Luis Araquistain, El peligro yanqui, Madrid 1921, páginas 5-10
Interpretaciones y visiones · I
Un mundo flotante
(De Liverpool a Nueva York)
Antes de poner pie a bordo, hemos medido, desde el muelle, la magnitud del trasatlántico, comparando mentalmente su poder de resistencia con el poder de destrucción del próximo océano. Tranquilizados por el cálculo, a la vista del poderoso buque, hemos cruzado valientemente la plancha y nos hemos encontrado sobre la vasta cubierta. En tierra se queda todo nuestro mundo cotidiano y circundante, las luchas y los afectos, los bienes y los males de la sociedad creada en torno, como una piel de que súbitamente nos despojamos. Una travesía oceánica brinda al individuo la máxima oportunidad de encontrarse a sí mismo. ¿Pero son muchos los hombres que necesitan buscarse?
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Sueltas las amarras, y una vez en franquía, hemos abdicado alegremente de nuestra personalidad de hombres que aspiran a ser libres. Nos hemos dado por entero a un autócrata, al capitán del buque, y no hay cuidado de que nadie conspire contra su poder ni siquiera discuta sus actos. Puede llevarnos a puerto y puede llevarnos a la muerte, pero nuestra confianza y nuestra renuncia son ilimitadas y gozamos inmensamente con la conciencia de la irresponsabilidad. La democracia –el celo y el sentimiento de responsabilidad de todos– es sólo una salvaguardia contra los capitanes ineptos o vesánicos. Si los grandes, los verdaderos capitanes de hombres naciesen con un signo visible, con qué placer nos entregaríamos a ellos y nos dejaríamos guiar tutelarmente, sin temores ni remordimientos liberales. La inmensa mayoría de los hombres, los pueblos, no quieren el poder por ambición de dominio; antes al contrario, lo juzgan como una carga onerosa y están deseando hallar el hombre que la codicie sin peligro para el resto. Pero la navegación por el océano social es todavía una ciencia imperfecta y es preciso que el mando se otorgue por elección, no por renunciación, como en la náutica primitiva. La democracia es la ruta de la aristocracia y, si se nos apura, de la autocracia; pero antes hay que barrer estos tipos de autocracia y de aristocracia usurpadoras que nos llevan casi siempre al acantilado y rara vez a segura bahía.
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La inmensidad del mar es un tópico destruido por la moderna técnica náutica. Un primer viaje oceánico, una primera impresión de un mar cercado por un horizonte que parece no poder alcanzarse nunca, todavía sugiere emociones de entusiasmo, algo así como una embriaguez cósmica. Pero una modesta familiaridad con las rutas oceánicas quita al mar toda grandeza dramática. Para un navegante novel, sus saltos y jadeos todavía pueden ser fuente de cómico terror. Pero después del advenimiento de estos colosos flotantes, que apenas se dignan balancearse levemente bajo el ímpetu de los mayores temporales, el mar es una bestia domesticada. (La bestia siempre peligrosa, femenina y envolvente, es la niebla.) Estos colosos son, además, rapidísimos, y así la relativa extensión del Atlántico es hoy quince o veinte veces menor que en tiempos de Colón. Y con la nueva navegación aérea, el mar viene a convertirse en algo así como en el camino de la diligencia intercontinental. Antes parecía una temeridad aventurarse en el piélago. Pronto parecerá una ridiculez y sólo se usará este medio de comunicación para las mercancías y para los ancianos. El interés de una travesía no está, pues, ya en la relación del buque con el mar, sino en la actitud de unos pasajeros frente a otros. Al sentimiento dramático por la Naturaleza, ha sucedido la recíproca curiosidad psicológica –casi siempre cómica– de los hombres.
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Un barco es como un Estado de los afectos. Está excluida la política, porque todos hemos abdicado nuestra soberanía en el autócrata que nos conduce, y también otras altas actividades del espíritu –el arte y la ciencia, sobre todo– porque el viaje es un tránsito y faltan en él las condiciones de duración y estabilidad que exige toda elevada creación. No hay espacio más que para los afectos. Al penetrar en el buque y explorarlo curiosamente, miramos los rostros de los compañeros de viaje con sondeadora insistencia, como si del primer golpe de vista quisiéramos descubrir cuáles van a ser nuestra simpatías y nuestros odios oceánicos. Son efímeros, generalmente, estos odios y simpatías, epidérmicos y fugitivos como el paso del buque sobre el oleaje; pero a veces toman la agudeza de una erupción cutánea. ¿Por qué hemos de aborrecer a esa criatura grotesca de bigote recortado y en púa a la manera de un cepillo de dientes? Detrás de ese risible ornamento capilar adivinamos una pobre psicología elemental, estéticamente imbécil, y acaso se trate de un santo varón y aun de un honrado padre de familia; pero no seríamos leales a nosotros mismos si no nos desquitáramos de la necesidad de convivir con gentes así hiriéndolas de continuo con nuestra sátira, generalmente tácita, a veces expresa. En cambio, esa dama de cuarenta y pico de años frescamente conservados, que canta con tanta picardía y sentimiento en las veladas nocturnas, después de cenar –una dama conspicua, lady Forbes Robertson, esposa del celebrado actor inglés, que también viaja con nosotros– nos evoca la peligrosa edad de la adolescencia, cuando el corazón juvenil ve en el amor una síntesis del amor materno y del amor romántico y propende a dejarse cautivar por las maduras lozanías. Un buque es un Estado de afectos, y cuando faltan seres humanos sobre quienes ejercitar directamente el juego refractario o atrayente de las pasiones, el viajero busca de modo indirecto, por asociación –un niño, una mujer, un engolado señor– el recuerdo de personas queridas o detestadas. Y si esto no es posible, se traba amistad con el altivo gato de a bordo o con un pájaro que viaja entre los botes salvavidas de polisón.
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Quiénes y qué son todas estas gentes? Esta pandilla de seres descocados, que forman como una cerrada sociedad en comandita de placer, que no cesan de beber, jugar y bromear, hombres de vida puramente externa, mujeres muy pálidas y muy desenvueltas que bailan tan bien, gentes todas que parecen vivir en un extraño y radical comunismo ¿quiénes son y adonde van? ¿Dónde hemos visto sus fisonomías familiares? Al cabo de varios días interrogantes, se descifra el misterio: son actores de película y toda su existencia oceánica es una constante película de banalidad. Representan el cine por dentro. Con nosotros viajan varios militares, ingleses, norteamericanos, canadienses, australianos. Son como miembros rezagados y dispersos de una organización y de una edad que, estando en el tiempo tan próximas, nos parecen espiritualmente ya tan lejos. Este robusto jefe militar, que en las veladas canta con la misma energía que si estuviera ejercitándose en la gimnasia sueca, ¿no parece un ejemplar extraño de una especie ya desvanecida? Sobre el tono albino de la mayor parte del pasaje, destaca el bronce de los delegados indios a la Conferencia de Washington. Uno de ellos –amigo del poeta Tagore– tiene la dignidad y el vigor reconcentrado de un gran profeta asiático. Un inglés nos ha dicho al oído, con gravedad y respeto, frunciendo el ceño: –Es uno de los más temibles agitadores de la India...
Pero la mayor parte del pasaje está compuesta de gente de comercio, preocupada del vellocino de oro. Mientras los hombres dormitan en los sillones planeando sus negocios, sus esposas y sus hijas fuman incesantemente cigarrillos turcos, afanosas de no quedar por debajo de la «mujer moderna». La clásica dama de la «Old Merry England»; y la vieja puritana del Mayflower comienzan a perder su preciso contorno entre tanto nubarrón de humo. Ya sólo falta que la «mujer nueva» se anexione la pipa hombruna y el tabaco navy cut.
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A mitad de la travesía se ha publicado el Cunard Bulletin, una hoja con los radiogramas lanzados por la estación de Washington. El mundo se empequeñece. El «cuarto poder» invade hasta el mar. El espíritu de Cabot, que cruzó por primera vez estas aguas, no comprendería esta continuidad de comunicación. Varios viajeros expiden radiogramas a sus familias. ¿Dónde podrá el hombre, en lo futuro, hallarse en absoluta soledad?
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El actor Forbes Robertson recita una noche trozos de Shakespeare, de manera maravillosa. (¿Por qué los actores españoles que interpretan a Shakespeare no llegan alguna vez a Londres?) Una profunda emoción embarga todos los ánimos. Veinte versos del poeta mágico, ¿no son más grandes y trágicos que el inmenso mar circundante? Shakespeare amaba la Humanidad concreta, no la metafísica.
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Otra emoción trágica: la lectura en alta mar del Epistolario de Nietzsche. ¿Cuál es la tragedia de Nietzsche? No sólo su fatalidad patológica, por él presentida, que no era precisamente la fatalidad ideológica que, a su juicio, iba a revolucionar el mundo, sino su inhumanidad, su impotencia para convivir con lo diverso humano. Nietzsche rechazaba la discrepancia, y cuando él creía que el mundo se aislaba de él, era él quien se aislaba del mundo, y se desesperaba y precipitaba la rotura de su máquina mental. ¿Enloqueció por aislarse o se aisló por estar enloquecido? He ahí un problema que debiera preocupar a cuantos quieren justificar su alejamiento de los demás hombres por un supuesto desvío de los demás hombres respecto de ellos. La salud del espíritu está en el centro turbulento de la vorágine humana, con todas sus reacciones y diversidades. Nietzsche amaba la Humanidad metafísica, pero no la concreta.
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Estamos a vista de tierra del Nuevo Mundo, del mundo de la cantidad. Pero por debajo de la cantidad ya se estremecen los primeros gérmenes de la calidad, y el Nuevo Mundo será también el mundo nuevo. Antes el centro de la Humanidad estaba en Europa. La guerra –tal vez el principio de liquidación de la civilización europea– le ha desplazado más hacia occidente, siguiendo la ley del desenvolvimiento histórico, y antes de un siglo es probable que esté en América, con permiso de Pío Baroja. Es más de fiar el ojo profético de Walt Whitman.
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