Filosofía en español 
Filosofía en español

Movimiento de la naturaleza

Gaspar Núñez de Arce
 

Estado de las aspiraciones del regionalismo en Galicia, país vascongado y Cataluña

 

 

Discurso leído
por el Excmo. Señor
D. Gaspar Núñez de Arce
el día 8 de noviembre de 1886
en el Ateneo Científico y Literario de Madrid
con motivo de la apertura de sus cátedras

 

 

Est. Tip. «Sucesores de Rivadeneyra»
Impresores de la Real Casa
Paseo de San Vicente, núm. 20

Madrid 1886

 

Señores:

Con temor me dirijo a vosotros desde este sitial donde han resplandecido para mayor confusión mía tantos varones ilustres por su saber y su elocuencia, porque me sobrecoge el presentimiento de que no he de responder, como quisiera, a la honrosa confianza que me habéis dispensado. Pero habiéndome vosotros elevado a este puesto sabiendo de antemano a quién elegíais, no podéis llamaros a engaño, y me debéis en esta ocasión vuestra benevolencia como si fuese un acto de justicia.

He vacilado mucho antes de escoger el tema de mi discurso, decidiéndome por fin a ofreceros, como asunto digno de vuestra reflexión, el estado de las aspiraciones del regionalismo en Galicia, país vascongado y Cataluña, en cuyas comarcas aparece con formas, por cierto bien distintas, pues mientras en algunas se contiene dentro de los límites de una amplia descentralización administrativa, va en otra hasta proclamar audazmente la ruptura de todos los lazos nacionales, y por ende, el aniquilamiento de nuestra gloriosa España.

No podría, ni entra en mi plan examinar desde las alturas de la especulación científica las ventajas e inconvenientes de los diversos sistemas sobre los cuales se basa la organización de los Estados. Materia tan vasta ha sido tratada bajo sus múltiples aspectos por autores eminentes de todos los pueblos y de todos los siglos, y sería en mí ridícula vanidad la de querer añadir algo nuevo al caudal de doctrina que sobre tan compleja cuestión ha ido acumulando la sabiduría humana. Mi objeto es más modesto, pero en las circunstancias actuales mucho más útil.

Sólo me propongo estudiar desde el punto de vista histórico en que busca la raíz de su derecho, el carácter del regionalismo en España, y principalmente en Cataluña, donde entrando ya por los caminos vedados de la recriminación y la amenaza, ha expuesto su fórmula más extrema. Analizando este movimiento, desde sus primeros asomos literarios hasta sus últimas ruidosas manifestaciones, es como podremos apreciar con exactitud su verdadero propósito, el cual no es otro que el de crear, con los miembros palpitantes de la patria despedazada, inverosímiles organismos soberanos, cuando más, ligados entre sí por una especie de Consejo anfictiónico, cada cual con poder ejecutivo propio, con Cortes soberanas, con administración distinta, con Códigos exclusivos, y si el caso lo requiere, hasta con diferentes lenguas.

Bien sé que estas exageraciones, condenadas por los federales mismos, hallan hasta en Barcelona, donde han nacido, escasísima resonancia, revelándolo así con abrumadora elocuencia el hecho por demás significativo de que, a pesar de su continua y atrevida propaganda, no hayan todavía conseguido los partidarios de tan mala causa llevar uno de sus representantes a las Cortes de la nación. Tampoco ignoro que hay en Cataluña elementos valiosos cuyo entusiasmo por la descentralización absoluta no se inspira en abominables odios, y que anhelan un cambio radical en los organismos nacionales, con el convencimiento honrado de que es útil a todas las regiones de la Península. No participo de las esperanzas e ilusiones de estos elementos; pero, hombre de mi siglo, respeto la sinceridad y buena fe con que profesan sus doctrinas, en tanto que no quieran imponérnoslas por medio de la fuerza. Mis censuras irán contra esa novísima secta política, que prescindiendo de todos los partidos para reclutar sus adeptos en los campos más opuestos y recoger mayor suma de rencores, envenena la desesperación de los intereses industriales en sus crisis angustiosas, provoca meetings, prepara reuniones revolucionarias y asiste a funciones de iglesia, con el fin de concitar en la fábrica, en la plaza y en el templo, las ciegas iras del exclusivismo local, no sólo contra la unidad, sino contra la existencia de la patria. Así, pues, cuando refiriéndome a Cataluña hable del regionalismo, debe entenderse, de ahora para siempre, que únicamente a los elementos particularistas aludo.

Quizás la fibra delicada de mi patriotismo da a este movimiento, aun como síntoma, valor más grande del que en realidad tiene; pero creo que cuando fenómenos de esta especie se presentan en una nacionalidad regularmente constituida, incurren en error lamentable los hombres de Estado que les niegan la debida atención. Es general, y vicio inveterado, por desgracia, entre nosotros, el no conceder importancia a un mal hasta que estalla con violencia; y no sería extraño que gentes meticulosas me censuraran por tocar una cuestión que, en concepto de muchos, no merece aún el honor de ser formalmente discutida. Pero no pienso yo de esta manera; antes entiendo que ninguna enfermedad se ha curado jamás con el silencio, el cual obedece a menudo más a la pereza del entendimiento o a los desmayos de la voluntad, que a la insignificancia de la dolencia.

Nunca deben mirarse con sistemático desdén las palpitaciones del sentimiento público, por débiles que sean; y aun cuando hasta ahora, gracias a Dios, no corra peligros nuestra unidad nacional, ni en Galicia, ni en las provincias vascas, ni en Cataluña, bueno es fijarse en estas cosas con algún cuidado. Porque si no son más que vanas aprensiones del miedo, con sólo acometerlas de frente se desvanecerán; y si, por el contrario, encierran en su fondo el germen de probables conflictos, no es acertado proceder como las almas pusilánimes, que piensan esquivar el riesgo cerrando los ojos para no verlo, ni como algunas naturalezas pasivas, que viven en el mejor de los mundos posibles, hasta que caen de pronto heridas por la catástrofe. Esta consideración me ha movido a elegir como tema de mi discurso problema de tanta entidad, siguiendo las gloriosas tradiciones del Ateneo, que siempre ha dado merecida preferencia a todas las cuestiones relacionadas con el reposo, el porvenir y la grandeza de la patria.

Pero antes necesito hacer una sencilla aclaración para descargo de mi conciencia. Por si acaso observáis en mi discurso algunas frases demasiado vivas, debo advertiros que casi todas ellas han sido tomadas literalmente de los libros particularistas que he consultado. Por lo que a mí toca, si, al juzgar las diferentes tendencias del regionalismo en las localidades donde ha despertado esta idea, hubiese inadvertidamente caído en algunas exageraciones y asperezas de estilo, las doy de antemano por borradas y no dichas; que no cabe en mí la intención de lastimar en lo más mínimo a ninguna comarca de España, todas para mí igualmente queridas, y menos a Cataluña, cuyas relevantes cualidades he podido apreciar por mí mismo, en tiempos bien difíciles por cierto, cuyos arranques de patriotismo he visto de cerca en la guerra de África y he celebrado en la de Cuba, y cuya fraternal caridad nunca ha sido la última en acudir al remedio de las calamidades con que Dios ha afligido a España. Cataluña podrá encontrar por ley natural entre sus hijos quien la quiera más entrañablemente que yo; pero ninguno que con corazón más abierto, según consta a cuantos me conocen, la considere tanto y esté tan dispuesto a ensalzar sus virtudes.

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Para apreciar el desarrollo que han adquirido las ideas regionalistas en algunos puntos de España, necesito primero consignar mis opiniones sobre su respectivo renacimiento literario, que en algunos ha coincidido y en otros se ha anticipado, como por lo general acontece en todos los países, a las primeras manifestaciones políticas.

No pertenezco al número de aquellos espíritus recelosos que condenan y proscriben las lenguas locales, cuya influencia, a medida que se reduce y aminora con la constante invasión de otros idiomas superiores, suele ser más íntima y afectiva. Comprendo el religioso amor que todos guardan a su lengua nativa por menguado y pobre que sea el territorio en que se habla; y ¿cómo no, si es la lengua del hogar, de las ternuras maternales, de las alegrías y tristezas con que nos acoge la vida, de las puras creencias y de los castos recuerdos de la infancia? No es, en verdad, la lengua en que se estudia, se negocia, se litiga, se ambiciona y se consigue; pero es la lengua que más penetrantes raíces echa en el corazón, porque es aquella en que primeramente se ha sentido. ¿Quién no la venera como santa reliquia de familia, ni quién puede olvidar sin ser ingrato, que no sólo sirvió a sus antepasados para expresar sus penas y regocijos, sino que con ella tal vez ha recibido el último adiós de sus padres moribundos?

Pero de esto a rendirle culto fanático, fuera de toda realidad, hasta el extremo de mirar con enojo, rayano de la envidia el habla oficial de la nación a que se pertenece, y que no por caprichosa voluntad de los hombres, sino por causas mucho más altas, ha llegado a alcanzar la perfección, la universalidad y el predominio que las lenguas y dialectos provinciales no han podido conseguir, hay, señores, inmensa distancia. En la infinita variedad de los verbos humanos, el mundo sería representación exacta de la torre de Babel, si no hubiese idiomas que, en virtud de su fuerza expansiva y por la energía de la raza de donde provienen, se extienden, se propagan y convierten en medios eficaces de civilización. Al paso que las lenguas locales, sólo con el contacto de otras más vigorosas, se corrompen y restringen hasta en los mismos lugares donde tuvieron su cuna, las lenguas mayores, en cuya categoría y en nuestros tiempos ocupa la castellana el tercer lugar, siguen majestuosamente su curso, recogiendo, o más bien, diluyendo en su corriente, como caudalosos ríos, todos los idiomas o dialectos indígenas de los países que ocupan o han conquistado.

A decir verdad, sólo por algunos ideólogos de Cataluña, de aquel suelo nobilísimo, tan sólidamente unido a los demás miembros de España, se protesta contra esta ley fatal que rige el desenvolvimiento, marcha y destino de las lenguas, y se entiende de modo tan egoísta el cariño debido al idioma regional. Ni en Asturias, ni en Galicia, ni en las provincias vascas, se entiende de esta suerte: ni siquiera en Valencia y Mallorca, comarcas de dialectos catalanes, donde no se cree incompatible el uso del habla propia con el estudio de la lengua nacional, y cuyos ilustres ingenios no sólo saben ser al mismo tiempo tan grandes poetas lemosines como grandes poetas españoles, sino que, orgullosos del envidiable privilegio que deben a la Naturaleza, hacen gallarda muestra de él, entonando en dos idiomas hermanos, himnos de glorificación y alabanza a la patria común.

Lejos de esto, el particularismo catalán, perdido en el laberinto de sus intransigencias, cae en la extravagancia de formular amargos cargos contra la nacionalidad española por haber fomentado la enseñanza y el uso del castellano en las escuelas del Principado. Es decir, que se queja de que, no por un procedimiento excepcional y tiránico, sino por el que se emplea, sin que levante oposición alguna, en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en Italia, en todas las naciones donde, como en la Península, hay también variedad de lenguas o dialectos, se ponga en posesión de una raza emprendedora e inteligente el medio más eficaz de influir en los destinos del Estado a cuya grandeza contribuye, y de ejercitar su actividad en Europa, en América, en África, en Asia, entre los cincuenta y cinco millones de seres humanos que, repartidos por la tierra, tienen como propia la lengua oficial de España. Seguramente, señores, os costará trabajo concebir tanta obcecación y tan recia intolerancia. Pues qué, aun suponiendo que el particularismo catalán consiguiera realizar sus quiméricas aspiraciones en el grado máximo en que las acaricia, organizando un Estado independiente, o poco menos, del lado de acá de los Pirineos, ¿imagina acaso que le bastaría su lengua, hablada sólo por reducido número de gentes y contenida en espacio limitadísimo, para ponerse en continua y provechosa comunicación con el mundo? No abona tal presunción, desprovista de todo fundamento racional, el sentido eminentemente práctico y positivista que esta secta política atribuye, con la mayor modestia, a sus paisanos, porque es evidente que Cataluña, ya siga como ahora formando parte integrante de una gran nacionalidad, o ya se constituya en Estado libre, no podrá prescindir, si no quiere condenarse a estéril aislamiento, de usar, en sus relaciones con los demás pueblos, otro idioma más generalizado que el suyo, muy digno, sin duda, de la curiosidad del filólogo y de la admiración del literato; pero que no tiene la fijeza indispensable, ni la extensión necesaria, ni la potencia bastante para pretender la universalidad de las lenguas dominadoras.

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Estas diferencias radicales en la manera de considerar el elemento lingüístico producen lógicamente diferencias no menos hondas en la índole y dirección de las literaturas particulares. Lo mismo en Galicia, cuyo regionalismo se dibuja hoy como embrión informe, que en las provincias vascas, en donde aquella tendencia ha adquirido determinaciones más precisas, los escritores que en ambos países impulsan el movimiento literario, no se desdeñan de escribir tan corrientemente como el habla nativa, la lengua castellana. En sus colecciones de poesías, en sus revistas, en sus libros alternan fraternalmente una y otra; en ambas exponen sus quejas y alimentan sus esperanzas, y con espíritu más amplio que el de muchos literatos catalanes, comprenden que, tanto por los vínculos formados durante una unión prolongada, cuanto por su propio interés, no les conviene descuidar el idioma nacional, el cual abre y entrega a su iniciativa vastos y ricos continentes en ambos hemisferios.

La literatura catalana, en cambio, retraída y esquiva desde el comienzo de su nuevo renacimiento, encerrándose en sí misma como el gusano de seda en su capullo, se desentiende de todo cuanto pasa a su alrededor, y mira a las demás provincias como una vieja desconfiada que observa a sus vecinos por el ventanillo de la puerta o el ojo de la cerradura. Y cuenta que, al hablar así de la literatura catalana, no me refiero tan directamente al conjunto de sus obras, donde hay bastantes de mérito superior, cuanto al espíritu que en general la inspira, o mejor dicho, la perturba. Si no ocupara mi atención otro empeño más arduo, y sólo tratara ahora de escribir un estudio crítico, no me cansaría de prodigar en él sinceros elogios a algunas hermosas producciones con que en la poesía lírica, en el teatro y en la novela han honrado y honran escritores insignes a la tierra catalana en que han nacido. Diría que una literatura entre cuyos cultivadores se cuentan autores dramáticos como Soler y Guimerá, que han enriquecido la joven escena del Principado con inspiradas creaciones; novelistas como Oller y Vidal y Valenciano, cuyos libros se distinguen por su profundo conocimiento del corazón; críticos de tanta sagacidad como Sarda e Ixart, y poetas como Aguiló, Balaguer, Collell y Verdaguer, que han sabido elevarse con vuelos de águila a las más altas cumbres del Parnaso, aplauso nada más merecería, si no circulara en el raudal de sus obras, salvas honrosas excepciones, el veneno del exclusivismo, o más bien, una desembozada aversión a las cosas de Castilla.

Faltaría, sin embargo, a la buena fe si ocultase que no en todos los géneros literarios se ha revelado con la misma fuerza esta malquerenciasistemática. La escena y la novela, aun cuando no exentas de toda culpa, han sido siempre más moderadas en la expresión de su desvío, el cual ha campado y campa a su antojo, en algunos trabajos calificados de históricos, cuyos errores e insidias saltan a la vista del más ignorante, y principalmente en la poesía lírica, desde sus orígenes romántica y quejumbrosa. Seducida por el brillo del renacimiento provenzal, cuya influencia siente desde 1868, no ha acertado a seguir los impulsos generosos de aquella alegre y expansiva región del Mediodía de Francia, que, si tiene legítimo orgullo en ser la patria de Mistral, no le tiene menor en haber dado vida a famosísimos escritores nacionales, y en donde el noble cantor de Mireio, al esculpir en su poema con estilo virgiliano las leyendas, tradiciones y excelencias del suelo natal, exclama enternecido, olvidándose de añejos resentimientos y tendiendo amorosamente los brazos a su gran patria: «La Provenza cantaba y el tiempo corría; y como el Durenzo pierde su curso en el Ródano, así el risueño reino de Provenza se durmió al fin en el seno de Francia. ¡Oh Francia! Lleva contigo a tu hermana… Dirigíos juntas hacia lo porvenir en la alta empresa que os solicita. Tú eres la fuerte, ella es la hermosa, y veréis huir la rebelde noche delante del resplandor de vuestras frentes coronadas.»

Pero, como antes he dicho, en vez de imitar el ejemplo de Provenza, cuyos agravios contra la niveladora centralización francesa serían, si los expusiera, mucho más justificados que los del falso catalanismo contra la hegemonía castellana, el renacimiento literario del antiguo Principado sólo pensó en reavivar odios anacrónicos y resucitar rivalidades de largo tiempo atrás extinguidas. Inflamado con la memoria de ofensas tradicionales no muy conformes con la realidad histórica, gozóse casi desde sus primeros pasos en escarnecer, calumniar y maldecir a Castilla, que para los promovedores de aquel movimiento es, y continúa siendo, el resto de la Península donde no se habla lengua catalana. Hízose de moda en los certámenes solemnes de los Juegos florales la lectura de discursos y poesías consagradas a la patria, reducida a términos tan mezquinos que podía caber holgadamente bajo la chimenea del hogar, para dolerse en períodos fogosos o en melancólicas estrofas de la opresión en que había caído, como si estuviese en manos agarenas y no disfrutara de todos los derechos y franquicias a que puede llegar un pueblo libre. No hubo fábula absurda, ni episodio histórico, ni preocupación vulgar que no sirviera entonces de estímulo para escribir alguna lamentación sobre la esclavitud de Cataluña o alguna diatriba contra los desmanes de Castilla. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, aquellas descomunales y reiteradas embestidas contra la mayoría de los compromisarios de Caspe por haber creído, en conciencia, que el cetro de Aragón correspondía de derecho a un infante de Castilla, y las tristes leyendas y desconsoladas elegías en que, a vuelta de mal disimulados ataques a la unidad española, lloraban sus autores a lágrima viva, como si se tratara de su padre, la trágica suerte del Conde de Urgel, el desdichado? ¿Ni cómo es posible olvidar tampoco las frecuentes alusiones dirigidas en provenzal o catalán a la maltratada Condesa (la Condesa era Barcelona), en donde se la representaba, abatida y casi moribunda, justamente cuando su puerto se llenaba de naves y sobre su espléndida corona se levantaban, como testimonio de su poderío presente, los penachos de humo de sus numerosas fábricas, focos de civilización y de vida alimentados por toda España?

Con el transcurso de los años, esta turbia corriente de odios fue aumentando de tal modo, que ya no pudieron contenerla los cauces literarios por donde hasta entonces se había deslizado, y la política, en sus manifestaciones más extremas, se apoderó de este elemento de discordia, en la forma y medida que expondré cuando sea oportuno. Fundáronse sociedades, periódicos y revistas para sobrexcitar este espíritu de intransigencia local, celebrando como virtudes heroicas las rebeldías que tantas veces han sumido a nuestro desgraciado pueblo en mortales angustias, y haciendo calorosas defensas del duro régimen con que Francia quiso domar a Cataluña en el siglo XVII; hasta para patentizar su hostilidad hacia la patria común por medio de pueriles viñetas alegóricas, en que se figuraba el escudo de Aragón partido y atravesado por un puñal con las armas de Castilla. Y ya lanzada por estos despeñaderos, arrebatada por el vértigo, y habiendo roto todos los diques de la prudencia, esta liga político-literaria ha llegado recientemente en su extravío hasta el extremo de calificar de ridículo quijotismo, sólo merecedor de burla, la indignación que arde mal reprimida en todas las almas españolas contra los detentadores de Gibraltar, semejante a la que enciende los corazones franceses contra los actuales dueños de la Alsacia-Lorena, y a considerar casi como un acto de vanidosa locura, ¡parece increíble! los sacrificios inmensos, superiores a los que ninguna otra nación habría hecho en el mismo caso, según nuestros propios censores confiesan, realizados por España para conservar la isla de Cuba y mantener incólume la integridad nacional.

¡Ah, señores! Preguntad a los catalanes que labran en nuestra gran Antilla su fortuna a fuerza de perseverancia y honrado trabajo, si los que tales monstruosidades escriben interpretan fielmente su pensamiento; preguntádselo a los vecinos de esos risueños pueblos de la costa mediterránea, desde Rosas hasta los límites de Valencia, cuyo engrandecimiento y prosperidad, cada vez mayores, proceden de la navegación y el comercio que sostienen con nuestras provincias americanas; preguntádselo también a los que con las legítimas riquezas que han traído de aquellos lejanos países, no por lejanos menos nuestros, han convertido a Barcelona, abriendo suntuosas calles y estableciendo centenares de fábricas, no sólo en la primera ciudad de España, sino en una de las más hermosas del mundo, y todos os dirán a una que calumnia sus intenciones quien expresa, tomando el nombre de Cataluña, ideas tan contrarias a sus sentimientos, así como que, si es locura defender la integridad de la nación, ellos son los primeros y más rematados locos, porque estarán dispuestos hoy; mañana y siempre a gastar en tal empresa, si fuera necesario, en unión de las demás provincias hermanas, el último céntimo de sus ahorros y la última gota de su sangre.

La complicidad de algunos elementos literarios en las algaradas de esta política perturbadora es notoria, y quiera Dios que no contribuya a precipitar su decadencia, porque anda, para alcanzar vida saludable, en muy malas compañías. Observad, si no, la extraña coincidencia de que en las dos ocasiones solemnes en que el particularismo se ha mostrado en Barcelona más agresivo y contrario a la unidad de la patria, primero cuando la celebración del tratado de comercio con Francia, y últimamente cuando las Cortes aprobaron el modus vivendi estipulado con Inglaterra, la iniciativa de estas manifestaciones no partió espontáneamente, como era lógico, de los centros industriales, sino de algunos literarios; y recordad también, como dato curioso, que la Comisión encargada de poner en manos del rey D. Alfonso el que ha dado en llamarse Memorial de agravios de Cataluña, se componía, casi en su totalidad, de poetas líricos, autores dramáticos y escritores que han conquistado en su país, y en el cultivo de su lengua, merecida nombradía.

Seamos francos: ¿cómo ha de despertar en las demás provincias cariñoso interés una literatura que, sean cuales fueren sus primores, a semejantes enormidades ha dado origen; que desde sus comienzos ha sido, según declaración expresa del pontífice máximo del catalanismo intransigente, «una protesta y una reivindicación», y que en vez de atemperarse a los afectos más arraigados del pueblo español, parece como que se complace en ajarlos y herirlos? La patria común ha hecho en este caso lo que debía hacer. Ha procedido como benigna madre maltratada por un hijo desnaturalizado; contestar a tan inmotivadas y sacrílegas agresiones, no, como algunos escritores catalanes afirman, con la conjuración, sino con la magnanimidad de su silencio.

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He expuesto, señores, cómo y hasta dónde influye y pesa la manera con que se cultivan las lenguas y literaturas particulares en las manifestaciones del regionalismo, y cúmpleme ahora señalar el rumbo que este movimiento sigue en las dos únicas comarcas de la Península donde indudablemente existe: en las provincias vascongadas y Cataluña. Porque si bien es cierto que en Galicia también apunta, es hasta ahora, según antes os he indicado, de modo tan tímido, inofensivo y nebuloso, tal vez por no encontrar condiciones favorables para su desarrollo, que puede considerársele como un vago anhelo, nada más. Ni las grandes ciudades completamente castellanizadas y donde apenas se habla ya la lengua gallega, ni el pueblo de las aldeas, tan malicioso como prudente, dan calor a las declamaciones y promesas de algunos escritores, cuyo mérito me complazco en reconocer, que sueñan en cosas imposibles, como podrían soñar en las felicidades perdidas del Paraíso o en las futuras bienandanzas de la vida eterna. Hay en aquellas leales y honradas provincias ¿para qué negarlo? la creencia, quizás no del todo infundada, de que no han sido algunas veces atendidas por los Gobiernos con el interés y el afecto a que tienen derecho incuestionable; pero es menester confesar, en honra de ellas, que nunca estacreencia ha traspasado los límites de queja fraternal, ni ha revestido formas hostiles a la tranquilidad de la patria.

Más concretas y terminantes, aunque tampoco peligrosas, son las aspiraciones de la región vasca, que ha vivido hasta hace pocos años bajo un régimen propio, y que es natural eche de menos con mayor intensidad sus venerandos fueros, cuando todavía no se ha apagado en ella la profunda pena de haberlos perdido.

Pero es tan claro en la raza éuskara el sentido moral, y se abre tan fácilmente camino en sus corazones la idea de la justicia, que renunciaría de buena voluntad al restablecimiento de privilegios odiosos, contrarios a todo principio de equidad y a toda noción de derecho, como el de la exención de quintas, por ejemplo, y se daría por muy satisfecha –estoy persuadido de ello– con que sin menoscabo de los intereses generales, se restaurara, en lo posible, su tradicional autonomía administrativa y económica. ¿Quién sabe? No es difícil que andando el tiempo, y según las doctrinas francamente descentralizadoras, sin medrosas desconfianzas, vayan ganando terreno en las esferas oficiales, se llegue sobre estas bases a una concordia definitiva, y recobren, así las Provincias Vascas como las demás del reino, toda la plenitud de facultades compatible con la existencia de un robusto organismo nacional.

Resulta, pues, como siempre he creído, que solamente en Cataluña, o hablando con exactitud, en Barcelona y en los puntos adonde alcanza demasiado viva la influencia literaria o la pasión política de la capital del Principado, germina el regionalismo intransigente, que quisiera trastornar los cimientos de la sociedad española y destruir de un golpe la obra de muchos siglos. Gerona, Lérida y Tarragona permanecen casi extrañas a este impulso demoledor, cuya impotencia se delata en la ira mal contenida con que algunos de sus instigadores califican a sus propios paisanos de hijos decaídos, egoístas y degenerados de Cataluña. ¿Y sabéis, señores, por qué sucede esto? Porque el regionalismo no es allí un sentimiento que surge espontáneo e impetuoso del fondo de las clases populares, como el fanatismo religioso o el fanatismo revolucionario: es la concepción artificial y artificiosa de unas cuantas inteligencias demasiado apasionadas, que en el fervor de su propaganda, suelen tomar, con frecuencia, la voz de sus antipatías e intereses por la expresión de colectividades, en realidad, indiferentes y mudas a malévolas sugestiones. Sabido es que un pueblo cuando está aguijoneado por un deseo vehementísimo, cuando aspira a un fin, cuando persigue con tenacidad un propósito, en todo revela el ansia que le devora, hasta en sus cantares, que es quizás donde más sinceramente descubre su corazón, el cual, como un arpa eólica, vibra y suena al compás del viento que le hiere. Sus amores, sus aborrecimientos, sus dudas, sus temores, sus esperanzas, sus cóleras, sus despechos, todos los afectos que le embargan, aparecen en sus sencillos y viriles cantos, y mucho más en las regiones meridionales, bajo cuyo cielo clemente todo busca la luz: la Naturaleza y el alma. Altivo, valeroso, incapaz de ceder a la presión del miedo, el pueblo catalán, como el de toda la península, ha cantado sucesivamente los varios estados de su espíritu al través de las vicisitudes de los tiempos. Ha exhalado en coplas vibrantes su sed de venganza contra los invasores durante la guerra de la Independencia, mientras sellaba con sangre su acendrado españolismo en los desfiladeros del Bruch y dentro de los muros de Gerona. Ha expresado con la misma energía las encontradas pasiones que le movían en los tristes y alternados períodos de nuestras discordias civiles, y ahora mismo, monárquicos y republicanos, confían a la musa popular la confesión de su fe y la fuerza de sus esperanzas. Pero ¿en qué cumbre, en qué valle, en qué rincón de Cataluña ha recogido el regionalismo intransigente la saña feroz que le anima y envenena contra Castilla? ¿Dónde ha oído, en nuestros días, los anatemas y maldiciones con que él la execra? En ninguna parte. Esas plantas no se crían en tierra de España al aire libre; son flores de estufa, o más bien, flores de trapo que sólo se ven y lucen en alguna literatura culta, aun no curada de arcaicas preocupaciones.

Hay, para que estas ideas se desenvuelvan algo más en Barcelona, causas especialísimas y puramente locales. La capital del Principado es el centro del movimiento literario que tanta responsabilidad tiene en la torcida dirección del regionalismo, y es además un pueblo que siempre ha mirado con celosa rivalidad, impropia de su grandeza, a la capital de España. Ciudad industrial, comercial, marítima y emprendedora, siéntese como humillada de que otra ciudad, cuyos elementos de vida juzga muy inferiores a los suyos, tenga sobre la nación una preponderancia, a su entender, no solamente inmerecida, sino usurpada. Madrid es para muchas gentes una población sin condiciones intrínsecas de existencia, y a pesar de la crecidísima cuota con que contribuye al levantamiento de las cargas públicas, créenla una especie de vampiro monstruoso que, a la sombra del poder central, se alimenta y engorda con la sangre de las provincias. Tales vulgaridades, cuya falsedad se ha comprobado una y cien veces con los argumentos más testarudos y contundentes que conoce la dialéctica, es decir, con datos, números y hechos, están, por desgracia, muy arraigadas en toda España, y mayormente en Barcelona, donde, en parte por error de entendimiento, y en parte por excesivo orgullo local, hay muchos que consideran a la capital de la monarquía como un antro abominable, únicamente habitado por insaciables parásitos, empleados corrompidos, agiotistas sin escrúpulos y ambiciosos sin conciencia.

Adulando estas flaquezas del amor provincial y enconando con acres estimulantes la natural excitación de intereses que se han creído, o que realmente han sido lastimados, porque no quiero entrar en esta cuestión, ajena en el fondo al tema de mi discurso, es como el regionalismo ha podido presentarse en Barcelona con apariencias de vida y hacer que fervorosos católicos e incrédulos impenitentes vayan juntos en tropel revuelto y en son de protesta, así a una manifestación agitadora, como a unas honras fúnebres, en su esencia, no menos agitadoras que la misma manifestación.

¿Qué más da? Ayuntamiento híbrido, y por tanto estéril, de opiniones encontradas, aunque igualmente extremas, fundidas por el renacimiento literario en mortal enemiga contra Madrid y la lengua castellana, este catalanismo bastardo pide y desea en nombre del elemento ultramontano la resurrección de sus antiguallas forales, cuya bandera ha enarbolado D. Carlos, y a la vez, en nombre de elementos radicalísimos, la constitución de un Estado independiente, adherido a la nacionalidad española, a lo sumo, por vínculos nominales, si es que no llega en su extravío hasta proclamar las excelencias de una separación insensata.

Con la jactancia de ser un sistema lógico, racional y práctico, es el delirio más confuso de cuantos pueden salir de cerebro humano enfermo. Simultáneamente teocrático y racionalista, monárquico y republicano, idólatra de los pasados tiempos y ardiente defensor de los principios proclamados por la revolución francesa, el particularismo catalán no es más, en resumen, que la reunión fortuita de dos exageraciones irreductibles, juntas, pero no confundidas, como dos rieras dentro de la misma jaula, en el círculo estrecho de un renacimiento literario, falto en su origen de generosos ideales y de amplios horizontes.

Mas tal como es, marchando al través de las mayores contradicciones y de los más inexplicables contrasentidos, como viajero que camina sin guía y al azar por selvas vírgenes e inexploradas, ha formulado, bien desabridamente por cierto, sus ofensas, y ha presentado sus soluciones en tres textos curiosos que, según tengo entendido, son, si no obra de la misma mano, inspiración del mismo ingenio: la Memoria presentada el año pasado a S. M. el Rey D. Alfonso XII; unos artículos impresos primeramente en francés en la Revue du Monde Latin, no diré sobre España, sino contra España,y un libro publicado en catalán por el último presidente de los Juegos florales de Barcelona. Tienen, el autor, o los autores de estas obras, la pretensión de haberlas escrito abundando en el sentido práctico y analítico, propio del genio catalán, como para formar contraste con las vanas imaginaciones a que, según ellos, es tan inclinado el pueblo castellano; y en efecto, en las tres muestran su repugnancia invencible a las generalizaciones, generalizando desde el principio hasta el fin de un modo pasmoso. Es de ver de qué manera, en estas producciones –que podrían calificarse de catecismo regional de Cataluña, si Cataluña aceptara como suyas, lo cual está muy lejos de suceder, las opiniones de un grupo exiguo pero bullicioso– se plantean y resuelven con un rasgo de pluma, los más arduos problemas antropológicos, étnicos y políticos, y con qué soberana desenvoltura, por medio de afirmaciones rotundas, a las cuales sólo falta la demostración de la prueba para adquirir valor científico, se lanzan sus autores, hacha en mano, por las intrincadas espesuras de la historia nacional, para convencernos de que en España, como si se tratara de Inglaterra invadida y conquistada por los normandos, ha habido durante las últimas centurias, y lo que es más asombroso, hay todavía en nuestros tiempos democráticos, razas dominadoras y razas dominadas.

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Convendréis, señores, conmigo en que la tesis nada tiene de pacífica y conciliadora, viéndose en sus expositores, más que el propósito de discutir el pro y la contra de una nueva organización nacional, en la alta esfera de los principios, la intención de abrir abismos infranqueables entre los miembros de la familia española. Como premisa necesaria para desenvolver sus agudos argumentos, el catalanismo empieza sentando, por la voz de sus más autorizados doctores, cual si se tratara de un hecho rarísimo, que España, más que una nación regularmente constituida, es un compuesto heterogéneo de pueblos distintos y hasta opuestos. Cualquiera extranjero un poco filósofo –dice– que, penetrando en la Península por Irún, recorra y visite la provincias vascas, Asturias, Galicia, ambas Castillas, Andalucía y Cataluña, al recordar, después de haber terminado su excursión, que durante su viaje ha oído hablar, no una lengua y algunos dialectos, sino diversas lenguas, y ha observado, a más de estas diferencias de idioma, otras igualmente esenciales desde el punto de vista etnográfico, sociológico y folklórico, no podrá menos de sostener, con íntimo convencimiento, que no ha estado en una nación, sino en varias naciones. –Convengamos en que el extranjero que sobre tan frágiles cimientos levantase conclusión tan absoluta, revelaría, a pesar de sus humos filosóficos, que ignoraba por completo la geografía y la historia. Suponed, señores, que ese extranjero, antes de entrar en España, se detiene en Francia, la potencia políticamente más unificada de Europa y acaso del mundo, donde oye hablar, amén de los noventa patois que se usan en aquel Estado, según consta de la colección mandada formar por el ministro Chaptal durante el primer Imperio, la lengua catalana en el Rosellón, la provenzal en las orillas del Ródano, la vascongada en los bajos Pirineos, un idioma céltico en Bretaña, el italiano en Córcega y Niza, y, dado caso de que hubiese verificado su expedición antes de la guerra franco-prusiana, dialectos alemanes en Alsacia y Lorena; suponed además que nota la variedad de trajes, de costumbres, de tradiciones, de densidad de población, de estado agrícola e industrial y hasta de creencias religiosas entre aquellas provincias, y de todo esto tendrá que deducir, so pena de andar a la greña con el sentido común, que Francia tampoco es una nación, sino varias naciones, todavía con diferencias más profundas que las que existen en España, donde al cabo sólo se registran cuatro lenguas, no importadas de extraños países, sino de raíz castiza y propia: el euskaro, el castellano, el catalán y el gallego. Pero ¿por qué pararse en Francia? El extranjero prosigue su instructiva peregrinación; recorre Inglaterra, pasa por Austria-Hungría y Alemania, hasta llegar a Rusia, impenetrable caos de razas y religiones, bajo el yugo de un autócrata; y por mucho que se le hayan resistido en su niñez los rudimentos históricos y geográficos, debéis estar persuadidos de que vuelve a su patria sabiendo, por fin, lo que quizás con menos filosofía, y excusándose las molestias del viaje, habría podido aprender en su casa, con sólo hojear en sus horas de ocio algunos libros elementales; es a saber: que todas las grandes nacionalidades han sido, son y seguramente serán en lo sucesivo, conglomeraciones más o menos consistentes de razas y pueblos distintos, formadas por la conquista, el mutuo consentimiento, la comunidad de creencias e intereses, las necesidades de la recíproca defensa y la acción lenta, pero consolidadora, del tiempo.

Y sabría más, si quisiera ahondar el estudio y le interesaran, en efecto, las cosas de nuestra tierra. Sabría que España, situada en un extremo de Europa, encerrada entre dos mares y resguardada por la cordillera pirenaica contra ajenas codicias, es, tal vez, de todos los Estados de nuestro continente, tanto por su posición geográfica cuanto por su configuración geológica, el que reúne mejores condiciones para seguir formando siempre un fuerte y compacto organismo nacional. Los hijos de sus elevadas y áridas mesetas centrales, avezados a todos los rigores de un clima rígido y desigual, han sido en las épocas pasadas, y lo serían aun cuando nuevas razas reemplazasen a las que hoy ocupan la Península, un irresistible elemento de nacionalización, porque en su lucha por la existencia, se verán siempre forzados a descender por ambas vertientes hacia las costas, buscando las salidas y los beneficios del mar. Esto explica la hegemonía de Castilla, no debida a la voluntad de los hombres, sino a las leyes incontrarrestables de la Naturaleza. Transcurrirán los siglos; nuevas guerras y fundamentales revoluciones podrán cambiar los destinos de Europa, borrando las inciertas y caprichosas fronteras de la mayoría de sus Estados, y España, en medio de tantos trastornos, continuará siendo una sólida entidad geográfica y nacional, tan defendida y firme como la roca perdida en la soledad del Océano, que resiste, sin conmoverse, la incesante sacudida de las olas y el furor de las tempestades.

Partiendo del singular descubrimiento hecho tan a deshora y con tan poca fortuna por el consabido extranjero filósofo, el catalanismo divide arbitrariamente las varias razas que pueblan nuestro territorio en dos agrupaciones típicas y características, de cualidades contrapuestas, que atraen y absorben a las demás por la ley de las afinidades: la agrupación central-meridional, que tiene por base ambas Castillas y se extiende a todas las regiones reconquistadas por sus armas; y la agrupación norte-oriental, cuyo núcleo es Cataluña, compuesta, no sólo de los Estados que constituyeron la antigua monarquía aragonesa, sino también de los diversos pueblos que habitan la vertiente peninsular de los Pirineos hasta el golfo de Cantabria. Y ved, señores, cómo exaltado por el afán generalizador que tanto condena en el genio castellano, clasifica el catalanismo, por la sola razón de que se le antoja, a todas estas provincias, hasta a aquellas que han hablado siempre la odiada lengua oficial y jamás han tenido la menor conexión con Cataluña, como satélites del Principado; y declara ex cathedra, que, además del aragonés, a veces no muy bien avenido con su vecino de allende el Ebro, el navarro, el vasco, el gallego, el asturiano, hasta el natural de las montañas de Burgos, gloriosa cepa de los más ilustres linajes de Castilla, son pueblos de «temperamento, índole, tendencias y aspiraciones catalanas», lo cual ellos no habrían sabido, ni sospechado siquiera, si el particularismo, con fraternal solicitud, no se hubiese apresurado a darles tan grata noticia. ¿No es cierto, señores, que este originalísimo sistema de clasificación, que con tan gentil desenfado se impone a la lingüística, a la antropología, a la geografía y a la historia, justifica plenamente las facultades reflexivas, metódicas y prácticas de que el catalanismo se muestra tan envanecido?

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Repartida de esta suerte la Península entre castellanos y catalanes, echando sobre la carta de España una línea divisoria como la que trazó el papa Alejandro VI sobre el mapa del mundo para separar las conquistas de españoles y portugueses, establece el regionalismo un paralelo entre el carácter castellano y el carácter catalán, y en este punto es donde, rompiendo todo freno, se despacha a su gusto, haciendo descubrimientos tan peregrinos, o acaso más, que los del extranjero filósofo con quien hemos tenido ocasión de trabar conocimiento en los párrafos anteriores.

Es el pueblo castellano –según sostiene con admirable sagacidad– uno de los más señalados que existen en Europa, correspondiéndole en la escala humana por alguna de sus condiciones, el extremo opuesto al que ocupa la gente anglo-sajona.

«Esta es la más completa representación del positivismo basado en el sentido práctico individualista, mientras que aquel es la genuina expresión del idealismo, apoyado en el más inconstante afán de abstracciones. Son respectivamente Jhon Bull y D. Quijote.» Como consecuencia de su espíritu idealista, hasta la exageración, resalta en el pueblo castellano una tendencia generalizadora, aventurera, absorbente, dominadora, propensa a enamorarse de vanas quimeras. ¿Conocéis el retrato? De fijo que no, porque a pesar de la autoridad dogmática con que se os presenta, pugna la imagen con la exactitud de los hechos, con los rasgos más expresivos de la fisonomía que se ha querido copiar, y con las más vulgares enseñanzas de la historia. Y si no, veámoslo.

Nadie ignora que en aquellos seres humanos en quienes la fantasía prepondera con exceso, las manifestaciones de la voluntad suelen ser vehementes, pero poco perseverantes. Alucinados por las varias perspectivas que su propia imaginación les forja, tan mudables como los celajes de las tardes de otoño, no sobresalen por la firmeza de sus convicciones ni por la persistencia en sus propósitos. Así es que donde quiera que veáis, en los individuos o en las colectividades, un pensamiento que no cambia, una constancia que no desmaya y una resolución que crece con los obstáculos, podéis asegurar, sin el temor de ser desmentidos, que en ellos no impera, ni en poco ni en mucho, una mente soñadora.

Precisamente el verdadero pueblo castellano, el que desde los llanos de Burgos avanza sin cesar, dilatando la ley de Cristo por tierra de moros, es de todos los peninsulares, el que más se ha sustraído siempre al influjo de idealismos fascinadores. No teniendo la viva impresionabilidad de los meridionales, ni la impetuosidad irreflexiva de los levantinos, ni el cálculo prudente, aunque tardo, de los hijos del Norte, tiene, en cambio, una ponderación de facultades medias que, sin detrimento de su energía, le impide caer fácilmente en los extremos de la pasión y en los excesos de la violencia. Es constante, pero no terco; no es pronto al entusiasmo, pero tampoco al desaliento; no es brillante, pero es sólido; toda exageración le encuentra frío, y no obstante su altivez quisquillosa, o si os parece mejor, algún tanto vana, posee en alto grado la virtud más difícil de encontrar en las colectividades neo-latinas: la virtud de la obediencia. Recordad, señores, la intervención que ha tenido Castilla en los febriles trastornos que nos han conmovido en el curso del presente siglo, y veréis cuan escasa es comparada con la que corresponde a las demás regiones peninsulares: la historia, que registra pronunciamientos en Galicia, alborotos en Andalucía e insurrecciones y guerras prolongadas en las provincias del Norte, Aragón, Cataluña y Valencia, no consigna en sus páginas, –excepción hecha de Madrid, que, como las grandes capitales, es un pueblo cosmopolita, sin carácter propio determinado,– ningún movimiento cuya iniciativa haya partido de Castilla; y sin embargo, en cuantas grandes crisis han conturbado a España, ha sido materia dispuesta a todos los sacrificios, base de toda reconstitución y nervio de toda resistencia.

Y esto ha sido siempre. Desde que aparece como Estado político, se consagra pacientemente, sin que ninguna otra idea le distraiga durante largos siglos, a la redención de España: adelanta sin vacilar en su obra de reconquista; no pierde su fuerza en luchas exteriores, ni aspira a posesiones lejanas; mira con horror todo empeño que pueda apartarle de su fin providencial, y antes de invadir la casa ajena pone el mayor cuidado en edificar sólidamente la propia. Y mientras la monarquía aragonesa, cuyas glorias admiro, eminentemente práctica, según la crítica particularista, gasta la sangre de sus regnícolas en empresas temerarias, sustenta y mantiene guerras desastrosas al otro lado de los Pirineos, donde nada tiene que ganar, y lleva su dominación a Cerdeña, Sicilia y Nápoles, la monarquía castellana, fundada y engrandecida por una raza soñadora, sin firmeza de juicio, dada tan solo a abstracciones y sutilezas del ingenio, no ceja en su trabajo lento, pero fecundo; no se olvida un instante de su misión civilizadora; a pesar de que alienta en ella el alma de Don Quijote, no inspira a sus hijos locuras, heroicas, es verdad, pero al fin locuras, tales como la acometida por los almogávares en Oriente, y no da paz a la mano ni reposo al espíritu hasta que consigue la completa y definitiva liberación del territorio nacional.

Termina la reconquista, y el advenimiento de la dinastía austríaca tuerce de pronto la política tradicional de Castilla, bien tristemente, por cierto, para sus libertades. No sus intereses propios, sino los de la casa Real aragonesa, metida en todas las complicaciones de Italia, que era a la sazón el campo de batalla de Europa, son los principales fautores de aquel acontecimiento; porque sin la necesidad en que se vio de buscar aliados poderosos contra la secular enemistad de Francia hacia Aragón, el sagaz Fernando el Católico no habría concertado las dobles bodas de sus hijos con los del emperador Maximiliano de Austria. No se deja Castilla alucinar por tanta grandeza, y entra obligada, ¿qué digo obligada? entra vencida en el torbellino de la política europea; ve con malos ojos la elevación de D. Carlos al trono imperial de Alemania; sus Cortes conceden a duras penas, bajo el peso del soborno y la amenaza, los subsidios que se la piden, y sus ciudades, como si tuvieran el presentimiento de catástrofes futuras, se congregan y alborotan. Pero la autoridad real se impone; la antigua constitución castellana queda mermada, y no por natural impulso, sino por fuerza, según comprueba la constante protesta de sus ya abatidas Cortes contra las guerras lejanas, Castilla, hasta entonces contenida en sus límites peninsulares, interviene como parte integrante de la nación española en las contiendas del mundo, de donde sólo habíamos de sacar, en compensación de una gloria deslumbradora, pero efímera como el resplandor del relámpago, nuestra rápida decadencia y total ruina.

Tal es, históricamente considerado, el pueblo que, con manifiesta preterición de la verdad, presenta el catalanismo como el más imaginativo y fantástico de la tierra. Juzguémosle ahora por sus cualidades propias, y veremos hasta qué punto es cierto el amor a las aventuras con que la malevolencia de sus acusadores pretende desfigurarlo.

¡El pueblo castellano aventurero! Parece mentira que esto se escriba por plumas españolas. Apegado a su hogar con tan fuertes raíces como el árbol a la tierra en que ha crecido, y bastante cauto para no dejarse engañar por las seducciones del deseo, prefiere, a pesar de residir en las comarcas más pobres, tristes y desoladas de la Península, el terrón heredado, a las obscuras promesas de lo desconocido; y mientras los hijos de las provincias del Oriente, del Norte y del Noroeste de España, tan prácticas y positivas, según el regionalismo catalán, emigran a millares, como las aves de paso, cegados por el ansia de hacer fortuna en países remotos, donde para un venturoso que logre su objeto, hay tantos infelices que sucumben en la desesperación y la miseria, el pueblo idealista por excelencia, el D. Quijote de Europa, permanece tranquilo en su casa, compadeciéndose de los ilusos que, devorados por la sed de riquezas, casi siempre falaces, rompen sin esfuerzo los lazos del hogar, de la familia y de la patria. La emigración de Castilla, propiamente dicha, no representa apenas el tres por ciento en el cuadro de la emigración peninsular para América y las vecinas costas africanas, suministrando el mayor contingente el antiguo Principado, islas Baleares, reino de Valencia, provincias vascongadas, Asturias y Galicia, pueblos que, como ya sabéis, «tienen temperamento, índole y aspiraciones catalanas.»

Pero preguntaréis asombrados: ¿en qué se apoya el particularismo para calificar a Castilla de aventurera e irreflexiva? Pues se apoya como en la mayor, si no en la única razón, en la parte que tomó Castilla en el descubrimiento y conquista de América, sin haber calculado, antes de acometer tan animosa empresa, que había de ser una de las causas más eficaces de su despoblación y agotamiento. Esto es, señores, lo que se llama hilar delgado. Mas admitiendo como valedera, observación que se quiebra de puro sutil, no habría sido inútil recordar, al hacerla, que aquellos trascendentales acaecimientos sólo son un accidente fortuito en la historia de Castilla, y que en reglas de sana crítica no puede admitirse como elemento de prueba para juzgar las cualidades de un hombre, de una raza o de una nación, los hechos casuales, o hablando con más piadosa exactitud, los sucesos providenciales en que forzadamente interviene. No realizó Castilla tan maravillosa epopeya siguiendo la instintiva inclinación de sus hijos, que hasta aquellos días no se habían notablemente distinguido, ni por sus empresas marítimas, ni por el afán de extender sus dominios más allá de las fronteras peninsulares. Lo que hubo fue, que, designada por Dios para arrancar al Océano el secreto de sus incógnitas regiones, viose arrebatada la primera, y sin buscarlo, por el vertiginoso impulso que a fines del siglo XV empujó a todas las naciones situadas en las márgenes de aquel mar, hasta entonces negro como la noche, pero cuyas densas y medrosas tinieblas debía desvanecer para siempre el genio de Colón. Portugal, Inglaterra y Francia sienten casi al mismo tiempo la fiebre de los descubrimientos con tanta intensidad, si no con tanta gloria como España. Pero ¿a qué insistir en este punto? No se oculta a los que tales juicios exponen, que Castilla fue aventurera y conquistadora, como lo habían sido antes, cuando el Mediterráneo concentraba la vida comercial y política del mundo, los pueblos de Europa que ocupan el litoral de aquel mar greco-latino; como lo había sido Génova, llevando sus armas y sus mercaderías hasta donde las condiciones de su poder naval se lo habían consentido; como lo había sido Venecia, extendiéndose por las islas del archipiélago griego y llegando casi hasta los muros de Constantinopla; como lo había sido el mismo Aragón, enseñoreándose de Cerdeña, Sicilia y Nápoles, no sin mantener pertinaces luchas con Francia, cuyas funestas consecuencias debía de sufrir España después de unida bajo un solo cetro. Esto aconteció hasta que las proas de las naves castellanas y portuguesas rasgaron el seno misterioso del Atlántico; entonces la actividad guerrera y mercantil que había ennoblecido a aquellos pueblos se trasladó a las naciones oceánicas, precipitando la decadencia de Génova, la de Venecia, y también la de Cataluña, no por su unión con Castilla, sino porque el centro de los grandes intereses humanos había cambiado de lugar.

Ya en alas de su hiperbólica imaginación, el catalanismo va donde quiere llevarle su fantasía espoleada por el odio, y presenta como demostración irrebatible de las diferencias características que nota entre la soñadora Castilla y la positivista Cataluña, el entusiasmo con que la primera acogió el descubrimiento de las Indias Occidentales y la glacial indiferencia con que supone que la segunda contempló aquella inesperada dilatación de la tierra. Pero esta indiferencia, no tan absoluta como parece, ¿fue sólo propia del pueblo catalán? ¿No participaron de ella por igual las demás naciones del Mediterráneo? ¿Qué intervención tuvieron, como potencias marítimas, Génova y Venecia, en aquel acontecimiento memorable? Dijérase que en tan supremos instantes el presentimiento de su inevitable ruina las sobrecoge y paraliza, y que no la indiferencia, sino el despecho, las impide concurrir a una aventura que va de golpe a arrancar de sus manos el cetro marítimo del mundo.

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Perdonadme, señores, si me veo obligado a discutir estas cosas; pero la culpa no es mía. ¿Quién que haya estudiado medianamente la historia, ignora que, no las condiciones de sus naturales, sino su posición geográfica sobre las costas oceánicas, prepara a Castilla, como a Portugal, como a Francia, como a Inglaterra, cuyo poder marítimo se inicia entonces, para las admirables hazañas que en aquel siglo acometieron? Sólo puede aparentar ignorarlo el mal intencionado deseo de descubrir antagonismos definitivos entre pueblos hermanos, que tienen, en mayor o menor grado, los vicios y virtudes de la raza a que pertenecen, de la tierra que habitan y del clima en que se desenvuelven, o lo que es lo mismo, los defectos, cualidades y pasiones de la familia latina y de la sangre meridional. Pero necesitábase a cualquier precio, aun cuando fuera apelando al absurdo, para dar cierto aspecto de fortaleza al castillo de naipes levantado contra la unidad de la patria sobre fantásticos agravios tradicionales, poner frente a frente a dos importantes elementos constitutivos de la nacionalidad española; retratando al castellano, como a una raza hundida en todas las debilidades y aberraciones bizantinas, y al catalán, como a una especie de colonia inglesa, surgida de pronto, en un extremo de la península.

Ahora bien: partiendo de esta supuesta e irremediable incompatibilidad entre el temperamento, el carácter, los sentimientos e intereses de Castilla y Cataluña, ¿es posible que se entiendan y vivan juntos pueblos que tan radicalmente se contradicen y repelen? No son dos hermanos que en la calma del hogar acuerdan el mejor medio de acrecer y mejorar su patrimonio común: son dos enemigos implacables, cuyas discordias sólo pueden acabar con la separación o la muerte. Porque el problema está planteado en esta forma: de una parte Castilla, «inepta para toda empresa positiva, y caída en uno de los últimos lugares en la escala de las gentes civilizadas» –copio estos afectuosos juicios y los que siguen, de los libros particularistas que he registrado,– dominadora y absorbente, como no lo ha sido nación alguna desde los tiempos de la antigua Roma, pero que careciendo ya de fuerzas para lograr sus fines, atropella y lastima por «medios bajos y de mala ley» los usos, costumbres y fueros de cuantos pueblos han tenido la desgracia de ligar sus destinos a los de ella; y de otra parte Cataluña, exacta como un número, analítica, individualista y utilitaria hasta tocar en los lindes del egoísmo, en la cual las alucinaciones de la fantasía no ejercen ningún imperio, y que arrastra desde su unión con Castilla, pesada e insufrible cadena. Castilla la ha desnaturalizado por completo; la ha despojado, sin pretexto ni excusa, de sus antiguas instituciones; ha mutilado y continúa mutilando por vano capricho, su constitución civil, y con propósito deliberado, por el solo prurito de causarla daño, aniquila a sabiendas la industria catalana, entregándola atada de pies y manos a la competencia extranjera, y sumiendo en la miseria a villas y ciudades antes florecientes y dichosas. Pero hay más todavía: en el orden político la tiene agarrotada; en el administrativo, sujeta a leyes que contrarían su desarrollo, y a merced de empleados castellanos despóticos, insolentes y corrompidos; en el judicial, bajo el yugo de magistrados que en su inmensa mayoría no han nacido en el país en donde desempeñan su noble ministerio, lo cual les incapacita, sin duda, para administrar recta y honradamente justicia, y como si aun no fueran bastantes tantas humillaciones, ha impreso en la frente de su víctima la marca indeleble del siervo, obligándola a hablar ¡oh ignominia! «la aborrecida lengua del amo.»

Agrava estas violencias y desmanes el menosprecio sistemático con que la trata, privándola de su legítima participación en los negocios públicos, y mirándola, no como a una región que se ha agregado a las demás pacíficamente, sino como a territorio enemigo sometido y dominado por fuerza de las armas. Su suerte es tal con relación a la de otros pueblos que, por casamiento de príncipes, anexión voluntaria o conquista, han entrado a formar parte de las demás grandes nacionalidades europeas, y tan insoportable su cadena, que el pontífice del particularismo, comparando las quejas expuestas por las colonias inglesas contra la metrópoli, en su célebre Declaración de Independencia, con las que podría alegar Cataluña contra los desafueros y usurpaciones de España, no vacila en sostener que otra declaración como aquella formulada por el Principado, sería, «más contundente y fundada que la escrita por Jefferson.» No invento los cargos, ni acentúo las palabras con que éstos se estampan; antes bien, suavizo su crudeza, porque se me resiste trasladar a mi discurso las ásperas frases con que el falso catalanismo procura dar mayor relieve a la razón de sus agravios y a la justicia de sus reivindicaciones.

Ya lo oís, señores: Cataluña, por órgano de sus nuevos y no buscados redentores, se duele de su fortuna ingrata, porque la opresión en que gime es inaudita y no se conoce igual en parte alguna. ¡Qué punzadora envidia debe asaltarla al fijar su atención en las demás potencias de Europa! Porque ahí está la República vecina, donde cada Estado de los que han ido entrando sucesivamente en su nacionalidad gloriosa se gobierna aun con las leyes, privilegios y Cartas magnas de los tiempos de su independencia. Ni en Bretaña, ni en Provenza, ni el Rosellón, ni en Normandía, ni en Borgoña, ni en el Franco-Condado, se da el caso ignominioso de que ejerzan cargos públicos y administren justicia hombres que no sean naturales de cada una de estas regiones. Todas ellas conservan su derecho civil distinto, su organización administrativa propia, sus intereses exclusivos, no armonizados, sino separados por completo de los del resto de la nación; y en cuanto a la lengua, en cuanto a ese signo de servidumbre que imprime el dueño en la frente del esclavo, ¡ah! ¡qué diferencia entre Francia y España! Allí el idioma nacional es pura ficción, y para entenderse con más facilidad en sus relaciones políticas, comerciales, científicas y literarias, superando en esto al famoso D. Hermógenes de la comedia de Moratín, que se expresaba en griego para mayor claridad, cada departamento enseña, habla y escribe oficialmente la lengua que le da la gana. ¿Quién duda que los mismos derechos y libertades prevalecen en Italia, en Inglaterra, en todas partes, menos en nuestra península, donde Castilla, el pueblo más idealista, generalizador e imperioso de la tierra, ha pasado, produciendo la general decadencia, el nivel de su unitarismo por los varios Estados y Reinos que han contribuido a la formación de la nacionalidad española? Si España no fuese en este punto una excepción cruel, y sólo hubiera incurrido en culpas, suponiendo que lo sean, comunes a las demás naciones de Europa en su evolución constitutiva, ¿cómo había el regionalismo de envestirla con tanto rigor y tan desusado ensañamiento?

Mas ¿á dónde vamos a parar con semejantes exageraciones? En desagravio de la verdad, de la justicia y de la historia, protesto contra esta forma de plantear el problema regional, en el terreno resbaladizo de las recriminaciones y hasta de las calumnias. Protesto contra la manía de atribuir solamente a una fracción de España la responsabilidad de la decadencia nacional, como si ésta no fuese el resultado de nuestros mutuos errores, de nuestras faltas tradicionales y de nuestros comunes infortunios. Protesto contra el empeño de presentar a Castilla como ejerciendo predominio absoluto en el gobierno del Estado, cuando los naturales de los demás antiguos reinos de España, sin ninguna exclusión, han tenido siempre expedito el camino para llegar a los más altos cargos de la república; y protesto con mayor resolución, si cabe, refiriéndome a la época presente, en que el conjunto de los Diputados elegidos por Cataluña, Aragón, Mallorca, Navarra, provincias vascongadas, Asturias, Galicia, Canarias y Antillas españolas, comarcas todas que tienen o lenguas o dialectos, o legislación civil, u organización administrativa, económica o militar diversas de las del absorbente pueblo castellano, constituyen mayoría en las Cortes, según puede comprobarse consultando los datos oficiales. Protesto, finalmente, contra las armas que esgrime el catalanismo turbulento para desacreditar dentro de casa y en el extranjero a la patria española, como si le animase, más que el afán de restaurar con nuevos sistemas políticos y económicos las decaídas fuerzas nacionales, el siniestro designio de encender otra vez entre pueblos hermanos la terrible guerra civil.

Voy acercándome, señores, al fin de mi tarea. Habíame propuesto demostrar la sinrazón con que el regionalismo intransigente hace derivar de quiméricas ofensas el derecho de sus reclamaciones; y aunque constreñido a encerrar mi pensamiento en el corto espacio de un discurso, creo haberlo conseguido. No estoy, sin embargo, tan ciego y obcecado, que atribuya sólo a la influencia perniciosa de unos cuantos espíritus, mal avenidos con la paz pública, las manifestaciones belicosas del principio federativo, el cual despierta a la vez en Inglaterra, con la cuestión de Irlanda, prólogo acaso de futuros conflictos en Escocia y el condado de Gales; en Italia, donde el temor al Pontificado reprime sus ímpetus, y con formas más indecisas, en casi todas las naciones considerables de Europa. Algo hay, pues, en este movimiento, que solicita vivamente la reflexión, y me permitiréis que diga, siquiera sea con la mayor brevedad, lo que sobre materia tan ardua se me ocurre.

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A poco, señores, que meditéis en los extraordinarios fenómenos que en todos los órdenes de la vida se observan, tendréis que convenir en que nunca ha parecido el mundo tan expuesto como ahora a una monstruosa acumulación de las fuerzas sociales. En las edades pasadas, cuando la ciencia no había facilitado tanto la comunicación humana, las diversas regiones de una nación, aunque unidas entre sí por estrechos vínculos, podían conservar, sino íntegra, poco disminuida al menos, su personalidad característica. Contribuían a esto, entre otras muchas causas cuya enumeración me llevaría demasiado lejos, las dificultades opuestas por la naturaleza, la multiplicidad de lenguas y religiones, aun vigorosas, que mantenían a pueblos y gentes de un mismo origen en forzoso, cuando no hostil apartamiento, y el bravío espíritu de independencia, no atemperado por la comunidad de intereses políticos, económicos, mercantiles y morales, que cada día afirman con mayor imperio la solidaridad del género humano. En los tiempos actuales muchas de estas resistencias han desaparecido, y otras se han aminorado tanto, que apenas son sensibles. Las distancias se han suprimido; el vapor y la electricidad han surcado la tierra de múltiples arterias por donde circulan, con la velocidad de la luz, la riqueza, el pensamiento, hasta la voz del hombre, imperiosa y concisa como un mandato. Sin intervención de la fuerza material, atracciones misteriosas agrupan en determinados países inmensos elementos de civilización. La ciencia, cultivada en todas partes, pero concentrada principalmente en algunos focos esplendorosos, envía y reparte desde la altura sus innumerables legiones de ideas hasta los últimos confines del mundo. Los sistemas filosóficos y literarios, las costumbres, los caprichos del pueblo predominante invaden todos los continentes, hasta los menos civilizados, y ejercen por donde quiera que pasan la más blanda en la apariencia, pero en el fondo la más corruptora de las tiranías: la tiranía de la moda. Por momentos las distintas razas, que pueblan la superficie del globo, van perdiendo sus caracteres peculiares, sus condiciones geniales, sus gustos y hasta la pureza de sus lenguas, para amoldarse con uniformidad fatigosa a la pauta establecida por la nación que moralmente las conquista. Hasta las religiones, que por su necesaria intransigencia dogmática han sido en épocas pasadas fortísimos baluartes de independencia, caen en estado de cansancio o de atonía parecido al que sufrió Roma en el último crepúsculo del paganismo, cuando Júpiter y Cristo recibían culto en paz y concordia bajo las bóvedas del mismo templo. El crédito, palanca de la sociedad contemporánea, con cuyo auxilio se remueven los mayores obstáculos y se realizan las más prodigiosas empresas, absorbe desde unas cuantas ciudades el capital de la tierra, y desde allí lo emplea, lo distribuye y esparce por todas las naciones como podría hacerlo el fisco de un dilatado imperio por sus lejanas provincias.

En todo se descubre la invencible inclinación de las fuerzas e intereses sociales a constituir núcleos monopolizadores; por todas partes surgen las grandes compañías de ferrocarriles, los grandes sindicatos de la Banca, las grandes sociedades industriales, mercantiles y marítimas, los grandes Estados, y como consecuencia de esta aglomeración general, las metrópolis desmesuradas, las formidables escuadras, los numerosos ejércitos y los presupuestos abrumadores.

Los pueblos sienten la necesidad instintiva de asegurar su vida local, sus libertades y su fortuna contra esa aterradora absorción de los elementos sociales, y ésta es, a mi entender, una de las causas que más contribuyen en nuestros días a avivar los gérmenes federativos, que siempre han dormido en el fondo de las más poderosas nacionalidades europeas. No hay acrecentamiento de grandeza que no se traduzca inmediatamente en aumento de gastos y de sacrificios; la gloria, la influencia excesiva y la dominación son muy costosas; no se manda sin contar con medios eficaces para imponer la obediencia y el respeto; y no obstante el fabuloso desarrollo que ha alcanzado la riqueza pública, todas las naciones se doblan bajo el peso de sus presupuestos en déficit, cuya nivelación pertenece ya a la categoría de los sueños. Bien puede afirmarse, por lo tanto, que en las entrañas de toda tendencia federativa palpita al lado de un problema político, una cuestión económica.

Esta tendencia de los elementos sociales hacia la concentración, es más rápida a medida que se particulariza, y más violenta la fuerza que empuja la savia nacional desde las extremidades al corazón, o mejor dicho, a la cabeza de cada Estado. Merced a las crecientes facilidades del tráfico, todo afluye con exceso a los centros populosos; los productos de la tierra y de la industria, ocasionando a veces competencias ruinosas, en busca de mejores mercados; el trabajo, halagado con la esperanza de jornal más crecido; la inteligencia, con la idea de hallar más vasto teatro para el empleo de sus facultades y la irradiación de su gloria; la riqueza, ante la perspectiva de mayores lucros y de goces más refinados. Pero no se verifica este fenómeno sin contrariedades ni riesgos: las ilusiones fallidas, los desengaños crueles, las decepciones de la ambición, perpetuamente sobrexcitada, el acicate de la miseria, cuyas heridas encona el espectáculo de las magnificencias propias de las grandes capitales, irritan la cuestión social, encendiendo en esas enormes aglomeraciones humanas, las iras colectivas y las iras individuales, tanto más temibles para el público sosiego, cuanto que el asombroso adelantamiento de algunas ciencias puede poner hoy las catástrofes más espantosas, como se ha visto en San Petersburgo, Londres y Viena, a disposición de cualquiera voluntad desesperada.

Afortunadamente no está España por ahora, ni quiera Dios que lo esté nunca, expuesta a este género de peligros en el orden social; pero tampoco puede ofrecer tantas resistencias como otros países a la atracción de esa vorágine, que si no devora, desequilibra al menos la vida nacional. No cuenta como Inglaterra, Francia e Italia misma, con florecientes comarcas fabriles en el interior, que no detienen, pero moderan el movimiento de la periferia al centro. Fuera de algunos puntos del litoral, entre los cuales Barcelona y Bilbao son los más importantes, apenas hay en el corazón de España algunas ciudades industriales que representen, guardando la proporción debida, lo que Birmingham, Manchester y Sheffield en Inglaterra, Lila, Lyón y Saint-Etienne en la República vecina, y Turín y Milán en Italia. Madrid, a semejanza de las pirámides en el desierto, se levanta escueto y solitario, excitando todas las tentaciones en medio de un territorio extenso y casi desnudo, que el hálito de la actividad moderna no ha regenerado todavía.

¡Líbreme Dios de achacar a la centralización la inercia que nos consume! Acaso si los Gobiernos no hubiesen tomado, en las tremendas crisis con que el cielo ha probado nuestra paciencia desde principios de siglo, la dirección de la vida nacional, yaceríamos aún sumergidos en letárgico sueño. Pero cada día que pasa introduce profundos cambios en nuestras condiciones políticas, sociales y económicas, y aun cuando sólo sea por variar de postura, puesto que la que tenemos va siendo incómoda, es menester tomar precauciones contra el torrente centralizador que nos arrebata.

Para contrarrestarle, no tiene España hasta ahora más que endebles corporaciones populares, que por su constitución artificial o por sus formas poco adecuadas al progreso de nuestros tiempos, no cumplen, o cumplen imperfectamente, la misión que les está encomendada. Ni la provincia ni el municipio cuentan con medios para oponerse a la influencia decisiva que, muchas veces a pesar suyo, ejerce el poder central, y es inútil que leyes inspiradas en las más plausibles intenciones, pero cuya esterilidad se manifiesta en su continua mudanza, les concedan atribuciones e iniciativas de que difícilmente pueden usar, dada la miserable postración en que se encuentran. El mal no reside esencialmente en la legislación, sino en la raquítica contextura de esos organismos, cuya ineficacia para la realización de sus fines en condiciones de independencia es cada vez más palpable. Meras divisiones geográficas, más que vigorosas entidades administrativas, nuestras provincias carecen en general de recursos, no digamos para fomentar los intereses de sus respectivas jurisdicciones, sino para cubrir sus gastos más indispensables, y viven, como se vive siempre en el seno de la miseria, o empeñadas o corrompidas. Nuestros municipios, cuya flaqueza nadie desconoce, están a merced del caciquismo más repugnante. Nueva casta de señores feudales impone su voluntad o satisface sus venganzas, a la sombra de esas corporaciones microscópicas, ignorantes y pobres, que no tienen valor para resistir, ni medios para administrar, ni imparcialidad bastante para sustraerse a las rencillas de lugar; de modo que la mayoría de nuestras poblaciones rurales son continuos campos de batalla, donde, según los vientos políticos que soplan, así alternan los vencedores y los vencidos. Diputaciones y Ayuntamientos son esclavos sumisos del poder que los nombra o de la influencia que los ampara, y han llegado a consunción tan extrema después de haber sido los instrumentos con que se ha consumado la mayor de nuestras desgracias: el envilecimiento y la muerte del cuerpo electoral.

Desde que se perpetró este crimen, las auras vivificantes de la opinión pública, que, como enfermo incurable, ha perdido ya la fe en médicos y medicinas, no renuevan ni refrescan la atmósfera de la política, y todo adolece de la misma flojedad: nuestra administración, nuestra justicia, nuestro ejército, nuestros Gobiernos y nuestras Cortes. En medio de las graves complicaciones interiores y exteriores que intranquilizan a los demás Estados, piensan éstos en cosas provechosas y útiles; unos, como Alemania, en asegurar la primacía de su comercio en todos los mares; otros, como Francia, en extender sus dominios coloniales para abrir mercados a la industria; otros, como Inglaterra, en resolver sus dificultades internas y en defender su influencia amenazada. Pero ¿en qué pensamos nosotros? Leed la prensa, reflejo cuotidiano de nuestras aspiraciones, y cuando tantos problemas solicitan la atención pública para el perfeccionamiento de nuestro estado económico, industrial y agrícola, que es tan deplorable, la veréis a menudo afanosamente ocupada en averiguar, como vecina chismosa, si algún Júpiter olímpico de la política ha arrugado el entrecejo y ha cogido el carcax de sus rayos; o si unos cuantos hombres importantes, más o menos disgustados, han logrado concertarse para sentar las bases de un nuevo partido, como si en nuestra patria hubiese aún pocos, y fueran partidos los que nos faltasen, cuando hemos llegado en este punto a una descomposición parecida a la de la muerte. ¡Qué grandes asuntos para levantar la conciencia de una nación desfallecida! Empeñados en la incesante tarea de atacar y defender las alturas del poder, casi siempre tomado por asalto y en nombre de soluciones meramente políticas, cuya apremiante oportunidad muchas veces el país ni estima ni comprende, todos los sucesos, así interiores como exteriores, nos cogen desprevenidos, y marchamos de sorpresa en sorpresa, como si despertáramos de pronto en alguna isla recientemente descubierta. Faltos de ideales, viviendo al día, gastando nuestras fuerzas en estremecimientos epilépticos, nuestras horas resbalarían sin gloria, sin provecho y hasta sin ruido, si de vez en cuando con nuestras escandalosas insurrecciones militares no turbáramos la desdeñosa monotonía del olvido en que nos tiene el mundo.

El hastío, el escepticismo y la indiferencia van apoderándose de todos los ánimos íntegros; pero no el hastío del crapuloso, ni el escepticismo del incrédulo, ni la indiferencia del egoísta, sino aquellos que nacen del desaliento y la pérdida de la esperanza. ¿Dónde vamos? ¡Quién lo sabe! ¿Quéqueremos? ¡Ah! sí: eso lo sabemos todos. Queremos paz, orden, equidad y justicia. Pero ¿qué importa que lo queramos? La voluntad no ejerce su imperio en las naturalezas anémicas y extenuadas. Podemos tener los caprichos del enfermo, mas no las persistentes energías del ser robusto y sano.

¡Basta! El asunto me atrae como un abismo; pero consideraciones y respetos que vosotros comprenderéis bien, me vedan seguir por senda tan escabrosa; y aunque acude, sin querer, a la punta de mi pluma la crítica de los hombres, de las cosas y de los hechos de mi tiempo, no caeré en la tentación de exponerla, contentándome con repetiros continuando el orden de mi discurso, que atribuyo en primer lugar y en mucha parte a la atonía de nuestros organismos provinciales y municipales la tristeza de nuestro estado, el recrudecimiento de las aspiraciones regionales y la inseguridad de nuestros destinos.

¿Tiene remedio la enfermedad que nos aqueja? Creo firmemente que sí, y no desespero, porque si lo hiciera, la historia me desmentiría, de las fuerzas vitales de mi patria. Pero ¿cómo debe intentarse la cura? Ni el lugar ni la ocasión son oportunos para presentar un programa, y aunque los fuesen, mis pretensiones no vuelan tan altas. Me limitaré, señores, para concluir, no sin el temor de haber abusado de vuestra resignación más de lo conveniente, a manifestar que, en mi concepto, el principio de la salud estaría quizás en reformar fundamentalmente, como tantas veces se ha pensado y nunca se ha hecho, nuestras raquíticas corporaciones populares, ensanchando sus campos de acción, y haciendo que con ejercicios moderados, pero continuos, cobrara elasticidad y brío su atrofiada musculatura. Mas no me enamoro de mi idea, y estoy dispuesto a aceptar con entusiasmo cualquiera otra, o más práctica o más sencilla, que conduzca al mismo resultado; es decir, a levantar el nivel moral, administrativo y económico de las provincias y de los municipios, verdadero yunque en que se forja la opinión, y en donde los pueblos que tienen anchos pulmones para respirar el aire a veces tempestuoso, aunque siempre sano de la libertad, aprenden a ser dueños de su casa y de sí mismos. No sería completo ningún plan, ni produciría las consecuencias apetecidas, si el Estado, comprendiendo, al fin, que necesita descentralizar sin vanos escrúpulos ni espantos mujeriles hasta donde la guarda y defensa del poder político de la nación, que él representa y ejercita, se lo consientan sin riesgo, no se resolviera a descartarse de todo el lastre pesado e inútil con que navega por los revueltos mares de la política. No hay otro camino: a la fuerza centrípeta que atrae hacia la capital, contra la voluntad misma de los Gobiernos, todas las corrientes del país, así las más cristalinas como las más cenagosas, hay que oponer resueltamente la fuerza centrífuga que empuja hacia las extremidades y reparte por todas las arterias del cuerpo social la sangre estancada y expuesta a corromperse en el cerebro del Estado. ¿Qué podemos perder con el ensayo? ¿Despiertan las energías locales de manera que contribuyan plenamente a los múltiples fines de la civilización moderna, tan exigente como complicada? Pues tanto mejor, porque entonces nos cabrá la gloria de haber preparado la regeneración de un pueblo. ¿Permanecen dormidas, insensibles y mudas, como cuerpos muertos en el fondo de sus sepulcros? Pues habrán perdido el derecho de protestar contra la absorbente tiranía del Estado, y tampoco podrán quejarse de vivir, o mejor dicho, de vegetar en perpetua y vergonzosa tutela. Devolvamos, pues, a los miembros de la nacionalidad española la libertad que reclaman para el desarrollo de sus actividades, sin temor a las bulliciosas alharacas de aquellas almas inquietas, que, explotando necesidades universalmente sentidas, quisieran precipitar al pueblo en los delirios de la utopía. Que el buen criterio de los intereses, aun cuando injustamente dudáramos de su patriotismo, se impone hasta en circunstancias difíciles a las turbulencias de la pasión, y Galicia, las provincias vascas y Cataluña, tienen bastante cordura para conocer que la rama más frondosa de un árbol se seca y muere cuando se desgaja del tronco a cuya savia debió su crecimiento, sus hojas y su fruto.

He dicho.

[ Transcripción íntegra del texto contenido en el original impreso sobre 54 páginas. ]