Filosofía en español 
Filosofía en español

José Verdes Montenegro y Páramo, Nuestros hombres de ciencia, Madrid 1889

Letamendi

Letamendi

No ignorarán ustedes que los médicos prescriben en sus recetas cuerpos simples y compuestos, y que el número de pócimas que con los últimos se forman es verdaderamente incalculable, desde el modesto y simplicísimo cocimiento de zaragatona, hasta la triaca magma, preparada por la mezcla de centenares de sustancias.

Pues sucede con los hombres de ciencia lo que con esos preparados que estudia la terapéutica: en relación con los conocimientos que atesoran hay hombres sencillos o elementales –por no decir simples– y los hay binarios, ternarios, &c. El Dr. Letamendi es una triaca magna.

Pero no es esto lo que más me espanta, que diría Espronceda: eso de saber muchas cosas, [118] tiene algo del trabajo descansado –perdón por la antítesis– del almacenista. Todo mozo de laboratorio guarda en los estantes multitud de preparados de diversos géneros. ¿Se trata de hacer una reacción, de formar un nuevo compuesto? El mozo ya no entiende de eso, y el químico se hace necesario.

Sí, hay muchos hombres que saben muchas cosas, aunque me esté mal el decirlo. ¡Desgraciado del que se da a devorar toda clase de manjares sin medir la potencia digestiva de su estómago! Su toga de doctor recuerda un traje de arlequín por los retazos de que consta: la sotana de un cura pobre por los costurones que la afean. Su inteligencia crece por yuxtaposición como la materia mineral: no por intususcepción –que es una yuxtaposición íntima– como los cuerpos orgánicos. Nada hay en ella homogéneo, porque no hay osmosis, compenetración ninguna entre las ideas que almacena. Los conocimientos que va adquiriendo se depositan por capas como los terrenos de aluvión, y a poco que se raspe –hablo siempre en metáfora– se aprecia su estructura estratigráfica. Expresándome en el caló de los químicos, la mezcla es la única operación que verifican: producir una combinación es cosa que excede a sus facultades. [119]

No basta tener muchas cosas delante de la vista: saber mirar, that is the question. Yo estoy en que cada hombre montase su carrera o profesión sobre las narices a guisa de anteojos de larga vista: pero hay quien por no saber enfocar, sólo a sí propio contempla en el aparato, como los malos experimentadores ven sus pestañas al asomarse a un microscopio. Logrado el enfoque, ya las cosas suceden de otro modo, y entonces déjase de ver todo otro objeto, que no sea aquel que del lado de allá de la lente tiende sus brazos de luz para darnos la bienvenida.

La resultante de todos los conocimientos que el catedrático de la central atesora no cae dentro de la medicina, sino bien lejos de ella: en la región de la idea pura. Antes que toda otra cosa, el Dr. Letamendi es filósofo: pero lo es al modo como es blanca la luz, que, por propia virtualidad, ni es luz ni blanca, sino que así se ofrece a favor de una conjunción y compenetración misteriosa de rayos diversos, de movimientos distintos, que al fin dan ese efecto total por necesaria resultante.

Palabra de honor que no trato con esta disección sutilísima de acreditar mi perspicacia: quiero separar de este modo a los filósofos simples que atentos sólo a la génesis de la idea [120] no son descomponibles por prisma alguno, de estos otros que a la refracción más pequeña deslumbran nuestra retina con los magníficos esplendores del iris. Oír hablar a uno de aquellos produce el efecto de la labor continuada, monótona, de la hilandera; sus labios son cosa así como un laminador que deja lentamente paso a una masa uniforme, lisa, sin ángulos entrantes ni salientes. Oigan ustedes al doctor Letamendi, y seguro estoy de que ha de producirles la impresión de algo que se mueve y se agita, que va y viene, que toma de aquí y de allá savias distintas para hacer luego de ellas sabrosísimo compuesto.

Y es que el Dr. Letamendi es más poeta de lo que él mismo cree –y aquí mi pluma, a modo de mano de buzo, va a ofrecer al maestro una actividad de que él no parece haber hecho gran aprecio:– si, según hoy de ordinario se piensa, la poesía consiste en hablar con imágenes; nadie que haya oído al doctor, aun en íntimo coloquio, podrá dudar de la veracidad de mi aserto. No sube una vez al cielo de la idea a robar el fuego sagrado, que no tenga ya preparadas las figuritas de barro para encarnarlo.

Un cuarto de hora debía separar este párrafo del anterior si hubiera en imprenta medio [121] hábil de hacerlo: un cuarto de hora que he gastado pensando por dónde empezaría yo a hablar de las actividades del maestro, tantas y tan completas, que abarcan todo el espacio en que el pensamiento humano puede moverse. Yo estoy seguro de que no es debida esta apreciación a que el Dr. Letamendi, como vulgarmente se dice, haya caído en gracia: yo estoy seguro de que al hallar dignas de estudio hasta sus expresiones más insignificantes, no me sucede lo que a esos críticos que se han empeñado en encontrar transcendencia a la grandísima tontería que Goethe dijo al morirse; no: quien le haya escuchado en la cátedra, en el Ateneo, en el Senado, en conferencias públicas, en la intimidad de su trato, siempre habrá visto en él un pensador original y profundo, un habilidoso expositor de doctrina, y un hablista de ingenio incomparable.

Y sin embargo, el Dr. Letamendi ha cometido dos errores gravísimos: fiar más en la palabra que en la pluma, y enseñar Patología general.

Letamendi ha escrito poco. Indudablemente habrá pensado que Cristo no escribió nada, y que en último término, los labios son una pluma de dos puntos que escribe en el aire con el alfabeto del movimiento vibratorio: pero el [122] sonido, tinta que con esta pluma se emplea, por ser del mismo color que el papel, hace ilegible lo escrito apenas escrito, y mientras el fonógrafo no sea un aparato al alcance de todas las fortunas, la humanidad pierde, en un orador de su importancia que apenas escribe, un caudal de ilustración que no es para fiado al viento.

El segundo error, el de escribir sobre Patología general, casi me va pareciendo estudiado disimulo. A primera vista parece que esa ciencia es poca cosa para hombre de tales ímpetus: parece contraproducente que se ocupe de esa materia el que aspira a legítima nombradía, tanto más cuanto que todo lo que hasta el presente se ha escrito sobre el particular, pudiera muy bien desaparecer sin grave riesgo para el progreso humano. Pero si se considera que el Dr. Letamendi aspira, nada menos que a bouleverser por completo la construcción de las ciencias médicas, e influir con ello sobre la constitución de la ciencia en general, ya es cosa de pensar si ese escondite será más bien un reducto, y si él que tenía todo el campo por suyo, no habrá elegido tan inocente rincón para emplazamiento del cuartel general por su posición estratégica.

La casa en que el Dr. Letamendi habita no es, ni mucho menos, perfecta: yo la encuentro [123] el defecto de no pertenecerme. Emplazada en la aristocrática plaza de la Lealtad, tiene delante ese pararrayos de piedra con que un ayuntamiento piadoso honró la memoria de los héroes de la independencia: a su espalda una galería de cristales deja ver el frontispicio de el Museo, severo y elegante, el atrio de ese cementerio de la inspiración de los más grandes artistas, apenas visitado sino por los extranjeros, menos aprensivos que nosotros del contagio: la iglesia de San Jerónimo, pequeña y esbelta como una catedral de juguete: a un lado el casón del Retiro: al otro, el viejo Neptuno que, con un tenedor en la mano, medita sin duda cómo se servirá de él para tomarse el caldo de la fuente.

El gabinete de estudio del doctor es amplio y confortable: ocupa el centro una estufa; a cada lado un veladorcillo; la estantería rodea la habitación; a la izquierda un piano, una viola, algún otro instrumento, no recuerdo cual, y papeles de música: aquí y allá bocetos de cuadros que ignoro si serán debidos al pincel del dueño de la casa. No recuerdo más del gabinete del doctor, ni aunque lo recordase diríalo probablemente: que la poca discreción y la cursilería son defectos en modo alguno a ningún escritor perdonables, y poco me ha faltado [124] para llegar a ese género de descripción detallista, quizá injusta pero graciosamente satirizado por otro catedrático de nuestra universidad, que contaba haber leído en una novela «…una mesa, en uno de cuyos cajones había una Biblia, que copiada a la letra dice así…» –y el novelista transcribía la Biblia.

Hablar de que el Dr. Letamendi es artista y hombre de ciencia y manifestar la universalidad de sus conocimientos; decir que tiene un estilo personal, suyo, que le coge de pies a cabeza, y que este estilo lo comunica a toda idea que expone y a toda acción que ejecuta; hacer todo eso, fuera más que inocente. El Dr. Letamendi tiene fama de enciclopedista hasta tal punto, que el solo enunciado de su nombre despierta la idea de todas esas cosas. Su personalidad física saliente y expresiva es igualmente inconfundible.

Ved, pues, como al final del artículo me encuentro con que he hecho un artículo sin objeto. –Recuérdame esto a los que después de mucho discutir sobre metafísica encuentran que no hay objeto metafísico.– Proponíame hacer cuanto en el párrafo anterior indico, y ahora caigo en la cuenta de que no debo absolutamente realizarlo. Sería presentar al doctor a un público que bien de todas veras le conoce. [125]

Y tan es así, que a todo esto dirán sin duda mis lectores: Señor mío, ahórrese el presentarnos al Dr. Letamendi: ha tiempo que le conocemos, y el aprecio que nos inspira tiene igual edad que nuestro conocimiento. El doctor está suficientemente presentado, y a usted, ¿quién le presenta?

Bien que yo responderé como el amigo del cuento:

¿A mí? Nadie absolutamente: yo me marcho ahora mismo. Beso a ustedes la mano.

Transcripción íntegra de las páginas 117-125 del libro Nuestros hombres de ciencia
Establecimiento tipográfico de Lucas Polo, Madrid 1889.
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