Facundo Goñi, Tratado de las relaciones internacionales de España, Madrid 1848, páginas 199-213
Lección X
De nuestras relaciones fuera de Europa
sumario.– Objeto de esta lección.– Relaciones con algunos pueblos de África.– Marruecos.– Argel.– Túnez.– Trípoli.– Intereses materiales y políticos de la España en la costa de África.– Importa a la España posesionarse de la costa marroquí.– Razones que aconsejan esta política.– América.– Consideraciones sobre los pueblos del continente americano.– Descubrimiento de aquel hemisferio.– Emancipación de nuestras colonias.– Relaciones de España con las naciones de América.– Estados-Unidos.– Méjico.– Ecuador. – Chile.– Brasil. – Uruguay.– Venezuela.– Nueva Granada.– Interés de la España en estrechar sus relaciones con aquellas repúblicas.– Nuestras relaciones deben ser mercantiles.– Circunstancias privilegiadas de España para hacer el comercio con América –Asia.– Joló.– Conclusión.
señores:
Terminado ya en la lección anterior el estudio de nuestras relaciones internacionales con los diferentes estados de Europa, y conocida nuestra situación política en el continente, creo necesario para completar nuestro trabajo, que dirijamos esta noche nuestras miradas a algunos pueblos de fuera de Europa, señaladamente de África y América, con los cuales nos unen tratados especiales e intereses varios muy dignos de nuestra atención.
Principiando por la África y contrayéndonos a los pueblos situados a la orilla del Mediterráneo, o sea los [200] comprendidos en la región del Atlas, nos encontramos con el imperio marroquí, el primero en razón de su proximidad y en orden a su importancia. Considerando antes de todo nuestras relaciones oficiales, debemos hacer mérito de tres tratados únicos que tiene recientemente celebrados la España con el imperio de Marruecos, y han sido en 1767, 1780 y 1799. Todos tres tuvieron por objeto varios arreglos amistosos, acerca del comercio, navegación y pesca, y tratamiento de las personas de los respectivos países. Por el primero se estipuló el establecimiento de un cónsul general y vice-cónsules españoles, en los diferentes puertos del imperio marroquí. El segundo amplió varios puntos relativos a la consideración de que deben disfrutar los españoles en el territorio africano. Y por fin, en el tercero, además de confirmarse explícitamente los anteriores, se determinaron algunos casos no previstos en ellos, acerca de las franquicias de los agentes consulares y de los demás súbditos españoles en general. Hoy reside en Tánger un cónsul general con el carácter de encargado de negocios de la corte de Madrid; y nuestras relaciones, que estuvieron a punto de romperse hostilmente el año 44, se hallan pacíficamente restablecidas.
Siguiendo la costa africana del Mediterráneo se presenta inmediato al de Marruecos el imperio de Argel, en el que tantos adelantos han hecho las conquistas de la Francia en estos últimos años. Nos ligan con el imperio argelino dos tratados celebrados en el siglo anterior. Por el primero, firmado en 1786, se ajustan varias reglas para el tratamiento de las embarcaciones mercantes españolas y prerrogativas de las personas, habiéndose pactado que residiese en Argel un cónsul de España. El segundo tuvo por objeto acordar la cesión de la plaza de Orán [201] del puerto de Mazalquivir que hizo S. M. española, recibiendo en compensación del dey de Argel el derecho de comercio en dichas plazas, con exclusión de toda otra nación. También vivimos en paz con el imperio de Argel, siquiera sean poco frecuentes nuestras relaciones.
Viene después de Argel la regencia de Túnez con la cual tenemos concluido un solo tratado en el año de 1791, cuyo objeto fue igualmente que el de los demás referidos, ajustar varias reglas para el comercio, navegaciones mercantes y tratamiento de las personas de los súbditos. Nuestros agentes consulares están autorizados para la protección de sus compatriotas con arreglo al anterior convenio.
Por último, al extremo de esta región y confinando con el Egipto se encuentra la regencia de Trípoli, con la cual nos unen dos tratados concluidos, el primero en 1784 para el establecimiento de cónsules y arreglo de comercio; y el segundo en 1813 para terminar ciertas diferencias que se habían promovido, con motivo de haber sido apresados algunos buques españoles:
Estos son los únicos pueblos de la región africana con quienes nos unen tratados especiales y relaciones mercantiles.
En cuanto a nuestros intereses en aquellos países, los tenemos grandes y vitales.
La España por razones mercantiles, económicas y políticas, está llamada naturalmente a asentar su dominación en la costa de África, y debe aspirar a establecer colonias en aquel territorio.
La industria de Marruecos se halla sumamente atrasada. Si se exceptúa la fabricación de sedería y loza y el trabajo de pieles, toda la riqueza marroquí está reducida [202] a las producciones naturales de aquel abundante suelto; consistiendo más principalmente en ganados de todas especies.
El comercio general de los estados marroquíes se valúa, según la estimación que de él ha hecho Mr. Graberg, cónsul de Suecia en Tánger, en doscientos cuarenta millones de reales; de los cuales la tercera parte comprende el comercio marítimo, y las otras dos, las operaciones de caravana. La Inglaterra con su depósito de contrabando en Gibraltar, fomenta mucho los cambios en los puertos marroquíes; y Marsella después de las conquistas de la Francia en Argel, ha aumentado prodigiosamente su comercio en Marruecos. Nosotros, atendida nuestra proximidad, parecemos destinados a ensanchar nuestro comercio por esta costa, a cuyo fin podemos contar con dos circunstancias favorables, la primera, que las costumbres de aquellos pueblos deben modificarse por el contacto europeo y nuestros productos encontrarán con el tiempo mayor acceso en las clases acomodadas; y la segunda, que no teniendo el imperio de Marruecos navegación nacional, nuestros barcos, al paso que llevasen los productos españoles, podrían cómodamente traer de retorno las mercaderías marroquíes.
Pero además de nuestro interés comercial, militan otras razones más poderosas para que aspiremos a tomar posiciones en la costa africana. El imperio otomano está en el último período de su decadencia, y muy próximo a su muerte. Sobre las cenizas del Alcorán va sentando su dominio por todas partes el evangelio. Las regiones de Berbería por consiguiente tienen que ser invadidas por la civilización europea. Véase sino a la Francia dominando en Argel y extendiéndose hasta Orán, que hace pocos años era nuestro. ¿Con cuántos mas títulos no deberá [203] aspirar la España a posesionarse de un territorio que ya han pisado antes sus ejércitos, y que se divisa desde sus playas? Pero si nosotros no lo ocupamos, la Francia lo ocupará, y quedaremos encerrados dentro de su círculo, con una Francia en el Pirineo y otra Francia en las columnas de Hércules. Y no será esto un mal únicamente bajo el aspecto de nuestra política y de nuestra independencia, sino también bajo el punto de vista de nuestra riqueza y existencia material. Porque el día en que una nación civilizada, y tan adelantada en agricultura como la Francia se asentase en el feracísimo suelo africano ¿qué mercados se abrirían a nuestros productos agrícolas, únicos que constituyen el elemento de la subsistencia española?
Aun aparte de estas razones, el ensanche natural de España en medio de la tendencia universal a engrandecimientos territoriales, está en la costa africana, ya que no puede ni debe intentarlo por el continente, atendida su posición geográfica. Esta es además su antigua política. La unión de la costa de África y de la costa española, es un hecho repetido en casi todas las épocas de nuestra historia. En tiempos del imperio romano, las autoridades de la España ulterior tenían bajo su dominio y gobernación a lo que entonces se llamaba la Mauritania Tingintana, es decir, a Marruecos. Cuando los vándalos se apoderaron de la Andalucía en el siglo V, se hicieron luego conquistadores del África. Poco después arrojados por los godos, pasaron también éstos el estrecho para posesionarse de aquellas riberas. Gobernador de Ceuta y de sus contornos era el conde D. Julián cuando abrió a los árabes las puertas de la península. Y por último, así que la España sacudió el yugo de la dominación agarena, y expulsó de su seno los últimos [204] vestigios de los árabes, los españoles fueron siguiéndoles por decirlo así, y volvieron a ocupar el territorio africano. Allá murió D. Sebastián, y allá hicieron la guerra Cisneros y Carlos V. Y desde Ceuta hasta Túnez no hay apenas puerto alguno en toda la extensión de la frontera, que no haya visto ondear las banderas españolas. Sucedió después, que el descubrimiento de las Américas dio nuevo rumbo a la política y a la vitalidad española, y se abandonó la África para lanzarse en otra empresa más gloriosa y deslumbradora, aunque de resultados menos sólidos y duraderos. Pero todavía conservamos a Ceuta, el Peñón, Melilla y Alhucemas, como otras tantas señales que parecen llamarnos a proseguir nuestra antigua empresa. Nuestra política de ahora es verdad que no puede ser la misma en su espíritu que la política de aquellos tiempos. Entonces al invadir las costas africanas llevábamos el objeto de poner más a cubierto de invasiones las costas españolas. Hoy ha cesado aquel peligro; pero si tenemos asegurado el territorio de irrupciones africanas, tenemos amenazados nuestros intereses políticos y mercantiles. Así, pues, todas las consideraciones políticas y económicas y hasta las tradiciones de nuestra historia nos aconsejan la necesidad de posesionarnos de la costa fronteriza de África.
América.
Conocidos ya nuestros principales intereses en África, pasemos a ocuparnos del nuevo mundo, o sea del continente americano.
Divídese naturalmente la América en dos partes unidas por el Istmo de Panamá, a saber, la América del Norte y la América del Sur. La primera comprende en sí [205] siete partes principales, que son: 1.ª la región del Norte: 2.ª la América Rusa: 3.ª la Nueva Bretaña: 4.ª Estados-Unidos; 5.ª Méjico: 6.ª Confederación del centro: 7.ª las Antillas.
La América meridional comprende doce partes o doce estados principales: a saber: 1.ª la república de Venezuela: 2.ª Nueva Granada: 3.ª Ecuador: 4.ª la Guyana: 5.ª el Brasil: 6.ª el Perú; 7.ª Bolivia: 8.ª la Plata: 9.ª Paraguay: 10.ª Uruguay: 11.ª Chile: 12.ª Patagonia.
Enunciada la división geográfica y política del nuevo hemisferio, aunque esto parezca excusado y superfluo bajo otros conceptos, podremos proceder con más claridad en el examen de nuestras relaciones.
Estos vastos países cuya organización política existe hoy tal cual la acabamos de delinear, permanecían ignorados de la Europa en el siglo XV, cuando cupo a España la gloria de descubrirlos, después de haber dado fe al inspirado e inmortal Colón. Allá se encontraron vestigios de grandes civilizaciones que habían naufragado, y de sociedades adelantadas y opulentas que florecieron en épocas desconocidas, o acaso mientras el antiguo mundo vivía en la barbarie: y aquella América que apareció joven a los ojos de la Europa, encubría sin embargo bajo sus feraces valles, habitados por tribus salvajes, monumentos de riquísimas ciudades y de razas diferentes que dejaron de existir. En todas partes se cumple la ley eterna de las transformaciones y ruina de los pueblos.
Pero el descubrimiento de un mundo nuevo, tan útil para las naciones adelantadas en la industria y en las artes, como que les ofrecía un campo vasto e inmenso a donde dar salida sus producciones, fue para España [206] más atrasada, un mal gravísimo y de funestas consecuencias. La codicia de los españoles, excitada a vista de la fácil y cómoda explotación de aquel hemisferio les llevó en busca de oro y metales preciosos, dejando al mismo tiempo yermos los campos, desiertos los talleres, y como consecuencia envilecido el trabajo y postrada nuestra industria y nuestras artes. Encontrando a manos llenas los tesoros en los nuevos países descubiertos, desdeñamos por espacio de tres siglos la riqueza de nuestro suelo. Pero tras este aciago período, en el que sea dicho de paso, abandonamos también el cultivo de las ciencias, oprimidos por el poder inquisitorial, hemos despertado pobres e ignorantes como pueblo, débiles y postrados como nación. Sí, señores, esta es una verdad, por más que sea para nosotros una verdad tristísima. Pero continuemos nuestras observaciones.
Grande error hubo de parte de nuestros gobiernos en limitarse a usufructuar las regiones americanas extrayendo el oro de sus minas y los productos de su suelo, sin tener la previsión del porvenir, sin curarse de las eventualidades que necesariamente habrían de sobrevenir en el tiempo contra nuestra difícil dominación en aquellos países. Titulándose enfáticamente nuestros monarcas reyes de España y de las Indias, y disponiendo de virreinatos que eran imperios, jamás aparentaron el temor de perder un día tan honoríficos títulos y tan dilatadas posesiones.
Hubo sí un ministro sabio y previsor, a cuya penetración no se ocultaron los peligros que se iban amontonando contra la conservación de nuestros dominios americanos y las consecuencias que necesariamente debía producir el ejemplo de las colonias inglesas emancipadas. El conde de Aranda, consejero de Carlos III, quiso [207] anticiparse a los sucesos del tiempo, y con este objeto dirigió al monarca su famosa Memoria, en la que presagiando la infalible pérdida de nuestras vastas posesiones americanas, ofrecía el único medio de sacar de ellas el mayor partido posible. Proponía Aranda que se abandonasen desde luego las colonias españolas, formando con ellas tres monarquías, a saber: el Perú, Méjico y la Costa Firme, y colocando en el trono de cada una a un infante de España. Si el proyecto del conde de Aranda hubiese sido aceptado, indudablemente sentiríamos hoy inmensos beneficios. Habríamos echado la base duradera y perpetua de nuestras futuras alianzas; habríamos establecido relaciones sumamente ventajosas, llevando preferencia a todos los estados europeos; y por último, hubiéramos dado salida a varios individuos de la real familia, cuya presencia en nuestra patria ha sido ocasión de muchas desventuras y quebrantos. Nada se hizo sin embargo, prefiriéndose poco cuerdamente los goces del momento a los más sólidos intereses del porvenir.
Pero sonó en este siglo la hora de la emancipación, y unas tras otras fueron proclamando su independencia todas las posesiones españolas. Postradas entonces nuestras fuerzas a causa de la costosa guerra que sostuvimos contra Napoleón, éranos imposible conjurar aquella tempestad terrible que venía dando a tierra con nuestro poderío colonial. El 9 de abril de 1810 dio la señal de emancipación Caracas. Su ejemplo fue imitado por Méjico y Chile, y poco después por los estados de la Plata; y el movimiento, si bien por entonces reprimido, propendió a hacerse general en todos los pueblos de aquella vasta comarca. Entonces tuvimos que sostener una larga guerra con los insurrectos, y después de diferentes vicisitudes, he aquí que hemos llegado a perder todas [208] nuestras posesiones, conservando hoy únicamente las islas de Cuba y Puerto Rico.
En semejante situación, sobre inconveniente fuera ya imposible intentar reducir a la obediencia española a nuestras antiguas colonias erigidas ya en estados independientes, y de aquí el que hayamos ido reconociendo sucesivamente la soberanía de algunas de ellas, siendo hoy un interés para la España el apresurarse a reconocer a todas y a estrechar con ellas los vínculos de amistad.
Entremos ya a examinar el estado de nuestras relaciones y los convenios celebrados con cada una.
El primer pueblo independiente con quien nos unen tratados en la América del Norte, es la república de los Estados-Unidos, que fue también la primera colonia europea que se proclamó emancipada de su metrópoli la Inglaterra. Ya en 1795 celebramos con los Estados-Unidos un tratado de paz y amistad, comercio y fijación de límites entre el territorio de aquella república y de las Floridas oriental y occidental que entonces pertenecían a España. Después hemos celebrado con aquella república algunos otros tratados sobre asuntos accidentales. Tal fue el que se concluyó en 11 de agosto de 1802 para arreglar la indemnización recíproca de perjuicios sufridos por ambos pueblos durante la guerra de los años anteriores , el cual tratado no se ratificó por entonces a causa de varias diferencias que se suscitaron entre las partes contratantes, y sólo dieron su ratificación como preliminar para el ajuste de otro de paz, amistad y arreglo de límites firmado en Washington en 1819. Finalmente, en 17 de febrero de 1834 se celebró el último convenio para arreglar ciertas reclamaciones de los Estados-Unidos. Hoy son amistosas nuestras relaciones con aquella república; pero debemos considerarla como uno [209] de los mas formidables enemigos de nuestras antillas, porque aun después de haber adquirido un engrandecimiento ya colosal, son conocidas sus tendencias a extenderse por el golfo de Méjico.
Méjico, aquella antigua y rica colonia de España, hoy república moribunda, fue reconocida como nación independiente por un tratado firmado en 28 de diciembre de 1836: después se concluyó en el año de 1843 un convenio para arreglar el modo de satisfacerse ciertos créditos por parte del gobierno mejicano en favor de varios ciudadanos españoles. Reconocida la independencia de la república mejicana, nuestros relaciones han sido pacíficas y amistosas, y actualmente residen representantes diplomáticos en las respectivas capitales de ambos pueblos.
Nada tenemos que observar en orden a nuestros intereses respecto de Méjico, porque aquella república se disuelve rápidamente, y no puede escapar ya de las garras de los Estados de la Unión. Triste ha sido la suerte de Méjico desde el día en que se separó de su antigua metrópoli. Agitándose sin cesar en convulsiones y guerras intestinas, no sólo no ha acertado a constituir un gobierno estable y duradero, sino que ha gastado sus fuerzas y consumido estérilmente sus recursos, llegando hasta perder los últimos elementos de vida propia. Y no existen ya esperanzas para aquel pueblo enflaquecido y degenerado. Méjico está destinado a sucumbir bajo la dominación de su poderosa enemiga la república de la Unión, y a verse muy pronto borrado del mapa de las naciones.
Entre los estados de la América meridional, sólo hemos reconocido hasta ahora solemnemente y por medio de tratados ad hoc la independencia de las repúblicas del [210] Ecuador, Chile, Brasil, Uruguay y Venezuela. Pero así estos estados como el de Nueva Granada que no ha sido aún reconocido, están unidos a España en sus relaciones mercantiles por medio de decretos expedidos por sus gobiernos respectivos. Estos decretos, posteriores todos al año 1836, han tenido por objeto admitir en los puertos españoles y americanos, los buques mercantes de cada pueblo, con la consideración de buques de naciones neutrales unos, o con los privilegios de las naciones más favorecidas otros. Tales son los estados de América con quienes mantenemos relaciones.
La España tiene un interés evidente en apresurarse a reconocer a todas las repúblicas de aquel hemisferio que fueron colonias suyas. Hasta aquí había entorpecido el reconocimiento general, la insistencia con que se han negado algunos de aquellos pueblos a aceptar las deudas públicas contraídas en tiempo de nuestra dominación, por las autoridades españolas. Pero nos importa transigir esta cuestión hasta donde pueda hacerse decorosamente. Todo el tiempo que transcurra en este recíproco desvío, no puede menos de ser fatal para nosotros, supuesto que naturalmente ha de disminuir la influencia que por nuestros antecedentes debemos tener en aquellas posesiones.
Delirio fuera pensar en recuperar nuestro antiguo dominio en América. Lo que fue no puede volver a ser ya. Por lo mismo importa que salgamos de un estado meramente expectante y pasivo, y que nos resignemos a reconocer la independencia de todas aquellas repúblicas, y procuremos únicamente estrechar lo posible nuestras relaciones con ellas.
Nuestras alianzas con los pueblos de América, deben apoyarse naturalmente en la comunidad de intereses mercantiles [211] y en la afinidad de caracteres. Ninguna otra nación reúne las circunstancias que favorecen a España para transportar los ricos productos americanos, y ser la proveedora de ellos en los puertos de Europa. La identidad de idioma, de religión, de costumbres y hasta de gustos y usos domésticos, son otros tantos vínculos poderosos que no pueden menos de unir moralmente y por largo tiempo a la España con aquellos habitantes. Ningún pabellón de Europa tiene mayores motivos que el español para merecer distinción y preferencia en aquellos puertos. Y luego, allá convidan al transporte los bálsamos y gomas del Perú, las quinas de Quito y Nueva Granada, las pieles de las cordilleras de los Andes, los preciosos y abundantes cueros de Chile y del Paraguay, los cacaos de Venezuela, y mil y mil plantas medicinales y productos peculiares al continente del Sur. Desgraciadamente no nos acompañan todas las circunstancias, para emprender con ventajas este tráfico. Carecemos de productos bastantes en calidad y abundancia para dar en cambio de los americanos, y fáltanos marina mercante para competir con los demás pueblos en el transporte. Pero a conseguir este resultado debemos aspirar incesantemente. Si en época más o menos cercana llega la España a reponerse de su actual decaimiento político y económico, encontrará en su comercio con los pueblos de América, una mina mucho más rica y fecunda que la que explotaba cuando era señora de aquel territorio. Nuestros intereses económicos y comerciales están allá: aquel es nuestro mercado natural. Y hoy en que por circunstancias mil se encuentra paralizada la exportación de nuestros escasos productos, estamos en mayor necesidad de perseguir con perseverante empeño tan vital objeto, como quiera que sin proporcionar salidas a las producciones [212] de nuestro suelo, tampoco pueden progresar ni desarrollarse nuestra agricultura, nuestra industria y nuestras artes.
He aquí en resumen el estado de nuestras relaciones con los pueblos de América. Nada hemos dicho de las Antillas españolas, no sólo porque son posesiones nuestras, sino porque ya nos hemos ocupado de ellas accidentalmente en las lecciones anteriores.
En conclusión añadiremos algunas palabras sobre el Asia, sin embargo de su casi absoluta incomunicación con la España. En efecto, nuestra debilidad política y comercial, nuestra insignificancia como nación marítima nos tienen en completo alejamiento de los países asiáticos, cuya explotación se disputan otras naciones de Europa. Sólo la circunstancia de ser dueños todavía de las ricas posesiones Filipinas, ha sido causa de tener relaciones con algunos pueblos de aquel archipiélago. Así, en el año 1836 se ajustaron capitulaciones de paz, protección y comercio entre el gobierno español representado por el capitán general de Filipinas y el sultán de Joló en el archipiélago asiático. Estas capitulaciones tuvieron por objeto estrechar la amistad entre las islas de Joló y las Filipinas españolas, y por ellas se ofrecieron protección recíproca ambas partes contratantes, para el caso de rebelión de sus súbditos, o ataques de enemigos exteriores, exceptuándose las guerras con naciones europeas. Además se acordaron varias reglas para la navegación y comercio mutuo entre los súbditos de ambos países.
Queda ya concluido, señores, el examen de nuestras relaciones internacionales y de los intereses ya comunes, ya contrarios que median entre España y las naciones extranjeras. En la lección inmediata, que será [213] la última de este curso, nos dedicaremos a presentar un resumen de aquellos intereses, y a exponer la línea de conducta que debe seguir la nación española para llegar a la altura que le corresponde entre los demás pueblos civilizados.
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