Filosofía en español 
Filosofía en español

Facundo Goñi, Tratado de las relaciones internacionales de España, Madrid 1848, páginas 123-137

Lección VI
De nuestras relaciones con Portugal

sumario.– Objeto de esta lección.– Reseña histórica de la independencia de Portugal.– Portugal no tiene política propia; está sometido a la Inglaterra.– Vicisitudes de nuestras relaciones.– Vanas tentativas de Felipe IV y de Carlos II para recuperar sus dominios portugueses.– Portugal se adhiere a la grande alianza durante la guerra de sucesión.– Paz de Utrech.– Convenios sobre límites coloniales ajustados a mediados del siglo XVIII.– Portugal se niega a entrar en el pacto de familia.– En consecuencia invade aquel territorio Carlos III–Tratado notable de 1778. –Tratado de alianza contra la Francia en 1793.– Nueva guerra terminada en 1801.– Invasión de nuestras tropas unidas a las francesas al mando de Junot.– Se restablece la paz en 1810.– Tratado importante celebrado con Portugal en 1823.– Idem sobre la navegación del Tajo y Duero.– Coexistencia de las guerras civiles de Portugal y España a la muerte de Fernando VII.– Cuádruple alianza.– Coopera Portugal a la paz de España enviando una legión.– Término de nuestra guerra civil –Intervención de las armas españolas para pacificar a Portugal en 1847.– Observación que se desprende de la historia de nuestras relaciones.– Situación actual.– Importancia de la unión peninsular.– Razones que aconsejan esta política.– Dificultades para su inmediata realización.– Deberes de nuestro gobierno sobre este punto.– Conclusión.

señores:

Vamos a examinar esta noche la índole de nuestras relaciones con Portugal, con un pueblo que fue en otro tiempo provincia de España, y que está destinado a volver a serlo en época más o menos lejana para su propio bien y para el nuestro.

Portugal, aquella provincia de la antigua Iberia conocida [124] con el nombre de Lusitania, se erigió por la primera vez en pueblo independiente con el título de condado en el año 1130. Poco tiempo después tomó la denominación de reino y continuó gobernándose por sus propios monarcas. En 1580, y bajo el gobierno de Felipe II, fue incorporado a la España, habiendo formado parte de nuestra monarquía por espacio de mas de medio siglo. Pero en el año 1640 y durante el reinado de Felipe IV, época fatal y desastrosa en nuestros anales, volvió Portugal a recuperar su independencia sentando en su trono al duque de Braganza, bajo el nombre de Juan IV, y desde entonces ha permanecido emancipado de la corona de Castilla. Tal es la historia de la nacionalidad portuguesa.

Nuestras relaciones diplomáticas con esta nación de tan reducido territorio, de tan escasos recursos, de tan pequeño influjo en la asociación europea, ni han sido multiplicadas, ni de grande trascendencia. Así se evidenciará por el breve resumen que vamos a hacer de nuestras principales guerras y alianzas, y de los tratados de todo género que han mediado entre ambos pueblos en los dos siglos que cuenta Portugal desde su separación de nuestra monarquía.

Desde luego podemos anticipar una consideración importante. Portugal no ha tenido independencia ni vida propia como debía suceder forzosamente a una nación tan pequeña. Su política para con la España, no ha sido por consiguiente una política nacional, sino una política inspirada por la Inglaterra a cuyos intereses ha vivido siempre sometido, y principalmente desde la celebración del tratado de Methuen en 1703. Con razón se ha dicho que al separarse Portugal de nosotros realizó la fábula del Caballo y el ciervo, porque no se emancipó del trono y gobierno [125] español, sino para quedar reducido de hecho a la condición de colonia inglesa, y condenado a obedecer las órdenes y seguir los movimientos de su metrópoli. La política de Portugal, en suma, ha sido un apéndice de la política de Inglaterra.

Veamos ya las vicisitudes que nos ofrece la historia de nuestras relaciones con Portugal desde el año 1640 en que se declaró independiente. No pudo Felipe IV, a pesar de su inercia, mirar impasible la separación de Portugal, y así fue que hizo diferentes tentativas para volver a someterle a la corona de Castilla; pero todas ellas fueron infructuosas, porque los portugueses se hallaban defendidos, no sólo por la Inglaterra, sino también por la Francia, interesada en que continuase rota la unidad de nuestra península.

Las expediciones de D. Juan de Austria y del marqués de Caracena tuvieron un éxito desastroso. El primero fue rechazado del territorio portugués después de haber experimentado lamentables pérdidas, y el segundo sufrió la derrota de Villaviciosa que abatió por entonces nuestro poder militar, y aseguró en el trono de Portugal a la familia de Braganza. Este revés causó tan profunda impresión en el ánimo de Felipe IV, que aceleró rápidamente el término de sus días.

Elevado al trono español Carlos II, la corte de Madrid se obstinó en tratar de rebelde al pueblo portugués a pesar de nuestra reconocida impotencia; pero cuando hacíamos los preparativos de guerra, se anticiparon los portugueses, e invadieron nuestro territorio cometiendo en él todo género de tropelías. En semejante conflicto y distraídas nuestras tropas en la defensa de los Países Bajos amenazados por Luis XIV, nos fue preciso entrar en negociaciones de paz; y en 13 de febrero de 1668, [126] se concluyó un tratado que puso término a una guerra de veinte y seis años, habiéndose estipulado la restitución recíproca de las plazas que respectivamente se habían conquistado las dos partes beligerantes. Tales fueron los sucesos más notables ocurridos entre ambos pueblos en la segunda mitad del siglo XVII.

Cuando Felipe V fue llamado a la sucesión del trono español, Portugal se apresuró a reconocerle como rey legítimo, y con este objeto celebró en 18 de junio de 1701 un tratado de mutua alianza, obligándose en caso de guerra motivada por la sucesión a la corona, a negar sus puertos a todos nuestros enemigos y a considerarlos como enemigos de Portugal. Pero no tardó mucho en faltar a tan solemne compromiso. Tan pronto como se suscitó la guerra europea, Portugal, esclavo siempre de las inspiraciones inglesas, se unió a la liga que se denominó grande alianza, y luchó contra la España durante aquella dilatada contienda. La paz general de Utrech, y singularmente el tratado especial ajustado en 6 de febrero de 1715, volvió a restablecer la armonía entre ambos reinos, habiéndose acordado una reciproca devolución de las plazas y territorios de que se habían apoderado durante la guerra. En su consecuencia fueren restituidas a España las plazas de Alburquerque y la Puebla, y a Portugal el castillo de Noudar, la isla de Verdejo y la colonia del Sacramento.

Restablecidas, nuestras relaciones amistosas, apenas llegaron a turbarse durante el reinado de Felipe V, si se prescinde de algunas ligeras diferencias suscitadas en 1735 con motivo de una tropelía cometida por el embajador portugués en Madrid el marqués de Belmonte, la cual dio origen a represalias de parte de nuestro gobierno, ocasionando la retirada de los ministros de ambas [127] cortes. Pero estas disidencias terminaron pacíficamente por el convenio celebrado en 15 de marzo de 1737, en el que mediaron los reyes de Francia, de Inglaterra y de los Países Bajos.

Las cuestiones de límites entre España y Portugal, respecto a sus posesiones en África y Asia que venían debatiéndose después de tres siglos , ocuparon la atención de ambas cortes en tiempo de Fernando VI, y motivaron el tratado de 13 de enero de 1750, en que se determinó una delimitación general. Desgraciadamente este acuerdo encontró dificultades en su ejecución, y fue anulado en 1761, habiéndose resuelto definitivamente todas las diferencias por el tratado firmado en San Ildefonso en 1 º de octubre de 1777, en el cual se restableció lo dispuesto en el de 1750, y se fijaron de una vez los límites de las posesiones ultramarinas inglesas y españolas. Cupo esta gloria al conde de Florida Blanca que acertó el medio de poner término a las eternas disputas que se habían agitado tanto tiempo sobre los límites coloniales.

Cuando en consecuencia del pacto de familia rompió la España sus hostilidades contra la Inglaterra, invitó Carlos III al monarca de Portugal para que entrase en la liga, llevando en esto la mira de quitar a los ingleses todo apoyo dentro de nuestra península; pero Portugal, siempre fiel a la causa de Inglaterra, se negó a aceptar la oferta. Esta negativa irritó a Carlos III hasta el punto de invadir el territorio portugués, enviando un cuerpo de tropas al mando del marqués de Sarria. En un principio marchó el ejército español con próspera suerte, apoderándose en el curso de su expedición de varias plazas y ciudades, y llegando a hacerse dueño de gran parte de la ribera del Duero y de la provincia de Tras Os Montes; pero apenas el gobierno inglés tuvo noticia de [128] esta invasión, hizo que el conde de Lippe desembarcase en Lisboa al frente de un numeroso ejército con cuyo motivo hubieron de retirarse las armas españolas. La paz se restableció en el tratado ajustado en París en 10 de febrero de 1763, al cual se adhirió la corte de Portugal.

Durante el reinado de Carlos III celebramos con Portugal, además de los convenios sobre límites que poco antes hemos referido, un tratado de amistad, garantía y comercio que se ajustó en 1778. Tuvo por objeto aclarar las dudas a que habían dado origen los anteriores y estipular algunos acuerdos sobre entrega de delincuentes y desertores; pero entre los puntos más importantes que en él se determinaron, debe contarse la fijación de reglas y condiciones acerca del tráfico mercantil de sus respectivos súbditos, siendo por lo mismo el único tratado importante que existe entre España y Portugal en punto a relaciones comerciales. Por su artículo 13, y como en compensación de ciertas cesiones que había hecho España en sus tratados sobre límites coloniales, cedió Portugal a la corona española las islas de Annobon y Fernando del Poo en la costa de África.

En 1793 cuando el desgraciado monarca de Francia Luis XVI fue conducido al cadalso, Carlos IV, como hemos dicho en otro lugar, a pesar de sus naturales antipatías contra la Inglaterra, celebró una convención con esta potencia para oponerse a los progresos de la revolución francesa. Entonces el embajador portugués en nuestra corte solicitó una copia de dicha convención, manifestando que su gobierno estaba dispuesto a adherirse a ella: y en su consecuencia en 15 de julio de 1793 se firmó un convenio concebido en los mismos términos que el celebrado con la Gran Bretaña, obligándose Portugal y España a suministrarse toda clase de socorros y hacer [129] causa común entre sí en la guerra contra la Francia. Sin embargo a poco tiempo nos vimos en guerra con Portugal, en cuyo territorio penetraron sesenta mil soldados a las órdenes de Godoy; como se hallase amenazada Lisboa por nuestras tropas, los portugueses pidieron la paz que les fue concedida, bajo las condiciones estipuladas en el tratado que se firmó en Badajoz en 1801. En él se obligó Portugal a apartarse de la liga de los ingleses y a cerrar los puertos de todos sus dominios a los navíos de la Gran Bretaña: obligación como se ve rara y contraria a su política. Pero Portugal se encontró aislado en esta ocasión, y viendo su capital casi en poder de las tropas españolas en cuya ayuda venía un ejército francés, no tuvo otro recurso que admitir las condiciones de paz que quedan mencionadas.

El tratado secreto de Fontainebleau que tan torpemente celebrara Carlos IV, trajo por consecuencia como es sabido una nueva invasión de nuestras armas en Portugal. La ambición del príncipe de la Paz hizo caer a la España en el lazo que entonces nos tendiera Napoleón; y nuestros ejércitos, instrumentos inocentes de una perfidia, penetraron en el territorio portugués unidos a las tropas francesas mandadas por Junot, apoderándose muy pronto de todas sus ciudades y plazas, y obligando a los monarcas portugueses a salir de sus estados y refugiarse en el Brasil, hasta que los peligros de la independencia española combatida por nuestros falsos amigos, hicieron a nuestros ejércitos volver en defensa de su propio país. Sin embargo, nuestras relaciones tan fatalmente interrumpidas con Portugal en esta ocasión, volvieron a restablecerse muy pronto ante la necesidad de luchar contra el común enemigo Napoleón. La convención celebrada en el año 1810 entre la regencia de España y el gobierno [130] de Portugal, en laque se estipuló una suspensión temporal de los privilegios concedidos a los súbditos de ambos países en lo respectivo al servicio militar, puso el sello a la nueva amistad y al olvido de las pasadas discordias.

Restablecida la paz general de Europa en el congreso de Viena y reintegrados los pueblos de la península en sus antiguos límites, continuamos con Portugal en amistad y armonía, que no se alteró ya en el reinado de Fernando VII. Merece mencionarse aquí el convenio concluido en 18 de marzo de 1823, en el cual, con objeto de asegurar el sosiego y buena correspondencia de ambos pueblos, se acordaron diferentes reglas para la recíproca entrega de malhechores y prófugos de alistamiento militar. En 1829, procurando los gobiernos de dichos dos países establecer entre ambos una comunicación más frecuente y provechosa, celebraron otro convenio declarando libre la navegación del río Tajo desde Aranjuez al Océano y vice-versa: e igual acuerdo se ajustó en el año 1835, respecto de la navegación del Duero como observaremos oportunamente.

A la muerte de Fernando VII, y cuando dentro de nuestra España estallara la guerra civil, hallábase Portugal también envuelto en una idéntica lucha, sucediendo por una coincidencia singular que los tronos de ambos reinos se viesen disputados a un mismo tiempo por D. Carlos y D. Miguel. En presencia de este común peligro, se concibió la idea de una alianza contra los dos pretendientes a las coronas de España y Portugal, y de aquí tuvo su origen, como hemos indicado anteriormente, el tratado de 22 de abril de 1834, denominado cuádruple alianza. La obligación del gobierne de Portugal se halla contenida en el articulo 1.º, por el cual S. M. I. el duque [131] de Braganza, regente del reino en nombre de la reina Doña María II, se comprometió solemnemente a usar de todos los medios que estuviesen en su poder para obligar al infante D. Carlos a retirarse de los dominios portugueses. A su vez el gobierno español se obligó a hacer entrar en los dominios de Portugal un cierto número de tropas con el objeto de expulsar a los infantes D. Carlos y D. Miguel; y en efecto, la intervención directa de nuestras armas al mando del marqués de Rodil logró poner término a la guerra de Portugal, y hacer salir de aquel reino a ambos pretendientes. Poco después y con motivo de la presentación de D. Carlos en las provincias Vascongadas, se creyó necesario apelar a nuevas medidas, y se acordaron los artículos adicionales al tratado de la cuádruple alianza que se firmaron en 18 de agosto del mismo año de 1834. Por ellos se obligó el gobierno de Doña María a cooperar en favor de S. M. C. «con todos los medios que estuviesen a su alcance y en la forma y modo que se acordase por ambas majestades».

Sin embargo, llegada la ocasión no se mostró el gabinete de Lisboa tan solícito y resuelto como debiera esperarse. En fuerza de repetidas instancias de parte de nuestro gobierno, se formó en 24 de setiembre de 1835 un tratado acordando en conformidad a lo estipulado en los artículos adicionales, que Portugal cooperaría al término de nuestra guerra civil con un cuerpo de tropas, compuesto desde luego de seis mil hombres, y que debería aumentarse sucesivamente hasta diez mil, siempre que las circunstancias lo exigiesen.

Entró en España efectivamente una división portuguesa mandada por el barón Das-Antas, y no dejó de prestar servicios en la guerra del Norte; hasta que en 1837, con motivo de una sublevación carlista en Portugal, [132] se replegó definitivamente a restablecer la tranquilidad de este reino.

Terminada la guerra civil de España, han mediado varias negociaciones con el fin de arreglar la navegación del Duero, a cuya virtud se firmó en mayo de 1840 un reglamento para llevar a efecto lo estipulado en el ya referido convenio de 1835. Desde aquella época hasta nuestros días el único acontecimiento importante que ha ocurrido en las relaciones de ambos pueblos ha sido la intervención de nuestras armas, verificada en junio de 1847 con el objeto de pacificar a Portugal.

Hallábase esta nación devorada largo tiempo por una cruel lucha intestina, y este triste espectáculo no pudo menos de llamar la atención de las tres potencias signatarias de la cuádruple alianza, las cuales trataron de común acuerdo sobre los medios de restablecer la calma en una sociedad tan agitada. Reunidos al efecto en Londres los plenipotenciarios de España, Francia y Portugal, celebraron un protocolo firmado en 21 de mayo, acordando las medidas contenientes para la pacificación portuguesa. En su virtud los plenipotenciarios de España, Francia e Inglaterra prometieron que las fuerzas navales de sus respectivos gobiernos estacionadas en las costas de Portugal se reunirían a las de S. M. F. para tomar parte en las operaciones que fuesen necesarias, y el plenipotenciario de España prometió además que un cuerpo de tropas españolas entraría en el reino portugués con objeto de prestar su cooperación a las de Doña María. Así sucedió en efecto, y sin que tratemos de calificar este hecho a la luz de los principios, diremos que nuestros soldados lograron volver el sosiego y la tranquilidad a la nación vecina, dejando en buen lugar el honor de nuestra bandera, y granjeándose al mismo tiempo con su disciplina [133] y prudente comportamiento el aprecio de los habitantes de Portugal.

He aquí el conjunto de hechos más notables, de guerras, alianzas y tratados que nos presenta la historia de nuestras relaciones políticas con Portugal desde que este pueblo se declaró por última vez en estado independiente y soberano.

Examinando en grande esta serie de sucesos, se ofrece a la vista desde luego la observación que ya indicamos desde el principio, a saber: que Portugal no ha tenido política propia en sus relaciones exteriores. Ni podía suceder de otra manera si se atiende a la insignificancia de su poder y a la escasez de sus recursos. Así en todos los acontecimientos que hemos examinado se ve a Portugal obedeciendo sumisamente a las inspiraciones de Inglaterra , y abrazando ciegamente su causa y su partido en cuantas alteraciones han ocurrido en Europa. Sus guerras y sus alianzas, y hasta los tratados que ha celebrado con la nación española, han guardado armonía con el estado de la política inglesa en cada época, y han sido siempre su consecuencia.

Esto supuesto, y viniendo a ocuparnos de nuestra situación actual, no puede decirse que Portugal abrigue ninguna clase de propósito eficaz respecto a España, incapacitado como se halla para tener voluntad propia en su política exterior.

Existen sin embargo entre España y Portugal intereses comunes de que es indispensable que nos ocupemos en este lugar.

Es cuestión importante, vital para ambos pueblos el realizar un día su unión, fundiéndose en un solo Estado. Si importa mucho a España recuperar su integridad peninsular, no importa menos a Portugal volver al [134] seno de su antigua familia ya que no le es dado regirse por sí mismo, como para mal suyo se lo está acreditando la experiencia de dos siglos.

Y ciertamente Portugal condenado a vivir bajo la tutela inglesa, reducido a la condición de una colonia, sufre a la vez todos los males de la independencia y de la sumisión, de reino y de provincia, sin disfrutar ninguna de sus ventajas; y está interesado en salir de esta situación anómala, que le convierte en juguete de la política extranjera. Si por un espíritu de orgullo inconveniente y funesto que no pasa de una preocupación de provincialismo, se obstinase en desconocer su situación, nadie como él mismo palpará en el tiempo las consecuencias funestas de su engaño.

En cuanto a la España militan igualmente las más poderosas razones para que marche sin tregua ni descanso hasta adquirir la unidad de su territorio. La España privada de Portugal es una nación mutilada e incompleta; y difícilmente podrá nunca funcionar libre y desembarazadamente como Estado, ni menos elevarse al rango que le corresponde, ínterin no logre redondearse en toda su demarcación peninsular.

La geografía, la historia, la comunidad de origen, de clima, de costumbres y creencias, exigen además la unión de ambos pueblos en uno solo.

No en vano riegan y fecundan sus suelos unos mismos ríos; no en vano penetran nuestras cordilleras en el territorio portugués, ni por último nos circundan dos mares determinando nuestra configuración peninsular. La frontera arbitraria que nos divide prolongándose más de ciento sesenta leguas, es un absurdo que repugna a la naturaleza y a la topografía.

Por otra parte, la historia protesta contra esa separación [135] funesta. La unidad de nuestro territorio peninsular es un principio que nos legaron nuestros antepasados, los descendientes de Pelayo y de San Fernando; y todo español y todo portugués que vuelva los ojos a sus anales y que recordando los antiguos destinos de ambos pueblos, los comparen con la situación a que hoy se hallan reducidos, no podrán menos de invocar la restauración de nuestra antigua unidad nacional, como único medio de levantarnos de nuestro común abatimiento.

Esta unión, sin embargo, no es realizable por el momento, si prescindimos de eventualidades inesperadas. Dificultades de diferente índole se oponen a que pueda verificarse desde luego un acontecimiento tan provechoso para ambos pueblos. Aparte de los encontrados intereses políticos y dinásticos que habría que conciliar, pero que no serian un obstáculo insuperable, se presenta el interés de la Inglaterra, poderosamente comprometida en que dicha unión no se lleve a efecto.

La Gran Bretaña no consentiría jamás en dejar escapar de entre sus manos esa provincia española, cuyos puertos tiene abiertos a sus manufacturas, cuyas fortalezas guarnecen sus soldados, cuyo gobierno, por último, es un instrumento de su voluntad. La Inglaterra no podrá consentir que se le corte ese puente que le facilita la entrada en España, y que pone en contacto sus fronteras con nuestras fronteras. Y este inconveniente es invencible para nosotros en las actuales circunstancias, porque aun suponiendo que se ensayase el medio de la conquista, que desde luego rechazamos, y dado caso que nuestras tropas se apoderasen de Lisboa, sin que pudiese impedirlo la Inglaterra ¿qué sería de la Habana, de Puerto Rico y de Filipinas en el instante mismo en que contásemos como enemiga a aquella nación? ¿ni cómo podríamos [136] defender nuestros puertos? Mas sin embargo, a pesar de tan poderosos obstáculos, nuestra unión con Portugal debe ser el pensamiento fijo de los gobiernos españoles, y uno de los puntos capitales de su política.

Las naciones como los individuos no deben abandonarse jamás al curso y azar de los acontecimientos, y es criminal en un gobierno toda política inerte y fatalista.

Por lo mismo, el gobierno español está en el caso de seguir con tesón y perseverancia el pensamiento de la unidad territorial, sin hacer nada que pueda embarazarla su realización; y por el contrario, aprovechando todas las circunstancias que tiendan a facilitarla un día.

Uno de los medios que desde luego deben promoverse, es la unión aduanera entre España y Portugal a imitación de lo que ha sucedido en los estados de Alemania y más recientemente entre algunos estados de Italia; y esta medida sobre ser conforme a los adelantamientos generalmente reconocidos de la ciencia económica y mercantil, es ya una necesidad en nuestra península.

Y a la verdad si hay en Europa dos pueblos destinados a formar una liga aduanera, esos pueblos son España y Portugal. La vecindad de su territorio, la posesión de tres ríos comunes navegables, la proximidad de sus puertos, la semejanza de los productos cambiables, y por último y sobre todo la imposibilidad de guardar sus tortuosas y dilatadas fronteras, son otras tantas circunstancias que reclaman imperiosamente su unión comercial. Una vez conseguido este resultado, y quedando circundados ambos pueblos por una sola línea de aduanas, no sólo sentirían recíprocamente las más considerables ventajas en sus intereses, sino que habrían dado un paso muy avanzado para llevar a cabo su unión política.[137]

También es de grande importancia fomentar la comunicación material y moral estableciendo mayor roce e intimidad entre sus habitantes, porque es un hecho digno de lamentarse, aunque no por eso menos cierto, que Portugal a pesar de estar dentro de nuestra península, nos es menos conocido que cualquier estado de Europa. Francia, Inglaterra, Italia y hasta Alemania misma nos son más familiares, ya se las considere política, científica o mercantilmente. Semejante fenómeno es debido al escaso roce en que hemos estado con Portugal durante dos siglos, a las antipatías o preocupaciones nacionales que en otro tiempo existieron entre ambos países. Este es, pues, otro de los obstáculos que debe procurar allanar el gobierno para facilitar la unión tan apetecida.

Por lo demás la tendencia general que se observa en el mundo impulsa a los pueblos a agruparse en grandes asociaciones. ¡Cuán diferente es el estado actual de la Europa del que tenía hace cuatro siglos en que contaba dos mil soberanías independientes, ya reales, ya señoriales, ya eclesiásticas!... Pero las ciudades se han ido refundiendo en provincias, las provincias en naciones, y estas en estados dilatados y poderosos. Y el movimiento progresivo hacia la unidad ha sido tan rápido, que ya en 1789 cuando estalló la revolución francesa el número de soberanías se hallaba reducido a 249, y en nuestros días, a parte de los estados que constituyen la confederación germánica, no llega a 40. He aquí una circunstancia más que favorece nuestro pensamiento y que por sí sola es bastante para que llegue a realizarse en un tiempo dado.

Concluyamos, pues: la unión con Portugal debe ser una idea fija en el ánimo de los gobiernos españoles, como quiera que es la condición indispensable para nuestra rehabilitación y hasta para nuestra existencia nacional.