Filosofía en español 
Filosofía en español

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Neutralidad de la Universidad

por Gumersindo de Azcárate

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Discurso pronunciado en la apertura de la Universidad popular de Valencia, celebrada en la noche del 8 de Febrero de 1903.

Madrid. – R. Rojas. – 1903.

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[ El texto de este discurso –“Desde horas antes de comenzar el acto, el local del Centro de Fusión Republicana estaba repleto, atestado de un auditorio ansioso de oír la palabra del maestro único, del profesor insigne de la Universidad Central. Hubiera sido imposible que cupieran en el salón las dos mil personas que lo llenaban, de no estar como estaban de pie y de no permanecer las puertas abiertas, prolongándose el público hasta la calle”, “Más de mil trescientas personas que llenaban el local interrumpiéronle con frecuentes y entusiastas aplausos”– conoció en su momento dos ediciones: en un opúsculo de 170×105 mm, cubiertas más 36 páginas –de donde lo tomamos y paginamos en esta versión– y en el número 516 del Boletín de la Institución Libre de Enseñanza (año XXVII, Madrid 31 de marzo de 1903, páginas 65-74), ambas estampadas en la imprenta de Ricardo Rojas, de Madrid, utilizando además, salvo mínima excepción, la misma composición tipográfica, por lo cual ofrecen un contenido idéntico. Comparten erratas –“antimonia”, “progama” o “concibiría”: páginas 13, 19 y 28 / 68a, 69b y 72a– aunque el tipógrafo recompuso, por ejemplo, las dos últimas líneas de la página 7 para forzar un final de párrafo, texto que en la página 66b ocupa tres líneas (de donde se puede deducir que el montaje del opúsculo se ajustó después de impreso el boletín). ]


I

No vacilé en aceptar la invitación con que me han favorecido los fundadores de esta Universidad popular, porque aun cuando, por fortuna o por desgracia, ejerzo varios oficios, siempre he considerado como el primero el de profesor, y, por lo mismo, nunca he dejado de responder a los llamamientos que se me han dirigido para coadyuvar a cualquier empeño en que estuviera interesada la enseñanza, oficial o libre.

En este caso, había además una razón relacionada con las circunstancias del momento. Por todas partes oímos hablar de regeneración; y en qué ha de consistir ésta, lo ha sintetizado el ilustre Costa en una frase expresiva: escuela y despensa, traducción feliz de la antigua: mens sana in corpore sano. [6] Y en verdad que no hace falta razonar la necesidad de la cultura general: pues si un país puede pasarse sin genios, aunque bueno fuera que el nuestro contara con muchos Cajales, de lo que no puede prescindir es de aquellos elementos de instrucción, que son condición inexcusable de su progreso y desarrollo.

Hay todavía otro motivo más para atender a este problema de la educación nacional, y es su conexión con el del obrero. Es este el problema social, bajo sus aspectos económico y jurídico y mirando a la condición del proletariado; pero, teniendo su explicación el que preocupen, en primer término, esos dos aspectos, preciso es reconocer que tiene tantos como fines tiene la vida; y por eso, si con relación al económico el mal es el hambre, con relación al jurídico el mal es la injusticia, y con relación al científico es la ignorancia, la incultura. Interesa al obrero la instrucción primaria, porque ella hace falta para todo; la profesional, para ejercer cada cual su oficio con mayor eficacia y aprovechamiento; la de cultura genera], para darse cuenta de los hechos sociales e interesarse en ellos y para abrir ancho campo al espíritu. [7]

Además, debe tenerse en cuenta que la enseñanza es una combinación de estas dos cosas: la educación y la instrucción. La educación mira al desarrollo de nuestras facultades, de nuestras energías, de nuestros medios de conocer. La instrucción procura el material, el alimento, las cosas cognoscibles; y la enseñanza hace ambas cosas: educa e instruye. Sólo que, según el grado de desarrollo del individuo, predomina uno u otro de estos elementos, sin que sea nunca exclusivo: porque no cabe educar sin material, que sea, por lo menos, ocasión del desarrollo, ni cabe poner límite a la educación, porque ésta dura tanto como la vida; y así puede decirse que al niño se le educa, al joven se le enseña, al adulto se le instruye; porque, tratándose del niño, lo primero es la educación; tratándose del joven, se combina con ese elemento el de instrucción; y ésta predomina tratándose del adulto. Ahora bien: el obrero, no por su culpa, ciertamente, puede hallarse en cualquiera de estos tres grados, y necesita recibir la enseñanza que cuadra a cada uno, pudiendo muy bien suceder que, mediante la educación que alcance, se sienta capacitado para lograr empeños que antes ni siquiera ha podido entrever. [8]

Pero a esta obra magna de la enseñanza, de la educación nacional, deben cooperar el individuo, la Sociedad y el Estado. Lo que éste hace, manteniendo la enseñanza oficial, no le toca por necesidad, como le corresponde la realización del derecho, sino como medio supletorio de la incompleta acción individual y social. Por esto merece plácemes esta ciudad de Valencia, por su Escuela de Artes y Oficios, su Institución para la Enseñanza de la Mujer, su Extensión universitaria, su Academia jurídico-escolar y, ahora, por esta Universidad popular.

II

Pensando en el tema para la conferencia con que debía inaugurar las tareas de la misma, me ha parecido oportuno escoger el principio de neutralidad, en que debe inspirarse todo establecimiento de enseñanza, ya sea oficial, ya libre, por lo mismo que, por desgracia, todavía se pone en duda en nuestro país su virtualidad, y además, por una razón de oportunidad: pues por la significación de los fundadores de esta Universidad popular, y hasta por el local en que estamos, conviene salir al encuentro de [9] ciertos prejuicios y prevenciones que en opuesto sentido pudieran surgir, contra la voluntad y el propósito de aquéllos.

¿Qué es la neutralidad en el campo de la ciencia? Una cosa que resulta de la conjunción de estas otras tres: libertad, tolerancia, desinterés.

III

Es la primera la libertad, la cual no consiste, como dijo cierto personaje, en hacer cada uno lo que le dé la gana, a lo cual contestó un ilustre orador, que con él contendía, que eso no era libertad, sino mala crianza. La libertad es una cualidad formal, que va unida a la actividad, por virtud de la cual el hombre determina por sí sus actos, rige su vida y es dueño de su destino. Y como sólo hay una esfera en que esa libertad puede y debe ser cohibida, que es la del derecho, y por eso el Estado, para hacer éste efectivo, emplea la coacción, resulta que en todos los demás ella impera, y por tanto, que la libertad es una condición para la investigación y la exposición de la verdad.

Alguien me dirá: ¿qué fundamento tiene entonces esa doctrina, según la cual hay libertad [10] para el bien y la verdad, pero no para el mal y el error? Esa doctrina parte de una equivocación lamentable, que consiste en suponer que, al afirmarse la libertad del individuo en este orden, se autoriza a aquél para escoger arbitraria y caprichosamente entre el bien el mal, la verdad y el error, y no hay semejante cosa. Lo que significa esa consagración de la libertad, es que hay una esfera en la que el individuo rige su vida y cumple los fines racionales de la misma por sí, debiendo perseguir la verdad y el bien, no el mal ni el error, y respondiendo, si no lo hace, ante su conciencia, ante la Sociedad y ante Dios, pero no ante el Estado. La ley consagra la libertad del propietario para gozar y disponer de sus bienes, y, sin embargo, nadie supone que por eso aprueba el mal uso que de ella puede hacer, y con frecuencia hace, ni nadie pide que sólo se le conceda para el buen uso de la misma. Pues lo propio sucede cuando se consagra la libertad para la investigación y exposición científica.

De otra suerte, la consecuencia lógica de esa doctrina, sería que todo acto malo y todo error caerían bajo la sanción del Estado. Con lo primero, desaparecería la [11] antigua distinción entre el pecado y el delito, que nadie niega, pues con ser la ingratitud, por ejemplo, cosa tan antipática, y en algún caso tan repugnante, a nadie se le ocurre pedir que se incluya en el Código penal. Con lo segundo, sería preciso partir del supuesto de que el Estado era depositario de la verdad en todos los órdenes y revelador infalible de la misma.

Y claro es que la libertad es condición de la neutralidad: porque desde el momento en que ella fuese sustituida por la imposición, resultaría que unos, los conformes con la doctrina impuesta, serían libres, y los no conformes con ella no lo serían. Y conviene añadir que el reconocimiento de esta libertad implica el derecho de cada cual para poner a la misma, por propia voluntad, los límites que estime debidos.

IV

Es la segunda condición, la tolerancia, la cual, como he dicho en otra ocasión, no ha de confundirse con la indiferencia: porque lejos de implicar ésta, para comprenderla y practicarla es preciso sentir vivamente su justicia. Sin esto, lo más a que se puede llegar, [12] es a aquella tolerancia fría y pasiva, que se acepta como un mal necesario, como una imposición de los tiempos, como una cosa exigible ya hoy a toda persona culta; pero no a aquella otra activa, viva, otorgada, no por gracia, sino por obligación, y cuya práctica deja en la conciencia, en vez de la pena que produce la sumisión a algo imperfecto que no es dado resistir, la satisfacción que engendra el cumplimiento de un deber sagrado.

¿A qué es debida la intolerancia que con frecuencia se nos ofrece a la vista, entre los partidos políticos, las escuelas filosóficas, las sectas religiosas? Al desconocimiento de que en la doctrina de todo partido, de toda escuela, de toda secta, hay algún elemento de verdad, que no es cierto que se muevan exclusivamente en medio del error.

Por lo que hace a los partidos políticos, como cada cual afirma y defiende algo que los demás resisten y atacan, parece que entre ellos todo es diferente y que nada tienen de común. Y eso resulta cuando luchan en la oposición; pero cuando llega uno de ellos al Gobierno, ya es o debe de ser otra cosa. Y no es que sea infiel a su representación, lo cual sería una deslealtad; sino que, [13] por lo mismo que los demás partidos son también órganos de la opinión pública, está obligado, desde el Poder, a tomar en cuenta las aspiraciones de todos, pero subordinándolas a las propias. Sólo de este modo es posible conciliar la misión propia de los partidos con el carácter nacional que debe tener todo Gobierno.

En cuanto a las escuelas filosóficas, ¿cómo es posible desconocer ese propio fundamento de la tolerancia, cuando podemos contemplar ahora mismo cómo, después de la lucha entre las dos tendencias madres, el positivismo y el idealismo, representadas hoy por Spencer y Hegel, como lo estuvieron en el siglo XVII por Bacon y Descartes y en Grecia por Aristóteles y Platón, parece que están en camino de encontrarse, como se encuentran, según la frase de Hartmann, los obreros que acometen por los dos extremos la perforación de un túnel, buscando unos la armonía entre la inducción y la deducción, intentando otros resolver la antinomia entre la filosofía y la ciencia, éstos, como Lange, hablando de una libre síntesis del espíritu, y aquéllos como Lotze, del realismo idealista? La intolerancia cuadra en los que piensan que la historia de los sistemas [14] filosóficos es la historia de los errores y extravíos de la inteligencia humana; pero no en los que estiman, por el contrario, que cada uno de aquéllos aporta un elemento de verdad que se aúna con lo anterior, determinando así el progreso de la ciencia. El P. Ceferino González, defendiendo la metafísica de los embates del positivismo moderno, dice de aquélla que «constituye la gloria de Platón y Aristóteles, de San Agustín y Santo Tomás, de Leibnitz, Kant y Hegel». No se contenta con citar a los dos santos y a los dos filósofos griegos que fueron sus maestros, sino a esos otros tres, tan maltratados por muchos de sus correligionarios. Y no es extraño que cite hasta Hegel, cuando, en lugar de las vulgaridades que con frecuencia se oyen a su cuenta, el Padre Ceferino dice de él lo siguiente:

«Tal es el pensamiento que surge espontáneamente en el corazón del hombre cristiano, en presencia de ese panteísmo brutalmente ateísta que palpita en el fondo de la concepción hegeliana, que representa y sintetiza el esfuerzo titánico de uno de los genios más poderosos que vieron jamás los siglos. Porque ello es cierto, que panteísmo, y panteísmo esencialmente ateo, es lo que [15] representa y constituye la última palabra y el contenido real de esa concepción, que produce vértigos por su originalidad profunda, por la unidad fascinadora de sus aplicaciones; por sus vastas proporciones como sistema filosófico; de esa soberbia y colosal pirámide de los tiempos modernos, que, a pesar de tener la nada por base y por cúspide la negación de Dios, representa y entraña la revelación más sorprendente del alcance y poderío de la razón humana, y la revelación de que, bajo las inspiraciones de la idea cristiana, el Aristóteles de los tiempos modernos, el profeta panlogista de la idea, hubiera podido ser el Santo Tomás del siglo XIX.»

¿Hablaría así de Hegel, si no viera en la doctrina de éste otra cosa que lo que califica de ateo y panteísta? ¿No revela su entusiasmo por el filósofo alemán el reconocimiento de que en ese sistema hay algo utilizable? ¿Cómo de otro modo pudiera constituir la metafísica «la gloria» de Hegel?

Pero hay más: para que se vea cómo el P. Ceferino González reconoce que todo sistema aporta un elemento de verdad, escribe a seguida lo siguiente:

«El positivismo, que se lisonjea hoy de llevar de vencida a la metafísica, se verá [16] precisado a cejar en su empeño, al menos en lo que tiene de absoluto y exclusivo, si bien es posible que comunique a la metafísica futura un sedimento experimental, como testigo permanente de su paso por el campo de la filosofía primera, y como señal o monumento de la lucha actual entre el principio positivo y el principio metafísico.»

Quizás alguien diga que esa tolerancia cabe entre los partidos políticos y entre las escuelas filosóficas, pero no entre las sectas religiosas, alegando como razón que sólo una contiene la verdad, y toda la verdad. Pues ved lo que dice un escritor antiguo, y luego veremos lo que afirman otros modernos que no pueden ser sospechosos.

Es el primero, Plutarco, que ha escrito lo siguiente:

«No hay diferentes dioses entre los diferentes pueblos, ni dioses extranjeros y dioses griegos, ni dioses del Sur y dioses del Norte; sino que, así como el sol y la luna, el cielo y la tierra y el mar, son comunes a toda la especie humana, pero tienen distintos nombres, según las distintas razas, así, aun cuando no hay más que una Razón que ordena estas cosas y una Providencia que las administra, hay diferentes honores y [17] denominaciones entre las diferentes razas; y los hombres se sirven de símbolos consagrados, algunos oscuros y otros algo más claros, encaminando así el pensamiento por las vías de lo divino, pero no sin peligro, porque algunos, perdiendo del todo pie, se despeñan en la superstición, y otros, queriendo evitar caer en el lodazal de la superstición, han caído a su vez en el precipicio del ateísmo.»

Pero ¿qué extraño que Plutarco diga eso, cuando un cristiano, un católico, el Arzobispo de Nueva Zelanda, Redwod, en el Congreso de las Religiones, celebrado en Chicago en 1893, dijo lo siguiente?

«En todas las religiones hay un vasto elemento de verdad: de otro modo no habría cohesión entre ellas. Todas tienen algo respetable, grande, elementos de verdad; y lo mejor que puede hacerse para respetarse uno a sí mismo y destruir las barreras del odio, es ver lo que hay de noble en las respectivas creencias y respetarnos mutuamente, reconociendo la verdad contenida en ellas.

»No pretendo como católico poseer toda la verdad o ser capaz de resolver todos los problemas del espíritu humano. Puedo apreciar, amar y estimar cualquier elemento de verdad que se muestre fuera de aquel cuerpo [18] de verdades. Para derribar las barreras del odio existente en el mundo, necesitamos respetar los elementos de verdad que contienen todas las religiones, y necesitamos respetar también los elementos de moralidad que en ellas hay.

»Encontramos en todas las religiones un número de verdades que son el cimiento, la roca firme de toda moralidad, y las vemos en las varias religiones esparcidas por el mundo, y podemos, seguramente, sin sacrificar ni en un punto la moralidad católica o la verdad, admirar esas verdades, reveladas en cierto modo por Dios.»

Y otro escritor católico, el doctor Keane, Rector de la Universidad católica de Washington, en el Congreso internacional científico celebrado en Bruselas en 1894, rechazó con indignación la teoría de la inspiración diabólica atribuida a Confucio y a Budha, a los cuales consideró como instrumentos en manos de la Providencia para inculcar los preceptos de la moralidad en un tiempo en que la raza humana no había disfrutado todavía del beneficio de una revelación directa.

Pero ¿qué mayor testimonio de la posibilidad de la tolerancia entre las sectas religiosas, [19] que ese Congreso de las religiones celebrado en Chicago y a que acabo de aludir? Suceso extraordinario, uno de los que hacen más honor al siglo décimonono: porque asombra pensar lo que eso significa, al recordar las luchas y las guerras encendidas en otros tiempos por la intolerancia, y la sangre por ella derramada, y contemplar reunidos en aquél, no sólo católicos, protestantes de las principales sectas y cismáticos griegos, sino también judíos, y no sólo judíos, sino además mahometanos, y no sólo mahometanos, sino con ellos los adoradores de Confucio, de Budha y de Brahama.

Y en este Congreso, el Arzobispo Feehan, de Chicago, dice: «Cualesquiera que sean nuestras diferencias en materia de fe y de religión, hay una cosa que nos es común a todos, que es la común humanidad, un sincero respeto y reverencia, un sentimiento cordial y fraternal de amistad». Y el ilustre Cardenal Gibbons pronunció estas frases: «Gracias a Dios, hay un programa en el cual todos convenimos: el de la caridad, la humanidad y la benevolencia… El Samaritano que asistió al moribundo y curó las heridas era su enemigo en religión y creencia, su enemigo de nacionalidad y su enemigo en la vida social. [20] Ese es el modelo que debemos seguir. Nos separaremos animados por un mayor amor de los unos para los otros, pues el amor no hace distinciones por razón de la fe.»

V

Consecuencia de las dos condiciones dichas, la libertad y la tolerancia, es la tercera: el desinterés. No se trata del desinterés de los fundadores, de los profesores y de los alumnos, que ése está fuera de cuestión, sino de aquel que consiste en que la ciencia cumpla su fin propio, que no es otro que el conocimiento de la verdad, sin convertirse en instrumento de ningún otro, sometiéndose a él.

Durante muchos siglos han venido luchando dos de ellos: la religión y el derecho, pretendiendo cada cual ser rector exclusivo de la vida social. En Oriente, vivió sometido el Derecho a la Religión; en Grecia y Roma, sucedió lo contrario; en la Edad Media, se repitió algo análogo a lo ocurrido en Oriente, y en el Renacimiento algo semejante a lo sucedido en las Repúblicas clásicas; y hoy fluctúa la situación entre el sistema de armonía, que proclama la independencia de la Iglesia y del Estado, y el de los Concordatos, que es uno de transacción y de transición. [21] Pero a fines del siglo XVIII, pretende esa supremacía la ciencia, que no otra cosa significa aquel valor absoluto y aquella eficacia incontrastable que se atribuía a las ideas; en nuestros días, bajo la inspiración de Karl Marx principalmente, surge el llamado materialismo histórico, esto es, el predominio atribuido al factor económico; y para que nada falte, no ha mucho un poeta italiano siguiendo a Ruskin, aunque en otro sentido, proclamaba como el primero de todos los fines el arte.

Ahora bien, cada fin de la actividad influye en los demás y éstos en él, pero conservando cada cual su sustantividad e independencia. Y siendo el propio de la ciencia el conocer, satisfaciendo así una necesidad de nuestro espíritu, al modo que los alimentos satisfacen una de nuestro cuerpo, no cabe desnaturalizarlo, poniendo aquélla al servicio de ningún otro interés de partido, ni de escuela, ni de secta. Por eso, como consecuencia indeclinable de la libertad y de la tolerancia, antes expuestas, resulta que una Universidad no debe de ser liberal ni conservadora, individualista ni socialista, católica ni librepensadora, sino templo abierto a cuantos tributen culto a la verdad. [22] Me explico que en Bélgica se levante enfrente de la Universidad católica de Lovaina la Universidad libre de Bruselas; pero prefiero la Universidad alemana, en la que cooperan juntos a la labor científica católicos, protestantes y librepensadores. Allí ha tenido lugar un suceso que merece ser notado. Estaba vacante en la Universidad de Estrasburgo una cátedra de Historia; y como otras dos de la misma asignatura las desempeñaban un protestante y un librepensador, alguien habló de la conveniencia de que el que ocupara aquélla fuera un católico, y el Emperador nombró a uno que lo era. Entonces el ilustre historiador Mommsen dijo: venga en buen hora a la enseñanza el nombrado, pero no a título de católico, sino de competente, como a título de competentes, y no por ser el uno protestante y el otro librepensador, están los otros en la Universidad; y por cierto que, en prueba de la posibilidad y de la conveniencia de esa cooperación de todos, estos tres profesores publican juntos una Revista de Historia, con provecho de la ciencia.

Inspirándose en la sustantividad de cada uno de los órdenes de la actividad, Descartes emancipó la Filosofía de la Teología, Grocio afirmó la ciencia del derecho como [23] independiente de la religión positiva, y Tomasio distinguió la esfera jurídica de la moral.

Consecuencia de esa independencia de los fines respectivos es una, harto olvidada en nuestra patria, y que consiste en lo siguiente: Es natural que, para la persecución de uno religioso concreto, se asocien los que comulguen en la misma creencia, como cuando se trata de erigir una iglesia, por ejemplo; pero si se trata de propagar la cultura, de hacer que disminuya el número de los analfabetos, ¿por qué no se han de entender todos cuantos reconozcan la existencia de esa necesidad y estén dispuestos a procurar su satisfacción? ¿Es que por ventura hay un modo de leer y de escribir católico, y otro protestante, y otro librepensador? Y lo mismo digo si se trata de una obra benéfica, como la de recoger niños abandonados, cuidar ancianos desvalidos, &c.

Por esto, en el extranjero es cosa corriente la formación de asociaciones con ese carácter neutro; en nuestro país, es una excepción. Y vale la pena recordar dos. Allá por los años de mil ochocientos setenta y tantos hubo de constituirse una Asociación para lograr la abolición de la esclavitud, y como [24] se inscribiera en ella el que entonces era Obispo de Ávila, algunos fanáticos le censuraron porque se unía a protestantes y librepensadores, y en una carta que publicó La Voz de la Caridad, dirigida por la inolvidable doña Concepción Arenal, contestó que la doctrina que invocaban en su contra no era otra que la expresada por Bayo en esta forma: omnia infidelium opera peccata sunt, et philosophorum virtutes sunt vitia, la cual había sido condenada por la Iglesia.

Del segundo hecho, puedo dar yo mismo testimonio. Fundóse hace muchos años en Madrid una Asociación para la protección de la infancia, siendo el iniciador Julio Vizcarrondo, adicto a la religión protestante. Esta circunstancia produjo, andando el tiempo, alguna dificultad, que allanó el que entonces era Obispo de Madrid y hoy Primado, el cual, para cubrir una vacante en la Junta Directiva, propuso al banquero señor Bauer, judío, figurando así al lado de católicos, protestantes y librepensadores.

Lo mismo debió pensar el R. P. Maumus, fraile dominico, cuando en el año 1899 no tuvo inconveniente en explicar una lección sobre moral social en el Colegio libre de ciencias sociales de París, al lado del pastor [25] protestante Wagner y de librepensadores como MM. Buisson, de Roberty, &c.

Y es que en una Universidad caben cuantos rindan culto a la verdad, sin acepción de partido, de escuela, ni de secta, a condición de que sea respetada su independencia, y de que ellos se inspiren exclusivamente en el interés de la ciencia y de la difusión de la cultura.

VI

Cuando la libertad, la tolerancia y el desinterés son un hecho, resulta la neutralidad. Quizás alguien diga que esto se parece mucho a lo que por ahí se llama laicismo y secularización, y es verdad; pero prefiero aquel vocablo, porque, por culpa de unos y de otros, estos dos no siempre se entienden a derechas. Lo laico no implica la exclusión de Dios, sino la del sacerdote, de una esfera de acción que no es la suya propia. Así, persona tan poco sospechosa como Guizot, fervoroso creyente, decía en cierta ocasión:

«No; el Estado no es ateo, pero es laico, y debe serlo, para dejar a salvo todas las libertades que hemos conquistado. La independencia y la soberanía del Estado es el primer principio de nuestro derecho público, [26] es un principio que estamos esencialmente obligados a defender y mantener, el de la secularización general de los poderes, el carácter laico del Estado.»

Importa no confundir la secularización del Estado con la secularización de la vida. Esta pueden apetecerla los que consideran la religión como algo transitorio e histórico llamado a desaparecer, no los que, como yo, consideran aquélla como un fin permanente en constante evolución.

Y bien puede suceder que, al secularizarse el Estado, resultase más religioso que antes. Julio Simón ha dicho que Dios era como uno de esos grandes monolitos que se erigen en las encrucijadas y que tienen tantas caras como caminos van a parar a ellas; son esas caras la verdad, la belleza, la bondad, la justicia y la piedad, y son los caminos la Ciencia, el Arte, la Moral, el Derecho y la Religión; de donde resulta que, en lo que al Estado corresponde, la obra piadosa consiste en realizar la justicia, y quien a la justicia sirve, con Dios camina, y quien va contra ella, contra Dios va, aunque tenga su nombre cien veces al día en los labios: pues, como decía Doña Concepción Arenal, no es más piadoso quien habla más de Dios, [27] sino quien le ofende menos. En cambio, aunque en un Estado haya presupuesto de culto y clero, vayan las procesiones presididas por la autoridad y escoltadas por la tropa y los miembros de los Consejos de guerra oigan la misa del Espíritu Santo antes de dictar sus fallos, si se menosprecia la moralidad y se pisotea la justicia, en realidad será un Estado ateo en la práctica.

VII

Quizás haya alguien entre nosotros, que, recordando una frase célebre de San Agustín, por desgracia muy olvidada hoy y escasamente cumplida por lo que hace a su última parte: in necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus charitas, diga: nos has hablado de la libertad, que ese Santo Padre pide para las cosas dudosas, y de la tolerancia, que no es sino una forma de la caridad, que pide para todas, pero nada nos has dicho de la unidad que reclama para las necesarias. No os he hablado de esa unidad, porque en la ciencia no hay verdades necesarias, no hay dogmas. El conocimiento científico está en constante renovación, en constante progreso, por virtud del cual se ensancha y amplía el adquirido, [28] no destruyéndolo y anulándolo, sino rectificándolo y completándolo.

La unidad es ciertamente una ley de la vida, sin la cual no se concebiría, ni la posibilidad de una Historia universal humana, ni de una Historia del derecho, o de la religión, o del arte, &c.; pero esa ley se concierta con otra no menos exacta, que es la de variedad, y por eso, a la manera que todos los hombres tienen de común, de uno, lo humano, pero cada cual lo expresa de un modo peculiar, constituyendo su individualidad, cada pueblo y cada tiempo realizan una civilización propia, que es consecuencia de las condiciones de raza, de territorio, de cultura, &c. Y de la combinación de estas dos leyes resulta una tercera, que es la de sucesión y continuidad de la vida, por virtud de la cual hay una transición continua de lo producido de pueblo a pueblo, de época a época, de civilización a civilización, resultando así un sujeto de la Historia toda, la Humanidad, y un objeto, la obra entera realizada por ésta, a través del tiempo y del espacio.

Todavía podíamos conformarnos con esa unidad, limitada a las que consideraba San Agustín como cosas necesarias; pero es el caso que se pretende en nuestros días por [29] cierta escuela extender el número de éstas de un modo verdaderamente extraordinario, resultando así mermado el de las dudosas, para las cuales pedía el Santo Padre libertad. En efecto, nuestros antepasados oyeron hablar únicamente de un dogma católico y de una moral católica; y hoy se habla de una Ciencia católica, una Filosofía católica, un Arte católico, un Derecho católico, una Política católica, una Economía católica, una Sociología católica… hasta de una ciencia financiera católica: pues en una Revista italiana, órgano de esa escuela, he leído que el impuesto progresional era la solución católica del problema financiero, así como la enfiteusis era la solución católica del problema de la posesión y disfrute de la tierra.

Por este camino, se llegaría, invocando el principio de la conexión de las doctrinas, a donde llegó la teocracia en la Edad Media, invocando el de la conexión de las causas. Con este procedimiento, se pretende extender el número de las cosas necesarias a todo; de tal suerte que no parece sino que, teniendo delante la Biblia, la Suma de Santo Tomás y las Encíclicas de los Papas, todos los demás libros están de sobra.

Pero es el caso que la prueba de lo imposible [30] de tal empeño la tenemos a la vista. El actual Pontífice Romano ha publicado Encíclicas, en las que se da solución a todos los problemas importantes, desde la AEterni Patris, en la que se dilucida el filosófico, hasta la Rerum novarum, que se ocupa en el problema social, o mejor, del obrero. Y sin embargo, y no obstante atribuir muchos inocentes carácter de infalibilidad a esos documentos, continúa habiendo católicos, no ya tomistas, ontologistas y tradicionalistas, sino hegelianos, como lo era el Sr. Fabié, y spencerianos, como lo es el Sr. Silvela, que a excitación mía en un debate reciente así lo reconoció; y continúa habiendo absolutistas y constitucionales, liberales y conservadores, monárquicos y republicanos, individualistas ortodoxos y socialistas colectivistas.

Es más, prescindiendo del dogma, y eso que nadie sostendrá que el Credo es lo mismo para el carbonero que lo recita que para el ilustre P. Gratry que explica su filosofía; ¿es que no hay diferencia en el extremo importante de la exégesis bíblica? Hay católicos, que todavía creen que Dios hizo el mundo en seis días, así como suena; mientras que otros entienden que lo fue en seis períodos de muchos siglos de duración cada uno. [31] Hay católicos, para quienes el diluvio universal cubrió de agua toda la tierra; mientras que otros entienden que la invadida fue tan sólo la Judea. Hay católicos, que todavía se atienen a la famosa cronología del P. Petavio, según la cual cuenta el mundo de existencia 5.884 años; mientras otros convienen con los geólogos modernos en que la tierra cuenta de vida centenares de millares de años. Hay católicos, partidarios del evolucionismo, como el Dr. Zahm; mientras otros consideran esta doctrina como pecaminosa y subversiva. Pero ¿qué más? A pesar de la Encíclica Providentissimus Deus, de 1893, el abate Loisy ha expuesto puntos de vista tan amplios sobre la exégesis bíblica, que León XIII recientemente ha nombrado una Comisión compuesta de cinco Cardenales y once Consultores para examinar punto tan delicado.

No hay época de la historia en que se haya llegado, en cuanto a esa unidad, al extremo que llegó la Edad Media, durante la cual, como ha dicho un escritor, la sociedad se resumía en la Iglesia, y la Iglesia en el Pontificado; y sin embargo, surgió, como no podía menos, la variedad, de la cual fue expresión el dualismo entre el sacerdocio y el Imperio, la escolástica y la jurisprudencia, [32] los teólogos y los legistas, Santo Tomás y el Dante, el llamado poder espiritual y divino y el llamado temporal y terreno.

Y es que esa unidad es antitética con el espíritu del Cristianismo. Precisamente lo que separa a éste de un modo muy señalado del Mahometismo es, que mientras éste intentó modificarlo todo y subordinarlo todo, al modo de los Códigos orientales, a la Religión, causa principal de lo pasajero de su grandeza y del estancamiento secular que ha seguido a ésta, el Cristianismo se limitó a la esfera religiosa y moral, dejando todo lo demás entregado a las disputas de los hombres.

Pero ahí están, enfrente de esa unidad a que en vano se aspira, la variedad de época a época, de pueblo a pueblo, de individuo a individuo, en cuanto al modo de concebir la vida y el destino de las sociedades.

Hablando de la Edad Media, dice Symonds: «Así como el monje San Bernardo caminó a orillas del lago Leman, sin ver el azul de las aguas, ni la lozanía de los campos, ni las radiantes montañas, cubiertas con su vestido de sol y nieve, porque caminaba llevando inclinada sobre el mulo aquella cabeza preocupada y llena de pensamientos, de igual modo que este monje, la humanidad, [33] peregrino inquieto, preocupado con los terrores del pecado, de la muerte y del juicio final, marchó a lo largo de los anchos caminos del mundo sin haber conocido que merecía ser contemplado y que la vida es una bendición.»

Viene luego el Renacimiento greco-romano, en el cual puede decirse que recobró la Cristiandad la alegría perdida, y dejó de ser única preocupación de las gentes el pecado, la muerte y el juicio final.

Y si comparamos pueblo por pueblo, ¿en qué consiste que para los católicos de Francia, Inglaterra, Bélgica, Alemania, de los Estados Unidos, no son aspiraciones prácticas las que en España constituyen el programa de los católicos militantes que constituyen el partido ultramontano? Por dónde va ningún Prelado de aquellos países a reclamar la intolerancia religiosa amparada por la ley? ¿Ni cómo han de protestar los de Bélgica contra el matrimonio civil cuando está reconocido en la Constitución de 1831, obra de católicos y liberales? ¿Ni cómo los de Francia han de reclamar contra la secularización de cementerios, cuando allí la ciudad de los muertos descansa en el mismo piadoso espíritu de fraternidad y de solidaridad [34] que ya por fortuna preside a la ciudad de los vivos? ¿Ni cómo han de caminar a la par los Prelados norteamericanos con los españoles, cuando aquéllos dicen a toda hora que no apetecen otras relaciones entre la Iglesia y Estado que las allí existentes, y cuando uno de sus más ilustres miembros ha dicho melancólicamente que la Inquisición española es una pesada carga para el apologista del Cristianismo?

Y en cuanto a los individuos, si esa unidad fuera posible, tendrían en lo fundamental todos el mismo ideal. Ahora bien: San Bernardo, para el cual es la vida, según ha dicho un escritor católico, a modo de enterramiento en una tarde lluviosa de invierno en cementerio solitario, y San Francisco de Sales, para el cual la vida es vida, luz, color, naturalidad, ¿tienen el mismo ideal? San Martín de Tours, que arde en santa ira contra los primeros que por causa de religión derramasen sangre en España, y se niega a comunicar con ellos, y Santo Domingo de Guzmán, el perseguidor de los albigenses, o San Pedro Arbués, el perseguidor de los judíos, ¿tienen el mismo ideal? ¿Lo tienen el Arzobispo de París, que muere en las barricadas para poner paz entre los hombres, [35] y el Obispo de la Seo de Urgel, que va a las montañas de Navarra a encender entre los hombres la guerra? ¿Lo tienen el banquero que, después de oír misa, va al Ministerio de Hacienda, a estrujar al Tesoro público, o a la Bolsa, a arruinar al prójimo, y el trapense, que apenas si come, si bebe, si duerme? Por último, el que tiene un hogar, que rige y gobierna en unión de una esposa amada, con hijos que son su encanto y alegría, y que procura formar un matrimonio en beneficio de todos para hoy y para mañana, y el religioso que, al hacer los votos de pobreza, de obediencia y de castidad, no puede tener ni hogar, ni mujer, ni hijos, ni bienes, ni libertad, ¿tienen el mismo ideal?

Ahí tenéis explicado por qué no he puesto como condición de la neutralidad, al lado de la libertad, de la tolerancia y del desinterés, la unidad. La única posible será la que resulte de su concierto con la variedad, la que sea fruto del libre desarrollo y ejercicio de nuestra facultad de conocer.

Quizás haya entre vosotros alguien que haya leído el conocido libro del ilustre Menéndez y Pelayo sobre Los heterodoxos españoles, y si por acaso recuerda que me incluye entre ellos, llame su atención que haya hecho [36] tantas citas de Obispos, Arzobispos, Cardenales y Santos Padres. Lo he hecho adrede, por tres motivos: el primero, para predicar con el ejemplo, demostrando cómo en todos los sistemas y doctrinas hay puntos de luz al lado de los de sombra; segundo, porque por instinto, por gusto y por reflexión, busco, siempre que puedo, lo que me une, lo que me es común con los demás, antes que lo que de ellos me separa; y tercero, porque si, enfrente del sentido que inspira esas citas de autoridades tan respetables, se levanta la bandera de la intolerancia con todas sus funestas consecuencias, quienes tal hacen, por más que pretendan hablar en nombre de la Iglesia, del Cristianismo, de la Religión, no serán más que un partido, una escuela, una secta, con los mismos derechos, pero no más, que los demás partidos, escuelas y sectas, todos los cuales pueden y deben coincidir y encontrarse en algo a todos común: los partidos políticos, en el amor y el culto a la patria; las escuelas científicas, en el amor y el culto de la verdad; y las sectas religiosas, en el culto y ejercicio de la piedad, de la sana y verdadera piedad.

[ Transcripción íntegra del texto contenido en el original impreso sobre 36 páginas. ]