Filosofía en español 
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Estudios filosóficos. Sobre la Dialéctica

Ricaurte Soler

Estudios filosóficos. Sobre la Dialéctica

Ediciones Librería Cultura Panameña
Panamá, 1973

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Libro de 107×152 mm. 75 páginas. [cubierta] “Ricaurte Soler | Estudios filosóficos. Sobre la Dialéctica | Panamá, R. de P. 1973”, [3] “Estudios filosóficos. Sobre la Dialéctica”, [5 = portada] “Ricaurte Soler | Estudios filosóficos. Sobre la Dialéctica | Panamá, R. de P. 1973”, [7] “A Ninín”, [9] “Índice”, [10-75] texto, [contracubierta] “Litho Editorial Chen, S. A. | j.t.a. 10-1-63. Junio, 1973; 2.000 ej.”

Este libro reune tres artículos ya publicados: el primero en 1966 como opúsculo de las Ediciones de la Revista “Tareas” (Modelo mecanicista y método dialéctico), los otros dos en números seguidos de la revista Lotería, tras haber recibido la obra inédita Estudios filosóficos el “premio único de la Sección Ensayo del Concurso Ricardo Miró 1971”: “Causalidad en el mecanicismo y casualidad en la dialéctica” (Lotería, Panamá, diciembre 1971, nº 193, págs. 1-7) y “Dialéctica de universales e individuales (sobre el nominalismo)” (Lotería, Panamá, enero 1972, nº 194, págs. 9-15). En este libro ni se advierte que los textos ya estaban editos, ni se menciona el premio Ricardo Miró 1971. No incluimos aquí el primero de ellos, remitiendo al texto de la edición original del opúsculo, disponible en este sitio, del que nada difiere. Para la edición de los otros dos, se ha compulsado el texto con el editado previamente en la revista Lotería (son iguales, con mínimas diferencias en algunos términos resaltados con negrita o cursiva, aunque hemos recuperado las marcas “II” y “III” del artículo tercero, por ejemplo, que figuran en la revista, pero se pierden en el libro, sustituidas por una mera cortesía de cambio de página). Los tres artículos que conforman este libro fueron de nuevo incorporados, en 1994, en el número monográfico dedicado, tras su muerte, a Ricaurte Soler por la revista Lotería (nº 400).

 

Índice

1. Modelo mecanicista y método dialéctico, 13

2. Causalidad en el mecanicismo y casualidad en la dialéctica, 37

3. Dialéctica de universales e individuales (sobre el nominalismo), 57


Causalidad en el mecanicismo y casualidad en la dialéctica

La común aceptación de la necesidad causal en la concepción mecanicista y en el método dialéctico ha impedido fijar con precisión las radicalmente distintas implicaciones que estas categorías alcanzan en ambas posiciones. En general, se ha indicado siempre la incompatibilidad que entre necesidad causal y azar establece el mecanicismo; también se ha subrayado que en la metodología dialéctica el azar es real, objetivo, y no simple ignorancia de conexiones necesarias. Estos puntos de vista, así planteados, no agotan el problema. Estimamos que existen aspectos insuficientemente esclarecidos y esta preocupación, que creemos legítima, nos ha estimulado a repensar un problema tan prolija y densamente debatido.

Necesidad y azar en el materialismo

Es un hecho que la absoluta incomprensión del azar en la cosmovisión mecanicista se ha ilustrado abundantemente a través de ejemplificaciones tomadas de la historia de la filosofía, particularmente del materialismo del siglo XVIII. Nos parece que esa tarea exige la complementación que aquí intentamos, a saber: el señalamiento del modelo conceptual que en la cosmovisión mecanicista exige el absoluto rechazo de lo azaroso. La comparación de ese modelo con los principios del método dialéctico es imperativa. Por otra parte, la afirmación de lo casual en algunos representantes del materialismo dialéctico, particularmente soviéticos, apenas disimula un mecanicismo diluido. Esto se revela en la actitud contradictoria de afirmar la objetividad del azar al mismo tiempo que se le considera expresión de la necesidad, bien que de una necesidad exterior, secundaria, degradada. A nuestro juicio esta actitud implica un escamoteo del problema pero no una verdadera solución dialéctica de la unidad de lo casual y lo necesario. Mostrarlo es la segunda tarea que nos proponemos.

Que la casualidad objetiva se manifiesta a través de la necesidad objetiva es una ley dialéctica que se reconoce de buen grado. Esta proposición se encuentra en número plural en la obra Categorías del Materialismo Dialéctico de M. M. Rosental y G. M. Straks. En el capítulo pertinente se nos aclara que “los procesos y acontecimientos fundamentales (subrayado nuestro) del mundo material se producen en virtud de la necesidad”. Más adelante se afirma: “La casualidad es un modo de manifestarse la necesidad y de complementarla”. La dirección del pensamiento se precisa en una fórmula contundente: “Tanto la necesidad como la casualidad se hallan causalmente condicionadas”.

Los planteamientos señalados conducen a la misma conclusión: la casualidad es una necesidad exterior a la necesidad de un proceso, una causa secundaria, un nexo despotencializado. En una palabra: una causa casual; es decir, un contrasentido, o una tautología. El mismo contrasentido o la misma tautología, que encontramos si en la fórmula “tanto la necesidad como la casualidad se hallan causalmente condicionadas” reemplazamos la palabra necesidad por el concepto realmente pensado y que no es otro que el concepto de causalidad. La fórmula, en su auténtica desnudez, revelaría su indigencia –su contrasentido o su tautología– y se expresaría así: “tanto la causalidad como la casualidad se hallan causalmente condicionadas”. Otra variante con el mismo contenido –e idéntico contrasentido o idéntica tautología sería: “tanto la necesidad como el azar se hallan necesariamente condicionados”. *

La propensión a degradar el azar frente a lo necesario, manifiesta en los textos citados, encubre un prejuicio mecanicista, y aún positivista. Los procesos fundamentales, y por tanto los sujetos a la investigación científica, se producen en razón de necesidad. Los fenómenos no fundamentales se producen por azar. Y esto a despecho de reconocerse que un proceso necesario puede convertirse en contigente y al revés. En toda circunstancia cabe siempre la pregunta: ¿de dónde obtiene la necesidad sus títulos para pretender el privilegio de dominar precisamente “en los procesos y acontecimientos fundamentales”? Desde nuestro punto de vista esos títulos sólo puede otorgarlos el mecanicismo.

El fatalismo, la absoluta necesidad de todos los procesos y sucesos, se encuentra en la base de la concepción mecanicista. La nariz de Cleopatra trastornaría la historia si hubiese sido demasiado larga. Pero como la nariz real de Cleopatra y el real amor de Antonio estaban causalmente condicionados la necesidad era ineluctable y como tal se expresó históricamente.

Mecanicismo e intelectualismo

La absoluta necesidad en el mecanicismo exige la explicitación de su extraña coincidencia con la inteligibilidad igualmente absoluta y dada que presentaría el cosmos para una inteligencia suprema, aunque “hipotética”. Porque, definitivamente, no es posible concebir la absoluta necesidad en un cosmos, supuesto con fin y principio, sin que esa necesidad, que es también inteligibilidad absoluta, perentoriamente exprese su necesidad-de-finitud, es decir, su en-sí-misma-necesidad de fin y principio. De ahí que Laplace para explicar su mundo, a título de hipótesis imagine una mente superior que conociendo todos los nexos causales aprehendería en una unidad todos los procesos pretéritos y futuros, incluidos aquellos como los que hicieron posible y esos a los que dieron origen la nariz de Cleopatra. Es ese mismo planteamiento el que ya revela el Dios escondido de Laplace. La mente superior por él “imaginada” es en realidad una necesaria pre-concepción de su sistema, y con el suyo, de todo el mecanicismo. La inteligibilidad absoluta de los nexos causales y la en-sí-misma-necesidad de principio y fin resultarían gratuitos sin un creador-causa y testigo-fin que las fundamente. Con independencia del ateísmo de Laplace, la causa primera de esa absoluta totalidad causal y el fin último de esa absoluta inteligibilidad finita dejan de ser una hipótesis pedagógica para convertirse en exigencia real de la teoría. El mecanicismo laplaciano, como todo mecanicismo, demuestra ser así una teleología –y por tanto una teología– invertida.

La concepción del azar como necesidad degradada, ¿supera de alguna manera las expuestas limitaciones del mecanicismo? En nuestro sentir la respuesta es terminantemente negativa.

Realidad de la acción recíproca causalidad-casualidad

La necesidad se abre paso a través de la casualidad. Pero a pesar de la postulada transformación recíproca de lo contingente nada se nos dice sobre un azar que se abra paso a través de la necesidad. La casualidad está condicionada por la causalidad. Pero se supone que la causalidad es incondicionada frente al azar. Aquellas fórmulas que utilizan tantos marxistas para aprehender la unidad de lo necesario y lo azaroso sólo expresan una jerarquía de lo necesario que reserva el nombre de azar a una necesidad de segundo grado, pero que de hecho despoja lo casual de toda realidad ontológica. Esa necesidad de segundo grado, no importa las buenas intenciones, no supera los alcances e implicaciones del mecanicismo.

Recorrer todos los nexos causales del universo como totalidad finita es el desideratum del mecanicismo. La aprehensión de esa totalidad sería posible “si conociéramos la posición e impulso de todas las partículas del universo en un momento dado”. No hay cabida ni para la auténtica novedad ni para el azar verdadero. Pero para resolver el problema no basta con abrirnos a la concepción del universo como totalidad infinita si paralelamente no nos abrimos a la concepción de la casualidad como categoría ontológica real, y no como simple necesidad degradada. La concepción de un universo infinito donde lo necesario se abre paso a través de lo casual –y no al revés– exige la explicitación de ésta su en-sí-misma-necesidad de infinitud que en su provecho supedita lo azaroso. Estamos entonces frente a una infinitud cuyas características antropomórficas sólo se han superado en la medida en que el panteísmo que supone es un progreso frente al teísmo implicado por la concepción de una causa primera y un fin último. Esto en primer lugar.

En segundo lugar la inteligibilidad total y absoluta de este universo, ahora infinito, estaría garantizada por la cognoscibilidad absoluta de lo azaroso en tanto que éste también se encuentra “causalmente condicionado”. Precisamente porque esta concepción excluye la causa casualmente condicionada. Y precisamente también porque de esta manera a través de las “causas casuales” en sus conexiones con los procesos “en sí mismos necesarios” una mente infinita podría recorrer infinitamente la necesidad infinita. El panteísmo que señalábamos se complementa ahora con el panlogismo. La observación sigue siendo válida aún cuando se trate de un Dios en devenir, pues también este Dios, el hegeliano, como “astucia de la Razón” se abre paso a través de lo contingente, como Razón y Necesidad y Causa universales que supeditan en su provecho la pobre casualidad.

Las observaciones que anteceden conducen, nos parece que inequívocamente, a una conclusión clara, a saber: La concepción de la casualidad como necesidad inesencial, como causa casual, no es una superación de la tesis mecanicista del azar como ignorancia. Es, por el contrario, la simple negación de su realidad ontológica. Y esa negación conduce, en todos los casos, a la divinidad. Sea la divinidad postulada como causa primera y última de un universo en donde todo es necesario porque el azar es simple ignorancia, sea la divinidad como necesidad de un universo, al caso no importa si finito o infinito, donde lo contingente es pretexto para revelar la dirección y sentido de su Razón. Nos falta mostrar que afirmar la realidad ontológica del azar no significa prestigiar al absurdo.

No hay necesidad universal omniinteligible

El carácter necesario de un proceso, de una tendencia, no radica en alguna misteriosa autosuficiencia que teleológicamente exprese su dirección y sentido. Lo que es una tendencia lo definió Hegel en bella fórmula: “Aquello que es en sí mismo, y en su carencia”. Pero esta profunda concepción de Hegel no deja de estar condicionada por su idealismo, pues la comprensión de toda tendencia se resuelve siempre en la dirección y sentido de la Razón Universal –que también ella en sí misma es, y en su carencia–. El no-ser, es decir, las carencias de la Razón Universal en devenir, las resuelve la Astucia de la Razón. Para un materialista este es uno de los primeros problemas a resolver cuando se trata de poner sobre sus pies la dialéctica hegeliana, pues en la materia universal hay procesos y tendencias, pero no Astucia.

Postulamos dirección y sentido universales a los procesos y tendencias que descubrimos en la materia en el momento mismo en que a la necesidad le reconocemos prioridad ontológica frente al azar. Sólo aislando fenómenos y procesos en su universal interdependencia es que éstos exhiben las características de necesarios o azarosos. Esto lo reconocen los clásicos del marxismo. ¿Qué puede significar entonces el reconocimiento de la universal fundamentalidad de lo necesario? O lo que es peor, ¿qué puede significar la reducción de lo casual a lo causal? La respuesta es clara. Tal reconocimiento o tal reducción significa el supremo y total aislamiento, la suprema y total desconexión de lo casual en relación con lo necesario operada en aquello que por principio es universal interdependencia. Y esta desconexión de la universal interdependencia es la universal dependencia, es decir, la apertura a Dios, a la trascendencia.

No hay universal casualidad ininteligible

Aisladamente considerada la necesidad absoluta en el mundo satisface la Razón de Dios. Aisladamente considerado el azar absoluto del mundo satisface la Voluntad de Dios. La teología lo expresó admirablemente: El mundo todo es contingente, pero en el mundo todo es necesario. En Dios se resuelven las contradicciones. La cuestión es distinta para un materialista pues es en el mundo donde se resuelven contradicciones de opuestos igualmente inmanentes. Sólo la unidad en el mundo de azar y necesidad constituye el escándalo de Dios.

No la prioridad de la necesidad sobre el azar, de la causa sobre el efecto, de la cualidad sobre la cantidad, es el dato primero de la dialéctica, sino la universal interdependencia de los fenómenos que exhiben su oposición y la resuelven en la trasmutación recíproca. De la misma manera que no hay un Dios causa sin causa origen de (teísmo), tampoco hay un universo causa sin causa origen de (panteísmo). La unidad de los opuestos es garantía contra la teología y la teleología, pero por ello mismo es también garantía contra toda jerarquización –contra todo “sistema”– dialéctico. Así comprendida, la realidad no es soporte de fenómenos donde lo necesario, lo cualitativo y lo causal estructuran un sistema de variables independientes y dependientes, de coordinadas y subordinadas. Pues la realidad no soporta sus relaciones, es una sola con sus relaciones. Es la inmanencia del cambio a través de la trasmutación y unidad de los opuestos.

Contra una dialéctica jerarquizada

Un sistema de prioridades en las categorías dialécticas disuelve la realidad de los opuestos en la común indiferencia de su unidad convertida en identidad. Una causa casual sigue siendo una causa. Tal es una de las conclusiones que alcanzamos visto el problema en el aspecto de la objetividad. Pero tampoco los términos de la conclusión se alteran si consideramos el aspecto de la subjetividad, es decir, el de la inteligibilidad.

Pudiera argumentarse que sin un sistema de prioridades en las categorías dialécticas, y específicamente en la relación necesidad-azar, el reconocimiento del aspecto necesario de los procesos dependería del simple punto de vista, de la pura subjetividad. Así, todo se reduciría a reconocer que lo necesario a un punto de vista es azaroso desde otros miradores. Estaríamos frente a una posición que so pretexto de dialéctica negaría la objetividad y progreso del conocimiento científico.

La crítica es sólo válida en apariencia. Ella expresa, al nivel del conocimiento y la inteligibilidad, la misma pre-concepción intelectualista oculta al nivel de la ontología. Esa pre-concepción la podríamos expresar de la siguiente manera: La mirada que recorra universalmente los nexos necesarios de primer grado (los causales) y los necesarios de segundo grado (los causa-casuales) agotaría en un sistema de leyes jerárquicas toda la realidad actual y posible. El conocimiento es, por tanto, un recorrido en continuidad de los grados jerárquicos de la necesidad. Y los puntos de vista “correctos”, aquellos que reconozcan tal sistema de jerarquías en el flujo de lo necesario.

Que todo esto es puro intelectualismo no necesita demostración. Es la consecuencia de negar la realidad ontológica del azar. Mas la afirmación de lo casual no implica sustentar el irracionalismo. Esa acusación sólo puede tener sentido para quien sustente la opinión de que la inteligibilidad de lo real está garantizada por la posibilidad de aprehender los nexos necesarios de los procesos causales y casuales y para quien postule, en consecuencia, alguna hipotética armonía preestablecida entre el espíritu, como espectador potencialmente omnicomprensivo, y una realidad actualmente omniinteligible.

La discusión contemporánea sobre el tema de si existe o no una dialéctica de la naturaleza apenas ha despejado algunos de los problemas fundamentales. A la reiterada autoridad de Engels bien se ha podido oponer la autoridad de Gramsci, para quien sólo metafóricamente se puede hablar de cualidades en el mundo natural. Pero el problema, es claro, no es de autoridades. Las consideraciones que hemos bosquejado tienden a reconocer una dialéctica al margen del mundo humano pero desembarazada del mecanicismo vergonzante que caracteriza a algunos filósofos marxistas. Estimamos que, efectivamente, aquel reconocimiento es la indispensable garantía de una teoría materialista del conocimiento. Esta teoría tiene que ser enriquecida con una antropología filosófica marxista que no simplemente declare el diferente nivel y vigencia de la dialéctica en el mundo humano sino que investigue en profundidad las efectivas continuidades y discontinuidades entre el mundo humano y el no humano. Para esta tarea hemos creído conveniente señalar las implicaciones mecanicistas que esconde toda concepción jerarquizada de las categorías dialécticas en el mundo no-humano, lo mismo que los supuestos intelectualistas de una concepción que con el pretexto de garantizar la objetividad del conocimiento reduce la infinitud del mundo real a las estrechas determinaciones de su reflejo. Olvidando así que el mundo real es inteligible e inagotable; e inagotable en su misma inteligibildad.

* No hace al caso no “confundir” necesidad y causalidad sobre la base de que existirían necesidades causales, y también necesidades… ¿casuales?


Dialéctica de universales e individuales (sobre el nominalismo)

La realidad no está clasificada. Sólo el hombre clasifica, ordena y distingue géneros y especies. Esta es la básica premisa del nominalismo. Desde aquellos filósofos medievales para quienes toda clase, género o especie, es decir todo universal, no es más que voz, palabra, nombre que utilizamos, hasta los filósofos actuales que repiten a Condillac, muchas veces sin saberlo, al afirmar que la ciencia “es un lenguaje bien hecho”, el nominalismo ha fecundado las más diversas, y aún contradictorias, doctrinas filosóficas de la modernidad. Establecer un esquema de las implicaciones nominalistas que exhiben los diferentes empeños del conocimiento filosófico, científico y político del hombre moderno y contemporáneo parece ser, entonces, una tarea de utilidad. Pues ese esquema permitida, por una parte, señalar la fecundidad del nominalismo en cuanto a los mejores intentos teóricos realizados para la apropiación y dominio de la naturaleza y la sociedad. Por otra parte las limitaciones del nominalismo, la unilateralidad de sus premisas mostrarían, a partir de posiciones críticas, las vías más justas para su superación efectiva. Tarea ésta especialmente conveniente si se considera que en las luchas ideológicas actuales la filosofía de la decadencia sólo ha asimilado del nominalismo sus limitaciones mecanicistas o sus implicaciones agnósticas.

Que del nominalismo se desprende una clara tendencia al mecanicismo es algo que comprueba, independientemente de la materia histórica, el solo análisis de sus supuestos ontológicos. Si en la realidad no hay clases de individuos –sólo individuos antropomórficamente clasificados–, en la discreta, separada o discontinua coexistencia de objetos individuales se agotan las determinaciones del ser. Cada uno de estos individuales poseen cualidades únicas e incomparables o no poseen cualidades en absoluto. El primer término de la alternativa queda, en rigor, descartado, pues esas cualidades únicas e incomparables serían incognoscibles, innombrables, inclasificables. Serían cualidades de clase –es decir, determinaciones de algún específico universal– de aquello que no tiene clase, ni especie. Es, entonces, obvia la contradicción. Lo que es único supone y exige su clasificación como tal, su determinación como tal. De ahí que el nominalismo quede limitado, efectivamente limitado, al segundo término de la alternativa: los objetos individuales, que no poseen cualidades en absoluto. La exuberante heterogeneidad cualitativa de lo que es único se sacrifica así a la indiferente homogeneidad cuantitativa de lo que es uno.

Y es ésta, también, la efectiva limitación del mecanicismo. La realidad queda reducida a la yuxtaposición discontinua de unos, a la coexistencia y sucesividad, como dirá Kant, de lo homogéneo. A partir de estas premisas el nominalismo, trasmutado en mecanicismo, desprenderá el marcial rigor de sus filosofemas: El todo es igual a la suma de los unos que lo componen; el todo, en tanto que universal, es idealidad, artificialidad, abstracción vacía, pues las partes –los unos– disuelven su autonomía. Cada totalización es una clasificación antropomórfica, una universalización arbitraria.

El extremo mecanicista del nominalismo en cuanto a la teoría del ser –la realidad ni siquiera es suma de únicos, es simple suma de unos– con admirable exactitud establece el paralelo con las tesis fundamentales que exige su teoría del conocimiento. Si la realidad es agregado de individuales el concepto es una totalización abstracta que realiza el sujeto mediando la experiencia, es decir, mediando la única vía posible de comunicación con aquellos individuales. En la trayectoria del nominalismo medieval al empirismo moderno muchas son las variables históricas en que concretó la tesis del conocimiento como suma, como totalización abstracta, de individuales discretos. En Locke hay aun cualidades objetivas y subjetivas que legitiman distinciones cualitativas en la experiencia. Berkeley trasmutó la indiferencia cuantitativa de los individuales sólo-unos en la no menos común indiferencia –paradójicamente sustentada en la abigarraba heterogeneidad de las percepciones cualitativas– de los individuales sólo-únicos. Su error demostró que la unidad y oposición de cantidad y cualidad es la sola garantía contra las totalizaciones idealistas puramente cuantitativas (panmatematicismo) o contra las totalizaciones idealistas puramente cualitativas (pansensualismo). Pero antes de que el conocimiento filosófico aprendiese la lección el nominalismo apuró en Hume los extremos últimos de sus conclusiones gnoseológicas.

La tendencia de la crítica de Hume, como es sabido, apunta a la dislocación de las substancias y sus relaciones mediante la comprobación de la imposibilidad de experimentar una sola sustancia o una sola relación. Es clásica su crítica a la noción del Yo. Tenemos impresiones, de aquello que el Yo tiene impresiones, pero no la impresión del Yo que tiene las impresiones. El Yo es, pues, “construido”, pero no experimentado. Observemos, de paso, que Unamuno afirmaba desesperadamente la extremidad contraria: No sólo somos, sino que tan nos somos, que no podemos siquiera desear, siquiera imaginar ser otro del que somos. Volviendo a Hume, su crítica se ensaña no sólo contra la noción de substancia, aunque ésta sea la que sustente nuestra mismidad, sino también contra toda ley, y en especial la causa y efecto, que pretenda legalizar clases de substancias forjadoras de un cosmos. No hay un Yo que amarre las impresiones, y entre las impresiones mismas, tampoco hay amarre.

La crítica a la crítica de Hume ya ha sido formulada. Las postuladas coexistencia o sucesividad de impresiones, a partir de las cuales “construimos” substancias, o relaciones entre substancias, no son ellas mismas experimentadas. Tampoco coexistencia o sucesividad son impresiones. Y también sucesividad y coexistencia serían construidas. A la crítica de la crítica de Hume sólo quisiéramos agregar que en la extremidad de su gnoseología encontramos una exacta coordinabilidad con la ontológica radicalidad del nominalismo.

Señalábamos, con anterioridad que el mundo del nominalismo radical ni siquiera es un agregado de únicos; sólo un agregado de unos. No el Hume histórico, sí su modelo teórico, conduce a afirmar que el conocimiento no es un agregado de impresiones únicas –las percepciones de Berkeley, siempre únicas y cualitativas– sino un agregado de impresiones unas, siempre homogéneas y cuantitativas. El Hume histórico, efectivamente, detuvo su crítica ante la predicación cualitativa de las impresiones. “Hay impresiones de rojo”, diría por ejemplo el Hume histórico. Pero el modelo teórico por él construido nos exige aniquilar la cualidad de rojo, por ser predicación, clasificación, universalización de la impresión. Reducidos al “Hay impresiones”, precisa todavía eliminar el hay, pues de la existencia tampoco tendríamos impresión, y la existencia sería una universalización. Reducidos a impresiones, también precisa su eliminación, pues no hay impresiones de impresiones, y éstas también implican una universalización: La universalización que exige distinguir cada impresión sólo-una de cada una de cada otra impresión sólo-una. Finalmente… tampoco hay impresiones sólo-unas. Enfrentamos la nada.

La intransigencia teórica que propone el modelo nominalista en cuanto al problema gnoseológico nos ilumina ahora sobre los extremos ontológicos que propone el nominalismo radical. Vimos que los individuales únicos, y en particular esos únicos individuales que son las percepciones de Berkeley, contradecían la exigencia nominalista de aniquilación de los universales. El individual único es siempre predicación implacable de la clase que lo tipifica como tal, del universo dentro del cual lo único es determinable como único. De ahí que los individuales del nominalismo exhiben cada vez más la desnudez, homogeneidad y cuantificación que exige el proceso, lógico e histórico de su descualificación. Ese proceso ilustra la curva que transforma los individuales-únicos en individuales-unos. El proceso culminó en Hume en la eliminación del conocimiento. Resta observar que, a nivel ontológico, culmina también en la eliminación de la realidad. Y por el mismo método reduccionista, tan característico del nominalismo en su versión mecanicista. Pues la agregación de individuos sólo-unos no escapa a la universalización o especificación que exige distinguir cada individuo sólo-uno de cada uno de cada otro individuo sólo-uno. Por lo cual, finalmente… tampoco hay individuos sólo-unos. Nuevamente enfrentamos la nada.

II

Las conclusiones agnósticas exigidas por el modelo nominalista concretaron sólo eventualmente en la historia del pensamiento moderno y contemporáneo. El que en la mayor parte de los casos el nominalismo histórico haya renunciado a la conclusión escéptica no se explica por consideraciones lógicas, sino por necesidades ideológicas enraizadas en los procesos históricos y sociales. Son las mismas necesidades que estructurando una concepción del mundo atomista reflejan en la teoría física, psicológica, social e histórica universos abstractos compuestos de individuales desnudos y abstractos; como descualificado, despersonalizado, desnudo y abstracto es el hombre exigido por el modelo histórico-social del capitalismo triunfante. Cabe afirmar al respecto que si bien el nominalismo no ha sido la única expresión ideológica de la conciencia burguesa, es sin duda la imagen más fiel de su concepción del mundo. Tan es así que aún hoy se presenta inseparable de la filosofía analítica y de la sociología empirista norteamericana.

A principios de la época moderna se traza una imagen del cosmos como mundo de átomos ordenado por Dios (Gassendi). En la culminación de la modernidad sobrevive la misma imagen del mundo físico, pero sin Dios –Laplace no tenía necesidad de esa hipótesis–. De cualquier modo en aquel mundo físico toda especificación es extranjera y relegada a las universalizaciones arbitrarias, antropomórficas, exigidas por la actividad práctica del hombre. Cada cosa material era pensada como suma de átomos sólo-unos, como suma de identidades. Identificación en la que naufragaba toda universalización y toda especificación.

El atomismo material postulado por el nominalismo físico embona, por otra parte, con el nominalismo psicológico que atomizaba los conceptos. A partir del empirismo moderno hasta el conductismo, no menos empirista, de hoy, en la suma de sensaciones se desvanece la específica realidad de los conceptos. Suma –asociación– de sensaciones sólo-unas, como el rigor del modelo teórico exige, o suma de sensaciones-sólo-únicas, como solicitó la inconsecuencia lógica de un genio, la universalidad es siempre extranjera al pensamiento. El nominalismo psicológico es posición estrictamente paralela al nominalismo físico.

Pero, como cabe esperarlo, es en el nominalismo social e histórico donde las coordenadas de esta concepción del mundo mejor definen su perfil.

El contractualismo de Hobbes legitimaba el absolutismo ilustrando la alianza antifeudal de la burguesía y la Corona inglesas. El contractualismo de Locke y Rousseau sancionaron la democracia burguesa en los momentos en que su poder económico resquebrajaba las estructuras políticas de la monarquía. Pero el contractualismo, en cualquiera de sus ajustes históricos, expresaba con fidelidad, al nivel de la teoría social y política, aquella concepción que prolongaba filosofemas medievales para construir la espléndida y abstracta arquitectura de la cosmovisión nominalista.

Suma de súbditos o suma de ciudadanos. En cualquiera de sus formas el estado social postulado por el contractualismo es un agregado que afirma la potencialidad de su ser en la primaria actualidad de las existencias individuales –el ser social resuelve su legitimidad histórica en el consentimiento de los individuos–. Este contractualismo, o lo que es igual, esta versión del nominalismo social, encontró en la democracia liberal burguesa la más ajustada expresión teórica e institucional. En la realidad de los individuos y las partes ese nominalismo liberal plasmó una verdad que hoy también debemos afirmar. Benjamín Constant, la formuló admirablemente: Si a las partes y fracciones de la sociedad, decía, “se las despoja sucesivamente de lo que tienen de más preciado, si cada una, desvinculada para ser víctima, se transforma, por extraña metamorfosis, en porción del gran todo, para servir de pretexto al sacrificio de otra porción, se inmolan al ser abstracto los seres reales, se ofrece al pueblo en masa el holocausto del pueblo en detalle”. Pero esa verdad tiene, sin embargo, su limitación. Tampoco se puede ofrecer a los individuos abstractos el holocausto del pueblo real. Y es bien sabido que la democracia liberal burguesa sólo postula individuos abstractos en la formalidad jurídica de la ciudadanía, despojando, por tanto, la individualidad de las muy reales relaciones económicas, políticas y aún psíquicas que entreteje cada totalización social.

Aunque señalado quizás incidentalmente, o no señalado en absoluto, cabe también afirmar la existencia de un nominalismo historiográfico. Es el que niega la existencia de leyes en la historia al diluir la necesidad del proceso en la yuxtaposición fáctica de los sucesos. El si condicional, incrustado en cada concatenación de hechos, refleja cumplidamente la vocación agnóstica y nominalista de esta tendencia. No existiría una legalidad histórica puesto que si determinados sucesos hubiesen acaecido en lugar de tales otros la aparente necesidad de un proceso quedaría dislocada por la facticidad posible. La historia queda así limitada a la descripción sucesiva de eventos irrepetibles, que por ello mismo escapan a la necesidad. La historia no es ciencia nomotética; la historia es ciencia ideográfica, dirá Windelband.

III

La física de la modernidad define su tendencia en la reducción de la materia a la suma de átomos homogéneos; la reducción psicológica difumina el pensamiento en sumas de sensaciones sucesivas; la reducción sociológica diluye el ser social en la agregación de individuos abstractos; la reducción historiográfica elimina la necesidad en la anecdótica yuxtaposición de eventos. En todos los casos se trata siempre de un proceso analítico de abstracción atomizadora. Ese proceso, dijimos con anterioridad, se prolonga todavía en la sociología y filosofía de la decadencia burguesa. “Los nombres son como puntos”; “lo que acaece, el hecho, es la existencia de los hechos atómicos”: Son ejemplos de las sibilinas sentencias de Wittgenstein. Entre éste y Hume la homología no sólo se establece al nivel de la común embocadura agnóstica. Es el proceso mismo de atomización, y el supuesto nominalista, lo que ejemplifica el mismo modelo teórico. No hace al caso que en Hume la atomización se detenga en átomos psicológicos y en Wittgenstein en átomos lógicos.

Pues no hay átomos. Ni físicos –en el sentido clásico–, ni psicológicos, ni sociológicos, ni históricos, ni lógicos. La atomización nominalista, ya lo hemos visto, implica asumir la existencia de individuales sólo-unos. Pero la desnudez de estos unos “como puntos” nunca podrá alcanzar la homogeneidad e indiferencia que se les postula. En la agregación, en la suma de átomos, todo nominalismo histórico ha pretendido reconstruir la riqueza cualitativa aniquilada por el análisis cuantitativo. La mistificación teórica reviste entonces una doble inconsecuencia en las posiciones nominalistas no agnósticas. La primera es que la suma de unos sólo-unos no puede dar un resultado, ni siquiera aritmético. Pues un resultado, aun aritmético, exhibiría la contradicción de ser totalización diferenciada de unos indiferenciados. La sola “aritmética” posible del nominalismo sería la mirada indiferente que recorriera discontinuamente unos no menos indiferentes. Incluso la totalización cuantitativa le es prohibida. La segunda inconsecuencia radica en que para hacer posible la suma, la agregación, incluso cada uno sólo-uno exige su diferenciación en la sucesividad del tiempo y en la coexistencia del espacio. Es kantiana la lección. Por lo que se refiere a los nominalismos agnósticos las inconsecuencias descritas pretenden ser salvadas sobre la base de reducir la pluralidad de los unos sólo-unos a la identidad de un sólo uno-sólo-uno. La más radical de todas las reducciones. La reducción a la pura identidad. Pero la afirmación de A incluye la afirmación de lo que no lo es. La exclusión de un tercero es ya su inclusión. En este caso la lección es hegeliana.

La autoaniquilación del nominalismo, y de su reduccionismo cuantitativo, nos exige la simultánea afirmación en los individuales de lo uno cuantitativo y lo único cualitativo. En cada individual su ser-uno está mediado y determinado por su ser-único. Es decir, que es lo cualitativo lo que liquida la homogeneidad absoluta de lo que es sólo-uno. Por otra parte, en cada individual su ser-único está mediado y determinado por su ser-uno. Es decir que es lo cuantitativo lo que liquida la heterogeneidad absoluta de lo que es sólo-único. Todo lo cual nos permite sencillamente concluir que el individuo es unidad de cantidad y cualidad; un ser uno-único.

La unidad dialéctica –que no identidad metafísica– de lo uno-único, de lo cuantitativo y cualitativo, es la que, por otra parte, nos permite señalar la presencia de los universales en los individuales, y al revés. A través de lo cuantitativo los individuales trascienden su limitación cualitativa, así como a través de lo cualitativo trascienden su limitación cuantitativa. Referida a su dimensión antropológica el principio expresa la humildad y grandeza del hombre. Todos los individuos-hombres constituyen el efectivo y real horizonte de lo humano, pero el hombre sólo se trasciende en el enriquecimiento y expansión de ese horizonte. Es la sola trascendencia posible. Pero es toda ella trascendencia humana.