Luis Araquistain, El peligro yanqui, Madrid 1921, páginas 117-121
La Prensa · I
El poder de la prensa
La fuerza social más temible de los Estados Unidos es la de su Prensa. Como todo lo norteamericano, es también una institución cuantitativa, de mucho papel, de muchos lectores, de muchos anuncios, sobre todo esto, fin capital de su existencia; el idealismo y la verdad, si no ausentes, son valores subalternos y aleatorios. Pero estas cualidades no la diferenciarían aún, esencialmente, del resto de la Prensa del mundo. En todas partes hay periódicos puramente mercantiles, sin más conciencia que la caja; pero frente a ellos también suele haber periódicos de significación contraria, generosos, espirituales, que, por lo menos, tratan de conciliar el interés público y la idealidad social con su interés privado. En la Prensa norteamericana diaria rara vez se antepone la idea desinteresada a la finalidad utilitaria. Si alguna vez se da un pensamiento desinteresado e independiente, ha de refugiarse en la Prensa no diaria, en las revistas semanales The Nation, The New Republic, en las mensuales Atlantic Monthly, Liberator.
Una terrible unanimidad inspira a la inmensa mayoría de los miles de periódicos diarios que se publican en los Estados Unidos. Las mismas noticias enviadas por la misma Agencia; las mismas grandes titulares, que dan en una línea de letras como puños un juicio irrebatible, dogmático, sin fundamentarlo en ningún razonamiento; la misma posición mental, que sólo varía en el grado de vociferación, ante los problemas del mundo; la misma abrumadora carga de papel, que da la impresión de que todo el pensamiento de los periodistas norteamericanos se dedica, no a desenredar la madeja de la historia viva y fervorosa del día, sino al arte de agenciarse anuncios y de componerlos llamativamente; el mismo sensacionalismo y la misma indigencia mental: todo esto que hace indistintos un periódico de Nueva York, uno de Washington, uno de Chicago o uno de San Francisco de California. La ausencia de individualidad en todos los órdenes de la vida tiene su expresión culminante en la Prensa diaria.
Una Prensa así, unánime, al prescindir de la discrepancia y el contraste, no cumple con su misión fundamental, que es iluminar la conciencia pública y prepararla con hechos veraces y juicios críticos para que piense y obre con autonomía. Pero al mismo tiempo, una Prensa de ese linaje es terreno favorable para que en ella brote y crezca un tipo de periódico que no se conforma con mantener en la ceguera espiritual a su público, sino que aspira a provocar en él las pasiones más bajas y a satisfacer la más enfermiza curiosidad por el escándalo, la delincuencia y la perversión, para arrastrarle, bajo la espuela de la emoción morbosa, a cualquier locura que sea la conveniencia o el capricho del propietario del periódico. Aludimos a la llamada prensa amarilla.
El príncipe de la prensa amarilla norteamericana es William Randolph Hearst, uno de esos hombres que nacen con una inmensa ambición de poder, y que todo lo sacrifican al fin de conseguirlo, madera de grandes capitanes y de tiranos en otro tiempo, y hoy madera de grandes hombres de negocios, de conductores de masas y de creadores de periódicos. Rockefeller no hubiera querido, seguramente, ser ministro, ni, probablemente, jefe de Estado, aunque las circunstancias le hubieran ofrecido tales coyunturas. ¿Para qué, si su poder, como uno de los grandes monarcas de la economía universal, es mayor que la de todos los políticos de su país reunidos? Tampoco ha querido ser gobernante Gompers, el presidente de la Federación Americana del Trabajo. Menos aún ha debido querer serlo Hearst, propietario de numerosos periódicos en todo el país, diarios y revistas, que informan y moldean la conciencia de varios millones de lectores; la tirada de su Prensa diaria se calcula en unos cuatro millones, y la de sus revistas, casi en otro tanto.
Un poder de esa magnitud, en manos de un santo que a la par fuera un hombre inteligente, no habría por qué temerlo. Pero Hearst dista de la santidad tal vez más que de la inteligencia. Sus campañas contra Méjico –constantes, llenas de peligros para la paz de ambos países vecinos– la explican los bien enterados por el hecho de que Hearts es propietario de varios millones de áreas de terreno en Chihuahua y de grandes intereses en los pozos de petróleo de Tampico. Con tal de excitar la mejicofobia de los Estados Unidos, no se detiene ante ningún escrúpulo. Un caso: el 22 de diciembre de 1913, el American, de Nueva York –uno de los varios periódicos de Hearst en esta ciudad,– publicó una fotografía de siete niños, con las manos en alto, de espaldas, metidos en el mar. Comentario del periódico: «Como prueba del estado de barbarie, casi increíble, que existe en Méjico, mister Russell, viajero inglés y miembro de la Real Sociedad Geográfica de Londres, envía la fotografía aquí publicada al American, de Nueva York. Los niños fueron llevados al agua, obligados a levantar las manos sobre sus cabezas, y fusilados por la espalda. La marea arrastró sus cuerpos. Obsérvese el terror en la cara del niño que mira parcialmente a tierra.» Aclaración inmediata e indignada de Mr. Russell: la fotografía había sido publicada el 1 de septiembre de 1912 en la Tribuna, de Nueva York, y a petición de un redactor del American habían mandado a este periódico una copia. No fue tomada en Méjico, sino en las posesiones inglesas de Honduras. «Esta fotografía –dice Mr. Russell,– como le expliqué (al redactor del American), representaba un grupo de niños caribes bañándose. Y, como le dije, pedí a los niños que levantaran las manos para que la fotografía pudiese dar una idea de su constitución física, notablemente hermosa.»
Durante la guerra tuvo tres periódicos en Nueva York: el American, el Journal y Der Morgen Journal, éste alemán. En los dos primeros, era aliadófilo; en el tercero, germanófilo. Y es posible que a eso le llamase su neutralidad. El afán de Hearst es adquirir el mayor número de periódicos, sobre todo los acreditados, porque así renueva constantemente su poder, desprestigiado a la larga con los periódicos más antiguos. Una vez quiso comprar el New York Herald, vendido hace poco; cablegrafió a su propietario, Bennett, que estaba en París, preguntándole cuál era su precio, y Bennett contestó: «Precio del Heraldo, tres centavos diarios. Cinco centavos los domingos.»
Un monopolio de la Prensa por Hearst o cualquier hombre de su naturaleza, sería un peligro, no ya nacional, sino internacional. Una prueba patente de su fuerza la da su influencia en la preparación de la guerra de Cuba. Lo contó el periodista James Creelman, ya muerto, en el Pearson’s Magazine, en un artículo titulado «El verdadero Mr. Hearst». Mackinley era reacio a la guerra, pero en el acto de preparar al país para la intervención «Mr. Hearst mostró –dice Creelman– el terrífico poder del periodismo sensacionalista, apoyado por la riqueza». Hearst mandó a Cuba al dibujante Remington, para que le enviara trabajos sensacionales. Pero el artista, sin darse cuenta de lo que se esperaba de él, y no hallando allí nada interesante que hacer, telegrafió de la Habana a Hearst: «Todo tranquilo. No hay aquí desorden. No habrá guerra. Quiero volver.» A esto le replicó Hearst: «Haga usted el favor de quedarse. Usted suministra los dibujos, y yo suministraré la guerra.» Y así fue. «La declaración de la guerra con España –escribe Creelman– halló a Mr. Hearst en un estado de orgulloso éxtasis. Había ganado su campaña, y el Gobierno de Mackinley fue forzado a la guerra. Sus periódicos estallaron en una nueva locura de llamamiento a la pasión pública, en grandes titulares y tinta roja. Gastó medio millón de dólares, sobre los gastos corrientes, en pagar las noticias de la breve campaña.»
Periódicos y hombres así, con tan inmenso poder, sin la debida responsabilidad intelectual y moral para usarlo en interés público, ¿no son una grave amenaza, interior y exterior, que debe inquietar a los pueblos?
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