Filosofía en español 
Filosofía en español


Edwin Elmore

Vasconcelos frente a Chocano y Lugones

Los ideales hispanoamericanos ante el sectarismo contemporáneo

Nuestra actitud

En torno a la cuestión promovida entre Vasconcelos y Chocano con motivo de las graves acusaciones lanzadas contra el segundo –a falta de otro censor mejor informado y más valiente u oportuno– habría infinitas consideraciones que hacer.

Prescindiendo de muchas de estas consideraciones, que por sí mismas se imponen hoy aquí a toda conciencia medianamente clara, aunque a veces a pesar suyo, reduzcámonos a las que, desde nuestros habituales puntos de vista y en nombre de nuestros intereses superiores, se hacen indispensables.

Pongamos las cosas en un nivel más elevado [84] que aquel en que las pasiones y los intereses personales suelen colocarlas.

Lo que en esta disputa –que debió sólo ser una discusión– nos interesa es lo doctrinal, lo que atañe a nuestros principios permanentes de vida. Dejemos, pues, de lado las mutuas acusaciones que se hacen dos «políticos». Veamos sólo las actitudes y los pensamientos de dos hombres. De dos hombres que sólo nos interesan en cuanto representan tendencias morales y estados de conciencia, y no en cuanto a individuos; que para imponerse como tales, cada uno cuenta con lo suyo; tal con la inteligencia, tal con la astucia; éste con la adulación y el servilismo, aquél con la diatriba y con la sátira.

En el caso presente, quienes nos consideramos candorosos discípulos –y conste que discípulo jamás quiso decir imitador, servil ni adlátere incondicional y dócil– de José Vasconcelos, estamos moralmente obligados a solidarizarnos a su actitud, entiéndase como se quiera esta solidaridad.

Al renovar, en esta oportunidad, nuestra adhesión al hombre que ha merecido ser honrado con el título de Maestro de la Juventud de América queremos afirmar el hecho –que hoy muchos están interesados en negar– de que, por encima de las compadrerías lugareñas y de las inconfesables vinculaciones de baja politiquería [86] (que por tanto tiempo cubrieron y enredaron con una densa malla de intrigas y embustes las fuerzas vivas de nuestros pueblos) se ha formado, al fin, en el continente, un estado de conciencia superior a cualquier soborno o a cualquier amenaza.

Queremos dejar dicho –no desde lejos, sino desde muy cerca, y no a una sola persona, sino a todas las que se saben responsables de nuestras desgracias civiles– que si las nuevas generaciones han llamado maestro a Vasconcelos, y lo han repetido innumerables veces, sin que nadie antes de ser castigado directamente por él, se atreviera a desengañarla, lo ha hecho a plena conciencia, y con absoluta espontaneidad –en las que cabe el error pero no venalidad o farsa.

Queremos dejar dicho que si las nuevas generaciones, en cuanto tienen de más puras y apasionadas por el bien y la justicia, han hecho de la gallarda figura –pésele a quien le pese– del maestro mexicano un ideal estandarte, sobre el que –al menos desde hace diez años– no ha caído ni la sospecha de una mancha, no lo han hecho vulgarmente engañadas por un vulgar impostor como, infligiendo una audaz ofensa a las juventudes de América, pretende hacer a la hora undécima Chocano.

Queremos, por último, dejar dicho que si [86] las nuevas generaciones han tenido que ir muy lejos en busca de una personalidad que mereciese ser exaltada por ellas, exponiéndose a errores inevitables de conocimiento y apreciación, la culpa no es de ellas, sino de la mediocridad, la venalidad o por lo menos la falta de fe y entusiasmo creador y constructivo de los pretendidos guías y corifeos vernáculos.

Y hechas estas declaraciones, encaminadas a dejar en su sitio la dignidad, osadamente mancillada, de los hombres nuevos, que, si saben tolerar bellaquerías, no soportan vejámenes, pasemos al campo de las ideas, del cual la novísima política preconizada paradójica y sofísticamente por Chocano y Lugones quiere hacer poco menos que un desván de cachivaches.

El caso de Chocano

Pero antes de examinar las afirmaciones enrevesadas y tautológicas del vate, se hace conveniente apuntar algunas observaciones que, si no han de excusar su histriónica temeridad en un medio social tan deprimido como el nuestro, contribuirán por lo menos a explicar la insolente bizarría de su vanidad y su prosopopeya, que tantos éxitos e imitadores le han valido. Un día y una hora en que, quienes no se han convertido [87] en asustadizas liebres, están –como la razón de que Góngora hablaba– atados a buen pesebre; reconozcámosle al poeta el mérito de su osadía.

¿Por qué y cómo, después de una larga ausencia sobre cuyas andanzas no queremos hablar, Chocano ha venido a convertirse en el solista inevitable, el ovacionado tenor de la continuada opereta bufa que es nuestra vida ciudadana? Que lo digan quienes a su regreso a su patria no supieron ver en él sino la oronda y satisfecha vanidad literaria. Que lo digan quienes, después de rodearle y ensalzarle, a pesar de conocer sus estrambóticas teorías políticas, cuando ni tentó ponerlas en juego, intentaron, siempre a medias tintas, con arañazos de gatas lúbricas, desautorizarle, habiendo podido darle desde un principio la necesaria lección de civismo.

Pretender aquello resultaba ingenuo. En realidad, Chocano –y sea dicho sin la menor intención de halagar una problemática sensibilidad moral– nada tenía que aprender de los átomos que integran nuestra molécula política e intelectual. Los desdeñó. Los que sentimos en diversas y públicas ocasiones el escozor de su altanería éramos pocos y nada representábamos. Ahora mismo, sólo incurable quijotería nos induce a recoger un guante que ha percutido, antes que las nuestras, otras mejillas más infladas y visibles. [88]

Mas era necesario recogerlo, a trueque de que el poeta volviese a sentirse el solo Chanteclair del gallinero...

¡No, a Dios gracias! La silenciosa tolerancia tiene sus límites. Ya que callan quienes por las posiciones que ocupan debieron haber hablado, hablaremos nosotros.

¿Opiniones o sofismas?

Convertido en único señor y portavoz, de considerable autoridad, en nuestro medio, dado el hecho de esquivar ocuparse de las cuestiones vitales otros hombres, Chocano ha ido levantando la voz. Ahora grita y amenaza. Y no es la primera vez que lanza, no sin razón por cierto, aunque sin autoridad moral para ello, la acusación de pusilanimidad e ineptitud a nuestras «clases dirigentes». Las tales clases dirigentes nuestras, organizadas laxamente en clanes más o menos domésticos, han fingido no haber oído o desdeñan el grito. Tampoco han oído más comedidos y mejor intencionados llamamientos. Son manifiestamente egoístas. ¿Con qué derecho se extrañarán entonces de la fusta abusiva y arbitraria de los que disponen de la fuerza y los conocen incapaces de una altiva rebelión? ¿Con qué derecho menosprecian las [89] instancias de los pocos que aún intentan salvar al menos su propia dignidad en la catástrofe?

Adueñado del campo, con la impunidad del silencio, coreado sotto voce por aduladores mezquinos que creen que la gloria literaria se contagia y vale algo, Chocano ha terminado por sentirse solo en el circo o en el Agora. Y, desprovisto de convicciones verdaderas, sin haberse preocupado jamás –al menos prácticamente no hay huellas de ello– de formarse una sólida ideología, confiando siempre en su descomunal talento «intertropical», como él dice, se ha dedicado a improvisar opiniones que, por supuesto, sólo son sofismas.

Sí, sofismas; porque, a pesar de su aparente logicidad (limitándonos ahora al artículo contra Vasconcelos que motiva esta réplica), es imposible articular sólidamente los conceptos allí amontonados.

Aparte de la superfluidad de algunas observaciones críticas sobre la obra literaria de Vasconcelos, que, además de no ser sostenibles en su esencia, podrían contestarse con el desmenuzamiento del falso lirismo chocanesco, ¿en qué consiste la argumentación ideológica del poeta ex diplomático contra el propagandista ex ministro? [90]

La absurda tesis del pretorianismo criollo

Si se tratase de meras opiniones para uso particular y privado de quienes las profesan, en discusiones de café o en charlas de sobremesa, o hasta en artículos de revista o en libros, podrían dejarnos sin cuidado las que sustentan hombres como Lugones y Chocano. Mas he aquí que también ellos toman la actitud del propagandista y del apóstol, y no se conforman con descubrirnos día a día las «verdades» reveladas por Nietzsche y puestas en práctica por espíritus tan primorosos como Kipling y D'Annunzio, Roosevelt y Mussolini –para no hablar sino de las gentes de allende los mares–, sino que intentan catequizarnos para el nuevo culto de la fuerza bruta, hacernos renegar de las doctrinas de Jesús y elevar, en cambio, sendos altares al falo griego y a la espada romana.

¿Qué ideología es la de estos apóstoles que nada tienen de farsantes? ¿Qué nueva fe los anima a arrostrar virilmente, con su respectivo falo en ristre, todos los peligros para predicar un credo tan odiado por los poderosos de la tierra? No se hable de abnegación, pues ellos no creen en esa virtud cristiana. Es la sola [91] virtud expansiva de su virilidad la que nos llena del más griego de los entusiasmos, tan griego que hasta se han quemado las pestañas para iniciarse debidamente en el culto de Baco y celebrar con perfecta liturgia sus Saturnales...

Y no es cosa de broma. La secta se propaga. Sólo que, al llegar al terreno de las instituciones políticas, al querer adoptar la miserable y caída civilización occidental, enferma de cristianismo, a su ideal, no saben por dónde principiar y organizar su maravillosa utopía, llamada a reconstituir para las generaciones venideras la fuerte, alegre, despreocupada y brillante sociedad de Aspasia y de Pericles, de Alcibiades e Hipatia... En cuanto a Sócrates, si por casualidad reencarnase, habría que volver a darle la cicuta...

Chocano, con el laudable fin de demostrar a la juventud de América que su maestro Vasconcelos es un farsante y que ella, dejándose sugestionar por un «corruptor de menores», ha demostrado su propia imbecilidad portándose como una pobre e ignorante «huachafista», dice: «Si en los Estados Unidos –donde no hay ministros de educación–intentara el pobre Vasconcelos, en una Universidad, hablar disparatadamente de las libertades públicas en nombre de la revolución social, y recomendara a Buda en un galimatías espantoso, los jóvenes estudiantes [92] lo sacarían a pelotazos, riéndose de él a carcajadas...»

Este párrafo, que, como se verá después, es buena muestra del conocimiento que Chocano tiene del espíritu que anima a la juventud culta de los Estados Unidos en la guerra de ideas de nuestros días, sólo nos interesa, por ahora, en cuanto se refiere al «galimatías espantoso» que según él, Chocano, constituye la ideología de Vasconcelos. Toda exigencia de lógica y claridad en la exposición de las ideas, y sobre todo de doctrinas es, en efecto, saludable; y es muy de lamentarse que las juventudes de nuestra América no hayan acertado todavía a descubrir en el fuerte cerebro de nuestro compatriota la virtud sintética y analítica y el firme método que caracterizan su pensamiento. Lástima no más que esa capacidad igual para la síntesis y el análisis resulten por completo inútiles a quien puede disponer del sable y tiene, como quien dice, bajo el brazo al «gendarme necesario», para emplear la frase de uno de los Padres de la nueva Iglesia de la Espada, don Laureano Vallenilla Lanz.

Pero, en fin, nosotros, que no disponemos de la espada, ¡qué decir!, pero ni del más modesto cuchillo de cocina, tratemos de acercarnos, como humildes catecúmenos del nuevo culto, al altar del ídolo y hagamos esfuerzos por comprender [93] el sentido profundo y esotérico, los gestos y actitudes de sus admirables sacerdotes...

¿Qué proponen estos admirables espíritus lógicos, estos jerarcas que vinieron al mundo –como en los tiempos de Tutankamon– para ordenar el caos en que vivimos –porque ellos también reconocen que no estamos como Pangloss en el mejor de los mundos posibles– qué proponen para curar nuestros males estos geniales Aristarcos aristárquicos?

Cubriendo con un manto de decencia la violenta desnudez de estos idiotas (empleamos el término en su sentido puramente etimológico: laicos sin empleo público en la democracia), un escritor uruguayo de no escasa capacidad, Mario Falcao Espalter, ha estudiado últimamente el movimiento bajo la designación eufemística que dio a la «Escuela» Vallenilla Lanz: El cesarismo democrático en América, y un escritor centroamericano, muy ponderado, Roberto Brenes Masén, ha tratado de explicar, en particular, la actitud de Lugones, que Araquistain, por su parte, y no sin razón, ha declarado inexplicable.

En efecto, es inútil que torturemos nuestra inteligencia tratando de explicarnos racionalmente una cosa instintiva que en unos es interés mezquino o elevado (mal entendido siempre) y en otros toma la forma del miedo. [94] Cuanto más se piensa en la actitud de ciertos hombres de letras en nuestros días más se afirma el convencimiento de que se trata, en diversas formas, de una de estas dos cosas: o el suicidio moral motivado por el miedo o la venal abdicación inspirada por el interés. El desquiciamiento espiritual causado por cualquiera de estas dos maneras de claudicación o renunciamiento a la dignidad es lo único que explica los galimatías –y estos sí que son anatopismos y galimatías– en que caen, cuando quieren racionalizar su actitud los adoradores de la Espada. El mismo hecho de intentar una defensa ideológica del partido tomado –que no es otro que el de una vuelta a la barbarie, más aún al salvajismo liso y llano– está demostrando la absurdidad de su posición.

Nota. Este artículo, que la Dirección de La Crónica no quiso publicar, no es sino la primera parte del último estudio de Edwin, que no había concluido cuando lo llamó Chocano por teléfono.


Poetas y bufones. Polémica Vasconcelos-Chocano. El asesinato de Edwin Elmore
Agencia Mundial de Librería, Madrid 1926, páginas 83-94.