José Santos Chocano
Apóstoles y farsantes
Vasconcelos sin máscara (Del Excélsior, De Méjico)
Con dos meses de retraso llega a mi conocimiento un artículo que el Apóstol Vasconcelos dedica, en un periódico de Méjico, no a rebatir opiniones –de una solidez filosófica tan fundamental, como que son las mismas de Carlyle y Emerson, de Cousin y Renán, de Darwin y Nietzsche, todos ellos «individualistas y jerárquicos»–, sino a insultarnos soezmente, y desde muy prudente distancia, a Lugones y a mí. No devolveré unos insultos por otros, para no seguir por el fácil camino de las varga-vilezas al nuevo insultador profesional.
La ridiculez no despierta indignación, sino que apenas hace sonreír; y si es literariamente ridículo pretender descubrirnos a Pitágoras sin [20] saber griego o interpretar los hindúes sin saber sánscrito, más ridículo es todavía, políticamente, el hacer el papel de Apóstol sin haberse expuesto jamás a peligro ninguno.
Trátase de un ex ministro de Instrucción y ex embajador de Méjico, que antes de serlo carecía de toda importancia personal, la que sólo ha podido inflarse a expensas de tales puestos públicos, y así es como por virtud de tales puestos públicos, y en consideración al gobernante que dándoselos sacó del anonimismo a quien logró hacerse una especie de Apóstol Ministerial, vengo a ocuparme en este político literario, de cuya opinión literaria o política estoy tan sin cuidado, como en cuidado me pondría, por ejemplo, la de Antonio Caso, de cuya diáfana literatura y de cuya pureza política debería tomar lecciones quien de él tiene mucho que aprender para llegar, no al vistoso papel de Maestro de juventudes, siempre ingenuas e impresionables, quien puede llamarse Maestro de sí mismo.
Como el Apóstol Vasconcelos está imposibilitado de rebatir verdades, asentadas desde el «militia vita» bíblico hasta el «strugle for life» biológico, opta por desahogarse en improperios personales de la más reveladora vulgaridad.
Fácil me es esclarecer los cargos con que el Apóstol pretende alcanzar mi individualismo [21] doctrinario, tan profundamente sincero, que a él ajusto mi vida toda, con el orgullo de no haber concedido jamás la menor importancia al criterio de las acumulaciones gregarias, porque no hay nadie que repugne tanto a mi temperamento personal como el Adulador de Multitudes.
El acusador comienza por reconocerme el desinterés y aun la gallardía con que supe hacerme en los momentos más precisos el «verbo de la nobilísima Revolución» de Méjico. Cercano el día está en que publique yo mi libro sobre esa Revolución, cuyos hombres y cuyas cosas fuéronme tan familiares. Lejos de arrepentirme de ello, compláceme el haber cooperado a que sonase para Méjico «la hora de la espada» vengativa, opinando entonces, como siempre, por la implantación necesaria, en vista del fracaso de Madero, de una Dictadura Radical y Organizadora.
Habla solapadamente Vasconcelos de dinero con que me hubieron de obsequiar Villa y Carranza. ¿Y por qué no Madero? Maltratar a Carranza y a Villa es pequeñez de espíritu en quien no logró que ni el uno ni el otro le hiciera el menor caso. Requiere cinismo para hablar de «todos los que no dan lo suyo», quien, como ministro de instrucción, ha regalado el dinero fiscal de Méjico a muchas gentes sin aptitudes [22] para saberlo ganar igualmente en su propio país... Parece ser el dinero para tal Apóstol el solo móvil de todas las acciones humanas, según lo que también dice a Lugones: tendrá él sus motivos para pensarlo así. Lo que yo sé es que, alejándome, pasé por última vez la frontera de Méjico, en paz con tan grande país, sin una sola moneda en la bolsa, según le consta al ex gobernador Maytorena, que hubo de favorecerme gentilmente con un préstamo personal para mi movimiento de El Paso hasta Nueva Orleáns; pero estoy dispuesto a devolver todo el dinero con que el Apóstol Vasconcelos crea que yo haya sido obsequiado por Madero, Carranza y Villa. En lo que a éste se refiere, vive en El Paso su ex tesorero don Sebastián Vargas, a quien salvé de que se le fusilara injustamente; y él puede dar cuenta y razón de esas monedas que el Apóstol Vasconcelos quiere buscar, metiéndome sus manos en los bolsillos... Como hube por entonces de «adular» al general Obregón –¡y hasta creo que en verso!–, bueno sería que su ex ministro le preguntara por la suma con que con tal motivo me obsequió. Sépase, pues, cómo estoy en disposición de reconocerme deudor de la suma que le costó a Méjico el que yo hubiese sido el «verbo de la nobilísima Revolución», a falta de otro mejor, que no sé por qué no lo fue entonces el [23] hoy flamante Apóstol de las «libertades públicas» de América... Puede tomar nota el mismo Gobierno que preside el general Calles de esta formal disposición mía, tanto como de la falta de dignidad con que la motiva el licenciado Vasconcelos, empleado de la policía de Lima mientras yo era en Méjico el «verbo de la Revolución»...
Basta reparar en el escándalo con que alude él, como enemigo que parece sentirse del Amor y de la vida, a mi «afán de placeres», para comprender que el licenciado Vasconcelos tiene, de conformidad con su mismo aspecto personal, una lúgubre alma de jesuita o de fariseo.
No es el caso de discutir ahora a Villa, a quien se cuidó mucho de llamarle «asesino» el falso Apóstol mientras aquél estuvo vivo; pero hago constar que cuando hube de separarme del jefe de la División del Norte, alejándome voluntariamente de Méjico, teníanle por merecedor aún de su compañía hombres de tan indiscutible honorabilidad como don José María Maytorena, licenciado Francisco Escudero y licenciado don Miguel Díaz Lombardo, cuyas preciadas opiniones sobre mi actuación cerca del general Villa opongo, ante el criterio nacional de Méjico, a las vulgaridades en que moja su pluma el ex ministro del general Obregón, olvidándose de que alcanza a éste todo [24] menosprecio hacia quien con él pactó. ¿Por qué el Apóstol no dio en su oportunidad la lección de civismo de calificar públicamente como «asesino» al hombre cuya mano fue estrechada en un pacto por la del general Obregón? Hacerlo sólo después de muerto el general Villa no habrá de parecerle al general Obregón ni a nadie gesto valeroso ni por lo mismo propio de ningún mejicano merecedor de serlo.
Ha de saber mi gratuito difamador que don Venustiano Carranza, años después de que prescindí de la Revolución, degenerada, lamentablemente para todos, en conflictos personales, me invitó a volver por Méjico, según le consta al ex presidente De la Huerta, que llegó a Nueva York como cónsul con el encargo de hacerme tal invitación. Tal invitación me fue otra vez hecha por el ministro Bermúdez de Castro, según le consta a su sucesor el ex encargado de Negocios Jiménez O'Farril, y aún alisté entonces viaje a Méjico, que no realicé por repentina y grave enfermedad, en la que hubo de sorprenderme la Revolución de Guatemala. La invitación de don Venustiano Carranza vale, como juicio sobre mi conducta cerca del general Villa, bastante más que los dicterios de quien no alcanzó a merecer el aprecio ni del uno ni del otro, ni cuando estuvieron unidos ni cuando estuvieron separados. [25]
Las ideas que yo sustenté entonces quedaron expuestas en la Interpretación sumaria de los principios de la Revolución mejicana, que hice aprobar en carta pública por el general Villa, como programa substantivo que mi osado calumniador desconoce o afecta desconocer; pero que es documento al que, sin falsas modestias, estoy seguro que no se le podría encontrar par entre cuanto se publicara por entonces en uno y otro bando.
Igual aseveración hago de mi extenso estudio –traducido luego al inglés– sobre El carácter agrario de la Revolución mejicana. Recuerdo haber adelantado, finalmente, un breve estudio sobre El nubarrón de las reclamaciones, con referencia a las que se esperaba sobreviniesen y han sobrevenido a cargo de Méjico, exponiendo por mi parte un criterio tan justamente apoyado en antecedentes históricos, que el licenciado don Fernando Iglesias Calderón me escribió, desde Wáshington, carta, que conservo, de felicitación y de agradecimiento, opinando que tenía que ser muy útil en su oportunidad cuanto yo dejé dicho desde entonces. ¡Ojalá que lo haya sido!
Mientras tanto, ¿qué hacía por las «libertades públicas» de su patria este Apóstol de las horas sin peligro? ¿Necesité yo acaso estar en relaciones con Carranza, ni con nadie de la Revolución, [26] para preparar en La Habana el discurso que, prohibido por las autoridades, se propagó en la Prensa y motivó –según el New York Times– la cancelación de las credenciales del embajador Lane Wilson? ¿En dónde guarda Vasconcelos sus escritos, sus arengas, sus folletos, sus epístolas, sus circulares de entonces? ¿Por qué no se entregó a las actividades de propagandista de que ahora ha hecho gala para fabricarse una posición artificial? Si el licenciado Vasconcelos no es un farsante –y escribo tal epíteto no como un fácil insulto, sino como una formal acusación– debe reproducir ahora un solo artículo, una sola frase, una sola palabra en favor de las «libertades públicas» de su patria, cuando los que se llaman hoy hijos de la Revolución tenían el deber de esgrimir, si no la espada, por lo menos la pluma.
Ya que en política, como se ve, es un farsante, menos no lo resulta en literatura el ridículo autor de los estudios helénicos e indostánicos sin saber griego ni sánscrito, disfrazándose ante los ingenuos y ante los estultos con la máscara, siempre barata, de una erudición de segunda mano. Puesto que exhibe ahora al general Victoriano Huerta, ya que cuando debiera no lo hizo, en la condición de un tirano (en quien para mí lo execrable fue la traición), ¿qué calificativo les quiere acomodar el licenciado [27] Vasconcelos a SALVADOR DÍAZ MIRÓN, a AMADO NERVO, a LUIS G. URBINA, a JOSÉ JUAN TABLADA, a ENRIQUE GONZÁLEZ MARTÍNEZ y a RAFAEL LÓPEZ, que por motivos en que no yo, sino él, como mejicano, debiera penetrar, pusieron sus plumas –algunos de ellos con vibrante entusiasmo– al servicio de tal hombre, al que el propio Vasconcelos tiene por «verdugo de su patria»? «Bufones» tendría que llamarles también la vulgaridad de cualquier Apóstol populachero; pero dentro de veinte años Méjico no se acordará de ninguno de sus farsantes Apóstoles Ministeriales y seguirá sintiendo el orgullo de los nombres de esos grandes poetas, bastante más importante para la América que los de todos los politicastros profesionales de su país. El licenciado Vasconcelos tiene el candor de hacer creer que la Poesía debe quedar subordinada a la Política. Esto no puede ser producto de imbecilidad, luego también es farsa.
Conforme a tal criterio, Rudyard Kipling y Gabriele d'Annuncio apenas son «bufones», porque el uno es francamente imperialista y el otro es característicamente nietzscheano. El licenciado Vasconcellos afecta ignorar que la Poesía, las Artes y las Letras prosperaron cabalmente alrededor de los más decantados absolutismos. ¿Perdió acaso el Maestro de Juventudes [28] la memoria del siglo de Pericles, del siglo de Augusto, del siglo de Luis XIV, del siglo de oro en España?... ¿Puede citar el Maestro de Juventudes un solo nombre de gran poeta en castellano, desde Cervantes hasta Rubén Darío, a quien no se le quiera colgar por la vulgaridad el sambenito de «adulador»? Los «aduladores» que hacen daño a los gobernantes y a los pueblos no son los poetas, sino los políticos... Habría que preguntarle al general Obregón sobre cuántas veces endulzaron sus oídos las alabanzas melifluas del licenciado Vasconcelos, que ahora, naturalmente, hablará mal de él, ya que del tal no sé al respecto mas que la renuncia muy enérgica que hizo circular por telégrafo en momento inolvidable y que después de recibir una indicación superior no tuvo inconveniente, como farsante en todo, de calificar de apócrifa.
La insinceridad del licenciado Vasconcelos llega hasta confundirse con la ingratitud. ¿Reniega acaso de haber prestado el contingente de sus conocimientos en griego y en sánscrito y demás luces al general Obregón? ¿Cree el licenciado que el general Obregón no es un verdadero militar? ¿Sospecha que, de no serlo, hubiera podido llegar a presidente de la República de Méjico? Sin negar ni encomiar los méritos personales del general Obregón (para evitar al licenciado el trabajo de acusarme de estar [29] «pagado» con el fin de negar o encomiar dichos méritos) ¿cabe suponer el que la opinión nacional de Méjico hubiese ido a descubrir en su honorable hogar a tan hoy connotado ciudadano, para hacerlo presidente de la República, si no se hubiese él levantado gradualmente, al través de la Revolución, con la espada en la mano, hasta las propias alturas en que fue a servirlo, con toda prolijidad, el que ahora pretende ser un iracundo antimilitarista? Lo curioso es que la actual «hora de la espada» en los labios de Lugones interpretase a favor de Leguía, que es un hombre civil, que sólo guerreó como soldado contra Chile y que no tomó participación en ninguna revuelta en el Perú, siendo quien más protesta de tal hora el ex ministro de un gobernante militar, que ha de tener –según sus Ocho mil kilómetros de campaña– muy legítimo orgullo de la espada con que subió hasta el Poder y a la que debiera respetar, siquiera sea silenciosamente, quien fuese su servidor incondicional.
Esta insinceridad del Apóstol de América se ofrece en todos los aspectos. Sonrío yo del hispanoamericanismo político, por lo mismo que me consta el que, desgraciadamente, todos nuestros pueblos limítrofes, cuando no se odian, se tienen por lo menos recíproca prevención; pero el ex ministro ha paseado tal bandera y [30] hasta ha creado un mote que da a entender cómo no es extranjero en Méjico ningún hispanoamericano y cómo el verdadero patriotismo debe hacerse continental. Ricardo Arenales se firma el más grande poeta de Colombia, después de Guillermo Valencia: fue expulsado de Méjico como «extranjero pernicioso» por el Gobierno de que era ministro el farsante Vasconcelos. Rafael Cardona se llama el más grande poeta joven de Centroamérica: fue expulsado asimismo. Puedo ofrecer la relación completa de todos los escritores hispanoamericanos expulsados de Méjico como «extranjeros» y además «perniciosos», por no pertenecer al grupo de los paniaguados del ex ministro de Instrucción. El Presidente Obregón, al decretar constitucionalmente tales expulsiones, ha estado en su derecho; pero el cacareado hispanoamericanismo del Apóstol Ministerial ha quedado en ridículo.
El presidente Obregón quizá ha hecho muy bien en tales expulsiones; pero lo que queda fuera de toda duda es que el Apóstol Ministerial resulta un farsante.
¿Más farsas todavía? El licenciado Vasconcelos las hace hasta sangrientas... Tolera y autoriza fusilamientos en su país; pero fuera de él predica apostólicamente el respeto de las vidas humanas. Opino yo que el gobernante de Méjico, [31] que se resista a aplicar la pena de muerte por la razón de Estado, correrá la suerte de Madero; pero el Apóstol Vasconcelos, con los pudores femeninos más insinceros, hace ridículos aspavientos y pone los ojos en blanco cada vez que se refiere a los «verdugos» presidenciales que no fusilan, pero que se defienden de sus enemigos con la prisión y el destierro. La prisión y el destierro han sido aplicados cabalmente en Chile por los militares que han repuesto a Alessandri, con aplauso del mismo que censura tales procedimientos. ¿Son los procedimientos los malos o quienes los aplican? Repare el Apóstol en que por tal camino es por donde se llega al Buen Tirano... Repitiendo mi opinión de que el fusilamiento político resulta aún necesario en Méjico, es ridículo que el Apóstol Ministerial pretenda hacer creer que el destierro y la prisión son procedimientos gubernamentales más «tiránicos» que el fusilamiento. No hay que pedir a los enemigos de un gobernante su opinión sobre él. Siendo ministro el Apóstol de las Garantías Individuales, se ha publicado editorialmente la acusación de haberse entonces instituido en Méjico «el fusilamiento como sistema de gobierno»...
Como se ve –según testigos honorables que he señalado y seguiré señalando–, no sólo es falso cuanto me imputa Vasconcelos, sino que [32] lo es también cuanto dice, siempre en oposición a cuanto hace.
El licenciado Vasconcelos me calumnia en seguida en todas las alusiones que hace a mis relaciones con Estrada Cabrera. Píntame él en solicitud de la amistad del Dictador de Guatemala, una vez fracasado Villa. Ni yo hubiese sido capaz de abandonar a Villa, ya fracasado (puesto que me aparté de él precisamente en circunstancias en que estaba pendiente, a la vez que Carranza, del reconocimiento de Wáshington) ni yo fui amigo de Estrada Cabrera después, sino doce años antes de haber actuado como el «verbo de la revolución» de Méjico. Así lo supieron sucesivamente Madero, Carranza y Villa. No ha de desmentirme el general Obregón, a quien también híceselo saber. Jamás disimulé, ni menos negué, tal amistad, de la que siento orgullo desde luego; porque Estrada Cabrera es el gobernante intelectual que llena con su nombre la historia de veinticinco años de todo Centroamérica. Amigo suyo fui mucho antes de llegar yo a Méjico; amigo suyo sigo siendo, no sólo ya él caído, sino también ya muerto.
Desde niño descalzo supo llegar hasta Presidente de la República, al través de motines militares, esgrimiendo, en vez de espada, sólo su bastón de abogado. Fue un civilizador: cruzó su [33] país de ferrocarriles y lo pobló de escuelas. Su régimen fue el de una dictadura radical y organizadora. Nunca hizo víctima a un obrero ni a ningún hombre de humilde condición: sus solas víctimas fueron oligarcas; magnates de la banca, aristócratas fingidos y clérigos de levita, confabulados hasta dos veces para asesinarlo, pero sin arrostrar ningún peligro cara a cara. Méjico le debe a él una estatua a Juárez, que yo vi levantar y loé en verso, sobre el encono mal disimulado de sus enemigos, todos reaccionarios.
La Revolución que le arrojó del Poder fue encabezada por un obispo –Piñol– y por un millonario –Herrera– sobre la base, como es natural, de una traición. Encontró ese Grande Hombre, al subir a la Presidencia, clausuradas, por economía, las pocas escuelas públicas que había en su país; dejó, al caer, abiertas cerca de dos mil, en las que enseñó a leer a su pueblo. Basta saber que los primeros edificios que él hizo levantar sobre las ruinas del terremoto de la capital fueron veinte escuelas. ¿Para qué más? Fue Estrada Cabrera el único gobernante de Centroamérica que salvó a su país de ajustar ningún contrato de empréstito en los Estados Unidos; y dejó, al caer, depositados a nombre de su nación, hasta veinte millones de dólares, que se repartieron en menos de un año los en [34] todas partes abundantes explotadores de la libertad. Puede quien lo dude averiguarlo, como lo comprobé yo con el mismo presidente Orellana.
El licenciado Vasconcelos vuelve a calumniarme cuando, con torpe mala fe, me coloca «cortejando» a Estrada Cabrera «la víspera de que se derrumbara», esto es, nada menos que en medio del peligro que supone estar junto a un solo hombre y contra todo un pueblo. Tales gestos no son para realizados, ni siquiera para entendidos, por los pequeños de espíritu... Vivo está el doctor Julio García Salas, a quien consta la suma corruptora que hubo de ofrecérseme para que me decidiera a abandonar a Estrada Cabrera en medio del peligro. Rubén Darío, que por Estrada Cabrera no murió de hambre y de abandono en Nueva York, ha de haberme quedado reconocido. Pregúntele el Apóstol sin peligros a la juventud Universitaria de Guatemala –que intercedió por mí– si mi gesto fue bello.
En los primeros meses de 1919 el ministro de Méjico en Guatemala, general Bermúdez de Castro, me reiteró, en nombre del presidente Carranza, la invitación que ya éste me había hecho en Nueva York por intermedio del entonces cónsul De la Huerta. En julio del mismo año, aceptada por mí la invitación, preparé viaje [35] a Méjico, que hube de suspender –como ya dije– por repentina y grave enfermedad. Enfermo, me sorprendió la «hoja de tres dobleces» con que el 1 de enero de 1920 iniciaron su campaña contra Estrada Cabrera los conservadores de Guatemala disfrazados de unionistas de Centroamérica. Ello coincidió con la venida de Wáshington, como ministro, de un tal Mac Mallen, que en el Perú –según mis noticias– había sido testigo inocente de los procedimientos empleados para arrojar del Poder al presidente Billinghurst. Planteada así la situación, decidí correr la suerte de mi amigo, contra quien sublevaron a su pueblo un obispo y un millonario, apoyados por el ministro de un país poderoso.
Tocante a las diez y siete muertes que costó el bombardeo de la ciudad de Guatemala durante siete días; el ex encargado de Negocios de Méjico, Jiménez O'Farril, puede, si gusta, en lo que respecta a mí, repetir la declaración que hubo de firmar entonces, ya que con ella sellaría la boca de mis calumniadores como con una bofetada.
La intervención hasta de diez Gobiernos –el primero que lo hizo fue el de Méjico– y hasta de tres Congresos en mi favor, vale bastante más, para mi satisfacción, que el menguado juicio de quien jamás se ha puesto ni se pondrá frente a un peligro de muerte, ni por acompañar [36] a un amigo, ni por sostener una opinión. Es así como antes de dos años de haber caído Estrada Cabrera volví yo a Guatemala, invitado por la juventud Universitaria de ese país; y pude recoger, en vez de las calumniosas imputaciones que me hace Vasconcelos, los aplausos frenéticos de públicos congregados hasta por tres veces a mi presencia, con revelador entusiasmo.
Pequeño hasta en sus calumnias, el Apóstol Ministerial tiene que atribuirme una bufonada para justificar su insulto, como lo hace también con más de una vileza. «Sólo dos hombres –ha dicho recientemente (tal me atribuye)– de los que hoy viven pasarán a la inmortalidad: Leguía y yo. Esto revela al bufón». Lo que revelaría es al imbécil. Para imbéciles parece que escribiera el tal farsante cuando llega a atribuirme una imbecilidad. Si así hubiese dicho yo, cometiera en realidad un «vargas vilismo»; pero como ni en público ni en privado he podido decir nada semejante siquiera a tan grotesca majadería, el calumniador que me la atribuye es el que comete con ello una «vargas-vileza». ¿De dónde sacó eso para atribuírmelo? Pues naturalmente que de su cabeza y de su corazón. Si el desgraciado Vasconcelos no tiene más armas para combatirme que las de la calumnia hasta en las pequeñeces, dedúzcase lo que hará [37] en lo importante, y préstesele fe a sus palabras sólo por los que se asustan de la fuerza y gustan de la farsa. Tocante a inmortalidad, ya sé que de Lugones y de mí «no quedará en veinte años ni el recuerdo». En cambio, el Apóstol contradictorio de las «libertades públicas», a la vez que de la «revolución social» en América, es «el solo hombre de los que hoy viven que pasará a la inmortalidad» del ridículo. Por más que vocifere, nunca el tal merecerá intelectualmente el alto aprecio que merecerán siempre Antonio Caso, Alberto J. Pani y Alfonso Reyes, para no citar mas que tres nombres de mejicanos sólidamente preparados, que le pueden enseñar de todo a Vasconcelos, menos –claro está– insultar a distancia.
Sólo he actuado tres veces durante toda mi vida en la política militante de la América tropical. En el Perú fui el verbo de la Revolución última, que dio principio con el ex dictador Piérola a la reedificación del país; en Méjico fui el «verbo de la nobilísima Revolución», que ha explotado después algún ministro para aparecer como Apóstol, y en Guatemala fui el único que no abandonó en el peligro a un grande hombre, contra el que su pueblo fue seducido por un obispo y un millonario, respaldados por un mal ministro de EE. UU.
Siempre, en todos mis gestos; supe dar [38] públicamente la cara al peligro; y siento vergüenza como hombre de los que se resignan a ser sólo a distancia traficantes de insultos.
El prurito de la calumnia lleva después a Vasconcelos a decir, respecto de Lugones, las más grotescas falsedades –«Lugones habló en Chile seducido por el éxito momentáneo de una asonada militar»–. El tal se olvida por completo de que si Alessandri fue depuesto por unos militares, ha sido repuesto por otros. Lo interesante para Vasconcelos era solamente adular a Alessandri y calumniar a Lugones.
Critica en éste el amor al hogar y, haciéndose eco de envidias siempre inocuas, llama «burgués» el acomodo que requiere el estudio. Como creo, con Carducci, que para entender a un poeta se hace preciso serlo también, me explico piadosamente el criterio que acusa quien le exige nada menos que a Apolo meterse a hacer la revolución social... Así es como lo mismo censura en mí el «afán de placeres» que censura en Lugones el deseo de la tranquilidad. Sepa el pobre licenciado que el que me plazca a mí la vida de lord Byron no le impide a Lugones complacerse en la vida de Goethe... Y apunte el falso Apóstol los nombres de esos magníficos «bufones» –Goethe y lord Byron–, que nos tienen enseñados a Lugones y a mí a ser, como poetas, «individualistas y jerárquicos». [39]
Necesítase estar enfermo de un verdadero daltonismo intelectualizante para suponer a la revolución social en vísperas de realizarse en Buenos Aires, hasta el punto de atemorizar el supuesto espíritu burgués que tan inofensivamente se le atribuye a Lugones. No creo yo que Lugones se dedique a darle a Vasconcelos algunas leccioncitas de griego, que harta falta le hacen, para salvar del ridículo en que lo pone su Pitágoras de segunda mano; pero menos creo que vaya a pedirle lecciones de valor para lo de la revolución social ni para nada a quien no supo sino huir ante todo peligro y no prestó servicio alguno a la «nobilísima Revolución» de su país. Ya me imagino la carcajada homérica con que Lugones habrá leído su calificativo de «bufón asustado». El que, como yo, conozca personalmente a Lugones y a Vasconcelos tiene que reírse también con sólo imaginarse al uno frente al otro, y ver cómo le rebota a Vasconcelos su calificativo de «asustado», ya que el de «bufón» –por lo de la lobreguez jesuítica– no le ajusta tan pegado al espíritu como el de «farsante».
Farsante es el que antes de ser ministro no intentó ser Apóstol.
Farsante es el que para lanzarse a la vida política del Continente y hacerse la propaganda a sí mismo, en ver de hacérsela a su país, esperó [40] a contar con los fondos fiscales, malgastados por él en subvenciones a periódicos oropelescos y en sueldos a paniaguados insubstanciales.
Farsante es el que ahora aboga por las «libertades públicas» para toda la América y no escribió siquiera palabra en periódico alguno cuando Victoriano Huerta conculcó las de su patria.
Farsante es el que me reconoce como «verbo de la Revolución» que él llama «nobilísima», pero a la que no prestó ningún concurso, ni con la palabra ni con la acción, ni dentro ni fuera de su país.
Farsante es el que califica sólo hoy de «asesino» al general Villa, con quien pactó el Gobierno de que el insultador era ministro.
Farsante es el que traduce y recopila lo que franceses, ingleses y alemanes han escrito sobre Pitágoras y los Hindúes, y lo quiere hacer pasar como suyo, sin saber palabra de griego ni de sánscrito.
Farsante es el que con el calificativo de «bufones» al servicio de tiranos, quiere solapadamente alcanzar a Díaz Mirón, Amado Nervo, Luis G. Urbina, José Juan Tablada, Enrique González Martínez y Rafael López, partidarios políticos de Victoriano Huerta, pero siempre más grandes que su difamador.
Farsante es el que quiere aparecer como [41] antimilitarista, y que ha sido ministro del general Obregón, que no hubiera llegado a gobernante si no fuera como aparece en la obra autobiográfica que tiene publicada: Ocho mil kilómetros en campaña.
Farsante es el que propaga el hispanoamericanismo, y permite y autoriza y quizá insinúa la expulsión de Méjico, como «extranjeros perniciosos», de Ricardo Arenales, de Rafael Cardona y de cuantos escritores hispanoamericanos no comulgan con las ruedas de molino de un verdaderamente pintoresco Apostolado Ministerial.
Farsante es el que llama «verdugos» a los gobernantes que aplican la prisión y el destierro, mientras que como ministro es mancomunadamente responsable de centenares de fusilamientos políticos, que yo no juzgo, pero que sí señalo.
Farsante es el que renuncia de lejos el puesto de ministro en un telegrama de aparente altivez, que envía en circular a los periódicos y que después se apresura a retirar, calificándolo de «apócrifo».
Farsante, en fin, es el que sólo practica el «vargas-vilismo» de los apostolados, sin correr nunca un peligro y los «vargas-vileza» de los insultos siempre hechos a distancia.
Ya se ve, pues, que no he escrito con respecto [42] a Vasconcelos la palabra «farsante» como un insulto fácil, sino como una acusación formal. La acusación ha quedado hecha; y estoy perfectamente seguro de que no se atreverá en su propio país a levantarse un solo cargo.
Concluye el gran farsante su para él malhadado articulejo con este anuncio sintomático: «La libertad sigue bregando.» Y este anuncio lo hace en favor de la revolución social. Así es que el tal Apóstol no sabe lo que dice, o escribe sólo para imbéciles o ignorantes, puesto que la revolución social, esto es, el colectivismo –desde el socialismo de cátedra hasta el bolchevismo– anula cabalmente todas las libertades, desde la de comercio hasta la personal, siendo el individuo completamente absorbido por el Estado. Esto lo saben bien las mismas juventudes de que quiere aparecer como maestro el ignorante.
¿Ignorante? No tal: farsante orgánico.
Hace muy bien el Apóstol en no atreverse a discutir principios con Lugones ni conmigo, sino en concretarse a insultarnos de lejos.
Las garantías individuales –así como el parlamentarismo– son invenciones de Inglaterra, para el uso exclusivo de los ingleses, ya que no les permite tal uso ni a los irlandeses sus vecinos. Sabido es cómo Gorki no pudo ni entrar siquiera a los Estados Unidos ni a Francia; y hay que leer sus opiniones sobre Rusia, en donde [43] sus obras (como las de Tolstoy) han sido puestas en el índice de las lecturas prohibidas por la dictadura del soviet. Tocante al parlamentarismo, basta leer en Guillermo Ferrero el examen de su fracaso universal. Sólo hay dos formas de gobierno: el de la fuerza y el de la farsa. Cada uno simpatiza con el que más se acomoda con su temperamento... Hasta el absolutismo cesáreo registra nombres ejemplares, como los de Marco Aurelio, Tito Livio, Trajano... Suiza es la vaca lechera de la democracia: ¿qué grande hombre ha lucido en su Gobierno de quien valga la pena hacer modelo para nuestros gobernantes? Los Estados Unidos fueron organizados por un dictador: Lincoln; Méjico lo empezó a ser por otro: Juárez.
Los que, como Vasconcelos; se hacen los alarmados, en nombre de la gran farsa democrática, por la franca aseveración de Lugones, y protestan de ella con una teatral indignación antimilitarista, pretenden aparecer como si ya se hubiesen olvidado de que –según sesudamente observa Sanín Cano– el Ejército fue el que en Rusia produjo la revolución social de Kerensky y el que apoyó después contra éste a Lenin; el Ejército fue el que también realizó en Alemania la revolución; el Ejército fue el que en Austria determinó asimismo el cambio de las instituciones; el Ejército fue el que hizo en Turquía [44] la República, y el Ejército el que hizo, por último, la República en Grecia. Los que como instrumento usaron siempre del Ejército no tienen derecho alguno, según Sanín Cano da justamente a entender, a extrañarse siquiera de que quien hace los Gobiernos quiera también serlo. Todo lo demás no pasa de la pretensión de que la fuerza se resigne apenas a servir para implantar la farsa.
Sólo Vasconcelos no sabe o afecta no saber que se puede ser sincera pero separadamente bolchevique en Rusia, partidario de las «libertades públicas» en Inglaterra y fascista en Italia, porque en la política –como simple rama que es de la biología experimental– para nada entran, desde Darwin, las metafísicas clásicas o románticas ni las ideologías puramente sentimentales. Parece mentira el que se necesite repetir lo que siglos hace tiene enseñado el sabio griego, sobre que no debe dárseles a los pueblos como Leyes o Gobiernos los que se tengan por mejores, sino los que más les convengan.
El nefasto ex ministro de Educación pública de Méjico, que con menos de la mitad de los millones malgastados en sus estridencias y fracasos hubiera podido dotar a su país, ya para el momento actual, hasta de no menos de cinco mil jóvenes, maestros formados en Estados Unidos y en Europa, poniendo en práctica el mismo [45] plan maravilloso del Japón, que yo hube de recomendar desde hace cerca de doce años en mi Interpretación sumaria de los principios de la Revolución mejicana, acaba de resumir en otro artículo toda su doctrina pedagógica. Señala en dicho artículo, como uno de los dos únicos y definitivos maestros para la juventud de su patria, a BUDA. Tome Vasconcelos y quienquiera a Buda como maestro, ya que ello es cuestión de credo religioso, siempre respetable, mientras que sea individual; pero señalárselo como tal maestro, y muy en alta voz, a la juventud de América, es de una gravísima responsabilidad histórica frente a tanto peligro. Vasconcelos viene a colgarle así las «libertades públicas», a la vez que la «revolución social», nada menos que a Buda, que es precisamente la renunciación. Bien veo yo que el que no sabe lo que dice tampoco sabe lo que piensa. Se necesita tener la cabeza llena de humo para predicarle a la juventud de América las «libertades públicas», diz que en nombre de la dictadura del proletariado, o sea de la «revolución social», y concluir por recomendarle el budismo para que permanezca impasiblemente cruzada de brazos y de piernas... Ya hay diferencia entre tales enseñanzas y las que la juventud de otra raza busca y encuentra en los libros de Marden.
Tengo hace tiempo dicho que la América [46] española, y especialmente la intertropical, debe, prescindiendo de elucubraciones, escoger resueltamente entre los dos términos de esta sentencia biológica: o disciplinarse o desaparecer.
Es, pues, antipatriótico, contrario a los intereses de la América, y hasta criminal, lo que hace este falso Apóstol, verdadero corruptor de menores, al ensombrecer prematuramente el espíritu de las primaveras humanas con preocupaciones que no les corresponde, y que desde Platón escapáronse siempre de las manos de la realidad. Hay que enseñar a nuestros jóvenes a ser fuertes y alegres y despreocupados y brillantes, como lo eran los jóvenes helénicos, como lo son todos los jóvenes de las universidades alemanas e inglesas. Hay que enseñarles que la única verdad de la vida es el amor; que la vida es multiforme y arbitraria; que la naturaleza es seleccionadora y jerárquica; que se debe decir lo que se crea la verdad, aun contra la opinión de todos, los demás; y que se debe estar siempre preparado a «luchar por la vida», porque toda la vida es militar... Sólo así podríamos contar en nuestra América con una juventud como la del Norte. Si en los Estados Unidos –donde no hay Ministro de Educación– intentara el pobre Vasconcelos, en una Universidad, hablar disparatadamente de las «libertades públicas» en nombre de la «revolución social» y recomendara [47] en un galimatías espantoso a Buda, los jóvenes estudiantes lo sacarían a pelotazos, riéndose de él a carcajadas; y mientras que el tal proyectase en su fuga la sombra levítica de su espíritu de jesuita político, las carcajadas y los pelotazos lo irían persiguiendo entre los gritos cada vez más alegres de FARSANTE, FARSANTE, FARSANTE...
Poetas y bufones. Polémica Vasconcelos-Chocano. El asesinato de Edwin Elmore
Agencia Mundial de Librería, Madrid 1926, páginas 19-47.