Filosofía en español 
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Carta de Vasconcelos a D. José María Rodríguez

París, 18 de enero de 1926.

Señor don José Rodríguez.- Gijón.

Muy querido amigo: Contesto a sus gratas de 2 y 13 del corriente. He reflexionado en todo lo que me dice con respecto al desagradable asunto que motivó el último crimen de Chocano. Con mi carta al señor director de El Sol, ampliamente difundida ya, creo haber dejado terminado el caso por lo que a mí en persona se refiere. Comprendo, sin embargo, que no conviene dejar sin respuesta todo lo que constituye un cargo concreto. Vuelvo, pues, a leer los denuestos de Chocano contenidos en el folleto que publica la Legación del Perú en Madrid, y que debe ser muy inmundo, puesto que la misma casa Calpe, sorprendida por los editores, ha tenido que desautorizar el uso de su nombre en lo que se refiere a la responsabilidad editorial. [160]

Comenzaré por decirle cómo conocí a Chocano. Cuando Chocano llegó a México, en 1911 o 12, yo era presidente de un Ateneo juvenil y abogado postulante con un bufete que gozaba fama de dejar mucho dinero. Era Presidente de la República don Francisco Madero, de quien yo había sido partidario militante en los días de la conspiración y de la revolución contra Porfirio Díaz; pero al triunfo del maderismo, es decir, a la caída de la dictadura porfirista, yo me retiré de la política para vivir de la profesión de abogado que entonces ejercía. Y mi bufete estaba siempre lleno de clientes, a pesar de que no acepté desempeñar ningún puesto en el nuevo Gobierno, ni obtuve de él concesión ni ventaja alguna, como consta de archivos públicos y del conocimiento general de las gentes de la época. Tanto es así, que nuestros peores adversarios políticos, los partidarios del traidor Victoriano Huerta, los asesinos de Madero, nunca se atrevieron a acusarme de haber recibido algún favor ilegítimo o legítimo de mi amigo Madero, el Presidente mártir y el hombre más grande que México ha producido en los últimos tiempos. Pero el señor Chocano tal vez no imaginaba que en un país de lo que él llama desdeñosamente el trópico pudiese haber un Presidente como Madero, que no hacía ricos a sus amigos y que no perseguía a sus enemigos; ni un político, [161] por accidente, como lo había sido yo, que después del triunfo de su partido no necesitaba de ese partido ni para vivir ni para hacer fortuna. Repito, pues, que en aquella época era yo abogado con dinero y presidente de un Ateneo de la juventud, y este doble carácter hizo que fuera hacia mí, no obstante tener yo entonces a lo sumo veintiséis años, toda una montaña de fama, no siempre de la buena fama, y todo un ciclón de tropical lirismo, es decir, don José Santos Chocano, el asesino de Elmore, asesino y desmemoriado, pues no me recuerda en aquella época, a pesar de que anda en los diarios y revistas de entonces un retrato en que estamos juntos en la recepción que le dio el Ateneo, y donde recitó sus bellas poesías guatemaltecas. Menos aún se acuerda, ya que esto no consta en los diarios, de las veces que visitó mi despacho, en compañía del señor don Pedro González Blanco, para proponerme todo un proyecto de empresa de publicación de un gran diario que se titularía La Raza, o algo semejante. No debo haberle parecido tan insignificante al gran poeta mendaz, puesto que una y otra vez subió mis escaleras, y eso, no obstante, que desde la primera plática hube de manifestarle que no pediría a mi amigo el señor Madero fondos para ningún diario, y que personalmente tampoco los tenía. Y probablemente este fue mi pecado, [162] no tener dinero, a pesar de que la baja murmuración de entonces me hacía aparecer como un explotador de la situación creada por los revolucionarios. No tuve, pues, dinero, ni me presté a pedirlo, y esto quizá explica que el señor Chocano haya olvidado nuestras relaciones de entonces. Pero hay otra explicación todavía más plausible y es la muy sencilla de que el señor Chocano quiere borrar todo lo que sabe de mi actuación revolucionaria, para servir los intereses de políticos mexicanos poderosos, haciéndome aparecer como un simple protegido del señor general Álvaro Obregón, ex presidente de México, a quien, de paso, adula Chocano, animado sin duda por los bajos vientos de reelección que, por desgracia, ya han empezado a correr en México. Sobre este particular usted mismo que ha vivido en México, y toda la gente de México sabe que el señor Chocano miente cuando afirma que yo no combatí a Victoriano Huerta. Miente a sabiendas, porque el señor Chocano estaba todavía en México cuando yo fui encarcelado por Victoriano Huerta, el dictador sanguinario que asesinó a Madero, y mi encarcelamiento consta en los diarios de la época y en los registros de la Penitenciaría de México, donde estuve internado poco tiempo, amén de los registros de policía, &c. Le consta también a Chocano que yo conspiré contra [163] Huerta, en plena ciudad de México, bajo sus sayones, y no desde La Habana, donde él fue a publicar cartas, ni siquiera desde la cómoda frontera con Norteamérica, desde donde otros revolucionarios más afortunados contrabandeaban las municiones, pero con el paso siempre libre hacia un refugio extranjero. Mendaz es también la afirmación de Chocano de que yo ataqué a Carranza porque Carranza no me hizo caso; porque Carranza, en plena revolución, me confirió uno de los cargos más altos de la revolución, el de plenipotenciario, para representarla en las proyectadas conferencias del Niágara, conferencias para las que habíamos sido designados don Luis Cabrera, después ministro de Carranza; don Fernando Iglesias Calderón, hombre el más respetable de nuestra política, y yo, que era el más joven de los tres; pero le merecí confianza a Carranza cuando Carranza luchaba contra la tiranía. Después, cuando Carranza se convirtió en tirano, naturalmente, perdí la confianza de Carranza, quien me obligó a salir del país, y me expulsó, no con decretos, sino con soldados que persiguieron la columna de que yo formaba parte y nos obligaron a retirarnos desde la capital de México hasta la frontera norteamericana, combatiendo durante cinco meses contra carrancistas y contra villistas, que juntos nos batieron y nos derrotaron [164] más de veinte veces, hasta que nos echaron del territorio, después de matarnos a muchos compañeros, pero sin lograr que uno solo de los nuestros hiciese profesión de incondicionalismo caudillista. Porque nuestro delito fue adelantarnos seis años a quienes más tarde tuvieron que enfrentarse a Carranza, pero después de deberle favores y de servir en sus filas. Chocano ha tenido el descaro de afirmar que yo soy farsante mientras no se exhiba un artículo mío atacando a Carranza o a Villa cuando Villa y Carranza tenían poder. En México esta afirmación ha hecho creer que Chocano ha enfermado del seso, puesto que el atrevido farsante resulta él, ya que todo el mundo recuerda o puede conocer los artículos que yo publiqué contra Carranza poderoso en La Prensa, de San Antonio de Texas, y en otros diarios castellanos de la frontera, y aun en La Prensa, de Lima, del año de 1916, en que fui a dar por allá, debido a que no pude acumular todo el dinero que mis deturpadores suponían, durante la administración maderista; y Carranza se valió de aquella pobreza mía para hostilizarme cruelmente. Recuerdo que muchos que se han sentido héroes, después de la muerte de Carranza, me negaban el saludo en aquella época por temor de desagradar al que llamaban el Primer Jefe, lo que no obstó para que después lo abandonaran y lo condujeran al [165] asesinato en que pagó sus atrocidades. También se pone en ridículo Chocano cuando afirma que yo no ataqué a Villa poderoso, porque puedo citarle el New York Times y casi todos los diarios norteamericanos y cubanos del mes de enero de 1915, donde los carrancistas hicieron publicar, mutilándolo en lo que afectaba a Carranza, un manifiesto redactado por mí y suscrito por una docena de generales y de patriotas, que, frente a la pandilla de los personalistas repartidos entre Carranza y Villa, denunciamos a ambos e hicimos profesión de fe girondina, pagando nuestra audacia, unos con la vida; otros, como yo, con seis años de pobreza, calumnia y destierro, después de que el azar nos salvó la vida.

Para los que todo esto saben ha resultado también pueril la acusación que me hace Chocano de ser desleal al general Obregón, el hombre a quien, según Chocano, debo toda la notoriedad de que mi nombre se ha visto rodeado en los últimos tiempos. Yo nunca he negado que la tribuna que me dio el Presidente Obregón, primero en la Universidad de México y después en el Ministerio de Educación Pública, constituye uno de los mejores sitios desde donde un hombre puede ponerse en ridículo o contribuir a que el ideal se levante. Pero de allí a aceptar que el señor general Obregón, con todos [166] sus méritos, que no discuto, tenga poder para crear reputaciones hay toda una enorme distancia. En este punto como en los demás no tengo por qué no hablar claro. Y contestando a Chocano, digo que yo ya era conocido en la República y había desempeñado puestos políticos en Wáshington, y mi retrato de joven periodista andaba en las manos de los soldados maderistas, en una época en que todavía nadie conocía al señor general Obregón, pues, como consta de la declaración que con todo valor hace el mismo señor general Obregón en su libro «Ocho mil kilómetros en campaña», su figuración en la política comienza, muy brillante desde luego, pero muy posterior a la revolución que derrocó a la larga dictadura porfirista. No se necesitan de más pruebas, pero si fuese menester podría yo agregar que esto le consta al señor Chocano, puesto que en su primer viaje a México me visitaba a mí, pero nunca que yo sepa, emprendió viaje a Sonora para conocer al general Obregón, que para la fama aún no existía. Pero hay más; yo nunca encuentro motivos para callar, y mucho menos ahora. El señor Chocano, aconsejado por cierto bribón influyente en la actual política de México, insiste mucho en mi actitud respecto del señor general Obregón. Yo no le voy a dar el gusto al señor Chocano de aprovecharme de él para explicar [167] esa actitud, entre otros motivos, porque esa actitud es muy clara para los que han seguido de cerca los acontecimientos. Cuando sea oportuno, y si la campaña reeleccionista se formaliza en México, entonces explicaré ampliamente por qué me siento distanciado del general Obregón. Si esa campaña no se formaliza quizá no entraré en pormenores; dejaré en tal caso que los hechos hablen por sí solos. Pero de todas maneras el señor Chocano debe saber algo que no llega a entender plenamente jamás un lacayo, y es esto: que la lealtad se le debe a los principios y no a los hombres. Y que si un hombre, por encumbrado que esté y por mucho que nos haya obligado, aun con favores personales, se aparta del camino del deber, entonces el deber nuestro es dejarlo. Dejarlo aun cuando para nosotros haya sido un padre. Pero tranquilícense los defensores ciegos de la gratitud; no les voy a poner un caso complexo. Yo no debo a nadie un solo favor ilegítimo. Se me han dado puestos y los he servido con patriotismo, sirviendo más bien a la patria que al que me los daba. Favores personales no debo a la política. Jamás he cobrado peso que no estuviese autorizado en el presupuesto y que no fuese pagado en público, y no debo obsequios ni gajes, ni tengo complicidades. Puedo hablar y hablaré si se hace necesario; pero no hablaré con [168] Chocano, ni siquiera de Chocano. Hablaré cundo sea menester hablar para la defensa de alguna buena causa, para la salvaguardia de un principio.

Esto no quiere decir, mi querido amigo, que esta carta necesariamente ha de permanecer inédita. Usted haga de ella el uso que le parezca, pues no acostumbro dejar escondida ni mi correspondencia privada.

También se hace eco Chocano, en su tan citada réplica, de un cargo que frecuentemente se me ha lanzado en México, pero siempre de manera general y vergonzante cuando no completamente anónima; el cargo es el de afirmar que yo gasté sumas del presupuesto de Educación en pagar intelectuales nacionales y extranjeros, que no habrían tenido otra misión que la de escribir apologías de mi labor en el Ministerio. Cuando este cargo lo lanzó en México el señor Querido Moheno, los periodistas que, por ser amigos y camaradas míos, pudieron sentirse aludidos, lo obligaron a retractarse, y yo ni siquiera me he ocupado de contradecirlo, porque es público y notorio que en un Ministerio en que se gastaron en cuatro años varios millones de pesos –ni la mitad de lo necesario, pero mucho, comparado con el presupuesto que los carrancistas habían dejado a Educación Pública–, toda esta época, repito, y todo aquel [169] dinero no bastaron para que una sola persona hiciese fortuna; lo que no puede decirse de otras dependencias de aquel Gobierno. Mucho se ha hablado de mis derroches, pero nadie respondió cuando propuse que una Comisión comparara lo que costó el Ministerio de Educación Pública con los gastos desproporcionados y alarmantes que se hicieron, por ejemplo, para tirar y volver a reconstruir el mezquino Palacio de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Lejos de ello, se amenazó al diario que había publicado mi artículo y se dieron órdenes para que no se publicaran mis réplicas. Poco después de que salí del Gobierno y cuando mis enemigos estaban rabiosos y en el poder, les lancé el cargo de malversadores de fondos públicos, y lo hice sabiendo que tenían en sus manos todas las cuentas de mi gestión. Me respondieron algunos de ellos con evasivas y cargos vagos, pero nunca han precisado un solo caso de derroche, pues aun lo gastado en pagar frescos decorativos y estatuas que ornan los edificios nuevos, fue insignificante, debido a que los artistas, los escritores, los maestros, trabajaron en aquella obra con algo que no puede comprender un pícaro, pero que se llama desde hace muchos siglos ardor apostólico. Y los mismos que se atrevieron a hacer insinuaciones malévolas y a llamarme derrochador, son casi todos gentes [170] que hablaban de ese modo para desviar la atención pública y para ocultar la gran habilidad financiera que los ha hecho a muchos de ellos verdaderos millonarios, no obstante que a la revolución entraron sin un céntimo y haciendo profesión de fe casi comunista o, por lo menos, de desdén al dinero. Parece que lo que en realidad han desdeñado es el derecho ajeno sobre el dinero y muy principalmente los derechos del Fisco. Porque se han hecho ricos sin tener industria y sin haberse separado un solo día de los cargos gubernamentales. Y entre ellos es raro el que no tiene hacienda, estancia, finca de campo y cuatro o seis automóviles, y ahora se preparan para entrar en el bando de la reelección. He allí la fecundidad de las doctrinas de Chocano. Crea usted que Chocano no tomaría todas esas poses si no se sintiese apoyado en la ignominia de estos políticos, que por ahora no nombro, pero que nombraré si me contestan. Pero lo más probable es que hagan que Chocano vuelva a insultarme y que de paso les dedique elogios.

Sabe cuánto lo aprecia su afectísimo amigo y seguro servidor,

J. Vasconcelos


Poetas y bufones. Polémica Vasconcelos-Chocano. El asesinato de Edwin Elmore
Agencia Mundial de Librería, Madrid 1926, páginas 159-170.