El pesimismo en la historia
unca se ha agitado con el apasionamiento de esta época la cuestión del mal y la del valor de la vida. ¿Qué valor debe tener la vida a los ojos de un hombre calculador, ilustrado por la experiencia y por la ciencia modernas? ¿Es verdad que el mundo es malo, que hay en él un mal radical, invencible, que está dentro de la naturaleza de la humanidad, que la existencia es una desgracia y que vale más la nada que el ser? Estas proposiciones suenan de un modo extraño en los oídos de los hombres de nuestro tiempo, aturdidos por el estrépito de su propia actividad, con razón orgullosos de los progresos de la [6] ciencia, y cuyo temperamento acepta gustoso una estancia prolongada sobre la tierra, y no se resiste a sufrir las duras condiciones de la vida, aceptando los bienes y los males que les corresponden. Sin embargo, esa filosofía que maldice la vida es un hecho, no sólo se manifiesta en algunos libros brillantes y atrevidos, dados a la estampa para desafiar al optimismo científico e industrial de este siglo, sino que se desarrolla por la discusión y se propaga por contagio a determinados espíritus, turbándolos profundamente. Es una especie de enfermedad intelectual, pero enfermedad privilegiada, concentrada hasta el día en las esferas de la alta cultura, a manera de adorno malsano y corrupción elegante. Constituye una crisis cerebral y literaria al mismo tiempo, pero sin encerrarse dentro de los límites de un sistema. Hemos tratado de analizarla en algunos estudios, de marcar sus analogías en los medios más diferentes, y por el examen de las formas comparadas y de los síntomas llegar [7] hasta la fuente de ese mal, novísimo en los pueblos de Occidente. Confesamos que este estudio tiene más interés psicológico que utilidad práctica. ¿Podrá esta filosofía, mediante el transcurso del tiempo, aclimatarse en Europa, y llegará día en que atienda la humanidad a la extraña seducción de estos ponderadores de la desesperación y de la nada?
Cuando se dice que el pesimismo es un mal moderno, hay que distinguir: bajo la forma sistemática y sabia que ha tomado en nuestros días, realmente es dolencia moderna; pero ha habido en todo tiempo pesimistas; como que el pesimismo es contemporáneo de la humanidad. En todas las razas, en todas las civilizaciones hubo imaginaciones que se asombraron de lo incompleto, de lo trágico que es el destino humano, y dieron a este sentimiento la expresión más tierna y patética. Gritos profundos de tristeza y desesperación han atravesado los siglos, poniendo de relieve el engaño de la vida y la suprema ironía de las cosas. [8] Este desacuerdo del hombre con su propio destino, la oposición de sus instintos y de sus facultades con su medio, la naturaleza enemiga y dañina, las combinaciones y las sorpresas de la suerte, el hombre lleno de duda y de ignorancia, sufriendo con su pensamiento y con sus pasiones, la humanidad abandonada a luchas sin tregua la historia llena de los escándalos de la fuerza, la enfermedad, la muerte, en fin, la separación violenta por la muerte de los seres que más se han querido, todos estos sufrimientos y estas miserias forman un clamoreo que resuena desde el fondo de las conciencias en la filosofía, en la religión, en la poesía de los pueblos. Pero estas quejas o estos gritos de angustia, por profundo y apasionado que sea su acento, son casi siempre, en las razas y en las civilizaciones antiguas, accidentes individuales: expresan la melancolía de un temperamento, la gravedad entristecida de un pensador, el desquiciamiento de un espíritu bajo el golpe de la desesperación, no expresan, a decir [9] verdad, una concepción sistemática de la vida, la doctrina razonada de la renuncia al ser. Job maldijo el día en que nació: «El hombre nacido de la mujer vive poco y lleno de miseria»; pero Jehová toma la palabra, aniquila con sus evidencias la ingrata duda, la queja injusta, la rebelión inmotivada de su servidor, le levanta esclareciéndole, y le salva por fin. Salomón declara «que está cansado de la vida, al contemplar todos los males que hay bajo el sol, y que todas las cosas son vanidad y aflicción del espíritu»; pero sería una interpretación superficial el no ver en esta triste poesía del Eclesiastes más que el lado de la desesperación, sin observar al mismo tiempo el contraste de las vanidades de la tierra, apuradas hasta el hastío por una alma grande, atraída por fines más altos, y como la antítesis eterna que resume todas las luchas del corazón humano, que siente su miseria en medio de la embriaguez de sus alegrías, y que busca en regiones más elevadas lo que debe colmar el vacío de su nostalgia. [10]
Sentimientos análogos se encuentran en la antigüedad griega y romana. Se han notado con frecuencia rasgos de profunda melancolía en Hesiodo y en Simónides de Amorgos, así como también en los coros de Sófocles y de Eurípides. De Grecia ha salido esta queja conmovedora: «Lo mejor para el hombre es no nacer, y si ha nacido, morir joven.» Hartmann ha recordado un pensamiento de la Apología, en que Platón le facilita una imagen expresiva para hacer resaltar la proposición fundamental del pesimismo, que el no ser es por término medio preferible a ser: «Si la muerte es la privación de todo sentimiento, un sueño sin ensueño alguno, es un bien muy grande el morir. Compárese una noche pasada, en un sueño profundo, que no haya sido turbado por ningún ensueño, con las demás noches y con los días que han llenado el trascurso entero de la vida; reflexiónese y dígase en conciencia cuántas noches y cuántos días más felices y más dulces que esa noche se han pasado; yo estoy [11] convencido de que el mismo rey de la Persia encontraría pocos, y que sería fácil contarlos.» Aristóteles ha notado, con su penetrante intuición, que hay una especie de tristeza que parece ser inseparable compañera del genio{1}. Él trata la cuestión como psicologista; pero no puede decirse, bajo otro punto de vista, completando su pensamiento, que la altura a que se eleva el genio humano sólo sirve para demostrarle con mayor claridad la frivolidad de los hombres y la miseria de la vida?
El epicureismo, alegre, voluptuoso, frívolo, conduce, por una lógica inesperada, a la condenación de la vida. Testigos son los sectarios de la sensualidad en Roma, que morían con la misma facilidad y con la misma resolución que los fanáticos de la libertad estoica. En el fondo, es el amor exagerado a la vida el que los lleva a condenarla y a rechazarla cuando ya no esperan de ella ningún bien. Si no hay fin superior al placer, ¿por qué [12] sobrevivir al placer extinguido? El placer no es inmortal; cuando empieza el cansancio se acerca el agotamiento de las fuerzas. ¿Y qué puede igualar en tristeza a un epicúreo abandonado por la sensualidad? Más vale prevenir ese abandono, peor que la muerte, y morir con vida. «De qué sirve –dicen los epicúreos al sectario voluptuoso que ha gastado ya sus fuerzas– disputar cobardemente algunos días y algunas sensaciones a la naturaleza que se retira de ti? Ya no te queda más que debilidad, dolor y vejez. Bebe la muerte en una última libación.» Bajo estas inspiraciones se formó en Alejandría la academia de los suicidas, de la cual formaron parte Antonio y Cleopatra. Los romanos de la decadencia ofrecían su vida en una suprema fiesta al destino, y se arrojaban, con una especie de vértigo voluptuoso, en ese desconocido que suponían la nada. Petronio, el poeta de la orgía romana, jugó hasta el último instante con el suicidio, haciendo que le abriesen y le cerrasen sucesivamente las venas, como [13] para gozar, saboreándolo, del placer de la muerte.
Hay un epicureismo que no procede del amor exagerado, sino del desprecio reflexivo de la vida. Lucrecio renueva con trágica expresión la dura crítica con que ya la trataron algunos filósofos griegos. Han tenido razón los que han censurado esta inspiración que llena las poesías de Lucrecio de quejas que resuenan con dolorosa monotonía, como un eco al través de los fragmentos que nos quedan de Empédocles:
«¡Dioses! ¡Qué grande es vuestra miseria, infeliz raza mortal! ¡En medio de cuántas luchas y de cuántos suspiros habéis nacido!»
Recordemos también esta enérgica pintura de la vida: «Males de todo género caen sobre nosotros, que destruyen nuestro pensamiento. Midamos con la vista la corta carrera de esta vida, que realmente no es viable. ¡Qué pronto morimos! Cada existencia es una bocanada de humo que se desvanece; apenas podemos conocernos en esta agitación que nos lleva no [14] sabemos a dónde; en vano nos envanecemos de haber abrazado con el pensamiento la universalidad de las cosas; ni la mirada del hombre puede abarcarla, ni el oído apercibirla, ni la inteligencia comprenderla.»
Todo es para nosotros enigma y caos. No sabemos nada de las cosas, en medio de las cuales nos arrastra una fuerza ciega. ¿Qué felicidad puede sentir un espíritu que reflexiona en estas tinieblas agitadas en que vivimos sin conciencia y sin recuerdos? Una inspiración análoga es la que precede al pesimismo de Lucrecio. El poeta latino no busca siquiera el enigma de la vida, proclama que no lo hay; no hay un sentido oculto en la existencia, ni un orden futuro que pueda reparar el desorden del mundo presente. La sabiduría consiste en apagar todo deseo y en llegar a esa apatía que se parece al nirvana budista, y en la cual no penetra nada, ni ruido de fuera, ni asombro, ni emoción. Pero el budista ha matado en sí mismo el sentimiento de la vida; el sabio de Lucrecio vive todavía y se [15] siente vivir; de ahí procede su dolor incurable; no puede ya respirar en ese vacío en que se ha encerrado, se ahoga. Nos han pintado con tono delicado y vivo este mal del epicúreo, fiel a su estrecha doctrina, y que por una exageración de prudencia ha cerrado aún más el círculo de su acción: «El tedio entra en su espíritu desierto de pasiones. El uniforme espectáculo del mundo, que contempla en su eterna holganza, le cansa y le exaspera. Como Lucrecio, dejará escapar ese grito de hastío: ¡Siempre, siempre lo mismo! Eadem sunt omnia semper, eadem omnia restant!... La única ventaja que se aseguró fue la de no temer la muerte; pues arregló de tal manera su vida, que podía pasar de una nada a la otra sin sacudida violenta. Quizá combinó el orden de la naturaleza para ir más rápidamente hacia ese sueño eterno, cuyas primicias ha saboreado ya, y para asegurar a plazo más breve el encanto de la muerte.» ¿No es esto la gentilezza del morire, que celebrara Leopardi veinte siglos más tarde? [16]
Para acabar con este gusto singular de la muerte en la antigüedad, recordaremos que a principios del siglo antes de la Era cristiana, había en Alejandría una escuela de pesimismo abierta por uno de los más célebres doctores de la escuela cirenaica, el famoso Hegesias, que sacaba de las doctrinas de Aristóteles consecuencias inesperadas contra la vida. Partiendo del principio de que únicamente el placer puede ser el fin racional de la vida, concluía que la existencia se engaña, porque no consigue ese fin. La felicidad es una cosa puramente imaginaria e irrealizable, que engaña y que engañará siempre nuestros esfuerzos. La suma de placeres no iguala nunca la de las penas, y los bienes no tienen intrínsecamente nada real; la costumbre embota nuestra sensibilidad, y la sociedad los destruye. De ahí procede esta máxima que resume su filosofía: «Sólo al insensato le parece la vida una felicidad, el sabio siente por ella indiferencia y desea la muerte.» La muerte vale tanto como la vida, es la [17] forma suprema de la renuncia, por la cual se libra el hombre de una vana esperanza y de una gran decepción. Había compuesto, nos dice Cicerón, un libro titulado El Desesperado, en que hace hablar a un hombre que se mata de hambre; sus amigos tratan de disuadirle, y el desesperado les contesta enumerándoles las penas de esta vida. Es la antítesis del Fedón, en que Sócrates, al morir, desarrolla las razones que le hacen esperar el remedio de las injusticias de la vida presente. Es curioso hacer constar que este predicador melancólico de la muerte, que se inspira en la doctrina de la sensualidad, emplea algunos de los argumentos predilectos de Schopenhauer. Hegesias era tan elocuente en sus pinturas sombrías de la vida humana, que recibió el nombre de Peisithanatos, y el rey Ptolomeo, asustado de la influencia que su palabra ejercía sobre los espíritus, cerró su escuela para librar a sus oyentes del contagio del suicidio.
Pero el género de sentimiento que expresan estos síntomas filosóficos es [18] poco común entre los antiguos, y es un grave error el del poeta del pesimismo, Leopardi, al haber imaginado en favor de su causa una antigüedad fantástica, y al haber querido persuadirnos de que el pesimismo está en el genio de los grandes escritores de Atenas y de Roma. Sistema es error, este punto de vista aminora el sentido penetrante y sutil que ha recibido el pesimismo de la antigüedad. Nada más quimérico que Safo meditando sobre los grandes problemas:
...Arcano é tutto Four che il nostro dolor...
Ya no es la inspirada, ya no es la apasionada Venus quien habla, es una rubia alemana que vuelve de un Werther desconocido, separada de él por obstáculos infranqueables, y que exclama «que todo es misterio fuera de nuestro dolor».
En el mismo sentido y bajo el imperio de la misma idea, fuerza Leopardi la interpretación de las dos palabras célebres de Bruto y de Teofrasto en [19] el momento de morir, el uno renegando de la virtud que ha causado su muerte, el otro renegando de la gloria por la cual no ha querido vivir{2}. Suponiendo que sean auténticas y que no hayan sido recogidas por la tradición de alguna vaga leyenda por Diógenes Laercio y Dión Casio, no podían evidentemente tener esas palabras, en la boca que las pronunció, la significación moderna que les atribuye un comentario demasiado sutil e ingenioso. Además, Leopardi se corrige él mismo, vuelve a la verdad histórica de las razas y de los tiempos cuando dice en la misma obra «que la fuente de esos pensamientos dolorosos, poco extendidos entre los antiguos, se encuentra siempre en el infortunio particular o accidental del escritor o del personaje que sale a la escena, real o imaginario». Esta es la verdad. El fondo de la creencia antigua es que el hombre ha nacido para ser feliz, y que, [20] si no logra serlo, es por culpa de alguna divinidad celosa del orgullo humano, que se eleva amenazando a los dioses. Lo que domina en los antiguos es el gusto hacia la vida y la fe en la felicidad terrestre, que persiguen con terquedad; parece, cuando sufren, que estén desposeídos de algún derecho.
Hartmann, en su Filosofía del inconsciente, marca con precisión esta idea del optimismo terrestre que rige al mundo antiguo (judío, griego y romano). El judío da un sentido temporal a las bendiciones del Señor; la felicidad, en su opinión, consiste en que sus graneros estén llenos de trigo y sus bodegas repletas de vino{3}. Sus concepciones de la vida no tienen nada de trascendental, y para que entre en ese orden superior de pensamientos y de esperanzas, es preciso que Jehová le hable por medio de sus profetas o le advierta castigándole. La conciencia griega, después de haber apurado la noble embriaguez del heroísmo, busca [21] la satisfacción de esta necesidad de ser feliz en los placeres que procuran el arte y la ciencia; se complace en una teoría estética de la vida. La existencia es el primero de los bienes; recuérdese la frase de Aquiles en los infiernos, en la Odisea: «No pretendas consolarme de la muerte, noble Ulises; prefiero cultivar como un mercenario el campo de un pobre a reinar sobre la inmensa multitud de los hombres.» Es la misma frase del Eclesiastes: «Más vale un perro vivo que un león muerto.» La república romana introdujo en el desarrollo un elemento nuevo; transformó el egoísmo del individuo en egoísmo de raza; ennobleció el deseo de la felicidad, marcando al hombre otro fin más elevado, al cual debe sacrificarse el individuo: el bien de la ciudad, el poder de la patria. He ahí, salvo algunas excepciones, los grande móviles de la vida antigua: las bendiciones temporales en la raza de Israel, los placeres de la ciencia y del arte entre los griegos, en los romanos, el deseo de la dominación [22] universal, el sueño de la grandeza y de la eternidad de Roma. En estas diversas civilizaciones, no existen sino aisladamente inspiraciones del pesimismo. El ardor viril en el combate de la vida que demuestran estas razas enérgicas y nuevas, la pasión de las grandes cosas, el poder y el candor virgen de las nobles esperanzas que la experiencia no ha marchitado, el sentimiento de una fuerza que aún no conoce sus límites, la conciencia reciente que la humanidad tiene de sí misma en la historia del mundo, todo esto explica la profunda fe de los antiguos en la posibilidad de realizar en este mundo la felicidad, todo esto es opuesto a la moderna teoría que parece ser el triste cortejo de la humanidad envejecida, la teoría del dolor universal é irremediable.
En cambio, y como contraste con el mundo antiguo, hay influencias y corrientes de pesimismo en algunas sectas que han interpretado más o menos fielmente el cristianismo. ¿Puede dudarse, por ejemplo, que tal pensamiento [23] de Pascal o que tal página de las Veladas de San Petersburgo puedan colocarse como ilustraciones de idea y de estilo, al lado de los análisis más amargos de la Filosofía del inconsciente, o entre las Canzoni más desesperadas de Leopardi? Esta comparación no parecerá forzada a ninguno de los que saben que el pesimismo del poeta italiano ha revestido en su principio la forma religiosa.
Hay en el cristianismo un lado sombrío, dogmas temibles, espíritu de austeridad, de abnegación, de ascetismo, que no constituye toda la religión, pero que forma su parte esencial, un elemento radical y primitivo, anterior a las atenuaciones y a las enmiendas que llevan sin cesar las complacencias del yo natural o las debilidades de la fe. Cada individuo modifica un poco la religión a su modo, dándole un carácter peculiar a su espíritu. El cristianismo, mirado únicamente bajo ese aspecto como una doctrina de expiación, como una teología de lágrimas y de espanto, hiere con frecuencia a [24] ciertas imaginaciones y las inclina a una especie de pesimismo. Esta manera de comprender el cristianismo es la del jansenismo exagerado. La naturaleza humana escarnecida, la perversidad puesta al desnudo, la absoluta incapacidad de nuestras facultades miserables para la verdad y para el bien, la necesidad de distraer a este pobre corazón que quiere huir de sí mismo y de la idea de la muerte, que se agita en el vacío, y, sobre todo, este perpetuo pensamiento del pecado original, que ondea sobre el alma entristecida con las más duras y extremas consecuencias, la visión continua y casi sensible del infierno, el corto número de elegidos, la imposibilidad de la salvación sin la gracia (¡y qué gracia! «no sólo la gracia suficiente, que no basta»), en fin, ese espíritu de mortificación sin piedad, ese desprecio de la carne, ese terror del mundo, la renuncia a todo lo que vale en la vida, semejante cuadro extraído de las Provinciales y de las Pensées, parecía hecho para agradar el autor de Bruto minore y de la [25] Ginestra, en las meditaciones de Recanati. Pero esta analogía de sentimientos no dura. ¿Quién no encuentra diferencia entre las dos inspiraciones, en cuanto se entra en familiar conversación con el alma de Pascal, tan dolorosa y tan tierna? El pesimismo de Pascal tiene por fundamento una caridad ardiente y activa; quiere contener al hombre y le consterna, le aterroriza. ¡Pero qué piedad tan profunda hay en esta lógica violenta! Cierra todas las salidas a la razón, pero es para llevarla de un vuelo al calvario y transformar esta tristeza en alegría eterna. Atormenta su genio para descubrir nuevas demostraciones de su fe; parece que sucumbe bajo la responsabilidad de las almas que no consigue convertir, de los entendimientos que ha ilustrado.
Lo mismo puede decirse, aunque por otras razones, de lo que llamaremos el terrorismo religioso de José de Maistre. Evidentemente parece a primera vista un pesimismo esa apología lúgubre de la Inquisición, ese dogma de la [26] expiación aplicado a la penalidad social, esa teoría mística del sacrificio de sangre, de la guerra considerada como una institución providencial, del patíbulo colocado como base del Estado. El corazón se oprime al contemplar la vida humana sometida a poderes tan formidables, y a la sociedad bajo un yugo de hierro, bajo un amo que es un dios terrible, servido por ministros sin piedad. Pero este aparato de terror no resiste a un instante de reflexión. Pronto se ve que son paradojas de combate, apologías y afirmaciones violentas, que se oponen a ataques y a negaciones exageradas. José de Maistre es un polemista y no un apologista del cristianismo; la batalla tiene sus arrebatos; la elocuencia, la retórica, tienen su embriaguez; la de M. De Maistre le arrastra, no la domina, está poseído de ella. Los argumentos no le bastan y acude a la hipérbole. Es un gran escritor que escribe sin razón, un gran pintor que abusa del efecto; su pesimismo tiene un colorido exagerado. En el fondo no ha cambiado nada [27] en las perspectivas del dogma cristiano; la vida futura contiene la explicación y el remedio del mal que reina sobre la tierra.
En vano se buscaría en la historia del cristianismo, exceptuando quizá algunas sectas gnósticas, nada que se parezca a esta nueva filosofía. Tampoco ofrece nada análogo la historia de la filosofía. No pueden absolutamente clasificarse entre los pesimistas, a pesar de sus semejanzas superficiales, a los que hacen objeciones al optimismo. De otro modo, todo el mundo sería alguna vez pesimista. Ninguna filosofía ha dado una definición satisfactoria del mal: ni los estoicos, ni Platón, ni Descartes, ni Leibniz, ni Rousseau, han conseguido por completo conciliar la existencia del mal, bajo todas sus formas, con el gobierno del universo. Existe en esto una antinomia terrible de la razón. Los que lo han propuesto sin resolverlo no son por eso pesimistas, y sería mezclarlo y confundirlo todo el colocar a Carneade, a Bayle o a Voltaire entre los filósofos que [28] proclaman el mal absoluto de la existencia: no han presentado más que el mal relativo, en contradicción aparente con la Providencia. En la India es donde el pesimismo ha encontrado sus verdaderos progenitores; él mismo lo reconoce y se enaltece con ello. La coincidencia de las ideas de Schopenhauer con el budismo ha sido con frecuencia reconocida. Volveremos sobre este punto; aquí sólo recordaremos que el pesimismo se ha fundado en la noche solemne en que Zakia, meditando bajo la higuera de Gaja sobre la desgracia del hombre, y buscando los medios de librarle de estas existencias sucesivas, que no son más que un cambio sin fin de sus miserias, exclamó: «Nada es estable sobre la tierra. La vida es como la chispa producida por el roce de la madera. Se enciende y se apaga, no sabemos de dónde viene ni a dónde va... Debe haber alguna ciencia suprema en que podamos encontrar reposo. Si yo la consiguiese, podría llevar la luz a los hombres. Si yo mismo fuese libre, podría libertar al mundo... ¡Oh [29] desgraciada juventud, que la vejez tiene que destruir! ¡Desgraciada salud, que matan las enfermedades! ¡Pobre vida en que el hombre permanece tan pocos días!... ¡Si no hubiese la vejez, la enfermedad, ni la muerte! ¡Si las tres estuviesen para siempre encadenadas!» Y la meditación continúa extraña, sublime, desesperada: «Todo fenómeno está vacío; toda sustancia es el vacío; fuera de ella no hay más que el vacío... El mal es la existencia; lo que produce la existencia es el deseo; el deseo nace de la percepción de las formas ilusorias del ser. Todo esto son efectos de la ignorancia. La ignorancia es, pues, en realidad, la causa primera de todo lo que parece existir. Conocer esta ignorancia es lo mismo que destruir sus efectos.»
Esta es la primera y la última palabra del pesimismo. Es el extraño pensamiento que absorbe en este instante a algún piadoso hindú, que busca las huellas de los pasos de Zakya-Muni sobre el mármol de un templo de Benarés. Es el problema sobre el [30] cual meditan vagamente a estas horas algunos miles de monjes budistas, en la China, en la isla de Ceilán, en la Indo-China, en el Nepal, en el fondo de sus conventos y de sus pagodas, embriagados por sueños y contemplaciones sin fin; tal es el texto sagrado que sirve de alimento a tantos sacerdotes, a tantos teólogos del Triptaka y del Lotus de la buena ley, a esas multitudes que piensan y que rezan en estas creencias, y que se cuentan por centenares de millones. Es también el lazo misterioso que une a los pesimistas del extremo Oriente, del fondo de los siglos y a través del espacio, a los filósofos refinados de la Alemania contemporánea, que después de haber atravesado todas las esperanzas de la especulación, después de haber agotado todos los sueños y todas las épocas de la metafísica, vienen, saturados de ideas y de ciencia, a proclamar la nada de todas las cosas, y repiten con una desesperación sabia la frase de un joven indio, pronunciada hace más de veinticuatro siglos en la [31] orilla del Ganges: «El mal es la existencia.»
Ahora se comprende en qué sentido y en qué medida es cierto que la enfermedad del pesimismo es una enfermedad esencialmente moderna. Es moderna por la forma científica que ha tomado en nuestros días, es nueva en las civilizaciones de Occidente. ¡Qué efecto tan extraño produce el asistir a este renacimiento del pesimismo budista, con todo el aparato de los más sabios sistemas, en el corazón de la Prusia, en Berlín! Que trescientos millones de asiáticos beban el opio de estas doctrinas fatales que enervan y adormecen la voluntad, es cosa ya muy extraordinaria; pero que una raza enérgica, disciplinada, tan fuertemente construida para la ciencia y para la acción, tan práctica al mismo tiempo, calculadora, fría, belicosa y dura, todo lo contrario de una raza sentimental; que una nación formada de estos elementos robustos y activos acoja triunfalmente las teorías de la desesperación reveladas por Schopenhauer, que su [32] optimismo militar acepte con entusiasmo la apología de la muerte y de la nada, he ahí lo que a primera vista parece inexplicable. Y este éxito de la doctrina nacida en las orillas del Ganges no se detiene en las orillas de la Spree. La Alemania entera ha prestado atención a este movimiento de ideas. La Italia, con un gran poeta, había adelantado la corriente; Francia, como veremos, la ha seguido en cierto modo; también tiene Francia actualmente sus pesimistas. La raza eslava no ha escapado a esta extraña y siniestra influencia. Véase esa propaganda desenfrenada del nihilismo, que espanta con razón al poder espiritual y temporal del Zar, y que esparce por toda la Rusia un espíritu de negación descarada y de fría inmoralidad. Véase, sobre todo, esa monstruosa secta de los skopsy o mutilados, cuyos desastres nos han descrito y que «haciendo un sistema moral y religioso de una degradante práctica de los harenes de Oriente, materializando el ascetismo y reduciéndolo a una [33] operación quirúrgica», proclaman con este vergonzoso y sangriento sacrificio que la vida es mala y que es conveniente agotar su origen. Es la forma más degradada del pesimismo, pero es también su expresión más lógica. Es un pesimismo conforme con las naturalezas groseras que van en seguida a los extremos del sistema, sin detenerse en inútiles elegías, en elegantes bagatelas de delicados espíritus, que se quejan continuamente y no concluyen jamás.
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{1} Problemas, XXX.
{2} Comparazione delle sentenze di Bruto e Teofrasto.
{3} Proverbios, III, 10.
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