El pesimismo en el siglo XIX (1892) 1 2 3 4 5 6 7 8 9 Erasmo María Caro (1826-1887)

Erasmo María Caro · El pesimismo en el siglo XIX
 
Capítulo IV

Los argumentos de Schopenhauer contra la vida humana.
La identidad de la voluntad y del dolor, la teoría de los placeres negativos y el maquiavelismo de la naturaleza

Abandonemos esta metafísica del sueño; abordemos directamente los argumentos que han impresionado tanto a las imaginaciones alemanas, y con los cuales pretenden Schopenhauer y Hartmann demostrar la verdad del antiguo pensamiento de Cakya-Mouni: «el mal es la existencia». Evitaremos con cuidado lo que toque a la esencia del mundo, la cuestión teológica y trascendental de saber si el universo es en sí bueno o malo, y si hubiera valido más que no existiese. Nos limitaremos a la vida humana. Yo opino que los [126] argumentos del pesimismo, despojados de la gruesa armadura que los cubre y de los accesorios inútiles que arrastran tras de sí, pueden reducirse a tres: una teoría psicológica de la voluntad, la concepción de un poder burlón que envuelve a todo ser viviente, y especialmente al hombre, de ilusiones contrarias a su felicidad, y, por fin, el balance de la vida que se liquida con un déficit enorme de placer y con una verdadera bancarrota de la naturaleza. Los dos primeros argumentos pertenecen del todo a Schopenhauer, el tercero ha sido desarrollado por Hartmann.

Todo es voluntad en la naturaleza y en el hombre; por eso tiene todo que sufrir; este es el axioma fundamental del pesimismo de Schopenhauer. La voluntad-principio es un deseo ciego e inconsciente de vivir, que despierta del fondo de la eternidad por un capricho extraño, se agita, determina lo posible a ser, conduce al ser a todos los grados de la existencia hasta llegar al hombre. Después de haberse desarrollado en la naturaleza inorgánica, [127] en el reino vegetal y en el reino animal, llega la voluntad al hombre y a la conciencia. En este momento se completa la desgracia incurable, empezada ya en el animal con la sensibilidad. Ya existía el dolor, pero sentido y no conocido; en este grado superior se siente y se conoce el sufrimiento; el hombre comprende que la esencia de la voluntad es el esfuerzo, y que todo esfuerzo es dolor. Este descubrimiento robará al hombre su reposo, y al hacerle perder la ignorancia, le condenará a un suplicio que no hallará término más que en la muerte, llegada a su hora o provocada por el cansancio de vivir. Vivir es querer, y querer es sufrir; la vida es, pues, en su esencia un dolor. El esfuerzo nace de la necesidad; mientras no está satisfecha esa necesidad resulta de ella dolor, el esfuerzo se convierte en cansancio; cuando la necesidad está satisfecha, es ilusoria esa satisfacción, de tal modo es pasajera; resulta una nueva necesidad y un nuevo dolor. «La vida del hombre no es más que una lucha por la [128] existencia, con la seguridad de ser vencido.»

De esta teoría de la voluntad, resultan dos consecuencias: la primera es que todo placer es negativo, sólo es positivo el dolor; la segunda es que cuanto más crece la inteligencia es el ser más sensible al dolor; lo que el hombre llama en su locura el progreso, no es más que la conciencia más íntima y más penetrante de su propia miseria.

¿Qué debemos pensar de esa teoría? Todo reposa sobre la identidad o la equivalencia de esos términos que juntos forman una especie de ecuación; voluntad, esfuerzo, necesidad, dolor. ¿Es la observación la que establece la recíproca dependencia de los diferentes términos de esta ecuación? Seguramente no; es un raciocinio abstracto y sistemático que no se comprueba por la experiencia. Consentimos, dando una latitud desmesurada al sentido ordinario de la palabra para permitirle que contenga un sistema, en que esas fórmulas elípticas, muy discutibles, [129] porque devoran las dificultades con los problemas, demuestren que la vida sea toda voluntad, pero que toda voluntad sea dolor; esto, con el mejor deseo del mundo, no podemos admitirlo ni comprenderlo. Aunque la vida sea un esfuerzo, ¿por qué ha de ser el esfuerzo necesariamente dolor? Ya estamos detenidos en el primer paso de la teoría. ¿Es cierto, después de todo, que todo esfuerzo nazca de una necesidad? Y si somos esencialmente una actividad, el esfuerzo que es la manifestación de esta actividad, el esfuerzo que es la fuerza en acción, en conformidad completa con nuestra naturaleza, ¿por qué ha de resolverse en pena?

Lejos de nacer de una necesidad, es el esfuerzo la primera necesidad de nuestro ser, y se satisface desarrollándose, lo cual es indudablemente un placer. Encontrará, sin duda, obstáculos, tendrá que luchar contra ellos, y con frecuencia será vencido. Ni la naturaleza ni la sociedad están en perfecta armonía con nuestras tendencias, y en los encuentros de nuestra [130] actividad con el doble medio que la rodea, los fenómenos físicos y los fenómenos sociales, hay que confesar que predomina el conflicto. De ahí nacen muchas penas y muchos dolores, pero éstas son consecuencias y no hechos primitivos. El esfuerzo en sí, en un organismo sano, es una alegría; constituye el placer primitivo más puro y más sencillo: el de sentir la vida; él nos da ese sentimiento, y sin él no llegaríamos a distinguirnos de lo que nos rodea, no apercibiríamos nuestro propio ser, perdido en la inmensa y vaga armonía de los objetos que existen. Que haya cansancio por el abuso de la actividad que nos constituye, que haya dolor por el efecto natural de esta actividad contrariada, son cosas evidentes; pero ¿qué derecho hay para decirnos que la actividad es en su esencia un tormento? Y este es, sin embargo, el resumen de la psicología del pesimismo.

Un instinto irresistible conduce al hombre a la acción y por la acción al placer vislumbrado, a la felicidad [131] esperada o al deber que se impone. Este instinto irresistible es el instinto de la vida, la explica y la resume. Al mismo tiempo que desarrolla en nosotros el sentimiento del ser, mide el verdadero valor de la existencia. La escuela pesimista desconoce estas verdades elementales; repite en todos los tonos que la voluntad, en cuanto llega a conocerse, se maldice al comprender que es idéntica al dolor, y que el trabajo, al cual está el hombre condenado, es una de las más duras fatalidades que pesan sobre su existencia.

Sin exagerar las cosas en un sentido opuesto, sin desconocer el rigor de las leyes bajo las cuales se desarrolla la vida humana y la aspereza de los medios en que está reducida, ¿no podría oponerse a esta psicología fantástica un cuadro que formaría con ella armónico contraste, representando en él las alegrías puras de un grande y sostenido esfuerzo, venciendo obstáculos y dirigiéndose a un fin grande y noble, con una energía que se hiciese dueña de la naturaleza, domando la mala [132] voluntad de los hombres, triunfando de las dificultades de la ciencia o de las resistencias del arte, del trabajo, en fin, el verdadero amigo, el verdadero consuelo, el que levanta al hombre de todos sus desfallecimientos, le purifica y le ennoblece, le salva de las tentaciones vulgares, le ayuda eficazmente a llevar su carga a través de las largas horas y de los tristes días, y ante el cual ceden por algunos momentos los más agudos dolores? En realidad el trabajo, cuando se han vencido los primeros cansancios y la primera repugnancia, es por sí mismo, y sin apreciar los resultados, uno de los más vivos placeres. Es desconocer su encanto y sus dulzuras, es calumniar a ese dueño de la vida humana que sólo es duro en apariencia, el tratarle como le tratan los pesimistas, como a un enemigo. Producir con la mano, contemplar la obra en el pensamiento, identificarse con ella, como decía Aristóteles, bien sea la mies del labrador, o la casa del arquitecto, o la estatua del escultor, o un poema, o un libro... Crear fuera [133] de sí mismo una obra y dirigirla, poniendo en ella su propio esfuerzo y su huella, y verse de ese modo representado de una manera sensible, ¿no compensa esta alegría todas las penas que ha costado, el sudor vertido sobre los surcos de la tierra, las angustias del artista ansioso de perfección, el abatimiento del poeta, las meditaciones a veces tan penosas del pensador? El trabajo ha sido el más fuerte, la obra ha vivido, vive, lo ha compensado todo, y lo mismo que el esfuerzo contra el obstáculo exterior ha sido la primera alegría de la vida al despertar, que se siente y se rehace contra sus límites, así el trabajo, que es el esfuerzo concentrado y dirigido, llegado a la plena posesión de sí mismo, es el más intenso de nuestros placeres, porque desarrolla en nosotros el sentimiento de nuestra personalidad que lucha con el obstáculo, y porque consagra nuestro triunfo parcial y momentáneo sobre la naturaleza. Ese es el esfuerzo, ese es el trabajo en su realidad.

Estamos en el corazón del pesimismo. [134] Si está probado que la voluntad no es necesariamente y por su esencia idéntica al dolor; si, por el contrario, es evidente que el esfuerzo es el origen de los mayores placeres, no tiene el pesimismo razón de ser. Continuemos, sin embargo, el examen de las tesis secundarias que se agrupan alrededor de este argumento fundamental.

Todo placer es negativo, nos dice Schopenhauer, solo es positivo el dolor. El placer no es más que la suspensión del dolor, puesto que según la definición es la satisfacción de una necesidad y que toda necesidad se traduce por un dolor; pero esta satisfacción negativa tampoco dura, y empieza otra vez la necesidad con el dolor. Es el círculo eterno de las cosas, una necesidad, un esfuerzo que suspende momentáneamente la necesidad, pero crea otro dolor, el cansancio, después la reaparición de la necesidad y de nuevo el dolor; el hombre se consume y se pasa la existencia deseando siempre la vida sin un motivo razonable, contra el propósito de la naturaleza que le [135] hace la guerra, contra el deseo de la sociedad que no la evita; siempre sufrir, siempre luchar, y morir después, esta es la vida; apenas ha comenzado cuando se acaba, sólo ha durado para el dolor.

Esta tesis del carácter puramente negativo del placer es un grado de paradoja en que Hartmann no ha seguido a Schopenhauer. Hace buen efecto el ver que los jefes del pesimismo se combaten entre ellos; así se tranquiliza la conciencia del crítico. Hartmann hace notar con mucho acierto que su maestro cae en la misma exageración en que cayó Leibniz. El carácter exclusivamente negativo que Leibniz atribuye al dolor, lo atribuye Schopenhauer al placer. Los dos se engañan de igual modo, aunque en sentido inverso. No negamos que el placer pueda resultar de la cesación o de la diminución del dolor, pero opinamos que es además otra cosa. Hay muchos placeres que no tienen su origen en la suspensión de un dolor y que suceden inmediatamente al estado de completa indiferencia. «Los [136] placeres del gusto, el placer sexual, en el sentido puramente físico e independientemente de su significación metafísica, los placeres del arte y de la ciencia, son sentimientos de placer que no tienen necesidad de ser precedidos por un dolor, ni de proceder de otro estado que el de la completa indiferencia o perfecta insensibilidad.» Hartmann concluye así: «Schopenhauer se engaña en la característica fundamental del placer y del dolor; estos dos fenómenos sólo se distinguen como el positivo y el negativo en matemáticas; puede escogerse indiferentemente para el uno o para el otro los términos de positivo o de negativo.» Quizá sería más exacto decir que el uno y el otro son estados positivos de la naturaleza sensible, que tienen en sí algo real y absoluto, que son actos, como decía Aristóteles, que ambos son expresiones igualmente legítimas de la actividad que nos constituye.

¿Hay más verdad en la otra proposición, de la cual hace Schopenhauer la prueba de su axioma fundamental, a [137] saber: que cuanto más elevado es el ser más sufre, como resulta del principio de que toda vida es dolor? En un sistema nervioso perfeccionado en que está más acumulada la vida, más sentida por la conciencia, debe crecer el dolor en proporción. La lógica del sistema lo exige y Schopenhauer pretende que los hechos están de acuerdo con la lógica. En la planta no llega la voluntad a sentirse a sí misma, por eso no sufre la planta. La historia natural del dolor empieza con la vida que se siente; los infusorios y los radiados ya sufren; los insectos sufren más, y la sensibilidad dolorosa no hace más que crecer hasta el hombre; en el hombre mismo es muy variable esta sensibilidad, no llega a su más alto grado sino en las razas más civilizadas, y en esas razas en el hombre de genio. Como él es el que concentra en su sistema nervioso mayor cantidad de sensación y de pensamiento, ha adquirido, por decirlo así, más órganos para el dolor. Ahí se ve lo quimérico que es el progreso, puesto que a pesar de su nombre misterioso, no es [138] más que la acumulación, en el cerebro agrandado de la humanidad, de una cantidad mayor de vida, de pensamiento y de dolor.

No tenemos inconveniente en reconocer que algunos hechos de observación psicológica y fisiológica parecen dar la razón a esta tesis del pesimismo. No puede dudarse que el hombre sufre más que el animal, el animal que tiene sistema nervioso más que el que no lo tiene. Tampoco se puede dudar que al añadirse el pensamiento a la sensación aumenta el dolor. El hombre no sólo percibe como el animal la sensación dolorosa, sino que la eterniza con el recuerdo y la anticipa con la previsión, la multiplica de un modo incalculable con su imaginación; no sólo sufre como el animal con lo presente, sino que le atormenta lo pasado y lo porvenir: añádase a esto el inmenso contingente de penas morales, que son patrimonio del hombre, y que el animal apenas percibe y olvida en el acto. He ahí un estudio de fisiología comparada sobre el dolor, que concluye formalmente en el [139] mismo, sentido. «Es probable que haya, según los individuos, las razas y las especies, notables diferencias en la sensibilidad. Así sólo pueden explicarse las diferencias que presentan esos individuos, esas razas y esas especies en su manera de obrar contra el dolor.» Conviene decir algo sobre lo que se llama vulgarmente valor para sufrir. La diferencia en la manera de obrar contra el dolor físico, no depende tanto de un grado diferente de voluntad como de un grado diferente de sensibilidad; el dolor puede ser diferente siendo idéntica le causa. Un médico de marina asegura que ha visto a negros que andaban sobre úlceras que tenían en los pies sin sentir dolor alguno, y los ha visto sufrir operaciones terribles sin gritar. No creamos que será por falta de valor por lo que grita un europeo durante una operación que un negro resistiría sin quejarse, sino porque sufriría diez veces más que el negro. Todo esto tiende a establecer que hay entre la inteligencia y el dolor una relación tan estrecha, que los animales más [140] inteligentes son los que más capacidad tienen para sufrir. En las diferentes razas se observa exactamente la misma proporción. La ley parece ser esta: «El dolor es una función intelectual tanto más perfecta cuanto más desarrollada está la inteligencia.»

Parece que la tesis de Schopenhauer encuentra en esto una especie de confirmación. Hartmann se valdrá a menudo de este argumento y lo desarrollará en todas sus fases. La conclusión es siempre la misma: el hombre vulgar es más feliz que el hombre de genio, el animal más feliz que el hombre, y en la vida, el instante más feliz, el único feliz, es el sueño, el sueño profundo y sin ensueños, cuando no se siente la vida. Ya tenemos el ideal invertido. ¡Piénsese en el bienestar de un buey o de un cerdo! ¡Recuérdese la felicidad proverbial del pez en el agua! Más envidiable aún que la vida del pez debe ser la de la ostra, y la de la planta es muy superior a la vida de la ostra. Descendemos poco a poco del nivel de la conciencia y con ella [141] desaparece el sufrimiento individual.

Esta conclusión lógica contiene lo que puede llamarse la refutación ad absurdum de la tesis pesimista. Llevada a sus últimas consecuencias, nos repugna esta tesis y nos sugiere una contestación muy sencilla. ¿Quién no ve que la ley de la vida formulada de este modo no es completa? Falta una parte esencial. Convengo en que crece con la inteligencia la facultad de sufrir; pero, ¿puede dudarse que la capacidad para un orden nuevo de placeres negado a las naturalezas inferiores, se revela al mismo tiempo, y que los dos términos crecen exactamente en la misma proporción? Si la fisiología del placer estuviese tan adelantada como la del dolor, estoy seguro de que la ciencia positiva nos daría la razón, como ya lo ha hecho la observación moral.

La inteligencia ensancha la vida en todos los sentidos, esa es la verdad. El hombre de genio sufre más que el hombre vulgar, pero tiene placeres que están a la altura de su capacidad. Supongo que Newton al encontrar la [142] fórmula exacta de la atracción, condensó en un solo momento más alegría que la que todos los obreros de Londres reunidos puedan sentir en un año entero en sus tabernas, ante su pastel de liebre y su pale-ale. Pascal sufrió durante los treinta y nueve años de su vida estrecha y pobre. Pero la visión clara y distinta de los dos infinitos que nadie había notado hasta entonces con tan firme mirada en su misteriosa analogía y en su contraste, ¿no habrá llenado a ese espíritu superior de una felicidad proporcionada a su grandeza, de una alegría cuya embriaguez dejase atrás a las alegrías vulgares y que compensase sus penas? ¿Quién no preferiría ser Shakespeare a ser Falstaff, ser Molière a ser un hombre vulgar lleno de dinero y de estupidez? Y no vaya a suponerse que en esta elección nos engañaría el instinto. Este no es más que la expresión de la razón; nos dice que vale más vivir como hombre que como cerdo, aunque se oponga Hartmann, porque el hombre piensa y el pensamiento, que es la fuente de todos los [143] tormentos, es también la fuente de las alegrías ideales y de las contemplaciones divinas. El colmo de la desgracia no es el ser hombre, sino siendo hombre, despreciarse lo bastante para dolerse de no ser un animal. Yo no afirmo que este sentimiento no haya existido; puede ser la expresión grosera de una vida vulgar que quiere librarse de la pena de vivir, conservando la facultad de gozar, y en ese caso es el último grado del envilecimiento del hombre: o bien es un grito de desesperación bajo el peso de un dolor demasiado fuerte, un desarreglo o una sorpresa momentánea de la razón; de todos modos no es la expresión filosófica de un sistema. Una paradoja semejante, sostenida con sangre fría por los pesimistas, rebela la naturaleza humana que después de todo es, en esa materia, la única autoridad y el único juez. ¿A quién puede apelarse de semejante jurisdicción?

Se ha intentado, sin embargo. Schopenhauer ha comprendido que ese era el punto débil del sistema, y por eso se [144] ha valido de la maravillosa invención que ha tenido tanto éxito en la escuela y cuya huella hemos encontrado en el autor de los diálogos filosóficos: no podemos –dice– fiarnos en este orden de ideas, del testimonio de la naturaleza humana, que es juguete de una inmensa ilusión organizada contra ella por poderes superiores. El instinto es el instrumento con que se representa esta comedia a nuestra costa; es el hilo por el cual nosotros, miserables fantoches, decimos lo que no queremos decir, deseamos lo que deberíamos detestar, y obramos de un modo palpable contra nuestro interés. Schopenhauer es realmente el inventor de esta explicación que contesta a todo. Invocáis contra las teorías pesimistas la voz de la conciencia, el impulso de nuestras inclinaciones; y es precisamente esa imperiosa y falaz claridad de la conciencia, que atestigua contra la evidencia de nuestros intereses, la que nos prueba que es ella el órgano de algún poder exterior, que le roba la voz y la figura para convencernos mejor. Acudís a las [145] inclinaciones ¿no veis que cada inclinación es como una pendiente secreta, preparada dentro de nosotros por un artífice misterioso para llevarnos hacia su fin, enteramente distinto al nuestro, opuesto a los fines que debiéramos perseguir, contrario a nuestra verdadera felicidad?

Estos son los engaños del Inconsciente de Hartmann, las burlas de la voluntad de Schopenhauer. Es el «dios malo» de Descartes que ha reemplazado al dios-providencia de Leibniz. Lo que no había sido más que un juego de lógica provisional, una hipótesis del momento para Descartes, desechada en seguida por su elevada razón, se convierte en una teodicea, en una metafísica, en una psicología. No voy a hacer más que una objeción sencilla. Debemos asombrarnos de que «este fraude, que es la base del universo», sea tan fácilmente conocido. Se nos ha dicho que a pesar de nosotros, nos engañará siempre la naturaleza, que lo ha dispuesto todo admirablemente para alcanzar su fin, que es el de engañarnos. [146] Esto es lo que nos dicen, pero nos prueban lo contrario. ¡El juego ha tenido éxito durante diez mil, quizá cien mil años, y ahora de pronto nos denuncian que la naturaleza se vale contra nosotros de la trampa! Yo no puedo admirar un juego tan torpemente llevado, que un hombre de ingenio descubra y señale en él la trampa. Este gran poder, oculto y malhechor, que dispone de tantos medios, que se vale d tantos artificios y tiene tantas máscaras a su disposición, se deja sorprender con tanta facilidad por algunos de esos seres que trata de engañar. Hay que suponer entonces que no son simples mortales los que escapan a sus redes tan sabiamente tendidas, que las describen y las denuncian a los demás. Si fueran hombres, tendrían que sufrir como los demás ese maquiavelismo que los rodea, que penetra en ellos hasta el fondo de su ser, en su conciencia y en sus instintos. Librarse de él es obrar fuera de esa naturaleza de que forman parte. Para conseguirlo es menester ser una cosa diferente y superior [147] al hombre, un dios, algo, en fin, que esté en estado de luchar contra ese tirano anónimo y enmascarado que nos explota para su fin.

Todo esto es una serie de contradicciones manifiestas, de combinaciones ingeniosas, de pura mitología; y admitiendo la contradicción en la base de la teoría, todo se explica y se deduce con facilidad. Si es verdad que estamos engañados, nada más fácil que la demostración del pesimismo; se apoya precisamente sobre esa contradicción fundamental de nuestros instintos y de nuestros intereses, de nuestros instintos que nos llevan de un modo irresistible a sentimientos y a actos funestos, como aquellos con que tratamos de conservar una vida tan desgraciada o de perpetuarla transmitiéndola a otros seres que serán más desgraciados todavía. El interés supremo del Inconsciente es opuesto a nuestro propio interés: el nuestro sería el de no vivir, el suyo es de que vivamos y de que otros vivan por nosotros. El Inconsciente quiere la vida –dice Hartmann, [148] desarrollando el argumento favorito de su maestro–; debe, por consiguiente, mantener entre los seres vivientes todas las ilusiones capaces de hacer que encuentren la vida llevadera, y hasta procurar que sientan placer en guardar la fuerza necesaria para cumplir su cometido. Hay que volver las palabras de Juan Pablo Richter: «Amamos la vida, no porque sea hermosa, sino porque debemos amarla; por eso hacemos el siguiente razonamiento falso: puesto que amamos la vida, es que es hermosa.» Los instintos no son en nosotros sino diversas formas bajo las cuales se desarrolla este deseo irracional de vivir, inspirado al ser viviente por el que le emplea en su provecho. De ahí la energía que gastamos locamente en proteger esta existencia, que no es más que el derecho a sufrir; de ahí también los falsos juicios que hacemos sobre el valor medio de las alegrías y de las penas que se derivan de ese amor insensato por la vida. Las impresiones que deja en nosotros el desencanto del pasado se modifican siempre por las ilusiones de [149] nuestras nuevas esperanzas. Esto ocurre en todas las excitaciones violentas de la sensibilidad: el hambre, el amor, la ambición, la avaricia y todas las demás pasiones de ese género. A cada una de estas excitaciones corresponden diferentes ilusiones que nos prometen un exceso de placer sobre la pena.

A la pasión del amor es a la que el pesimismo hace una guerra más encarnizada. Diríase que es un duelo a muerte entre Schopenhauer y las mujeres que son las intermediarias del insigne engaño de que es juguete el hombre, los instrumenta regni aut doli en las manos del gran farsante. En el amor es en el que mas se manifiestan la mentira del instinto y la sinrazón del querer. «Imagínese un instante –dice Schopenhauer– que el acto generador no resulta ni de las excitaciones sensuales, ni de la voluptuosidad, y sea un acto de pura reflexión; ¿subsistiría la raza humana? ¿No se compadecerían todos del porvenir de la nueva generación, y no tratarían de librarla [150] de la carga de la existencia, y no se negarían por lo menos a aceptar la responsabilidad de haberle procurado semejante carga?» Para vencer estas vacilaciones que pondrían término al deseo de vivir, ha vertido la naturaleza sobre los fenómenos de ese orden toda la riqueza de que dispone. El gran interés del principio de las cosas, de esa voluntad embaucadora, es la especie, fiel guardadora de la vida. El individuo sólo está encargado de transmitir la vida de una generación a otra; pero es necesario que se cumpla esta función, aunque al individuo le cueste su reposo, su felicidad, su misma existencia. El principio inconsciente quiere vivir a toda costa, y sólo por este medio miserable consigue sus fines: se apodera del individuo, le maltrata a su capricho, después de haberle escogido en condiciones especiales. De ahí ha nacido el amor, una pasión específica, que para hacerse aceptar se viste de pasión individual y persuade al hombre de que será feliz con ella, cuando en el fondo sólo es el esclavo de la especie, [151] cuando se agita, y sufre, y, por último, muere por ella.

Este es el principio de la Metafísica del amor, una de las partes más originales del Mundo como voluntad y como representación, del cual dice modestamente Schopenhauer{5} que lo considera como una «perla». Vuelve a menudo a esta teoría, que le era en extremo simpática en otros escritos, en Parerga, en conversaciones de inagotable gracejo que nos han sido transmitidas.

A decir verdad, no es cosa fácil poner a la luz esta «perla». Schopenhauer trata esta cuestión delicadísima más como fisiologista que como filósofo, con una riqueza de detalles, con una jovialidad lúgubre, que se complace en descubrir todos los velos, en desconcertar todos los pudores, en asustar a todo el mundo, con la intención de convencer al hombre de la locura de amar. Al través de las excentricidades de una ciencia a un tiempo técnica y [152] rabelaisiana, que no se detiene ante ningún escrúpulo, llega a pintar con un vigor asombroso, y bajo su punto de vista exclusivo, esa lucha dramática del genio de la especie contra la felicidad del individuo, ese antagonismo cubierto de sonrisas y de flores, escondido bajo la pérfida imagen de una felicidad infinita, de donde resultan todas las tragedias y también todas las comedias del amor.

Considérese –dice– el papel que hace el amor no sólo en el teatro y en las novelas, sino también en la vida real; se nos presenta al lado del amor a la vida, como el más enérgico y el más poderoso de los estímulos; produce los perjuicios más enormes a nuestros más graves intereses; absorbe la mitad de la fuerza de los pensamientos de la humanidad; suspende las ocupaciones más importantes, aturdiendo las cabezas más fuertes, mezclando la frivolidad en los trabajos del hombre de Estado y del sabio; coloca descaradamente en la cartera del ministro y entre los manuscritos del sabio las cartas [153] amorosas, los rizos de la mujer amada; todos los días urde nuevos enredos; rompe los más sólidos y los más sagrados lazos; exige y obtiene de sus esclavos el sacrificio de la vida, de la salud, de la posición, de la felicidad; expone al hombre delicado a faltar a sus escrúpulos y convierte en traidor al amigo fiel; desquicia el mundo y todo lo vuelve del revés. No es, sin embargo en el fondo más que un instinto: el instinto sexual; este es el verdadero nombre de toda pasión amorosa, por etérea y pura que parezca. Y por esta bagatela, se dirá, se está armando tanto ruido en el mundo, en la vida y en la historia? No es bagatela. El objeto de toda intriga de amor, lo mismo si se resuelve en tragedia que si resulta comedia, es el objeto más importante de todos los que pueda proponerse el hombre: es la formación de la generación futura: meditatio compositionis generationis futurae, equa iterum pendent innumerae generationes. Lo que llamáis una intriga frívola es la determinación positiva, en su existencia y [154] en su naturaleza, de los seres futuros, los verdaderos personajes de la comedia, dramatis personae, que aparecen en la escena cuando nosotros nos retiramos entre bastidores. Esto es lo que hace la gravedad y la importancia del trabajo preparatorio y misterioso que se llama el amor: no se trata aquí, como en otro interés cualquiera, de un placer o de un dolor puramente individuales, sino de la existencia y de la esencia de los seres que nacerán, es decir que se trata nada menos que del porvenir de la especie humana. En estas circunstancias la voluntad del individuo se convierte en la voluntad de la especie entera y se encuentra por este hecho en la mayor altura de su poder. De esa altura nace lo patético y lo sublime del amor, como lo infinito de sus alegrías y de sus dolores. Todo esto no es más que el instinto impersonal: cuando se aparece a la conciencia como un deseo detenido sobre un objeto determinado, es en su esencia el amor a la vida individualizado. Pero ese amor a la vida de la especie sabe cubrirse [155] hábilmente con la máscara de la admiración hacia tal o cual persona y engañar a la conciencia y al individuo. Así lo ha querido la naturaleza, que necesita de esa estratagema para conseguir su fin. Por eso impone al individuo cierta ilusión que le hace ver como su propio bien lo que en el fondo no es más que el bien de la especie, y le persuade de que obra en su propio interés, cuando sólo se trata del interés de la humanidad. El encanto que siente el hombre al hallarse en presencia de la mujer cuya belleza responde a su ideal, es precisamente el sentido de la especie, que reconoce en tal o cual persona la huella de un tipo, y quiere perpetuarlo por medio de esa unión. Gracias a esta predilección por la belleza, se conservan en toda su pureza las razas, y esto explica el papel importante que hace el amor. De ahí las consideraciones que determinan nuestra elección, las que se refieren a la belleza física, las del carácter o de la inteligencia, las que resultan, en fin, de la necesidad que tienen los individuos de corregirse [156] mutuamente y de neutralizarse en bien de la especie, limando las imperfecciones y los defectos de su naturaleza. De ahí también los desencantos del amor. Cuando el afán de vivir nos ha conducido, engañándonos, a sus fines, ya no tiene empeño en proseguir el engaño, no lo necesita: por eso el amante, después de haber gozado del quimérico placer en que cifraba su felicidad, se asombra al caer tan rápidamente a tierra de lo alto de sus ensueños. Este deseo que era a los demás deseos como lo infinito a lo finito, llenaba y absorbía todo su ser. La satisfacción, por el contrario, sólo aprovecha a la especie; ésta está enteramente fuera de la conciencia; es evidente que el fin perseguido por el infeliz mortal, al precio de tantos sacrificios, no era el suyo. Por eso, después de haberlo conseguido, se encuentra con la desilusión. No ha trabajado para él sino para un fin impersonal. Platón dice con gran acierto que la voluptuosidad es el más vano de todos los placeres.

Esta serie de consideraciones que no [157] perdería nada si se expresase con mayor sencillez, se resume en una sola idea: el hombre es en la pasión el juguete y el esclavo de la especie por la cual se agita, sufre siempre, y a veces muere. El amor más puro no es más que el trabajo de la generación futura, que quiere vivir a costa de la generación presente y la obliga a sacrificarse a su irresistible y ciego deseo. Esto es lo que un poeta contemporáneo, expresaba con tan salvaje energía:

«Esos delirios sagrados, esos deseos sin medida, desencadenados como enjambre sin colmena, ese desvarío, es la humanidad futura que se agita en vuestro seno.»

Los que aman no saben lo que hacen. Ciegos, arrastrados por el instinto que los deslumbra, no sólo trabajan para su propia desgracia (pues no hay amor que no termine en catástrofes y en crímenes, o por lo menos en un tedio sin consuelo o en un prolongado martirio), sino que además al sembrar la vida, perpetuan la simiente imperecedera del dolor. «¿Veis a esos enamorados que [158] se buscan tan ardientemente con la mirada? ¿Por qué guardan tanto misterio y sienten un temor parecido al de los ladrones? Esos amantes son unos traidores, que se conjuran en la sombra para perpetuar el dolor en el mundo: sin ellos se detendría; pero ellos lo impiden, como lo han hecho ya sus padres con ellos. El amor es un gran criminal, porque al transmitir la vida, inmortaliza el sufrimiento.» Su historia se resume en dos ilusiones que se encuentran, dos desgracias que se comparten, y otra desgracia que se prepara. ¡Romeo y Julieta –de ese modo explica el filósofo de Francfort, en pleno siglo XIX– con los aplausos de la sabia y docta Alemania, vuestra poética leyenda! No ve bajo el velo mentiroso del instinto que os engañaba más que la fatalidad fisiológica. Cuando cambiasteis la primera mirada que os perdió, el fenómeno que se verificaba en vosotros no era en el fondo más que el resultado «de la meditación del genio de la especie», que trataba de restablecer con vuestra ayuda el tipo [159] primitivo «por la neutralización de los contrarios», y que, satisfecho sin duda de su examen, desencadenó en vuestros corazones esa locura y ese delirio. Fue un simple cálculo de química. El genio de la especie juzgó que los dos enamorados «se neutralizaban como el acido y el álcali se neutralizan en una sal»; desde entonces se decidió la suerte de Romeo y de Julieta. La fórmula química los condenaba a amarse; se amaron a pesar de todos los obstáculos y de todos los peligros, y se unieron a pesar del odio y de la muerte. Murieron a consecuencia de ese amor. No hay razón para apiadarse de ellos; si hubiesen vivido, ¿hubieran sido más felices? La especie hubiera ganado con ello, pero ellos no. Un tedio largísimo hubiera sucedido a la embriaguez primera y hubiera vengado al pesimismo. ¡Romeo envejecido y desilusionado, Julieta fea y de mal humor, qué cuadro, Dios mío, tan horrible! Dejemos a los dos amantes de Verona en la tumba que guarda su juventud, su amor y su gloria. [160]

En toda esta química y esta fisiología del amor, no se ocupa Schopenhauer del verdadero fin que eleva y legitima el amor humano, pagándole con creces sus sacrificios y sus penas, la formación de la familia y la creación del hogar. Puede medirse esta felicidad por el dolor que embarga el alma cuando la muerte extingue la llama del hogar y rompe para siempre sus piedras. El mismo exceso de la desgracia prueba en este caso la inmensidad de la dicha que se ha conocido por un momento. También olvida Schopenhauer la forma más pura que puede revestir el amor en el alma humana, gracias a la facultad de idealizar, sin la cual no se explicará jamás ni la ciencia, ni el arte, ni el amor. Del mismo modo que basta una sensación para excitar todas las energías del pensamiento y hacerle producir, en determinadas circunstancias, las más admirables obras de genio, en las cuales ha desaparecido toda huella de la primitiva sensación; así es propio del hombre transfigurar lo que no es más que un instinto animal, [161] convertirlo en un sentimiento desinteresado, heroico, capaz de preferir la persona amada a sí mismo, y la felicidad de esa persona a la realización apasionada del placer. Esta facultad de idealizar todo lo que le toca, la ejerce el hombre en lo que está bajo su imperio; por ella se transforma el amor, cambia en su esencia y pierde en su metamorfosis casi todo el recuerdo de su humilde punto de partida. La ciencia encuentra lo universal en una sensación limitada, el arte crea tipos que sugieren pero no contienen las formas reales, el amor se emancipa del instinto que le ha hecho nacer y se eleva hasta el sacrificio. Esto distingue al hombre; de este modo libra de la naturaleza, o bien crea una naturaleza nueva en que termina su personalidad.

Tal es, en todas las cuestiones que tocan a la vida humana, el lado débil del pesimismo: suprime lo que la eleva y ennoblece; es un ejemplo característico por el cual puede juzgarse la estrechez y la inferioridad del punto de [162] vista en que se coloca esta escuela, para apreciar el valor de la vida y declarar después de un maduro examen que la mejor vale menos que la nada.

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{5} En los Memorabilien.

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Erasmo María Caro El pesimismo en el siglo XIX
Madrid [1892], páginas 125-162