Memorias de Fray Servando Teresa de MierJosé Servando de Mier Noriega y Guerra

Fray Servando Teresa de Mier

Memorias

< Primera parte >

 
II
Las pasiones se conjuran para procesar a la inocencia

Desde que el arzobispo Haro, por medio del pregón que mandó dar a los predicadores en el domingo infraoctava de Guadalupe, alborotó el pueblo mexicano contra mí, yo debí, para desengañarle, contener tamaño escándalo y volver por mi honor, presentar recurso a la Real Audiencia. Pero como el Espíritu Santo nos aconseja no entrar en litigio con un hombre poderoso, no sea que caigamos en sus manos, y el espíritu de venganza de aquel prelado era tan grande como su prepotencia, devoré en silencio mi descrédito, el odio y las imprecaciones del pueblo, y para dar lugar a su ira y evitar un atentado, no puse otro recurso que mantenerme recluso en mi convento hasta la pascua de Navidad. En este tiempo en que hasta los presos se echan de las cárceles, creyendo ya calmado al pueblo, por sí dulcísimo, salí caído el sol por las tardes a respirar un poco de aire libre; y no pasaron de cuatro o cinco las casas que visité, todas de gente distinguida, donde por mi respeto y la finura de su educación casi no se habló una palabra del asunto.

Mientras, en el Arzobispado habían andado inquiriendo si los frailes tomarían cartas a mi favor; y aún se me preguntó por medio de un parientito mío, familiar del arzobispo, llamado Savariego, a quien respondí con mi acostumbrada sencillez que no lo sabía. Cuando el arzobispo llegó a averiguar que yo no tenía en Santo Domingo sino émulos devorados de envidia, y que el provincial fray Domingo Gandarías no sólo era enemigo mío, sino tan jurado de todo americano como S. I. por notoriedad pública, abrió su campaña, entendiéndose con él para que me pusiese preso. [82]

El día de los Inocentes, a las oraciones de la noche, se presentó en mi celda el padre superior del convento, fray Domingo Barreda, a pedirme la llave de mi celda de orden del provincial. Yo debía haber respondido que no tenía autoridad inmediata sobre mí, sino en caso de visita, en que no se hallaba, pues entre los dominicos toda la autoridad inmediata y económica de cada convento pertenece exclusivamente al prior, que por eso ocupa en toda función el lado derecho, aun presente el provincial; y es por ese proverbio entre ellos que el Orden de predicadores es orden de priores. Pero el que era entonces prior, a más de ser mi enemigo por envidia, tenía el honor de ser muy humilde mandadero del provincial, como sucede casi siempre que es europeo y el prior criollo, aunque éste era demasiado bajo, y aquél demasiado altivo.

Por tanto respondí que los dominicos, así como no emiten otro voto expreso en la profesión que el de obediencia, así tampoco la prometen sino bajo la cláusula expresa secundum regulam et constitutiones fratrum praedicatorum, que según Santo Tomás limita a su tenor nuestra obediencia: Que según nuestras constituciones de forma judicii a ningún religioso se puede arrestar, sin previo proceso en la Orden, de que haya resultado plena o semiplena probanza; y ni así permiten arrestarle si es religioso de distinción, y no hay peligro de fuga, por la nota que siempre queda: Que a mí no se me había hecho proceso en la orden, y que tampoco había peligro de fuga, y era religioso de distinción, no sólo como lector, sino como doctor, cuyos privilegies estaban obligados a guardarme, así por haberlo jurado los prelados a la Universidad cuando me gradué, como por estar recibidos sus grados en nuestra provincia de Santiago de México por nuestra constitución: Ordinationes pro Provincia Sancti Jacobi de México.

Además de eso soy noble y caballero, no sólo por mi grado de doctor mexicano, conforme a la ley de Indias, [83] ni sólo por mi origen notorio a la nobleza más realzada de España, pues los duques de Granada y Altamira son de mi casa, y la de Mioño, con quien ahora está enlazada, disputa la grandeza, sino también porque en América soy descendiente de los primeros conquistadores del Nuevo reino de León, como consta de las informaciones jurídicas presentadas y aprobadas en la Orden, y, por consiguiente, conforme a los términos de las leyes de Indias, soy caballero hijo-dalgo de casa y solar conocido con todos los privilegios y fueros anexos a este título en los reinos de España. Claro estaba que el hábito de Santo Domingo, que han vestido tantos santos, obispos, patriarcas, papas, príncipes y reyes, no me había quitado la sangre, y yo podía alegar, como San Pablo, los privilegios de mi nobleza nativa contra las prisiones y atropellamientos.

Respondió el provincial inmediata aunque verbalmente con el mismo superior que mi prisión era de orden del M. R. arzobispo. Entregué la llave por respeto, y bajo la protesta de representar mi derecho contra la fuerza que se me hacía. A la mañana siguiente envié con el mismo superior un escrito al provincial, en que le extractaba ocho Bulas pontificias sobre nuestros privilegios, copiadas del Bulario de la orden, por las cuales consta que ni aun por delitos cometidos fuera del claustro estábamos sujetos a la jurisdicción del ordinario. Privilegios a que según los cánones no pueden renunciar ni los generales de las órdenes, ni las órdenes enteras, sin expresa licencia de la Sede Apostólica, que los ha concedido porque media su interés. No me acuerdo del lugar, pero sí de las palabras dirigidas a un abad general: etiam si sponte volueris de iure tamen nequiveris sine consensu Sedis Apostólicae. Fuera de eso hay Bula inserta en la constituciones dominicanas, por Bandele, según la cual todo prelado de la orden que atentare a renunciar alguno de sus privilegios, queda ipso facto incurso en la deposición de su empleo. [84]

Respondió el provincial con el mismo superior, también inmediata y verbalmente, que él creía que sí estaba yo sujeto al ordinario. No bastaba que él lo creyese; era menester que me lo hiciese ver, respondiendo a mis argumentos. Repliqué con otro escrito que le llevó fray Agustín Oliva, lego sayón de las prisiones, destinado custodio de la mía, en que le pedía se sirviese declarar por escrito si mi prisión era de orden del arzobispo, como me había enviado a decir, o de la suya si lo fuese. Respondió con el mismo lego que no quería; respuesta, aunque malcriada, muy común en los prelados de los claustros, pero tanto más ilegal cuanto por la Constitución de los dominicos no les obligan ni los preceptos formales de obediencia si no se les intiman por escrito. Y para que no le estuvieran llevando mis escritos, prohibió a los religiosos toda comunicación conmigo, y aun para impedírmela toda, solía andar él mismo haciendo alrededor centinela. Viendo salir a mi criado por la azotea, envió también a quitarme la escalera que tenía. Él ignoraba, sin duda, que mi puerta, cuya chapa era de tornillos, se abría por dentro, y por allí eché un escrito para el arzobispo, en que, refiriéndole lo que decía el provincial, le hacía presente la ilegalidad de mi prisión sin haberme oído, y pedía serlo, pues estaba pronto a dar mis descargos, y que para ello se me permitiese nombrar procurador y abogado. Domingo Velasco llevó y entregó este escrito a Flores, secretario del arzobispo, quien se ocupó en inquirir de él si había llevado de mi parte muchas esquelitas, lo que ciertamente no había hecho, excepto una carta enviada al canónigo Conejares, comensal del arzobispo, para que me aplacase al arzobispo, que una vez embrazado el escudo, como su paisano D. Quijote, no era capaz de aplacarse hasta sepultar en una entera ruina al criollo follón y malandrín que se le ponía entre las cejas. Sobresalía yo demasiado por el favor de mis paisanos, para merecer misericordia.

La respuesta a mi escrito fue llamar otro día a mi [85] provincial, a quien, sin duda, se quejaría por haberme revelado que mi prisión era de su orden, lo cual dejaba su injusticia en descubierto, pues el provincial volvió furioso del Arzobispado, y envió los padres Ponce y León mayor a quitarme los libros que tuviese de la librería del convento, para que no estudiase en mi defensa, papel y tintero, con el cual se quedó para siempre el padre Ponce, conminándome con severo castigo si volvía a escribir otra cosa en mi defensa. ¿Se habrá visto un despotismo semejante? En el Arzobispado se le dio carpetazo completo a mi escrito, pues después vi en España que no se había agregado a los autos. No obstante, mi escrito los había puesto en cuidado, pues a los quince días de mi prisión se presentó un notario del Arzobispado en mi celda a leerme una orden del arzobispo, dirigida al provincial, en que decía que respecto de haberse quejado el Cabildo de Guadalupe de que en los días de Pascua de Navidad había yo salido a sostener en varias casas lo mismo que había predicado, me tuviese a su disposición.

Era una mentira, y la orden forjada posteriormente sobre juicio probable para remendar la ilegalidad de mi prisión y cubrir la connivencia criminal de mi provincial, pues si hubiese existido antes, ni él hubiera tenido dificultad en confesármelo por escrito, ni hubiera sido necesario que tanto tiempo después viniese un notario del Arzobispado a hacérmela saber. Es verdad que la fecha estaba retrasada hasta el día de San Silvestre, porque no la pudieron retrasar más; pero eso mismo prueba la ficción, porque mi prisión había sido el día de los Inocentes, y, por consiguiente, anterior a la orden. ¿Cómo era creíble tampoco que los canónigos se hubiesen quejado de que yo sostuviese privadamente lo que ellos querían que predicase como cierto si estaba fundado? En la Pascua aún no se podía saber si lo estaba, ni después tampoco, pues no se me había oído. Esta queja creo que fue fraguada con el procurador del Cabildo D. Francisco Cisneros, vulgo Pancho Molote, truchimán conocido del arzobispo [86] que ya andaba enredando contra mí. Al cabo nada de eso autorizaba a S. I. para mi prisión, pues según el Concilio de Trento, Sess. 25 de Reformatione, sólo en caso de haber predicado herejías puede un obispo proceder en derecho contra un predicador exento; y tan no cabía en el caso acusación de herejía, que la herejía estaría en acusarme de ella, pues este es un axioma teológico de Ricardo de San Víctor; tan herejía es negar que es de fe lo que lo es, como afirmar que es de fe lo que no es; y seguramente no lo son puntos de historia particular, sobre que únicamente había girado mi sermón.

Aun cuando hubiese sido cierto que en casas particulares había yo sostenido lo que prediqué, y que eso diese autoridad al arzobispo sobre mí, no por eso se seguía la necesidad de encerrarme: bastaba mandarme que no saliese del convento. Pero yo, sabiendo que el arzobispo no tenía jurisdicción sobre mí, ni el provincial poder para arrastrarme en ningún caso dado, salvo peligro de fuga, para quitarle todo asidero le presenté escrito, ofreciendo fianzas de la seguridad de mi persona a su satisfacción, de religiosos, de seculares, o presbíteros seculares. No me contestó, conforme al despotismo monacal.

El envidioso y bajo prior, doctor de siete erres y adulador consumado también, no omitía darme algunas molestias rateras; y habiéndome sacado un domingo como solían, a oír misa en el oratorio de la enfermería, mandó saquear todos los papeles de mi celda, hasta de mis escritorios, para quitarme las defensas o documentos que pudiera tener, averiguar mi correspondencia y apoyos sobre que constase, o hallar sobre qué acriminarme. Todo de orden del provincial, e influjo del arzobispo: y el contenido del más mínimo de mis papeles andaba en boca de los frailes, comunicado por el indecente prior.

Yo, sin embargo, tenía firmeza sobre mi sermón; pero llegó a mi puerta mi amigo el marqués de Colina, y me aconsejó cejase, porque amenazaba un edicto, y ya sabía el furor con que estas piezas se disparaban del Arzobispado. [87] Luego vino el padre Ponce a asegurarme que S. I. no deseaba para cortar el asunto sino una sumisión de mi parte en los términos humildes que había escrito a Conejares; y como sabía de esta carta privada, lo creí como iniciado en los secretos del Arzobispado. Seguramente no era más que un precursor, pues al día siguiente me llamó el provincial y me recibió c= on el aparato terrorífico de un inquisidor para tomarme una declaración; y aunque no era cosa tocante a mí, siempre me amenazó para su propósito. Comenzó luego a ponderarme el vigor con que iba el asunto, y que estaba destinado a ir desterrado al convento de las Caldas, cerca de Santander, en España. ¡Y aún no se había substanciado el proceso, ni se me había oído! Él habría sugerido la especie, que no hubiera podido ocurrir al arzobispo. Y así prosiguió que para cortar el asunto no había otro medio que el de una sumisión, en cuyo caso me prometía todo el influjo y protección de la Orden. Caí en el lazo e hice dos sumisiones que no le gustaron, y me mandó que precisamente pusiese que había errado, y pedía humildemente perdón. Obedecí; pero tuve la advertencia de poner que lo hacía por no poder sufrir más la prisión, que ya era de veinte días, sin contar quince días de mi antecedente reclusión voluntaria. Esta adición anulaba la retractación; pero no se buscaba más que un pretexto para eludirme la audiencia; y sobre la palabra equívoca de haber errado (que yo no entendí sino de un yerro de prudencia, ni creía posible entenderlo fuera de un error de historia particular, sobre que había girado el sermón) chantarme todo género de errores.

¿Procedía ya el provincial con intención de perderme? Hasta aquí no sabré decirlo, porque me aconsejó inmediatamente que escribiera muchas esquelitas a mis conocimientos para que mediasen con el arzobispo. Quería, pues, servir a éste, mas que fuese para perderme, y que otras manos, si podían, me libertasen. Yo era tan simple, que no escribí a nadie, porque me pareció que en un asunto tan de poca entidad como un yerro de historia [88] que sólo había predicado como probable, ofreciéndome desde entonces a retractarlo si se me probaba ser falso, sobraba ya con haberlo retractado, y no era necesario incomodar a mis amigos. Ignoraba yo el poder de la envidia, y cuan grande era la que habían excitado cuatro aplausos dados a mis sermones.

Me quedé atónito cuando al día siguiente de mi retractación, tan claramente forzada y nula, se apareció un notario del Arzobispado a pedir la ratificación de haber sido voluntaria y espontáneamente hecha. Respondí que voluntariamente repetía lo que había escrito el día anterior, esto es, que hacía la sumisión por no poder tolerar la prisión. Y para evitar explicaciones me salí de mi estudio a mi jardín a platicar con Fr. Agustín, mi custodio, y sólo volví para firmar cuando me llamó el notario. Quiso leerme, y yo le repliqué que si no había puesto lo que yo le había dicho, respondió que lo mismo; y sin que me leyese, firmé como aconsejaba el apóstol a los corintios, caso de dudar si la comida había sido ofrecida a los ídolos; nihil interrogantes propter conscientiam.

Yo había enviado a pedir a Borunda su obra, y me envió sólo algunos pliegos del fin, que me llegaron en este intermedio. Los leí muy aprisa y por encima, así porque no me los quitasen en algún nuevo saqueo, como por haber hecho ya mi sumisión. Confieso que lejos de haber hallado las pruebas incontrastables que el hombre me había asegurado tener, hallé una porción de dislates propios de un hombre que no sabía Teología, y aun de todo anticuario y etimologista, que comienza por adivinanzas, sigue por visiones y concluye por delirios. El hombre había leído mucho, concebía y no podía parir, y lo que paría no podía hacerlo valer, por falta de otros conocimientos.

A consecuencia fue tal mi abatimiento, que habiéndome llamado el provincial cinco días después de mi primera sumisión para decirme era indispensable dirigir otra al Cabildo de Guadalupe para que retirase su demanda, [89] que forzado por el arzobispo había puesto contra su dictamen, le ofrecí en mi sumisión toda satisfacción, y aun la de componer e imprimir a mi costa una obra contraria a mi sermón. Y lo hubiera cumplido, aunque habría quedado tan mal como Bartolache, porque no hay peores defensores de una patraña que hombres de talento: malae causae peius patrocinium. El Cabildo, que estaba a mi favor, envió a su secretario, el Dr. Leyva, para significarme lo complacido que quedaba el Cabildo de mi sumisión, y que la había pasado a su prelado para que allá surtiera el deseado efecto. Me hizo saber su resolución a mi favor en el pelícano del 16 de Diciembre, que en aquel mismo día ya me había avisado el canónigo Gamboa; que el Cabildo procedía forzado, y estaba admirado de que yo no hubiese roto, quemado o negado el sermón, sabiendo la antipatía del arzobispo con los criollos y sus glorias. Yo le protesté que mi retractación sólo era condicional, caso de cumplírseme lo prometido de cortar el asunto en su virtud. El me respondió que me aconsejaría siempre el camino de la humildad. Y yo le contesté que estaba corriente, caso de cumplírseme lo prometido; si no, estaba resuelto a defender mi honor hasta el último extremo. Pues aunque nada hallaba en Borunda útil para mi defensa, los fundamentos que yo tuve en el fondo de mi propia instrucción para adoptar su sistema, y tengo ya expuestos, eran suficientes para mantenerme con gloria sobre la defensiva.

Viendo que pasaban días y la cosa proseguía, escribí al canónigo Uribe, en cuyo poder supe que estaban los autos para la censura, sobre el mismo tono que hablé al Dr. Leyva, y me escribió que me rogaba por el amor que me tenía no dijese a nadie que mi retractación había sido forzada. Este conjuro tan tierno como pérfido, pues al mismo tiempo estaba pidiendo un edicto contra mí e instando para que el asunto pasase a la Inquisición, que aunque solicitada del Arzobispado no quiso admitirlo por no pertenecer a la fe, me entretuvo algún tiempo. [90] Más me contuvo todavía el dictamen de un abogado a quien consulté sobre si efectivamente tenía el arzobispo jurisdicción sobre mí. Y me contestó que sí, como sucesor de los apóstoles. Como se me tenía sin libros, no podía yo instruirme a fondo contra semejante disparatón. Es menester confesar que la habladuría inmensa del pueblo excitada por el arzobispo, el ruido inmenso que metían mis émulos, el abandono general de mis tímidos amigos y las tropelías de = los frailes me tenían indeciso, aturdido y aturrullado, especialmente siendo yo muy dócil por mi naturaleza y deferente al dictamen ajeno.

Melancólico, por tanto, y desvelado sobre la ventana de mi celda, vi a un fraile que a deshora de la noche escapaba del convento para ir a ver una vestal que había sacado de casa de mi barbero. Me ocurrió entonces que yo también podría salir a dar un poder con que interponer recurso de fuerza ante la Real Audiencia, retractando las dos retracciones que se me habían sacado por violencia y engaño. Y llamando a un religioso amigo le encargué se informase de aquel fraile por dónde salía y cómo no hallaba otra dificultad. Pero al mismo tiempo escribí consultando al Dr. Pomposo, quien me respondió no convenía que saliese, aunque mi ánimo era volver en la misma noche a mi celda. Mi amigo el religioso vino a decirme anoche que el pillo aquel se había escapado temprano del convento por el Tercer Orden; pero que yo podía salir, porque no había dificultad en la salida. Yo le respondí que había consultado a un abogado y no convenía.

Empero el que había dormido fuera del convento estaba picado, porque yo en tono de compasión le había preguntado a mi barbero adonde se había llevado aquel pícaro la infeliz muchacha que había sacado de su casa. Por eso vino por la mañana a decir al provincial que yo, por medio de otro religioso, estaba haciendo diligencia para irme a San Francisco o San Agustín. Ciertamente no hubiera sido un delito, estando preso ilegalmente por autoridad incompetente y oprimido hasta el extremo de [91] negárseme todo recurso a los tribunales del rey, tomar para hacerlo un asilo que a los religiosos conceden los cánones. Pero tampoco para salir de una vez del convento necesitaba yo salir de noche ni auxilio de religioso. Mi puerta se abría por dentro, y aunque el provincial, sabiendo que yo la abría muchas veces para recibir algo, había mandado poco antes poner un candadillo a mi puerta, mi criado lo habría quitado por fuera, o yo, descolgándome por mi ventana, habría salido entre las cuatro y las cinco de la mañana, en que la iglesia está abierta y el convento dormía.

Bastó, no obstante, a nuestro sultán el dicho de un fraile tan desacreditado y díscolo que hasta la Inquisición había tenido que reprenderlo, para poner a mi amigo sin otro preámbulo en un calabozo y trasladarme de mi celda a otra que estaba ya sirviendo de prisión después de muchos meses a otro religioso preso por Gandarias, sin otro proceso que por ser nuestra voluntad y sin otra autoridad inmediata que la del padre Libevo, cuyos poderes llevaba estampados en su cara. Todo lo que pude conseguir, pasado el primer día en mi nueva prisión, fue luz y mi breviario; pero ni se me dio una mesilla para comer, ni quiso el provincial franquearme algunos libros de mi librería para mi consuelo, porque en todos los libros le parecía que podía yo estudiar para mi defensa. El indito que me servía, precipitándose por unas secretas a la huerta, llegó a las rejas de mi prisión el lunes de la semana in Passione, y me avisó de parte de mi amigo que el día anterior, domingo, se había trabajado clandestinamente en la imprenta para imprimir un edicto contra mí. S. I. había dispensado para esta obra piadosa, con el objeto de que no llegase a mi noticia y pudiese interceptar la publicación con un recurso a la Real Audiencia. Por eso al meterme otro día el desayuno, salí rápidamente hasta la celda del provincial, e instruyéndole, pedí arbitrio y recurso de interponer recurso de fuerza. Me respondió indignado que no me lo daba ni quería dármelo, [92] que ya no era tiempo (¿por qué no había de ser?), que me estuviese quieto, y reprendió a mi alcaide porque no me había impedido la salida.

El día de la Encarnación se publicó inter missarum solemnia en todas las iglesias de México, inclusa la de mi convento, con el nombre de edicto, un libelo infamatorio contra mi persona nominativamente, mandándose publicar igualmente en un día festivo y de la misma manera en todas las iglesias del Arzobispado por cordillera, y enviarse a todos los obispos sufragáneos para que lo publicaran, si les pareciera, como parece lo ejecutaron, excepto el del Nuevo Reino de León, mi patria, donde soy examinador sinodal, mi familia la primera del reino, y el obispo Valdez era mi amigo, criollo, y sabía el pie de que cojeaba el arzobispo. Se reimprimió el edicto en pequeño para que se vendiese, y, por último, se insertó en la Gaceta. Furor illis secundum similitudinem serpentium. El padre Ponce, consternado, fue el primero que llegó a mi puerta para darme la noticia.

A otro día, viernes de Dolores, después de las once, en que ya había entrado la Real Audiencia en vacaciones de Semana Santa, un notario vino a intimarme la sentencia del arzobispo a petición de su fiscal nombrado a propósito y su adulador conocido el tuerto Larragoiti, cura del Sagrario. Se me condenaba a diez años de destierro a la Península, reclusión todo ese tiempo en el convento de las Caldas, cerca de Santander, que está en un desierto, y perpetua inhabilidad para toda enseñanza pública en cátedra, pulpito y confesonario, suprimiéndome el título de doctor que tengo por autoridad pontificia y regia como en virtud de la sentencia. Todo esto decía el fiscal que era por piedad y clemencia de S. I. Estaban presentes Fr. Juan Botello, adlátere vilísimo del provincial, el padre Ponce, Fr. Agustín Oliva, y a la puerta el prior Herrasquin, que al fin se acordó era criollo y exclamó: «¡Jesús, ni hereje que fuera!» A mí no me hizo impresión alguna; estaba ya insensible; como hombre de honor y de [93] nacimiento, había recibido con el edicto el puñal de muerte.

La sentencia era nula por todos cuatro lados: como ilegal, pues lo había sido el proceso; como injusta, pues no había negado la tradición de Guadalupe, y sabía como teólogo que nada había en el sermón digno de censura teológica, aunque el arzobispo decía que, según los censores, estaba lleno de errores, blasfemias e impiedades. Era nula, por ser contra los privilegios de regulares; por consiguiente, contra las leyes de Indias que los garantizan y el patronato real. Yo debía apelar, y podía, a la Real Audiencia, a los jueces apostólicos conservadores de los privilegios de mi orden, y al obispo de Puebla, como delegado de la Silla Apostólica. Pero así como la sentencia no se me vino a intimar después de la publicación del edicto, para que la apelación, que seguramente hubiera interpuesto entonces, no la impidiese, así se me vino a intimar la sentencia cuando ya había entrado la Real Audiencia en vacaciones, para frustrarme la apelación si la interpusiese.

Branciforte, compadre del arzobispo, caco venalísimo, le hubiera prestado auxilio contra mí, y el provincial hubiera ayudado al arzobispo a ocultar la apelación. Pongamos que llegase a los jueces conservadores, los canónigos Campos y Omaña eran dos arzobispales. El obispo de Puebla no hubiera chocado con el arzobispo por un fraile; eran lobos de una camada. ¿La admitiría la Audiencia? Y admitida, ¿se me hubiera hecho justicia, conforme a la inmensidad de mi descrédito, que era lo que más me aquejaba, habiendo principalmente fiscal y oidores nuevos, es decir, adeudados para su transporte, y prontos a sacrificarse a un prelado que no reparaba en medios y derramaba el dinero como agua para completar su venganza? Era notoriamente tan inexorable que todo el mundo me había abandonado, y hasta los que parecían mis parientes se avergonzaban de parecerlo, aunque en toda la América no había quien pudiera excederme en nobleza. [94] Con los frailes nada se tiene que contar cuando el prelado es contrario; son esclavos con cerquillo, como los militares con charreteras. Y si el perseguido sobresale, no debe contar en su comunidad sino con enemigos. El infierno se desencadena contra él; ya mi vida no era vida en el claustro; no se perdonaba ningún medio para deslucirme, desacreditarme y perderme hasta con anónimos al Gobierno. Gandarias tampoco me había dejado otro bien que el hábito blanco que tenía sobre el cuerpo. Al cabo temí un veneno; este crimen no es tan raro; el mismo fraile que me había acusado de querer tomar un asilo, había envenenado a su maestro de novicios, García el Malagueño. Principalmente desde que se publicó el edicto, formé la resolución de vivir sepultado lejos de mi patria, o hacerlo retractar y prohibir, lo que sólo creí que era asequible en España, donde ignoraba el influjo que daba al arzobispo el dinero.

Así reservándome el reclamar ante el rey, entregué mis manos al verdugo. Soldados vinieron a mi prisión desde la media noche, y después de las tres de la mañana salí de México, domingo de Ramos, tan desairado como Jesucristo en ese día, después de tantos aplausos. La tropa estaba encargada de no dejarme hablar con nadie, y las órdenes que llevaba debían ser tan rigurosas que, aunque llegamos de noche a Veracruz y soplaba un Norte tan fuerte y peligroso que tuvo todavía tres días después sin comunicación a la ciudad con el castillo de San Juan de Ulúa, que está media legua dentro de la mar, se me embarcó para él inmediatamente a todo trance. Mientras se preparaba un calabozo para mi alojamiento, el teniente de rey me dijo en tono de admiración: «Usted es el primer europeo que pierde S. I.» «No –le respondí–; soy criollo; se me ha condenado sin oírseme, y para que no me defendiera se me quitaron libros, papel, tintero y comunicación.» «Válgame Dios –exclamó–; las mismas prohibiciones se mandan hacer acá.» La injusticia y tropelía era tan manifiesta que allá, dentro de la mar, en el fondo de un [95] calabozo, todavía temía el arzobispo el reclamo de un infeliz abandonado de todo el mundo por temor de atraerse su ira. El provincial tuvo también la indignidad de escribir al Castillo se me tratase con escasez, porque el convento era pobre. Y me constaba que era un banco de plata, pues contando con un fondo de sesenta mil pesos en haciendas y fincas, excepto los prelados que tiran unos sueldos más que regulares, a los demás frailes no se da sino comida y cena, y cada uno se desayuna, viste y vive de su casa o sus arbitrios. Para traer frailes de España que vengan a alternar en las prelacías y honores, dejando exclusivamente el coro a los criollos, paga el convento mil pesos por cabeza puesta en México; y tan no los ha menester la provincia, que se deja sin estudios la mayor parte de los jóvenes criollos para que tengan los padres de España, cuando vengan, burros que arrear. Así dicen ellos, y suelen serlo más. Sólo para un hijo benemérito de la provincia era el convento tan pobre, que para costear el transporte a su destierro fue necesario apoderarse de su librería, que nada debía a los frailes. Este, sin embargo, era el mismo Gandarias que para sostener a un carmelita obscuro había, siendo prior, hecho tan ruidosa resistencia a la provincia de los carmelitas y a órdenes de la Real Audiencia; y a un religioso de su propia Orden, que daba honor a su hábito, lo sacrificó contra los privilegios de su Orden. La diferencia era clara: yo soy criollo, y aquel era europeo. El provincial le venía al arzobispo como anillo al dedo.

Yo estuve en el Castillo dos meses, demora necesaria para instruir a sus tres poderosos agentes en Madrid, y armar la maroma en los canales por donde yo podía solicitar justicia, y que se continuase contra mí la misma iniquidad y tropelía. El día infraoctava del Corpus se me embarcó, convaleciente de fiebre, y bajo partida de registro, en la fragata mercante la Nueva Empresa. Mientras ella navega yo voy a dar cuenta del dictamen que dieron sobre mi sermón los canónigos Uribe y Omaña, escogidos por el arzobispo a propósito para condenarme.

Memorias de Fray Servando Teresa de Mier

[Editorial América, Madrid 1917, páginas 81-95.]

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