y defienden su hermosa lengua común. Pero, de hoy en adelante es preciso que se preste mayor atención, si cabe, a cuestión tan interesante, porque no se trata de una mera tendencia literaria, sino de un problema sociológico: de mantener la unidad suprema de la raza en países inundados por inmigración de todas procedencias, que principia por corromper y concluirá por modificar el idioma nacional y, por ende, el alma misma de la patria. Creemos, sin embargo que –como acertadamente lo ha observado un ilustre americano– «es infundado el temor de que en la parte culta de América se llegue a verificar con el castellano lo que con el latín en las varias provincias romanas, pues la copiosa difusión de obras impresas, referentes todas más o menos a un mismo tipo, el constante comercio de ideas con la antigua metrópoli, y el estudio uniforme de su literatura, aseguran a la lengua castellana en América un dominio imperecedero».

Ahora bien: ¿qué pasa hoy en América respecto de esa cuestión? ¿Cómo la encaran los literatos de este continente? ¿Cuál es la eficacia de la misión de la Academia Española entre los hispano-americanos? ¿Hasta qué punto deben formar parte del idioma castellano, común a los pueblos de origen ibero-americano, los regionalismos lingüísticos de los países de América?

Más que interesante, es seriamente necesario preocuparse de esos puntos interrogantes, porque, –como con razón lo ha dicho Valera– las cuestiones de gramática y de diccionario, de unión de academias de la lengua, de literatura española e hispano americana, de versos y novelas, escritos y publicados en español en el nuevo mundo, no son meramente literarias, críticas o filológicas: tienen mucho más alcance, aunque no se las quiera dar.

Nos proponemos, pues, ocuparnos brevísimamente en estas páginas de tan interesantes cuestiones, esperando que quienes para ello tienen competencia innegable, las ahonden y discutan, para que sus conclusiones puedan influir no solo en la producción literaria, sino en la enseñanza misma, a fin de que de las escuelas parta el gran movimiento en pro del respeto y conservación del idioma común a tanta nación hermana.


I
La Academia Española y el Diccionario de la Lengua

La cuestión que nos preocupa ha sido hace poco estudiada en el Perú.

El ruidoso opúsculo que Palma publicó en Lima en 1896 –con el título de Neologismos y americanismos– fue reimpreso en esta ciudad en 1898 y acaba de ser editado nuevamente en la patria del fecundísimo escritor limeño, a quien su noble tarea de reconstructor de la Biblioteca Nacional no impide seguir ilustrando las letras. Fenómeno curioso es que el simpático y desgraciado Perú, a pesar de su cruenta epopeya de 1881, y malgrado la injusta jettatura que parece pesar sobre él, siga brillando en el mundo literario americano, y conquistando las simpatías y el respeto de los que de cerca lo conocen o de lejos lo estudian. «Expoliado y exangüe, pesa todavía el Perú en la balanza continental, –ha dicho Vivero, uno de sus hijos esclarecidos,– y los laureles conquistados en los torneos de la verdad científica, por el derecho y la justicia, adornan sus sienes demacradas. El Perú sobrevive a sus infortunios: con Vigil en la propaganda redentora; con Bartolomé Herrera, Toribio Pacheco y Cipriano Zegarra, en el derecho internacional; Mendiburu, Lavalle, Polo y Paz Soldán, en la historia; con Villareal, en las ciencias matemáticas; con Pablo Patrón en la filología; con Antonio Arenas, Ureta y García Calderón, en las ciencias jurídicas; con Piérola, Rivero y Barranca, en las ciencias naturales; con Lino Alarco, en la cirugía operatoria; con Ricardo Palma, en el género literario, portavoz de su universal nombradía; con González Prada, en el panfleto y en la crítica filosófica; con Márquez, Salaverry, Cisneros y Chocano, en la poesía lírica; con Merino, Lazo, Montero, Fierro y Hernández, en las bellas artes.» El rápido renacimiento del Perú es, pues, un hecho que hace palpitar de gozo a los amigos sinceros de aquel país nobilísimo, llamado a tan grandes destinos.

El folleto de Palma, a pesar de sus pocas páginas, debe llamar la atención de las demás naciones americanas, por tratar de cuestiones que por igual afectan a las repúblicas de abolengo español.

El origen de ese trabajo explica su índole y alcances. Palma, nombrado delegado del Perú, con motivo del centenario de Colón, celebrado ostentosamente por España en 1892, quiso hacer efectiva su honorífica condición de individuo correspondiente de la Academia de la Lengua, y dejar, de su paso por Madrid, un recuerdo duradero. A ello lo estimulaba el hecho singular de ser americanos los mejores hablistas de este siglo, y de ser considerados como maestros del idioma, escritores de la talla de Bello, Baralt, Isaza, Pardo, Cuervo, Marroquín y muchos otros nacidos en este continente; lo cual no desconoce la Academia y no niega ningún legítimo literato español. Deseoso de conquistar lauro análogo, preparó Palma un pequeño vocabulario de un centenar de voces, usadas en diversas regiones de América, no conocidas en la madre patria, y que, por ende, tampoco figuraban en el Diccionario de la Academia. Una vez en Madrid, concurrente asiduo a los clásicos jueves de la corporación, acometió con vigor –quizá con demasiado vigor– la tarea de obtener para sus vocablos la anhelada carta de ciudadanía lingüística.

La Academia, de antiguo habituada a que cada voz nueva sea propuesta con cierta solemnidad, apoyándola en una serie de citas de autoridades; a pasarla en seguida a comisión, la que la examina, consulta, comprueba las fuentes, la ensaya, y solo la aconseja después de mucho tiempo y cuando se trata de algo universalmente aceptado; no pudo, en el caso de Palma, reprimir su asombro ante aquella arrogancia criolla, que, violentando las formas y olvidando las tradiciones, presentaba un rosario casi interminable de voces extrañas, sin citas, sin autoridades, sin más aparente fundamento que el ya anticuado de «público y notorio, pública voz y fama» –fórmula hoy vacía, en uso tan sólo en los protocolos rutinarios de los viejos escribanos,– y que exigía que las tales voces fueran aprobadas sobre el tambor, sin el trámite de práctica y sin dar lugar a reflexiones sobre la innovación. No podremos olvidar la expresión de ingenuo espanto con que todavía hace tres años, aludía a la furia peruana de Palma, más de uno de los reposados académicos, en esas deliciosas pláticas del saloncito de espera del director, antes de entrar a sesión y sentarse solemnemente alrededor de la inmensa y típica mesa verde ovalada, en cuya depresión central parecen perderse los mil léxicos allí depositados para servir de rápida consulta en cualquier discusión.

Pero Palma no tenía tiempo que perder; su regreso a Lima era inminente, y no admitió dilación ni subterfugios; fue inflexible, abroquelándose tras la máxima célebre: sint ut sunt, vel non sint. El resultado fue un fracaso estupendo: la mayoría académica, de suyo conservadora y naturalmente reposada, se resistió a ser arrollada por aquel brioso ataque: accedió a reconocer, quizá por cortesía, algunas voces; rechazó de plano otras, que se le antojaron innecesarias o arriesgadas; y aplazó las más, sin ocultar el ligero escándalo que le producía aquel desenfado americano.

La decepción de Palma fue tan ruidosa, como gallarda la seguridad que había manifestado en su triunfo, pues jamás pudo imaginar que en lo álgido de las manifestaciones de confraternidad ibero-americana, que constituyeron la nota del día de la vida madrileña entonces, la Academia hiciera prevalecer tan estrictamente sus fueros de censora severa y de juez inquebrantable. No pudo, pues, ocultar su desagrado, y, con la vehemencia propia de su temperamento de tierras calientes, hizo que las tertulias literarias de la coronada villa repitieran los ecos de sus lamentaciones inconsolables: el desairado y resentido peruano, aislándose asido a su querido vocabulario, entonó entonces algo como un tristísimo yaraví, renovando inconscientemente el encanto tradicional de aquella quena, que ha inmortalizado en su país el manchay puito, ante cuyo desgarrador recuerdo lloran aún los descendientes de la raza incásica. De regreso a Lima, Palma no descansó hasta lanzar este opúsculo, estudiando y revisando su ya famoso vocabulario, pesando y consultando sus voces, hasta que, satisfecho ya de que era invulnerable, lo da a la estampa, lo hace circular con profusión, sin ocultar que con tal paso parece arrojar por la ventana la coronada medalla de académico –antes para él tan cara, que con ella amaba retratarse– pues llega a declarar haber encontrado en la célebre corporación «un espíritu anti-americano», y termina diciendo que el «Diccionario es un cordón sanitario entre Europa y América.»

¡La Real Academia Española convertida en manchay puito! ¡el yaraví lexicográfico resonando en toda América…! Vale la pena detenerse un instante. ¿Se trata, en este caso, de una declaración ab irato, o pone el «tradicionista» –ya que no desea se le llame «tradicionalista»– del Rimac el dedo en la llaga? El asunto ha dejado de ser la querella personal de un académico en derrota: más aún, no es simplemente una reivindicación peruana; se ha convertido en cuestión americana, que interesa a todo el continente, y muy especialmente a la región argentina, si bien nosotros carecemos hasta ahora de un diccionario de argentinismos, pues sólo se recuerda la generosa tentativa de algunos estudiosos que, de tiempo en tiempo, proponen acometer tal obra, pero que no pasan, por regla general, del prospecto. Tal vez ese hecho nos permita asumir con mayor desembarazo nuestra personería en este intrincado pleito lingüístico.

El opúsculo de Palma viene a dar más fuerza a cierta tendencia que parece hoy reinar en la América española, a saber: afectar algo como menosprecio respecto de la Real Academia de la lengua. Hace poco tiempo, institución tan sesuda y conservadora como la Universidad de Chile, presidida nada menos que por un individuo correspondiente de la Academia Española, resolvía en consejo pleno hacer insertar en sus Anales una memoria sobre el lenguaje, en la cual se leen aseveraciones como la siguiente: «En vano me pregunto –dice el profesor chileno– por qué tendrá una posición excepcional la Real Academia Española, a no ser que todas sus obras revistan un carácter científico de competencia irreprochable. Pues bien, por desgracia, es sumamente fácil probar que la Academia no tiene ni sombra de competencia en materias lingüísticas. Concedo gustosamente que entre los miembros de la Real Academia hay algunos oradores, algunos poetas, algunos críticos literarios de sumo mérito; pero protesto que no hay ningún individuo entre ellos que aún aproximadamente sea capaz de desempeñar una cátedra, no digo de filología comparada, sino de lingüística neo-latina y aún de gramática histórica castellana. El Diccionario de la Real Academia Española trae millares de disparates, que hubieran sido perdonables en el siglo pasado, pero que hoy prueban la absoluta falta de los más elementales conocimientos lingüísticos.»

Y aseveración semejante ha sido hecha en agosto de 1894, como puede verse en los Anales de la Universidad de Chile, de aquella fecha.

¿Es justo juicio semejante? ¿Es exacto que no hay en toda la Academia uno solo, que sea aproximadamente capaz de desempeñar una cátedra do gramática histórica española? ¿Qué pasa en el seno de aquella corporación? ¿Cómo celebra sus sesiones y de qué manera lleva a cabo sus tareas?

…Hemos asistido con frecuencia a las sesiones de la ilustre corporación, a la que pertenecemos por elección verificada en 1893, pero a la cual solo nos incorporamos de hecho en 1896, con motivo de nuestra estadía en Madrid.

Cansado sería referir las impresiones que cada sesión nos produjo, pero dará idea del trabajo ordinario de la Academia, relatar sencillamente lo que pasó en la primera reunión a que asistimos, que fue la del jueves 9 de enero del citado año 1896.

La Academia se reúne infaltablemente en su nuevo y espléndido palacio todos los jueves, de 8 a 11 de la noche: son tres horas reglamentarias, y todos los académicos demuestran ser de una puntualidad irreprochable. Bien es verdad que si todos deben estar allí a hora fija, el Estado, en cambio, acuerda por ello una indemnización de 50 pesetas por sesión a cada individuo de número. Pocos minutos antes de las 8 principiaron a llegar los académicos; los que, atravesando el largo vestíbulo, donde se encuentra el perchero, llegan a una antecámara, en la cual esperan la hora oficial para entrar en sesión.

Cuando asiste por vez primera un académico correspondiente, es de práctica que el presidente lo salude con algunas palabras, antes de la lectura del acta, y hay que contestarlas apropiadamente. Habíamos ido con anticipación a visitar a su casa al actual director, el venerable conde de Cheste, pero como éste es viejo y achacoso, estaba en cama y no pudimos verle. Se encontraba, sin embargo, allí. Nos presentó a él nuestro padre, y lo mismo hizo con todos los académicos presentes. Sólo había otro americano: el correspondiente Gómez Restrepo, secretario de la legación de Colombia. El caso nuestro era curioso, por figurar como académicos un padre y su hijo.

Se abrieron las puertas del gran salón de sesiones, a las 8 en punto. Mientras todos se sentaban, observamos el salón. Es imponente: tiene como único adorno, en las paredes, los retratos de todos los directores, desde la fundación de la Academia. En el centro hay una enorme mesa ovalada, recubierta del típico tapete verde, y que presenta la singularidad, después del ancho necesario para que cada académico deposite en ella sus papeles y tome los apuntes del caso, de tener una depresión, también ancha, donde se encuentra, de canto, un sinnúmero de diccionarios y léxicos para consulta; restableciéndose el nivel de los bordes, en el centro.

Antes de sentarse, el conde de Cheste, como director, lee una oración en latín, cuyo texto tiene ante su asiento, impreso en una cartulina. Los académicos ocupan generalmente los mismos sillones. Por galantería del ilustre rector de la Universidad de Madrid, pudimos colocarnos al lado del que ocupa regularmente el ministro argentino.

Estaban presentes 26 académicos, y si nuestra memoria no nos es infiel, en el orden siguiente: conde de Cheste, director, Núñez de Arce, censor, Tamayo y Baus, secretario, Barrantes, M. del Palacio, Fernández y González, Ayuso, Saralegui, nosotros y nuestro padre, Colmeiro, Fabié, Commelerán, Castro y Serrano, R. de Campoamor, M. Catalina, marqués de Pidal, Silvela, Liniers, Gómez Restrepo, Pidal y Mon, Castelar, Valera, Saavedra, Selles, Echegaray. El conjunto de académicos españoles reunía, pues, los nombres más gloriosos de la literatura de la madre patria: desgraciadamente, la muerte implacable ha hecho desaparecer desde entonces a varios de los más ilustres: ¡Tamayo y Baus, Barrantes, Castro y Serrano, García Ayuso, Castelar, no son ya sino un recuerdo!

El director actual, don Juan de la Pezuela, conde de Cheste, es un anciano alto y delgado, de pelo y barbas blancas como la nieve, con una fisonomía distinguidísima. Llevaba en su levita la cruz encarnada de Santiago. El traductor del Dante es una reliquia venerable: la Academia lo reelige desde 1875, y es tradición que se muere en el puesto de director. Habla con voz reposada, pero simpática: tiene un eco que parece de ultratumba. Es un caballero antiguo, que parece resucitar de edades pasadas: se diría que se sienta en su sillón alguno de los directores de otro siglo, que contemplan la sesión, mudos e impasibles, desde el marco de sus cuadros. Tamayo y Baus, el autor del soberbio Drama Nuevo, era un hombre bajo, canoso, muy afable, y que se había convertido en el depositario de las tradiciones de la corporación. Núñez de Arce, el gran poeta, es bajo y delgado, de barba rubia semi canosa, con aire enfermizo, –tiene la coquetería de padecer del estómago– pero es también la amabilidad personificada: su conversación es muy interesante, y es partidario entusiasta de nuestra literatura gauchesca, de la que admira, sobre todo, el Martín Fierro de Hernández.

El rector de la Universidad de Madrid, Francisco Fernández y González, es un filólogo de fama; alto y grueso, de bigote negro, usa anteojos. García Ayuso, era otro filólogo de nota: alto, delgado, de mosca y bigote negro, cara pálida, tenía una fisonomía de una impasibilidad sorprendente. Colmeiro, el insigne botánico, es un tipo característico: viejo a lo Renán, de pelo largo, todo afeitado, delgado, su fisonomía inteligente y viva atrae al instante. Fabié es alto y delgado: nervioso, usa lentes; su bigote y mosca son rubios: es un escritor infatigable y un erudito de fuste. Castro y Serrano, el de los cuentos inimitables –y cuya súbita muerte enlutó poco después a las letras españolas– era el viejo más simpático que sea dable imaginar: grueso, de bigote blanco, fisonomía abierta y expresiva, su constitución apoplética dejaba entrever su fin desgraciado. Campoamor, el popular poeta de las Doloras, está viejo y achacoso: se apoya en un bastón, que no abandona ni sentado; habla poco, y parece vivir reconcentrado en los recuerdos de su pasado glorioso. Catalina es joven y vigoroso; usa barba rubia. Commelerán, cuya elección de académico dio lugar a una ruidosa campaña periodística, y al cual se refiere también Palma, en su opúsculo, es una figura singular, debido a su barba cerrada, lo que da mayor realce a su jovial afabilidad. El marqués de Pidal es un hombre alto y de una serenidad marmórea. Silvela, el activo y atrayente hombre público, usa barba negra cerrada, y lleva anteojos; abogado de fama, su amabilidad atrae y su inteligencia cautiva. Liniers, pariente de nuestro heroico virrey, es de mediana estatura, grueso, de barba cerrada. Pidal y Mon es alto, de larga barba: su fisonomía revela un espíritu enérgico como pocos.

Castelar era una figura seductora: bajo, grueso, de cuello de gourmet y gourmand a la vez –que era ambas cosas, pues sus famosas comidas dejaban atrás la mesa de Lúculo, y las bodas de Camacho,– tenía extremidades delgadas para sus anchas espaldas. Su hermosísima cabeza, y su típica fisonomía con sus largos bigotazos canos, cambiaba del todo en todo apenas una pasión cualquiera lo animaba: sus ojos fulguraban, la nerviosidad lo hacía entonces caminar como a saltitos, y sus manazas accionaban continuamente, estirando los puños de la camisa, como si obedecieran al mecánico movimiento de un sportman de regatas. Su voz, de ordinario de un timbre casi juvenil, se tornaba tonitruante con el calor de la discusión. Era un hombre encantador, cuando se le trataba con intimidad. Era también terrible, cuando la malicia lo impulsaba. Recordamos haberle oído en un banquete famoso que por entonces dio en Madrid la princesa Bonaparte de Rute, responder a alguien que ponderaba el talento oratorio de Labra:

–Ca, dijo Castelar. Hombre, ustedes llaman orador a cualquiera. Es excesivo. Labra perora, pero no habla.

Y como el otro, picado, replicara:

–Pero Muro…

–¿Muro? Menos aún. El día que se separó de mi grupo les dije a mis amigos que respiraba, porque habíamos arrojado por fin la solitaria

Entre los otros académicos presentes aquella noche, estaba el impecable Valera, el escritor castizo por excelencia, el hablista modelo. Le habíamos conocido años atrás, en Washington siendo él embajador de España. Le encontramos luchando sin desmayar, para combatir

…Des ans l’irreparable outrage!

Está viejo. Conserva su hermosa cabeza, circundada por una aureola de espesos cabellos blancos. Usa siempre su níveo bigote y sus característicos lentes, por encima de los cuales parece a las veces mirar. Sus ojos solo a ratos recuperan el brillo fascinador de sus años juveniles. Se diría una luz que se extingue. El timbre de su voz es tan argentino y simpático como antes.

Selles era entonces el académico más reciente, y el autor dramático a la moda, cuyos estrenos en el Español constituyen verdaderas batallas literarias.

Mas es preciso poner límite a estas evocaciones, y dejar para ocasión más propicia el ocuparnos de aquellos hombres ilustres, gloria de su patria y lustre del idioma en que escriben.

Leída que fue la oración de práctica, que todos escuchan de pie, y antes de que nadie se sentara, el conde de Cheste dijo más o menos:

–«Señores: Se sienta hoy por vez primera entre nosotros, el académico correspondiente, don Ernesto Quesada, cuyos trabajos os son conocidos, y que tan gallardamente lleva el nombre de su padre, nuestro querido compañero, el doctor Vicente G. Quesada, que tanto nos favorece con su presencia en todas nuestras reuniones. Doy complacido la bienvenida a nuestro nuevo compañero, que sólo de paso se encuentra en nuestra corte, y que todos esperamos seguirá trabajando con el éxito que hasta ahora, y que esperamos nos ha de prestar poderosa ayuda en la tarea en que está empeñada nuestra Academia, contribuyendo a fijar y dar esplendor a nuestra hermosa lengua.»

En seguida, Castro y Serrano dijo:

–«Nos asociamos todos complacidos a esta cordial bienvenida, y hacemos nuestras las palabras de nuestro director.»

Emocionados por la solemnidad del acto, ante la mirada, fija en nosotros de tanta eminencia de lao letras contestamos:

–«Señor director: Agradezco profundamente tan simpática acogida, al tomar posesión de este sillón a que me da derecho el nombramiento inmerecido de individuo correspondiente de la Academia. Tendré siempre presente la exhortación que se me acaba de hacer, y trataré, en la medida de mis fuerzas, de contribuir a fin de que en América se realice el noble propósito de la Academia, a saber: limpiar, fijar y dar esplendor al habla castellana. Es tarea ruda para los países americanos, en los cuales el habla vulgar fatalmente se contamina con extranjerismos, casi imposibles de evitar; pero es tarea indispensable, pues el lenguaje literario debe tener absoluta unidad en todos los países del mundo que hablen la misma lengua. Llevaré de esta sesión recuerdo inolvidable, y él me alentará siempre en mis tareas.»

Tal es la sencilla ceremonia de presentación. En seguida todos se sientan.

Se dio entonces lectura del acta de la sesión anterior, por el secretario Tamayo y Baus, y comenzó la sesión ordinaria.

El marqués de Pidal pidió la palabra, y, teniendo por delante una serie de cuartillas escritas, principió a proponer unas cuantas palabras nuevas, que aún no estaban admitidas en el Diccionario de la Academia, a fin de que pasaran a estudio de la comisión encargada de revisar los materiales para la edición en curso. Muchas de las palabras propuestas fueron rechazadas; enviadas otras a comisión; aplazadas, algunas. Entre otras, se mencionó la locución: montar a la gineta. Esto dio origen a una interesante discusión, en la cual intervino con lucidez extraordinaria el conde de Cheste, improvisando una oportuna alocución, en la que explicó los diversos modos de «montar a la gineta», según la escuela de equitación: la española, que enseña al caballo a descansar en las patas traseras, y deja al jinete el libre gobierno del animal; la inglesa, que descansa sobre la delantera, y de ahí el diverso modo de sentarse en la silla.

Otra palabra: exquisitez, que fue rechazada, se apoyaba nada menos que en la autoridad de un texto de Valera, allí presente. Fabié la atacó rudamente: «comprendo que una cosa sea exquisita, –dijo– pero no alcanzo la exquisitez de una cosa». Valera se defendió espiritualmente, contestando «que no le era posible sostener todos los pecados que hubiera cometido durante su larga vida, y que se sometía al fallo de la Academia». Cheste dijo entonces que ese término era «una de tantas palabras que aún los académicos suelen echar al mundo de vez en cuando, a ver si prenden; pero que, como en este caso no había prendido, creía mejor volver a arrojarla al limbo».

El procedimiento que se sigue en estos trabajos, es el siguiente: sin previo anuncio de las palabras que se van a proponer, cualquiera de los académicos estudia las que quiere someter al dictamen de la corporación; la define, aduce los textos en que se apoya –las famosas «autoridades»– y se abre la discusión. Como a todos toma de sorpresa, se ve a muchos académicos inclinarse sobre la mesa, buscar febrilmente alguno de los léxicos, hojearlo, y argumentar en seguida en pro o en contra.

En la sesión a que venimos refiriéndonos, entró, en plena discusión de no recordamos que vocablo, el académico don Eduardo Benot, que es un filólogo de gran autoridad, –su Arquitectura de las lenguas es un monumento;– en el acto se notó cierto movimiento, y cuando terció en el debate se le escuchó con atención, siendo decisiva su opinión. Benot es un anciano barbilampiño enjuto y grave: su sordera es lo único que impide que su trato sea más seductor, pero deja prendado al que lo oye.

Durante la discusión, Barrantes, apoyado en el bastón que le ayudaba a moverse, parecía sumido en honda meditación: pensando sin duda en «el tiempo que fue». Manuel del Palacio, en cambio, se muestra tan lleno de salud, alto y grueso, como cuando representaba diplomáticamente a su país en Montevideo: tan solo ahora su bigote y su barbilla están blancos… Fabié, en medio de su extraordinaria nerviosidad, tuvo un momento para conversar con nosotros respecto del opúsculo del general Mitre: Sobre lengua allentiak, –aún no había recibido el curiosísimo que aquél acababa de publicar sobre El Mije y el Zoque– por cuanto había escrito un artículo relativo a ese trabajo en el Boletín de la Academia de la Historia.

Núñez de Arce y Fabié acostumbran tomar parte activa en casi todas las discusiones y les acompañaba siempre Tamayo y Baus, el erudito director de la Biblioteca Nacional. A las veces la discusión se torna vivísima, y la campanilla del director tiene que poner en ella orden.

Al llegar las 11, por más que la corporación se encontraba envuelta en una agitada discusión, fue ésta cortada bruscamente por el director, quien se incorporó, tomó el libro de oraciones, recitó una en latín, oída por todos de pie; y, en medio del ruido de los sillones, todos los académicos se retiraron. Pocos momentos después, no quedaba nadie en el vestíbulo.

Tal es el procedimiento ordinario de las sesiones académicas: tal la conciencia con que aquella corporación estudia y discute las voces del Diccionario.

La gravedad con que desempeñan sus funciones no les impide demostrar su buen humor, pero… en voz baja. Así, recordamos que, en medio de una abstrusa discusión filológica sobre la etimología de algún vocablo, conversábamos con uno de los académicos, y hablamos, entre otras cosas, del asunto del día en esos momentos en la coronada villa, a saber, la quiebra del empresario de la ópera en el teatro Real, y la serie de pretendientes a reemplazarlo, con la ayuda del gobierno. El grave académico nos dijo entonces, con voz imperceptible y el semblante más serio de este mundo:

–Lo que sé es que el nuevo empresario tampoco tiene un real. ¡Y creo que toma el Real, para tenerlo!

…Los trabajos de la Academia, en sus sesiones ordinarias, se basan principalmente –además de los vocablos y locuciones que cada uno puede proponer– en el despacho de su comisión especial, la que llevaba entonces revisados muchos millares y millares de palabras. La espléndida biblioteca de la corporación, situada en el piso alto del palacio y cerca del grandioso salón de fiestas, le permite poner a disposición de los académicos la colección más completa de material lexicográfico, perfectamente clasificado.

Para darse una idea del material colosal reunido con motivo de la reciente edición del Diccionario, bastará decir que, fuera de la tarea oficial de la comisión, ha recibido considerabilísima ayuda de los correspondientes: uno solo, –posteriormente elegido entre los de número– Cortázar, remitió «más de 14.000 papeletas de enmiendas, supresiones o adiciones que, a su juicio, deben hacerse en el Diccionario, y no como meras ocurrencias, hijas de un examen superficial, sino acompañadas siempre de la exposición de motivos que le han conducido al reparo, y con la cita de libros y autores que en casos dados lo justifican y donde se podrá comprobar su exactitud.» Y no ha sido solo Cortázar: Bueso ha enviado 10.000 papeletas, Oca, 5.000; y varios números Fita, Palau, Eguílaz, Álvarez Sereix y Fabra. Todo esto sin contar con los tesoros lexicográficos inéditos, legados a la corporación por su correspondiente Sáenz del Prado –el «gran trabajador ignorado», como lo llama el P. Mir, en los recientes Estudios de erudición española;– y que analizan más de 400.000 voces, cada una apoyada en copiosas «autoridades.» Entre los americanos que más han coadyuvado al nuevo Diccionario se cuentan Calcaño, Riva Palacio, Seijas y Tejera. «Se ha reunido así –dice el académico Saavedra– un caudal de más de 40.000 papeletas, con observaciones utilísimas, unas porque desde luego dan solución a los defectos señalados, y otras porque, sin acertar por completo con ella, han fijado la atención de la Academia sobre el punto discutido.» La edición XIII del Diccionario llegaba entonces en lo estampado, a la letra V., «con más de 30.000 variaciones, en las cuales se ha atendido antes a depurar el texto que a multiplicar las novedades.»

Siempre, sin duda, la Academia se abstiene cuidadosamente de dar entrada a las voces nuevas, en el Diccionario, sin la sanción del uso bien dirigido, «pero las mudanzas de los tiempos han traído a su vez cambios importantes en el modo de aceptar esta clase de agregaciones, que cada día llaman a las puertas en mayor número y con más empuje. Era preciso –dice el académico citado– en los primeros tiempos, que el advenedizo invadiese nuestro recinto a viva fuerza, sin acción alguna por nuestra parte, saltando por cima de las murallas; consintiendo después que la entrada se hiciera por las puertas entreabiertas, con objeto de contrastar más fácilmente en el fielato el valor del género presentado, antes de que no hubiera ya remedio para encajarlo en los moldes de la buena derivación; y hoy es preciso hacer más: no podemos conservar la acostumbrada pasividad, y debemos salir al campo a reconocer las piezas que por allí corren ya con alguna aceptación, para inutilizar las de mala ley y traernos las buenas, en disposición de que puedan recibir todavía el legítimo cuño.» Nada más exacto, ni más discreto: y justamente eso es lo que anhelamos en Hispano-América, a fin de someter nuestros regionalismos a rigurosa prueba.

Y aunque a muchos españoles les parezca que es imposible que un americano pueda escribir castizamente, –pues como pomposamente pretende Clarín: «los peninsulares son los amos del idioma»,– quiere la casualidad que el director actual de la Academia sea un limeño ilustre, y que entre los individuos correspondientes se cuenten hablistas de fama indiscutible, como Cuervo y otros. Los individuos de número son todos españoles, es cierto, y quizá no esté tan distante de la verdad absoluta aquella paradoja que pretende nada menos que «donde menos bien se habla el español es en España», porque precisamente allí es donde se notan más profundas y evidentes las diferencias regionales, pues un gallego no habla como un castellano, ni como un catalán o un vascongado: giros y modismos tienen sus zonas geográficas marcadas, y cada región tiene su dialecto, cuando no sostiene, como Cataluña, que es su idioma peculiar. ¿Qué predomina entonces en el criterio académico? ¿El uso regional en la península o el uso literario general? Ambos se invocan en el salón de sesiones. Y es humano que siendo los que deliberan, peninsulares por origen y residencia, se inclinen involuntariamente más a su región que a lo que se les sostiene se acostumbra en las vastas y cuasi desiertas comarcas de América. Esto no quiere decir que no tomen en cuenta el uso americano, y hemos oído citar, en el curso de las discusiones, más de un hablista de América como autoridad.

Es una verdad, sin embargo, que el pensamiento, la manera de concebirlo, o el sentimiento de su expresión exterior, son diversos en el peninsular y el americano; como se diferencia el sonido de la voz en hombres y mujeres, a tal punto que es común la opinión de que los americanos hablamos con más dulzura que los peninsulares. El mismo fenómeno acontece entre brasileños –que allí dicen– o brasileros, como aquí se les llama, y los portugueses; y más aún: se repite la misma pretensión de los portugueses de ser ellos los puristas, mientras con desdén y lástima miran y juzgan las producciones literarias del Brasil. Ese hecho también se reproduce entre yankees o ingleses. Se trata, pues, de un caso lingüístico general, y, por lo tanto, efecto de causas superiores a la voluntad. Nada más errado, pues, que pretender en Sud América combatir la influencia de la Academia, so pretexto de que es perniciosa por razón de defectos que provienen del orgullo español.

Por otra parte, los escritores puristas y castizos, como Valera, son en la misma España garbanzos de a libra, por más que en la península, como en este continente, abunde la verbosidad fecunda y la falta de tersura elegante en la forma.

Verdad es que, como se ha observado alguna vez, la crítica pedante de maestro de escuela siempre encontrará defecto en el escritor más eximio, pues, en materia de lenguaje, el purismo suele ser imposible de satisfacer. Un escritor verdadero nace con «ese don de escribir, que no puede adquirirse con las lecciones y el trabajo»; su sintaxis puede, a las veces, ser defectuosa, pero si el fondo se sobrepone, resulta el caso famoso de un célebre novelista: «Su sintaxis! Todos se dejan arrastrar por ese estilo vivo, colorido, pintoresco, flexible, atrevido, mágico, de relieve; y exclaman: ¡qué admirablemente escrito está! Estoy de acuerdo -añade un crítico académico- con que está admirablemente expresado y descripto. Pero… admirablemente escrito, lo niego. Hasta podría decirse: eso no está escrito de ningún modo. Nuestro autor desconocía voluntariamente el espíritu y los principios de la lengua; la violentó queriendo hacerla dar más de lo que puede dar, queriendo hacerla expresar efectos e impresiones que ninguna lengua, y ésta menos que otra, puede ni podrá dar.»

No hay que olvidar tampoco, en el caso de los escritores americanos, que ellos fatalmente no pueden ser tan castizos como los peninsulares, en razón del medio ambiente en el cual se desarrollan y viven. Si en América y en España se escribiera con idéntica tersura y con igual impecabilidad, revelaría eso un hecho por demás artificial, porque desaparecería la idiosincrasia nacional de cada escritor, y en sus obras no podrían hallarse ni rastros de la región donde se formó. Cada cual debe reflejar en sus escritos, siquiera involuntariamente, la atmósfera sui generis del mundo en que vive: de lo contrario, producirá obras artificiales, frías, sin vida.

Más aún: a veces, aún con el deseo más sincero de observar en lo posible la pureza del idioma, se encuentra el escritor americano involuntariamente obligado a incurrir en frecuentes infracciones a los cánones lingüísticos. Y válganos, una vez por todas, este espontáneo mea culpa para explicar, ya que no disculpar, los peccata minuta que a este respecto cometeremos ciertamente en estas páginas, destinadas sin embargo a abogar por la tersura del idioma y la conservación de la unidad del mismo en las diez y siete naciones que hablan castellano…

Un psico-fisiólogo alemán, estudiando recientemente en una revista filosófica de su país, la razón de la diferencia entre el carácter español y el hispano-americano, llevaba su indagación hasta sostener que: «a la manera de los embutidos de puerco que sólo los digieren estómagos españoles, y que guisan con aceite verde y espeso, que huele como si fuese pegajoso, los que así se alimentan no pueden pensar como los americanos, que guisan con grasa de vaca. La generalidad de los libros españoles son como el bacalao a la vizcaína; y las producciones americanas, como carbonada nadando en grasa, que enferma el estómago de un peninsular. Es el medio ambiente en que se vive, el factor de la profunda diferencia en la expresión del pensamiento. En América la idea es más intensa, pero la expresión más desaliñada; en España, la forma es más perfecta, pero el fondo más deficiente, y con frecuencia las palabras ahogan las ideas». No endosamos juicio tan absoluto, pero creemos curioso señalarlo, porque el hecho es el hecho, por más que pueda sólo ser concurrente la influencia de la alimentación.

De todas maneras sólo respeto y veneración puede inspirar un cuerpo, como la Academia Española, que con tanta conciencia pasa su vida estudiando la lengua, expurgando sus vocablos, analizando sus palabras y depurando sus locuciones. Puede que alguna vez yerre, ya que es humano el errar, pero en pocas ocasiones se han encontrado reunidas mejores condiciones de acierto, por la competencia de las personas, la conciencia de los trabajos, y la perseverante dedicación a la tarea.

No es de extrañar que la Academia, en razón misma de su carácter eminentemente conservador, haya sido objeto de burlas y de chistes, por parte de los escritores que no han sido llamados a formar parte de ella. El viejo epigrama, para nosotros interesante por referirse al poeta argentino Ventura de la Vega:

Vega académico es,
si tales servicios premia,
pronto dará la Academia
el Diccionario en francés.

es una prueba de ello, pero no demuestra una vez más sino la injusticia y parcialidad del momento.

De ahí que académico tan liberal como Núñez de Arce haya podido, refiriéndose a las corporaciones académicas y principalmente a la Española, decir lo siguiente: «Nada por otra parte, más injusto, que acusarlas de parciales y sistemáticamente hostiles por espíritu de pandillaje, o por odios injustificados a los hombres de verdadero valer literario. Podrá esto ocurrir en algunas ocasiones, porque ¿qué institución humana no abusa alguna vez de su fuerza o de su influencia? pero estos hechos son muy contados. Concretándome a la Academia Española, bien puede decirse que desde su fundación, en los primeros años del siglo pasado, son escasísimos los hombres ilustres en ciencias y artes que no consten en la lista de los elegidos. Fuera de Larra, Espronceda, y algunos más que murieron en la flor de su juventud, ¿cuáles son los varones insignes que en nuestro siglo han sido rechazados por la Academia? Habrán entrado antes o después, porque todos no pueden entrar juntos; pero ninguno ha sido por intriga, rencor o antipatía, excluido u olvidado. En los sillones del senado ilustre de las letras patrias se han sentado, para no citar más que a los muertos, nuestros más célebres poetas, como atestiguan los nombres de Meléndez Valdés, Quintana, don Juan Nicasio Gallego, el duque de Rivas, Martínez de la Rosa, Arriaza, Bretón de los Herreros, Gil y Zarate, Hartzenbusch, Zorrilla, Ventura de la Vega, López de Ayala, García Gutiérrez, Selgas, y Tamayo y Baus, el último y el mayor de nuestros autores dramáticos.»

…En presencia de estos antecedentes, ¿cabe, pues, la aseveración rotunda del profesor Lenz, acogida oficialmente en los recordados Anales de la Universidad de Santiago de Chile? La respuesta es obvia y huelga. Es lástima que haya sido así prohijada, porque la acusación era vieja, y su refutación, conocida. Lenz, en efecto, no hace sino repetir la conocida lamentación del célebre Mahn –en sus Etymologische Untersuchungen, que ha venido publicando desde 1854 hasta 1876– quién dijo: «En las lenguas romances los etimologistas nacionales no han producido nada completo y que merezca mencionarse; a un alemán, el profesor Diez, de Bonn, estaba reservado dar en su Diccionario, exclusivamente etimológico de las lenguas romances, una obra por todos aspectos eminente y verdaderamente admirable, más de lo que podía esperarse de todas las academias, francesa, italiana, española y portuguesa, compuestas cada una de 40 personas congregadas tan sólo para eso.» El profesor chileno no ha hecho, pues, sino repetir las viejas palabras del profesor alemán. Pero aquellas habían sido de tiempo atrás refutadas, y sin recurrir a obras que, por su carácter exclusivamente hispano, pudieran ser tachadas de parciales, en la América del Sur voz tan autorizada como la del famosísimo Cuervo, había protestado contra aquella exageración, hace más de 20 años: «Concretándonos a nuestra literatura –dice en sus admirables Apuntaciones críticas– no se puede exigir a Covarrubias, Aldrete, Marina, Mayans y Cabrera, la observancia de principios en su tiempo desconocidos, ni negarse que la etimología castellana les debe felices descubrimientos y que, en muchos puntos, los alemanes no han podido decir más de lo que ellos dijeron. En cuanto a nuestra Academia, por útil que sea el Diccionario etimológico, el instituto principal de ella, que mira en especial a la práctica, la lleva de preferencia a la composición y constante mejora de obras populares, como la Gramática y el Diccionario vulgar, en los cuales sustancia, por decirlo así, sus dilatados estudios filológicos, y la corrección y difusión de nuestros clásicos; si se la quiere acusar de inactividad, responda por el siglo pasado el Diccionario de Autoridades, anterior al de Adelung, y por el actual hablen más de 100 ediciones con un total de cerca de 1.500.000 ejemplares, hechas desde 1847. Todo método nuevo, en especial si requiere trabajo y tiene que habérselas con fáciles rutinas, no puede menos de extenderse lentamente: en la patria misma de la lingüística vemos morir al sabio Buttmann aferrado a los antiguos principios, sin haber hecho caso de las obras de Bopp y de Grimm; y, en nuestros tiempos, usando las palabras de un testigo intachable –Curtius: Grundzüge, 14– ¿cuántas obras no aparecen al año, en las cuales para nada se tiene en cuenta lo que escribieron aquellos insignes varones? Baste decir que el primer diccionario griego, fundado en la sana etimología, se publicó el año de 1859, con ser esa lengua acaso la más anatomizada. De suerte que, si las romances tuvieron la fortuna de anticiparse a la griega, no por eso hay razón para acriminar a los que no pusieron antes manos a la obra.»

El profesor Lenz, convertido hoy en chileno exagerado, no hace, pues, sino repetir los lugares comunes que desgraciadamente han corrido en el mundo científico desde que les diera malhadada carta de ciudadanía el eminente autor de la Historia de la civilización en Inglaterra: desde entonces denigrar a España y a todo lo español, ha estado de moda en los que cogen al vuelo una exageración superficial cualquiera, y que se creen suficientemente escudados por haber sido ella lanzada por un Buckle. Pero hoy no cabe racionalmente repetir aquella exageración de hace medio siglo, «porque –como lo ha dicho con elocuencia el español Vidart– se han estudiado nuestros antiguos monumentos arquitectónicos; se ha buscado en las obras literarias el espíritu de la época en que fueron escritas; se ha hecho revivir la memoria de nuestros sabios, que yacía menospreciada por la ajena ignorancia y por la incuria nacional; se ha refutado victoriosamente las boutades, –pase este calificativo francés, que no es fácil traducir al castellano con toda su fuerza en una sola palabra,– las boutades, repito, de un Masson de Morvilier, de un Guizot y de un Buckle, que niegan a España toda participación positiva en los progresos de la civilización universal, ignorando, sin duda, que el acontecimiento que señala el principio de la edad moderna, el descubrimiento del nuevo mundo, es la obra colectiva de la raza o de la gente ibérica; obra iniciada por el infante don Enrique de Portugal en la escuela náutica de Sagres, a principios del siglo XV, y terminada a fines del XVI y comienzo del XVII con los viajes y descubrimientos del portugués Quirós y de los españoles Torres y Mendaña. Si se puede decir que no han contribuido al humano progreso los dos pueblos que han descubierto los continentes, islas y mares del nuevo mundo, que, según el geógrafo Reclus, ocupan las cinco sextas partes de la superficie de la tierra, entonces ya se podrá aceptar como verdad inconcusa que el carácter tímido de los españoles y sus supersticiones religiosas nacen del terror que les infunden los frecuentes terremotos que conmueven nuestra península, que es la razón que da el inglés Buckle para explicar nuestra ignorancia científica y nuestro atraso social, en comparación con el resto de las naciones europeas.»


II
La confraternidad hispano-americana y la Antología de poetas

Ahora bien ¿qué ha hecho la Academia Española para conquistar la legítima e indiscutible influencia que debe corresponderle en los países de la América Latina, respecto del idioma y de las letras? En 1870 se planteó tan grave problema en el seno de aquella docta corporación. «Solo en virtud de circunstancias, sobrado notorias y dolorosas para que sea necesario precisarlas, –dijo de la Puente y Apezechea, en Memorias de la Academia. Española, IV 274,– en las más de las repúblicas hispano americanas es más frecuente el comercio y trato con extranjeros que con españoles: no vacilamos en afirmar que si pronto, muy pronto, no se acude al reparo y defensa del idioma castellano en aquellas apartadas regiones, llegará la lengua, en ellas tan patria como en la nuestra, a bastardearse de manera que no se dé para tan grave daño remedio alguno… Hoy que la Academia nada monopoliza, y acaso nada más que su literaria tradición representa con estos únicos pero valederos títulos, llamando a todos y oyendo a todos, debe y puede pugnar porque en el suelo americano el idioma español recobre y conserve, hasta donde cabe, su nativa pureza y grandilocuente acento. Para ello acordó la creación de Academias de la lengua castellana o española, como correspondientes suyas, y a su semejanza organizadas. Va la academia a reanudar los violentamente rotos vínculos de la fraternidad entre americanos y españoles; va a restablecer la mancomunidad de gloria y de intereses literarios, que nunca hubiera debido dejar de existir entre nosotros, y va, por fin, a poner un dique, más poderoso tal vez que las bayonetas mismas, al espíritu invasor de la raza anglo sajona en el mundo por Colón descubierto. Ninguna nacionalidad desaparece por completo mientras conserva su propio y peculiar idioma; ningún conquistador inteligente ha dejado nunca de hacer tanta o más cruda guerra a la lengua, que a las instituciones políticas de los conquistados…»

Por esas consideraciones –que 20 años después parecen tan de actualidad, a raíz del desastroso resultado de la última guerra hispano yankee y de la absorción de las Antillas por su gigantesco vecino– se fundaron las academias correspondientes mexicana, salvadoreña, guatemalteca, ecuatoriana, venezolana, colombiana, peruana y chilena: solamente, por razones diversas, no han podido establecerse la boliviana y la argentina. La labor de las corporaciones correspondientes ha sido ya considerable –muchas de ellas publican excelentes Memorias, como la academia mexicana, el Anuario de la colombiana, las Actas de la ecuatoriana, &c.,– y su influencia se ha hecho sentir en las nuevas ediciones del Diccionario de la lengua, estudiando las ediciones y enmiendas por análogo procedimiento al observado en la corporación matriz, y enviando las cédulas aceptadas a esta última, para que sean tomadas en consideración.

Pero, no es esto solo lo hecho por la Academia Española. «Corre muy extendido el error de creer que el instituto de la Academia Española, y por consecuencia el de las correspondientes americanas, está reducido a conservar y purificar la lengua por medio de la publicación de diccionarios, gramáticas, disertaciones, y otros escritos en que se fije la significación de las voces castizas, desechando las advenedizas o espurias, se establezcan reglas para hablar y escribir correctamente, y se diluciden cuestiones de lenguaje… Nada de eso. Lo mismo debe cuidar de la pureza de la lengua fijando sus elementos y sus reglas, que divulgando, para ejemplo común, las obras en que campea con todas sus galas, o las que sirvan para dar a conocer su desarrollo. No le es ajeno el formar juicios críticos de las producciones más notables de la literatura, ni tejer elogios de los sabios que más en ella se distinguieron.» Tal decía el discreto director de la academia correspondiente mexicana al instalar aquella corporación.

Pues bien: tal es la tarea ciclópea que acaba de realizar la Academia Española con la terminación de su Antología de poetas hispano-americanos, obra destinada a estrechar íntimamente los vínculos literarios entre la antigua metrópoli y las repúblicas americanas. Este esfuerzo extraordinario ¿ha tenido acaso toda la resonancia que debía? ¿ha obtenido el éxito grandioso que le estaba deparado?

Vale la pena detenerse un instante a examinar esta cuestión: es el punto céntrico del problema, y determina exactamente cuál es hoy la situación de la Academia Española con respeto a los hispano americanos.

Las suntuosas e inolvidables fiestas con que España solemnizó en 1892 el 4º centenario del descubrimiento de América, además de la serie de congresos hispano-americanos que con tal motivo fueron celebrados, provocaron, entre otras medidas de trascendencia destinadas a facilitar la aproximación intelectual de españoles y americanos, la resolución de reunir en una obra duradera las producciones literarias de mayor valía, debidas a los cultores de las musas en las antiguas comarcas descubiertas, conquistadas y civilizadas por la heroica España. La Academia de la lengua se encargó de esa tarea, que resultó vastísima, y cuya ejecución habría requerido largos años si hubiera de referirse a todo lo escrito, digno de mención, tanto en prosa como en verso.

Fue necesario renunciar a horizontes tan vastos, y concretarse a lo factible. Menéndez Pelayo, encargado por la Academia para ejecutar tan vasto plan, lo puntualiza así: «Ha parecido oportuno consagrar en algún modo el recuerdo de esta alianza, recogiendo en un libro las más selectas inspiraciones de la poesía castellana del otro lado de los mares dándoles entrada oficial en el tesoro de la literatura española. La Academia ha creído conveniente encerrar la colección en límites muy estrechos, dando entrada únicamente a lo más selecto. Figuran en esta colección los poetas del tiempo de la colonia, lo mismo que los posteriores a la separación; pero una razón evidentísima de decoro literario obliga a prescindir de los autores vivos.»

No pudo ser más acertada la elección de Menéndez Pelayo para dirigir un trabajo que, aún reducido a los precisos límites anteriores, era de suyo vasto y difícil. La obra se realizó sin tropiezos, gracias a la potencia singularísima de trabajo del portentoso polígrafo español; y ya en 1893 apareció el tomo I, consagrado a México y a la América Central; le siguió a los pocos meses el II, dedicado a Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico y Venezuela; al año siguiente apareció el III, que se ocupa de Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia; finalmente, en 1895, a los dos años escasos de emprendida la obra –casi el tiempo materialmente imprescindible para imprimir, sin interrupción, 4 gruesos volúmenes en 8º de 600 páginas cada uno– se publicaba el IV y último volumen, que trata de Chile, la Argentina y el Uruguay.

¿Por qué causas obra semejante ha tenido tan relativa y desproporcionada repercusión en América? ¿Era acaso deficiente el plan, errado el criterio o defectuosa la ejecución? Tal es la cuestión que habrá ocurrido a más de un estudioso, y que creemos interesante contribuir a resolver.

Concretándonos al tomo IV –que es el que nos interesa– ¿por qué, volvemos a repetir, no ha tenido mayor resonancia entre nosotros?

Alguien ha querido sugerir una explicación que no conceptuamos del todo aceptable. Publicado ese tomo en 1895, llegó en momentos en que la prensa argentina y chilena estaban empeñadas en la solemne y ardiente discusión de la cuestión de límites, que había apasionado por completo los espíritus. Era la preocupación absorbente del momento, se temía una guerra posible; los ánimos no tenían la calma requerida para juzgar una obra literaria del valer y del alcance de la Antología.

Además, el capítulo XII, dedicado a la República Argentina, principiaba así: «El inmenso territorio comprendido entre el Brasil y la Patagonia, los Andes y el Atlántico, formó por real cédula de 1778 un nuevo virreinato…» El comienzo era desgraciado: contenía un doble error histórico y geográfico, precisamente relativo a la cuestión de límites que en esos momentos se debatía. El virreinato había sido erigido en 1776 y no en 1778; y su límite austral, fijado por la real cédula, no era la Patagonia, sino el Cabo de Hornos.

La impresión penosa que produjo aquel doble error, contenido en obra semejante, dañó injustamente a la obra misma y la hizo quizás antipática para los argentinos, quiénes, acostumbrados a oír que Chile influencia a ciertos publicistas europeos, en el sentido de hacerles deslizar en sus libros tesis favorables a sus pretensiones, creyeron entrever cosa análoga en este caso. Nadie mejor que nosotros sabe cuán inexacto es ello, que sólo podía ocurrírsele a quién no conozca la hermosa altivez de Menéndez; pero desgraciadamente cuando el patriotismo se encuentra excitado, poco cabe la reflexión.

La Antología fue, pues, silenciosamente acogida. Más de uno, en las tranquilas tertulias literarias, llegaba hasta expurgar nimiedades, so color de que, tratándose de un coloso como Menéndez, no había posibilidad de tomarlas como descuido. Así, en la página XCI se habla de Juan Manuel Gutiérrez, y dada la poca simpatía que las doctrinas, de un americanismo quizá exagerado, de aquel ilustre argentino tenían que merecerle al autor de la Antología, se iba hasta suponer intencional el cambio de Juan María por Juan Manuel. Nadie ignora que, entre nosotros y por antonomasia, se ha dicho durante mucho tiempo «don Juan María», al referirse a Gutiérrez; como todavía se dice «don Juan Manuel», al significar a Rosas.

Más fundada parecía la observación referente a la parte que Menéndez dedica a la instrucción pública en esta sección de América, durante la época colonial. Se veía que el autor sólo conocía de J. M. Gutiérrez, el artículo publicado en el t. II de la Revista de Buenos Aires, pero que no había consultado su obra fundamental, las Noticias históricas sobre el origen y desarrollo de la enseñanza superior en Buenos Aires, desde la época de la extinción de la compañía de Jesús, en el año de 1767 hasta poco después de fundada la Universidad en 1821, con notas, datos estadísticos y documentos inéditos. (Buenos Aires 1868, 1 vol. in fol. de XVIII + 941 págs.)

De ahí la deficiencia que se nota en esa parte del capítulo, por más que haya tenido a la mano el libro de Garro, si bien tampoco conoció los volúmenes de polémica al respecto, entre el P. Argañaraz y el mismo Garro, ni el volumen de Cárcano. No sólo, pues, no trajo nada nuevo sobre el particular, sino que no utilizó tampoco lo ya conocido. Esa faz de nuestra historia literaria queda aún por estudiar: los archivos españoles encierran tesoros sobre la materia.

La Antología, en el citado capítulo, adolece además de los defectos de una pésima corrección tipográfica, lo que es sensible: así, repite en varias ocasiones Basilabaso, cuando se trata de Basavilbaso; a don Vicente Fidel López, lo convierte en Vicente J. López; a Navarro Viola, en Navarro Viole; a don Baltazar Maziel (de paso observaremos que tampoco parece conocer el libro de Reynal O’Connor sobre aquel prelado) lo transforma en Juan Bautista Maciel. Al tratar de la versión de la Eneida por J. C. Varela, se ve que no se ha tenido a la mano el libro de Saldías. En sus apreciaciones sobre historia argentina –v. g. al hablar de Varela y el partido unitario– habría quizá no poco que observar, ya que el crítico ha tenido por única fuente los libros de los emigrados: mas se dirá que es cuestión de apreciación. Sin embargo, el hacer figurar en la batalla de Ituzaingó «el ejército aliado de argentinos y uruguayos», se nos antoja excede los límites de la licencia poética, ya que en esa época no había más que argentinos, y que la nacionalidad uruguaya solo nació al año siguiente, por el tratado argentino brasilero de 1828, precisamente como consecuencia de aquella batalla. En ella, además, se dice que nuestro ejército estaba «al mando de don Carlos Alvear y del almirante Brown», lo que también es un ligero lapsus, ya que Brown para nada figuró en Ituzaingó: por lo menos el marino argentino, pues el general Brown que allí peleó era otro, y lo hizo del lado de los brasileros, como jefe de su Estado Mayor.

Pero, en fin, todos esos son peccata minuta, y sobre todo, hacen parte de lo que el autor califica de «digresión harto larga, y quizá para algunos, libre e irreverente en demasía».

Por lo demás, su exposición de la historia literaria argentina no es muy completa: faltaría quizá algo respecto del período de Rosas; puede que no hubiera estado de más mencionar las obras poéticas de Cuenca, impresas en varios volúmenes; como es también de lamentar que omita juzgar, por considerarlo aún vivo, a José Hernández, cuando hace tantos años que murió el inspirado cantor de Martín Fierro.

Es curioso ver cómo el criterio de Menéndez ensalza a Mármol, de quien dice que «triunfa de la crítica, que sólo en voz baja se atreve a formular sus reservas». Es quizá el poeta argentino respecto al cual mejor se expresa…

Pero, no nos engolfemos por ahora en el estudio del criterio con que el autor de la Antología juzga los poetas argentinos; algún día puede que le analicemos, comparándolo con el que desarrolla el ilustre agustino, P. Blanco García, cuyo libro sobre las literaturas regionales y la hispano-americana, tan profundo y bien pensado, no debe pasar desapercibido.

Nuestro propósito es simplemente explicar por qué detalle fortuito fue aquella obra recibida en silencio. Merece ser estudiada y analizada; porque es el juicio más completo que conozcamos respecto de la poesía argentina, y porque emana de la más alta autoridad en las letras españolas contemporáneas.

Considerada la obra en su faz puramente literaria, puede afirmarse que si llegara a hacerse una nueva edición de la Antología, y fueran subsanados algunos ligeros defectillos –hacemos por el instante abstracción del criterio histórico del autor– resultaría la obra más monumental respecto de la poesía hispano-americana. Por lo que a los argentinos toca, las letras nacionales sólo gratitud y respeto deben al extraordinario sabio, que ha robado a trabajos más urgentes o para él más importantes, el tiempo necesario para ocuparse de aquéllos y para hacerlos conocer y apreciar. Por esa razón, y además de sus excelsos merecimientos debidos a sus demás obras, el nombre de Menéndez y Pelayo será siempre mencionado con cariño y respeto en la República Argentina.

Por de pronto, es evidente que la obra no pudo ser concebida en oportunidad más apropiada, ni confiada a más ilustre corporación, ni dirigida por literato de más vastos conocimientos. El centenario de Colón provocó una verdadera explosión de fraternidad entre la madre patria y los países hispanoamericanos: la Academia Española tiempo hacía venía trabajando con laudable empeño en la aproximación intelectual de unos y otros países, distribuyendo generosamente sus honrosos diplomas de académicos correspondientes entre numerosos literatos americanos, y fomentando la creación de academias regionales en las diversas secciones de América.

Nada más levantado que ese propósito, que congrega en una labor conjunta a españoles y americanos, «ligados por el respeto común a la integridad de la lengua patria, y por el culto de unas mismas tradiciones literarias, que para todos deben ser familiares y gloriosas». Estaba, pues, indicada la Academia para tomar a su cargo la Antología proyectada. No era dable, sin embargo, realizar ese trabajo en sesión plena, ni encomendarle siquiera a una comisión, más o menos numerosa; era imprescindible la unidad de criterio para seleccionar y juzgar. Sin duda, entrañaba peligro ese temperamento, pues podía el indicado, cualquiera que fuese, juzgar con su personalísimo criterio; vale decir, con su idiosincrasia intelectual y sus prejuicios; más quizá, con el casi inevitable espíritu de secta, que suele avasallar a los ingenios más nobles, con tanta mayor fuerza cuanto más sea el fruto de la sinceridad de convicciones arraigadas. Ese peligro hipotético era, con todo, un mal menor en comparación de la disparidad de criterio, tratándose de la corporación entera o de una comisión especial. La Academia optó sensatamente por correr el riesgo menor, y apenas resuelto ese temperamento, puede decirse que no hubo discrepancia en la elección de la persona indicada: Menéndez Pelayo se imponía, por la fuerza misma de las circunstancias.

Es efectivamente Menéndez una figura singular y única en el mundo intelectual de España. Joven aún, hace ya muchos años que ocupa el primer puesto como crítico y como erudito. Sus obras son verdaderos monumentos que abisman al lector: cómo ha sido posible, en el breve tiempo de la vida del autor, atesorar tantos conocimientos, juzgarlos con tan extraordinario acierto, y desplegar una erudición y un saber tan estupendos, es problema de difícil solución para el que de lejos lea a Menéndez, y más aún para el que de cerca lo trata.

De estatura mediana y robusta complexión, aquel sanguíneo santanderino vive sin descanso estudiando noche y día. ¿A qué hora? Bibliotecario, antes, de la Academia de la Historia, tenía en el local de ésta un modesto alojamiento de sabio; hoy ha reemplazado al insigne Tamayo y Baus en la dirección de la Biblioteca Nacional, lo que no le da punto de descanso; desempeña sus cátedras en la universidad; asiste infaliblemente a las sesiones de las academias a que pertenece; no falta a los debates del senado, del que forma parte; y casi no hay noche en que la alta sociedad madrileña no se lo dispute para tenerlo a comer en tal o cual mansión, y allí Menéndez brilla tanto o más que en el senado, en las academias, o en la universidad, y el círculo constante que en su derredor se forma no le permite retirarse a descansar sino cuando se aproxima el nuevo día, ya que es inveterada costumbre en la coronada villa del oso y del madroño, el trasnochar durante el invierno entero. Y, sin embargo, ¡Menéndez estudia, trabaja, produce! Téngase presente que, al decir «produce», hay que sacarse el sombrero ante cada libro nuevo que da a la estampa (y los da casi sin interrupción). Últimamente publicó el tomo V de la Poesía Castellana, y es verdaderamente admirable la profundísima erudición que allí despliega.

Se conciben trabajos semejantes en un benedictino, alejado del mundo, encerrado entre libros, con el espíritu libre de preocupaciones materiales, tranquilo y contento. Pero ¿quién resiste el torbellino de la vida mundana, llevando de frente con energía igual, la existencia de profesor, de político, de académico activo, de escritor polígrafo y fecundo, de tantas y tan múltiples personalidades? Menéndez Pelayo realiza ese milagro: por ello asombra al que de cerca le conoce y ha concluido por imponerse en su patria como un fenómeno tan extraordinario, que recordamos esta típica y sincera frase de Tamayo y Baus, el cual nos decía un día, sentado en el despacho de la Biblioteca Nacional: «moriré contento, por haber visto de cerca a prodigio semejante.»

Tal es el sentimiento que Menéndez inspira en España. Nadie sueña en discutirle; no solo se le acepta, sino que se le venera. Es una personalidad sin rival.

Por supuesto, situación tan excepcional no deja de ser espinosa para el favorecido. El incienso demasiado prodigado concluye por desvanecer, y se han dado casos de que, a la larga, asfixie. Por sanos que sean el corazón y el entendimiento de Menéndez, no habrían podido escapar quizá a la influencia deletérea de la fatalidad de aquella situación, si su robusto criterio de montañés vigoroso no lo salvara, haciéndolo huir de Madrid apenas sus funciones oficiales se lo permiten y refugiarse en Santander, donde tiene, en casa de sus padres –acaudalados vecinos de aquel puerto de mar– su soberbia e inmensa biblioteca, donde es fama ha reunido todo cuanto la riqueza y el saber pueden proporcionar en la línea de sus estudios favoritos… ¿y cuáles no lo son? Menéndez respira cuando se encierra en su biblioteca de Santander. En Madrid se considera de paso: trabaja solo con gusto en su ciudad natal, lejos del «mundanal ruido», y defendiendo su puerta contra los importunos.

Comíamos una noche en Madrid en casa de un amigo común. Entre los diversos invitados, sobresalían varios distinguidísimos literatos, entre ellos el inolvidable Castro y Serrano, el conversador más ingenioso y más encantador que hayamos conocido, y cuya palabra familiar parecía siempre una filigrana pulida y elegante. Castro y Serrano dio en describir una visita que había hecho a Menéndez en Santander: la casa, las dificultades para vencer la consigna, la maravillosa biblioteca; el asombroso escritor rodeado de libros y papeles, en la fiebre de la producción, indiferente a lo que le rodeaba, tomando nerviosamente un volumen, trepando de repente por las escaleras para coger otro, confrontando aquel dato, paseándose a ratos, encendido el rostro por la inspiración interior, presa de una nerviosidad singular, brillantes los ojos, con la cabellera desordenada, en plena gestación, en una palabra: todo eso, y mucho más, desfilaba ante la vista de los comensales de aquel banquete, que olvidaban comer, suspensos de los labios del grueso y apoplético narrador y contemplando alternativamente a Menéndez, y a Castro y Serrano… Menéndez sonreía, ruborizado como si le exhibiese al desnudo ante extraños, pero lleno de gozo íntimo, debido al recuerdo de su existencia santanderina que confesó le era mil veces más grata que la vida agitada de la corte, malgrado los honores que muy a su pesar se le prodigaban en ella sin que pudiera evitarlo.

Y, contagiado por la escena descripta, a su vez Menéndez –cuya palabra, al comienzo de una velada, suele no tener la fluidez, la espontaneidad y, sobre todo, la exquisita elegancia de la frase del hoy llorado Castro y Serrano,– principió a lamentarse de lo poco que en Madrid podía trabajar, privado de sus libros y papeles, y sin poder ser dueño de su existencia; en cambio, Santander aparecía a sus ojos como un paraíso terrenal, como un oasis, en el cual siempre pensaba, y por el cual suspiraba sin cesar…

Ese señorío intelectual de Menéndez –«don Marcelino», como le llaman sus íntimos, y son éstos legión en Madrid,– tiene para él naturales inconvenientes indirectos. Situación sin contrapeso, lo obliga a discurrir sin contradicción posible; sus convicciones echan, por ende, raíces más profundas; se acostumbra al monologó intelectual; so le escapan las inevitables fallas que hasta lo más humanamente perfecto suele presentar; exagera insensiblemente sus opiniones, toma sus preferencias por la expresión misma de la certidumbre; lleno de ardor y poseído de un proselitismo irresistible, se rebela ante cualquier obstáculo, lo encara, lo tritura, y se enfurece cuando se dibuja en lontananza, siquiera se presente cuidadosamente velada entre los tules de la cortesía más exquisita, la sombra de una duda, la sospecha de una disidencia de opinión. Ortodoxo en religión y en ciencia, no admite que se discuta lo que concibe axiomático, o lo que considera un dogma; es en ello intransigente, y lleva su noble fanatismo hasta los últimos extremos. Su criterio personal, como consecuencia fatal, ha adquirido insensiblemente a sus ojos las formas mismas de la verdad absoluta, y lo aplica con la rigidez de un creyente, sin admitir contemporizaciones, que se le antojan cobardías de fieles tibios o heterodoxos disfrazados.

Esa simpática condición de «niño mimado» de las letras españolas, no le impide ser en su trato de una adorable llaneza y de una benevolencia encantadora. Más aún: tiene la coquetería de pregonar con cristiana mansedumbre la falibilidad de sus concepciones; pero eso no es sino una coquetería: faltaría a su temperamento de pensador integérrimo, si admitiera la menor tergiversación. Es, en religión, católico apostólico romano, vale decir, un adepto convencido de la infalibilidad papal; y la ciencia para él constituye una segunda religión, que cultiva con la autoridad de un verdadero sacerdote…

Lo recordamos, como si fuera hoy. Acostumbrábamos asistir regularmente a las sesiones de los jueves de la Academia Española. Con motivo de una cuestión incidental referente a la cooperación de los correspondientes en los trabajos ordinarios de la Academia, el venerable conde de Cheste, que presidía, se sirvió concedernos la palabra. Era la primer hora, y Menéndez aún no había ocupado su sillón. Expusimos las ideas que la cuestión nos sugería; dijimos que, efectivamente, los académicos correspondientes no mantenían relación constante con la corporación, y que ésta quizá se privaba así de utilizar algunos servicio posibles: en apoyo de esa tesis, nos referimos precisamente a la Antología, la cual, a pesar de su relativa perfección, adolecía de algunos vacíos por haberse carecido de libros que entre nosotros eran vulgares como ser la América literaria de Lagomaggiore, cuya segunda edición se veía no se había tenido a la vista, hasta el punto de citar como inédito cierto trabajo de Gómez Carrillo, publicado ya en aquella compilación, impresa en Buenos Aires.

Menéndez entraba casualmente al terminar nosotros esa exposición; no había tenido tiempo de darse cuenta de su alcance y de la suma buena voluntad que la inspiraba, pero creyó ver en ella una crítica a su obra, una discusión de sus conocimientos o de su criterio. Incontinenti, pidió la palabra, y ésta, de ordinario lenta y como voluntariamente trabajosa, brotó de sus labios caldeada por una especie de santa indignación, y, reivindicando con hermosa altivez la responsabilidad de la Antología, se lanzó a cuerpo perdido en la defensa de la misma,…

Los académicos, sentados alrededor de la típica mesa ovalada, estaban perplejos. Temían quizá una discusión, a la cual no está acostumbrada la atmósfera tranquila de aquel noble recinto. ¡Menéndez arrebatado!… Era un acontecimiento. Castelar, a cuyo lado nos encontrábamos sentados, y quien, sin duda, no había prestado grande atención a las pocas palabras que, con la timidez del caso, habíamos pronunciado, pero, como nos demostraba mucho afecto, se inclinó al oído y nos dijo asombrado: ¿Pero qué ha hecho Vd.? ¿Ha criticado Vd. a Marcelino? ¿Es posible?

La situación habría podido convertirse en embarazosa, si nuestra conciencia tranquila no nos hubiera permitido explicar en seguida a Menéndez, al contestar su vibrante réplica, que había partido de un error de interpretación, que nuestro propósito era otro, y que la cita de la Antología había sido simplemente casual. El incidente quedó terminado. Menéndez sonrió al convencerse de que no había tal ataque ni tal crítica; y la Academia, con señales inequívocas de satisfacción, prosiguió con la tranquilidad de siempre sus tareas habituales, continuando la discusión de las voces para la reciente edición del Diccionario

Con un temperamento tan inflexible, claro está que el crítico ha impreso a la Antología su sello personalísimo: su selección no admite réplica; sus juicios son inapelables. A la distancia, y por numerosa que sea la sección literaria hispano-americana de su rica biblioteca santanderina, preciso es creer que no ha tenido a la vista todos los elementos necesarios de juicio, pues en la misma América es difícil, a las veces, poseer todas las publicaciones del caso. Y sin discutir su criterio estético en lo relativo a la compilación poética, cabe observar que su criterio político y religioso, obligándolo a un españolismo intransigente y a un absolutismo fanático, ha hecho sumamente impopular la Antología en toda América, irritando el sentimiento patriótico de los que él se complace en llamar filibusteros y en tratar con un desdén irritante: de ahí que hable de «la ferocidad de Bolívar», y de que España, en el Nuevo Mundo, sembró «a manos llenas, religión, ciencia y sangre, para recoger más tarde cosechas de ingratitudes y deslealtades, propia fruta de aquellas tierras.» Francamente, criterio semejante corre el peligro de esterilizar una obra que debió ser de «paz y de concordia». De ahí que la Antología choque con el sentimiento americano, desde que se maltrata a sus primeros poetas, a Heredia, a Bello, justamente por sus producciones patrióticas, como se desdeña a Juan María Gutiérrez por igual razón. Y si al criterio del rancio españolismo de Lafuente –hoy pasado de moda,– unimos el de un intransigente ultramontanismo, que endiosa en la Antología a un tirano execrable como García Moreno, a pesar de ser mediocre literato, se comprenderá sin esfuerzo la gravísima responsabilidad del crítico, a quien la Academia confiara una empresa «de paz y de concordia», y que ha producido sin quererlo, sin duda, obra de secta y de discordia. Por eso ha sido unánime en América la condenación y la impopularidad de la Antología, como lo ha demostrado el distinguido literato antillano Enrique Piñeiro; como lo ha reconocido hasta un académico correspondiente de la Española, el escritor venezolano J. M. Rojas; como han tenido que declararlo, uno después de otro, todos los críticos principales de América, hasta los más ardorosos amigos de la confraternidad iberoamericana, lamentando, –como lamentamos nosotros, con toda la sinceridad de nuestra alma– que se haya empleado la solemne oportunidad del centenario de Colón y de una obra generosa «de paz y de concordia», para desunir en vez de unir, para irritar en lugar de calmar, para agriar los ánimos cuando se les debía aplacar.

El propósito de la Academia no pudo ser más levantado y generoso; no le cabe responsabilidad por la manera como ha sido ejecutado. Y todo esto, que es vulgar en América, es novedoso en España, pues creemos que nuestra voz fue la primera que, en el seno de la Academia aludió, con infinita cortesía, a resultado semejante. Esto no impide que respetemos el criterio de Menéndez, que reconozcamos sus méritos, y que admiremos su ingenio soberano y su erudición sin par.


III
La unidad de la lengua y el Congreso literario de 1892

Conjuntamente con este esfuerzo de la Academia Española, tratóse de solucionar el problema fundamental de la unidad de la lengua en todos los países de habla castellana, convocando en Madrid un congreso literario hispano americano, con motivo de la referida conmemoración del descubrimiento de América. La «asociación de escritores y artistas españoles», bajo presidencia tan simpática como la de Núñez de Arce, dirigió y realizó aquella hermosa idea, cuyo «objeto exclusivo era el de sentar las bases de una gran confederación literaria, formada por todos los pueblos que aquende y allende los mares hablan castellano, para mantener uno e incólume, como elemento de progreso y vínculo de fraternidad, su patrimonial idioma.» El congreso se reunió del 31 de octubre al 10 de noviembre de 1892, y el resultado de sus trabajos corre impreso en un grueso volumen.

Desde luego, debido a razones varias, la generosa idea no tuvo en América el eco debido. La razón de ello es sencilla: los organizadores del congreso, imbuidos quizá del espíritu académico, con sello oficial y jerarquía ídem, creyeron que bastaba dirigirse a los diplomáticos americanos en Madrid y a los gobiernos en América, para que la idea tuviera la resonancia debida. Profundo error: los archivos de las cancillerías guardaron su secreto. Los escritores, los periodistas, los hombres de letras de América, permanecieron extraños al movimiento; cierto es que análoga cosa pasó en la propia España; y en el mismo seno del congreso se hizo notar con vigor que aquella reunión oficial no representaba sino al mundo académico. Respecto de América, por lo menos hubo este hecho: que los americanos inscriptos –fuera del elemento oficial– fueron poquísimos y menos aun los que personalmente concurrieron a las sesiones. Igual proporción se nota en los trabajos presentados. De modo, pues, que el congreso literario hispano americano no puede realmente ser considerado sino como una tentativa generosa para facilitar la reunión de un verdadero congreso de aquel nombre; y sus resoluciones, por excelentes que sean, no pueden ser aceptadas como el fruto de una verdadera asamblea literaria de los países de habla castellana: apenas se las puede tomar como los pia desideria de un grupo de escritores distinguidos, españoles en un 98%. Además, las mismas resoluciones adoptadas no pueden considerarse como fruto de las discusiones del congreso, pues lo exiguo del tiempo fijado para que este sesionase –por la necesidad de que se reuniese a continuación alguna otra asamblea de ese género en el mismo local– impuso un «método telegráfico» en el debate: las discusiones fueron hechas pro forma, adoptando todas las ponencias formuladas sobre la base de las memorias recibidas, tanto que lo resuelto no es más que un trasunto de lo que sostiene la Academia Española. Y tan es así que ésta, al recibir comunicación oficial de lo resuelto, contestó: «nada tiene que decir la Academia, sino que están allí fielmente vertidos todos los principios que ella sustenta, como no podía menos de suceder habiendo sido alma y motor de la asamblea uno de los individuos que más ilustran a esta corporación literaria.»

Conviene reproducir a continuación aquellas conclusiones para dejar mejor establecida la identidad de propósitos del congreso literario con la Academia Española. Respecto del idioma fueron adoptadas 33 resoluciones, cuyo tenor es el siguiente:

1.– Importa sobremanera la conservación, en toda su integridad, del idioma castellano en los pueblos de la gran familia hispano americana, para que estrechen más cada día los lazos de fraternidad que los unen; para que más vivamente sientan la comunidad de su origen, de su sangre y de su historia; para que, unidos, realicen el común ideal a que aspiran; para que con mayor facilidad se trasmitan mutuamente los progresos de su cultura; para que sean cada día más íntimas y más completas sus relaciones sociales, así en el orden moral como en el material o económico, y para que, juntos, trabajen todos por el esplendor de una lengua que es legítimo orgullo de nuestra raza.

2.– Concurren principalmente a la conservación de la lengua común castellana elementos étnicos, filológicos y de cultura general, tales como: a. la historia común hasta el periodo contemporáneo; b. los intereses literarios y comerciales, que continúan siendo poderosos vínculos de unión entre todos estos países; c. la inmigración continua de españoles y americanos; d. la preponderancia constante de la raza peninsular sobre la indígena americana; e. la costumbre creada durante el largo espacio de tiempo que los países de lengua castellana constituyeron una sola nación; f. la unidad originaria de religión.

3.– Entre los agentes que, menoscabando la unidad de la lengua en los pueblos hispano americanos, contribuyen a la corrupción del idioma, se cuenta: a. el imperio avasallador de la moda, que influye poderosa e irreflexivamente en todas las clases sociales y, en particular, en las más elevadas y que, al importar trajes, muebles, juegos, gustos, costumbres y hasta extravagancias de procedencia extranjera, introduce los vocablos y locuciones con que en los países de su origen se les designa y conoce; b. la atracción que sobre considerable número de jóvenes de los pueblos hispano americanos ejercen naturalmente algunas metrópolis extranjeras en donde pasan los años más activos de su vida; c. la multitud de periódicos, revistas y libros consagrados, no solo al deleite del espíritu, sino a todos los usos de la vida, que, mal traducidos por españoles o americanos ausentes durante largos años de su patria, e influidos por la cultura de las naciones en que residen, se publican en la república norte-americana, Francia, Inglaterra, Alemania, y otros países del continente europeo, e invaden los pueblos de lengua castellana; d. el empleo, casi general en la América Española, de maestros extranjeros y de obras de texto para los estudios de enseñanza, superior sobre todo, escritas en francés, inglés o italiano, cuya influencia se deja sentir en la introducción de galicismos, anglicismos e italianismos; e. el crecidísimo contingente de inmigración extranjera que afluye a muchos estados hispano americanos, y que en algunas ciudades importantísimas de aquel continente llega a constituir casi la mitad de la población total.

4.– Para vigorizar en lo posible los elementos que favorecen la conservación del habla común en los pueblos hispano americanos, y disminuir, o neutralizar por lo menos, el influjo de los agentes que la contrarían, deben emplearse, aparte de los medios directos que corresponden a la acción de los gobiernos, otros indirectos, aplicados por la iniciativa individual y por el espíritu de asociación. Convendría, por ejemplo: a. que la juventud hispano americana, que visita a Europa, frecuente más su comunicación con España, residiendo en ella algún tiempo antes de regresar a su país, a fin de estrechar los vincules fundados en la solidaridad de lengua que deben unir, en provecho de todos, a los pueblos de ambos continentes; b. que los hombres de ciencia españoles y americanos escribiesen obras originales o las tradujeran con esmero, sobre los diversos ramos que abraza la cultura general de nuestro siglo, obras que pudieran reemplazar en la enseñanza superior, y principalmente en los estudios de las carreras especiales, los textos escritos en idioma extraño o mal vertidos al castellano, que se dan en algunas asignaturas en América y España; c. que así como se crean sociedades particulares para distintos fines de la vida, se constituyeran, en los estados americanos y en la península, asociaciones cuyo objeto primordial fuese fomentar los estudios filológicos con relación a nuestra lengua, y propagar, por medio de periódicos, folletos y libros, vendidos a precios muy bajos para que estuvieran al alcance del pueblo, cuanto les sugiriese su ilustración y su celo para combatir los vicios que mancillan el idioma; d. que se procurara el constante estudio y enseñanza de aquellos giros particulares a nuestra lengua que, sancionados por la autoridad de los buenos hablistas y escritores, conservan al idioma castellano su majestad, elegancia y originalidad; e. que en las escuelas elementales se extendiera la práctica, adoptada ya en algunas partes, de que uno de los libros de lectura se componga exclusivamente de trozos escogidos de los autores clásicos, antiguos y modernos, españoles y americanos, cuyo estilo sea más sencillo: libros de esta clase debieran ser obligatorios en España y América, y convendría que los maestros procurasen que la lectura en alta voz se ajustara a la recta pronunciación; f. que en España y América, entre las asignaturas de la segunda enseñanza, se incluyeran, por lo menos, tres cursos, de 2 o 3 lecciones semanales, de estudios de clásicos o hablistas de lengua castellana, antiguos y modernos, así españoles como americanos.

5.– Merecerán gratitud y aplauso, por parte de los verdaderos amantes de la lengua castellana, las corporaciones docentes, públicas y privadas, academias y sociedades científicas y literarias, que fomenten la publicación y propaganda de obras dedicadas a la purificación y ordenado enriquecimiento del idioma, concediendo premios, abriendo certámenes y prestando su apoyo a periódicos y revistas que se consagren a este fin.

6.– No será menos meritorio que los casinos fundados en América abran también, por su parte, certámenes públicos para recompensar solemnemente, en los juegos florales y conmemoraciones patrióticas que suelen celebrar, trabajos y libros cuya adquisición pueda estar al alcance de todos, y en los cuales, sin entrar en la elevada esfera de la ciencia filológica, conozca el pueblo los giros viciosos, vocablos inadmisibles y usos corruptores introducidos en la lengua común.

7.– Convendría que las corporaciones docentes de América recomendaran a sus gobiernos y a las personas que en las repúblicas hispano americanas se dedican al profesorado normal, que se enviara a los alumnos distinguidos, por vía de recompensa, a las escuelas normales de España, a fin de que sigan algunos cursos de nuestra lengua.

8.– El fundamento de la autoridad en el lenguaje reside en la propia naturaleza de éste: el cual, como función viva, requiere, en frente de la libre actividad de sus diversos factores, una ley que represente y mantenga la unidad del idioma al través de su evolución incesante.

9.– Cuanto más difundido está un idioma, y mayor es, por lo tanto, el número de pueblos que lo hablan, más necesario resulta definir y exteriorizar, en lo posible, el principio de autoridad.

10.– La autoridad en el lenguaje se ejerce espontánea y directamente por la sociedad entera mediante el uso común, y se expresa de un modo reflexivo, en reglas consuetudinarias, merced al uso literario, que se limita a veces a la mera consagración del uso común, y otras le surgiere nuevas formas o cumple en él su función selectiva y purificadora.

11.– En la constante evolución de una lengua, el uso común acredita su predominio en la analogía y en la prosodia: el uso literario gobierna y rige, de un modo casi exclusivo, la sintaxis y la ortografía.

12.– La autoridad en el lenguaje tiende a la forma representativa. Naturalmente delegada en los buenos hablistas, la ejercen estos debidamente cuando interpretan con exactitud, a un tiempo mismo, las necesidades actuales del espíritu nacional y las existencias de la índole tradicional del idioma.

12.– Para que la representación de la autoridad garantice y acrisole mejor la unidad del lenguaje, cuando este se halla tan difundido como el castellano, conviene en alto grado definirla y exteriorizarla, manteniendo una institución, dedicada especialmente a traducir en reglas escritas de un modo artístico, o sea bajo la forma de código gramatical y léxico, las leyes permanentes del idioma, a velar por su observancia, o enriquecerlas con el caudal legítimo que van aportando, cada uno en su esfera, el uso común y el uso literario, y a influir sobre ambos procurando esclarecer su obra y prevenir sus extravíos.

14.– La institución representativa de la autoridad en la lengua castellana debe ser la Academia Española, asistida por sus órganos autorizados en los diversos países donde se habla dicha lengua.

15.– Para defender y afirmar la unidad de una lengua, no obstante la variedad de voces y locuciones propias de los diferentes pueblos que la hablan, es indispensable conservar en todos ellos la unidad de las reglas gramaticales.

16.– La sujeción a un régimen gramatical común, lejos de dificultar, como suponen algunos, el progreso de un idioma, le facilita, ordena y encauza dentro de sus genuinas condiciones.

17.– Los principios y reglas de la gramática castellana de la Academia Española, deben servir de punto de partida para la enseñanza de la lengua.

18.– Es conveniente la publicación de una nueva gramática de la lengua castellana, fundada en los principios y leyes de la filología moderna escrita con todo el detenimiento que su importancia exige, y en cuyo trabajo se tengan muy en cuenta las opiniones de insignes gramáticos españoles y americanos, antiguos y modernos, tales como Nebrija, Salvá, Bello y otros.

19.– Será de grandísima utilidad la publicación de una gramática histórica que dé a conocer el proceso de la lengua castellana desde sus primeras manifestaciones hasta las obras de los escritores más ilustres de nuestros días, españoles y americanos. Esta tarea se facilitaría estableciendo en la segunda enseñanza un curso de gramática histórica elemental de la lengua castellana; o sea nociones de filología castellana, y otro curso de gramática comparada, o sea elementos de lingüística en la facultad de Filosofía y Letras.

20.– La existencia de un léxico común es imprescindible para todos los pueblos del habla castellana.

21.– No menos que la admisión de palabras y aun de nuevos modismos, importa al valor y a la autoridad del léxico común, que al mencionar algunas palabras, adulteradas esencial y normalmente, ya por el uso vulgar, ya por el lenguaje oficial y aun por ciertos escritores, se adviertan los vicios que las han alterado señalando conjuntamente su corrección. También convendría determinar, siempre que se considere necesario, la verdadera pronunciación castellana de las palabras que frecuentemente se oyen desfiguradas en algunas provincias de España y de las repúblicas americanas.

22.– Para completar la obra, doblemente interesante, así en el orden político como en el literario, que supone la existencia del léxico común, sería oportuna la publicación de un nuevo Diccionario de Autoridades, que comprendiese todo el proceso histórico de nuestra lengua desde sus orígenes hasta nuestros días.

23.– Además del léxico vulgar y del de autoridades, será muy útil la formación de uno o más diccionarios tecnológicos que restauren muchos vocablos castizos indebidamente caídos en desuso y que se encuentran en las obras de nuestros escritores más ilustres de los siglos XVI, XVII y XVIII, especialmente de ciencias físicas y naturales; que contribuyen poderosamente a encauzar el torrente de antiguas y nuevas palabras técnicas nacidas de las necesidades de las ciencias e industrias, y que acomoden las modernas que sea menester introducir, a la índole de nuestro idioma, evitando los desastrosos efectos que en estas esferas del lenguaje están produciendo las influencias extranjeras.

24.– Como trabajo preparatorio y autorizado para la formación de un léxico científico, sería oportuno que las academias oficiales redactaran vocabularios tecnológicos relativos a los conocimientos a que se refiere su respectivo instituto, y que podrían luego servir a la Academia Española para la composición de su obra definitiva.

25.– Convendría, para que los diccionarios tecnológicos tuviesen garantías de exactitud y alcanzaran el valor de verdaderos códigos legales del lenguaje técnico, que a la Academia Española se unieran, a fin de realizar labor tan importante, comisiones facultativas designadas por las demás academias, sin perjuicio de oír y consultar también a las personas de probada ciencia cuya opinión se considerara necesario conocer. De esta suerte todos aportarían a la obra indicada el concurso de sus competencias profesionales, y se establecerían vínculos de íntima unión entre las corporaciones consagradas al perfeccionamiento de la lengua en su parte fundamental y permanente, y las colectividades facultativas y obrera que emplean el tecnicismo como medio de comunicación de ideas, y que son respecto de éste lo que el vulgo respecto del idioma común.

26.– El diccionario tecnológico, así formado, debería tener autoridad legal, en la materia, en las naciones que hablan la lengua castellana y de él podrían desprenderse vocabularios especiales de vulgarización, publicados en ediciones económicas, como medios auxiliares de las profesiones y oficios, y elementos purificadores del lenguaje técnico.

27.– El diccionario de la lengua castellana, que, como resultado de su labor continua y depuradora, publica periódicamente, aumentado y corregido, la Academia Española, con el eficaz concurso de sus correspondientes de América, debe de tener autoridad reconocida en todos los países representados en el congreso. Para llenar cumplidamente fin tan alto, y acrecentar el riquísimo y variado caudal del idioma, procede que este diccionario siga como hasta ahora, incluyendo en sus ediciones sucesivas los provincialismos españoles y americanos que, por su etimología, por la legitimidad o persistencia del uso o por referirse a productos, necesidades y costumbres peculiares de las regiones en que se emplean, ostentan legítimos títulos para su incorporación en el diccionario vulgar.

28.– Para que una voz sea admitida en el diccionario vulgar ha de tener las siguientes condiciones: a. que sea necesaria; es decir, que represente una cosa, idea o relación que no tenga ya representación idéntica en la lengua castellana; b. que tome una forma española; es decir, que principalmente se sujete en sus terminaciones a las que tienen las partes de la oración en la lengua castellana.

29.– En las sucesivas ediciones del diccionario deben modificarse, en cuanto sea posible, las terminaciones de las voces que se han introducido en el mismo con desatención de la regla contenida en el apartado b de la conclusión 28.

30.– Dentro de las conclusiones determinadas en la 28, ninguna palabra debe ser admitida en el caudal de la lengua común sin estar previamente autorizada por el uso, salvo cuando venga unida a un invento en las ciencias o a un progreso hasta entonces desconocido en la industria, en las artes o en las demás manifestaciones del espíritu humano, y aun en este caso, si el vocablo no fuere de uso universal, se escogerá entre las varias formas que pueda revestir, aquella que más se ajuste a las leyes de la etimología y a los antecedentes históricos del habla castellana.

31.– De los trabajos presentados al congreso acerca de las lenguas aborígenes de la América española, se infiere la conveniencia de: a. que se perfeccione y aquilate el catálogo de las lenguas americanas; b. que se inserte, no en el cuerpo del diccionario de la Academia Española, sino por vía de apéndice, el vocabulario de los americanismos corrientes en el nuevo mundo.

Tales son las resoluciones tomadas acerca del problema de la lengua en los países de habla castellana. Predomina en ellas, pues, el espíritu académico; y un tantico la preocupación arrogante de Clarín: «los españoles somos los amos del idioma», pues los hispano americanos figuran, en realidad, como por condescendencia en tan importante documento.

La Academia Española se sintió complacidísima ante aquellas resoluciones. «La Academia se adhiere desde luego en principio, –dijo– aun cuando la ejecución no pueda ser de todo en todo inmediata. La formación de un nuevo diccionario de autoridades está ya emprendida hace algún tiempo y sobre un plan más amplio y científico que el que podía caber en el siglo pasado; de tal modo que la nueva obra pueda suministrar un verdadero diccionario histórico del habla castellana. La gramática histórica, que es igualmente indispensable, saldrá sin gran esfuerzo de los materiales que se están reuniendo para el diccionario ya dicho, y del mismo modo la Academia, que constantemente expurga y perfecciona su gramática clásica, tiende a elevarla a mayor nivel científico cada día, y no es dudoso que la hará salir, por completo, de los antiguos moldes, cuando, con reformas sucesivas, no pueda tamaña novedad producir graves perturbaciones en el ánimo del publico literario».

Como se ve, en realidad nada nuevo resolvió el congreso literario: la Academia Española tiempo hacía que ejecutaba silenciosamente las sonadas reformas. Más aún: «tampoco es nuevo –agrega– lo de admitir los provincialismos propios de las comarcas americanas, que encajan en el molde de la lengua española; y es digna de tenerse en cuenta la proposición de formar un vocabulario aparte, por vía de apéndice, de las voces de origen indio que tienen uso corriente en el lenguaje culto de aquellos países».

¿No hay entonces nada que hacer? ¿Corresponde dejar a la Academia, tranquila y absolutamente, la importante cuestión no solo de la unidad del lenguaje, sino de su composición por lo que respecta a los regionalismos americanos? La respuesta no es sencilla: para fundarla, conviene primeramente examinar la cuestión respeto de los países del Río de la Plata, y en seguida darse cuenta de lo que pasa en las demás naciones hispano americanas.

Por de pronto, las resoluciones del congreso literario hispano americano cayeron en el más completo vacío: en América se consideró aquella asamblea como una reunión casi exclusivamente española, en la cual predominaron los elementos académicos y los oficiales. Este vicio de origen la condenó desgraciadamente a ser nonnata: el espíritu, un tanto estrecho, de dominante españolismo, lastimó también el sentimiento de dignidad nacional en los países americanos, que se lamentan de que muchos espíritus en España vivan aún en la atmósfera de aquellas memorables Cortes de Cádiz, que hicieron a las colonias de América la limosna de concederles algunas pocas diputaciones, para que creyeran que así participaban del gobierno común. El siglo que ha pasado ha sido demasiado fecundo para que se pueda prescindir de él.

Esa impresión desgraciada, producida por aquel generoso congreso, se acrecentó con la sensible estrechez de criterio de la obra de confraternidad literaria hispano americana, emprendida por la Academia Española con la publicación de la Antología. De ahí que hoy, en los centros intelectuales americanos, la impresión predominante no sea precisamente simpática –en esta materia de la unidad de la lengua y de la dirección de la misma– al monopolio filológico de la Academia; lo que encierra un grave peligro: pues, si la Academia no despliega un tino exquisito en sus relaciones con los hombres de letras y los escritores americanos, puede enajenarse estos valiosos elementos, los que, hasta ahora, son la única barrera a la tendencia inconsciente de las masas en pro de la corrupción del idioma y de la formación de dialectos nacionales. Y sin embargo: la Academia Española parece creer que basta enviar diplomas de individuos correspondientes, y enseguida olvidar a estos, pues ni mantiene relación con ellos, ni vínculo alguno, ni les envía siquiera sus publicaciones, de modo que parece considerarlos como simple elemento decorativo para dar a la corporación un ligero barniz de que no es exclusivamente española, sino que lo es, a la vez, americana.

Ahora bien, del punto de vista de la influencia lexicográfica y técnica, por decirlo así, ¿qué resultado han dado en estos países del Río de la Plata, los trabajos de aquella benemérita Academia para formar corporaciones correspondientes y velar así por la pureza del idioma?

El fracaso más sensible ha coronado esos esfuerzos. Sin duda, el culpable del mal éxito fue nada menos que el primer hablista argentino, Juan María Gutiérrez, pues su brusca negativa a aceptar el diploma de correspondiente cavó un abismo entre la corporación matriz y la presunta correspon-pondiente, que murió nonnata. ¿En qué se fundó Gutiérrez, para asumir tan singular y violenta actitud? ¿qué particularidad ofrece el idioma en estos países? ¿cabe sostener la tesis gutierrezca de que existe un «idioma nacional» en contraposición al idioma castellano? ¿se encuentra éste tan corrompido y transformado, entre nosotros, que exista una «lengua romance» argentina?

Una de las causas fundamentales de la alegada corrupción del idioma, entre nosotros, proviene indudablemente de la deficiencia de la enseñanza del mismo en las escuelas públicas; del prejuicio corriente de no ser especialmente necesario el estudio detenido de la gramática castellana, pues todos los que van a las escuelas hablan ya el español; y, por último, de la singular tolerancia que, durante tantos años, se ha tenido con ciertas comunidades de origen extranjero, permitiendo que funcionen sus escuelas primarias, organizadas como si existieran en sus respectivos países, y aun subvencionadas oficialmente por sus gobiernos, que mandan con regularidad inspectores para vigilar su funcionamiento y presidir sus exámenes. Tal es, por ejemplo, el caso de las escuelas italianas, en cuyas salas se ostentan los retratos de los monarcas de Italia y las banderas de aquel país y donde la enseñanza se da en idioma italiano y exactamente como si funcionaran dichos establecimientos en la histórica península. Fuera de las proyecciones criticables que, para los problemas de la nacionalidad, encierra semejante tolerancia, surte un efecto pernicioso respecto del idioma nacional, pues los alumnos de aquellas solo ejercitan este por la jerigonza híbrida que oyen en sus casas, en cuyo lenguaje vulgar van entremezcladas voces españolas e italianas; españolizando muchas de estas e italianizando no pocas de aquellas, por manera que, a la larga, asemeja esa lengua sui generis al típico dialecto «franco» que se habla en los países del Levante, con retazos de francés, español, italiano, turco, griego y otros ingredientes no menos pintorescos.

Es preciso reaccionar contra tanto descuido y tanto desparpajo. Hace poco un distinguido pedagogo, autor de La Escuela argentina y su influencia social decía: «La espontaneidad con que en el niño se producen las primeras manifestaciones de la facilidad con que se asimila el caudal de palabras de las personas que le rodean, y la rapidez con que en ocasiones se desarrollan aptitudes naturales de verbosidad y aun de elocuencia, determinan en el ánimo de los dedicados a la enseñanza, la involuntaria predisposición a considerar el lenguaje como planta de generación espontánea. Lo usual y corriente es que la mayoría de los jóvenes, al emprender sus estudios preparatorios en los colegios nacionales, muchos al llegar a la universidad, y no pocos cuando obtienen el diploma que les declara hábiles para el ejercicio de una profesión, ignoran la contextura del idioma y a veces hasta su ortografía, y pasan mil apuros para redactar el documento más sencillo, viéndose obligados a iniciar un penoso aprendizaje sin dirección alguna cuando deberían estar en aptitud de manejar fácilmente los indispensables recursos del lenguaje.» ¿Cómo exigir, entonces, que una juventud tan deficientemente preparada en lo que concierne al idioma, pueda resistir a la influencia ejercida por esa misma escueta enseñanza, ya que generalmente han acostumbrado darla extranjeros, que habían aprendido el español solo de oídas y por el uso, pocas veces por la gramática?

No pequeña parte tienen en este amenazante desquicio del lenguaje, –y eso que, como lo ha dicho un filósofo, la lengua es la nación,– el desparpajo tristísimo con que los planes de educación han ido, poco a poco, zapando la base sólida de la pública instrucción, a caza de un fementido enciclopedismo, en aras del cual se ha comenzado por sacrificar nada menos que el estudio del latín, reducido hoy a una cruel parodia de lo que debería ser; y, sin embargo, es el latín –y quedará siéndolo, mal grado los sofismas de los neo reformadores– la base angular o indestructible de toda educación sólida, y el estudio imprescindible para conocer bien el castellano, para hablarle con propiedad y para usarle con elegancia. «Del latín, solo del latín, nació el castellano. Rebúsquese cuanto se quiera fuera del latín; de seguro no se encontrarán más que unas cuantas palabras allegadizas y caducas, ninguna de ellas de un orden importante, casi ninguna atributiva, pues rarísimos son los verbos tomados fuera del latín, como que el árabe, con toda su ponderada influencia, no logró aclimatar una veintena de ellos. Los nombres no latinos que han quedado en el castellano son casi todos infecundos, es decir, no tienen compuestos ni derivados, están como condenados a morir sin posteridad, y a morir tempranamente, porque el uso los rechaza por instinto, los altera y desfigura, los sustituye y arrincona, relegándolos muy pronto a la clase de voces históricas o anticuadas; todavía más, ni esa vida precaria se les concede, si no van resellados por el latín.» Y agrega con razón Monlau: «¿compréndese ahora cuanto yerran los que niegan la utilidad, la necesidad, del conocimiento del latín? ¿cuánta es la imprudencia de los que discuten y dudan si el estudio del latín debe ser la base de la instrucción clásica de la juventud? Tanto valdría discutir si nos conviene o no renegar de nuestra buena madre, hacer trizas nuestra cuna, pegar fuego a la casa paterna, perder nuestro nombre, abdicar nuestras glorias y renunciar la herencia de la filosofía más sana, de la literatura más preciosa. No, no cabe discusión: lo que sí importa, y urge, para lustre de las carreras y para librar de inútiles tormentos a la pobre infancia, es variar radicalmente los métodos de enseñanza, graduar los programas, y hacer resaltar por medio de la lógica las naturales conexiones del latín con los idiomas modernos, y las no menos marcadas que estos guardan entre sí, como que no son más que grandes dialectos del latín, que han recibido su carácter específico de la topografía, del clima, de los antecedentes históricos respectivos, y de algunas circunstancias accidentales.» ¡Todo esto, por más sano y razonable que sea, suena ya extrañamente en los oídos americanos, contaminados por una seudo enseñanza enciclopédica, que solo aspira a dejar en las generaciones nuevas un barniz superficial de todo, una simple tintura «a la violeta»! Sin duda, cada pueblo debe organizar la instrucción pública a la medida de sus necesidades y a sus ideales; y, en un país de suyo tan cosmopolita como éste, indudable es que la instrucción debe tener un carácter eminentemente práctico, pero el grande error está en querer vaciar a toda una generación en un solo molde, sin tener en cuenta la diversidad de aspiraciones o de tendencia de los individuos que componen aquella: pues bien, cualquiera que sea la dirección predominante que se dé a la instrucción en sus varias formas o carreras, fuera de duda queda que siempre deberá existir una rama especial para formar aquellos espíritus de entre los cuales, más adelante, se constituye el núcleo pensador del país, el de sus escritores, de sus sabios, de sus poetas, de sus representantes intelectuales más caracterizados. Someter a todo el mundo a un solo y mismo aprendizaje, es preparar la futura inferioridad de los que, con los años, resultan componer la pléyade pensadora; u obligarles a rehacer su educación, en forma autodidacta. A la larga un país paga siempre caro esa inferioridad intelectual: la grandeza de una nación, en efecto, no consiste tan solo en su riqueza material, y, por fácil que sea afectar desdén por los que viven y trabajan con su inteligencia, --sobre todo en países, como los americanos, en los cuales no existe la profesión de hombre de letras, y los que escriben necesitan procurarse por otros medios la manera de vivir,– sin embargo, en la historia solo perduran las épocas y sobreviven los pueblos por el grupo minúsculo de sus escritores o de sus artistas. Pues bien: en América se hace gala de burlarse de esto, en el sentido de que los ideales de los gobiernos, en materia de instrucción pública, parecen dirigirse solo a la formación de generaciones preparadas a usar su inteligencia en cambio de su equivalente en dinero: la tendencia manifiesta es a no perder el tiempo en cualquier estudio que no pueda producir resultado pecuniario inmediato. Es el ideal materialista; el grosero materialismo yankee, cuya máxima sintética es formulada en el consejo paterno: hijo mío, haz dinero, honestamente si puedes, pero haz dinero.

Recientemente observaba un escritor argentino, –en las páginas de la Revista Nacional– que «llegamos hasta aplaudir la torpe guasada andaluza, o más bien, una más torpe y más hiriente guasada criollo-andaluza, que nos es propia y que germina por doquier en nuestro país, en los tugurios de arrabales, en las pulperías de campaña, en los colegios, en el foro, en los salones. Es una vegetación brava que ahoga otras florescencias más nobles del espíritu, como ser la cortesía, el respeto, la seriedad, la disciplina, los sentimientos humanitarios, las ambiciones nobles. La sociedad argentina más selecta, lleva hasta tal punto esa tendencia denigrante de la dignidad humana, que en el argot social se pueden contar innumerables términos anti-castizos, o usados en acepción anti-castiza, que ha inventado para expresar ideas, bien crueles a veces, de maliciosa burla. He ahí un síntoma que desalienta y que puede llamarse, si no degeneración, de anemia moral.» Puede que haya quizá alguna exageración en el mismo absolutismo con que se formula ese reproche, pero es un hecho que el lenguaje diario contiene un vocabulario especialísimo que responde a ese estado patológico de nuestra sociedad.

Más todavía: ¿cómo pretender que generaciones así lanzadas a la vida eminentemente cosmopolita de países como los del Plata puedan reaccionar contra la corruptela de querer disfrazar la propia indigencia lingüística con la zarandeada tesis de un «idioma nacional o argentino», distinto del castellano, y compuesto de éste, como base, y de vocablos numerosos y giros e idiotismos más numerosos aún, provenientes los menos del sedimento guaraní y quichua, y los más de retazos de las diversas lenguas extranjeras que se hablan a la vez en un país tan abigarrado como éste? En Buenos Aires –cuyos letreros de casas de negocios aparecen escritos en todos los idiomas posibles, desde el castellano hasta el turco; y en todas las jergas imposibles, desde la germanía semiorgánica hasta el caló más refinado,– los hijos de otras naciones hablan un español sui generis, con mezcla híbrida de italiano, francés, alemán, inglés y ruso. Los descendientes de los inmigrantes concluyen por servirse de una jerga que, a la larga, todos aceptan como si fuera el idioma corriente. El oído se habitúa; hay a las veces en la vida diaria que emplear muchos de esos vocablos y de esos giros, para hacerse entender de la población de origen extranjero; el uso pronto nos hace olvidar la corrupción que involuntariamente sancionamos con nuestra complicidad, y, al poco andar, nos connaturalizamos de tal guisa con semejante ambiente, que no solo nos expresamos de aquella defectuosa manera en la conversación común, sino que llegamos a escribir del mismo modo. Más aún: hasta existe una literatura especial, escrita deliberadamente en esa jerga: bastará recordar el popularísimo libro Los amores de Giacumina o la fonda del Pacarito.

La queja no es baladí. No es tampoco peculiar al Río de la Plata. En la América Española –ha dicho el venezolano Calcaño– «el contagio pernicioso ocasionado por los idiomas extranjeros, a causa de las peculiaridades de su situación social, vicia aún el lenguaje de escritores notables, y amenaza propagarse en algunos centros con perjuicio de nuestra hermosa lengua. Únense a las voces viciosas o exóticas de ese género, multitud de anglicismos y galicismos que pretenden pasar plaza de corrientes, como remarcable por notable, y emocionar por conmover; y, como si ello no fuese suficiente, frases completamente extrañas, como golpes de bastón y tirar la espada, que son idiotismos inaceptables; construcciones absurdas, como en este momento somos impuesto; y, en suma, abusos de lenguaje cuya enumeración sería fastidiosa.» Y esto es natural que suceda, desde que es forzoso hablar correctamente varios idiomas a la vez, habituando al cerebro a la singular gimnasia de vaciar de continuo el pensamiento en moldes radicalmente opuestos; pero esta gimnasia intelectual, facilitada en la niñez por el estudio conjunto de varios idiomas a la vez, en los colegios, se convierte más tarde en grave peligro para la fuerza de la lengua madre, dada la heterogeneidad de razas que pueblan estos países y la extraña mezcla, en el habla diaria, de diversos idiomas.

Lo peor es que es sumamente difícil sustraerse a semejante influencia, por manera que aún los escritores más cuidadosos emplean involuntariamente barbarismos que no resisten al análisis más superficial. ¿Quién no dice tener lugar por ocurrir; silueta por perfil; susceptible por capaz; prevenir por evitar; personalidad por personaje; referencias por informes; revancha por desquite; rango por categoría; kermesse por rifa; mistificación por engaño; intrigado por estar perplejo; repórter por noticiero; considerable por grande; e infinidad de voces análogas, a veces usándolas en sentido diverso del legítimo, como cortejo por séquito, cuando significa hacer la corte; conferencia por discurso, cuando quiere decir conversación; et sic de cœteris? Muchas de estas locuciones son hoy día imposibles de extirpar: batirse en duelo, por ejemplo, es frase consagrada, y nadie comprendería hoy su traducción castellana, reñir en desafío; y sin embargo, aquella es un simple despropósito: «el verbo batir –observa Fernández Cuesta– ha significado siempre agitar, remover con un instrumento a propósito un líquido cualquiera, medicinal o alimenticio, como el chocolate, los huevos; también significa golpear sobre una materia dura, como el hierro, el cobre. Dadas estas acepciones, es imposible el verbo reflexivo batirse, porque nadie se bate ni se golpea a sí propio. Duelo, por otra parte, es el sentimiento o dolor manifestado por la pérdida o desgracia de una persona, y también la reunión de amigos o allegados congregados, para dar el pésame a la familia de un difunto, y acompañar su cadáver al cementerio. Tratándose de un desafío no se puede decir batirse, sino reñir; y tratándose de una acción de guerra, debe decirse, en vez de batir, derrota, y, en lugar de batirse, pelear.» Este sencillo ejemplo demuestra, pues, cómo un descuido imperdonable puede conducir a incorporar en el idioma una locución verdaderamente bárbara, sin necesidad alguna. Por supuesto, que prescindimos en esto del vocabulario de los comerciantes extranjeros, que confunden todas las lenguas; el color marrón es hoy lo que era antes color castaño; y marrons glacés es universalmente usado, ¿mientras quién diría castañas escarchadas?… ningún confitero lo entendería.

¿Habrá que dar cabida en el Diccionario a barbarismos semejantes? No, por cierto, cuando no sean sino barbarismos; pero pueden, con el tiempo, transformarse en neologismos. «¿Quién es capaz –ha dicho Nieto Serrano– de impedir absolutamente los cambios y aún corruptelas que pueden introducirse y generalizarse por el uso, anatematizado largo tiempo, pero al cabo vencedor, o en la totalidad de los individuos que hablan un idioma, o bien en pueblos o regiones circunscriptas? La autoridad tiene entonces que ceder; la libertad predomina e impone soluciones adaptadas a su capricho. El lenguaje ha de ser castizo, lo cual no quiere decir que la casta no pueda ensanchar sus dominios a medida que lo exijan los progresos sucesivos: consiente la estructura verbal de nuestra lengua cierta libertad en el uso de las palabras, con tal que se conserve la significación de las antiguas, y no se reemplacen estas por otras, exóticas, superfinas desde luego, e inconvenientes además, como usurpadoras de derechos legítimos y respetables.»

Por supuesto, en América pululan infinidad de extranjerismos de ese jaez. Más aún: se han incorporado de tal manera al habla común, que las locuciones castellanas correspondientes producen la sorpresa de ser términos rebuscados o afectados. ¿Es acaso nuestra, exclusivamente, la culpa de tan deplorable estado de cosas? «Se quejan los españoles de que los sudamericanos estamos corrompiendo y desfigurando la lengua castellana, y no están en lo justo: si esto sucede, mal pecado, obra de ellos es.» Tal decía el insigne ecuatoriano Montalvo, en sus soberbios Siete tratados; y a continuación demostraba, prueba en mano, que las traducciones que de España salen no pueden ser peores: «torrentes de ineptitud, –dice,– se descuelgan de traducciones españolas como las con que han deshonrado su idioma ciertos peninsulares eminentes en las letras humanas». Pero vése obligado a confesar que «nosotros, españoles y americanos, traducimos a los gazapos que amuchigan en esa madriguera inmensa que se llama París. Nuestros padres leían y volvían a su lengua las grandes obras de los clásicos; esas en que se halla contenida la sabiduría de la antigüedad; pero hoy vemos en las librerías españolas hacinamiento de novelillas, verdaderos cachivaches de la literatura… todo traducidito de los autorcitos más chiquititos del Parisito del día o de la noche; ¡oh! estos chilindrinos son la vergüenza de la España moderna, la vergüenza de la América hispana. Con esa mezquina y despreciable galiparlía, cambiando los vocablos, pervierten las ideas los ignorantes y los vanos; y los vanos, pues habéis de saber que muchos hablan y escriben mal a sabiendas timbre es para los necios estropear y pervertir la lengua propia, como del chacoloteo innoble de su boca resulte la opinión de ser tenidos por hombres que han vivido o viajado en Francia.»

La observación es exacta por más que, entre nosotros, si las malas traducciones de pacotilla corrompen el buen gusto literario del público, debe convenirse en que no influye menos la difusión extraordinaria de los idiomas extranjeros, siendo cosa corriente tropezar a cada paso con argentinos que hablen, con la soltura de su lengua madre, seis o siete idiomas, y que usen como locuciones familiares en la conversación diaria, giros alemanes, ingleses, italianos, portugueses y franceses, si bien estos últimos predominan de un modo visible. «Entre los escritores del día –observa el mismo Montalvo– los hay puros, ricos, elegantes y esta es gran fortuna, que hacen rostro a esas montoneras furiosas de galomaníacos que, ora hablando, ora escribiendo, quieren dar al través con la lengua patria. En la América Española, en cada república, existe un grupo de aficionados en cuyo centro arde a la continua el fuego de Vesta, el fuego puro y misterioso, que si se apagara temblaran los dioses mismos. De presumir es que andando el tiempo, merced a la labor constante de este puñado de jóvenes beneméritos, la pobrecita limosnera de Voltaire recoja sus harapos, y la reina de Carlos Quinto se vuelva a echar sobre los hombros su mantón de púrpura. C'est une pauvrette qui fait l’aumône a tout le monde, decía el dios de Ferney, hablando de la lengua francesa. Tanto ha dado la desnuda y tanto ha recibido la vestida, que es vergüenza. El castellano de hoy no es sino el francés corrompido.»

Añádase a esto que las clases intelectuales no escapan a corrupción análoga, pues los estudios universitarios se hacen generalmente sirviéndose de textos extranjeros pésimamente traducidos, y que obligan a consultar, como obras de referencia, las escritas en otros idiomas, de donde resulta que la mente se habitúa a pensar con las formas y los giros de lenguas extrañas a la materna, por cuya razón es frecuentísimo oír expresarse a las gentes más cultas en un lenguaje plagado de galicismos y de extranjerismos. Sin duda, no es este un defecto que sea exclusivo nuestro, pues en la madre patria predominó con fuerza, cuando la dinastía borbónica entronizó la imitación del pseudo clasicismo francés. «Pero –como lo observa justamente Alcalá Galiano– los galicismos pasaban por imperfecciones hijas o del descuido, o de corta lectura o de escasa habilidad, pareciéndose los pecadores en punto a lenguaje a los que lo son en más grave materia, los cuales siguen firmes en la fe aun cuando sean corrompidísimos en sus costumbres, y cometen sus culpas no por creerlas actos inocentes, sino por mero efecto de la flaqueza humana.» Y añade: «otra cosa ha sucedido últimamente, y es levantar la frente la que bien puede llamarse herejía literaria que justifica las acciones negando el dogma antes creído, venerado y seguido de suerte que ya entre muchos pasa por impertinente y pueril el empeño de escribir en castellano puro y castizo.» ¿No es este el común sentir de todos los que, entre nosotros, hablan del «idioma nacional» en contraposición al español? «Es inútil –agregaba aquel escritor– oponer por argumento a quienes niegan la necesidad y hasta la conveniencia de escribir en la propia lengua con dicción pura, que es posible en cierto grado expresar ideas nuevas sin valerse de palabras y frases francesas en vez de españolas, pues responderán que nada importa usar de lo ajeno aun cuando para ello haya de descartarse lo propio, siendo lo importante en un escritor darse a entender según la costumbre y elegancia de su tiempo, o digamos al uso corriente, pues las lenguas se truecan y los primores de estilo y dicción deben ser ahora diversos de lo que eran antes, porque las galas del día presente no son las de nuestros abuelos, y no pareciéndose las del vestido, natural es que haya la misma desemejanza en las del lenguaje.» Nunca se protestará con demasiada energía contra esa paradoja, que puede producir efectos tan perniciosos.

No son pocos, sin embargo, los espíritus cultos que, debido a su saber mismo, bebido en fuentes extranjeras, sostienen que el idioma español es deficiente para expresar el movimiento científico contemporáneo y aun los elevados vuelos de la alta filosofía. Por eso decía Valera: «ya se debe comprender que al censurar el vicio de trastrocar la lengua, juzgándola incapaz, en su pureza, de expresar las altas especulaciones del día, no voy tan lejos que condene la admisión de los nuevos vocablos que sean indispensables para las ciencias, vocablos tomados casi todos del griego y lo mismo aceptados en español que en los demás idiomas.» Tan cierto es ello que la última edición del Diccionario de la Academia incluye no menos de 20.000 voces nuevas de ese género. ¿Hay, pues, necesidad de barbarizar un idioma por tan fútil pretexto? ¿no ha sido menester proceder de igual manera en todas las lenguas conocidas? «Antes condeno –decía aquel hablista– el vicio de aquellos que lo empobrecen por atildamiento nimio y por escrupulosa elegancia, o bien desechando voces técnicas necesarias, o bien excluyendo otras por anticuadas, rastreras y poco dignas.» E iba más allá aun: «tampoco soy –decía– de los que, por amor al lenguaje y a su pureza, se desvelan y afanan por imitar a un clásico de los siglos XVI y XVII; prefiero una dicción menos pura, prefiero incurrir en los galicismos que censuro, a hacerme premioso en el estilo, o duro y afectado.» No puede, pues, pedirse un criterio más amplio y tolerante: ¿cómo entonces pretender que se trate de una exigencia impuesta por la moderna cultura a los pueblos de América, el trastrocar el lenguaje hasta convertirle en monstruo diforme? Y no es este el peor de los vicios que afean al idioma; pues «el peor de todos, es el de los que apetecen y buscan lo vulgar, confundiéndolo con lo popular, los cuales yerran al escribir, así en el pensamiento como en la forma, y no solo postran y envilecen el habla, sino también el espíritu.» ¿No se observa a diario ese defecto entre nosotros, sobre todo en los que escriben en la prensa periódica, siquiera para excusar la dificultad de limar el estilo cuando se carece de tiempo material para ello? Enhorabuena que sirva esa justísima disculpa para ponerles a cubierto de la crítica, pero es innecesario, y aun pernicioso, que se trate de cohonestar esa forzada necesidad con el falso manto de ser una exigencia de la vida americana. El público que lee los diarios, se acostumbra a considerar como evangelio cuanto en ellos se escribe, –¿y cuántos hay que únicamente en la lectura de la prensa diaria buscan el criterio para juzgar de todo, de omni re scibili et quibusdam aliis?,– de modo que a la larga se menosprecia el propio idioma y se glorifica su barbarización.

«Pero no es tanto el galicismo –ha observado el curioso autor del Diccionario de barbarismos cotidianos– como la impropiedad gramatical, la mutilación de las palabras y las falsas acepciones que la gente iliterata, pero de frac, dan a las palabras que oyeron a los leídos y escrebidos, y que van extendiéndose y vistiendo fachendosa casaca de buen uso, y que no pararán hasta hacer que en América se hablen ocho o nueve idiomas bárbaros.» ¿Dónde existe, en esto, la necesidad con que se pretende justificar simplemente la dejadez? ¿Ha llegado acaso el idioma castellano a ese momento de perfección, «en el cual –al decir de un escritor insigne– no es posible mayor crecimiento orgánico y verdadero sino excrecencia inorgánica, aluvión de voces bárbaras venidas sin orden ni concierto, y sobrepuestas y abrazadas a él, para empañar su tersa y pulida belleza, secar su frescura y consumir su vida?» En modo alguno: por el contrario, «las palabras y los giros, introducidos así, son como la yedra, que se ciñe a un tronco viejo y le da cierta apariencia vistosa de verdura, pero apretándole de tal suerte que le seca y le impide al cabo echar sus naturales hojas y su propio fruto.»

Y prescindimos a sabiendas de mencionar, entre los elementos que contribuyen a corromper el idioma, el pintoresco lenguaje gauchesco, que domina en nuestras campañas, y que ha dado origen a una literatura nacional hermosísima por su marcado sabor del terruño, desde Hidalgo, Ascasubi y Estanislao del Campo, hasta el inolvidable José Hernández, cuyo Martín Fierro está en todos los ranchos; y que hoy hasta constituye un teatro criollo, con dramones de la tierruca, desde el popular Juan Moreira, de Eduardo Gutiérrez, hasta La Calandria, de Martiniano Leguizamón; siendo tan poderosa esa corriente literaria que el compositor argentino Berutti la ha llevado a la escena lírica, representando en nuestro primer coliseo su ópera nacional Pampa, en la que campean el lenguaje, los sentimientos y las costumbres de un «moreirismo» de dudoso gusto, y que tiende a monopolizar la sana y hermosísima tradición de los payadores gauchos, cuyas leyendas forman aquella tendencia regional, en la cual, por otra parte, está basado todo el folk lore criollo.

El estudio del dialecto gauchesco es interesantísimo, y ha sentado ya en parte a los filólogos, por cuanto el habla vulgar de nuestras campañas presenta todos los caracteres de un dialecto regularmente constituido, sobre todo gracias a su hermosa literatura escrita. ¿Cuál es la explicación de este curioso fenómeno lingüístico? «El español importado al Río de la Plata por los conquistadores, –ha observado Maspero– no ha conservado su pureza primitiva. Obligado a crearse un vocabulario que correspondiese a nuevas necesidades, ha tenido que formar derivados de las palabras antiguas, o atribuirles nuevos significados y tomar de los dialectos indígenas, con los cuales se encontraba en contacto, la mayor parte de los términos que le faltaban: de pié ha tomado pialar, trabar un caballo; de manco, mancarrón, un caballo malo, que no sirve para nada y, por analogía, todo objeto, toda persona inútil; el caimán de América ha conservado su nombre guaraní de yacaré; las invasiones de los indios son designadas con la palabra indígena malón, &c. A estas modificaciones del vocabulario han venido a agregarse alteraciones fonéticas que han modificado tanto las antiguas palabras españolas como las palabras de origen indígena. El araucano, el guaraní y el quichua han contribuido, cada uno por su parte, a la formación del dialecto de los gauchos. Pero, mientras que el araucano y el guaraní, hablados por los querandíes y los charrúas, a las puertas mismas de Buenos Aires y de Montevideo, han contribuido apenas con algunos nombres de plantas o de animales, el quichua, oriundo del Perú, ha suministrado un número considerable de términos familiares. Esta introducción del quichua data del siglo último, de la época en que las leyes comerciales del primer virrey, don Pedro de Cevallos, 1776-1778, atrajeron a Buenos Aires a muchos criollos de las provincias interiores y aún del Perú, en tanto que un gran número de jóvenes porteños iban a estudiar y rendir sus exámenes, de licenciados o de doctores en derecho y en teología, a la universidad de Charcas en la Bolivia actual, en el centro mismo de los países de la lengua quichua.» Hace cerca de medio siglo que fueron hechas esas observaciones: pues bien… es preciso apresurarse, si aún se desea conocer aquel precioso dialecto. La inundación torrencial de inmigrantes va, poco a poco, empujando hacia el interior de la Pampa a la población gaucha, y hoy, a cien leguas alrededor de Buenos Aires, todas las estancias ofrecen, en sus peonadas, el tipo híbrido del mestizo de gaucho con italiano, irlandés o con gente de otra raza. El idioma que se habla en la campaña es una corrupción del gauchesco, salpimentado con términos italianos e irlandeses, principalmente: y decimos «irlandeses», porque éstos hablan a su vez un inglés tan corrompido, que es casi un nuevo dialecto. El habla gaucha pura, tal como sus cantores nos la han trasmitido, ya no se oye sino lejos, muy lejos, casi en los confines de la Pampa; mucho antes se encuentra, es cierto, la indumentaria gaucha, pero es porque los inmigrantes acriollados gustan de lo pintoresco del antiguo traje nacional, con su bota de potro, su amplio chiripá, su lujoso tirador, el soberbio poncho, el chambergo con barbijo: los italianos, sobre todo, después de residir algún tiempo en el campo, aman disfrazarse de gauchos y se desviven por ser considerados Moreiras de contrabando; resultando este curioso fenómeno, que en los circos o teatros criollos, las compañías y los actores son italianos acriollados (circos Anselmi y Podestá); mientras que en los teatros líricos (compañías Ferrari), son italianos de verdad. Hay, pues, que apresurarse si se quiere estudiar ese típico «color local»: obedeciendo a una tristísima ley, todo en el mundo se nivela, la civilización pasa por doquier un manto gris de cosmopolitismo, y desaparece el color local de cada región, que hoy es menester buscarlo en los rincones apartados, como si se avergonzara de existir todavía.

No hay, pues, peligro de que el dialecto gauchesco llegue a ser «idioma nacional»: cuando más, contribuirá a corromper el castellano, unido a los otros idiomas y dialectos que aquí pululan, y que bregan por transformar la lengua del país.

Juan María Gutiérrez, que era un hablista consumado y un cultísimo espíritu literario, rechazó el diploma de correspondiente de la Academia Española, porque creía legítima esa «transformación» del idioma, que venía así a convertirse en el embrión de algún futuro volapuk, merced a un caprichoso culteranismo y a los más extravagantes neologismos.

La tesis caprichosa de Gutiérrez, desgraciadamente, ha encontrado eco en ciertos filólogos al uso, que, desde sus gabinetes de Europa, sin conocer ni de oídas estos países, toman los libros escritos en germanía gauchesca, y muy gravemente –con una gravedad digna de mejor empleo– emprenden la tarea de estudiar «el idioma argentino», creyendo inocentemente que aquel caló popular, es el habla de este país… Así, un caballero francés anuncia pomposamente que prepara para la Exposición de París, en 1900, una obra en que demuestra «que un día la República Argentina llegará a tener su idioma propio, así como tiene su bandera nacional; que el idioma actual es una transformación que ha de llegar a su apogeo de una manera rápida». No contento con esto, y tratando el idioma argentino como si fuera el malayo o el guaraní, somete sus afirmaciones a la Societé de linguistique de Paris, la que las discute con cómica solemnidad, y por intermedio del señor Luis Duval «profesor de gramática, comparada» –s’il vous plait– le dirige la siguiente misiva: «El trabajo que Vd. prepara sobre el idioma argentino, me parece muy interesante y Vd. se basa sobre una idea completamente justa. El argentino no debe ser el castellano de Europa, porque representa, bajo todos los puntos de vista, una tradición diferente, o por lo menos una bifurcación de la tradición primitiva, merced a las demás corrientes tradicionales –francés, italiano, lenguas indígenas, inglés, alemán– que con él se han mezclado. Igualmente –y los españoles nada podrían objetar a este argumento– el latín trasplantado en España por la conquista romana, no ha quedado idéntico al latín de Italia: pues con la corriente tradicional itálica se han aglomerado las corrientes indígenas, –ibero, galo, godo, árabe, &c.– «el lenguaje se asemeja a un cuadro de bronce, en el cual cada generación y cada elemento ha grabado algunas líneas: pretender reducir el argentino al castellano, no sería sino querer borrar los caracteres y rasgos que le dan todo su precio. Es como si se redujera el español al latín: tentativa no solamente vana e ilógica, sino también contraria a la historia y a la lingüística.»

Realmente, no se sabe qué admirar más: si la ingenuidad colosal de tomar una germanía, como es el habla gauchesca, por idioma nacional, y cometer la gaffe estupenda de estudiar aquella como una lengua separada; o el prurito verdaderamente tartarinesco de tomar a estos pueblos americanos como organismos exóticos para imaginar experimentos in anima vili, como si se tratara de tribus africanas o de poblaciones polinésicas… Hace, pues, involuntariamente sonreír semejante resbalón, por más que se justifique por aquello que «de lo sublime a lo ridículo no hay más que un solo paso.»

Sin embargo, justo es observar que el caso del señor Abeille merece ser considerado con seriedad. Extranjero que ha residido algún tiempo entre nosotros, y aún trabajado en la atmósfera cosmopolita del periodismo nacional, cuyos elementos de redacción se reclutan generalmente con prescindencia de nacionalidad y ateniéndose solo a la competencia o las necesidades del oficio, puede alegar justo título para sostener su tesis, por peregrina que sea. Tampoco le sería imposible invocar precedentes netamente argentinos, pues desde la ruidosa carta del eximio escritor argentino, Juan María Gutiérrez, al rehusar su diploma de individuo correspondiente de la Academia Española, hasta cierta vivísima polémica literaria en la cual sostuvo análoga tesis espíritu tan distinguido como el periodista que firmaba Juan Cancio, más de una vez se ha repetido entre nosotros pretensión semejante. Y principalmente ha parecido encontrar eco más propicio entre los periodistas, inclinados quizá a creer que aumentan así su libertad para usar vocablos, giros o neologismos, de otra suerte indisculpables.

«Aquí, en esta parte de América, –dijo Gutiérrez, en la carta célebre que sirve de breviario a los que abogan por un idioma nacional diverso del castellano– poblada primeramente por españoles, todos sus habitantes cultivan la lengua heredada, pues en ella nos expresamos y de ella nos valemos para comunicarnos nuestras ideas y sentimientos; pero no podemos aspirar a fijar su pureza y elegancia, por las influencias que experimentamos de la Europa entera…» Y después de sostener que la diversidad de idiomas de los inmigrantes cosmopolitizan el oído argentino, añade: «y lo inhabilitan para intentar siquiera la inamovilidad de la lengua nacional en que se escriben sus numerosos periódicos, se dictan y se discuten sus leyes, y es vehículo para comunicarse unos con otros los porteños…» Lo curioso del caso es que quien tal decía ha sido el hablista más impecable y el purista más exagerado que existe en la literatura argentina. ¿A qué obedeció aquella paradoja, que ha dejado honda huella? Nadie tenía mejores títulos que Gutiérrez para merecer el honor de ser incorporado a la Academia Española, y el desaire de su renuncia, fundada en tan fútiles razones, deja entrever quizá otras sinrazones, de índole más personal y reservadas.

Su carta no resiste al análisis. Es candoroso su juego de palabras sobre el lema de la Academia: «limpia, fija y da esplendor». No cabe fijar, dice Gutiérrez, porque eso equivale a detener un idioma; Littré lo ha dicho: «es imposible que una lengua, cuando ha llegado a un punto cualquiera, permanezca en él y se fije.» Pero –se le ha contestado con propiedad– la Academia, por el contrario, al expresar en su lema que su misión es fijar, limpiar y dar esplendor al idioma, se refiere a todas luces a la propiedad y precisión del mismo; de modo que fijar está empleado en este caso por precisar o establecer lo verdadero, lo justo, lo razonable en materia de lenguaje; o, si se prefiere, fijar las opiniones en las dudas que se presenten, fijar lo que, después de consideradas las dudas, haya de adoptarse. Análoga cosa puede decirse de la inamovilidad del idioma, que Gutiérrez pretende se lograría manteniendo la unidad de su pureza. El ilustre Bello se había adelantado a ese argumento: «El adelantamiento prodigioso de todas las ciencias y las artes, la difusión de la cultura intelectual, –dice– piden cada día nuevos signos para expresar ideas nuevas, y la introducción de vocablos flamantes, tomados de las lenguas antiguas y extranjeras, ha dejado ya de ofendernos, cuando no descubre la afectación y mal gusto de los que piensan engalanar así lo que escriben. Pero hay un vicio grave, que es el prestar acepciones nuevas a las palabras y frases conocidas, multiplicando las anfibologías de que, por la variedad de significados de cada palabra, adolecen más o menos las lenguas todas, acaso en mayor proporción las que más se cultivan, por el casi infinito número de ideas a que es preciso acomodar un número necesariamente limitado de signos. Pero el mayor mal de todos, y el que si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos de construcción, que inunda y conturbia mucha parte de lo que se escribe en América, y, alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración reproducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín; Chile, el Perú, Buenos Aires, México hablarían cada uno su lengua, o, por mejor decir, varias lenguas, como sucede en España, Italia y Francia, donde dominan ciertos idiomas provinciales, pero viven a su lado otros varios, oponiendo estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional. Una lengua es como un cuerpo viviente: su vitalidad no consiste en la constante identidad de elementos, sino en la regular uniformidad de las funciones que estos ejercen, y de que proceden la forma y la índole que distinguen al todo».

He ahí, pues, vigorosamente señalado el mal: no existe tal necesidad de «barbarizar» un idioma espléndido y cultísimo; la corrupción de su uso actual, en estos países de América, obedece tan solo al deficiente conocimiento del propio idioma, que no se estudia gramatical y concienzudamente por nadie en mérito de conocerlo por el uso, de modo que casi todos ignoran la riqueza incalculable de la lengua, que circunscriben al vocabulario limitado del uso doméstico y que pretenden, por ende, «enriquecer» con modismos sacados de los libros extranjeros que saben, o de la conversación con forasteros que solo a medias dominan el castellano, al que pintorescamente convierten en un adefesio en el sonido, significado y construcción… Esa es la explicación del socorrido idioma nacional. ¿No es acaso una enormidad el fomentar tendencia tan equivocada, basada solo en la falta de preparación escolar? El día que el castellano sea seriamente enseñado en las escuelas, la generación nueva se convertirá, en acérrima defensora de una lengua tan rica y soberbia: grima causa que se falseen las ideas con tesis tan sin fundamento y tan perniciosas. «La relación entre el lenguaje y el pensamiento –dijo con verdad Mora– no consiste solamente en que el uno exprese lo que el otro concibe: consiste también en que el uno comunica al otro sus perfecciones y sus vicios; en que es imposible que un lenguaje desordenado, inculto y en que se eche de menos el esmero en la elección de la voz propia y genuina que corresponde a cada concepto, no proceda de un entendimiento confuso, de un gusto depravado, de una instrucción mutilada, incompleta y errónea».

No es argumento atendible el sacado de la índole de nuestro país. «Somos, es cierto, un país colonizador –ha dicho con precisión un escritor argentino– y necesitamos de la inmigración para engrandecernos; pero a condición de asimilárnosla y de fundirla en nuestra nacionalidad propia. Las naciones, como los individuos, solo valen y significan por su carácter, por su personalidad. Un país sin sello propio, es como un escritor sin estilo: no es nadie. El cosmopolitismo no ha engendrado ni engendrará jamás nada fecundo, ni en política ni en literatura».

Siendo, pues, evidente la conveniencia de conservar la pureza del idioma, ¿cómo desconocer que para ello le corresponde ejercer decisiva influencia a la corporación justamente encargada de aquella misión, a la Academia Española, la que con ese objeto, tiene el deber sagrado de conquistar y mantener acertada influencia filológica y literaria? «Ninguna lengua –se ha dicho– ha muerto de arcaísmo, y aquellas que más brillaron y se extendieron por el mundo, como la griega y la latina, debiéronlo en gran parte a la autoridad de sus poetas y oradores, a la pulcritud de sus gramáticos, y a la asiduidad con que toda clase de centros y academias procuraron mantenerlas siempre limpias de extraños barbarismos.»

Sin duda, la Academia Española no es infalible, pero ¿qué otra corporación literaria podría ser encargada de la dificilísima misión de velar por la unidad de la lengua? «Compuesta la Academia –se ha dicho– de literatos insignes, distinguidos filólogos y eminentes hablistas, teniendo en cuenta los trabajos hasta aquí por ella realizados, y dada la necesidad de someternos a una autoridad común, si hemos de intentar en lo posible la unidad de nuestra lengua, no hallo institución ni centro docente, no encuentro en la iniciativa individual, por valiosa que esta sea, los elementos con que cuenta aquella corporación, suficientes para hacerla depositaría del principio de autoridad en materia de lenguaje.» Perfectamente: pero, a condición de que tenga siempre en cuenta, con paridad de criterio, las opiniones más fundadas entre los hablistas españoles y americanos; y esto en manera alguna equivale a sostener la inamovilidad absoluta de un prototipo en el idioma: «necesidad, hechura e instrumento de todos, el carácter particular de una lengua es nacer y regenerar incesantemente a modo de río que, sin mudar su nombre, está mudando continuamente las aguas que lo acaudalan. Muérense los hombres, finan los imperios, húndense las instituciones… Las palabras, más ligeras que el viento y más sujetas a mudanza, no habían de mostrárselas más detenimiento y firmeza».

Por cierto, no quiere esto decir que el lenguaje vulgar no presente desviaciones, y sería realmente singular que el bajo pueblo en la Argentina, hablara como en el Ecuador o en México, pues nada es más natural que la formación de estos dialectos populares: En España misma ¿hablase exactamente lo mismo el castellano en todas las provincias de la península? «Muchos siglos ha, –decía el venerable Hartzenbusch– que existe una lengua con el nombre de idioma italiano, y jamás ha sido general en Italia: uno es el lenguaje de Roma, y otros son el de Nápoles y Venecia, parecidos y diferentes; los patois de Francia se desvían mucho del habla de Masillón y de Racine; y en España, el catalán, el valenciano, el asturiano y el gallego, forman lenguas diferentes del idioma peculiar de Castilla, que se llaman dialectos por la analogía que entre sí tienen: pero son verdaderos idiomas, porque se formaron y se hablan con independencia unos de otros, y no hay habla que los abrace todos disponiendo ella sola del caudal común como propio; estrechando el círculo más, vemos en las provincias vascongadas que el eúskaro varía y se subdivide también en dialectos distintos…» La observación pues, no puede ser más exacta, y fácil es generalizarla extendiéndola a los demás países, donde se nota exactamente igual fenómeno; pero, en todo país es constante la co-existencia del idioma vulgar o del pueblo, con la lengua culta o de las clases ilustradas: el sermo nobilis con el sermo rusticus. Y es obvio, que cuando se trata del idioma como alma nacional, hay que entender la lengua culta, en la cual aquella se manifiesta y perpetúa, y no el habla plebeya de las gentes iletradas. Deprimir aquella para ensalzar a ésta, sería, por lo tanto, cometer un despropósito fundamental.

El ilustre Bello, hace la friolera de 65 años, estudió en El Araucano, de Santiago, las impropiedades y defectos que se notaban en el uso de la lengua castellana, en Chile; y hoy, a pesar de los esfuerzos inauditos de más de tres cuartos de siglo de educación, tanto en Chile como en la mayor parte de los países de Sud América, podría reproducirse aquel estudio con la misma actualidad que entonces. El pueblo, en la Argentina, sigue imperturbable usando el mirá, andá levantáte, sentáte, sosegáte; es cierto que ya solo en el fondo de las campañas se oye mesmo, dentrar, pero en cambio aún entre las clases más cultas no se ha desterrado el vos por «tu». Ha quedado, sin embargo, como provincialismo chileno: fui donde Pedro; pero se aplica igualmente a nuestro país la censura de que «por una falsa delicadeza se ha introducido un uso sumamente impropio del verbo agarrar, que se emplea como sinónimo de coger. Yo agarré una flor, se dice, como si esta acción fuera de aquellas que exigiesen una gran fuerza, o se temiera que se nos escapase la flor de las manos. No hay motivo alguno para proscribir de la conversación un vocablo que no puede reemplazarse con otro, y que fuera de ser honesto y decente en sí mismo, es elegante cuando se usa con oportunidad, y tiene cabida aún en el estilo más encumbrado de la oratoria y poesía.» Más aún, ¿quién no emplea, entre nosotros, locuciones viciosas como recién había llegado, recién se había vestido, en lugar de acababa de llegar, o acababa de vestirse? «Este adverbio recién –decía ya entonces aquel hablista– solo se usa antepuesto a los participios; y así se dice: vamos a ver a los recién llegados, el recién nacido, la casa recién edificada, &c.» En cambio ¿no es acaso un modismo peculiar de tras los Andes decir aún hoy día inquilinos por «colonos pobres», cuando propia y exclusivamente es el que recibe en alquiler una casa?

Pues bien: a pesar de la justísima influencia ejercida por Bello en Chile, no solamente le fue imposible desterrar esos y otros numerosos vicios del lenguaje, sino que tanto su clásica enseñanza como la del famoso Mora –uno y otro, i due illustri rivali de la época de Portales– fueron impotentes a impedir un desacertado movimiento seudo-reformista en lo tocante a la lengua; movimiento que, apadrinado imprudentemente por el gobierno, llegó hasta implantar una ortografía disparatada, que convertía los libros en charadas, y que hoy, después del mea culpa oficial, es simplemente ridícula en la forma novísima que le imprime la propaganda singular del señor Karlos Kabezón, con K. K. Sin embargo, parece hoy notarse una reacción en Chile por la vuelta de la ortografía de marras y ese movimiento es debido a los profesores alemanes que el gobierno trasandino ha hecho venir en legiones en su afán de germanizar el país. Muchos de ellos, jóvenes apenas salidos de las aulas filológicas de Alemania, han creído conveniente mostrarse «más papistas que el papa», a fin de ser considerados de golpe como más chilenos que los mismos regnícolas. Principian por decir de los pueblos hispanoamericanos, que «el chileno es el primero de entre ellos». Convertida así la cuestión filológica en cuestión de vanidad nacional, se agrega: «La ortografía chilena es mucho más científica, lógica y fácil, que la de la Real Academia Española. Yo considero como lastimoso y hasta vergonzoso que notables literatos americanos, que no ceden nada en ilustración al término medio de los «individuos de número», hojeen día por día el Diccionario más incompleto de la lengua, para cerciorarse de si la corporación madrileña, que padece de una lamentable estrechez de miras y de absoluta falta de conocimientos lingüísticos, les permite o no emplear tal o cual palabra usada acá todos los días. Los americanismos existen y siempre existirán por la inflexible ley de la necesidad histórica; no se deben a caprichos ni a incompetencia, como a esas dos fuentes se deben las omisiones del Diccionario de la Real Academia. Si los americanos deben aprender centenares de españolismos para entender obras españolas, ¿por qué no han de aprender los españoles los americanismos? Y si los españoles no quieren leer libros americanos, porque están impresos en ortografía herética, que no se dobla ante la real inquisición académica, ¡tanto peor para ellos!… España misma adoptará la ortografía más razonable que nació en Chile. Volver atrás, equivaldría a la confesión de que los chilenos todavía no han llegado a la madurez e independencia intelectual». El profesor Lenz confunde en esas líneas dos cosas distintas: los americanismos cuya existencia no puede negarse y no necesita justificarse, y la fantasía de fonétika kasteyana que hace sonreír involuntariamente. El asunto ha sido ya ampliamente discutido y fallado en definitiva: Alberto del Solar condensó hábilmente las razones que abonan el triunfo de la buena doctrina, en su opúsculo: Cuestión filológica; suerte de la lengua castellana en América.

No hay, pues, razón para suscitar falsas quisquillosidades nacionales en materia de lenguaje. Las idiosincrasias regionales podrán siempre manifestarse libremente, sin que ello implique modificar el idioma común. Y la razón es sencilla. «Formado nuestro idioma vulgar –hase dicho con razón– con los elementos ibero-celtas que, al chocar con un pueblo militar y rudo, el germano godo, y otro fanático e indolente, el semita árabe, se infiltraron al través de la lengua latina, brotó un día, espontáneo, en los labios de aquellos españoles que conquistaban palmo a palmo su independencia, creció entre el polvo de la lucha y el sudor de la fatiga, corrió luego por mares y tierras remotas, ora rechazando los elementos de otras lenguas ora celebrando con ellas prudentes pactos y amistosas transacciones; sin obedecer a otras leyes que a las del propio instinto, y así vive y vivirá por largo tiempo, libre de preocupaciones, atento solo a las necesidades de la vida, sin temor a los galicismos, anglicismos e italianismos que turban el sueño de los eruditos, y salvando con vuelo de águila cuantas barreras, en pro de su mejoramiento, levanten sabios y hablistas, gobiernos y academias, centros e instituciones docentes. Más obediente el lenguaje literario a cuantos principios tienden a engrandecerlo, cultivado por un número menor de individuos, y respondiendo a los más altos fines del arte, puede, a diferencia de aquél, someterse sin grande esfuerzo a una autoridad común, de todos reconocida, e influir en cierto modo sobre la lengua vulgar, mediante el trabajo lento de la lectura, cuya acción es siempre escasa, por lo que al mejoramiento del lenguaje respecta, y más aún en países como los nuestros, en que la gran masa de sus habitantes desprecia o coge sin sazón el fruto de las escuelas». De modo, pues, que al trabajar por la unidad de la lengua en los diferentes países del habla castellana, no se ata a cada uno de ellos con ligaduras incómodas en cuanto a los regionalismos o particularismos vulgares: lo que se desea salvar es la unidad del idioma literario. Ni quiere esto tampoco decir que una lengua no debe ni puede inmovilizarse; sino que, por el contrario, debe obedecer al progreso, desarrollándose y enriqueciéndose según las épocas y los lugares, porque eso es ley de las necesidades de la vida humana. Pero no debe corromperse voluntariamente, abandonando toda regla y admitiendo sin suficiente control giros extraños o vocablos nuevos, los que, siendo innecesarios sólo adulteran o deforman. Esa es la misión trascendental de la Academia Española: «limpia, fija y da esplendor» a la lengua, lo que no quiere decir que, al reconocer su autoridad, se pretenda entronizar el «purismo supersticioso», que hasta el mismo Bello condenó. La Academia, como lo dice Escosura, «es, respecto a la lengua, un gran jurado que, previo examen, declara, pura y simplemente, un hecho a su parecer evidente: tal voz no se usa ya, tal otra perdió su primitiva significación y la tiene hoy nueva, este neologismo adquirió entre nosotros carta de naturaleza, estotro no lo merece».

En el caso de América sucede este fenómeno curiosísimo: que, por no haber tenido en cuenta el uso americano si no tan sólo el español, se han olvidado en España infinitas palabras y locuciones que eran usuales en la época del descubrimiento, que los conquistadores introdujeron al nuevo mundo, que aquí se han perpetuado, –en razón misma de la dificultad de comunicaciones con la madre patria, y del absoluto aislamiento de los diversos grupos de conquistadores, convertidos en colonos por la fuerza de las cosas– y que hoy resultan hijos que la vieja madre desconoce, fulminándolos como si fueran injertos viciosos, por más que sean de legítima cepa. «El caudal más preciado de lenguaje criollo, –dice el cubano Armas– consiste en una gran cantidad de voces puramente castellanas, olvidadas en España, y repudiadas, puede decirse, por la lengua madre: que no están en los diccionarios, y son tema continuo de injusta censura para muchos puristas trascordados. América las conserva y de ellas se constituye en heredera». Y el centro-americano Membreño, dice con razón plena: «Asombro causa a los que con más donosura hablan hoy el idioma de Castilla en España, el hallar en las obras de los hispanoamericanos ciertos giros tan castizos y tan propios de la genialidad del idioma de Cervantes, que involuntariamente les recuerdan los escritores del siglo de oro de la lengua.» Recorriendo regiones mediterráneas de América, más de un viajero ha comprobado el efecto extraño que al oído produce aquel arcaísmo viviente; como sucede con el que ha visitado el bazar de Constantinopla, cuya población hebrea ha conservado puro el lenguaje archiclásico de la época de los reyes católicos, cuando sus antepasados fueron tan inhumanamente expulsados de la madre patria. «Al propio tiempo que se habla en parte un español antiquísimo –ha observado el guatemalteco Batres Jauregui– se ha empobrecido el idioma, no empleándose todas las palabras de su rico repertorio». ¿Por qué? Debido a causas históricas complejas: los conquistadores tuvieron que vivir en un medio nuevo, con enseres y cosas nuevas, cuyos nombres indígenas españolizaron o que bautizaron a su guisa, resultando de ahí una serie de hispanismos de América, de origen netamente español, pero que tampoco España reconoce hoy sino tan sólo en parte. Y no es esto únicamente. «Como cada lugar o provincia no sólo tenía diversos usos y costumbres, sino también dialectos y lenguas diversas, que, conservaron en gran parte después de la conquista, era natural que el idioma castellano se fuese infiltrando de nuevas voces, criollas unas y formadas otras de las mismas raíces del lenguaje de los españoles quienes la popularizaban por doquiera. Esta es la razón de que en una república se encuentren provincialismos de las otras.» El castellano que se habla en América desde hace siglos, que nos legó la colonia, y cuyo españolismo no podría ponerse en tela de juicio, tiene, pues, las particularidades bien legítimas que acaban de expresarse, y que contribuyen a explicar los americanismos seculares. Por otra parte, obligados los conquistadores a vivir entre poblaciones indígenas, forzosamente tomaron de las diversas lenguas indianas muchos vocablos que cuidaron solo de españolizar, dándoles a veces diverso significado del estricto etimológico, pero que el uso ha consagrado. Relaciones nuevas; objetos nuevos, vida diferente: nada más natural, entonces, que introdujeran voces nuevas que expresaran todo eso. ¿Y por qué hoy no han de ser esas voces tan legítimas como las otras?

Ahora bien: la lengua castellana no sólo se habla en España, sino también en 16 naciones americanas, cuya población es varias veces superior a la de aquella península. Resulta de ahí que, si la Academia hubiera de componerse únicamente de españoles, y de atenerse tan sólo al uso en España, su misión sería ineficaz, pues no «fijaría, limpiaría, ni daría esplendor» a la lengua castellana –en su acepción lata,– sino a la que en la península se hablase, dándose el espectáculo irritante de preferir las locuciones vulgares de 20 o 40.000 honrados pero burdos aldeanos de cualquier circunscripción española, a las voces universalmente aceptadas por 20 o 40.000.000 de hispano-americanos. «Que los hijos de Galicia hablen familiarmente el gallego, y los astures el bable, y los vascos la lengua eúskara, y los valencianos, mallorquines y catalanes, sus peculiares dialectos, nada tiene de particular, porque sólo el tiempo podrá ir confundiéndolos en la hermosa lengua de Castilla. El cariño a la tierra natal, el recuerdo imborrable de la infancia, el afecto al hogar paterno, el habla de la niñez, los cantos populares, el ansia de que prosperen los pueblos testigos de nuestras correrías en los primeros años de la vida, son otras tantas manifestaciones íntimas que se apoderan del sentimiento y dominan la voluntad. Bajo el punto de vista literario, no entraña peligro alguno el regionalismo.» Tal ha dicho un distinguido escritor peninsular, y tesis semejante ha sido entre nosotros sostenida por Frexas, en su opúsculo: El españolismo literario y las literaturas regionales (1890). Si, pues, se defiende el regionalismo dentro de la misma España y tratando no ya de dialectos sino de lenguas rivales, ¿qué podría oponerse a un regionalismo lingüístico americano, que tendiera no ya a combatir, sino tan sólo a modificar la lengua común?

Por otra parte, debe tenerse presente que si es cierto que el lenguaje hablado se corrompo en América, sea por el continuo contacto con las razas indígenas en las regiones mediterráneas, sea por la influencia avasalladora del cosmopolitismo en los países de gran inmigración; también es exacto que en España no se conserva puro ni mucho menos, no solo en las clases populares –en todas partes de suyo afectas a preferir dialectos o calós– sino en las mismas clases superiores y de refinada educación. «Quizás, y sin quizás –decía poco hace un sesudo escritor español, en diario tan respetable como La Época, de Madrid– no hay pueblo como España, en donde desde el prócer más empingorotado al más grosero ganapán, empleen en la conversación más frases soeces, salpimentadas de mayor número de expresivas interjecciones. En esta fase del estilo familiar, apenas hay excepción: tantas palabras malsonantes se pronuncian en un grupo de chicos de buenas casas, como en una reunión de carreteros. Aquí, además, padecemos desde hace mucho tiempo la epidemia del chulismo. La España de nuestros días no es una severa matrona de almenada corona en la cabeza y amplio manto pendiente de los hombros, sino una chulapa, hoy desmedrada y anémica, con vestido chiné y mantón de Manila. Sus hijos conservan con rara persistencia su castiza catadura. El majo aquel envuelto en siete varas de pardamonte, que con tanto brío como exactitud pintara Jovellanos, vive todavía entre nosotros, sin más modificaciones que las del vestido… A lo mejor se encuentra uno por esas calles de Dios con un ente encanijado y paliducho, a causa de la juergas y corroblas, con el sombrero picarescamente inclinado sobre los ojos, terciada a lo torero la verde pañosa de embozos colorados y complicados arabescos de trencilla, hablando en caló, tosiendo recio y escupiendo por el colmillo. Tomaría al tal, quien no lo conociera, por un pinché de matadero, o por gancho de uno de los innumerables garitos madrileños. Error: se dan casos en que el susodicho personaje desciendo en línea recta del propio rey que rabió… ¿Se ha pasado alguna vez por delante de la Universidad Central en días de huelga escolar, que son casi todos los del año? Pues si se ha pasado por allí, se habrá oído, de seguro, más donaires populares que en la Ribera de Curtidores o en el Rastro.» Hay desgraciadamente mucho de exacto en esa pintura fotográfica, y, del punto de vista del lenguaje hablado, no puede caber la mínima duda de que contribuye a corromperlo de peor manera quizá que lo que en América lo modifica. Sin duda el lenguaje escrito debe quedar libre de tales impurezas, tanto allá como acá: y débense combatir con igual energía vicios semejantes en una y otra parte. Pero es el caso que el Diccionario no puede concretarse a recopilar los términos del lenguaje escrito, sino que debe hacerlo con los que convenga aceptar del lenguaje hablado. Luego, pues, en paridad de circunstancias están esas corruptelas del idioma, tanto en la península como en los países americanos.

La Academia Española debe, por lo tanto, independizarse de la naturalísima preocupación que la impulsa a considerar como más castizo, en el lenguaje hablado, lo que es corriente en la península, menospreciando lo que se usa en América, por ser «ultramarino». Tan es así, que hablista tan insigne como el académico Valera ha dicho con razón: «nuestro Diccionario de la lengua castellana no es solo el inventario de los vocablos que se emplean en Castilla, sino de los vocablos que se emplean en todo país culto donde se sigue hablando el castellano, donde el idioma oficial es nuestro idioma. Será provincialismo o americanismo el vocablo que se emplee solo en una provincia y que tenga a menudo su equivalente en otras; pero el vocablo que no tiene equivalente y que se emplea en más de una provincia o en más de una república o en regiones muy dilatadas, y más aún cuando designa un objeto natural, que acaso tiene su nombre científico pero que no tiene otro nombre común o vulgar, este vocablo, digo, siendo muy usual y corriente, es tan legítimo como el más antiguo y castizo, y debe ser incluido y definido en el Diccionario de la lengua castellana. La Academia Española no puede menos de incluirle en su Diccionario. Así como nosotros, los peninsulares europeos, hemos impuesto a los hispano-americanos un caudal de voces, que provienen del latín, del teutón, del griego, del árabe y del vascuence, los americanos nos imponen otras voces que provienen de idiomas del Nuevo Mundo y que designan, casi siempre, cosas de por ahí.»

Además, imposible es ocuparse del problema de la lengua en América sin tener en cuenta el factor importantísimo de la raza indígena. Cuando llegaron a este continente los primeros conquistadores, encontraron civilizaciones indias adelantadísimas: el imperio azteca de México, el incásico del Perú –para no citar sino los más importantes– presentaban sociedades ricas y constituidas, con vida brillante, con una lengua hermosa y con monumentos literarios. El puñado de heroicos aventureros que entraron a sangre y fuego en esos pueblos cultos y pacíficos, que los recibían con los brazos abiertos creyéndolos seres semi-divinos; ese puñado de conquistadores, que venía sin mujeres, forzosamente tuvo que mezclarse íntimamente con las razas indígenas, y, al adoptar en parte muchas de sus costumbres natural fue que se sirviera también de no pocas de sus locuciones y que españolizara buen número de sus voces. Los misioneros, por otra parte, poseídos de un singular ardor de proselitismo –tanto que se ha dicho con razón que sobre ellos «parecía que soplaba aún el impetuoso viento que invadió el cenáculo el día de Pentecostés»– se lanzaron a convertir a los innúmeros pueblos indios. «De una de las primeras expediciones formó parte aquel P. Román Pane, que a esfuerzos de su santo celo, aprendió tan señaladamente, y en menos de un año, la lengua del macoriz, que pudo instruir con ella, en las verdades del cristianismo, a las familias indígenas: este sacerdote puede decirse que fue el primer europeo de quien particularmente se sabe que habló una lengua de América». Tal refiere el erudito conde de la Vinaza, y añade: «en pos de él regístrase una serie innumerable de misioneros españoles y portugueses, pertenecientes a todas las órdenes monásticas; los cuales penetraron el mecanismo admirable de los idiomas y dialectos americanos; expusieron la sencillez de sus radicales, representadas muchas veces por una sola letra; trataron de la riqueza de formas de sus verbos y de su artificio maravilloso, mediante el cual expresan, con inflexiones particulares, las relaciones entre el sujeto y la acción, entre aquel y los objetos; recogieron tesoros de voces y de frases, y alcanzaron, en fin, la mayor parte de ellos el don precioso de poder hablar a los naturales en su misma lengua, con la misma extensión y riqueza de figuras elegantes, de comparaciones sencillas y poéticas de expresiones sublimes y enérgicas, con que es fama que los pehuelches y araucanos hablaban a las muchedumbres.» Los monarcas españoles desde un principio prestaron particular atención a las lenguas americanas: la real cédula de mayo 25 de 1577 obligaba a los gobernadores de las comarcas del nuevo mundo a dar una detallada razón de las diferentes lenguas habladas por las poblaciones de sus respectivos distritos. El resultado de esa medida fue sorprendente: bastará referirnos a un solo ejemplo para que se comprenda lo que entonces pasaba en toda América: «tengo a la vista –dice el peruano Larrabure y Unanue, en sus Monografías histórico americanas– algunas de las relaciones hechas por los gobernadores del Perú: el de Jauja contesta al Consejo de Indias que «cada repartimiento de los tres de este valle tiene su lengua diferente uno de otro»; el de Huamanga dice que «cada parcialidad habla su lengua diferente»; el de Vilcashuaman, que además de la quechua «hay otras diferencias de lenguas, traídas de donde tuvieron su principio y origen»; el de Atunrucana, que «cada cacique tiene su lengua»; el de Antamarca se expresa así «hay en este repartimiento mucha diferencia de lenguas; porque los de la parcialidad de Antamarca tienen una de por sí antiquísima, y los de Apocaraes otra, y otra los Omopachas, otra los Huchucayllos; y estas lenguas no tienen nombre cada una de por sí»; y al mismo tiempo todos convienen en que la quechua era la usada generalmente y que enseguida venía la aymará: bastan las citas que preceden, para probar la gran variedad, hasta el extremo de no poder entenderse muchas veces dos provincias vecinas». Ahora bien, perdidos los conquistadores en esa babel de lenguas, ¿cómo evitar que el idioma español no se contaminara con los dialectos locales? Más aún: a la larga las lenguas indígenas tomaron tal preponderancia en la vida diaria de los conquistadores y de sus descendientes mestizos de india y español, que fue menester que la real cédula de mayo 10 de 1770 hiciera forzoso en América el uso de la lengua castellana, y ordenara fuera recogido todo lo publicado sobre lenguas indígenas, so pretexto do completar la colección especial mandada formar por Felipe V, por real cédula de 1712; y, cuando en 1787 Catalina II de Rusia solicitó del monarca de España una colección de todos los Vocabularios, artes y demás libros publicados sobre lenguas indígenas americanas, una nueva real cédula recogió de este continente cuanto impreso sobre esa materia pudo ser habido.

A esa influencia irresistible de las razas indígenas –que aún hoy predominan, por su número, en las cuatro quintas partes de las naciones americanas– hay que añadir la ejercida por la importación de negros africanos, merced a la esclavatura que, durante cuatro siglos, inundó a la América de las razas bárbaras del África. Esos negros, mezclados más tarde a la población indígena, a la mestiza y a la blanca, trajeron sus dialectos peculiares, que han conservado hasta hoy, más o menos corrompidos con el contacto de aquella confusión de lenguas.

Y como si ello no bastara, en la época contemporánea se ha producido otra invasión, con la importación de coolies contratados, azote amarillo que se extiende por la costa del Pacífico como mancha indeleble de aceite: también traen un idioma refractario, pero que ha inoculado cantidad de vocablos en la lengua diaria de las poblaciones criollas.

¿Qué hace América en presencia de este conflicto de razas, que es una verdadera confusión de lenguas? ¿Cómo tiende a resolver ese problema? Sabido es –decíamos hace la friolera de 20 años: Revista de Ciencias, Artes y Letras, I– que uno de los problemas más serios del derecho internacional contemporáneo, es la cuestión de los coolies. Esos inmigrantes chinos son tratados peor que los esclavos negros. El negro era una mercancía que se compraba; el amarillo es un trabajador libre a quien se engaña y despotiza. Entre la antigua esclavitud de los negros y el moderno tráfico de los amarillos, no hay sino diferencia de nombre. Los rojos, los negros, los amarillos: indios, esclavos y coolies: he ahí el problema social de América. ¿La raza blanca no tendría, por ventura, más remedio que destruir fríamente esas razas indómitas que oponen resistencias sordas, pero invencibles? Los indios invaden, arrasan, hacen lo que llamamos nosotros malones; los negros se rebelan, se amotinan, o se vuelven masas turbulentas y haraganas, cuando se les ha concedido una libertad demasiado prematura; los amarillos sufren, se asocian y se vengan con sigilo pero cruelmente. El problema de los indios, problema capital de la sociabilidad americana, ha sido resuelto de diversa manera en América: en los Estados Unidos, el aguardiente y las enfermedades contagiosas facilitan el problema, los tratados lo completan, y pequeñas pero acertadas guerras van poco a poco resolviendo de hecho la cuestión, que es la destrucción; entre nosotros, la cuestión indios ha sido implícitamente resuelta con la cuestión fronteras. En cuanto a los negros, son hoy día libres en todo el continente. En cuanto a los amarillos ¿habrá acaso que seguir el ejemplo de los Estados Unidos, y tratarlos como si estuvieran fuera de la civilización? Tocqueville ha dicho: «los norteamericanos tienen el arte de suprimir un pueblo, respetando las leyes de la humanidad». Esto es cierto: era preciso resolver el problema de la fusión de esas razas antagónicas, y, con esa voluntad enérgica que les caracteriza, los yankees han resuelto tranquilamente suprimirlas; en la apariencia invocan su buena voluntad, su filosofía, su respeto por el derecho y por la ley: las tendencias, los actos y los resultados, demuestran evidentemente su propósito. En Hispano-América se ha querido resolver el problema de manera diametralmente contraria: se ha buscado atraer a las razas indígenas a la civilización; la notabilísima tentativa de las misiones jesuíticas, en la comarca platense, es una de las páginas más interesantes de la historia. ¿Cómo resolver, pues, el problema? Dejar a las razas indígenas, en la forma rudimentaria de tribus, aún transformándolas, en medio de la civilización, es un error histórico comprobado; conservan su organización y su barbarie primitivas, ejerciendo sobre ellas poca influencia las razas civilizadas que las rodean. Por eso los modernos pensadores con razón estiman que si esos ensayos de civilizar grupos colectivos han dado pésimos resultados, no hay más remedio que civilizarlos individualmente, que esparcirlos en número menor en medio de otras razas, para fundir así la una en la otra, y para hacer desaparecer todos los rezagos bárbaros que caracterizan a las tribus indígenas: mezclarlos con las razas superiores, respetando al individuo, pero disolviendo la colectividad. No es la encomienda, ni el yanaconazgo de la época de la colonia, ni la mita de las comarcas mineras, puesto que no tiene por objeto el lucro, sino disolver la tribu, civilizando al individuo; pero, necesario es confesarlo, esa civilización a la fuerza, es imprescindible si se quiere, pero es terrible desde que, para lograrla, es preciso comenzar por disolver la familia. Así, desgraciada pero fatalmente, se ha resuelto el problema de los indios en la Argentina.

Ahora bien: esa compenetración de las razas blanca, roja, negra y amarilla, ha producido una legión de mestizos, zambos, cuarterones, mulatos, cholos, y las mil variedades de cruzamientos semejantes, muchos de los cuales han dado productos híbridos, que solo heredan las malas condiciones de cada raza, y que son una plaga verdadera en estos países jóvenes. Esta mestización de razas ha ejercido, a su vez, influencia innegable en la lengua nacional, corrompiéndola más. Hay, pues, que tener en cuenta estos antecedentes para no dar entrada en el mundo de las letras, donde solo debe imperar el lenguaje culto, a la media lengua de los hibridismos, de los mestizos de mala ralea; pero hay que aceptar las modificaciones que hayan sancionado las poblaciones criollas, producto de un cruzamiento de razas que es una verdadera selección.

Pero ¿con qué criterio debe aceptarse o rechazarse lo que se proponga? ¿No es acaso necesario tener en cuenta, al referirse a vocablos americanos, las razones discretas que inclinen a proscribir muchos de ellos, cuyo origen se debe al descuido, a la corruptela, o a la falta de educación adecuada? «Necesario es distinguir entre el uso, que hace ley y el abuso, que debe extirparse. Son notas del primero, el ser respetable, general y actual. Nadie revoca la duda que, en materia de lenguaje jamás puede el vulgo disputar la preeminencia a las personas cultas; pero también es cierto que a la esfera de las últimas puede trascender algo del primero, en circunstancias y lugares especiales. Así, el aislamiento de los demás pueblos hermanos, origen del olvido de muchos vocablos puros y del consiguiente desnivel del idioma, el roce con gente zafia, como por ejemplo, el de los niños con los criados, y los trastornos y dislocaciones de las capas sociales por los solevantamientos revolucionarios, que encumbran aún hasta los primeros puestos a los ignorantes e inciviles, pueden aplebeyar el lenguaje, generalizando giros antigramaticales y términos bajos. Esto sin contar otras influencias tal vez no tan eficaces, pero que siempre van limando sordamente el lenguaje culto de la gente bien educada; así, en parte pudiera achacarse la diferencia entre la copiosa y más castiza habla de nuestros padres y la nuestra, a lo distinto de los libros que andaban en sus manos y los que manejamos constantemente nosotros. Pero, como el objeto del lenguaje sea el entenderse y comunicarse, una vez que los vulgarismos vienen a constituir obstáculos para ello entre diversos lugares, en vista del estado de la lengua en los demás países que la hablan, hay derecho para proscribir lo que solo por abuso ha logrado privar.» No puede expresarse en más felices términos, que los anteriores de Cuervo, el criterio que debe presidir a la delicada operación de separar la paja del grano, en materia de vocablos americanos.

Por otra parte, es innegable que sería menguado criterio el dar más importancia a un provincialismo peninsular que a un regionalismo continental americano. Si así fuese, fatalmente resultaría que América, incomparablemente más grande y más poblada que España, hablaría a la larga otros idiomas, similares si se quiere, pero que diariamente se distanciarían más y más; diferenciándose del de la madre patria, no sólo en voces nuevas, en las adulteraciones de las viejas, o en la conservación de muchas allí consideradas como anticuadas, sino en el cambio de significado de infinitas otras. No otro fue el proceso que dio origen a que del latín nacieran las lenguas romances, las cuales, desarrollándose aisladas, en países sin comunicación frecuente, concluyeron por formar las lenguas modernas que, como la misma castellana y la romana, –para no citar sino un ejemplo– por común que sea su origen, hoy son absolutamente extrañas la una a la otra. Poco hace, y nada menos que en un interesante estudio sobre el castellano en Venezuela, sostenía Calcaño tesis análoga, y terminaba diciendo «como la lengua es algo dinámico, vivo, el castellano se transforma en América, como se transforma también en la península, sin que sea posible impedir este fenómeno natural lingüístico». Muy exacto; pero ¿implica ello forzosamente la formación de un dialecto diverso del idioma madre? El hecho señalado por el hablista venezolano ha sido igualmente reconocido por los escritores peninsulares: «adaptándose cada vez más, durante el presente siglo, –ha dicho uno de ellos, refiriéndose al habla castellana,– a las formas del pensamiento moderno, cultivada por naciones ya independientes, a las que separan enormes distancias, e impregnada de extranjerismos a que nos convida la incesante lectura, indispensable hoy, de libros escritos en otros idiomas, nuestra lengua ha arrumbado indebidamente multitud de voces castizas, ha adoptado otras, procedentes de los dialectos indígenas de América, ha empleado giros y construcciones que pugnan abiertamente con sus principios gramaticales, ha ingerido en la prosa literaria provincialismos y frases vulgares sin razón que lo justifique, como de ello dan prueba, a cada paso, el periódico, el libro y el folleto, lo mismo allende que aquende los mares, y ha perdido, en fin, aquella cohesión que la mantuvo unida en otros tiempos, y que, lejos de menoscabar su poderío contribuyó a su estado de perfección y grandeza». El hecho, pues, está fuera de discusión; pero ¿cuál es su remedio? Sencillamente el limpiar, fijar y dar esplendor al idioma literario, dejando al habla vulgar su libertad de acción. Por eso la sesuda Revista crítica de historia y literatura española observaba con razón:

«Hay en la tesis de Calcaño gran parte de verdad; pero así como en las lenguas hay un elemento reformista, hay también un elemento conservador, sin el cual se trocarían en habla plebeya y aún en verdadera algarabía. Esta misión corresponde a los buenos escritores y a las academias. No hay que olvidar que si la formación de los dialectos provinciales comienza cuando se habla el latín, los romances se consolidan y adquieren el carácter de nuevos idiomas, cuando ya el latín era lengua muerta. Y el castellano sigue siendo lengua viva, hablada». Con todo, el peligro no es hipotético, y sería desconocer la historia el considerarlo como cosa baladí.

Por otra parte las naciones americanas de origen español, por más que, como núcleo nacional, conserven la preponderancia de la raza ibérica se desenvuelven sin embargo en un medio distinto, tienen necesidades diversas y viven de una vida diferente de la de la histórica península. Nada más natural entonces que la lengua hablada experimente las transformaciones lógicas que exige la adaptación al medio. La facilidad y comodidad de la expresión obliga en América a modificar muchos vocablos de genuino abolengo. Y en esto la apoya la sana filología: «varios y de muy diversa naturaleza –dice autoridad tan eminente como García Ayuso– son los factores que contribuyen a la formación de los idiomas modernos, pero sobre todos ellos se destaca la ley de simplificación; el principio analítico, al que todos los demás obedecen en esa magnífica labor de la inteligencia humana». Y agrega más adelante: «El principio al que obedecen, el centro alrededor del cual giran todas las leyes por que se rige la formación de esos lenguajes, es la facilidad, la comodidad de la expresión; en segundo término impone también su influencia la ley de la brevedad; y como secundarias dejan sentir la suya otras causas o agentes. En virtud y por efecto de esta tendencia general a simplificar el lenguaje, a transformar en analíticos los antiguos idiomas sintéticos, reorganízanse de tal manera las lenguas, que desde los elementos más simples del lenguaje articulado, hasta las más complicadas formas gramaticales, no hay un solo factor de ese maravilloso instrumento de la inteligencia humana que no haya sido sometido a esa elaboración, que ha modificado los sonidos, suavizando los que resultan ásperos o demasiado enérgicos, suprimiendo los que se creen inútiles, o cambiándolos en otros que se juzgan más armoniosos». Tal ha sido igualmente el proceso de las transformaciones fonéticas del castellano en América, a tal punto que por la entonación en el acto se distinguen los habitantes de unas naciones de otras: así, es imposible confundir a un colombiano con un argentino, porque la misma palabra en labios del uno y del otro, presenta medias tintas diferentes, que a veces dan diversos alcances a su significado. Más aún: dentro de un mismo país, se repite el fenómeno, debido sin duda a la inmensa extensión territorial de estas repúblicas americanas, y al relativo aislamiento de sus diversas provincias: así, en la República Argentina, en el acto se distingue un cordobés de un porteño.

Es curioso observar que, como tendencia general de esa modificación fonética, las palabras de sonido fuerte son las que más fácilmente se transforman, al extremo de que los peninsulares pretenden que los hispano-americanos hemos dulcificado la pronunciación castellana. Lo mismo puede decirse de las abreviaciones que en América sufren muchos vocablos españoles, fenómeno que es común con el dialecto gallego y su hermano el idioma portugués, que reconocidamente contraen las voces primitivas. No es esto, por cierto, un inconveniente: «la abreviación –ha dicho un maestro– no tiene, en la mayoría de los casos, otro objeto que el de comunicar al lenguaje más viveza y dar mayor energía a la expresión, que por este medio suele ganar en elegancia y armonía lo que pierde en elementos inútiles: así es que, no pocas veces, tal resultado se obtiene por una simple contracción o supresión de sílabas, que indudablemente recargaban la palabra primitiva y por consecuencia el discurso.» Esto lo obtenemos generalmente los hispano-americanos con el distinto empleo del acento, lo que con fundamento choca a los peninsulares, por las proyecciones vastísimas que puede tener: «el acento, llamado con justicia el alma de la palabra, principal distintivo de voces equilíteras multiformes y factor notabilísimo de toda clase de vocablos derivados, determina, por lo general, fenómenos de grande importancia.» Basta, efectivamente, darse cuenta del distinto empleo del acento en las lenguas derivadas del latín, como el español, italiano, portugués y, sobre todo, el francés, para comprender el alcance de esa aseveración: ha dado origen a la alteración de la forma y ésta, por ley natural, trae consigo el cambio del significado. Además, en este continente, muchos vocablos españoles carecían de aplicación durante la época de la conquista y aún de la colonia: de ahí que se hayan conservado, pero variando su significado. También es esto bien legítimo: «todos los pueblos –dice un filólogo español– lo mismo antiguos que modernos, para remediar la insuficiencia y pobreza del lenguaje con relación a la inmensidad del pensamiento, han echado mano de un recurso, tanto más explotado cuanto más escaso es el vocabulario: el de dar a las palabras diferentes significados: ábrase el diccionario de cualquier idioma y apenas se hallará un vocablo que no tenga diversos significados, por cuyo procedimiento no pocas palabras vienen a ser preciosas páginas de historia.»

Y esto tiene su importancia. ¿No se ha dicho acaso que la mayor parte de las disputas entre los hombres provienen no de que no se entienden respecto del fondo de las cosas, sino de que toman las mismas palabras en sentido diferente? «Cada generación, al servirse de una palabra, la llena de ideas, acepciones imágenes y sensaciones nuevas. La palabra permanece la misma, pero no lleva al espíritu el mismo pensamiento o la misma serie de ideas. Estas modificaciones en el significado de las palabras se verifican lentamente, por un trabajo de descomposición y de recomposición. Los dos sentidos, con sus variedades de interpretación, pueden por lo tanto coexistir, y de ahí provienen los equívocos, pues cada interlocutor toma la palabra en el sentido que más le conviene, sin creer necesario explicarlo». Tan cierto es esto, que maravilla estudiar el Diccionario de ideas afines del académico Benot pues muestra las peregrinaciones de las palabras, al través del cambio de épocas y de costumbres. No por eso, sin embargo, son menos castizos. ¿Qué de extraño tiene, pues, que se observe ese fenómeno en los países americanos? ¿Y por qué no la ha de tomar en cuenta la lengua común, y registrarlo en su léxico? Parece esto realmente obvio.

¿No demuestran acaso las rapidísimas consideraciones anteriores, que la compenetración del castellano peninsular con el idioma español americanizado puede conducir a verdaderas sorpresas, permitiendo depurar conjuntamente el habla común? Tal debiera ser la noble tarea que se impusieran los espíritus distinguidos allende y aquende el océano.

En vez de eso, bregar por ahondar las divergencias, precipitar voluntariamente la corrupción del idioma, forzar la formación de dialectos, es tarea antipatriótica que solo males puede producir, sobre todo cuando se corre el peligro de quebrar así el molde lingüístico más precioso, pues el idioma español es un modelo por su perfección y riqueza. Es preciso ser vigilantes para conservar este tesoro: demasiados factores concurren para amenazarlo, y no son pocos los que ya pretenden asistir a la segunda edición de dialectos nuevos sacados del tronco común, repitiendo el fenómeno de las lenguas romances, derivadas del latín romano.

Últimamente, una opinión tan autorizada como la de Cuervo ha lanzado una nota de dolor, que debe ser meditada por todo americano. «Cuando nuestras patrias –ha dicho el ilustre hablista colombiano, dirigiéndose a un escritor argentino– crecían en el regazo de la madre España, ella les daba, masticados e impregnados de su propia sustancia, los elementos de la vida moral e intelectual, de donde la conformidad de cultura, con la única diferencia de grado, en el continente hispano-americano; cuando sonó la hora de la emancipación política, todos nos mirábamos como hermanos y nada nos era indiferente de cuanto tocaba a las nuevas naciones; fueron pasando los años, el interés fue resfriándose, y hoy con frecuencia ni sabemos en un país quien gobierna en los demás, siendo mucho que conozcamos los escritores más insignes que los honran. La influencia de la que fue metrópoli va debilitándose cada día, y fuera de cuatro o cinco autores cuyas obras leemos con gusto y provecho, nuestra vida intelectual se deriva de otras fuentes, y carecemos casi por completo de un regulador que garantice la antigua uniformidad. Cada cual se apropia lo extraño a su manera, sin consultar con nadie; las divergencias debidas al clima, al género de vida a las vecindades y aun qué se yo si a las razas autóctonas, se arraigan más y más y se desarrollan; ya en todas partes se nota que varían los términos comunes y favoritos, que ciertos sufijos o formaciones privan más acá que allá, que la tradición literaria y lingüística va descaeciendo y no resiste a las influencias exóticas. Hoy sin dificultad y con deleite leemos las obras de los escritores americanos sobre historia, literatura, filosofía; pero en llegando a lo familiar o local, necesitamos glosarios. Estamos, pues, en vísperas –que en la vida de los pueblos pueden ser bien largas– de quedar separados, como lo quedaron las hijas del imperio romano: hora solemne y de honda melancolía, en que se deshace una de las mayores glorias que ha visto el mundo, y que nos obliga a sentir con el poeta: ¿quién no sigue con amor al sol que se oculta?» ¡Triste consuelo el de esta melancólica invocación! No: hay en ese estado de cosas mucho de artificial porque no concurren hoy los factores decisivos del aislamiento absoluto, de la diversidad de razas, y de la falta de comunión intelectual que, al disolverse el imperio romano, conspiraron de consuno para que los miembros dispersos de la periferia formasen comunidades separadas, con lengua propia y con vida igualmente diversa de la de los demás; hoy, en América, la raza que habita sus diversas repúblicas es una misma, el vapor y la electricidad han suprimido el aislamiento antiguo y la difusión de la imprenta nos tiene en constante intercambio de ideas y sentimientos. Los únicos factores que podían hoy producir resultado análogo al de la catástrofe histórica citada, son todos secundarios y se basan exclusivamente en nuestra desidia: de ahí que sea grande la responsabilidad de las generaciones dirigentes, en las naciones hispano americanas. Es preciso darse pronto cuenta del peligro, porque, si nos abandonamos puede que sea tarde cuando se quiera reaccionar.

Tan es así que Lentzaer, –el filólogo alemán que se ha propuesto realizar respecto de la lengua hablada hoy en América, lo que Platzmann llevó a cabo con relación a las lenguas indígenas de este continente,– reconoce que «al par de los idiotismos, que son peculiares a los criollos, el idioma ha experimentado profundas transformaciones y mezclas, al ser adoptado por los indios y los negros.» Esto lo conocen todos los lexicógrafos alemanes: Baist lo declara también. Y Schuchardt hace poco, en sesión de la academia imperial de Viena, demostró que, en Hispano-América, además de los dialectos criollos, el idioma español había experimentado considerables modificaciones, que exigían un Diccionario ad hoc: «la cantidad de palabras nuevas o empleadas de nuevo –decía aquel filólogo,– y con los cuales se enriquece así el español, está en relación directa del número y carácter de aquellas tierras y de sus peculiares poblaciones.» Se ve, pues, que en Europa comienza la atención científica a preocuparse del castellano americanizado, y que, obedeciendo a prejuicios de gabinete, intentan los sabios estudiar las modificaciones americanas del idioma español, como si se tratara de dialectos definitivamente separados del tronco común. El peligro es grande, por lo tanto. En 1884, Schuchardt planteaba así el problema: «una cuestión etnográfico-lingüística muy importante es esta: ¿en qué grado y de qué manera, bajo que influencias favorables o contrarias, se ha modificado el idioma español en América desde hace cuatro siglos, en un territorio cuya extensión sobrepasa en mucho a la del antiguo imperio romano? Nadie se ha preocupado hasta ahora de este punto». De ahí a la transformación forzada del castellano en América, en dialectos romances, no hay más que un paso.

A evitar ese mal posible tendió la sabia y política medida de la Academia Española, nombrando a numerosos literatos americanos individuos correspondientes, elegidos para ese fin con general acierto, salvo inevitables excepciones o yerros involuntarios, como el saladísimo caso de haber honrado con tal carácter a determinado joven, que todavía no había publicado un solo libro, aventura que nos refiere con sabrosos detalles el académico mexicano Federico Gamboa, en su libro Impresiones y Recuerdos. Además, y siempre con el mismo propósito, fueron establecidas academias correspondientes en diversos países de América, formando de su modo una vasta confederación literaria.

La Academia Española dio así, noble es confesarlo, un ejemplo de amplitud de miras que no ha encontrado en este continente la generosa reciprocidad que era menester: de las academias correspondientes puede decirse que tan solo las mexicana, venezolana, ecuatoriana y colombiana dieron verdaderos frutos; las peruana, boliviana y chilena solo tuvieron florescencia efímera; y nunca llegó a constituirse la argentina, quedando aquí los académicos correspondientes aislados de la corporación madre y sin poder participar en forma alguna en sus trabajos. Mientras tanto ya en la corriente edición del Diccionario de la lengua es notable la influencia de las corporaciones correspondientes, sobre todo de las mexicana, venezolana y ecuatoriana, pues no son escasos los vocablos por estas propuestos y por aquella aceptados, sea los que se refieren a adiciones y enmiendas a las palabras netamente castellanas, sea a los regionalismos de dichos países. No puede, pues, sostenerse hoy día que la acción americana de la Academia Española sea caprichosa o errónea: por el contrario, ha demostrado siquiera con el hecho que acabamos de recordar, que oye y respeta el criterio particularista de los países de este continente, pues, si no fueron aceptados todos los vocablos propuestos, sus razones tuvo para ello la corporación originaria. Pero, fuera de duda queda lo levantado de su proceder.

El actual ministro argentino en Madrid, escribía hace un cuarto de siglo – en su estudio sobre el idioma nacional, publicado en la América literaria de Lagomaggiore (Buenos Aires 1883)– lo siguiente: «Lejos de que la conservación castiza del idioma pueda ser traba para el desenvolvimiento de la civilización de los estados hispano-americanos, por el contrario sería medio eficaz para su progreso, para su cultura, para su perfeccionamiento intelectual: sería un nuevo vínculo que los uniría por el trabajo común en conservar pura, y enriqueciéndola siempre, la lengua nacional. En vez de introducir la anarquía y el desorden en la ortografía y la gramática, y como consecuencia la corrupción del lenguaje, aceptando modificaciones arbitrarias e ilógicas, bajó el frívolo pretexto de necesidades extrañas y nuevas a la metrópoli antigua, –la razón aconseja que ésta y las que fueron sus colonias, acepten las voces nuevas con que incesantemente se enriquecen y aumentan las lenguas vivas, para que se conserve en la estructura y giro de la frase, y en la ortografía, la posible uniformidad: la pureza del lenguaje nacional, hermoso y rico, por otra parte, pero de ninguna manera estacionario». Quien tal decía, llegaba a proponer la convocatoria de un congreso lingüístico español, en el cual estuviesen representadas, proporcionalmente, España y todas las naciones hispano-americanas. Esta idea, parcialmente tentada en 1892 por la reunión del congreso literario hispano-americano, espera aún su realización, por lo menos en el amplio concepto con que la formulara su autor.

Casi simultáneamente, en el otro extremo del continente, se pretendió que la cuestión ortográfica fuera materia de tratados internacionales entre las naciones hispano americanas, tratando así de dar carácter oficial a las reformas preconizadas por el colombiano José Eusebio Caro y el argentino Domingo Faustino Sarmiento. Pero, quien más calurosamente aconsejaba esa medida –el colombiano Ricardo S. Pereira, en su Proyecto de código de derecho público interandino (París 1881)– tenía que confesar que «en Chile, en Colombia, en el Ecuador, Nicaragua y algún otro país, se ha adoptado como ortografía oficial la llamada de Andrés Bello, la que, hasta 1870, fue la más universalmente usada en América; pero, en la última década ha cedido el paso casi por completo a la ortografía española». Y muy felizmente, porque si hubiese continuado la anarquía ortográfica, la unidad de la lengua habría pronto desaparecido. ¿Quiere esto acaso decir que la ortografía de la Academia Española sea perfecta? En manera alguna; y no sería difícil que la próxima edición de la Gramática contuviera más de una modificación, de acuerdo con los progresos de la lingüística. Sería sin duda conveniente que, para ello, tuviera en cuenta el uso americano, a fin de evitar todo doble empleo, esto es, dando a cada letra su valor propio, siempre el mismo; prefiriendo, en igualdad de circunstancias, el signo que choque menos con los usos recibidos y con la índole de las lenguas romances; y no sacrificando ningún sonido, siquiera sea extraño a nuestra lengua. Así, en América, existe un sensible vicio de pronunciación que confunde la b con la v; mientras que causa confusión el mismo valor de las letras c, q y k; la g y la j presentan obscuridades en su uso, por el forzoso de la u muda, respecto de la primera; la h constantemente tropieza con dificultades, por ser letra muda, menos cuando, como en hueso, reemplaza a la w inglesa; la s, c y z también son objeto de lamentables confusiones en el lenguaje hablado, las que naturalmente se traducen por errores en la lengua escrita; en cuanto a la x, se ha bregado por sustituirla por s unas veces y por cs otras; faltan, quizá, sonidos para expresar equivalencias de otros idiomas: así, no tenemos sh ¿cómo pronunciar Shakespeare? ¿cómo reproducir la ch francesa? Hay, fuera de duda una serie de detalles que podrían merecer seria reflexión.

No existe, pues, razón alguna para pretender que la ortografía oficial americana debe ser distinta de la de la Academia Española. ¿Y por qué lo sería? «No nos inspira confianza la autoridad de este docto cuerpo en América –decía el citado Pereira,– porque ninguna parte podemos tomar en su formación; porque dicha ortografía en sí no es lógica ni razonable, y porque, quiérase o no, la distancia a que estamos de España, la diferencia de razas, de instituciones y de costumbres serán parte a que hablemos, en un porvenir más o menos lejano, una lengua cuya base será sin duda la castellana, pero que distará de esta tanto, como ella misma dista del latín. ¿A qué, pues, nosotros –pueblo joven, lleno de savia, con derecho a costumbres, leyes, habla y vida propias– iríamos rezagados del vetusto carro de la Academia Española? Aunque lo quisiéramos, no lo podríamos, pues la independencia de la España en punto de lengua es tan inevitable y tan fatal, como lo ha sido en los demás puntos». Y, sin embargo, después de expresarse de modo tan radicalmente pesimista, añade: «pero, si el acuerdo no es posible por ahora en este terreno, no vacilamos en aconsejar la adopción de la ortografía española, a falta de otra mejor y más generalmente adoptada». Esto es lo sensato y natural: la lengua y su ortografía no se reglamentan ni se imponen por decretos de gobierno o por tratados internacionales: el uso, el soberano uso, el legítimo uso, es lo único que en esto impera y exige acatamiento.

El congreso literario de 1892 resolvió, con razón, que para defender y afirmar la unidad de una lengua, no obstante la variedad de voces y locuciones propias de los diferentes pueblos que la hablan, es indispensable conservar en todos ellos la unidad de las reglas gramaticales; lo que lejos de dificultar el progreso de un idioma, le facilita, ordena y encauza dentro de sus genuinas condiciones. Pero resolvió también que los principios y reglas de la gramática castellana de la Academia deben servir de punto de partida para la enseñanza del idioma, reconociendo que es conveniente la publicación de una nueva gramática, fundada en los principios y leyes de la filología moderna, escrita con todo el detenimiento que su importancia exige, y en cuyo trabajo se tengan muy en cuenta las opiniones de insignes gramáticos españoles y americanos.

Es un hecho, en efecto, que la Gramática de la Academia es absolutamente inadecuada, por su espíritu nebricense: en América, Bello ha sido en esto el gran reformador, y todos los gramáticos que han escrito para las escuelas o para el público, no han hecho sino seguir sus huellas luminosas. Más aún; los grandes gramáticos castellanos de este siglo son todos americanos: Bello, Cuervo, Marroquín, Suárez, Caro, Guzmán, Isaza y Díaz, para no citar sino los más conocidos. Desde luego, pues, en punto tan capital como este, son americanas las doctrinas que vigorizan la unidad del habla castellana. Esto no excluye la necesidad sentida de una gramática elemental para las escuelas: pero habrá que basarla en los trabajos de Bello y otros americanos, si bien corrigiéndolos, en puntos determinados, con arreglo a los nuevos resultados de los estudios de gramática comparada.

Más aún: esta clase de estudios está realmente descuidada en nuestro idioma, cuando se le compara con las otras lenguas vivas. Tan es así, que el congreso citado declaró que será de grandísima utilidad la publicación de una gramática histórica, que dé a conocer el proceso de la lengua castellana desde sus primeras manifestaciones hasta las obras de los escritores más ilustres de nuestros días, españoles y americanos. Ahora bien: ¿cuál sería el procedimiento realmente eficiente para reformar la gramática de nuestra lengua? «No sabemos cuál sería el resultado, –dice un escritor– aunque presumimos que sería lisonjero el convocar certámenes, invitando a los gramáticos más renombrados de España y de América a escribir monografías sobre cuestiones lingüísticas, las cuales se presentarían al examen y aprobación de la Academia Española, pero que ésta, practicando su trabajo de selección entre los presentados al concurso, formulara con claridad y concisión posibles las teorías expuestas por los concurrentes». Sea ese u otro el medio excogitado, el hecho positivo es que los gramáticos americanos deben ser tan tomados en cuenta como los españoles, pues la obra de la reforma gramatical es quizá más seria que la ya dificilísima del léxico común: «los ejercicios del análisis del lenguaje, la clasificación lógica en géneros y especies de las palabras –seres vivientes, análogos a los que estudia el naturalista– la fijación de significado y acepciones de las voces, las leyes de sus variaciones por accidentes gramaticales, derivación y composición, y, finalmente, el estudio del origen, desenvolvimiento y estado actual del lenguaje, exigen un copioso caudal de conocimientos, mucho tiempo y no poco trabajo individual y colectivo: al éxito de la obra deben concurrir el conocimiento de las obras clásicas de los principales escritores nacionales de muchos idiomas antiguos que dieron origen al nuestro, y de no pocos de los extranjeros que influyen en él».

Pues bien: si es innegable la importancia de la unidad gramatical para evitar confusiones, ¿cuánto más no lo será la unidad de la lengua, en cuanto a la uniformidad en el significado de los vocablos? Realmente es de abismar que, teniendo la ventaja preciosísima de poseer una lengua tan rica como la española, haya espíritus distinguidos que por un falso patriotismo anhelen fraccionarla y crear una serie de lenguas derivadas, con vocabularios indecisos y sujetos a las interpretaciones más discordantes. «Casi todos nosotros somos pensadores fáciles –observa un filólogo americano– y hablamos como pensamos: de una manera suelta, cayendo en una serie de errores por la ignorancia en que estamos del verdadero significado de las palabras que tan ligeramente empleamos. Pero el hombre más sabio y más profundo hallaría imposible dar a las palabras definiciones bastante exactas como para evitar cualquier malentendido, cualquier falso razonamiento, sobre todo en las materias subjetivas donde es difícil reducir los conceptos a verificaciones precisas; de modo que las divergencias de opinión, entre los filósofos, generalmente se convierten en disputas de palabra, y la controversia se basa en la interpretación de los vocablos, hasta el punto de que el escritor que aspira a ser exacto, se ve obligado a comenzar por explicar su vocabulario, al cual, después de esa precaución, no siempre puede permanecer fiel, de modo que se encuentra siempre un adversario o un sucesor que prueba algún día a ese profundo sabio que ha faltado a la corrección en los términos empleados, y que, por lo tanto, toda su argumentación descansa sobre un vocablo mal interpretado, lo que convierte en polvo el magnífico edificio de verdades que se imaginó haber levantado.» Si tal sucede, tratándose de los hombres más instruidos y cautos, ¿qué no sucederá con el común de los hombres que carecen de tiempo para analizar el vocabulario que usan, y que frecuentemente emplean un léxico reducido a unos cuantos centenares de palabras, que le bastan para los usos de la vida diaria? Si todavía ese vocabulario reducidísimo se convierte en un galimatías, dando el vecino diverso significado al mismo término, simplemente porque aquél pertenece a una república y éste a otra, realmente sería eso aumentar las causas de inferioridad del hombre, y obligarle a inútiles y rudos aprendizajes, para que su memoria almacene sinonimias absurdas e innecesarias. Porque, en definitiva, ¿nos damos acaso cuenta de la pobreza vergonzante de nuestro vocabulario individual y diario? No sólo no conocemos el diccionario de la lengua materna, pero ni siquiera una mínima parte de él. «El niño –ha observado un filólogo– habla con muy pocos vocablos: su glosario oscila entre 300 y 400 términos muy usuales. Lenguas hay en que no existen tantas raíces. El libreto de una ópera italiana no pasa regularmente de 650 voces. Del gran poeta Racine se ha dicho que le bastaron 1.200 vocablos para escribir todas sus tragedias. Contadas con celo religioso las palabras de la Biblia, correspondientes al Antiguo Testamento, se ha visto que son 5.642. Un periodista elegante apenas hace uso de más, y un hombre de buena sociedad no emplea nunca tantas ni con mucho en su conversación. El orador más copioso suele no llegar a 7.000; y por exceder este número en algunos millares, se cita como a portentos de facundia y de riqueza elocutiva, entre todos los escritores, a Cervantes, Lutero y Shakespeare.» Cada clase social, cada gremio, tiene forzosamente un vocabulario especial, y, si no fuera por el caudal común, no habría sociabilidad posible, pues cada cual se aislaría en su rincón. Esto sería absurdo, y de ahí la necesidad de poseer una habla común, clara y comprensible. Lo mismo sucede entre las naciones: «a los pueblos que quieran secuestrarse del trato y del comercio universales –ha dicho Benot– convienen los dialectos y las lenguas no emparentadas con las de los pueblos progresivos; de aquí los celos regionales, las prevenciones de nación a nación, los odios y las guerras. El que habla una lengua distinta de la de sus vecinos, se siente inclinado a no mirar en ellos nada de común con él, y no creerlos ligados a su porvenir en la gran solidaridad de las naciones». De aquí que agregara: «si nuestra lengua se parte en dialectos, dejaremos de mirarnos como afines, y seremos un estorbo a la fraternidad universal.»

Siendo, pues, preciso que unos y otros, peninsulares y americanos, uniformen conjuntamente el diccionario vulgar, que no es sino el vocabulario común entre las diversas naciones de habla castellana –como, dentro de una nación, el lenguaje culto es el vocabulario común entre los diversos gremios y clases sociales,– no hay para ello otra solución que estudiar de consuno la gramática y el léxico, y de consuno también discutir todo lo relativo a esas materias, en congresos internacionales del lenguaje, con representación proporcionada de cada nación. No sabemos si a tanto llegaría el peruano Palma, pero probablemente participaba de análogas ideas; y, ni por broma –ni por guasa, para repetir el típico idiotismo madrileño,– se le ocurrió ponerlas en duda, cuando se preparó a hacer aceptar por la Academia su famoso catálogo de voces. Si en lugar de haber sido en la Academia, se hubiera encontrado en un congreso lingüístico, es probable que la mayoría americana hubiera accedido a su pedido, sin que por ello resultara un adefesio final; y aun entre los mismos españoles más empingorotados habría contado con la ayuda de muchos que, como Zahonero –v. g. en el congreso literario hispano-americano, de aquella época– están siempre dispuestos a suscribir todo lo que pueda zaherir o contrariar el natural conservativo de las corporaciones académicas, cuya esencia consiste, y debe consistir, en venerar un poco supersticiosamente la tradición. Por otra parte, se ha observado con razón que «la ley de las mayorías, proclamada generalmente, y de la cual se manifiesta Palma partidario entusiasta, debe sufrir excepciones, y excepciones importantes. Desde luego, las mayorías deben contarse, no por la cantidad de hombres, sino por el número de autoridades. Así, las opiniones de un Bello, de un Cuervo, de un Jovellanos, de un Hartzenbusch o de un Salva, valen incomparablemente más que las de miles de personas que hablan porque sí, porque no han visto hacer a las demás otra cosa en toda su vida. Todos, ciertamente, tienen el derecho de hablar; mas no es nuestro deber escuchar sino a los que merecen ser oídos.» De todas maneras, no es prematura la idea de un congreso lingüístico hispano-americano: la cuestión, sin embargo, no está aún bien dilucidada, y los estudios de detalle sobre los diversos regionalismos no han sido todavía sometidos a un estudio científico de conjunto. Pero es indudable que tendrá esa que ser la solución definitiva, pues la sola autoridad de la Real Academia Española difícilmente podrá resolver por sí el problema, corriendo peligro de ahondarse la anarquía de la lengua.

Más aún: ¿ejerce realmente España influencia intelectual necesaria para imponer a América su criterio? Ni en las ciencias puras, ni en las aplicadas; ni en ramo alguno del saber humano –salvo honrosísimas excepciones, pero las cuales, en razón misma de su carácter excepcional, quedan aisladas– la producción intelectual española ejerce en América la influencia a que está llamada por el vínculo del habla común. Tenemos que recurrir a la producción de otros países europeos: los españoles o desdeñan competir o no se preocupan de esa faz de la cultura. Nada original, de valor propio, viene de España en ese género: de modo que las nuevas generaciones americanas se ven forzadas a preferir autores franceses, ingleses, alemanes o italianos. De ahí que la autoridad moral de la cultura española cada día sea menor en este continente. De ahí también que hayan sido acogidos, con sonrisas los votos del congreso literario hispano-americano que excitaba a los gobiernos de América a enviar a los alumnos distinguidos, por vía de recompensa, a las escuelas de España: si ésta cuidara de que sus institutos estuvieran a la altura de los de Alemania, Francia o Inglaterra, espontáneamente acudirían allí todos los hispano-americanos, pero ¿si son inferiores, cómo han de ir?

Poco hace, un escritor centro-americano estudiaba el mundo de los libreros y editores de España, y lo declaraba de una pobreza franciscana. Nada se editaba fuera de traducciones de pacotilla; nada se vende en las librerías fuera de obrejas insignificantes. En cuanto a los escritores académicos o consagrados, he ahí lo que decía: «Galdós, con empresa especial para sus libros, y con el sentido comercial que le distingue, anuncia sus nuevos Episodios nacionales en la cuarta página de los diarios, junto al aviso en que el novelista santanderino Pereda recomienda su fábrica de jabón; Valera se da por satisfecho con las atenciones de su público y las traducciones que le hacen en el extranjero; y Palacio Valdés, que tiene un desdén profundo por la crítica de su país, ni siquiera envía sus libros a las redacciones, escribe para ser vertido al inglés y leído en Nueva York y en Londres.» Y agrega Rubén Darío: «en nuestra curiosa madre patria, en épocas pasadas y aun en la actualidad, los centros intelectuales de la península fueron y son las farmacias y las librerías. Decíame un amigo madrileño: en las farmacias hácense más versos que ungüentos, y en las librerías se derrochan más palabras que pesetas. En la corte, como en provincias, las librerías son puntos de reunión donde acude un número dado de clientes y aficionados, a conversar, a hojear las nuevas publicaciones y a perder el tiempo. En Madrid todavía existe lo que se podría llamar tertulia de librería, aunque no como en tiempos pasados. En toda España hay poca afición a comprar libros, quizá sea por esto que las librerías son de una pobreza desoladora. En Madrid no existe ninguna casa comparable a las de Peuser, Jacobsen o Lajouane. París está a un paso, y me ha sucedido leer en La Nación el juicio de un libro francés antes de que ese libro hubiese llegado a Madrid. El que no encarga especialmente sus libros a Francia, Inglaterra, &c., no puede estar al tanto de la vida mental europea. Es un mirlo blanco un libro portugués. De libros americanos, no hablemos.»… El cuadro no puede ser más desolador para la vida intelectual española…

Con todo, justo es declarar que esas observaciones han sido contradichas; Valera se ha apresurado a decir: «Para muchos la literatura española contemporánea está en pleno período de decadencia, y la creencia no es justa ni está basada en la verdad. Estudiado el movimiento literario de España desde principios de este siglo, puesto que cuestiones de tanta importancia no pueden ser estudiadas en pequeños períodos, se ve que la literatura española no ha decaído y que se encuentran en ella esplendores que poco o nada tienen que envidiar a los del siglo de oro. Escritores, poetas y dramaturgos de grandísimo mérito han brillado en este siglo, que siguen las huellas de los ingenios más felices de otros tiempos. Poetas como los Moratines, Espronceda, Nicasio Gallego, Quintana, Lista, el duque de Rivas y otros muchos; escritores dramáticos como don Ramón de la Cruz, López de Ayala, Ventura de la Vega, García Gutiérrez y tantos otros; oradores tan insignes como Ríos Rosas, Rivero, Orense, Olózaga; literatos, filósofos, pensadores… La literatura en general no ha desmerecido en nada, y en cambio, la cultura pública ha ganado mucho.

Ciñéndonos al momento presente, tampoco puede decirse que haya en las letras decadencia. Cualquier modesto aficionado puede señalar hoy nombres tan respetables como las citadas figuras muchas ya desaparecidas, que serán tan gloriosas como aquéllas. En la poesía. Zorrilla, Campoamor, Núñez de Arce y algunos más: en la dramática, el mismo Zorrilla, el malogrado Feliú y Codina, Echegaray, Guimerá, Sellés; en la novela Galdós, Oller, Pereda, Palacio Valdés, la señora Pardo Bazán, Picón; en la historia, Castelar, el insigne Cánovas y otros… En todos los géneros literarios, en todas las manifestaciones de la vida intelectual, se revela verdadera potencia creadora, verdadero vigor.»

Pero, descontando el natural optimismo del sentimiento patriótico, hay que reconocer que la crítica serena, en España misma, reconoce la inferioridad intelectual de la madre patria. «Mucho mejor sería para nosotros, –ha dicho recientemente revista tan autorizada como La España Moderna– y acaso para los americanos de nuestra raza, que España siguiese siendo la metrópoli intelectual de sus antiguas provincias del Nuevo Mundo. No lo es, y ante el hecho sirve de poco la dialéctica. Estas primacías intelectuales no se ganan por títulos históricos, ni por los meros vínculos de consanguinidad y de raza. Requieren una superioridad de cultura que no poseemos con relación a otros pueblos de Europa, y no podemos censurar en justicia a los hispano-americanos porque busquen inspiración en esos pueblos.»

Y este hecho fatal es un pronóstico terrible para la conservación del habla común: no basta para ello, en efecto, la vigilancia celosa de un senado académico: se requiere la influencia avasalladora de la cultura: «procuremos –ha dicho una voz autorizada– todos los que en mayor o menor escala, y con más o menos acierto nos consagramos al ímprobo trabajo del cultivo de las letras, extender y llevar a todas partes el conocimiento del puro y castizo idioma castellano, ya por medio de conferencias y congresos filológicos, aunque haya de prescindirse, para fijar el verdadero sentido y valor de las palabras; de personalidades oficiales, que se atribuyen el carácter de autoridades indiscutibles; ya por la activa correspondencia de los centros científicos y literarios, por el mutuo cambio de los periódicos y revistas de ambos países, sin restricción de ninguna clase, y muy señaladamente por la propagación del libro, que, teniendo un interés más permanente que el periódico o el folleto de actualidad, a más de conocerse por su medio el movimiento progresivo, literario y científico, revela el genio de los poetas líricos y religiosos, y, al par de los hombres de ciencia, sirve como guía, como medio de consulta, y no pocas veces como modelo digno de imitación.»

Ahora bien: el congreso literario –bastardeando en esto el amplísimo espíritu de confraternidad y de igualdad entre españoles y americanos– después de declarar que conviene se perfeccione y aquilate el catálogo de las lenguas americanas, resolvió que se cuente, no en el cuerpo del Diccionario de la Real Academia española sino por vía de apéndice, el vocabulario de los americanismos corrientes en el nuevo mundo. Tan menguada resolución, de condescender magnánimamente en permitir que, como apéndice, se dé a los americanismos la limosna de figurar en el Diccionario es digna de la altanería de Clarín, que sostiene que «los españoles son los amos de la lengua». Es decir, que siendo los americanos dos veces más numerosos que los españoles, deberían contentarse con la dádiva que la lástima de éstos les acuerde. ¡No! con criterio tan estrecho no se logrará resultado alguno: los regionalismos americanos son tan legítimos como los provincialismos hispanos, cuando se ajustan a necesidades y al genio del idioma –y por igual tienen derecho a figurar en el cuerpo del Diccionario–; desconocer esta perfecta y absoluta igualdad, es conspirar ciegamente contra la unidad de la lengua. América, en esto, no consentirá jamás en recibir limosma de España: si se persistiera en tal ceguera, el resultado sería que los americanos más distinguidos se considerarían desligados de todo vínculo lingüístico con la madre patria, y dejarían simplemente que el idioma se nacionalizara en cada país, con las variantes del caso: lo que sucedería en el acto, porque todo conspira en ese sentido.

Por otra parte ¿con qué derecho pretenderían los peninsulares desdeñar a los americanos, en lo que se refiere al lenguaje, e imponerles ciegamente la ley como si ellos lo hablaran a la perfección y nosotros con toda incorreción? «Pedid –decía Giles y Rubio, en dicho congreso,– sin salir de nuestra península, a un vizcaíno precisión en las concordancias, a un asturiano que deje de anteponer el pronombre al infinitivo, a un gallego que no obscurezca las vocales, a un catalán que no las abra, y a un andaluz que pronuncie sin convertir las haches mudas en aspiradas, sin suprimir sílabas ni consonantes finales, y os convenceréis de la inutilidad de vuestra demanda.» Entonces, pues, ¿no es acaso evidente que, en estas materias, se impone el espíritu de más amplia tolerancia, y el olvido de toda añeja preocupación, por clarinesca que sea?

Más todavía: en aquel mismo congreso literario se elevó voz tan autorizada como la del diplomático uruguayo, Zorrilla de San Martín, para prevenir a la asamblea contra tanto exclusivismo. «¿Cómo –dijo– al pasar a América la lengua castellana no ha de sentir la influencia de las nuevas sociabilidades cultas allí formadas? Allí dejaron las lenguas y dialectos de nuestros aborígenes sus profundos vestigios; allí los vocablos vulgares de la fauna y la flora indígenas se imponen no solo al lenguaje popular, sino al mismo vocabulario de la ciencia; allí las faenas del campo, distintas en todo a las europeas, han exigido nuevos utensilios, nuevos instrumentos de trabajo, nuevas operaciones que necesariamente han creado nuevos vocablos; el pastor, el agricultor hasta el hombre casi nómada, el gaucho de nuestras pampas o de nuestras colinas, lo mismo que el heroico soldado de nuestras luchas y contiendas, que, especie de centauro con su flotante poncho al viento y su lazo y boleadoras sobre las ancas de su inseparable amigo recorría las llanuras inconmensurables, llevando por lanza un trozo de tijera de esquilar enastado en una tacuara o caña americana; todas esas faenas, todos esos tipos llenos de carácter y de poesía, han tenido que dar nacimiento a nuevos vocablos irreemplazables y que enriquecen el idioma porque aportan a él, no nuevos términos exóticos de esos que, como la mala yerba en la vegetación, solo sirven para matar los vocablos civiles y hermosos que sustituyen, sino nuevas ideas, hombres y costumbres y horizontes nuevos. Todo eso puede y debe incorporarse al caudal de la lengua común, sin el más mínimo menoscabo de su unidad, antes dándole, dentro de esta, una pintoresca variedad, como pueden y deben incorporarse a ella y en el hecho se incorporan, tanto en América como en España, los términos y locuciones de otras lenguas cultas que interpretan nuevas ideas, nuevas necesidades, objetos nuevos».

Por otra parte, –y hoy, sobre todo, que España no posee ya una pulgada de territorio en el mundo por ella descubierto y poblado,– el vínculo de la lengua debe cultivarse con mayor empeño. «Hemos enterrado, con palas de oro, allá en América –ha dicho Fernández Flor, el popular Fernanflor de la prensa madrileña,– montones de huesos, y hemos dejado allí rasgadas cien páginas de nuestra historia. Pero, aunque hemos vuelto, allí estamos: hemos dejado allí el habla de Castilla. La lengua es la patria; toda ella y más que ella también. La lengua es útil de trabajo y alma de combate; frontera espiritual que no se conquista; madre, esposa, hija nuestra. Ha perdido España millones de leguas y millones de hijos; pero, al perder esto, no lo ha perdido todo… ¡Si las escuadras y los ejércitos han terminado su misión; no ha terminado la de la Academia Española!»

Tan nobles palabras deben inspirar a los literatos y hablistas peninsulares tanto los que a la Academia pertenecen, como los que, sin ese requisito, se ocupan y preocupan de tan trascendentales cuestiones, a estrechar sus relaciones intelectuales con sus compañeros de América, desplegando el espíritu de más amplia tolerancia y debatiendo con ellos, en paridad de condiciones, todo lo que al lustre y conservación del común idioma se refiere.


IV
Los regionalismos americanos y el idioma nacional

¿En qué medida deben contribuir las voces americanas al enriquecimiento de la lengua castellana? ¿En qué forma debe realizarse esa compenetración?

La Academia Española ha tentado la solución del problema, fomentando la creación de corporaciones similares en cada región de América, y tratando de que, gracias a su carácter de correspondientes de la originaria, mantuvieran con ella estrecho vínculo. De esa manera la depuración de los regionalismos debería efectuarse en cada Academia, y el resultado del trabajo de estas sería comparado entre sí y definitivamente depurado por la corporación madre la que no necesitaría preocuparse de la legitimidad del uso de los vocablos que así le llegaran, pues las Academias nacionales se encargarían de ese examen, y de la elección de textos de autoridades, con mucho más acierto que si tuviera que hacerlo la corporación matritense. Pero esas Academias regionales no han podido arraigarse con la lozana vida que sería menester; de modo que permanecen en la liza los escritores aislados, especie de guerrilleros de la lexicografía, los que forman y proponen vocabularios locales aceptando voces e idiotismos con arreglo al criterio individual, sin preocuparse mayormente de su definición, de su discusión lingüística, ni de probar su consagración por el uso, mediante textos escogidos de autoridades literarias.

En semejantes condiciones, el trabajo de la Academia Española se torna poco menos que imposible. ¿Con qué criterio aborda el estudio de los localismos de cada pueblo o región de América? Sería menester que los individuos de número de la docta corporación tuvieran un saber inconcebible, para que pudieran, con igual conciencia, apreciar y discutir los particularismos no solo regionales sino a las veces locales, de cada sección de América. ¿Deberá prestar absoluta fé a cada vocabulario formado por escritores aislados? Sería exponerse a los traspiés más graves.

Véase si no: tomemos el reciente caso de Palma.

¿Eran por igual aceptables todos los vocablos propuestos por el correspondiente peruano? La indignación del prólogo que encabeza el opúsculo así parece indicarlo. Examinemos con la buena voluntad y simpatía que el asunto merece, el mentado catálogo; precaución indispensable para saber si en cada caso es aplicable un propósito, cuya bondad, en tesis general, somos los primeros en reconocer.

Ante todo, justo es suscribir una crítica exacta hecha por un distinguido profesor montevideano. «He notado –dice Martínez Vigil, en su excelente opúsculo Sobre el lenguaje– que Palma no clasifica las palabras cuya admisión propone, como partes de la oración, ni parece dar gran valor a la exactitud de las definiciones. Lo primero constituye en ese libro, en que casi no se ven ejemplos que comprueben el uso una omisión grave, mayormente para los que, como los europeos, ignoran del todo en todo el significado de la casi totalidad de esas voces, y tratando por otra parte, de que sean por ellos tomadas en cuenta. Lo segundo no es de menor importancia. Es lastimoso, en verdad, que en España incurran en errores en nuestras palabras, por inexactitud o deficiencia de los datos suministrados, o por carencia absoluta de esos mismos datos.» Veamos, pues, en qué ha consistido el «espíritu anti-americano» de la Academia, y cómo ha demostrado su propósito de que el Diccionario sea «un cordón sanitario entre España y América». Examinemos los casos más notables de la terquedad académica.

La Academia no aceptó el verbo amolar. Palma aducía como ejemplo las expresiones: «¡Qué amolar! No amuele la paciencia. ¡Me amoló!» Tampoco reconoció la palabra bagre, que explica Palma diciendo que «se aplica a la mujer fea y despreciable». Menos aceptó bragueta, de cuyo uso cita aquella frase: «hablar por la bragueta», que se nos antoja peruanismo, porque entre nosotros esa expresión tendría un significado quisquilloso. Cachetada fue igualmente rechazada; como cogotudo por «personaje ricacho»; y confianzudo por «el que toma libertades». Otra de las repulsas que indignó a Palma fue la del verbo dragonear por «desempeñar accidentalmente un cargo»; y fregar por «fastidiar». Tampoco se consuela de que no aceptara fachenda, por «fatuidad»; majaderear, por «porfiar con obstinación»; palangana, por «pedante»; pechuga, por «exceso de confianza» al decir v. g.: «¡qué pechuga!» por «¡qué llaneza!» Menos se conforma con que se resistiera la Academia a reconocer la palabra monis, por «dinero»; platudo por «persona rica»; bachicha, por «extranjero». Y no pocas veces la indignación de Palma nos deja en ayunas, como cuando nos recomienda ñeque, por «coraje»; liso y lisura, por «tonto y descocado»; molienda, por «jarana», &c.

Et sic de cœteris. El catálogo es largo: hay 544 voces. La Academia las oyó sin pestañear, quizá, pero fue inexorable. Pues bien, las indicaciones anteriores –escogidas por el método de la tradicional picata, para usar un criollismo colonial– bastan a demostrar que en el catálogo de Palma hay de todo, como en la viña del Señor, y que, a las veces, los términos usuales y vulgares de la vida diaria en las capas inferiores del pueblo, han sido incluidos como vocablos del uso literario y culto, que son los únicos que un Diccionario puede y debe aceptar: «verdad es –ha dicho un maestro–que de la plebe pueden y deben sacarse modismos nunca por ella desterrados de la conversación, pero conviene proceder en esto con cautela y tino para no fracasar en un escollo cuando se va huyendo de otro, situado en el lado opuesto de la canal donde está el rumbo que lleva con más seguridad y por mejores modos al fin del viaje. No todo lo vulgar es digno de desprecio, pero lo que en ello debe apreciarse es la materia, que, bien escogida, aprovechada, depurada y pulimentada, sirve para obras de perfección suma cuando es un diestro artífice quien las emprende y remata». Es preciso, pues, seleccionar: admitir en bloque lo vulgar simplemente porque es popular, es cometer gravísimo yerro.

«Nunca debe olvidarse –se ha observado con razón– que un Diccionario de provincialismos no es un Diccionario de la lengua. Este pide suma severidad en la admisión de artículos, como que van a llevar el sello de su legitimidad, el otro debe abarcarlo todo: bueno o malo, propio o impropio, bien o mal formado; lo familiar, lo vulgar y aún lo bajo, como no toque en soez u obsceno; supuesto siempre el cuidado de señalar la calidad y censura de cada vocablo, para que nadie le tome por lo que no es, y de paso sirva de correctivo a los yerros. Tal Diccionario debe reflejar como un espejo el habla provincial, sin ocultar sus defectos, para que conocidos se enmienden y no se pierda el provecho que de ellos mismos pudiera resultar. No es que todo se proponga para su admisión en el cuerpo de la lengua. La Academia, como juez superior, tomará, ahora o después, lo que estime conveniente: lo demás servirá para estudios filológicos, y como vocabulario particular de una provincia». Nada más exacto, y de ahí proviene la exageración de los lamentos de Palma, porque la Academia no aceptó de plano todos los provincialismos de su vocabulario, y ordenó sobre tablas su incorporación al cuerpo del Diccionario de la lengua. Esto habría podido conducir a verdaderos absurdos.

Si hubiéramos de romper lanzas por amolar, fregar, majaderear, y dragonear, convertiríamos estas cuestiones serias en una verdadera remolienda –que un madrileño llamaría juerga y un porteño farra,– y no solo ello autorizaría a más de un criollo nuestro a macanear, sino que todas las jerigonzas, todas las germanías, todos los calós, hasta el de los lunfardos, reclamarían con igual derecho. Si hubiere de prevalecer el criterio de Palma, mañana cualquier escritor trasandino, echando mano de ciertos chilenismos de legítimo cuño, por ser universalmente usados en su país, podrá decir que mejor es rascarse que curarse, evitando a todo trance orearse, porque en ese caso es imposible estar futre, y sin esa condición, ¿quién hace la pata? Un limeño podría, a sabiendas de que nadie habrá de entenderlo, decir que un bachicha padece de arranquitis crónica, pero que no sería capaz de hablar como el gigante por la bragueta, sin verse obligado a liar sus cacharpas so pena de hacer chichirimico de la honra, lo que lo convertiría en un disparatero por más empaque que tenga. Si tal oyera un gaucho argentino, se consideraría pitado y rumbearía al primer fachinal, creyendo sencillamente que le han querido chantar una fresca.

Más aún: tan evidente es que los calós no pueden pretender ser reconocidos como parte integrante de un idioma, que bastará tomar al acaso cualquier canción popular de los compadritos orilleros de Buenos Aires, y se verá en el acto que, sin ayuda de un diccionario ad hoc, se convierte en jeringonza incomprehensible. Ejemplo al canto: una «china» encuentra a un orillero, de los llamados canfinfleros, se traba en diálogo con este, y… dice así la canción:

Empezó con que tenía
Un bacán muy a la gurda
Y que ella no era una turra
Que la pudieran shacar.
Me dijo: ¿piensa filarme
Con un cuento tan fulero?
Soy mina de un mayorengo
Y lo he de hacer encanar.

Ese sencillo ejemplo de folk-lore gremial, –que trae, entre otros, A. Dellepiane en un interesantísimo trabajo– bastará a convencer que los lineñismos de Palma forzosamente requieren selección: de lo contrario el Diccionario de la lengua se convertiría en un monstruoso Diccionario de las lenguas.

Todo eso es simplemente germanía: es el slang de los yankees, el argot de los franceses, el caló de los españoles, que pueden pretender tener diccionarios propios, –y lo logran a las veces, aun cuando con obras de escaso mérito lexicográfico como la curiosa de A. de C.: Diccionario del dialecto gitano (Barcelona 1851)– pero jamás serán considerados con derecho a incorporarse a la lengua literaria. Si Palma tuviera razón al pretender para términos semejantes que los acepte el Diccionario de la lengua, se convertiría este, entonces, en un repertorio indigesto de palabras estrafalarias, cuya corrupción se debe, no a la necesidad, sino a la ignorancia, a la falta de estudio, al uso de las clases iletradas, a toda esa masa vulgar que jamás ha estado, ni está, ni podrá estar representada en la falange de los que cuidan y establecen las formas del lenguaje culto. Por eso, trabajos de la índole de vocabularios regionales, deberían apoyar siempre las voces usuales en textos de autoridades: «nada hay más borroso e inseguro que los límites entre lo vulgar y lo técnico o científico de las palabras, –ha dicho en alguna parte Valera–. Cada día a compás que se difunde la cultura, entran en el uso familiar, general y diario, centenares de vocablos que antes empleaban sólo los sabios, los peritos o los maestros en los oficios, ciencias y artes a que los vocablos pertenecen». ¿Cómo acierta a conocer si un vocablo técnico se ha convertido en voz usual? El método es sencillo: «consiste en citar uno o más textos, en que esté empleado el vocablo que se quiera incluir en el Diccionario, por autores discretos y juiciosos, que no escriban obra didáctica. En virtud de esos textos, es lícito inferir que es de uso corriente el nuevo vocablo, y debe añadirse al inventario de la riqueza léxica del idioma». Por regla general, todos los trabajos de la índole del de Palma carecen de aquella condición esencial; tampoco presentan el origen filológico de los americanismos o regionalismos, si bien es evidente que casi todos provienen de los idiomas indígenas de cada región; menos se definen técnicamente las voces, aludiendo a sus equivalentes en otros idiomas.

Todo esto tiene que dificultar la adopción general, en la lengua castellana, de aquella especie de vocablos. ¿Cómo no habrán de experimentar dificultad en admitirlos los académicos peninsulares, si a las veces nosotros los americanos no los entendemos, pues un mexicanismo o un peruanismo es para los habitantes del Río de la Plata cosa tan desconocida como puede serlo para los peninsulares? ¿Pueden acaso admitirse sin beneficio de inventario, cualesquiera vocablos regionales, sin cerciorarse primero si son de uso vulgar o de las clases populares, o del lenguaje hablado, pero que no han sido todavía aceptados por los buenos escritores o incluidos en el lenguaje de la gente culta?

Es cierto que no cabe duda de que un idioma no puede, ni debe permanecer estacionario. Está sujeto a un crecimiento progresivo pero «este no se efectúa –se ha dicho con sensatez– arbitrariamente y según el capricho de cada cual, sino bajo la vigilancia de un eterno regulador que vela porque la transformación se verifique en condiciones que no alteren la substancia del idioma». Pero, ¿es el uso acaso el que preconiza Palma, es decir, el de la mayoría, sea o no letrada? Gravísimo error sería asentir a proposición semejante. «Lo que debe entenderse por uso –dice el chileno Solar– no es el vulgo: el uso lo constituyen las inteligencias cultivadas, las opiniones de los buenos escritores, que conocen y han estudiado a fondo su lengua y que deben considerarse, por lo tanto, como los depositarios de la lengua nacional». No hay, pues, que confundir el uso literario, con el uso del vulgo: se argüirá, quizá, con que la sublime audacia del Dante, al glorificar el de vulgare eloquio, dio así carta de ciudadanía a parecido procedimiento,

en román paladino
En la fabla que el vulgo fabla a su vecino.

Pero una cosa es el lenguaje diario y burdo del pueblo, y otra la lengua castigada de las clases letradas y de los escritores. «Pero en varios, si bien no muchos, romances vulgares –háse observado con razón– hay algo a modo de piedras preciosas en bruto o poco menos, algunas de las cuales, si se les da el necesario pulimento, vendrán a ser ricas joyas, habiendo así mismo una u otra cuyo precio es considerable aun conservándolas en su elegante pero no del todo tosca sencillez. No obstante, innegable es que la bella forma es indispensable para que tenga su cabal valor un pensamiento bello, y que el despreciar la primera es un error grosero, aunque acreditado en nuestros días por varias razones: por recuerdos de la antigua viciosa práctica y errónea teórica de considerar la forma en sí como de subidísimo precio; aun cuando solo fuese manifestación de un pensamiento común o trivial, antes de mil maneras expresado; por la falta de saber que impide conocer las fuentes y calidades de la belleza verdadera, y enterarse de su valor; por la priesa en trabajar, motivo poderoso para no detenerse a escoger aun lo bueno cuyo mérito se conoce; y últimamente por el orgullo, pésimo consejero, cuya voz dicta encubrir la ignorancia en vez de apelar al estudio, o no confesar la falta cometida y hacer gala y máxima doctrinal de lo que ha sido yerro».

Justo es, sin embargo, confesar que no es esta sola la causa de que, en América, el idioma castellano se vea inundado de vocablos vulgares. «Yo atribuyo mucha parte en la anarquía que reina en el idioma castellano –ha observado el uruguayo Muñoz– a la excesiva tolerancia con que la Real Academia Española ha acogido e incorporado al Diccionario de la lengua, provincialismos, regionalismos, aldeanismos, y otras voces de evidente origen extranjero, como devantal por delantal, clochel por campanario, e infinitas más que sería largo citar. ¿Es la pluralidad del uso la que puede determinar la adopción de palabras corrompidas? Pues entonces la lógica nos debe llevar a empezar por aceptar en la conjugación de los verbos, la forma genuinamente río-platense y decir y escribir andá, vení, corré, querés, cuya autenticidad podría documentar sin más trabajo que el de transcribir íntegras las poesías de Hidalgo, Ascasubi, Del Campo, Lussich, y tantos otros cultivadores del género gauchesco… Bueno es no valbuenizar, pero bueno es la vez no ser tan tolerante hasta el punto de hacer del Diccionario de la lengua un asilo de expósitos, que acoja amorosamente a todos los bastardos que le echen a la puerta. ¡Y cuidado que hay prole natural, adulterina y hasta sacrílega, en nuestro idioma sud-americano!» Y vienen aquí, como de molde, estas agudas observaciones del académico Mora: «Nosotros, que cedíamos a las impresiones de lo admirable y lo grandioso, nos hemos prendado de lo imponente. Nosotros hemos convertido las medias tintas en matices, como si la voz matiz no significara precisamente lo contrario de la voz nuance, a lo que se ha querido dar aquella extraña interpretación. Nosotros hemos convertido el progreso y el curso en marcha; el encargo en misión, el acompañamiento en cortejo, la tertulia en soirée, la jerarquía en rango, la reputación distinguida en notabilidad. Ya nadie se estrena, y todos debutan; los soldados no pelean, sino que se baten; y los empleados no sirven, pero funcionan. En la disputa no se tocan puntos delicados, pero se abordan cuestiones palpitantes; y como si debiesen corresponder las vicisitudes del signo a las de la cosa significada, cuando la caridad cristiana flaquea en medio de los horrores de las discordias civiles, abrigamos sentimientos humanitarios; cuando en todos los pueblos civilizados la hacienda pública se extenúa, ya deja de ser hacienda pública y se convierte en finanzas, y cuando los gobiernos más robustos titubean en el suelo movedizo de las revoluciones, su acción deja de ser gubernativa, y empieza a ser gubernamental

Hay, pues una distancia inmensa de esos abusos o descuidos, a una justa y necesaria evolución en el sentido de modernizar la lengua. ¿Podría acaso hoy, en plena vida febriciente de negocios y de actividad cosmopolita en todas las esferas, usarse el lenguaje rotundo, soberbio y ampuloso, que caracterizó al idioma español de la época del gran Carlos, «cuando se revistió de esas brillantes formas que lo distinguieron de las demás lenguas europeas no solo por la sonora armonía de sus voces, sino también por el giro especial de su frase por sus extensos periodos, y por su entonación grave, tan adecuada al carácter noble y severo del pueblo que lo hablaba?» Sería esto un contrasentido: así como la vida material del siglo XVI defiere del todo de la existencia actual, así también se diferencia la atmósfera intelectual de ambas épocas, y hoy sería realmente singular emplear «aquellos períodos largos y numerosos que tanto contribuyeron a la armonía del estilo, ni aquel hipérbaton atrevido que casi igualaba en variedad de combinaciones al de los latinos»; no, hoy es necesario mayor soltura, más grande sencillez, y olvido absoluto de las pretensiones y de la entonación del siglo de oro. Ha ganado, pues, en naturalidad, exactitud y movimiento, como lo reconoce hasta el académico Gil y Zarate. Y añade: «El séquito de sus encadenados e interminables incisos le daba a veces un aire pesado y molesto; ahora, en frases más cortas, se dirige rápidamente a su objeto; sus artificiosos giros solían producir afectación y obscurecer el sentido; ahora busca la claridad sin dejar de ser elegante; antes sacrificaba la verdad a la pompa de la frase; ahora, con menos brillantez, da más verdad a su colorido. Sin cuidarse tanto de la forma, y menos simétrica, menos acompasada, se mueve con más animación y vida, acomodándose mejor a la pintura de las pasiones humanas, y prestándose dócil a todas las necesidades de la moderna elocuencia.»

Ahora bien: en América es cada día más sentida la necesidad de emplear neologismos, no porque el vocabulario tecnológico carezca simplemente de ellos, sino porque las necesidades de una existencia sui generis  –tan absolutamente diversa de la de España– exige, para casos nuevos, nuevas voces. Filólogo tan notable como Benot, ha llegado a decir: «las palabras, en sus nuevos destinos, olvidan sus antiguos oficios, y este olvido de la conciencia etimológica, constituye el mayor progreso de las lenguas: el lenguaje, con vocablos nuevos o con nuevas acepciones en los ya existentes, se corrige a sí propio, se limpia y se mejora; y, lo que es inmensamente más grande, modifica las antiguas ideas de las cosas, hace un encasillado nuevo, propio para nuevas clasificaciones de las generaciones futuras, y las habilita para que sigan mejorando. El purismo exagerado de los fanáticos por la antigüedad clásica, esto es, la sistemática oposición a las voces nuevas o al ensanche en nuevas acepciones de las voces ya existentes, es, por lo tanto, lamentable causa de estancamiento, cuando no de retroceso: el neologismo y el ensanche de acepciones constituyen las dos fuentes principales del desarrollo de las lenguas.» Obrase, pues, en América de acuerdo con los sanos dictados de la filología al crear neologismos: todo está en crearlos bien, pues una misma cosa puede ser expresada de diversa manera y hay, indudablemente, que excogitar el modo que más se conforme con el genio de la lengua. De ahí que se resolviera, con razón, en el congreso literario hispanoamericano, que deban incluirse en el diccionario los provincialismos americanos que, por su etimología, por la legitimidad o persistencia del uso, o por referirse a productos, necesidades y costumbres peculiares de las regiones en que se emplean ostentan legítimos títulos para su incorporación en el diccionario vulgar. Tan solo se fijaron para ello las siguientes condiciones: que la voz nueva sea necesaria, es decir, que represente una cosa, idea o relación que no tenga ya representación idéntica en la lengua castellana; y que tome una forma española, es decir, que principalmente se sujete en sus terminaciones a las que tienen las partes de la oración en la lengua común.

Esto es, efectivamente, el criterio predominante en los verdaderos hablistas. «Algunos escritores –dice Fabié– prestan un gran servicio a la lengua con sus tendencias arcaicas evitando que se pierdan, cayendo en desuso, riquezas adquiridas por el idioma durante su lenta y fecunda elaboración; pero sería funesto dejarse llevar del amor a lo antiguo hasta el extremo de condenar lo nuevo, intento que al fin resultaría vano, porque los neologismos son necesarios o inevitables en las lenguas vivas y contribuyen a su riqueza y perfección; pues es evidente que a nuevas ideas y sentimientos nuevos, deben corresponder palabras y aun giros nuevos; lo que debe procurarse es que esas palabras y esos giros estén en armonía, o, por mejor decir, se deduzcan naturalmente de la índole y carácter de la lengua en que se introducen».

La misma Academia Española había adoptado análogos principios, abriendo de par en par las puertas del Diccionario a todas las invenciones o transformaciones que fueren justas, tanto que un académico ha llegado a decir, en ocasión solemne: «Ensánchese en buena hora el número de palabras siempre que genuinamente se las pueda españolizar, y siempre que, por corresponder a objetos de los antiguos ignorados, no hallemos su equivalente en nuestro abundantísimo repertorio: nadie de mejor grado que nosotros reconoce y sustenta esta necesidad, a veces digna y provechosa; pero el criminal abandono de nuestra opulenta y culta sintaxis, quede solo para aquellos que, incapaces de utilizar lo propio, se dan a codiciar y recoger lo ajeno; cosa cómoda, si se quiere, para encubrir la desaplicación y la impericia; pero cosa innoble.»

No puede caber duda de que la Academia procedió con la mayor sensatez al negarse a complacer ciegamente a Palma, lo que no quiere decir, que en ocasiones, no acostumbre resistirse por capricho, como cuando se empeña en sostener que debe decirse costarriqueño, siendo así que los mismos habitantes de Costa Rica se llaman costarricenses. Más aún: en reunión tan fraternal como lo fue el congreso literario hispano-americano, se resolvió, entre otras cosas, encomendar una serie de iniciativas loables en pro del lustre del común idioma «a los casinos fundados en América»; lo que, en el Río de la Plata provoca cierta cómica sonrisa, por ser aquí llamados casinos determinados lugares de diversión a los que comúnmente no asiste la gente que se respeta… de modo, pues, que la mismísima palabra significa allí y aquí dos cosas absolutamente opuestas. Pero don Ricardo quería todo o nada: las concesiones que se le hicieron no lo desarmaron; enfant terrible de la solemne corporación, las demoras saludables se le antojaron rutinas atrasadas, y aun cuando no menciona en su opúsculo al socorrido Valbuena, se ha inspirado desgraciadamente en él al permitirse cierta poco cortés alusión al académico Commelerán. Verdad es que ha quedado inconsolable –como Calipso al convencerse de que Ulises no llegaba,– por no haber hecho triunfar sus famosos verbos clausurar, presupuestar y dictaminar, por más que allí le asistían, quizá, buenas y poderosas razones, y de que en toda América, desde los documentos oficiales hasta los periódicos, desde el libro hasta la tribuna parlamentaria y la cátedra, sean aquellas voces de uso universal y pasadas ya en autoridad de cosa juzgada: lo que en realidad no justifica la innovación, pues es simple corruptela decir presupuestar, cuando lo mismo se expresa con el castizo presuponer; exactamente como si se pretendiera admitir solucionar por resolver, influenciar por influir, concursar por concurrir et sic de cœteris. Lo que seguramente perjudicó a Palma fue haber admitido en su lista –como el sonado personaje del Mikado, de Sullivan, que todo «ponía en su lista»– no sólo americanismos verdaderos, o regionalismos reconocidos, sino que, con el objeto de aumentarla quizá, agotados los peruanismos de legítimo cuño, echó mano de los limeñismos, sin reparar a veces que rozaba los límites, aún no definidos, del temido Diccionario de términos vergonzantes, a que se refiere el ecuatoriano Flores, y que es menester tener siempre presente en América, pues de un país a otro vocablos inocentes suelen convertirse en fórmulas de porquerizo: «para no exponerse a horripilar a las damas –decía en efecto Antonio Flores,– el viajero procedente de los antiguos estados de Colombia a las repúblicas del Sur, deberá consultar ante omnia diccionarios de provincialismos, y sobre todo la nomenclatura vergonzante, que deberá ir anexa; de lo contrario, las frases más honestas y castizas, como ¿la he cogido a V. descuidada?… pueden hacerle cerrar para siempre las puertas de la buena sociedad». Tan es así que, en pleno congreso literario hispano-americano, en Madrid, refiriéndose a estas anfibologías; dijo un orador: «Las palabras coger, concha son palabras de contrabando, inmorales, y sin embargo la Academia los admite; pues si se les diera el significado que en América tienen, buena andaría la moralidad de la Academia.» Lo mismo podría decirse de ciertos galicismos al uso: recordamos el caso de un sudamericano, retour de Paris, que simulaba haber olvidado casi el castellano, y el cual, encontrándose en un baile, conversando con una hermosa señorita –una guapísima chica, que diría un peninsular– le dijo tranquilamente: ¿está Vd. embarazada?… traduciendo literalmente el culto embarrassée francés. Palma, en su vocabulario, ha huido de esos dos extremos; y merece igualmente ser felicitado por haber evitado los falsos peruanismos cursis –o guarangos, que diríamos aquí– del teatro de Segura: así, en vano hemos buscado en la lista el popular circunmaristanfláutico de marras. Podría también felicitársele por haber sido más discreto y parco que el venezolano Rivodó, quien quiere que casi todo lo usado se adopte: «es que no se piensa –se ha observado– en el inminente peligro que acarrearía la formación de este idioma de contrabando para las múltiples relaciones de la vida; es que ello no se medita con la calma que requiere la importancia del asunto, que interesa a un mismo tiempo a la ciencia, al arte, al comercio y a la civilización entera».

Sin embargo, el vocabulario de Palma merece detenido estudio: encierra, v. g. regionalismos provenientes de las lenguas indígenas, y los que, tras una discusión seria, difícilmente podría rechazar la Academia. Bajo ese punto de vista el opúsculo de Palma es una contribución importante a la filología. Otras, defiende limeñismos que, en el fondo, son verdaderos hispanismos: así, arranquitis, «por pobreza extrema», es de legitimo cuño español, por más que la voz arrancar, en ese significado, fuera en su origen –como juiciosamente lo observa Castro, en su Libro de los galicismos– tan solo un galicismo, pues arracher la vie significa ser pobre. En ocasiones, Palma americaniza idiotismos españoles; así paquete en el sentido de «hombre muy elegante», fue voz usadísima en España hasta mediados del siglo, principalmente en Cádiz, del 20 al 40. Trueba dice en uno de sus versos:

es un paquete arrancado
buena cabeza de chorlito.

Palma tenía a su favor, sin embargo, la influencia reconocida de los peruanismos de buena ley en la literatura española del siglo de oro. «Lope de Vega –dice un crítico– alcanzó una perfección encantadora de lenguaje, entremezclando voces peruanas en uno de los más delicados romances que posee el habla española: no hay ejemplo de más graciosas y bellas formas, de más ternura en los pensamientos y en las frases, por lo que siempre se ha de considerar como una joya sublime y esplendente de nuestra poesía.» En el mismo Perú ha sido siempre popular esa canción:

Entra, niña en mi canoa
y darete una guirnalda
que lleve el sol que decir
cuando amanezca en España.
Iremos al tambo mío,
cuyas paredes de plata
cubrirán paños de plumas
de pavos y guacamayos.

Si Palma hubiera escogido sus peruanismos con el mismo cuidado que lo hizo con los suyos Lope de Vega, la Academia Española ciertamente no habría necesitado poner en cuarentena el cargamento íntegro del nuevo catálogo: «la bandera no cubre la mercancía», en este caso y por fortuna. «La Academia –ha dicho Gil y Zárate– no puede asociarse a la degradación de la lengua; y mal cumpliría los deberes que su instituto le impone, si, dócil a las exigencias de los innovadores, diera fácilmente carta de naturaleza a toda voz bárbara, a toda locución exótica. Cuerpo conservador del idioma, a conservarlo ileso tienen que dirigirse sus esfuerzos. Su obligación es combatir, y la Academia combatirá mientras no le aconsejen ceder la razón y la conveniencia; que no por resistente y severa, es enemiga de las mejoras útiles, y, semejante al templo de Jano, mientras lidia tiene abiertas sus puertas para enriquecerse con toda clase de legítimos despojos.»

Sin duda, sometidas muchas de las voces incluidas en la lista al procedimiento de práctica en los trabajos de la Academia, es más que probable que concluirán por ser aceptadas, y serán incluidas en la próxima edición del Diccionario, que esperamos –Dios mediante, porque esa espera suele ser larga– tener alguna vez la ocasión de compulsar, y hemos de conocer entonces el juicio que al respecto forme Palma.

Pero es el hecho que sin necesidad de que alguno de sus miembros haga suya la moción –o la ponencia que dicen por allá,– la Academia está en el deber de estudiar los libros que tratan de regionalismos americanos, para aceptar lo que merezca la pena y sea justo.

Pero, ¿con que criterio? «Habrán de separarse en dos diferentes secciones –se dijo en el congreso de 1892– las palabras y frases admitidas en toda la extensión de una república y las que solo se usasen por los habitantes de algún estado, provincia o departamento, formando con unas y otras varias categorías. Eso mismo ha hecho sin duda la Academia, cuando ha admitido o desechado los provincialismos de las regiones españolas. El examen a que nos referimos debe hacerse sobre el terreno y en las mismas repúblicas. Convendría también distinguir, entre las palabras que se escogiesen, las de uso puramente vulgar y las que hubiesen ya recibido alguna especie de bautismo literario con la inserción de las mismas en obras científicas o literarias; también esto se hace en el Diccionario de la Academia con las palabras del fondo peninsular o del primitivo castellano. Al apuntar una acepción, sería preciso no omitir todas las demás que se conociesen.»

La cuestión, pues, de ciudadanía lingüística de los regionalismos americanos puede considerarse hoy resuelta. «Si al menos –se ha observado– el Diccionario de la Academia Española no hubiese dado hospitalidad a ciertas palabras provinciales y nacionales de América, nada podríamos decirle; pero ¿por qué acoge a unas y cierra la puerta a otras? ¿es porque no las reputa del fondo del idioma? Díganos el motivo de la expresada diferencia. ¿Es porque no las conoce? Pues en ese caso debe estudiarlas, principalmente en nuestros días en que la tarea se ha hecho fácil. No dudamos que así lo hará y que gracias a esas investigaciones, se descubrirá todo un nuevo mundo literario. Si antes de fijarse la parte del léxico a que aludimos, se escribiesen por los americanos obras maestras en cualquier ramo de la literatura, no las apreciarían en la península en lo que realmente valen; en realidad, hablaríamos americanos y españoles diferentes idiomas.» Pero, añade con razón el mismo crítico: «reunir sin depurar esas palabras que desearíamos ver añadidas a nuestro Diccionario general y común, tanto valdría como contribuir nosotros a una profunda alteración que tenemos interés literario en evitar. Hay, además, corruptelas y barbarismos que deben a toda costa proscribirse; y si los hay en el centro de Castilla, ¿cómo no los ha de haber en las vertientes de los Andes y otras lejanas comarcas? Hay allí, como aquí, galicismos; allí como aquí, arcaísmos; allí, como entre nosotros, neologismos que no han contraído mérito alguno para que figuren como de buena ley y alcurnia castiza en un buen diccionario de nuestro idioma.»

Por descartada debemos considerar la cuestión de si Palma tuvo razón para darse por desdeñado por la actitud de la Academia: probablemente él mismo no lo piensa así hoy. No podía, en efecto, ignorar lo que con motivo de la 12ª edición del Diccionario pasó, respecto de los millares de papeletas que de América le fueron enviadas, a solicitud de la corporación madre, por las academias correspondientes, sobre todo la mexicana y colombiana: ambas corporaciones, en sus eruditas Memorias, han publicado el catálogo de sus contribuciones lexicográficas, y son considerables las que no llegaron a figurar en el Diccionario. «No habérsenos abierto de par en par las puertas –decía, con ese motivo, el mexicano García Icazbalceta– puede argüirnos de haber errado muchas veces, lo cual no sería maravilla; pero puede también significar en ciertos casos, que esas voces españolas desechadas, aunque corrientes aquí y en otras partes, no tenían aun derecho a entrar en el cuerpo de la lengua, que debe ser común a cuantos pueblos la hablan. Tocante a nuestros provincialismos, es de creer que la Real Academia aceptó aquellos que encontró apoyados por autores antiguos, o que le parecieron de conocimiento más necesario por designar objetos sin nombre propio castellano». La ecuanimidad del sesudo autor de los Provincialismos mexicanos, contrasta con la «furia peruana» del autor del Neologismos y americanismos.

El insigne hablista venezolano, Bello, dice con razón: «No se crea que, recomendando la conservación del castellano, sea mi ánimo tachar de vicioso y espurio todo lo que es peculiar a los americanos. Hay locuciones castizas que en la península pasan por anticuadas, y que subsisten todavía en Hispano América: ¿por qué proscribirlas? Si según la práctica general de los americanos es analógica la conjugación de algún verbo, ¿por qué hemos de preterir la que caprichosamente haya prevalecido en Castilla? Si de raíces castellanas hemos formado vocablos nuevos, según los procederes ordinarios de derivación que el castellano reconoce, y de que se ha servido y sirve continuamente para aumentar su caudal de voces, ¿qué motivo hay para que nos avergoncemos de usarlas? Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada. En ellos se peca mucho menos contra la pureza y corrección del lenguaje, que en las locuciones afrancesadas de que no dejan de estar salpicadas hoy día las obras más estimables de los escritores peninsulares.» Y el discretísimo García Icazbalceta ha observado: «¿Por qué hemos de calificar rotundamente de disparate cuanto se usa en América, solo porque no lo hallamos en el Diccionario? Esos mal llamados disparates ¿no son a menudo útiles, expresivos, y aun necesarios? ¿No suelen ser más conformes a la etimología, a la recta derivación o a la índole de la lengua? Deséchese enhorabuena, con ilustrado criterio, lo superfino, lo absurdo, lo contrario a las reglas filológicas; pero no llevemos todo abarrisco, por un ciego purismo, ni privemos a la lengua de sus medios naturales de enriquecerse. Los buenos escritores procuran mantenerse dentro de los límites del Diccionario de la Academia: los malos tratan de imitarlos, pero con tan poco acierto, que cerrando con afectación la puerta a voces nuevas y aceptables, o usándolas mal, la abren ancha a la destructora invasión del galicismo. Aquellos nos dan muy poco: éstos no tienen autoridad. En todo caso, como el lenguaje hablado no se halla en libros graves y con pretensiones de eruditos, a otros recursos hay que apelar… Con el idioma hablado sucede en América lo mismo que ha sucedido en España: allá se perdió buena parte de él, antes que hubiese Diccionario: lo que vino a refugiarse aquí también se ha ido perdiendo por falta de registro en que se conservara. La pérdida de lo que aún se conserva será, pues, definitiva e irreparable, si no se corta con la pronta formación de diccionarios de provincialismos».

Pues bien: aun cuando esa tarea no ha sido llevada a cabo por doquier, ni menos con arreglo a un plan uniforme o siquiera obedeciendo a cánones filológicos estrictos, no deja sin embargo de existir ya en América una serie respetable de libros de esa índole, los que forman una literatura especial, cuyo valor lexicográfico es considerable. Desde la época colonial se prestó alguna atención a esa clase de estudios, pues el Diccionario de América de Alcedo contiene un glosario importante de regionalismos americanos, como la Relación de cosas del Yucatán, del P. Diego de Landa: la misma Academia de la Historia respetó esa tendencia en la soberbia edición de la obra maestra de Oviedo.

De los trabajos propiamente americanos, o en América publicados, la colección es ya importante; así, para no citar sino los pocos que en nuestra biblioteca tenemos, y guardando a Palma la natural deferencia que merece, ya que de su trabajo nos hemos ocupado preferentemente, observaremos que en su misma patria encontramos el Diccionario de peruanismos, de Pedro Paz Soldán y Unanue, publicado en Lima primeramente en 1871, y después en 1883, bajo el seudónimo transparente de Juan de Arona, y que es mucho más completo que el ruidoso opúsculo de Palma: «es obra de mérito –dice un crítico competente– pero donde hallaron cabida, más de lo conveniente, amargas censuras y aceradas pullas contra la sociedad en que vivía el autor; deslúcela también un tanto el tono de ciertas críticas». Paz Soldán había publicado anteriormente en Londres (1861) su Galería de novedades filológicas, que fue, puede decirse, el germen de su Diccionario: el estudio que encabeza a este último fue dado a luz por el autor en la Nueva Revista de Buenos Aires t. VIII.

En aquella época (1883) recordamos haber leído en la prensa peruana una serie de artículos, que constituían algo como un Diccionario de bolivianismos, pero no hemos conservado aquellos diarios y se nos escapa hoy el nombre del autor. Lo que sí tenemos es el Vocabulario de algunas expresiones y locuciones propias del español de las islas Filipinas, que acababa de publicarse entonces en Leitmeritz (1882) y que influyó no poco en el ánimo de Juan de Arona para publicar su Diccionario.

Antes de aquel, sin embargo, y sin contar los trabajos análogos coloniales como el ya citado Vocabulario de Alcedo, y los numerosos tesoros que se encuentran en las obras de la época: v. g. la Recordación florida, referente a Guatemala y escrita en el siglo XVII por Francisco A. de Fuentes y Guzmán, &c., existía el notable Diccionario provincial cuasi razonado de voces y frases cubanas, publicado en Matanzas (1836), por Esteban Pichardo, y del que se han hecho, en la Habana, ediciones sucesivas en 1849, 1869 y 1875: «rara vez –se ha dicho de él– se dan autoridades; y, sobre haber introducido el autor variaciones ortográficas de su cosecha, llegó en ciertos artículos a tal desenfado, que ni a los diccionarios, con ser por su naturaleza tan laxos, puede tolerarse».

Lo más notable, indudablemente, que se ha publicado en toda América al respecto, es la soberbia obra del lexicógrafo colombiano Rufino José Cuervo: Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano. Este libro, que apareció en Bogotá en 1872, ha tenido allí otras dos ediciones en 1876 y 1881, habiendo sido reimpreso en París en 1885, por residir allí su sabio autor, entregado a la confección de su monumental Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, cuyo primer tomo, letras A-B, se publicó en 1886, y que aún está inconcluso. Su libro sobre provincialismos de Bogotá es «un verdadero tesoro de erudición filológica: da riquezas no solo a quienes quieran estudiar los provincialismos hispanoamericanos, sino a cuantos usan de la lengua castellana».

El chileno Zorobabel Rodríguez, a su vez, publicó en Santiago, en 1876, su estimable Diccionario de chilenismos, cuyo método es calcado sobre el Diccionario de galicismos del venezolano Baralt: «el autor no halló acaso escritos bastantes para autorizar muchas de sus voces, y se resolvió a citar con frecuencia los suyos propios; determinación exigida sin duda por la necesidad y que explica en el prólogo; pero que a alguno parecerá extraña: a lo menos no es corriente entre lexicógrafos». Ese trabajo provocó la copiosa réplica critica de Fidelis del Solar, en forma de Reparos… bastante «reparables», del punto de vista del lenguaje: «en tono un tanto agresivo, –dice un crítico– y en no muy castizo castellano». De ahí que Fernando Paulsen escribiera (1876) su Reparo de reparos, o sea, ligero examen de los «Reparos al Diccionario de chilenismos de D. Zorobabel Rodríguez, por D. Fidelis P. del Solar». En Chile, por otra parte, desde la época clásica en que allí enseñaron Mora y Bello, y que éste estudió los vicios del lenguaje y los criollismos del terruño en una serie de artículos magistrales en El Araucano, ha sido abundante la literatura lexicográfica, gramática y aun filológica. Sin detenerme en la Gramática de J. R. Saavedra (1859) que contiene, sin embargo, numerosas dicciones araucanas, ni en la de O. Reyes (1882), cuya lista de barbarismos es curiosa, habría que recordar los famosos Opúsculos gramaticales, del maestro Bello, y la serie análoga inspirada por aquel: las Inflexiones y derivaciones castellanas, de S. Letellier (1877), las Incorrecciones del castellano, de J. Guevara; los Borrones gramaticales, de M. L. Amunategui; la Propiedad del lenguaje, de R. Espech; su Elegancia del lenguaje; la Lexicología castellana, de A. Guzmán, y los trabajos filológicos de Lenz y de la Barra: los Ensayos filológicos americanos, del primero, con la Carta que le dirigió el segundo, y las Investigaciones sobre la lengua y su desarrollo, de éste, cuyo reciente estudio presentado al congreso científico de Chile, celebrado en Chillan en febrero de 1898, y publicado bajo el título de Las lenguas celto-latinas, hace lamentar doblemente la muerte de aquel hablista y lexicógrafo. Mucho quedaría aún por recordar de la literatura chilena relativa a estas cuestiones: M. L. Amunategui Reyes publicó en 1895 un curioso estudio: A través del diccionario y de la gramática; y en diversas revistas de aquel país hay abundante material. Así, en la Revista de Artes y Letras (t. XII) se publicaron varios artículos de F. Concha Castillo sobre Chilenismos; en El Mercurio (1899), las Pláticas sobre el lenguaje, de F. Zúñiga; en el Diario Oficial (1885 y 1886), las Apuntaciones sobre algunas palabras usadas en Chile, del infatigable M. L. Amunategui. Hasta el Diccionario Naval, de Muñoz Gamero (1849) habría que tener en cuenta, por la terminología criolla. Debe, con todo, señalarse especialmente el opúsculo de Ramón Sotomayor Valdés: Formación del diccionario hispano-americano (1866). No ciertamente que deba aprobarse todo lo sostenido por esos autores, pero, son sus obras contribución imprescindible al estudio del problema de la lengua en América.

El venezolano Arístides Rojas, que, de años atrás, venía preparando su Diccionario de vocablos indígenas de uso frecuente en Venezuela, no pudo concluirlo, pero en 1881, como trabajo póstumo suyo, se publicó un extracto de aquella obra.

Poco después (1886) apareció la interesante monografía de José D. Medrano: Apuntaciones para la crítica del lenguaje maracaibero. Poco antes, había publicado allí sus Venezolanismos el reputado gramático Baldomero Rivodó, autor de un excelente tratado sobre Voces nuevas de la lengua castellana, donde sostiene la doctrina atrevida de que «el neologismo legítimo, esto es, conforme a las múltiples condiciones que exige la formación de una voz en castellano, es bueno, útil y necesario: no porque existan de una voz equivalencias, será ajena, extraña e inútil la nueva voz que, cuando no añada una idea nueva, es por lo menos una manera de expresión, un matiz que avigora y da lustre a las ya recibidas»; pero, no puede aplaudirse todas las aplicaciones que hace de semejante principio, pues –como lo observa Pensón, de acuerdo con la crítica de Martínez Vigil,– «desvirtuó su doctrina con las mayores exageraciones y los más desatinados caprichos». Rivodó, sin embargo, tiene estudios importantes sobre la materia: además de sus Voces nuevas (1889) ya citadas, ha publicado su Diccionario consultor (1888), y su Tratado de los compuestos castellanos (1883): posteriormente dio a luz en París (1890-93) los siete volúmenes de sus Entretenimientos gramaticales. Tiene igualmente interés, entre los escritos venezolanos, el opúsculo curioso de Santiago Michelena: Pedantismo literario y verdades políticas.

El director de la academia ecuatoriana, Pedro Fermín Ceballos, publicó su Breve catálogo de errores en orden a la lengua y lenguaje castellanos (1880). Debe también consultarse el folleto: Algo sobre filología ecuatoriana (1892); las Notas sobre el lenguaje vulgar forense, y la hoja suelta: Barbarismos más usuales del lenguaje vulgar en la República del Ecuador, mandada imprimir en Quito, por el gobierno, en 1893.

En 1889 publicaba Daniel Granada, en Montevideo, su magnífico Vocabulario rioplatense razonado, cuya segunda edición, notablemente aumentada, apareció en 1890. En esta obra, modelo de erudición, se han tenido principalmente en cuenta el origen indígena de muchas voces, y su comparación con los regionalismos similares del resto de América. También debería tenerse en cuenta, por lo que toca a la explicación del origen guaranítico de los provincialismos estudiados por Granada, su interesante Reseña histórica descriptiva de antiguas y modernas supersticiones del Río de la Plata, impresa en Montevideo en 1897. Este lexicógrafo –que es español, a pesar de que Valera, en sus Cartas americanas, se empeña en considerarlo como uruguayo– ha merecido ser incluido en el Tesoro de voces y provincialismos hispano americanos, que en Leipzig publica Carlos Lentzner, y cuya primera parte: La Región del Río de la Plata, demuestra con cuanto empeño estudian estos países los filólogos alemanes.

En 1892 publicó el distinguido guatemalteco, Antonio Batres Jáuregui, sus notables Provincialismos de Guatemala: libro encabezado con una cita del escritor argentino Vicente G. Quesada, sacada de su monografía El idioma nacional. Aquel libro, riquísimo por su investigación crítica del origen indígena de los vocablos, tiene copiosas citas de autoridades.

En Tegucigalpa publicó el jurisconsulto hondureño, Alberto Membreño, sus interesantes Hondureñismos, cuya segunda edición ha aparecido en 1897: es una obra indispensable de consulta, y muestra cuantos vocablos, considerados allí como localismos, son igualmente usuales en esta región platense. Gagini ha publicado también (1893) su Diccionario de barbarismos y provincialismos de Costa Rica: pero la obra verdaderamente importante sobre aquella región centroamericana, es la publicada en 1892 por Juan Fernández Ferraz: Nahualtismos de Costa Rica, porque ha dado a conocer el gran contingente de voces suministradas por la lengua indígena nahualt al dialecto español de aquel país. Y, en el Salvador, Santiago I. Barberena ha publicado una obra análoga, titulada: Quicheísmos. Con razón, pues, ha dicho el erudito filólogo García Ayuso: «el romance castellano, que, como es notorio, se distingue por un gran espíritu de expansión en las leyes que en él presiden a la formación de las palabras, no se ha desdeñado en admitir algunas de las mismas lenguas americanas; y este hecho nos demuestra el aumento que podrá tener el vocabulario castellano el día en que, mediante una labor concienzuda y una elección sabiamente dirigida, sean legalmente admitidas en él, de esas voces, las que reúnan las necesarias condiciones». Esa observación es aplicable a todas las regiones de origen español en América. Y en cuanto a las migraciones curiosas de ciertos americanismos, ¿qué mejor ejemplo que los nahualtismos camote y baqueano, que son también argentinismos evidentes? De este punto de vista no pocas sorpresas ofrecen los opúsculos de Eufemio Mendoza, Apuntes para un catálogo razonado de las palabras mexicanas introducidas al castellano (1872), y de José Sánchez Somoano: Modismos, locuciones y términos mexicanos (1892).

Por último, la academia correspondiente salvadoreña ha contribuido con no poco caudal al estudio de los regionalismos centro americanos. Sería saludable costumbre que se imitara la inaugurada la por las Memorias de la academia mexicana, y seguida por las Actas de la ecuatoriana, de publicar especialmente los provincialismos respectivos, después de su depuración en severo examen. Así podría completarse el estudio de la similitud de muchos regionalismos, como lo hizo notar el erudito cubano Rafael María Merchán, en el Repertorio colombiano, donde, a propósito de la obra de Cuervo, mostró la conformidad de Colombia y Cuba en muchas locuciones y aún defectos de lenguaje.

Sin duda para ello sería menester estudiar igualmente las obras de los gramáticos hispano americanos, aun cuando no se hayan ocupado especialmente de provincialismos. No deberían, pues, olvidarse las Acentuaciones viciosas (1887) del chileno M. L. Amunátegui: las Voces alteradas por el uso (1859), del arequipeño H. Sánchez; los Defectos del lenguaje en el Perú (1874) de M. Riofrío. Imposible sería, por otra parte, tratar asunto semejante, sin tener a la vista trabajos tan fundamentales como los Ejercicios para corregir palabras y frases mal usadas en Colombia, de Ruperto S. Gómez; el Diccionario de locuciones viciosas, del chileno Ortúzar; el Tratado del participio, del colombiano Miguel Antonio Caro; y el conocidísimo Diccionario de galicismos, del venezolano Baralt. Tampoco podría pasarse por alto las mismas Gramáticas, clásicas hoy, de hablistas americanos como Bello, Suárez, Izaza, Marroquín, Guzmán, Díaz Rubio y otros; menos aún el interesante trabajo de Félix C. Sobrón, sobre Los idiomas de la América Latina; las Cuestiones filológicas, del guatemalteco Irisarri; y los Orígenes del lenguaje criollo, del cubano Juan Ignacio de Armas; y, sobre todo, el importante estudio de Caro, sobre el Americanismo en el lenguaje.

La lista íntegra probablemente sería interminable, pero casi nada más podríamos encontrar en nuestra biblioteca americana. Tan solo podemos agregar tres trabajos interesantes, de última fecha: el dedicado por Calcaño, en 1897, a El castellano en Venezuela; el notabilísimo opúsculo de Carlos Martínez Vigil, Sobre lenguaje, publicado en Montevideo, 1897; y el reciente libro de Aníbal Echeverría y Reyes: Voces usadas en Chile (1900).

En la Argentina, fuera de lo pertinente del Vocabulario de Granada, nada serio existe al respecto. La extinguida academia argentina –que no era, por cierto, corporación correspondiente de la española, sino una asociación absolutamente independiente– trabajó durante largo tiempo en esa tarea, y llevaba discutidas metódicamente algunos millares de papeletas: hasta publicó algunos fragmentos del Diccionario de argentinismos, en la Revista del Plata; pero, disuelta la sociedad, no hemos podido averiguar en poder de quien se encuentra su archivo, o si ha sido arrojado al canasto de papeles inútiles… Benigno T. Martínez, escritor infatigable, anunció hace años un Diccionario de argentinismos: pero la obra ciertamente no ha pasado de proyecto, pues no conocemos sino la tradicional «entrega primera», con la cual se agota generalmente el esfuerzo de los que emprenden, entre nosotros, obras de esa magnitud. Y cuidado que esta no es crítica, pues hasta investigadores incansables, como Clemente L. Fregeiro, se han contentado con eso respecto de su Diccionario histórico-geográfico del Río de la Plata, cuando no ha preferido publicar el apéndice, y reservar el texto, como hizo con su anunciado Artigas. ¿Realizará Martínez su proyecto?…

Mientras tanto, un peritísimo pedagogo español, establecido tiempo hace en este país, ha emprendido a ratos la tarea de espigar tan rica mies: en 1894 publicó su notable monografía sobre el verbo Desvestirse, y ha dado a luz curiosos estudios sobre el lenguaje gauchesco. Esto nos mueve a recordar un interesante trabajo que el filólogo Maspero –el conocido egiptólogo,– publicó en las Memoires de la Societé de lingüistique de Paris, como fruto de su venida a estos países, cuando sirvió de colaborador al Dr. Vicente Fidel López, para su grande obra: Les races aryennes du Pérou; aquel trabajo, reproducido recientemente en la obra de Lentzner, versaba Sobre algunas particularidades fonéticas del español hablado por los campesinos de Buenos Aires y Montevideo. No parece haberlo tenido a la vista Monner Sans, pero forzoso le será consultarlo, si desea redondear el estudio idiomático del folk-lore criollo, pues el lenguaje gauchesco, gracias a su rica y copiosa literatura, merece un estudio serio y razonado. Bien puede practicarlo el autor de las Minucias lexicográficas (Buenos Aires, 1896), donde estudia una serie de argentinismos curiosos, sobre todo los que, como tambo, poncho chiripá, tienen un origen filológico americano. He citado ya antes la monografía del chileno Alberto del Solar: Cuestión filológica. Suerte de la lengua castellana en América, impresa aquí en 1889; y solo tendría que agregar el interesante Tesoro de catamarqueñismos, que publicó, en 1898, Samuel A. Lafone Quevedo, cuyos estudios filológicos sobre las lenguas indígenas de la Argentina le han conquistado merecida fama.

Otro trabajo interesante es el publicado por Juan Seijas, con el título de Diccionario de barbarismos cotidianos (Buenos Aires, 1890), en el cual se estudian igualmente numerosos argentinismos, si bien hay que aceptar muchos de ellos con beneficio de inventario, ya que el autor escribió y publicó su trabajo a los tres meses escasos de llegado a este país, y quién sabe dónde iría a buscar sus ejemplos pues afirma, verbigracia, «lastima oír a una señorita decir que no le gusta bailar con malos parejos». Francamente, confesamos que no ha «lastimado» aún nuestros oídos el tal parejo, pues jamás hemos sospechado que fuera aquí usado. Otro libro que podría consultarse con provecho es el de Victoriano E. Montes: Parónimos castellanos (Buenos Aires, 1895), fruto de un estudio meditado y serio, y que el distinguido gramático venezolano, Rivodó, ha tomado en cuenta en sus Entretenimientos gramaticales; como debe reconocerse que Montes había tenido presente el Diccionario de voces homófonas del colombiano José Manuel Mallorquín: sólo por memoria hay que recordar los Homónimos, homófonos y homógrafos de Odón Fonoll, y la obra del venezolano Guillermo Tell Villegas: Homófonos de la lengua castellana. De género totalmente diverso es el interesante opúsculo de Antonio Dellepiane: El idioma del delito (Buenos Aires, 1894), y que debe consultarse siquiera para evitar que la lexicografía lunfarda pueda servir de materia prima para aumentar el catálogo de falsos regionalismos. Pero, todos esos no son sino trabajos aislados, que no obedecen tampoco a un plan lexicográfico; por manera que la obra deseada sobre los argentinismos no aparece aún, por más que sea grande su falta para poder deslindar con precisión lo que simplemente proviene de carencia del estudio de la lengua, o de corrupción injustificada.

Y que se siente ya en todas partes la falta de un Diccionario de argentinismos, lo demuestra el hecho elocuente de que los escritores nacionales que aspiran a ser leídos y apreciados fuera del país, comienzan a insertar en sus libros y en forma de apéndice, vocabularios de las voces argentinas empleadas: tal acaba de hacer Francisco Soto y Calvo, en su poema Nastasio (Chartres, 1899). Tal temperamento ha sido ya aconsejado en el congreso hispano americano, de Madrid: «Ningún medio mejor –se dijo, refiriéndose a la preparación del nuevo Diccionario– que la formación de léxicos provinciales y nacionales que de preparación sirvan al común y general que se desea, no menos que la adición de glosarios a las obras literarias, en prosa y verso, que se refieran a las costumbres provinciales y nacionales.»


V
El «Diccionario de Americanismos» y el Congreso del lenguaje

El estudio de esos libros convence, sin embargo, de la profunda verdad de estas palabras de Cuervo: «Es curioso ver el número de voces, más o menos comunes entre nosotros, que ya en la península han caído en desuso: hecho este muy fácil de explicar para quién tenga en cuenta la incomunicación en que vivieron nuestros abuelos y en que hemos seguido viviendo nosotros con los españoles transfretanos: tales vocablos son monumentos y reliquias de la lengua de los conquistadores, que deberían conservarse como oro en paño, si la necesidad de unificar la lengua, en cuanto sea posible y razonable, no exigiera la relegación de muchos de ellos… Si los vocabularios del gallego y asturiano, del catalán, mayorquín y valenciano, y del caló mismo, esclarecen muchos puntos de la fonética y la etimología castellana, las peculiaridades del habla común de los americanos no pueden menos de ser útiles al filólogo, por dos conceptos especialmente: lo primero, porque no habiendo pasado íntegra al nuevo mundo la lengua de Castilla, a causa de no haber venido el suficiente número de pobladores de cada profesión y oficio, la necesidad ha obligado a completarla y a acomodarla a nuevos objetos; lo segundo, porque habiendo venido voces, giros y aún corruptelas que están hoy olvidadas en la metrópoli, no pocas veces hallamos en nuestro lenguaje la luz que nos niegan los diccionarios para comprender y comprobar vocablos y pasajes de obras antiguas.» García Icazbalceta es más explícito aún: «Al pasar a Indias conquistadores y pobladores –dice– trajeron consigo el lenguaje vulgar que ellos usaban y le defendieron por todas partes, aumentando con voces que solían inventar ellos mismos para suplir la parte deficiente de su propio idioma, y con las que tornaban de las lenguas indígenas para designar objetos nuevos o relaciones sociales desconocidas. El continuo movimiento de los españoles en aquellos tiempos daba por resultado que, al pasar de unos lugares a otros, llevaron y trajeron palabras tomadas en cada uno, las comunicaron a los demás, y aun las llevaron a España, donde desde antiguo echaron raíces ciertas voces americanas, en los documentos oficiales primero, luego en las relaciones e historias de Indias y al cabo en el caudal común de la lengua.» Tan exacto es esto, que un famoso cronista colonial, el P. Mendieta, hacía ya en su tiempo esta observación: «De nuestro modo de hablar toman los mismos indios, y olvidan lo que usaron sus padres y antepasados. Y lo mismo pasa por acá de nuestra lengua española, que la tenemos medio corrupta con vocablos que a los nuestros se les pegaron.»

De ahí, pues, que –como lo observa un erudito americano– «conocido el origen del lenguaje hispano americano, ya comprendemos porque no solamente nos son comunes voces, locuciones desusadas ya en España, sino hasta los defectos generales de pronunciación y la alteración de muchas palabras. ¿Nos hemos puesto de acuerdo para todo eso? Imposible: las lenguas no se forman ni se modifican por ese medio. ¿Es el resultado del continuo trato y comercio entre los pueblos hispano-americanos? Jamás ha existido. ¿De dónde viene, pues? De un origen común, tal vez modificado en ciertos casos por circunstancias peculiares de las nuevas regiones. Y esas palabras, esas frases no tomadas de lenguas indígenas, que viven y corren en vastísimas comarcas americanas, y aún en provincias de la España misma, ¿no tienen mejor derecho a entrar en el cuerpo del Diccionario, que las que se usan en pocos lugares de la península, acaso en uno solo?» Es esto indudable.

¿Quiere ello significar, por otra parte, que para aquilatar debidamente los americanismos, sea menester recurrir al estudio filológico de las 2.000 lenguas indígenas de América, por cuanto muchísimos vocablos de ese origen pasan hoy como términos admitidos y de uso corriente? Sería esa una labor de benedictino, pero indispensable en parte.

Y ella servirá una vez más a justificar los títulos indiscutibles de la raza hispana a conservar el predominio de su incomparable lengua, porque es justamente uno de los más preciosos galardones de la madre patria el singularísimo esfuerzo desplegado por sus misioneros para el estudio de las lenguas indígenas americanas: llevados de su ardiente proselitismo para convertir a los pueblos infieles, estudiaron sus lenguas, y las han transmitido a la posteridad en forma de infinitos Artes, Vocabularios, Calepinos, Doctrinas, Epitomes, Diccionarios y Gramáticas. Sería imposible estudiar la filología americana sin servirse de los trabajos admirables de los misioneros españoles, como sería incomprensible la ciencia de la lingüística, si el genial español Hervás no hubiera compuesto, a fines del pasado siglo, su monumental Catálogo de las lenguas: Menéndez Pelayo, en su Ciencia española (III) trae un inventario bibliográfico de centenares de autores españoles que, antes del siglo actual, habían estudiado las lenguas indígenas americanas. En balde los extranjeros han querido competir con los españoles en estos estudios: ni Ludewig, con su conocido libro The literature of american aboriginal languages; ni las monografías de Squire (On the languages of Central America); de Brasseur de Bourbourg (Bibliothèque mexico-guatemaliénne); de Platzmann (Auswahl amerikanischer Grammatiken); de Trübner (Catalogue of dictionaries); de Maisonneuve (Bibliothèque linguistique americaine); de Pinart y tantos otros, ninguno lo ha logrado. Y es necesario estudiar a veces esta clase de libros cum grano salis, para impedir caer en mistificaciones groseras, como la del desgraciado abate Domenech, con su falso manuscrito pictográfico americano, y el famoso abate Brasseur de Bourbourg, cuyas soberbias publicaciones han caído hoy en el descrédito más absoluto, por carecer de ciencia y estar basadas en interpretaciones fantásticas: su Bibliothéque mexico-guatemalienne no tiene ya valor alguno, y su fiasco relativo al manuscrito troano y al codex chimalpopoca han concluido por ponerlo en completo ridículo, sobre todo, desde que el gobierno de México, con motivo del centenario de Colón, hizo publicar esas obras espléndidas que se titulan: Monumentos del arte mexicano antiguo, por Antonio Peñafiel, y las Antigüedades mexicanas, por la Junta Colombina de México. Ninguno de aquellos escritores, pues, ni L. Adam (Examen gramatical comparé de six langues americaines), ni Martins (Beiträge zur Ethnographie und Sprachenkunde), han podido sobrepasar el mérito de las obras lingüísticas no sólo de los misioneros españoles, no ya del genial abate Hervás, pero ni de los mismos contemporáneos, como el peritísimo filólogo Fernández y González (Los lenguajes hablados por los indígenas del norte y centro de América), y, sobre todo, la soberbia obra del conde de la Viñaza: Bibliografía española de lenguas indígenas de América (Madrid 1892), que es un monumento a la gloria española, a su ciencia, a su catolicismo, y al justísimo título de conservar en América siquiera la prepotencia del idioma, cuyo arraigo en el nuevo mundo fecundó con la sangre de sus hijos durante tres siglos. Por cierto que ese libro del insigne autor de la Biblioteca histórica de la filología castellana, no obscurece el mérito de distinguidísimos hispanoamericanos que, con el mismo espíritu generoso de glorificar la raza, han profundizado estas áridas materias de la lingüística: entre los cuales sobresale el incomparable filólogo Orozco y Berra, con su Geografía de las lenguas de México; su compatriota Pimentel, con su Cuadro de las lenguas indígenas; el erudito mexicano Icazbalceta, cuyos Apuntes para un catálogo de escritores en lenguas indígenas de América fueron impresos en sólo 60 ejemplares en 1866, pero que acaban de ser recientemente reimpresos, con notables adiciones, en el tomo XVIII de la Biblioteca de autores mexicanos; también, en esa serie de escritores, figura con honra el venezolano Rojas, con su Literatura de las lenguas indígenas de Venezuela.

Pues bien: si se reflexiona que, en muchas regiones de este continente, la población indígena predomina e impone su lengua en la vida diaria: –¿no se habla comúnmente guaraní en la provincia de Corrientes, y quichua en la de Santiago del Estero, aún por las clases más acomodadas?– y, en caso contrario, conservándola y adaptando a ella el castellano que habla con el resto de los habitantes, se comprende fácilmente cómo la inmensa mayoría de los regionalismos americanos tienen origen, claro y evidente, en los respectivos idiomas indígenas locales. Más todavía: la contraposición fundamental de la gramática española con las gramáticas de dichas lenguas indígenas, demuestra cómo han tenido estos que influir profundamente en aquélla, desde que «el carácter esencial de ellas, como dice Viñaza, consiste en la expresión del mayor número de ideas, y a veces de una frase entera, en una sola palabra; los idiomas americanos, intercalando sílabas y uniendo simples letras, procedentes de las expresiones que han de sumarse al tema o raíz, forman una oración en un solo vocablo: de este modo pueden cambiar la naturaleza de todas las partes del discurso, haciendo de verbo un adverbio y un nombre, o de un adjetivo o un sustantivo un verbo, y les es posible representar a sus verbos muchedumbre de ideas accesorias, mediante pequeños cambios de sílabas prefijas o intercaladas.» Con semejantes condiciones ¿qué de extraño tiene que ejercieran influencia decisiva en el idioma de los conquistadores, modificando a veces el alcance de los vocablos, y enriqueciendo otras el significado de los mismos? De todas maneras, siendo indudable esa influencia extraordinaria, ¿cómo discutir un regionalismo americano, en esas condiciones y del punto de vista lexicográfico, sin investigar el origen de los vocablos y sin dejar claramente establecido, según las sanas reglas de la filología comparada, su árbol genealógico? No es posible, pues, prescindir del estudio y conocimiento de estas «embrolladísimas materias», como las llama Menéndez Pelayo.

Y este mismo estudio de las innumerables lenguas indígenas de América, llevará, como de la mano, a fortificar el culto de la lengua castellana, que, repitiendo el glorioso verso latino:

Fecisti patriam diversis gentibus unum
Urbem fecisti quod prius orbis erat,

dio una sola patria a infinitos y diversos pueblos, e hizo una sola comunidad de lo que antes era un mundo: con razón, pues, se ha dicho que «al imponernos una lengua ennoblecida por mil obras en que compiten el buen gusto y la sana filosofía con la galanura del lenguaje y la fuerza del estilo, no solo nos trasmitieron el arte de escribir, sino también el de hablar, pensar, sentir y juzgar como ellos».

¿Quiere esto decir que convenga formar un Diccionario de americanismos, y tremolarlo como pendón batallador frente al Diccionario de la lengua, como si este fuera un Diccionario de españolismos? Gravísimo error fuera sostener tesis semejante, de suyo extraviada y perniciosa. «Considero imposible, –ha observado un discretísimo escritor– hacer un solo diccionario de americanismos, y lo más conducente para llegar a una obra completa sería empezar con diccionarios puramente regionales, que sirvan más tarde para un serio y paciente análisis filológico, que sepa encontrar entre las mil variantes que desde la Pampa a México ha sufrido una misma palabra o locución, su etimología, para reducir en lo posible el número de tantos vocablos que parecen exóticos en el idioma, y que en realidad no son otra cosa que corruptelas debidas a diversas causas, entre las cuales son muy de tenerse en cuenta las del origen de los pobladores de cada región, las de vecindad con poblaciones de distinto idioma, las de influencia del elemento inmigratorio, y aún las que determinan inflexiones especialísimas por razón de la estructura gutural de los dialectos indígenas. Y a todas éstas, y a muchas otras causas circunstanciales y locales, hay que agregar una de carácter más general, cual es la ignorancia de los que primeramente llevaron a la América el habla castellana. Pero donde más difícil será llegar a formar un vocabulario completo de neologismos sud-americanos, será indudablemente en el Río de la Plata, por la heterogeneidad de elementos que lo pueblan, cada uno de los cuales trae de su país, de su región, de su aldea, palabras y locuciones especiales, que, ya viciosas en su origen, se envician y adulteran más aún al incorporarse al lenguaje predominante». La tarea, en efecto, está lejos de hallarse terminada; mas existe ya, como hemos visto, un arsenal verdadero de trabajos eruditos que han escudriñado los particularismos de cada región, si bien con ciencia y criterio varios. Lo que ahora es menester es estudiar y comparar estos trabajos, y extraer de ellos lo legítimo para intentar alguna vez, con criterio sano y levantado, el deseado Diccionario de americanismos.

¿Ha llegado ya el momento de realizar ese magnun opus? «El gran diccionario americano –ha dicho el venezolano Rojas– tiene que ser la tarea de dos o más generaciones; sin tesis de esfuerzos combinados, a los cuales contribuirán la filología, la geografía, la etnografía, la historia, pueblos y gobiernos.» Pero, necesario es intentar siquiera la grande empresa.

Por eso ha dicho con razón el cubano Merchán –al juzgar en el Repertorio Colombiano las eruditísimas Apuntaciones críticas de Cuervo– «valdría la pena escribir un Diccionario de americanismos, fijando, hasta donde fuese posible, la etimología de ciertas voces que todos, desde Río Grande a Patagonia, entendemos ya, y darlo a España diciendo: de los 42 millones de seres que hablamos español, 27 hemos adoptado estas palabras, con este sentido; ellos son el contingente que tenemos el deber y el derecho de llevar a la panomia de la lengua». Y, sin embargo, el solo hecho de que las dos extremidades: México y la Argentina, carezcan hasta ahora de su Diccionario de regionalismos, obliga a meditar en estas sesudas palabras del mexicano García Icazbalceta: «Ninguna investigación puede ser fructuosa sin la previa reunión de los vocabularios particulares de todos los pueblos hispano americanos; faltando algunos pierde el conjunto su fuerza, la cual resulta del apoyo que las partes se prestan mutuamente. El material está incompleto: no hay datos suficientes para juzgar. A cada nación toca presentar lo suyo; algunas así lo han hecho ya». Esto es exacto, pero no lo es menos que desde que aquella aseveración fue publicada, han aparecido muchos trabajos de valía para llenar en gran parte la falta indicada: la obra general puede, pues, emprenderse porque, como el mismo escritor lo reconoce: «no se debe aspirar desde luego a mucho, porque no se alcanzará nada; y ser remota la esperanza de llegar al fin, no es razón para dejar de poner los medios».

Pero ¿con que criterio debe procederse en tan delicadas materias? «Velar sobre una lengua, –ha dicho con razón Granada– es velar por la conservación de su peculiar estructura y de su pureza relativa. Decimos de su pureza relativa, porque el caudal lexicográfico de una lengua determinada es incapaz de tributar suficientemente por sí solo a los nuevos usos y costumbres, y crecientes necesidades de una nación, que es quien inventa y forma los vocablos, imprimiéndoles el sello propio de su carácter. Del lenguaje hablado pasan luego estos al lenguaje escrito, cobrando crédito y autoridad con el prestigio literario que les comunican escritores y poetas entendidos y discretos. Entonces el lexicólogo los analiza gramaticalmente, y el lexicógrafo los registra en el inventario de la lengua a que pertenecen, determinando su sentido y aplicaciones. Tales son el origen y trámites correspondientes a la pureza de los vocablos. Las voces exóticas introducidas por la ignorancia, el capricho o la moda, particularmente en las ciudades populosas, que son las más heterogéneas y por consecuencia las menos nacionales, deben reputarse y ser desechadas como moneda falsa. Así lo practica la Academia Española: nunca ha cerrado la puerta a voces nuevas, legitimadas por uso competentemente autorizado por escritores de nota. Era natural así mismo que reconociese que las voces nativas de América se hallan en el mismo caso que las nativas de Europa, y que las clasificase según la extensión de su uso, pues unas han entrado ya en el cauce general de la lengua, otras solamente son de América y no comunes a España, y otras permanecen en la reducida esfera de provinciales o particulares, de alguna o algunas repúblicas hispano americanas… En lo tocante a América, la dificultad sube de punto, por la escasez de estudios lexicológicos de su peculiar lenguaje. Prometerse por tanto, que el Diccionario de la Academia encierre la verdad inconcusa, es imaginación inocente».

La lengua española es liberalísima para aceptar todo aquello que pueda enriquecerla, y el sólo recuerdo de la influencia marcada que en ella ejerció el árabe, legando hasta nuestros días multitud de voces muslímicas, demuestra que no podría aplicarse a nuestro idioma materno el calificativo de verborum paupertas immo egestas, con que Séneca tildaba a la latina. De ahí, pues, que sea bien venido todo aumento legítimo al común caudal, sin que por eso deba el español caer en el típico defecto del alemán, que tanto recibe de los otros idiomas, que allí la libertad degenera en licencia.

Sobre todo, hay una piedra de toque, sencillísima, para aquilatar la buena o deficiente ley de todo vocablo nuevo. «Lo que aconsejan los maestros, exige la lengua e interesa a la literatura –ha dicho Núñez de Arce– es que no se admitan o legitimen y menos se formen nuevas voces, fuera de caso rigorosamente preciso; y que cuando las admitamos se mire, en orden a su fondo, que la excelencia y propiedad del nombre está en que convenga a lo nombrado, por entrañar alguna esencia o cualidad suya; con lo que será tan imagen del pensamiento, como es el pensamiento imagen de su objeto. En orden a su forma o estructura, que se adapta y amanera al genio y composición tradicional de la lengua, de forma que no la adultere y desnaturalice. Cosa al principio difícil de evitar, pues sucede con las palabras lo que con las modas: singulares en su comienzo, todas extrañan, chocan y semejan extravagantes y feas, hasta que nos familiarizamos con ellas por la costumbre: ese monstruo que se cansa de la hermosura y se olvida de la fealdad.» No de otra manera ha procedido de antaño la Academia Española: «no rechaza ninguna voz nueva –declara Ferrer del Río– si la excelencia y la propiedad de su nombre cuadran al objeto nombrado, por contener alguna esencia o calidad suya: requisitos que adornan generalmente a los vocablos todos, que por su origen o carácter popular se difunden con celeridad prodigiosa, y como flechados vienen a aumentar el riquísimo tesoro de nuestro Diccionario.» Nada más fácil, pues, que observar esa discreta regla al seleccionar los regionalismos americanos que se quiera incorporar a la lengua castellana. «La invariabilidad de la sintaxis –ha dicho un maestro– es el medio más poderoso para la conservación y perfeccionamiento de los idiomas, por preceptos tan elocuentemente razonados como uniformes. La introducción de nuevas palabras por efecto de descubrimientos en ciencias, en artes y en industrias, no alteran ni pueden alterar la índole de una lengua. Son reformas que exigen las necesidades de los tiempos. No sucede así en cuanto a los giros que constituyen la esencia de un idioma: tocar a ellos, modificándolos al aire de otro u otros de diversas hablas extranjeras, es una profanación indisculpable.» Lo único, pues, que debe observarse al enriquecer el idioma es no falsearlo.

Afortunadamente hoy los estudios lingüísticos han adquirido una importancia tan extraordinaria, que atraen y fascinan a los espíritus superiores. «Apenas nacida, es ya la ciencia del lenguaje uno de los puntos de apoyo indiscutibles de la crítica moderna: es tan amplia en sus fundamentos, tan definida en sus propósitos, tan severa en sus métodos, tan fecunda en sus resultados, como cualquier otra ciencia. Fundada sólidamente en el estudio minucioso de la mayoría de las lenguas más importantes y más esparcidas, así como en la exacta clasificación de todas las demás, ha procurado ya, a la historia de la humanidad y a las diferentes razas, verdades precisas y consideraciones profundas que, sin su auxilio, jamás se habrían imaginado: en una palabra, ha allanado los obstáculos que separaban las diversas ramas de los conocimientos humanos, y ha penetrado, por decirlo así, al interior del edificio del pensamiento moderno, de tal manera que es hoy indispensable al pensador y al escritor.» Tal ha dicho con rara exactitud un filósofo americano.

¿Cómo sería entonces posible que en Hispanoamerica no se encontrara un filólogo asaz preparado para abordar el estudio del gravísimo problema de la lengua, de modo de salvar su unidad y adaptarla, a la vez, a las necesidades de este vasto continente? Se dirá que es esta una tarea demasiado vasta, para una sola persona, y que aún corporación tan docta como la Academia Española –absorbido su tiempo, como lo está, en el desempeño de sus funciones ordinarias– se encontraría con dificultades insuperables para realizarla. ¿Por qué entonces, no se adopta la idea de convocar el propuesto congreso del lenguaje castellano? Ya que nuestra época se distingue por la celebración de congresos de esa índole, ¿qué inconveniente fundamental habría para que el gobierno español, con la ayuda de la Academia, convocara a los individuos, correspondientes de esta y a un número dado de delegados por país, que cada gobierno designaría, trazando de antemano un programa bien meditado, y estableciendo que las resoluciones de aquel congreso serían solamente obligatorias ad referéndum, y después de un plazo dado a fin de que la pública opinión de los países de habla castellana se pronunciara ampliamente al respecto?

No se arguya con la duda de que sería poco práctico congreso semejante. No son los congresos internacionales reuniones simplemente empedradas de buenas intenciones, decíamos en 1882 al propiciar la celebración de un congreso literario latinoamericano, convocado en Buenos Aires. Ninguna asamblea, ninguna discusión es absolutamente estéril: desde el momento en que los hombres se reúnen para tratar de cosas humanas, debe resultar una ventaja, próxima o lejana, particular o general. Una vez reunido un congreso, los sabios, los estudiosos, y aún los curiosos que han logrado asistir, entran en mutua relación, estableciéndose una amable cordialidad que facilita el intercambio de ideas y de trabajos, resultando, por ese solo hecho, un enorme beneficio para las cuestiones que se debaten, porque los hombres de estudio, puestos en contacto, aprenden a conocerse y apreciarse mutuamente. En el caso presente, cada país de América haría valer allí las modificaciones regionales del lenguaje; serían sometidas a un juicio comparativo entre sí; podrían discutirse las cuestiones gramaticales y lexicográficas que hoy dividen a los hombres de pensamiento del habla castellana; y, finalmente mediante resoluciones tomadas por congreso semejante, 44 millones de hombres fijarían los puntos dudosos del idioma que hablan. Es indudable que, como consecuencia de las decisiones de tal congreso, la Academia Española reforzaría su autoridad literaria y lexicográfica: en adelante, sus decisiones serían por todos aceptadas, y la unidad perfecta de la lengua común sería un hecho hermoso, desvaneciéndose para siempre el fantasma de los dialectos regionales con criollismos de campanario, que concluirán por hacer ininteligibles los libros de una república hispanoamericana en cualquier otra del continente, o en España misma. La Academia Española, sola, carece hoy de la influencia moral indiscutible que se necesitaría para acallar los pronunciamientos lingüísticos regionales; si no se acude al remedio heroico de un congreso del lenguaje, se corre peligro de esterilizar todo esfuerzo en pro de la unidad de la lengua. «Es en la actualidad más que nunca conveniente y necesario –decía el escritor argentino a que antes nos referimos con motivo de su estudio publicado en la América Literaria– conservar la pureza del idioma, por su cultura y su cuidadosa y esmerada enseñanza, para mantener las fáciles comunicaciones con los pueblos de nuestro mismo lenguaje, en vez de aspirar menguadamente a convertirlo en dialectos más o menos obscuros, que arraigarían el aislamiento, que es contrario a la civilización cosmopolita moderna: sostengo, para esto, la conveniencia de que el Diccionario y la Gramática de la lengua reciban la sanción de un congreso del lenguaje español».

Esa idea deberá realizarse fatalmente tarde o temprano. ¿Quiere esto decir que, mientras eso se resuelva, debamos esperar cruzados de brazos? Por el contrario; conviene preparar el terreno, para que reunión semejante sea más fecunda, y que encuentre ya pronto un copioso material que permita discutir y resolver prácticamente las cuestiones controvertidas.

Por lo que toca a los asuntos gramaticales, hay ya suficientes elementos: los hablistas americanos han expresado clara e inequívocamente sus críticas y sus anhelos. Falta hacerlo en lo relativo a las dificultades lexicográficas. Para ello, es preciso poner manos a la obra sin pérdida de tiempo.

Sométase, pues, los vocabularios parciales de provincialismos nacionales a una cuidadosa revisión, para separar la paja del grano; compárese esos trabajos con los análogos del resto de América; ensánchese esa pauta, haciendo obra de lexicólogo y lexicógrafo de verdad, para lo que bastaría seguir las huellas luminosas de un Cuervo; pásese por el crisol de una crítica lingüística razonada las voces legítimas, cimentándolas en copiosas y sanas autoridades; dése, por último, a la estampa el verdadero y anhelado Diccionario de americanismos, preparado con la conciencia y el método científico de un Littré, o imitando la obra análoga sobre la América del Norte, de Bartlett, inspirada en las doctrinas de Webster. Quien tal realice –y podría fácilmente señalarse más de uno, suficientemente preparado para emprender obra semejante– habrá prestado a las letras americanas un inmenso servicio, enalteciendo a su patria y a su raza; la filología le reconocerá como maestro, y habrá levantado un monumentum ære perennius, que inmortalizará su nombre consagrando al hablista consumado, cuya autoridad será entonces reconocida y acatada, hasta por la misma Academia Española; pudiendo así no sólo completar, sino depurar y corregir el Diccionario, enderezando la mayor parte de las definiciones de voces americanas, que hoy hacen sonreír a los hijos de este continente, por lo ingenuamente trastrocadas.

Recuérdese, sobre todo, que más fácilmente se conquista la inmortalidad por el cultivo de las letras que por el brillo de las armas o por la gloria de la política. Los políticos, como los cantores, oyen los aplausos del auditorio, y pasan luego como sombras fugaces, mientras que los cultores de las letras no escuchan con frecuencia sino las críticas, pero su nombre perdura. Son, puede decirse, los maestros de la vida del porvenir, cuando se hace alto para darse cuenta de cómo se ha llegado donde cada época se encuentra, lo que jamás se efectúa a saltos, sino por las lentas evoluciones de la vida. ¿Puede humanamente aspirarse a gloria mayor que esa? Pues bien, en la mano de quien se sienta a ello preparado está adquirirla definitivamente, ahondando la vital cuestión que con tanta gallardía han abordado algunos, estudiando las modificaciones posibles del idioma común de nuestra raza, y contribuyendo a depurarlo y consolidarlo; realizando así, con brío singular, el nobilísimo lema de la histórica corporación que para ello reúne en su seno a españoles y americanos, a saber: «limpiar, fijar y dar esplendor» al alma mater de la raza ibera, ya que, en esto sin duda, ha de realizarse el profético grito del vate castellano al apostrofar a América independiente:

Mas ahora y siempre el argonauta osado,
Que del mar arrostrase los furores,
Al arrojar el áncora pesada,
En las playas antípodas distantes,
Verá la cruz del Gólgota plantada
Y escuchará la lengua de Cervantes
.

Ernesto Quesada.

San Rodolfo, 1900.


{Transcripción íntegra del texto contenido en un libro de VIII+157 páginas impresas sobre papel.}