Filosofía en español 
Filosofía en español

Modelo mecanicista y método dialéctico

Ricaurte Soler

Modelo mecanicista y método dialéctico

Ediciones de la Revista “Tareas”
Panamá, 1966

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Folleto de 149×213 mm. 16 páginas más cubiertas. [cubierta] “Modelo mecanicista y método dialéctico | Ricaurte Soler”, [1] “Modelo Mecanicista y Método Dialéctico”, [2] Del Autor, [3] “A Ninín”, [5] “Ricaurte Soler | Modelo Mecanista y Método Dialéctico | Ediciones de la Revista “Tareas” | Panamá, 1966”, [7-16] texto, [interior de la contracubierta] Ediciones de la Revista “Tareas”.

El texto de este opúsculo fue reeditado en 1973, sin modificaciones, como primer artículo del libro Estudios filosóficos. Sobre la Dialéctica (Ediciones Librería Cultura Panameña, Panamá 1973, págs. 11-36). Fue de nuevo publicado, en 1994, en el número monográfico dedicado a Ricaurte Soler por la revista Lotería (nº 400).


Es indudable, desde el punto de vista histórico, que las concreciones mejor dibujadas de la cosmovisión mecanicista han tenido lugar en la época moderna. En buena parte en la filosofía cartesiana, y con mayor entidad en la de Newton, el mecanicismo ha corporizado en un sistema de conceptos de perfiles nítidos y rigurosos. Con todo, la calificación de mecanicista a filósofos de la antigüedad, y aún a modalidades del pensamiento de filósofos varios de la época actual, es perfectamente legítima. La razón es clara. El mecanicismo es, ante todo, un estilo de pensamiento filosófico, una cosmovisión, un “modelo” de sistematización y método cuyos conceptos fundamentales y lógica interna el presente estudio se empeña en señalar.

La utilidad de este intento no parece discutible. Como sistema de conceptuación y método, en confrontación con la perspectiva dialéctica, cabe revelar en el mecanicismo su poder de atracción, sus aciertos parciales e insuperables limitaciones. La circunstancia de encontrarse hasta el siglo XIX en vinculación estrecha con las formas históricas asumidas por el materialismo permite igualmente determinar la conveniencia de despejar sus categorías básicas, y la lógica interna de esas categorías básicas.

La identidad

El “modelo” que presentamos no se ha realizado explícitamente en ningún mecanicismo históricamente considerado. Pero la concatenación de las categorías básicas a que nos referíamos está implícita en todo materialismo mecanicista y en toda formulación filosófica determinable como tal. Entre esas categorías básicas intentaremos descubrir las conexiones entre la identidad, las relaciones externas, la cantidad y la totalidad cuantitativa, dejando para una consideración especial ulterior lo relativo a la causalidad mecánica. Por constituir la identidad un punto de confluencia entre el idealismo –particularmente el idealismo objetivo– y el materialismo mecanicista, conviene que analicemos, en primer término, las implicaciones mecanicistas de esa categoría.

El punto de vista de la identidad no ha sido, efectivamente, patrimonio exclusivo del idealismo. La economía de pensamiento que sugiere el poder reducir –reducir, se ha dicho, es la obsesión mecanicista– la variedad de lo existente a un principio invariable, idéntico a sí mismo, sedujo por igual a idealistas y materialistas. El idealismo, por lo general, encontró en Dios, el ser espiritual absolutamente idéntico, la explicación suprema de lo variable, multiforme y perecedero. Hasta el siglo XVIII, y aún hasta el XIX, el materialismo encontró en las partículas de la materia –“átomos”– siempre iguales a sí mismas, siempre idénticas, las realidades últimas que diferentemente combinadas constituían la clave para comprender la multiformidad de lo existente. [8]

Sobre unos y otros, sobre idealistas y materialistas, señoreaba pues una identidad absolutamente exigente, que precisamente por ello planteaba problemas con soluciones obviamente ineficaces. De un Dios absolutamente sí mismo no se podía, desde el ángulo idealista, explicar la aparición de lo que no es sí mismo –lo variable y perecedero del mundo material–. Es por ello que el Dios aristotélico no sólo no ha creado el mundo; ni siquiera lo conoce. La pregunta surge espontánea: Entonces ¿para qué Dios? Posteriormente el cristianismo intentó una explicación de la relación Identidad (Dios) - No Identidad (Mundo), pero al precio extraordinario de introducir el misterio (la fe sobre la razón, la teología sobre la filosofía) cuando se trataba de contestar la pregunta; Entonces ¿para qué el Mundo?

Desde el ángulo materialista la solución era sólo aparente. La multiformidad de los objetos se explicaba a partir de la identidad de sus elementos, lo que obviamente supone la apariencia, la irrealidad de las cosas varias que así se sacrifican a la identidad de las partículas que las componen. El mundo de ese materialismo de la identidad expresa, pues, una imagen de cosas sólo varias en apariencia.

La contradicción

La perspectiva de la identidad, fundamento entre los griegos de la filosofía parmenídea y platónica, encontró entre los mismos helenos y aún entre algunos filósofos orientales, impugnaciones contundentes. La conocida frase de Heráclito: la guerra –la contradicción, la negación– es la madre de todas las cosas, resume admirablemente en el pensamiento antiguo la expresión de un intento racional de comprensión del movimiento, lo perecedero y multiforme. Es, ni más ni menos, la afirmación de un mundo material y sensible, mudable y transitorio, frente a una identidad estagnante y petrificadora. A la conciencia filosófica del mundo antiguo se le planteó así un dilema cuya simplicidad disimula apenas sus profundas implicaciones: la afirmación de la contradicción es la afirmación del movimiento, y la negación de la contradicción es la afirmación de una identidad eterna. O en términos más sencillos: Si un objeto es lo que es, no cambia; sólo cambia lo que contiene su propia negación, su propio no-ser. El cambio, el movimiento, se nos presenta así, para decirlo en términos modernos, como la síntesis del ser (tesis) y del no-ser (antítesis), o si se quiere como la unidad de la continuidad del ser, y la discontinuidad del mismo.

Algunos hábitos mentales, heredados seguramente de los enfoques filosóficos a partir de la identidad, han conducido a la afirmación de que postular la contradicción, la negatividad en el ser, equivale a convertir esa misma negatividad en una potencia misteriosa, exterior a la realidad. Esa potencia, se arguye, podría explicar el cambio, pero en primer [9] término habría de explicarse a sí misma. Considerar la negatividad como la potencia transformadora del mundo es darle al misterio, a un Dios inherente al mundo, el nombre de negatividad. Y todo ello en filósofos que, como Heráclito, llamaban a los sacerdotes “noctámbulos, traficantes del misterio”. De ahí muchas de las prevenciones contra la dialéctica. Eduardo Bernstein, a finales del siglo XIX deseaba un retorno a Kant que garantizara contra “La jerigonza que intentaba echar raíces en el movimiento obrero y para la cual la dialéctica hegeliana constituye un cómodo refugio”. Y hace pocos años Wright Mills escribía que la dialéctica “es un revoltijo de trivialidades”.

Las objeciones contra la negación dialéctica revelan una solidez sólo aparente. Esas objeciones disimulan en el fondo el supuesto de que la negación es exterior al ser, y sólo le es interior su identidad. Pero ambas proposiciones son, precisamente desde una perspectiva dialéctica, radicalmente falsas.

La creencia, por lo demás ingenua, de que la negatividad dialéctica es “misteriosa” se inspira en la aparente comprobación de que en la representación se nos da la identidad de los objetos, en tanto que su negación sería irrepresentable. De un objeto cualquiera su negación no se nos presentaría en manera alguna. Es preciso convenir, sin embargo, en que a la representación no se da ni la identidad ni la negatividad, en tanto que a la razón ambos son conceptos necesarios para comprender el ser y el devenir.

Que la negatividad no es perceptual sino conceptual lo concedemos de buen grado. Pero, decíamos, ese es también el caso de la identidad. Un objeto cualquiera nos lo representamos constituido por elementos, lo descomponemos en partes, es decir lo descomponemos en otras identidades. Pero a su vez estas partes contienen partes, es decir, nuevamente, otras identidades –nótese la contradicción de la expresión otras identidades–, y así sucesivamente. Lo señalado basta para concluir que un objeto no exhibiría su identidad en sí mismo, sino en aquello de que está constituido: sus partes; pero estas partes tampoco exhibirían su identidad en sí mismas sino en otras partes, &c. La necesidad de representar la identidad de un objeto en otras identidades –las partes– es ya la negación de la identidad primitiva. Pero toda identidad, para serlo, ha de ser siempre “primitiva”.

Las anteriores observaciones señalan, nos parece que inequívocamente, la falsa pretensión de los filósofos que postulan la identidad como dada a la espontaneidad de la representación –o aún a la “espontaneidad” de la razón– y la negatividad como simple abstracción vacía. En verdad identidad y negatividad son conceptos operantes, y como [10] tales, abstracciones preñadas de contenido, construidos por la razón para expresar determinaciones del ser, de la realidad.

Desvirtuadas así, en esta dimensión, las pretensiones absolutistas de la identidad volvemos a encontramos con la prístina afirmación de Heráclito: La guerra, la contradicción, la negación, es la madre de todas las cosas. Madre incluso de la identidad de las cosas, pues la identidad de la cosa que ahora es resulta de la negación de la identidad de la cosa que fue, y la identidad de la cosa que llegará a ser resulta de la negación de la identidad de la cosa que ahora es.

Relaciones internas

Las pretensiones de las filosofías de la identidad, decíamos, se fundamentan también en el supuesto de que toda negatividad es postulada como una potencia exterior a la materia, que sobre ella incide para hacer posible el cambio. Ese punto de vista, señalan algunos idealistas, implica convertir la negación en una potencia misteriosa, divina, exterior a la materia, precisamente en una concepción del mundo que rechaza por principio el misterio, lo divino, lo irracional, lo trascendente al mundo. Esta crítica, lo mismo que la anteriormente despejada, exhibe una solidez sólo aparente. Estudiémosla con detenimiento.

Ha sido frecuente entre los idealistas, desde Platón a Meinong, y desde Meinong a los actuales fenomenólogos, afirmar que el mundo de las relaciones escapa a las determinaciones y características del mundo material. La piedra X está al norte del árbol Y. Las determinaciones y características sensibles de la piedra y del árbol son obvias: los vemos, los tocamos, &c. Pero la relación “al norte de” no es sensible; es, por el contrario, “inmaterial”. No tocamos ni vemos la relación “al norte de”, como tampoco vemos ni tocamos al dos, o las relaciones matemáticas, o todo el mundo de relaciones que expresamos a través de las leyes científicas. Ese es, por tanto, concluye el idealismo objetivo (Platón, Meinong, fenomenólogos, &c.), un mundo ideal, exterior e independiente del material. Si desapareciese el mundo material, no por ello desaparecería la verdad de que dos y dos son cuatro. Las relaciones forman, pues, un orden especial, un cosmos ideal, un “mundo inteligible”.

En la dialéctica de Hegel encontramos un principio que, correctamente interpretado, responde negativamente, y con racional eficacia, a esa exigencia de trascendencia inmaterial y de idealismo ultramontano. Ese principio, conocido comúnmente como axioma de las relaciones internas, puede formularse de la siguiente manera: Las relaciones forman parte de las cosas que las relaciones relacionan; las relaciones no son exteriores a las cosas relacionadas, son parte de las cosas mismas relacionadas. [11] O en otros términos, retomando el ejemplo citado, la piedra X no sería precisamente la piedra X si no estuviese al norte del árbol Y, y el árbol Y no sería precisamente el árbol Y si no estuviese al sur de la piedra X. El estar al norte del árbol Y forma parte de ser de la piedra X, y el estar al sur de la piedra X forma parte del ser del árbol Y. Las relaciones son, pues, internas a las cosas que las relaciones relacionan.

Es notoria la ineficacia de la lógica aristotélica, lógica de la identidad, para los raciocinios en donde se tratan relaciones. Ni siquiera en casos tan elementales como en la deducción A es más alto que C, de las premisas A es más alto que B y B es más alto que C. Por esta razón, cuando en la pasada centuria la matemática hubo necesidad de la Lógica para superar la crisis producida por las geometrías no euclidianas, no tuvo más remedio que apropiarse de la Lógica y convertirla en el potente instrumento de conocimiento que actualmente es. Lo primero que hubo de hacer (G. Frege) fue el desterrar el viejo concepto de relación como sutil hilo misterioso e ideal que amarraba las cosas, postulando en su lugar el de relación como propiedad poliádica, es decir, como propiedad tenida por pares, tríos... de cosas, a cada una de las cuales le compete esencialmente el ser componente o término de esa relación. En fin, como determinaciones tenidas en propiedad y no prestadas por la inteligencia –idealismo subjetivo–, o llovidas del topos uranos –idealismo objetivo–.

Toda relación de identidad o de negatividad, a la luz de las anteriores consideraciones, no puede, pues, interpretarse en un sentido de exterioridad, sino de interioridad. Ni la identidad, ni la negatividad, son potencias externas al mundo material. Ningún Dios como identidad absoluta planea por encima de la materia, y ninguna negación convertida en misteriosa exterioridad hace posible su transformación. Identidad y negación son pues, nuevamente, determinaciones internas de la materia. Si fuese posible la desaparición de la materia –supuesto naturalmente absurdo desde la perspectiva materialista– desaparecerían con ellas sus relaciones y determinaciones. Si desapareciesen todas las cosas de las cuales pudiéramos decir que sumadas dos a dos de ellas serían cuatro, desaparecería también la relación dos más dos es igual a cuatro. Si desapareciese con el mundo material los objetos con sus relaciones de identidad y de contradicción, desaparecería también la identidad y la contradicción.

El postulado de las relaciones internas es pues fundamental a la dialéctica, y más específicamente al materialismo dialéctico. Es el instrumento conceptual adecuado para negar las exigencias trascendentistas del idealismo objetivo, y es también, por otra parte, el postulado básico [12] que permite superar las limitaciones de la excluyente identidad del materialismo mecanicista. Una lógica interna, implacable, conduce al mecanicismo, a partir del postulado de la exterioridad de las relaciones, a una concepción del mundo material en el que sólo descubre discreción, cantidad y finitud. Dilucidadas ya las implicaciones de la concepción dialéctica de las relaciones internas en lo que respecta a las mistificaciones del idealismo objetivo, conviene ahora señalar sus esclarecimientos en lo relativo a las limitaciones del mecanicismo.

La evolución: Spencer y Bergson

Es fundamental al mecanicismo, como vimos en párrafos anteriores, la consideración de la realidad desde la perspectiva de la identidad. El mundo material, visto desde este ángulo, se encontraría integrado por elementos siempre iguales a sí mismos. No importa cuál sea el elemento que se descubra –electrón, neutrón, &c.–, su característica será siempre la identidad. Y el cambio, el movimiento, no sería más que “cambio” de lo mismo (cambio de posición de elementos), y “movimiento” de lo mismo (diferente cantidad de agregación de elementos iguales a sí mismos según la manera como en ellos incida una fuerza o impulso exterior). El planteamiento mismo, como se observa, supone la exterioridad, a los elementos o partículas, de la “fuerza”, “impulso”, o “movimiento”. Ese es el fundamento de la célebre fórmula de Spencer sobre la evolución: “La evolución es una integración de la materia y una disipación concomitante del movimiento. Durante la evolución la materia pasa de una homogeneidad indefinida e incoherente a una heterogeneidad definida y coherente y el movimiento conservado sufre una transformación parecida”. Obsérvese en la fórmula citada el supuesto de la exterioridad del movimiento. El movimiento no es una determinación interna, sino externa a la materia; una potencia exterior que precisamente por ello abrió las puertas, en la filosofía de Spencer, a un Dios trascendente e incognoscible; hipótesis que explicaría el origen y fundamento de ese movimiento concebido como sola exterioridad.

Pero el movimiento no es sólo exterioridad, como en Spencer, ni sólo interioridad como en Bergson. Ese “élan vital” bergsoniano, pura indeterminación, pura cualidad, pura heterogeneidad, es interior a la materia sólo en el sentido de que se le postula penetrándola para dar origen a la multiformidad de las especies. Se trataría en este caso de un Dios inmanente e incognoscible (para la razón). Pero esta inmanencia, esta interioridad, es sólo aparente. La radical diferencia establecida entre la materia y el élan vital convierte la materia en lo inerte ajeno a lo que se postula como su principio interno. Todo ello sin contar que toda interioridad, concebida como absoluta, es ya una exterioridad. [13]

El movimiento como determinación interna no es, pues, ni sólo exterioridad, ni sólo interioridad. La interna determinación que es el movimiento es exactamente la unidad de la discreción de la materia y de su continuidad. En ese sentido el movimiento como determinación interna es exterioridad e interioridad. Toda concepción fundamentada en la ruptura de esa unidad conduce inevitablemente o a la absolutización de una discreción que a su vez convierte en misterio la “fuerza” exterior –Spencer, mecanicismo– que sobre esa discreción incide, o a la absolutización de una continuidad que por puramente interior –Bergson– se convierte en misterio exterior a la materia misma.

Entre las alternativas analizadas hasta el momento la opción mecanicista es inequívoca. Entre la identidad y la contradicción, el mecanicismo expresa la identidad. Entre las relaciones externas y las relaciones internas el mecanicismo opta por las relaciones externas. Es el mismo desarrollo lógico de estas premisas el que le conduce a optar por la cantidad en el binomio de categorías cantidad-cualidad.

Cantidad - cualidad

La opción mecanicista por la identidad y por las relaciones externas señala su insalvable limitación al exigir el desarrollo lógico de estas categorías una trascendencia a la materia que sin embargo el materialismo mecanicista rechaza por principio. Las categorías exclusivas de que parte hacen insoluble esa contradicción. La opción exclusiva por la cantidad, decíamos, es la lógica consecuencia de las anteriores opciones. Pero en este caso la limitación teórica se expresa a través de la tautología cósmica a que conduce toda la absolutización de la determinación cuantitativa.

La identidad de los corpúsculos irreductibles del mecanicismo clásico es, efectivamente, la simple afirmación de una materia concebida como pluralidad –cantidad– de identidades. La sola determinación interna de esa pluralidad de elementos irreductibles es su propia identidad (posición e impulso serían determinaciones externas), pues la atribución de una sola cualidad sería la negación de la identidad primigenia. Desde esta perspectiva la realidad de todo objeto es siempre reductible a la simple diferenciación cuantitativa de sus elementos irreductibles.

Pero no sólo la realidad de todo objeto es así reducida a la simple determinación cuantitativa. La realidad toda, el cosmos en su totalidad, estaría sujeto a esta perspectiva simultáneamente grandiosa y limitada. A Laplace debemos la formulación más nítida de esta cosmología de la cantidad: “Una inteligencia –dice Laplace– que conociera en un momento dado todas las fuerzas que actúan en la Naturaleza y la situación de los seres de que se compone, que fuera suficientemente vasta [14] para someter estos datos al análisis matemáticos, podría expresar en una sola fórmula los movimientos de los mayores astros y de los menores átomos. Nada sería incierto para ella, y tanto el futuro como el pasado estarían presentes ante su mirada” (subrayado nuestro). Esta es, indudablemente, una fórmula grandiosa de la cosmovisión cuantitativa, que al mismo tiempo expresa el vacío inmenso de una cósmica tautología.

Nada es efectivamente nuevo para la perspectiva mecanicista. Nada es efectivamente nuevo en el mundo de Laplace. Las diferencias cuantitativas no expresan nuevas cualidades pues en la identidad de las partículas materiales se agota toda posible determinación. Las diferentes dimensiones de lo real son así reducidas a diferentes agregados de lo mismo y, es claro, esas diferencias de agregados son siempre cuantitativas, matemáticamente expresables a través de fórmulas precisas. Las determinaciones cualitativas, las únicas que podrían fundamentar la especificidad y por tanto la novedad y heterogeneidad en el desarrollo material, se sacrifican así a la cuantificación de un mundo eternamente homogeneizado por el principio de identidad.

Totalidad mecánica y totalidad dialéctica

Sumas de agregados con posición e impulso son los objetos del mundo real, y la suma total de esas sumas expresaría la realidad del mundo en su totalidad. Tal sería el cosmos que conocería la hipotética inteligencia superior de Laplace. Obsérvese, sin embargo, que la inteligencia puramente supuesta que Laplace propone sería naturalmente infinita, en tanto que el mundo que esa inteligencia conocería como efectivamente real es finito. Y doblemente finito: macrocósmica y microcósmicamente.

Que el mundo postulado por el mecanicismo es macrocósmicamente finito está implícito en la fórmula citada del determinismo laplaciano. El “análisis matemático podría expresar en una sola fórmula”... la totalidad de lo real en cualquier tiempo pasado o futuro. Qué sean tiempo y espacio para Laplace, y para el mecanicismo en general, no interesa de inmediato para la discusión. Pero es indudable que el mundo en sentido macrocósmico, ubicado en el espacio-tiempo, es finito, pues así lo requiere la sola determinación cuantitativa que exhibe. El todo mecánico, por puramente cuantitativo, es siempre igual a la suma de sus partes. La suma resultante es consecuentemente inalterable pues de otra manera conduciría a la aniquilación de la igualdad cuantitativa producida. De ahí que para el mecanicismo el todo es absolutamente todo. Por lo que se refiere al todo macrocósmico, a la suma total de los todos absolutamente todo, la consecuencia es idéntica. El macrocosmos es un [15] todo absolutamente todo; por tanto cuantitativamente inalterable, y por lo mismo finito.

Que por otra parte el mundo postulado por el mecanicismo es microcósmicamente finito lo exige el desarrollo lógico de sus premisas. Si el todo es igual a la suma de sus partes, esas partes son igualmente inalterables, pues de otra manera se aniquilaría el todo y consecuentemente las partes. De ahí que para el mecanicismo las partes son absolutamente partes. Por lo que se refiere a las partes –partículas– microcósmicas éstas son consecuentemente inalterables, irreductibles a otras partes, y por lo tanto finitas.

Tales son las premisas y consecuentes de la concepción mecánica de la totalidad. Como cuantitativa la totalidad es inalterable y cerrada, es una mónada de cantidades; las relaciones puramente externas –posición e impulso– entre los todos, son inevitablemente de yuxtaposición, jamás de interpenetración. El todo cósmico es así el círculo más amplio, la yuxtaposición suprema, el cierre absoluto: De otro lado las partes microcósmicas son los círculos yuxtapuestos más pequeños, y por ello mismo el cierre absoluto, en sentido inverso.

La totalidad cerrada del mecanicismo es, pues, como lo hemos visto, la consecuencia inevitable de una cosmovisión que sólo acepta la identidad, las relaciones externas y la cantidad. La superación de la identidad estática por la contradicción, la acción recíproca entre la exterioridad y la interioridad, la interpenetración entre la cantidad y la cualidad son exactamente los postulados que frente al modelo mecanicista erige el método dialéctico. Sólo estos postulados conducen a la noción fecunda, para las ciencias del hombre y de la naturaleza, de la totalidad abierta, es decir, de la totalidad dialéctica.

Desde el punto de vista dialéctico, en efecto, el todo es autonomía cualitativa de determinaciones cuantitativas. Las partes meramente cuantitativas son necesarias pero no suficientes al todo cualitativo pues entre las partes y el todo se establecen relaciones internas cuya especificidad es objeto de la investigación científica. Como las partes son partes-del-todo, y como el todo es todo-de-sus-partes, nuevos todos a partir de los precedentes, y por tanto nuevas partes de los nuevos todos, son siempre posibles. Las nuevas relaciones internas que expresan las nuevas especificidades son precisamente nuevas porque ningún todo es absolutamente todo y ninguna parte absolutamente parte. No hay yuxtaposición ni cierre. Totalidad y movimiento son compatibles. Sólo la totalidad mecanicista es tautología. [16]

Si trasladamos el planteamiento al problema de la totalidad cósmica las consecuencias son claras y fecundas. No hay totalidad cerrada macrocósmica ni microcósmica. Como totalidad abierta, como totalidad dialéctica, el cosmos es una apertura al infinito en ambas direcciones. La hipótesis de Laplace precisa planteada exactamente al revés. No hay un mundo como totalidad finita que podría conocer una inteligencia infinita, sino una inteligencia finita que podría conocer un mundo como totalidad infinita. Esa es la tarea del hombre.

Del Autor

Pensamiento Panameño y Concepción de la Nacionalidad durante el Siglo XIX. Imprenta Nacional, Panamá, 1954. 140 p. In 8º.

El Positivismo Argentino: Pensamiento Filosófico y Sociológico. Imprenta Nacional, Panamá, 1959, 308 p. In 8º.

Estudios sobre Historia de las Ideas en América. Imprenta Nacional, Panamá, 1961, 120 p. In 8º (2ª Ed. 1966).

La Reforma Universitaria: Perfil Americano y Definición Nacional. Ediciones de la Revista “Tareas”, Panamá, 1963, 19 p. In 8º.

Formas Ideológicas de la Nación Panameña. Ediciones de la Revista “Tareas”, Panamá, 1963; 100 p. In 8º (2ª Ed. 1964).

(Ricaurte Soler, Modelo Mecanicista y Método Dialéctico, Panamá 1966, página 2.)

Ediciones de la Revista “Tareas

José de Jesús Martínez: Caifás (Un Prólogo y Tres Actos). Panamá 1961. 71 p. In 8º.

José de Jesús Martínez: Enemigos (Pieza en Dos Actos). Panamá 1962. 40 p. In 8º.

Rogelio Sinán: Cuna Común (Cuento). Panamá, 1963. 17 p. In 8º.

José de Jesús Martínez: Ideas para Rodar. (Aforismos Bicornes). Panamá, 1963. 19 p. In 8º.

José de Jesús Martínez: Poemas a Ella. Panamá, 1963, 23 p. In 8º.

Ricaurte Soler: La Reforma Universitaria: Perfil Americano y Definición Nacional. Panamá, 1963. 19 p. In 8º.

José de Jesús Martínez: Santos en Espera de un Milagro. (Juguete Teológico en un Acto). Panamá, 1963. 45 p. In 8º.

Ricaurte Soler: Formas Ideológicas de la Nación Panameña. Panamá 1963, 100 p. In 8º (2ª Ed. 1964).

Samuel Gutiérrez: Bruno Zevi y la Interpretación Espacial de la Arquitectura. Panamá, 1963, 16 p. In 8º.

Carlos Manuel Gasteazoro: Apuntes para un Estudio de la Historiografía Republicana. Panamá, 1963, 16 p. In 8º.

Frente de Reforma Universitaria: Proyectos de Reformas al Estatuto Universitario, Panamá, 1963, 24 p. In 8º.

José de Jesús Martínez. La Retreta (Pieza en un Acto). Panamá, 1964, 24 p. In 8º.

Ricaurte Soler: Modelo Mecanicista y Método Dialéctico. Panamá, 1966, 16 p. In 8º.

(Ricaurte Soler, Modelo Mecanicista y Método Dialéctico, Panamá 1966, interior de la contracubierta.)

[ Transcripción íntegra del texto contenido en un folleto impreso sobre 16 páginas más cubiertas. ]