Ricardo Monner Sans, La fiesta hispanoamericana, Buenos Aires 1918
[ Ricardo Monner Sans 1853-1927 ]
 
 
R. Monner Sans
C. de la R. A. de la Historia

 
 
La fiesta hispanoamericana
 
 

 
Discurso
en la Escuela Argentina Modelo
(12 de octubre de 1918)
 

 
Buenos Aires
1918

 


Señoras:

     Señores:

Sean ante todo mis primeras palabras de sincero pláceme a la inteligente Dirección de la Escuela Argentina Modelo, por haberse asociado con esta fiesta al íntimo regocijo de la gran familia hispanoamericana, con motivo de celebrarse el día de mañana, 12 del actual, aquel portentoso descubrimiento que completó la redondez de la tierra. El hecho, sin embargo, no es de maravillar, ya que por fortuna para las que frecuentan sus risueñas aulas, al frente de este Establecimiento se hallan una educadora insigne{1} y un ilustre catedrático{2}, cuales apellidos a las claras descubren su origen hispánico; si gloria él de la ciencia geográfica argentina, en el atrevido supuesto de que la ciencia tenga patria determinada, gloria ella de ese arte dificilísimo de modelar corazones, más que de [4] nutrir cerebros. Para ellos, pues, y en primer término deben ser esta tarde los aplausos de concurrencia tan distinguida, aplausos que estoy cierto, ya que los conozco bien, ofrecerán a su vez, más que de buen grado, con entusiasmo a la heroica España y a su hija muy amada la República Argentina.

 

Señoras y señores:

En el continuo soliloquio en que el hombre vive, buscando mientras alienta la verdad, heme preguntado más de una vez qué significado tenía la frase Fiesta de la raza{3}, y confieso con pesar, ya que siempre conturba no caminar al hilo de la gente, que no di con su significado, ya que hoy, en el siglo XX, no acierto a ver más que una raza, la humana, raza que gracias a la potencia de su cerebro se distingue de los demás seres vivientes que pululan por sobre la haz de la tierra carentes de racionalidad. A mi parecer, [5] y bien puedo andar descarriado en mi raciocinio, el día 12 de octubre de cada año, no es la fiesta de ninguna raza; es, a lo sumo, y ello ya es mucho y grande e interesante para nosotros, la fiesta de la gran familia española, fiesta íntima a la que asociarse pueden todos los pueblos de la tierra, como a las fiestas íntimas de nuestros individuales hogares se asocian cariñosos amigos y aun deferentes conocidos. Apellidar Fiesta de la raza a lo que es sencilla y netamente fiesta de la familia hispanoamericana, se me antojó siempre inadmisible hipérbole, pues pugna con la lógica y con la historia.

Cierro los ojos; me reconcentro en mí mismo, y me retrotraigo a los años cercanos al descubrimiento. Un príncipe enamorado, se prenda de virtuosísima dama de regia estirpe, y por decretos del Altísimo al juntar con sus palmas sus corazones, Aragón y Castilla se abrazan. Sin esta unión de las dos coronas no hay descubrimiento de América. Aquel casamiento es el preludio de hecho tan grandioso que debe realizarse a poco con el concurso de la Cruz y de la espada; la Cruz que ampara al visionario en el Convento de la Rábida y que lo lleva con Deza a los claustros de San Esteban de Salamanca; la espada nunca vencida que lleva en su cinto el diplomático más grande de aquellos siglos, D. Fernando el Católico. Empresa que [6] naciera bajo los auspicios del lábaro Redentor y de la tizona que trozara el último eslabón de la dominación muslímica, debía forzosamente llevar al nuevo continente con la Religión del Crucificado, los arrestos, el brío y la pujanza de un pueblo que durante ocho siglos batallara por su independencia.

¿Qué raza, pues, hizo el descubrimiento? ¿La latina? No por cierto, aun suponiendo que ella exista{4}: latinos son, al parecer, los portugueses que calificaron de atrevido, vano y de toda repulsa digno el proyecto de Colón, y latinos los genoveses que ni oír quisieron las pretensiones del después inmortal almirante. ¿La raza española? Tampoco, ya que nunca se engalanó la familia hispana con tan pomposo nombre.

A España, a ella sola, corresponde la gloria del descubrimiento y civilización de América, y aquí trajo cuanto tenía y podía dar: sangre, religión, idioma, usos y costumbres, y si con sus misioneros penetró tierra adentro la consoladora doctrina de Cristo, con sus capitanes, hombres al fin hijos de su patria, entró en el nuevo continente lo que por herencia [7] llevaban en el alma: valor, hidalguía, nobleza, y lo que más tarde debía brotar con entusiasmo, el espíritu de independencia. Los gritos emancipadores del Perú, de Méjico, de Buenos-Aires, ecos son, lejanos es cierto, pero ecos a la postre, de aquel grito de indómita fiereza que en las montañas astures lanzaran las huestes del invicto Pelayo.

Hablemos en horabuena y en fecha tan gloriosa para el hispano estandarte de la fiesta familiar que celebran hoy con la península las nacionalidades todas de las Américas Central y del Sur, y hablemos, si ello es posible con el alegre clamoreo que demanda hecho que por su magnitud nos envidian todas las naciones de la atribulada Europa.

Dos fueron, si mi visión no me engaña, los móviles que espolearon el alma española para que con tesón emprendiera, tras el descubrimiento, la civilización de América: el ideal, de todo egoísmo exento, aquel que por cima de todo ponía el nombre de España, y el material, muy humano dígase lo que se quiera, de buscar a la vez el individual provecho. No hay tiempo para demostrar con nombres y citas, que en la colonización española, el idealismo contó desde los comienzos con más adeptos que el materialismo.

Por fortuna, en estos últimos tiempos, más los extranjeros que los peninsulares, se afanaron [8] en probar que si la literatura española no cuenta con un verdadero poema épico, en el estrecho sentido de la clásica definición, mostrarle puede al mundo dos verdaderas epopeyas, reales, vividas, con personajes de carne y hueso, que realizan hazañas que podrían por su grandeza tacharse de fabulosas si en su abono no tuviesen el monumento de granito o piedra, o el documento escrito de indiscutible autenticidad. Me refiero a los ochocientos años de rudo batallar con las agarenas huestes, y a la heroica, casi titánica empresa de descubrir y evangelizar un mundo. Tengo para mí, y quizás también en esto discurre mi pensar por torcidas vías, que a los conquistadores más les movió el afán de glorias y de renombre que los míseros doblones que pudieran recoger como menguado premio a sus empresas y penurias. Espíritu aventurero el español, con poco de Sancho y mucho de Quijote, a la conquista de un nuevo mundo se lanzó grabando como caballero medioeval a guisa de mote en su escudo de combate: «Por Dios y por España», y así fue levantando doquier templos y fundando municipalidades, templos que eran pregoneros en las nuevas tierras del triunfo de la Cruz sobre la media luna; municipalidades herederas de aquellas celebérrimas Comunidades de Castilla que hablaban de libertad cuando las demás naciones dormían aún en sus ideales [9] cunas, mecidas por el férreo brazo del feudalismo. Tales ideas aventadas en países nuevos, debían por lógica natural, prosperar, y prosperaron; la semilla caída en tierra virgen debía fructificar, y fructificó. El grito de independencia que brotó de los labios de los Cabildantes americanos, es la más palmaria prueba de que estas nacionalidades hijas son de aquel pueblo indómito y altanero que sabía obtener fueros de sus despóticos reyes y crear autoridades tan simpáticas como el Justicia de Aragón; hijas de aquel solar que si vio morir en hora aciaga a Padilla y a Maldonado, supo levantarse como un solo hombre cuando el Corso, aun no ahíto de engullir naciones, quiso atarla a su carro triunfal.

Comprensible es, y por lo tanto disculpable, que aquí en América, durante el fragor de los combates, más que del corazón, de los labios brotaran frases contra los representantes del poder real; como más comprensible es aún que calmado el ardor de la contienda, y olvidado ya el centellear de aceros y el estampido de arcabuces, el afecto fuese tomando de nuevo en los pechos americanos el lugar que ocupar debía, afecto que traía aparejados admiración y gratitud. Y así cuando los saludables vientos americanos fueron barriendo de la caldeada atmósfera recelos y prevenciones, nació espontánea, sin protocolares formas, y sin almidonados [10] pactos diplomáticos la confederación afectiva, que debían primar, como han primado al fin, los sentimientos sobre las ideas. El poeta se ha adelantado siempre al pensador; el lirismo, por lo que tiene de seductor, arraiga fácilmente en el alma de los pueblos.

El vate, pues, el literato, el artista, gentes que nada saben de intereses materiales, vuelven los ojos hacia aquella España, museo y archivo de imponderables grandezas: se entusiasma ante aquellos capitanes que a estas playas llegaron cantando estrofas de nuestro sin par Romancero; admiran a aquellos cogullados de macerada faz, que traían en sus manos, pálidas como blancas azucenas, el corazón llameante de amor por los salvajes habitantes de las tierras vírgenes; y en su admiración y entusiasmo, orgullosos se sienten de descender de quienes supieron obscurecer las más fantásticas leyendas, ya con los mandobles de sus bien templados aceros, ya con la abnegación y el sacrificio de los ministros del altar que sabían morir con la sonrisa en los labios en las selváticas tierras americanas, como con la sonrisa en el rostro morían en el circo romano los primeros mártires del Cristianismo.

Tal admiración, entusiasmo tan férvido puesto de relieve ha sido por los mismos historiadores americanos. «Los conquistadores –dice [11] el caraqueño Michelena, en su obra Viajes científicos– pasados los primeros días del combate, llamaron a los indígenas a la vida social, los instruyeron en las artes de primera necesidad, y más tarde en las ciencias y bellas letras. La religión fue uno de sus primeros cuidados si no el primero; y últimamente como una prueba de su afecto, contrajeron alianzas con las cuales mezclando su sangre a las de los pueblos conquistados, se identificaron con ellos formando una sola y misma familia, y atravesaron muchos siglos en perpetua unión: mas si después el estado avanzado de la sociedad americana hizo que se hiciesen independientes de sus padres, llenaron en este acto el destino de los hombres y de las naciones; pero en cambio de la extinción del poder sobre ellos, les han asegurado un amor sin término de tiempo y sin límites en su afecto.»

Sí, el escritor venezolano tuvo razón, tanto que aun durante los días en que en América se batallaba por la libertad, no se habían olvidado los lazos afectivos que la unían con la madre patria, probándolo los mensajes de amor y los ofrecimientos de apoyo que estos países hicieran a la nación descubridora cuando las tropas napoleónicas conmovieron a España con el sonar de sus pisadas o el altanero piafar de sus corceles de guerra. Y es que a despecho de [12] extranjeras injerencias, de egoístas cálculos forasteros, de mal disimuladas envidias, de deseadas apropiaciones, perseguidas con frío pensar, la sangre americana, española al fin, hervía al mismo fuego que la peninsular; y si ansiaba libertad no era, como no ha sido nunca, para maldecir a quien le diera vida, sino por creer que el reloj del tiempo estaba dando las campanadas anunciadoras de su emancipación.

¿Cómo se llamaban en la Argentina, aquellos defensores de la unión afectiva de España con estas repúblicas motejados, por espíritus mezquinos, de soñadores, de idealistas? Se llamaban Tomás Guido, Bartolomé Mitre, Nicolás Avellaneda, Andrés Lamas, Ángel Justiniano Carranza, Enrique Peña, Lucio Vicente López y varios más, entre los que descollaba el poeta genuino representante del pensar argentino, aquel vate con melenas de león y alma de niño, Guido y Spano, quien dijo entre otras cosas muy bellas y bien trovadas en 1892:

Iberia expía, abriéndose las venas
su heroicidad terrible; queda exangüe,
y ya no embraza el diamantino escudo
ni el cetro de oro al universo impone.
Empero, del pasado entre las nieblas
la verdad resplandece. Si sus armas
por adalides épicos regidas,
la América lidiando sojuzgaron,
diéronla, en cambio, cuanto darla pudo:
su fe, su lengua, su valor, su genio. [13]

Galopaban que no corrían los últimos años del pasado siglo, y a mi vez decía, con mejor deseo que inspiración, al son de una lira, si poco vibrante, aun moza, pues era en 1891, aludiendo a esa seductora corriente de ideas afectivas:

¡Qué importan las conmociones
de discordias ya olvidadas,
si a pasiones falseadas
vencieron tiernas pasiones!
En los nobles corazones
caber no puede el rencor,
y al extinguirse el rumor
de mil combates sangrientos,
se alzaron dulces acentos
con dulces cantos de amor.

De entonces mi patria tierra,
con amoroso embeleso,
le manda a América un beso
en cada pliego que cierra;
beso que al llegar destierra
toda sombra y toda duda,
y cada bajel añuda
tan dulces y fuertes lazos,
que van y vienen abrazos
por la superficie muda.

¡Benditos sean los verdaderos videntes que con tesón digno de lauros comenzaron a predicar la confraternidad hispanoamericana! Heraldos fueron de la noble causa, anticipados voceros de la nueva era que a todos hoy nos regocija. Son, vistos a la distancia, y valga la [14] comparación, zapadores ideales que con su prédica ardorosa fueron abriendo el camino sobre el cual debía apisonarse la ancha carretera que uniría el materno solar con las ya roturadas tierras de las hijas; y por esta anchurosa senda comenzaron a circular afectos y ternezas, protestas de amor y chasquidos de besos, preparando con plausible perseverancia el anhelado momento, el de hoy, en el que a la seductora corriente sentimental, risueña como primaveral mañana, agregar podemos otra corriente de sazonados frutos, la de los intereses materiales que ha de ser si el deseo no engaña, provechosa a la madre y a las hijas, ya que las exigencias de lo material, suavizadas han de verse siempre por familiares complacencias.

En este solemne aniversario del descubrimiento de América, en esta fiesta de la gran familia hispanoamericana, la justicia pide que se entone un himno de amor a la nación descubridora y otro himno de amor y de esperanza a las jóvenes naciones americanas de habla hispánica, himnos ambos que me parece escuchar dominando el murmullo de los vientos y el estruendo de las olas. Me reconcentro en este día en mí mismo, paro el oído, y aquietando latidos del corazón, se me antoja que España entera, de pie, en la gaditana costa, les dice a sus hijas:

«¡Salve, pueblos de mí nacidos y a mis [15] pechos criados! ¡Salve, naciones que habláis mi idioma y que de mí heredasteis las virtudes que  otrora me dieran dominio no igualado por ningún otro pueblo de la tierra! ¡Salve, países por mí descubiertos y fertilizados con sangre de capitanes y corazones de misioneros! Os contemplo felices en vuestros hogares, en los que hallaron cómodo albergue la libertad y el progreso. Mi corazón materno se siente orgulloso por haberos dado vida y satisfecho al saberos felices. Quiera el Dios de Recaredo y de Pelayo que nunca una nube de dolor empañe vuestra ventura, y que logre veros pronto, muy pronto confederadas todas para que la fiesta de la una, fiesta sea de la otra. Mas si lo que el Cielo no permita, momentánea ofuscación le perturbara a alguna el sentido, acordaos de que soy vuestra madre, de que a todas os quiero por igual, y que he de poner especial empeño en que reine entre todas la más fraternal harmonía. ¡Le es tan dulce al corazón de la madre contemplar que sus hijos se estiman y se abrazan! Yo os bendigo, hijas mías. Honrando mi memoria, os honraréis a vosotras mismas.»

Acallada la voz de la madre, me parece ver que la Argentina, como hermana mayor, se llega también a la atlántica costa, y con vibrante voz, ungida por la emoción le contesta:

«¡Salve, madre España, patria de héroes y [16] de mártires! Yo te saludo, de pie y destocada en señal de respetuoso cariño, y, al través de la distancia, te digo, que cada día nos sentimos más orgullosas de descender de tu noble estirpe. De ti lo hemos aprendido todo: a orar cuando el pesar nos atribula, y a cantar cuando la alegría nos señorea, oraciones y cantares que de nuestros labios salen en el mismo romance con que dramatizaron los Lope y novelaron los Cervantes; por ti sabemos que, por cima de pasiones viles, está la nobleza y la hidalguía, ya que "obrar bien es lo que importa", y que la libertad es el don más preciado del hombre; gracias a ti no ignoramos que son las leyes sabias y prudentes los sillares sobre que se asientan los pueblos que aspiran a ser grandes; y, finalmente, de tus labios oímos, y con el ejemplo diste eficacia a la enseñanza, que sin desdeñar los bienes materiales debemos impulsar los grandes ideales estéticos. De Cartago nos acordamos para compadecerla; de Grecia para admirarla. ¡Salve, madre querida! A mi vez te digo en nombre  de todas tus hijas: si alguna vez, lo que el Cielo no quiera, alguien hollara tu solar, nuestro hogar antiguo, en son de conquista, no olvides que todos volaríamos a tu lado ansiosas de probarte que la gratitud arraigó hondamente en los corazones americanos. En este [17] grandioso día, del mar Caribe al magallánico estrecho, de las opulentas tierras mejicanas a las frías soledades patagónicas, sólo oirás un grito, el que como saludo final pronuncio: el de ¡Viva España!»

Y ahora, señoras y señores, permitidme que yo, nacido en la península española, con treinta años de vida argentina, vida intensa, cariñosa, afectiva, termine esta galopada oración con dos vivas que salen del fondo de mi alma: ¡Viva España! ¡Viva la República Argentina!

He terminado.

Buenos Aires a 11 de octubre de 1918.

———

{1} La Srta. Rosario Vera Peñaloza.

{2} El Dr. D. Carlos M. Biedma.

{3} Raza (en fr. race; en port. raça) f. Casta o calidad del origen o linaje. Hablando de los hombres, se suele tomar en mala parte. Dic. de la R. A. Española. Edición en curso.

En el mismo Dic, en el adj. Humano, na, se habla de letras humanas, linaje humano, naturaleza humana, y respetos humanos, pero no de raza, como subdivisión de los descendientes de Adán. Raza, pues, equivale a linaje humano.

{4} «...no de otra manera que los sembrados y animales, la raza de los hombres y casta, con la propiedad del Cielo y de la tierra, sobre todo, con el tiempo se muda y embastarda.» P. Juan de Mariana, Historia de España.

 
Transcripción del opúsculo de 17 páginas publicado en Buenos Aires en 1918
(se han renumerado al final las notas que figuraban a pie de página)

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