Filosofía en español 
Filosofía en español

Facundo Goñi, Tratado de las relaciones internacionales de España, Madrid 1848, páginas 53-65

Lección III
Reseña histórica de nuestro poderío nacional

sumario.– Objeto de esta lección.– Las naciones en el verdadero sentido de esta palabra no se conocieron en Europa hasta el siglo XV.– Origen de la nacionalidad española en las montañas de Asturias.– Lucha de ochocientos años contra el islamismo.– Las grandes empresas nacionales siempre se acometen a nombre de un principio.– El que sirvió de base a nuestra nacionalidad, fue el principio religioso.– A fines del siglo XV se halla ya redondeada y compacta la nación española.– En el siglo XVI es la primera potencia del mundo.– Principia a declinar desde el tratado de Vervins en 1598.– Decaimiento de España en el siglo XVII.– Advenimiento de la dinastía de Borbón en 1700.– Pérdidas considerables en la guerra de sucesión.– Guerras contra la Inglaterra por consecuencia del pacto de familia.– Guerra contra la Francia por efecto de su revolución.– Nuevos quebrantos para la España.– Guerra de la independencia.– Emancipación de nuestras colonias americanas.– Reinado de Isabel II.– Rompimiento con las potencias del Norte.– Situación actual de España.– Elementos poderosos para su futura restauración.– Conclusión.

señores:

Conforme a lo que prometí en la lección anterior, vamos a hacer esta noche una reseña histórica de nuestro poderío nacional, remontándonos al origen de la monarquía española, y señalando sucesivamente las épocas de su desarrollo, grandeza y decadencia. A semejanza de una ilustre familia venida a humilde estado, que recordase en el hogar doméstico las vicisitudes de su casa y los hechos gloriosos de sus abuelos, examinaremos también nosotros qué ha sido en el pasado la familia [54] española, qué es hoy, qué puede ser en el porvenir.

No nos proponemos, señores, hacer la historia de nuestra sociabilidad y de nuestra civilización: no vamos a ocuparnos de las alteraciones de nuestro gobierno interior, ni de nuestras leyes y costumbres, artes ni ciencias; trataremos únicamente, porque esto es lo que cumple a la índole especial de este curso, de las vicisitudes que ha experimentado la España como Estado y cuerpo de nación, y considerada en cuanto a su influencia respecto a las demás.

Dejamos ya indicado en otra lección que la historia diplomática de los pueblos de Europa no da principio rigorosamente sino desde el siglo XV. Hasta esa época, en efecto, no puede decirse que existiesen naciones en el verdadero significado de esta palabra. En medio de la anarquía feudal dominante en la edad media se conocían demarcaciones geográficas que se llamaban Francia o Italia o Alemania, pero no eran naciones propiamente dichas, como quiera que carecían de cohesión bastante y de independencia propia, sometidas como estaban todas a la tutela del emperador o del pontífice. Y sólo cuando cayó el feudalismo en el siglo XV, se vieron surgir sobre sus ruinas las monarquías formadas ya y compactas y emancipadas de la tutela de los papas. Convendrá, pues, que no perdamos de vista esta circunstancia en el curso sucesivo de estas lecciones, porque si hasta el siglo XV no hubo naciones y por consiguiente no pudo haber diplomacia, desde esta época únicamente partirán nuestros estudios históricos acerca de las relaciones internacionales.

Contrayéndonos a España, observaremos que la formación de nuestra nacionalidad toma su origen desde los [55] tiempos de Pelayo, de aquella época gloriosa en que un puñado de españoles esforzados, refugiados en las montañas de Covadonga, acometió la empresa atrevida de recuperar nuestra independencia.

En aquella lucha de 800 años pugnaron el islamismo de una parte y el cristianismo de otra. Así se explica únicamente la heroica perseverancia de los españoles en una contienda tan azarosa y prolongada. Los pueblos lo mismo que los individuos son omnipotentes cuando un principio activo anima y dirige sus esfuerzos: y la historia no nos ofrece ejemplo de empresa alguna grande y prodigiosa, que no haya sido llevada a cabo por el impulso de una idea predominante sobre las demás.

Un principio inspiró a Roma aquel constante valor, que llegó a hacerla señora de la tierra. Un principio sacó a Venecia desde el fango de sus lagunas para convertirla en república fuerte y poderosa. Un principio ha dado a la Inglaterra el señorío de los mares. Siempre encontraremos un principio, una idea exclusiva dando vida y movimiento a todo hecho heroico, a todo crecimiento colosal de las sociedades. Así en la lucha que sostuvieron nuestros padres contra los agarenos, y que dio por resultado la formación de nuestra nacionalidad, sólo pudo sostenerles el principio religioso, el mismo que fue poderoso para llevar en cruzadas al Oriente a los pueblos europeos, y el mismo que desenvolviéndose en España , produjo nuestros guerreros, sabios y artistas célebres.

Cuando un principio común deja de vivificar a los pueblos, sus vínculos de unión se relajan, y desaparece la fuerza de la asociación. Por eso no ha hecho nada grande ninguna sociedad escéptica y descreída. [56]

Dejando aparte estas reflexiones, nos servirán para deducir en consecuencia que el principio religioso fue la base y el cimiento de nuestra unidad nacional y el que ha impreso su carácter propio a la sociedad española. Él presidió a nuestro nacimiento y a nuestro colosal desarrollo, y por último, con su decadencia en Europa, ha coincidido sucesivamente nuestra postración y debilidad. La nación española ha sido una nación esencialmente católica, y no sin razón llevaron este título sus monarcas.

Pasando por alto los gloriosos hechos de aquella larga guerra, a vueltas de la cual fue arrobado de nuestro suelo el poder musulmán, vendremos a fijarnos en los últimos años del siglo XV, época en que se inauguró la diplomacia europea, y en la que también apareció formada la nación española. Fernando e Isabel, con haber lanzado al otro lado del estrecho los últimos restos de los moros, después de la toma de Granada, con haber unido por medio de su enlace a la corona de Castilla la de Aragón, y poco después la de Navarra, llegaron a constituir un Estado fuerte y compacto, como no lo había sido en los tiempos anteriores.

Tal era la situación de España al principiar el siglo XVI, cuando vino a ocupar el trono un príncipe austríaco, inaugurando así una nueva dinastía. Carlos V, heredero de la casa de Borgoña y heredando el grande imperio de los reyes católicos, mientras que Colón hacía sus descubrimientos en la América y Hernán Cortés sus conquistas, se vio sin duda al frente de la primera potencia del mundo. De manera que al nacer la política internacional de Europa, la España se encontró en primer término sobre los demás estados de nuestro continente. No es de extrañar por lo mismo que Carlos V [57] aspirase a la monarquía universal , aspiración que le hizo pasar su vida en el campo de batalla. Los proyectos de este monarca se estrellaron principalmente contra la Francia y la Inglaterra, las cuales no dejaron un punto las armas de la mano para combatir al monarca español. Sin embargo, la suerte fue por lo común propicia a Carlos V, quien durante su reinado logró aumentar y engrandecer considerablemente sus dominios. Así al tiempo de su abdicación, al retirarse a la vida privada en el monasterio del Yuste, pudo dejar a su hijo Felipe II nada menos que la España firme y unida, Nápoles, Sicilia, Milán, Cerdeña, los Países Bajos y los vastos dominios de las Américas.

Desde el año 1558 en que Carlos V abdicó la corona, hasta el 1580 en que conquistamos a Portugal, se encierra la época de nuestro mayor poder. Felipe II se vio entonces dueño del imperio más grande que existiera en la tierra. Pero este monarca no pudo sostener la vasta mole de sus estados, y ya antes de su muerte se sintieron los primeros síntomas de nuestra decadencia, siquiera no fuesen marcados ni ostensibles. El tratado de Vervins celebrado en 1598 puede considerarse como el punto desde que principiamos a declinar, pues Felipe II cedió ya por la primera vez a Enrique IV una multitud de ciudades que había conquistado en las guerras sostenidas con sus predecesores. Felipe II falleció cabalmente en el mismo año de la conclusión del tratado, es decir, en el penúltimo del siglo XVI, y le sucedió su hijo Felipe III inaugurando, por decirlo así, el siglo XVII.

Volvamos ahora la vista por un momento al siglo que acabamos de examinar, para considerar lo que fuimos en aquella época gloriosa. Ya hemos dicho al principio [58] que no nos ocupamos de nuestro estado social, que sea dicho de paso contrastaba harto lastimosamente con nuestra grandeza exterior. Por lo demás, la España en aquel período se vio compacta y redondeada en toda su demarcación peninsular, dueña en el centro de Europa de Nápoles; de la alta Italia y de los Países Bajos, dominando en las vertientes de los Alpes y en las orillas del Rhin, y por último, enseñoreándose sin rival sobre la vasta extensión del nuevo mundo. Nuestra nación fue entonces la mitad de Europa y toda la América. Así es que nada pudo hacerse en el continente sin nuestra anuencia e intervención, pudiendo decirse que la historia europea de aquel tiempo es la historia de España.

Pero con el siglo XVI pasó la pujanza de Carlos V y la fuerza de Felipe II, y bajo sus apocados sucesores caímos en la debilidad como es ley de las cosas humanas.

El siglo XVII fue ya una época señalada de decadencia para la nación española. En la primera mitad de este siglo, durante los reinados de Felipe III y Felipe IV, perdimos a manos de la Francia el Rosellón y la parte septentrional de la Cerdeña, y años después estuvimos a punto de perder la Cataluña. Durante la guerra con Luis XIII, que terminó al fin por la paz de los Pirineos en 1659, se nos arrebató el Franco Condado, y vimos separarse de nosotros la rica joya de Portugal. Y para que nada faltase a este siglo de enflaquecimiento nacional, nuestros monarcas o abandonaban su gobierno interior a manos de sus favoritos, como Felipe IV, o eran reyes imbéciles y hechizados como Carlos II. Tales fueron los quebrantos que sufrió la España en el siglo XVII, período triste y fatal y precursor de días más aciagos aún para nuestra nacionalidad. [59]

Al principiar el siglo XVIII sucedió a la extinguida dinastía austríaca una nueva dinastía francesa. Felipe V fue llamado a la corona de España por el testamento de Carlos II. Pero apenas había pisado las gradas del trono, cuando se formó contra él una conspiración europea, habiéndonos visto en el caso de sostener la larga guerra de trece años en contra de la Europa. Grandes y profundos desastres nos acarreó a los españoles esta prolongada contienda. Después de haber consumido nuestras fuerzas y agotado nuestros recursos, después de haber perdido durante dicha guerra la importante plaza de Gibraltar, conseguimos al fin la paz en el congreso de Utrech, mediante las condiciones de renunciar Felipe V todos sus derechos a la corona de Francia, y ceder a la casa de Austria nuestros dominios de Cerdeña, Milán, Nápoles y casi todas las ciudades que poseíamos en Flandes. He aquí el golpe funesto que recibió nuestro poder en el tratado de Utrech. Desde entonces acabó ya nuestra influencia directa en Europa, y aquel brillante papel de la España en las contiendas generales.

Desposeídos de los dominios que teníamos en el continente, perdimos el campo de batalla donde presentar nuestros ejércitos, quedando circunscriptos a nuestro mutilado territorio peninsular. Y sin embargo aunque perdimos nuestra influencia como nación continental, todavía más allá del Océano en el Nuevo Mundo éramos aún la primera potencia, y el rey de España era emperador de aquel hemisferio.

Así continuamos durante el primer tercio del siglo XVIII, sin grandes alteraciones diplomáticas que merezcan mencionarse. Una ocasión se nos presentó sin embargo años después para recuperar parte de nuestros dominios en Europa; pero el gobierno español cometió [60] el grave yerro de no saber aprovecharla. Cuando antes de la mitad de este siglo fueron conquistadas varias posesiones italianas por el infante D. Carlos, estas posesiones debieron adherirse a la monarquía española en vez de ser entregadas a nuestros infantes. Bien lo comprendió el cardenal Alberoni, entendiendo que sólo aquel medio y la restauración de nuestra decaída marina podían volver a levantarnos como potencia europea. Pero cayó Alberoni sin haber podido llevar a cabo su pensamiento, y Felipe V y sus sucesores adulteraron la sabia política de aquel ministro.

Durante el reinado de Fernando VI se hizo algo por reanimar nuestra debilitada España; pero los proyectos de aquel prudente monarca terminaron muy pronto con su vida. En 1759 ascendió al trono Carlos III, quien separándose de la política prudente de su predecesor en orden a nuestras relaciones con las potencias vecinas, incurrió en la falta de celebrar el pacto de familia, origen de grandes calamidades para la desgraciada nación española.

Ligados indiscretamente a la Francia por aquel tratado, nos vimos en la necesidad de servirla de auxiliares repetidas veces para combatir contra nuestros propios intereses. Así el año 63 por auxiliar a la Francia, sostuvimos contra la Inglaterra una guerra marítima que nos causó la pérdida de más de seiscientos millones. El año 79 volvimos a empeñarnos en otra segunda contienda contra la Inglaterra y como auxiliares de la Francia, contienda que nos fue aún más desastrosa que la anterior, y en la que luchando por la independencia de las colonias inglesas, preparamos la pérdida de nuestros dominios en América.

Vino después el fatal reinado de Carlos IV. Habiendo invadido nuestros soldados el territorio francés con [61] motivo de los sucesos de la revolución, provocaron una reacción de parte de los ejércitos republicanos, quienes penetrando en nuestro país, se apoderaron de varias plazas de Cataluña y de algunos pueblos de las provincias Vascongadas. Colocados en semejante situación, ajustamos la paz de Basilea, mediante cuyo tratado, y en cambio de la restitución de las plazas españolas conquistadas, cedimos a la Francia la parte española de la isla de santo Domingo en las Antillas. Pero ni aun fue bastante esta concesión; porque al año siguiente por el tratado de San Ildefonso que fue una consecuencia del anterior, nos obligamos a una nueva alianza, según la cual debíamos dar a la Francia 18.000 infantes, 6.000 caballos y 15 navíos de línea siempre que se hallase en guerra con otra nación. Pronto se vio la España empeñada por efecto de aquella fatal estipulación en una guerra contra la Inglaterra, que entre otros quebrantos sensibles nos acarreó la pérdida de la isla de la Trinidad.

Se ve pues, señores, que el siglo XVIII fue el periodo en que sufrió nuestra nación repetidos desastres. Tales fueron la larga guerra de trece años, la pérdida de todos nuestros dominios europeos y de la importante plaza de Gibraltar, las dos guerras con la Inglaterra por efecto del pacto de familia y los tratados de Basilea y San Ildefonso, que nos costaron la pérdida de preciosas posesiones americanas.

En este estado de postración entramos en el siglo XIX. Nuestra monarquía no era ya en esta época ni sombra de lo que había sido en el siglo XVI. Su posición había cambiado totalmente en Europa, no sólo por lo que sus propios quebrantos la habían aniquilado, sino porque a su vez las demás naciones habían experimentado transformaciones esenciales. Pero estábamos destinados a descender [62] más todavía. Así en el año 5 perdimos toda nuestra marina en el combate de Trafalgar, y víctimas siempre de nuestros imprudentes compromisos, desmembramos poco a poco nuestros ejércitos, para que fuesen a derramar su sangre a los países del Norte en defensa de Napoleón. Y ¿cuál fue el premio y galardón de tanta generosidad y tantos sacrificios? Una invasión de las armas francesas dolosamente calculada y llevada a cabo. Al fin la España no pudo menos de alzarse indignada contra sus invasores, pero tuvo que luchar con heroísmo hasta conseguir lanzarles de su suelo.

Desgraciadamente en aquella época nos faltó de inteligencia lo que nos sobró de valor, porque después de habernos sacrificado en Bailén, en Talavera, en Rioseco y en Vitoria, después de haber abatido al coloso Napoleón, al genio que llenaba de espanto a la Europa, llegado el día de la recompensa, no tuvimos quien nos representase dignamente y quien reclamase la parte a que nos habíamos hecho acreedores. En el congreso de Viena debíamos haber aspirado lo menos a nuestra reintegración peninsular, pero no se hallaban allá nuestros generales, que sólo habían sabido vencer sin aprovecharse de la victoria; sucediendo que después de tantos esfuerzos y tanto heroísmo quedamos en el mismo estado de decaimiento, sin más premio a nuestros esfuerzos que los nuevos desastres y las nuevas heridas recibidas en la lucha. Pero aún no había llegado el término de todas nuestras desgracias. En el año 20 recogiendo en parte los frutos de la desacertada política de Carlos III, vimos emanciparse una tras otra todas nuestras posesiones de América, perdiendo así nuestro predominio en el Nuevo Mundo: y después de todo, en estos últimos años con motivo demuestra regeneración política y de la guerra de sucesión [63] a la corona, fuimos inicuamente excluidos de la comunión política de Europa, quedando, si no a merced, bajo la tutela de las potencias del Mediodía.

He aquí, señores, las alternativas del poderío español y las vicisitudes por donde ha llegado nuestra nación al triste estado en que hoy se encuentra. Reasumamos los hechos que quedan indicados.

Desde el siglo VIII hasta el siglo XVI hemos visto a la nación española constituirse lenta y trabajosamente a través de una lucha de ochocientos años en la que sólo pudo sostenerla el principio religioso que siempre ha caracterizado al pueblo español, principio que le dio vida y le condujo a su mayor grandeza, y que decaído y exagerado perniciosamente en los siglos posteriores influyó también en su declinación y abatimiento.

Formada ya nuestra monarquía a principios del siglo XVI, la hemos observado crecer rápidamente hasta alcanzar una dilatación atlética y tocar el apogeo de su grandeza. Durante el siglo XVII la vemos ya declinar hasta el punto de caer en sus últimos años en la languidez y postración. En el siglo XVIII sufre la mutilación de todos sus dominios de Europa, y queda encerrada ya dentro de su incompleta demarcación peninsular. En el siglo XIX, después de consumir sus últimas fuerzas en la guerra de la independencia, ve separársele todas sus antiguas posesiones del continente americano, y por último, y para colmo de su infortunio, es abandonada en estos últimos años por gran parte de las potencias europeas que la dejan en un funesto aislamiento.

Pero, señores, las naciones tienen durante la vida sus épocas de bonanza y de tormenta, de vigor y de postración, alternativa a que están sujetos todos los seres creados. Nuestro nublado horizonte puede ser iluminado [64] por el crepúsculo de un nuevo sol. No podemos, es verdad, pensar ya en lo que fuimos. La España actual, la España regenerada del siglo XIX no puede ser ya la misma nación de los Carlos y Felipes; pero el principio de la independencia y de la unidad territorial, el principio proclamado en Madrid y en Bailén puede ser la base de nuestra rehabilitación y el origen de una nueva época de esplendor. Y luego, señores, por muy rebajados que nos encontremos, todavía conservamos muchos y fecundos elementos de regeneración como vestigios de nuestro pasado colosal poder.

Y en efecto, señores, la España es todavía una nación de 16.000.000 de habitantes que si no son ricos y opulentos, tampoco conocen la miseria que devora a otros pueblos europeos. La España es una nación de cuatrocientas leguas de costa sobre los dos mares, y está defendida continentalmente por el Valladar de los Pirineos. La España tiene un clima privilegiado y abundantísimo en producciones vegetales y minerales. La fecundidad de sus Castillas, la feracidad de su Extremadura y las riquezas atesoradas en sus montañas pueden competir con las de las más privilegiadas regiones de Europa. La España posee todavía a Cuba y a Puerto Rico en el mar de las Antillas, y tiene las Islas Canarias y las de Guinea en el camino de la India, y las Filipinas a las puertas de la China, y las Baleares situadas a la ruta del Egipto y dominando al Mediterráneo, a ese mar que puede ser en un día muy cercano teatro de grandes luchas, y conserva, por último, los presidios importantes de la costa de África. La España después de todo guarda vivas las tradiciones gloriosas de su independencia, y ostenta marcadas en todo el mundo las huellas de su antigua superioridad. Sus artes y su literatura son todavía [65] admiradas en Europa; su idioma y sus creencias, sus gustos y sus costumbres prevalecerán por largos siglos en las regiones de las Américas.

Todos estos son poderosos elementos para que la España recobre su poder y su nombre, y vuelva a figurar rejuvenecida en la grande asamblea de las naciones. ¿Qué le falta, pues, a España para que todos estos elementos se organicen y se dirijan convergentes al gran fin de su restauración? Sólo le falta lo que le ha faltado generalmente en toda la prolongación de su vida, a saber, dirección acertada y fecunda.

Es un hecho, señores, repetido por lo común en las épocas más criticas de nuestra historia, que la España ha carecido de inteligencia directiva cuanto le ha sobrado de arrojo y generosidad. Siempre se ha estrellado el pueblo español en la imprevisión de quienes debieran regalar y aprovechar sus arranques impetuosos. No pretendemos investigar las causas de este fenómeno. Pero si la España alcanzase la dicha de poseer un gobierno estable y seguro, pocos años podrían bastarle para llegar a ocupar el rango que le pertenece entre los demás pueblos.

He aquí, señores, la historia de nuestro poder nacional. Sabemos lo que hemos sido en el pasado, lo que somos al presente y los elementos con que aún contamos para el porvenir. Réstanos saber cuáles son los medios que desde luego deben emplearse, cuál es la política que atendidas todas sus circunstancias debe adoptar la España para aprovechar los elementos que en sí encierra, y para llevar adelante la obra de su rehabilitación. Este asunto será objeto de nuestro estudio en la última noche.

Entre tanto y desde la lección próxima nos ocuparemos de examinar las relaciones especiales en que nos encontramos con cada una de las potencias extranjeras.