Gabriela Mistral
Vasconcelos y Chocano
No conozco en detalle el artículo de Chocano contra Vasconcelos, causa de la desgracia ocurrida en Lima. Pero se afirma en varios telegramas que el ilustre poeta peruano ha llamado «farsante» al educador de México.
Vasconcelos es hombre discutidísimo; tiene, algo así como un millón de enemigos. El ataque contra él es cosa cotidiana en su patria; muchos adjetivos al rojo blanco le han sido aplicados; pero he aquí uno perfectamente inusitado: este de «farsante».
Hay que hacer primero descargos en favor de Chocano. Cuando abandonó México, país donde vivió varios años, Vasconcelos no había comenzado su obra educacional que lo transformara más tarde en una figura americana. Chocano conoció al guerrillero de la libertad, poco diferenciado entre los demás rebeldes. Ha debido, sin embargo, leer en innumerables revistas y cotidianos reseñas sobre la reforma [150] educacional, tan cosa suya como su sangre y sus huesos. ¿Por qué no se ha hecho en él, como en los mejores, el respeto y aun la veneración de este formidable civilizador?
Acaso ha pensado que se trata de una de esas reputaciones hechas por gacetilleros más o menos asalariados.
No se trataba de eso, y esta vez la fama no ha hinchado con aire sus carrillos.
Yo, que tengo algún derecho a ser creída por el hombre ilustre del Perú, quiero decirle que don José Vasconcelos tiene una obra tan inatacable por el tiempo como la de Bello, a quien se sigue llamando el educador del continente, pero más preñada aún de sentido humano que la del gramático; una obra que toca las orillas de lo bolivariano, por creadora y radiante de generosidad racial.
Más de alguno dirá que mi defensa del mexicano no tiene validez, porque le debo grandes servicios.
Al que esto dijera le contesto que los servicios me obligan en el orden sentimental, y los devuelvo con cariño, nunca con juicios que vuelquen la verdad.
Si Chocano dijera verdades yo guardaría el silencio decoroso a que obliga la evidencia y asistiría al espectáculo de la polémica solamente con el corazón apretado de pena. [151]
No; no es ese el caso; mi estimación del educador mexicano es mayor que mi afecto y se mueve en el aire más libre que el de la gratitud.
Vasconcelos recogió la obra de los misioneros españoles, abandonada ciento cincuenta años, en favor de la redención del indio. Ha sembrado como de un millón de encinas la sierra, y el desierto, de escuelas y bibliotecas. No sólo ha socorrido a la raza olvidada con el libro, sino con la herramienta agrícola, con el banco del carpintero, con el cinematógrafo, con la asistencia social, en sus escuelas agrarias y en sus misiones mixtas de enfermeras y maestros.
El resplandor de este ejemplo salta como los fuegos anunciadores de las colinas griegas a los países con problema indígena, y se le imita en Colombia, en Centro América, en el Ecuador.
Vasconcelos ha levantado en la Ciudad de los Palacios, como llaman a su capital, seis u ocho bibliotecas y escuelas monumentales, como sólo la Argentina ha sabido construir en nuestro desgraciado continente.
Ahí están: son piedra, ladrillo y cemento, y no se las destruye con artículos.
Ha hecho la única empresa editorial en grande que conocen nuestros países para anegar de libro barato su territorio, divulgando a los maestros de todos los tiempos, desde Platón a Romain Rolland. [152]
Hizo la segunda dignificación del maestro en raza española (la primera es la de Sarmiento), dándoles no sólo sueldos, sino participación superior en la vida ciudadana, y el «Día de Maestro», en México, es una fecha tan solemne como la efemérides nacional.
En cada una de sus faenas Vasconcelos ha trabajado para la raza entera, hecho que le ha sido reconocido hasta por España; y en esta época de nacionalismos, o suicidas o viles, aparece como un generoso extraño que desorienta por la norma superior.
Quiero repetir –porque este es el sitio– un juicio de Romain Rolland sobre Vasconcelos: «Me parece lo más grande que ustedes tienen en la América, y yo querría escribir su vida entre las de mis hombres heroicos.»
La acción que le ha creado más enemigos es su guerra declarada a estas dos cosas: la tiranía y la anarquía en los países americanos. Ha escrito discursos y artículos contra el señor Gómez y el señor Leguía, no mirando en ellos otra cosa que obstáculos a su ideal de democracia con libertad, es decir, a su ideal anticomunista.
Se ha solido disminuir lo heroico de su faena civilizadora de México, anotando que contó con grandes recursos. Indudablemente los tuvo: a manos llenas hizo la dotación de sus escuelas [153] el Presidente Obregón, y por primera vez en la historia de nuestros países un presupuesto de educación superó al norteamericano.
Hombre pobre de solemnidad, no podía él, como un Carnegie, crear instituciones a costa suya. Pero acaso sea ésta la única vez que el oro de las Indias, el pobre oro nuestro, insensato, sustentador de gollerías, se ha puesto al servicio de los interés superiores de un pueblo.
La reputación de Vasconcelos, empujando como un río del trópico troncos de críticas y establo de Aujias de intereses, se ha extendido por la América. No la empuja la catapulta oficial, sino los brazos, blancos de la juventud, y este hombre ha recibido honras, como ésta, superior a una apoteosis romana: los estudiantes de Colombia, del Perú, de Centro América y creo que aun de la Argentina, lo han proclamado su maestro.
¡Farsante, no! Farsante es aquel que ha poblado el aire de palabras; el que ha prometido a la Vida sin cumplirle nunca; el ideólogo que nunca ha hecho crujir la realidad entre sus puños; el político común hispano-americano, que ha realizado patrias en discursos, dejándolas en su misma infelicidad. Este Vasconcelos, que en su Ministerio de cuatro años fecundó de actos cada día y que hasta obró en exceso por esa como pasión suya de Génesis, puede ser otras [154] cosas: un vehemente, un «apresurado de Dios», nunca un «farsante».
La Violencia
Pero si yo tengo hacia el educador mexicano una verdadera veneración, y hacia Chocano una vieja amistad admirativa (que su desgracia de hoy no desata), no comulgo con la violencia de los artículos que han cambiado entre ellos y que fragmentariamente conozco.
Siento repulsión hacia la violencia, que es la mitad de la idiosincrasia americana. Somos pueblos que viven en la violencia política, en la procacidad periodística, en la cólera cotidiana.
La cólera es una cosa plebeya por fácil, plebeya como la glotonería, espontánea e inferior como el miedo. No hay en ella, aunque la tuvieran los profetas, una gota de espíritu. Es puro hervor de sangre. Una es la indignación, levantamiento interior contra el mal, y otra es la ira, que echa a rodar el denuesto como piedras por una pendiente, insensatamente.
Un recuerdo próximo me viene a la memoria: entre los pequeños periódicos que suelo recibir me llega uno que no quiero nombrar, órgano intelectual de una ciudad pequeña hispanoamericana. Desde el editorial hasta la crónica [155] estaba hecho con injuria, y por si eso fuese poco, había insultos en la sección de avisos económicos...
Eso revela un sistema de violencia, una norma de odio profesional. Este desenfreno de la palabra ha traído la restricción de la libertad de imprenta en el Brasil y en otras partes, y la mente más libre llega a dudar delante de las disposiciones restrictivas, porque si la libertad llega a parecerse a la Gorgona que decía Carlyle, no es cosa de amarla como a una madre.
Algo ha debido quedar en Vasconcelos y Chocano del guerrillero. Quienes conocemos la generosidad sencillamente fabulosa del primero, sabemos que esto es algo sobrepuesto en él, la costra de viejas heridas; se la excusamos por la actitud de rebeldía que ha sostenido veinte años; pero a la vez queremos ver libre de frenesí al hombre que nos sustenta con sus pensamientos.
Elmore
Yo sé poco de Edwin Elmore: que era en el Perú uno de los guías de la juventud universitaria; que trabajaba con el grupo hispanófilo de Buenos Aires por la unión de la América Española; que era joven y puro.
Ahora ha caído por defender en Lima el [156] nombre de Vasconcelos, su maestro. Pocas veces un discípulo ha dado tanto al hombre de donde le vino doctrina.
Y entre el muerto y el vivo, el primero defensor de mi propio maestro, y el segundo que ha despertado en una cárcel, como quien vuelve de una pesadilla y a quien seguiré llamando siempre amigo, porque su desgracia no mata su obra, yo siento la misma sacudida de piedad desesperada. Me acuerdo para ser piadosa de las sombrías palabras de Oscar Wilde en la «Balada de la Cárcel»: «Porque nadie sabe hasta qué rojo infierno puede bajar su alma en un solo instante.» Ese rojo instante se abrió ayer sobre José Santos Chocano, y no hay que decir a este hombre ninguna conminación inútil porque ninguna subirá más alto que el reproche de su propia alma.
Ojalá en esta llamarada de dolor, no sólo los que arden adentro, sino también los demás, seamos purificados, purificados de la violencia demoníaca que hace crujir los propios huesos y rompe las cosas mejores en el bajorrelieve del mundo.
Noble el mozo que hizo ese gesto, tan escaso entre los mezquinos, de defender al que está lejos y que ni siquiera es de su sangre. Pero hay que repetir con Gandhi, el santo, que con ira no se defiende ni a Dios ni a los hombres, ni se [157] endereza cosa alguna; con ira se dilatan los grados del mal hasta lo infinito.
La desgracia mayor en este suceso es el abismo que en un momento se ha hecho entre el gran poeta y la juventud hispanoamericana, que es toda vasconceliana y que lo es para siempre. Y es desgracia grande, pues el poeta del Perú les pertenecía como hombre representativo también de la raza. Ahora, misericordia. Nada de frenesíes que, como la piedra que dije, echada a rodar desde la altura, maten en el valle otro inocente. Uno solo es el Dueño del severo juicio.
Gabriela Mistral.
Poetas y bufones. Polémica Vasconcelos-Chocano. El asesinato de Edwin Elmore
Agencia Mundial de Librería, Madrid 1926, páginas 149-157.