Los pesimistas del siglo XIX. El poeta del pesimismo, Leopardi. La teoría de «L'infelicitá»
xaminemos de cerca la filosofía del pesimismo moderno y tratemos de apoderarnos de los primeros síntomas en el siglo XIX. Es un hecho curioso que nacen casi simultáneamente las primeras ideas en el poeta italiano Leopardi y en el filósofo alemán Schopenhauer, sin que pueda observarse ninguna influencia directa del uno sobre el otro. Precisamente en 1818, cuando en la amarga soledad de Recanti se operaba en Leopardi esa fase tan grave que le hacía pasar casi sin transición del cristianismo a la filosofía de la desesperación, salió Schopenhauer para Italia, [35] después de haber remitido a un editor su manuscrito de El Mundo considerado como voluntad y como representación. El uno encerrado en la pequeña población que servía de cárcel a su ardiente imaginación, el otro ansioso de la celebridad que había de tardar más de veinte años en llegar, igualmente oscuro entonces, los dos escritores no se encontraron, y es más que probable que Leopardi no leyó nunca a Schopenhauer, cuyo libro no se publicó hasta más tarde, en Alemania; pero en cambio es seguro que Schopenhauer conoció las poesías de Leopardi; las cita una vez por lo menos, sin darles la importancia que tienen en la historia del sistema. En cuanto a la cuestión de saber si Leopardi tiene derecho a estar colocado entre los filósofos, basta, para resolverla, comparar la teoría de l'infelicità a lo que se llama «el mal del siglo», la enfermedad de Werther y de Jacobo Ortis, la de Lara y de René, la de Rolla. Ha sido un error el hablar del pesimismo de lord Byron o de Chateaubriand; este no es más que una forma [36] del romanticismo, el análisis idólatra y dolorido del yo del poeta, concentrado respetuosamente en sí mismo, contemplándose hasta que se produce en su interior un éxtasis doloroso o embriagador que opone su dolencia o su aislamiento a los placeres de la vil muchedumbre, pagando de ese modo su grandeza y esforzándose por hacer de la poesía un altar digno de su víctima.
La antigüedad, que en este punto era de la opinión de Pascal, detestaba el yo y le proscribía: las costumbres, de acuerdo con el gusto del público, sufrían con dificultad estos desahogos de una personalidad llena de sí misma, llevada naturalmente a dar demasiada importancia a sus tristezas y a sus alegrías. Los dioses, los héroes, la patria, los combates, los trágicos juegos de la fatalidad, el amor también, pero en la expresión de estos sentimientos generales, no en el análisis de los incidentes biográficos, ese es el fondo de la poesía antigua; la poesía personal es rara. Esta fuente de inspiración, comprimida durante tanto tiempo, ha [37] brotado en el nuestro con gran abundancia y a gran altura. De ese culto, a veces extravagante del yo, ha salido el lirismo contemporáneo con sus grandezas y con sus pequeñeces, sus inspiraciones sublimes y sus pueriles vanidades; de ahí proceden todos esos dolores literarios que han agitado y emocionado tan profundamente a una generación, y que las nuevas generaciones, con su educación científica y positiva, apenas puedan tomar en serio. Pero estas tristezas elegantes y altivas no son realmente filosóficas, no proceden de una concepción sobre el mundo y sobre la vida: partes del yo vuelven a él, allí se encierran y gozan de su delicado orgullo; se guardarían como de una profanación, de revelarse a la muchedumbre. No es la humanidad que sufre, es el poeta, es decir, una naturaleza excepcional. Para que estos sufrimientos puedan formar una teoría, no basta que sean sinceros y profundos, es menester que sea general el sentimiento en que se inspiran. El pesimismo, al contrario, no hace [38] del dolor un privilegio, sino una ley; no crea una aristocracia de desesperados. La única superioridad que atribuye a su genio, es la de ver claramente lo que la muchedumbre humana siente de un modo confuso. Asimila la existencia entera a la desgracia, y extiende la ley de sufrir del hombre a la naturaleza, de la naturaleza a su principio, si hay alguno, y si ese principio llega a conocerse. El mal subjetivo podría no ser más que un accidente insignificante en el mundo; el mal objetivo es el que hay que mirar, el mal impersonal, absoluto, que reina en todos los grados y en todas las regiones del ser. Sólo así se constituye una filosofía; lo demás es literatura, es biografía o novela.
Tal es el carácter de la teoría de l'infelicità de Leopardi. Ha sufrido mucho sin duda, de diferentes modos, y las desgracias físicas que pesaron tanto sobre su juventud, la quebrantada salud que arrastró a través de su vida como una amenaza perpetua de la muerte, la impaciencia que le consumió en su retiro, la pobreza que le angustiaba, y, sobre todo, esa sensibilidad nerviosa que transformaba en suplicio intolerable las menores contrariedades, y con mayor razón las amarguras de la ambición no satisfecha, las decepciones más tristes aún de un corazón amante que no puede alcanzar más que la sombra de sus anhelos, construyeron dentro de su espíritu tan singular filosofía. fue mucho lo que sufrió. A pesar de todo, su teoría no es única, y él no consiente que se vea en ella la expresión de sus sufrimientos; si va precedida de una experiencia, es de una experiencia generalizada, se transforma en un conjunto de concepciones razonadas y armónicas sobre la vida humana.
Hay que ver cómo el filósofo, que Leopardi sintió despertar precozmente dentro de sí, pretende demostrar que no ha lanzado al mundo el grito de su dolor personal, cómo teme exponer su corazón a ser pasto de la pública curiosidad, con qué orgullo rechaza la limosna de simpatías que no ha [40] solicitado y que le hacen sonrojar: «Por la pusilanimidad de los hombres, escribe a un amigo suyo, que necesitan estar persuadidos del mérito de la existencia, se han considerado mis opiniones filosóficas como el resultado de mis sufrimientos personales, y se obstinan las gentes en atribuir a mis circunstancias materiales lo que sólo se debe a mi entendimiento. Antes de morir, quiero protestar contra esta invención de la debilidad y de la vulgaridad, y rogar a mis lectores que traten de destruir mis observaciones y mis razonamientos, pero que no acusen a mis enfermedades.» Que hay un enlace entre las desgracias de esta vida y la dura filosofía en que se refugió el poeta, como en un último asilo, esto no da lugar a duda alguna; no es posible separar la figura dolorida de Leopardi del monótono fondo de sus cuadros y de sus doctrinas; pero hay que reconocer que, por un esfuerzo meritorio de libertad intelectual, borra casi por completo la huella de sus recuerdos personales en la solución que da al [41] problema de la vida. Eleva esta solución a un grado de generalidad en que empieza la filosofía; su pesimismo es un sistema, no una apoteosis de la miseria. Por este rasgo que queríamos poner en claro, se diferencia de la escuela de los líricos y de los desesperados en que se ha pretendido colocarle; no tiene más que un parecido remoto con Rolla, a quien algunos han llamado su hermano; vale más que ellos por la altura del punto de vista cósmico a que se eleva; ha querido ser filósofo, ha merecido serlo y lo es.
Juzguémosle, pues, como desea ser juzgado, y veamos si la teoría de l'infelicità, que inspira todas sus poesías y esta concentrada en las Obras morales, recuerda o anuncia las teorías de la filosofía alemana contemporánea.
No hay, según Hartmann, más que tres formas de dicha posible para la humanidad, tres maneras de comprenderla y de realizarla. De nada servirá excitar y torturar la imaginación para inventar alguna felicidad inédita; esta ansiada felicidad entrará en [42] los cuadros trazados de antemano, y esta ya es una prueba evidente de la pobreza de nuestra facultad de sentir y de la esterilidad de la vida. O bien se pretende poder conseguir la felicidad en el mundo tal como es, en la vida actual e individual, sea por el libre ejercicio de los sentidos, la riqueza y la variedad de las sensaciones, sea por el desarrollo de las altas facultades del espíritu, el pensamiento, la ciencia, el arte y las nobles emociones que de él resultan, sea por la actividad heroica, el gusto de la acción, la pasión del poder y de la gloria. O bien se aplaza la idea de la felicidad, se la considera realizable para el individuo en una vida trascendente después de la muerte; es la esperanza en que se precipita la mayoría de los que sufren, los pobres, los despreciados del mundo, los desheredados de la vida; es el asilo abierto por las religiones y particularmente por el cristianismo a las miserias irremediables y a los dolores sin consuelo. O bien, en fin, abandonando el mas allá trascendental, se [43] concibe un más allá terrestre, un mundo mejor que el mundo actual, que cada generación prepara sobre la tierra por sus trabajos y sus fatigas. Se hace el sacrificio de la felicidad individual para asegurar la llegada de ese nuevo ideal, se eleva uno al olvido de sí mismo, a la conciencia y a la voluntad colectivas, se goza con la idea de esa dicha por la cual se trabaja y que otros disfrutarán, lo desea uno así para sus descendientes, y se embriaga uno con esa idea y con los sacrificios que reclama. Este noble sueño de la dicha de la humanidad futura sobre la tierra por los descubrimientos de las ciencias, por las aplicaciones de la industria, por las reformas políticas y sociales, es la filosofía del progreso, que en algunos espíritus entusiastas se convierte en una religión. Esas son las tres teorías de la felicidad en que se ha agotado la imaginación de la humanidad: son «los tres grados de la ilusión humana», sucesivamente recorridos por las generaciones que se sustituyen sobre la escena del mundo y [44] que, cambiando de fe sin cambiar de decepción, no hacen más que agitarse en un círculo de inevitable error, con su absurda creencia en la felicidad.
Hartmann se equivoca al pensar que esos tres estados de la ilusión se suceden. Son simultáneos, coexisten en la vida de la humanidad; no ha habido ningún tiempo en que no hayan estado representados; son tres razas eternas del espíritu, y no tres edades históricas. A la hora en que escribo, ¿no hay en la amplia variedad de las sociedades contemporáneas optimistas del tiempo presente, optimistas de la vida futura, optimistas de la edad de oro que el progreso hará renacer sobre la tierra? Además, esos diversos estados los recorre a veces un hombre mismo en su vida; cualquiera de nosotros ha podido perseguir sucesivamente la imagen de la felicidad en el sueño de la vida actual, en la vida futura, en el porvenir de la humanidad. En fin, el orden de sucesión y de desarrollo que marca Hartmann no es [45] un orden riguroso: cada hombre puede recorrer esas diversas etapas en un orden diferente, hasta en un orden inverso. No es raro ver que un espíritu, después de haber atravesado las ilusiones de la felicidad terrestre y las del progreso indefinido, se detenga y repose en la fe de lo invisible y de lo divino; y tampoco es imposible que esta evolución se verifique con un orden contrario, empiece por las más nobles aspiraciones de la religión y acabe por la indolencia epicúrea.
Leopardi, sin presentar ni describir científicamente estos tres estados, los ha conocido por una experiencia dolorosa; los ha atravesado, no se ha detenido en ninguno; los ha pintado separadamente; nos ha enseñado con rasgos singulares y enérgicos por qué no ha adoptado ninguno, y la sinrazón de los hombres que se acogen a ellos. Hasta la edad de diez y ocho años, su adolescencia soñadora no pasó los límites de la fe religiosa. Emplea los recursos de su gran erudición en escribir una especie de apología de la [46] religión cristiana; el Ensayos sobre los errores populares de los antiguos (1815). Pero ya en esa nomenclatura de las supersticiones de la antigüedad, dioses y diosas, oráculos, magia, al lado de invocaciones a «la religión más amable» que le entusiasma y lo consuela en sus prematuros dolores, están como los gérmenes del futuro escepticismo. En el mismo período de su vida escribió los Proyectos de himnos cristianos, animados por el sentimiento del dolor. Es un pesimista que se dirige en estos términos al Redentor: «Tú lo sabías todo desde la eternidad; pero permite que la imaginación del hombre te considere como el más íntimo testigo de nuestras miserias. Tú has pasado por esta vida, que es la nuestra; has conocido la nada, has sentido la angustia de la desgracia de nuestro ser...» O también en esta oración al Creador: «Ahora voy de esperanza en esperanza, errando todo el día y olvidándote, y siempre engañado... Llegará el día en que, no teniendo otro estado a que recurrir, colocaré todo mi [47] espíritu en la muerte, y entonces iré a Ti...» Esta hora del supremo recurso no llegó; en el momento mismo en que escribió con mano trémula sobre el papel mojado de sus lágrimas estos fragmentos de himno y de oración, se apercibió de que el abrigo de sus creencias se había derrumbado, y no quedaba nada en pié; se vio solo en medio de tanta ruina, ante un mundo vacío y bajo un cielo de acero.
Entonces tomó sin vacilación su partido irrevocable: pasó de una fe ardiente a una especie de escepticismo indómito y definitivo, que nunca admitió incertidumbres, ni combates, ni ninguna de esas aspiraciones a un más allá en que se refugia con una especie de voluptuosidad inquieta el lirismo de los poetas contemporáneos. Nada de esto produjeron en Leopardi los desórdenes de su espíritu, las penas y los dolores psicológicos que expresa con tanta ternura. Permanece inquebrantable en la soledad que se ha formado. Hace alguna que otra alusión desdeñosa, de pasada, «al temor que [48] inspiran las cosas del otro mundo». No vuelve a mencionar a Dios, ni aun para negarle. Evita hasta el nombre: cuando se ve obligado, como poeta, a hacer intervenir un ser que domina el personaje, es Júpiter. La naturaleza, principio misterioso del ser, pariente cercana del Inconsciente de Hartmann aparece sola enfrente del hombre en la meditación perpetua de lo desconocido que abruma al poeta; a ella sola interroga el hombre sobre los secretos de las cosas tan indescifrables para ella como para él. «Estoy sometida al destierro, dice, cualquiera que sea la causa, que ni tu ni yo podemos comprender.» La naturaleza y el destino, es decir, las leyes ciegas e inexorables, cuyos efectos sólo aparecen a la luz, cuyas raíces penetran en la noche. Cuando el poeta saca a la escena la curiosidad del hombre sobre los grandes problemas, tiene una manera muy particular de forzar el desenlace. Las momias de Ruysch resucitan por un cuarto de hora; refieren cómo han muerto. «¿Y lo que sigue a la muerte?» pregunta Ruysch. [49] Pero el cuarto de hora ha pasado y las momias callan.
En otro sitio, en un diálogo extraño, un islandés errante, que después de haber huido de la sociedad ha huido de la naturaleza, se encuentra en el fondo del Sahara; lo aturde con sus preguntas, cada una de las cuales es una queja: «¿Por qué me ha enviado sin consultarme a este mísero mundo? Por qué, si me ha hecho nacer, no se ha ocupado de mí? ¿Cuál es su fin? ¿Es mala o es impotente?» La naturaleza contesta que no tiene más que un cuidado y un deber: hacer girar la rueda del universo en que la muerte mantiene la vida, y la vida la muerte. «Pero entonces, contesta el islandés, puesto que sufre todo lo que está destruido, puesto que lo que destruye no goza y es destruido pronto a su vez, dime lo que ningún filósofo puede decirme: a quién agrada, para quién es útil esta vida desgraciada del universo, que sólo subsiste por la pérdida y por la muerte de todos los elementos que la componen?» La naturaleza no necesita [50] tomarse el trabajo de contestar a su interlocutor: dos leones hambrientos se arrojan sobre él y le devoran, ellos también caerán más tarde desfallecidos sobre la arena del desierto.
El silencio es la única contestación a estas grandes curiosidades que van a estrellarse contra una muralla indestructible o a perderse en el vacío. No hay que esperar, pues, ninguna felicidad bajo la forma trascendente. Ese es el primer estado de la ilusión atravesado por Leopardi, o, mejor dicho, por la humanidad que lleva el poeta dentro de sí. Ha demostrado al hombre la sinrazón de sus esperanzas fundadas sobre lo invisible. ¿Pero no tendrá el hombre razón al querer gozar de lo presente, porque no haya porvenir, al tratar de engrandecer su existencia por medio de los grandes pensamientos y de las grandes pasiones, confundiéndola, en un sublime sacrificio con la patria, haciéndose heroico, poderoso y libre, o con otro ser a quien haga donación de su personalidad, enriqueciéndole con su propia dicha? [51] El patriotismo, el amor, la gloria, ¡cuántas razones para vivir, aunque el cielo esté vacío!, ¡cuántas maneras de ser feliz! Y puesto que hay que renunciar las quimeras del porvenir, ¿no es todo esto bastante sólido y sustancial, no es la misma realidad, bajo la forma más noble y más hermosa, no merece que se viva?
Nadie ha sentido en su alma más patriotismo que Leopardi. Al leer la Oda a Italia, parece que se está oyendo a un hermano de Petrarca o a un rival de Alfieri. El que escribía estos versos que todas las memorias italianas han conservado, que todas las bocas repiten y que han procurado sin duda algunos batallones de voluntarios al vencido de Novara y al vencedor de San Marino, es sin duda un gran patriota, pero es un patriota desesperado. Ama a su patria, pero la ama en el pasado; no cree en su resurrección. Después de celebrar en versos apasionados su gloria desvanecida, después de evocarla, de sacarla de su letargo, de recordar las guerras médicas y de [52] entonar, terminándolo, el himno interrumpido de Simónides, se deja llevar del desaliento al contemplar la Italia cautiva y resignada. En las poesías de esa época se refleja ya una gran amargura. «Gloriosos ascendientes, ¿tenéis aún esperanzas fundadas en nosotros? ¿No hemos perecido todos? Quizá no os esté negado el poder de conocer el porvenir. Yo estoy abatido y no tengo defensa alguna contra el dolor; para mí el porvenir es oscuro, y todo lo que distingo es de tal naturaleza, que me parece la esperanza como un sueño y una locura.» ¿Para quién han trabajado los grandes poetas italianos, Dante, Tasso y Alfieri? ¿A qué han conducido en definitiva sus esfuerzos? Los unos han acabado por no creer en la patria, los otros se han consumido en una lucha insensata. El mismo Dante, ¿qué ha hecho? Ha preferido el infierno a la tierra; tan odiosa le parecía la tierra. ¡El infierno! «¿Pero qué región no vale más que la nuestra?... Y es, sin embargo, menos pesado, menos doloroso el mal que se sufre que el [53] tedio que nos abruma.. ¡Feliz tú, que pasaste la vida llorando!» Él mismo bajó, hacia el final de su vida, a los infiernos, en el poema más largo que escribió (ocho cantos y cerca de tres mil versos), los Paralipómenos de la Batracomiomaquia, pero fue para burlarse cruel y tristemente de la ilusión patriótica que había hecho latir un instante su corazón. En este, como en otros puntos, podemos censurar el pesimismo, reconocer su error contra la esperanza obstinada de una nación. ¡Qué crimen contra la vida y contra la patria puede cometerse atacando estas grandes ideas, abatiendo las energías viriles de un hombre de un pueblo! La Italia hubiera estado mejor inspirada que el poeta si no hubiese cedido a un desaliento prematuro, si hubiese luchado hasta el final contra el abatimiento de los hombres y la traición de la fortuna; treinta años más tarde hubiera sido el patriota el que tuviese razón contra el desesperado.
Pero no hay que ver sólo al italiano en Leopardi; es el intérprete de la [54] humanidad. Esas grandes sombras antiguas que ha consagrado en tan hermosos cantos, las evoca para hacerlas proclamar a ellas mismas la locura de su heroísmo y la nulidad de su obra: Bruto, el joven, en una oda famosa escrita en 1824, extiende su anatema sobre la abnegación que era la fe de la antigüedad, y abdica de su patriotismo estéril: «No, no invoco al morir ni a los reyes del Olimpo y de Cocyto, ni a la tierra indigna, ni a la noche, ni a ti, último rayo de la negra muerte, memoria de la posteridad. ¿Cuándo ha sido consolada una tumba por los sollozos y las palabras de la villana multitud? Los tiempos van empeorando, y sería un error el confiar a nuestros nietos podridos el honor de las almas ilustres y la suprema venganza de los desgraciados. ¡Que el ave negra y codiciosa extienda sus alas sobre mi! ¡Que me ahogue esta bestia, que el huracán arrastre mis ignorados despojos, y el aire se lleve mi nombre y mi memoria!»
La gloria literaria, esa gloria por la [55] cual confiesa Leopardi que ha tenido una pasión inmoderada, ¿vale la pena qué cuesta el adquirirla? Parini nos hace ver claramente a qué se reduce ese fantasma. Parece que está uno leyendo una página de Hartmann, tal es la semejanza de los argumentos de estos dos pesimistas. Nadie negará, nos dice Hartmann, que cuesta mucho trabajo el producir una obra. El genio no cae formado del cielo; el estudio que debe desarrollarlo, antes de que madure y dé sus frutos, es una tarea penosa, cansada, en que los placeres generalmente son escasos, salvo quizá los que nacen de la dificultad vencida y de la esperanza. Si de resultas de una larga preparación se ha puesto uno en estado de producir algo, los únicos momentos felices son los de la concepción, pero pronto les suceden las luchas de la idea contra la expresión material del arte. Si no estuviese uno empujado por el deseo de terminar, si la ambición o el amor a la gloria no aguijoneasen al autor, si consideraciones exteriores no le obligasen [56] a apresurarse, si, en fin, el espectro lánguido del fastidio no se levantase detrás de la pereza, el placer que se espera de la producción no haría olvidar los trabajos que cuesta. ¡Y la crítica envidiosa e indiferente! ¡Y el público tan restringido y tan incompetente! Que se averigüe cuántos hombres son, por término medio, accesibles de un modo serio a los placeres del arte y de la ciencia. Esta página de Hartmann puede servir de comentario a los argumentos de Parini. La conclusión es dura: «¿Qué es un gran hombre?» Un nombre que pronto no será nada. La idea de lo bello cambia con el tiempo. En cuanto a las obras científicas, pronto quedan atrasadas y se olvidan. El matemático más mediano de nuestros días sabe más que Galileo y que Newton. La gloria es, pues, una sombra, y el genio, de quien es la única recompensa, el genio es un regalo funesto para el que lo recibe.
Queda el amor, único consuelo posible de la vida presente, o, más bien, última ilusión, pero la más tenaz, que [57] hay que disipar para convencerse bien de que la vida es mala, y no vale la más feliz lo que la nada. Es un error como otros tantos, pero que persiste hace tiempo, porque los hombres ven en él una última sombra de felicidad, después de haber sido engañados por todo lo demás. —Error beato dice el poeta. —¿Y qué importa si este error hace nuestra felicidad? —No, no nos hace dichosos, aun engañándonos y atrayéndonos sin cesar; es una fascinación que renace continuamente, y nos deja cada vez más desesperados, porque se apodera siempre de nuestro corazón. La lucha del hombre contra ese fantasma que hiere su imaginación, que no se deja vencer ni por la cólera ni por el despecho, ni por el desprecio ni por el olvido, está descrita con gran elocuencia en las Ricordanze, en el Risorgimento, y, sobre todo, en las Aspasie. Conocida es la historia de los desdichados amores del poeta, para quien el amor no fue sino motivo de sufrimientos. Dos veces fue dominado por la pasión y dos veces se [58] desvanecieron sus esperanzas; en los dos extremos de su corta vida pasó a su lado el fantasma, hizo brillar la alegría ante sus ojos, un fugitivo relámpago de ventura, y cuando desapareció el fantasma, el poeta que había creído que lo podía estrechar, quedó en una soledad mayor y más triste. ¡Qué remedio! El poeta era chico y contrahecho, sólo poseía el genio. Schopenhauer le hubiera explicado su caso con dos palabras: «La tontería, dice ese terrible humorista, no perjudica al que espera algo de las mujeres. Mas bien les disgustaría el genio como una monstruosidad. No es raro ver que un hombre grosero y nulo, sustituye en el favor de una mujer a un hombre lleno de talento y digno de su amor.» ¿Qué puede esperarse de las mujeres?, añadía, recordando un epigrama griego: tienen los cabellos largos y las ideas tan cortas...
Leopardi no se vengó de Aspasia con la misma brutalidad; siguió siendo poeta en su venganza; pero su ironía no es menos cruel por ser más [59] delicada. Léase la elegía que lleva ese nombre y en que desahoga su corazón. En el fondo se da cuenta de su error; es el de casi todos los hombres, al menos de aquellos que tienen imaginación; no es la mujer que ha querido, es la belleza de la cual pensó alcanzar un ligero destello. Es la hija de su imaginación que el enamorado acaricia con su mirada, es una idea, parecida a la mujer que el amante apasionado, en su confuso éxtasis, se hace la ilusión de amar. No es ésta, es aquélla la que persigue y adora. Al fin, reconociendo su error y viendo que ha elegido mal su objeto, se irrita y acusa a la mujer, pero sin razón. Rara vez alcanza el espíritu femenino esta altura de concepción, y lo que inspira al hombre superior su belleza, eso no lo comprende la mujer. «No hay sitio en su estrecha frente para un pensamiento tan grande.» Son falsas esperanzas que se forja el hombre engañado bajo el fuego de su mirada; en vano pide sentimientos profundos, desconocidos y enérgicos a esa débil y frágil [60] criatura. –No, no es a ti a quien amaba, exclama el poeta, sino a esa diosa que ha vivido en mi corazón y que está enterrada en él.– La belleza, l'angelica beltade, cuya visión engañosa hace todo el encanto de la mujer que adorna, la ha cantado Leopardi en el Pensiero dominante. ¿Pero qué es esa belleza que ensalza de ese modo? ¿Qué es en sí eso que no es más que una idea, ese dolce pensiero? Él nos lo dice: es una quimera, la sombra de la nada, pero que se apega a nosotros con tal obstinación, que no nos abandona hasta la tumba.
Si la belleza no es más que una quimera, si el amor que persigue su reflejo no es más que una ilusión, la sombra de una sombra, podemos comprender de resultas uno de los fenómenos más misteriosos de la psicología del amor, la asociación inevitable de esta idea y la de la muerte. «El amor es fuerte como la muerte», «la mujer es amarga como la muerte», estas palabras melancólicas se repiten con frecuencia en el Cantar de los cantares, [61] en el Eclesiástico y en los Proverbios. Esta repetición de las inspiraciones de Salomón abunda también en los líricos; se encuentra en las páginas apasionadas de Mad, de Staël, y en la literatura contemporánea se ha hecho uno de los temas favoritos de nuestros poetas. Pero nadie ha hecho un esfuerzo tan grande como Leopardi para convencernos de este hecho extraño. «Forman una pareja fraternal el Amor y la Muerte; el destino los engendró al mismo tiempo. No hay nada tan hermoso en este mísero mundo, no lo hay tampoco en las estrellas. Del uno nace el placer más grande que se encuentra en el mar del ser; la otra acalla los inmensos dolores...» Cuando empieza a nacer en el fondo del corazón la pasión del amor, despierta al mismo tiempo que ella un deseo de morir, lleno de languidez y de desfallecimiento. ¿De qué modo? No lo sé, pero ese es el primer efecto del amor verdadero y grande. La joven tímida y reservada, que al nombre de la muerte siente erizarse sus cabellos, [62] se atreve a mirarla cara a cara cuando empieza en ella el amor, y comprende con su espíritu ignorante la dulzura de morir, la gentilezza del morire.
Tratemos de analizar este fenómeno singular. Quizá cuando se ama, espanta el mirar el desierto del mundo; vese la tierra inhabitable en esa nueva, única, infinita felicidad que imaginamos. Quizá también presienta el enamorado la terrible tormenta que se va a levantar en su corazón, al mismo tiempo que la lucha de los hombres, la fortuna y la sociedad conjuradas contra él; quizá, en fin, es el secreto asombro que produce la idea de lo efímero, de todo lo que es humano, la dolorosa desconfianza de sí mismo y de los demás, el temor de que llegue el día de no amar o de no ser amado, más insoportable a los que aman que la misma nada. Es un hecho que las grandes pasiones sienten instintivamente que la tierra no puede contenerlas y que harán estallar el frágil vaso del corazón que las ha recibido; se lanzan con una especie de voluptuosidad en la [63] infinita vaguedad de la muerte. Esto es lo que nos sugiere el poeta cuyo pensamiento, a pesar de su esfuerzo, queda a veces indeciso, y en la siguiente página, bajo el título expresivo A se stesso, encontramos un comentario personal de sus últimas desilusiones sobre el amor y sobre los bienes de la tierra: «Ahora descansarás para siempre, mi corazón, de tus fatigas. Ella ha matado, el error supremo que he creído poseer para una eternidad: Ha muerto en mí, lo siento, porque no sólo la esperanza, sino el deseo de mis adorados errores se ha extinguido. Reposa para siempre. Has palpitado demasiado. No hay nada que merezca tus latidos, y la tierra no es digna de tus suspiros. Amargura y tedio, esa es la vida; no hay otra cosa en ella; el mundo no es más que fango. Descansa ya. Desespera para siempre. El destino no ha concedido a nuestra raza más que la muerte. Desprécialo todo en adelante, a ti mismo, a la naturaleza y a ese poder oculto y brutal que trabaja sin descanso para el mal del universo; desprecia [64] la infinita vaguedad de todo.» ¡Pobre poeta! ¡Qué hombre de imaginación no ha escrito este epitafio sobre la tumba en que ha creído enterrar al su corazón, sin haberlo visto, después de escrito, dolorosamente desmentido?
Arrojado así de refugio en refugio, del patriotismo estéril y desconocido a la gloria, de la gloria al amor, ¡no encontrará el hombre al menos un consuelo, una felicidad, en el sacrificio de su dicha a la de las generaciones futuras, en ese gran pensamiento del progreso que merece un trabajo sin descanso, que hace que nada se pierda de la labor humana, y que levanta la miseria del mundo actual al estado de precio o de rescate de la desconocida felicidad que gozaran nuestros descendientes? Este es el tercer estado de la ilusión; Leopardi lo mide, como a los otros, de una mirada intrépida, que en vez de desvariar sobre quimeras, prefiere ver claramente lo que es y lo que será siempre: «el mal de todos y la infinita vanidad de todo». [65]
No, el porvenir no será más feliz que el presente, será quizá, y debe ser indudablemente, más miserable. ¡El progreso! ¡Pero de dónde puede el hombre procurarse el principio y el instrumento del progreso? Del pensamiento sin duda, pero el pensamiento es un don fatal; no sirve más que para aumentar nuestra desgracia iluminándola. Vale mil veces más ser ciego como el bruto o como la planta. ¡Qué lejos estamos del rosal que piensa! El pastor que recorre los montes del Himalaya, que se dirige a la luna, condenado como ella a perpetuo trabajo, la hace testigo de que los animales que guarda son más felices que él; ellos al menos ignoran su desgracia, olvidan con rapidez el dolor, el miedo que atraviesa su existencia, sólo sufren la monotonía de que no se dan cuenta. La retama crece feliz y tranquila sobre la falda del Vesubio, mientras que duermen a sus pies tantas poblaciones muertas, sorprendidas en medio del triunfo de la vida. Ella también, la retama humilde, sucumbirá un día al [66] poder cruel del fuego subterráneo, pero morirá sin haber levantado su orgullo hasta las nubes; más sabia y más fuerte que el hombre, no se ha creído como él inmortal. Leopardi vuelve cruelmente la frase de Pascal: «Aunque le hundiese el universo, sería el hombre más noble que él, porque sabe que muere y conoce la ventaja que el universo tiene sobre él. El universo no sabe nada.» Esa es precisamente nuestra inferioridad, según Leopardi: saber y no poder nada. La planta y el animal no conocen nada de su miseria; nosotros medimos la nuestra. Y este sufrimiento no tiende a disminuir en el mundo, sino al contrario, los espíritus más inteligentes, los más delicados, adquieren mayor aptitud para sufrir; los pueblos más civilizados son los menos felices. Este es también el perpetuo tema del pesimismo alemán. La conciencia de la desgracia hace que ésta sea más profunda e incurable. La miseria de los hombres y la de las naciones se desarrollan en proporción de su cerebro, a medida [67] que se perfecciona su sistema nervioso, y les procura instrumentos más delicados, órganos más sutiles para sentir su mal, para aumentar su intensidad, para eternizarlo por la previsión y por el recuerdo. Todo lo que añade el hombre a su sensibilidad y a su inteligencia, lo añade a su sufrimiento.
Tal es el sentido, aclarado con esta interpretación, de varios diálogos estraños y oscuros, El Gnomo y el Duende, Eleandro y Timandro, Tristán y su amigo, y esa Historia del género humano en que se ve cómo se renueva, después de cada periodo, esa aversión por todo lo que había hecho sufrir al hombre en el período precedente, y cómo crece el amargo deseo de una felicidad desconocida, que hace su tormento, porque es extraña a la naturaleza del universo. Júpiter se cansa de colmar a esta raza ingrata de sus favores, que tienen tan mala acogida. Es verdad que el primer bien que nos hizo fue el de mezclar males verdaderos en la vida, para distraer al hombre de su mal [68] ilusorio y para aumentar por el contraste el valor de los bienes reales. Con ese objeto había enviado Júpiter al hombre multitud de enfermedades variadas y la peste. Observando después que el remedio no obraba como él deseaba y que el hombre seguía padeciendo, creó las tempestades, inventó el rayo, lanzó los cometas y reguló los eclipses, para sembrar el espanto entre los mortales y reconciliarlos con la vida, ante el temor de perderla. Por último, los premia con un soberbio regalo: los envía unos cuantos fantasmas, en forma de figuras sobrehumanas que se llamaron justicia, virtud, gloria, amor de la patria, y los hombres se entristecieron más que nunca y se hicieron más perversos.
El último y el más funesto beneficio hecho a los hombres, fue el enviarles la verdad. Es un error el decir que la perfección del hombre consiste en el conocimiento de la verdad, que todos sus males provienen de las ideas falsas y de la ignorancia. La verdad, que es la sustancia de toda filosofía, debe ocultarse cuidadosamente a la mayor parte de los hombres, porque de lo contrario se cruzarían de brazos y se echarían a dormir esperando la muerte: Mantengamos entre ellos con cuidado las opiniones que conocemos por falsas, y la mentira será su mayor bienhechor. Exaltemos las ideas quiméricas que dan origen a los actos y a los pensamientos nobles, a la abnegación y a las virtudes útiles al bien general, nacidas en esas imaginaciones hermosas, únicas que dan algún valor a la vida. Pero desde que la verdad ha penetrado en el mundo, prosigue su obra, y todas estas ilusiones, que harían tolerable la existencia, caen una a una; sólo se mantiene el progreso.
¿No está hecha la ciencia para consolarnos con sus progresos y con sus magníficos descubrimientos? Diríase que el sabio que ha participado en los grandes trabajos de la filología de su tiempo, que ha conocido los eruditos ilustres, desde Angelo Mai hasta Niebuhr, émulo él mismo de esos sabios, [70] y destinado, si hubiese querido, a un gran renombre de helenista, creeríase, repito, que perdonará a la ciencia. No ocurre así; vemos con extrañeza que la ciencia del siglo XIX está en baja, por la calidad y por la cantidad de los sabios. El saber o, lo que es lo mismo, la ciencia, gana en extensión, pero cuanto más crece la voluntad de aprender, más se debilita la facultad de estudiar; los sabios son menos numerosos que hace ciento cincuenta años. No se diga que el capital intelectual, en vez de estar acumulado en algunas cabezas, se reparte entre muchos y gana con esta división. Los conocimientos no son como las riquezas, que divididas o aglomeradas, suman siempre la misma cantidad. Cuando todo el mundo sabe un poco, es poco también lo que se sabe en conjunto; la instrucción superficial no puede dividirse entre muchos hombres, pero puede serles común a muchos ignorantes. El resto del saber sólo pertenece a los sabios, ¿y dónde están los verdaderos sabios, fuera de algunos que hay en [71] Alemania? Lo que crece sin cesar en Italia y en Francia, es la ciencia de los resúmenes, de las recopilaciones, de todos esos libros que se escriben en menos tiempo del que se necesita para leerlos, que cuestan lo que valen, y que duran en proporción de lo que han costado.
Este siglo es un siglo de niños; quieren hacerlo todo de un golpe, sin trabajo constante, sin preparación seria. ¿Pero dónde dejamos la opinión de los periódicos, que dicen todo lo contrario? Lo sé, contesta Tristán, que es el mismo Leopardi; aseguran todos los días que el siglo XIX es el siglo de las luces, y que ellos son las luces del siglo: pretenden también que la democracia es una gran cosa, que los individuos han desaparecido ante las masas, que las masas hacen la obra que hacían antes los individuos, por una especie de impulsión inconsciente o de orden divino. Déjese que obren las masas, pero estando compuestas de individuos, ¿qué han de hacer sin los individuos? A los individuos los desaniman [72] quitándoles toda esperanza, hasta la miserable recompensa de la gloria. Los discuten, los injurian, los fuerzan a someterse a todo el mundo. Sólo en esto, a pesar de lo que digan los periódicos que persigue Leopardi con sus epigramas y su cólera, se diferencia este siglo de los demás. En los otros, como en éste, ha sido escasa la grandeza; sólo que en los demás ha dominado la medianía; en éste domina la nulidad. Pero es un siglo de transición. ¡Valiente excusa! ¿No son y no serán todos los siglos de transición? La sociedad humana no se detiene jamás, y su eterno juego consiste en pasar de un estado a otro.
«No me río de los proyectos y de las esperanzas de los hombres de mi tiempo; les deseo con toda mi alma el mayor éxito posible... pero no los envidio ni a ellos ni a nuestros descendientes. En otros tiempos envidié a los locos y a los tontos, y a los que tienen formada gran opinión de sí mismos; hubiera cambiado de buena gana con cualquiera de ellos. Hoy no envidio ni a los [73] locos ni a los sabios, ni a los grandes ni a los pequeños, ni a los débiles ni a los poderosos; envidio a los muertos, y sólo me cambiaría por los muertos.» Tal es la última palabra de Tristán sobre la vida y sobre la historia, sobre el siglo XIX y sobre el progreso. Siempre la misma idea lúgubre: l'infnita vanità del tutto.
Ya están agotadas las tres formas de la ilusión humana; ya no queda esperanza ni en el presente ni en el porvenir del mundo, ni en un más allá que nadie conoce. No deben asombrarnos ya estos tristes aforismos que no son más que el resultado de la experiencia resumida de las cosas, y que se presenta a cada instante en la obra de Leopardi, en cada estrofa, en cada página: la vida es un mal, aun sin dolor sigue siendo un mal. No hay situación tan mala que no pueda la vida empeorarla; la fortuna será siempre la más fuerte, acabará por romper la firmeza de la desesperación. ¿Cuándo acabará l'infelicità? Cuando todo acabe. Los momentos peores son los del placer. [74] Ninguna existencia vale, ni ha valido ni valdrá lo que la nada, y buena prueba de ello es que nadie querría empezarla de nuevo. Escuchemos el dialogo de un vendedor de almanaques y de un transeúnte:
—¡Almanaques! ¡Almanaques nuevos! ¡Calendarios nuevos!
—¿Almanaques para el año nuevo?
—Sí, señor.
—¿Cree V. que será feliz el año nuevo?
—Ya lo creo, ilustrísimo señor.
—¿Como el año pasado?
—Mucho más.
—¿Como el otro?
—Más aún, ilustrísimo señor.
—¿Como el anterior? ¿No le gustaría a V. que el año nuevo fuese como cualquiera de esos años?
—No señor, no me gustaría.
—¿Cuántos años nuevos han pasado desde que vende V. calendarios?
—Pronto hará veinte años, ilustrísimo señor.
—¿A cuál de esos veinte años quiere V. que se parezca el año que viene? [75]
—Yo no lo sé.
—¿No se acuerda V. de ningún año que le haya parecido especialmente feliz?
—No me acuerdo, ilustrísimo señor.
—Y sin embargo la vida es hermosa, ¿no es verdad?
—Eso dicen.
—¿Consentiría V. en volver a pasar por esos años, o por todos desde su nacimiento?
—¡Ojala fuese eso posible!
—¿Y si tuviese V. que pasar la misma vida, con las mismas alegrías y con las mismas penas, exactamente igual?
—No aceptaría.
—¿Y qué otra vida querría V. vivir, la mía, la de un príncipe o la de otro? ¿No cree V. que el príncipe o el que fuese contestarían como V., y que teniendo que empezar la misma vida nadie consentiría?
—Así lo creo.
—¿De modo que con esa condición no empezaría V.? [76]
—No, señor, no empezaría.
—¿Qué vida querría V.?
—Querría una vida como Dios me la diese, sin otra condición.
—¿Una vida de la cual no se supiese nada de antemano, como no se sabe nada del año nuevo?
—Precisamente.
—Sí, eso es lo que yo querría, si tuviese que volver a vivir; eso es lo que todo el mundo querría. Eso significa que la casualidad ha tratado mal a todo el mundo. Todos opinan que han recibido más mal que bien en la vida; nadie desea renacer con la condición de empezar la misma vida con los mismos bienes y los mismos males. Esta vida, que es muy hermosa, no es lo que se conoce, sino lo que no se conoce; no es la vida pasada, sino la futura. El año próximo nos tratará la suerte bien a los dos, y a los demás también; será el principio de un año feliz. ¿No es verdad?
—Esperémoslo.
—Enséñeme V. el más bonito de sus calendarios.
—Aquí está, ilustrísimo señor, vale treinta sueldos.
—Toma los treinta sueldos.
—Gracias, ilustrísimo señor. Hasta la vista. «¡Almanaques! ¡Almanaques nuevos! ¡Calendarios nuevos!»
¡Cuánta amargura hay en esa escena cómica, tan hábilmente conducida por el buen humor del transeúnte, que es una especie de Sócrates desengañado! A veces exagera la ironía. El Duende le cuenta al Gnomo que los hombres han muerto: «Los esperáis en vano, han muerto todos, como se ha dicho del desenlace de una tragedia en que morían todos los personajes. Los unos en la guerra, los otros navegando; estos comiéndose los unos a los otros, aquéllos degollándose con sus propias manos; algunos entregándose a la apatía, otros tragándose los libros, o entregándose a los placeres y a mil excesos; en fin, tratando por todos los medios de ir contra la naturaleza y de perjudicarse.»
No hay enemigo más cruel del hombre que el hombre mismo. Prometeo lo [78] aprendió a su costa, en su apuesta con Momo, que meneaba la cabeza cada vez que el fabricante del género humano se vanagloriaba delante de él de su invención. Hacen una apuesta, y los dos se dirigen a nuestro planeta. En América se encuentran con un salvaje que se dispone a comerse a un hijo suyo; en la India ven a una viuda joven y hermosa quemada viva sobre la hoguera de su marido, que es un célebre borracho. «Son bárbaros», dice Prometeo, y se van a Londres. Allí, delante de la puerta de un hotel, ven un grupo de gente que se reúne: es un gran señor inglés que acaba de suicidarse después de haber matado a sus dos hijos y de haber recomendado su perro a uno de sus amigos. ¿No es éste exactamente el triste cuadro pintado por Schopenhauer? «La vida es una caza continua en que los seres, ya cazadores, ya cazados, se disputan los harapos de su felicidad; una guerra de todos contra todos; una especie de historia natural del dolor que se resume del siguiente modo: Querer sin motivo, [79] luchar siempre, después morir, y así sucesivamente en los siglos de los siglos, hasta que la corteza de nuestro planeta se deshaga a pedazos.» ¿No teníamos razón al decir que el pesimismo no es una doctrina, sino una enfermedad del cerebro? En este grado ya no cae bajo el dominio de la crítica, pertenece de derecho a la clínica, hay que dejárselo a ella.
Sólo en dos puntos difiere el pesimismo de Leopardi del de Schopenhauer, y desde luego digo que el poeta es el más filósofo de los dos, porque relativamente conserva la razón. Estos dos puntos son el principio del mal y el remedio. Del principio metafísico no sabe nada Leopardi, ni nada quiere saber. El mal se siente y se aprecia; es un conjunto de sensaciones muy reales, objeto de la experiencia y no del raciocinio. Todos los que han pretendido deducir la necesidad del mal de un principio, sea éste la Voluntad, como Schopenhauer, sea la Inconsciencia, como Hartmann, han llegado a teorías absolutamente arbitrarias, [80] cuando no han sido del todo ininteligibles. Leopardi se contenta con establecer por la observación la ley universal del sufrimiento, sin emplear para ello la dialéctica trascendente; siente lo que hay, sin tratar de demostrar que debe ser así. Además, como no conoce el principio del mal, no propone remedios imaginarios, como los pesimistas alemanes que aspiran a combatir el mal de la existencia tratando de esclarecer la voluntad suprema que produce la existencia, convenciéndola de que renuncie a sí misma y se convierta en la nacía. El único remedio que el alma estoica de Leopardi opone al eterno y universal sufrimiento, es la resignación, es el silencio, es el desprecio. Triste remedio sin duda, pero que al menos está en nuestra mano:
«Nostra vita a che val? solo a spregiarla.»{4}
Nada hemos exagerado, pues, al decir que Leopardi es el precursor del [81] pesimismo alemán. Él anuncia esta crisis singular que se preparaba secretamente en algunos espíritus bajo ciertas influencias que determinaremos. Si se recuerda que el nombre de Schopenhauer fue desconocido en Alemania hasta el año 1839 y que el éxito de sus ideas sólo data de estos últimos veinte años, causará asombro el ver que el poeta italiano tiene desde 1818 tantas afinidades de temperamento y de espíritu con el filósofo alemán. Con su instinto, y sin profundizar en nada, lo ha adivinado todo en esa filosofía de la desesperación exenta de todo aparato científico; son, sin embargo, pocos los argumentos que se escapan a su dolorosa perspicacia. Es a la vez el profeta y el poeta de esta filosofía, es los vates, en el sentido antiguo y misterioso de la palabra; lo es con una sinceridad tal y con un acento tan profundo, que no le igualan los más célebres representantes del pesimismo. Por último, y esto es notable, ha vivido, ha sufrido y ha muerto en completa conformidad con su triste doctrina, y en [82] evidente contraste con la desesperación teórica de esos filósofos que han arreglado tan sabiamente su vida, administrando a la vez lo temporal y lo espiritual de la felicidad humana, sus rentas y su gloria.
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{4} ¿Para qué sirve nuestra vida? Sólo para despreciarla.
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