Filosofía en español 
Filosofía en español

Parte primera. La calle

Capítulo primero

La calle está desmoralizada

Consideraciones generales

Que nuestras calles ofrecen espectáculos poco edificantes es una verdad demasiado clara para que hayamos de probarla. El pueblo, la clase media y la aristocracia adolecen de gravísimos defectos, que no les serán justificados en el tribunal del buen sentido. En este capítulo nos fijaremos principalmente en la mujer, que parece ha puesto un empeño especial en desnaturalizar los conceptos más esenciales del orden moral y del orden estético. Su intervención en la desmoralización de la calle ha sido bastante eficaz, según vamos a ver someramente. Empecemos por la mujer aristocrática.

La aristocracia

Sería una notoria injusticia dejar de reconocer que la parte más sana y más culta de la aristocracia femenina se presenta ante la sociedad como modelo digno de ser imitado. No son pocas las damas aristocráticas que viven en modesto retraimiento, consagradas al hogar y a vigilar de cerca la educación de sus hijos; son numerosas las que dedican lo mejor de sus días a constituir la felicidad de sus esposos y a sacrificarse en aras de la caridad y del sacrificio por sus hermanos los pobres. Son bastantes también las que manifiestan loable interés por las cuestiones de la literatura, del arte, de la ciencia y de la sociología. De nuevo hacemos constar que sería una manifiesta injusticia englobar indistintamente en el mismo tipo todas las damas aristocráticas.

No obstante, es un hecho patente a la vista del hombre más despreocupado que al lado de ese elemento sensato existe otro, así de aristocracia de sangre como de aristocracia financiera, o sea, la que procede de recientes glorias militares, políticas y económicas, que es merecedora de todas las censuras y anatemas que se han lanzado contra los injustos violadores y destructores del orden moral.

En las más importantes poblaciones de España se pasean con frecuencia, en rápidas y muelles carrozas, lujosa y caprichosamente ataviadas, ciertas formas de inmoralidad, que no se avienen con la delicadeza que pide una alta posición social y la cultura que ella debe suponer. Creemos que deslizan así su vida, unas para llenar el vacío de su existencia, otras para ajustarse a los cánones de la moda. Es innegable que algunas viven muy superficialmente, no pensando sino en adornos, fruslerías y diversiones, más bien por poco seso, por falta de juicio, que por espíritu de inmoralidad.

Nada añadimos a lo que todo el mundo sabe, que, a más de la mujer frívola y liviana, hay en la sociedad el hombre haragán, derrochador, desenfrenado, ocioso; que vive sumido en la ignorancia y la pereza; que para nada sirve a la causa de la civilización y de la patria; antes al contrario, en cuanto está de su parte las conduce en derechura a la más ignominiosa decadencia.

Hay otra clase en la sociedad, llamada clase media o burguesía. Sus límites son tan indeterminados, que cabe en ella desde la mujer del opulento fabricante hasta la mujer del simple empleado en oficinas de telégrafos. El menor cargo oficial, el pretexto más leve, basta a la mujer para exigir el título de señora o señorita, y salir de las filas del pueblo. Por deficiencias de nuestra educación la mesocracia no ha sabido organizarse ni asegurarse un medio con el cual pudiera salvar su subsistencia.

Hoy por hoy, la mujer del pueblo tiene noción de que debe ganarse la vida; la burguesa todo lo espera del trabajo del hombre. No está formada, generalmente, para trabajos fuertes y que exijan sacrificios, como tampoco para estudios algo intensos.

El sistema educativo para la clase femenina, salvo honrosas excepciones, es bastante deficiente; predominan en él las medias tintas, no se ahonda ni consolida. Esto, naturalmente, la limita y reduce en su órbita de acción. Nada decimos de su educación en el terreno práctico, puesto que, desgraciadamente, no es más jugosa que desde el punto de vista intelectual.

Y quien toca principalmente las consecuencias, quien resulta la primera víctima, es la misma mujer, la cual se presenta a la vida social sin preparación, sin aptitud para ganarse la vida, sin suficiente espíritu de abnegación para bajar algunos peldaños de la escalera aparente de la sociedad. No alcanza a comprender el sentido cristiano de la dignidad y del honor. La situación triste en que se encuentran en el orden económico le crea una serie de conflictos de orden moral que en la organización actual de nuestra sociedad no admiten fácil solución.

En cuanto a la intervención del pueblo como factor de desmoralización, siempre constará que el pueblo, dada su incultura y sus instintos poco o nada delicados, está destinado a dar la nota más desafinada en el concierto de la cultura humana. La humanidad no anda sin luz: el pueblo es ignorante, y veinte mil ignorancias no constituyen un solo saber; y lo peor es que las luces más resplandecientes del progreso moral y social no entran, no pueden penetrar por aquellos cerebros insuficientes y a la vez interceptados a todo cuanto signifique ilustración y civilización. Por este motivo se comprende fácilmente que los hijos del pueblo no sean siempre los más decentes en sus frases, imprecaciones, cantares, &c.; que si alguna manifestación inmoral se verifica que rebaje nuestra dignidad de ciudad culta y honrada, sean ellos los principales promovedores. El pueblo es un instrumento ciego, sin voluntad propia, fácilmente sugestionable, arrojado, impulsivo, efecto de su falta de reflexión; se abusa de estas cualidades; y en vez de utilizarlo para edificar, se le emplea en destruir lo que han respetado los siglos y los países más salvajes. No desconocemos que no siempre es suya la culpa; no anda por cuenta propia; es conducido por hombres que explotan su ignorancia.

El día en que los hijos del pueblo y los hijos del arroyo llegaran a comprender quiénes son sus verdaderos amigos, dónde está su verdadera redención moral y social, levantarían indignados sus brazos de hierro y los dejarían caer sobre las entrañas que con inconcebible mala fe se han complacido en oprimirlos.

Sólo la acción educativa sobre la mujer aristocrática, el interés por resolver los problemas vitalísimos que tiene planteados la mujer burguesa, y la debida formación religiosa, cívica y moral del pueblo, son capaces de remediar y de prevenir los defectos que acabamos de lamentar en este capítulo.

Capítulo II

La desorientación moral en las multitudes

La intervención de las multitudes en el desenvolvimiento moral de las naciones es un hecho que ha venido confirmando constantemente la historia. No es posible prescindir de este factor popular en la obra progresiva de civilización y de cultura. Y, no obstante, ese instrumento de progreso dista mucho de su verdadero estado, de su providencial posición. El pueblo, triste es reconocerlo, no está preparado ni intelectual, ni moral, ni artísticamente para la intervención y concurso en la realización del pensamiento democrático cristiano; y lo más elemental que puede exigirse de un pueblo o de una multitud es que sepa adonde va y qué camino ha de seguir.

Siguiendo la tarea de poner al descubierto los defectos más importantes de nuestra civilización, hoy nos fijaremos en los puntos siguientes:

Formación doctrinal de nuestras multitudes.

Podrá creerse paradójico, pero desgraciadamente es un hecho real, que, a pesar de tantas escuelas para los hijos del pueblo y de tantas instituciones que tienden exclusivamente a la formación del obrero, nos encontramos con una masa considerable de pueblo sin instrucción, sin doctrina, sin pensamiento que le dirija. Ora sea por los evidentes defectos de nuestros procedimientos pedagógicos, que no han conseguido, ni siquiera intentado, despertar la inteligencia del niño y formarle una conciencia propia, exclusivamente suya; ora sea por la negligencia de los padres y la inconstancia y poca aplicación de los hijos, es doloroso consignar el hecho de la desorientación doctrinal de nuestros pueblos. La multitud no piensa; se mueve sin saber por qué, anda y no sabe hacia dónde. La vida psicológica de las multitudes se limita al orden puramente sensible. Su cerebro está dispuesto a recibir imágenes, mas no ideas.

No se crea que exageramos, pues es muy fácil demostrar esta verdad. Efectivamente: sabemos que cada civilización deriva de un número de ideas fundamentales, que constituyen la primera base y el primer elemento de la conciencia pública. Estas ideas se establecen en el alma de las muchedumbres e informan las principales y espontáneas manifestaciones de su vida; la multitud las vive inconscientemente. No es a esta clase de ideas a las que nos referimos, sino a las que se forman por esfuerzo de la propia inteligencia; y de éstas decimos que son muy raras las que llegan a almacenarse en la inteligencia.

Las ideas tienen un carácter general que permite y facilita la evolución y adaptación; las imágenes no se modifican ni se adaptan, porque van ligadas a una sensación. La imaginación en las muchedumbres tiene una importancia extraordinaria; cualquier acontecimiento reviste en ella los caracteres de las cosas reales. Un personaje que tenga algún ascendiente sobre ellas, si consigue depositar una imagen en su cerebro que sea viva, halagüeña y prometa grandeza y bienestar, produce una especie de sugestión que domina por completo toda su vida psicológica. Esto explica el fenómeno, tan frecuentemente confirmado, de que, no siendo capaces las muchedumbres de reflexión ni de razonamiento, admiten sin reserva ni condición lo más inverosímil y absurdo, mientras les sea presentado en forma halagadora; más aún, la historia viene confirmando todos los días que las cosas más inverosímiles son las que más intensamente impresionan aquellos cerebros insuficientes. Testimonio tenemos en la absurda ciudad ideal que promete el socialismo contemporáneo.

Dejemos bien sentado que, generalmente, las muchedumbres no piensan sino por imágenes y sólo de ellas se dejan impresionar. El pueblo es incapaz de escuchar una conferencia doctrinal, aunque las ideas sean expuestas en forma clara y sencilla; no es posible que comprendan el interés de las enseñanzas que podrían salvar verdaderamente su porvenir o su situación actual; necesitan frases cuyo significado no entiendan, pero cuya construcción y resplandor les deslumbre; necesitan imágenes que seduzcan, y ellas las seguirán y constituirán en móvil de sus acciones.

Ejemplo tenemos de esto en las representaciones teatrales y en los cines; ambos tienen una influencia enorme sobre la imaginación de las multitudes. El pueblo romano que pedía pan y espectáculos representaba perfectamente el pueblo de todas las edades.

«Nada existe, dice un pensador, que hiera tan intensamente la imaginación de las muchedumbres de toda clase como las representaciones teatrales. El público de ellas experimenta las mismas emociones, y si estas emociones no se transforman en actos inmediatos es porque el espectador más inconsciente sabe que es víctima de ilusiones y que las aventuras que le hicieron reír o llorar son imaginarias. Sin embargo, a veces los sentimientos sugeridos por las imágenes son tan fuertes que, como las sugestiones habituales, tienden a transformarse en actos. Muchas veces se ha contado la historia de aquel teatro popular que, representando dramas sombríos, obligaba a proteger la salida del cómico que representaba el papel de traidor, para substraerse a la violencia de los espectadores, indignados de los crímenes imaginarios cometidos por él.»

¿No es ése, decimos nosotros, uno de los indicios y fenómenos que señalan el ínfimo nivel mental de las muchedumbres?

Formación moral de las multitudes

La falta de cultura en las colectividades y la falta de energía intelectual acusa un estado patológico y el principio o un síntoma de decadencia de un pueblo. En todo tiempo los pueblos rudos, incultos e inconscientes han seguido rezagados en el gran movimiento del progreso humano.

La falta de vida propia y de pensamiento personal de que adolecen las muchedumbres lleva por consecuencia lógica la absoluta dependencia de elementos y agentes extraños. La multitud se mueve a impulsos de excitaciones las más variadas y aun contradictorias. Hoy es un sentimiento de compasión hacia una pobre víctima; mañana será un movimiento de crueldad hacia la misma, a causa de una ligera información o de una evidente mala voluntad que sobre su culpabilidad habrá recaído. La volubilidad extrema de sus sentimientos sólo es comparable a la inconsistencia de sus imágenes e impresiones. La psicología de las multitudes, en sí considerada, es una de las más pobres que puedan concebirse. En lo mental vemos escasísimas ideas, no aparecen más que imágenes sugeridas por elementos extraños que permanecen por más o menos tiempo flotando por la superficie de la imaginación. Lejos de poseer convicciones, están a merced de cualquier agente, sea indistintamente amigo o enemigo, para que les marque y determine la ruta que han de seguir. Si es necesario, pondrán a contribución toda su sangre para salvar a la patria; mas si su excitador lo quiere, se arrojarán como salvajes para destruir los monumentos, para quemar archivos, bibliotecas, y para asesinar a los ciudadanos. Los sentimientos de fraternidad y de civilidad no tienen consistencia alguna; más aún, difícilmente se encontrará un sentimiento que no participe de la versatilidad de su espíritu. Parece que el individuo, desde el momento que se asocia a la multitud y queda por ésta absorbido, pierde todo su modo de ser propio, personal, y adquiere cualidades totalmente nuevas que le transforman en otro hombre. Esta misma pobreza psicológica la vemos en el orden de la conciencia, pues ésta apenas existe, como escasamente se encuentra el conocimiento de la ley que debe informarla.

La formación moral permanente no es posible en las muchedumbres, porque la aparición momentánea de ciertas cualidades, tales como el sacrificio hasta el heroísmo, la decisión, el desinterés, la caridad y el sentimiento de justicia, no constituyen formación, sino sólo actos transitorios inconscientemente practicados. Por moralidad entendemos el respeto constante a la ley moral, a ciertas convenciones sociales, al derecho de los demás; comprendemos, además, el respeto permanente a los derechos de la religión y a los derechos de la caridad. En este sentido, el carácter impulsivo y tornadizo de las muchedumbres es un impedimento gravísimo para la formación moral de las mismas. El mismo inconveniente encontramos para el desarrollo de los sentimientos de delicadeza moral o social.

El anónimo de las multitudes es el que más claramente nos revela un fondo nada simpático que se oculta en el corazón humano. Al individuo particular ni por asomo se le ocurrirían ciertos delitos o crímenes que por el mero hecho de aparecer anónimo los realiza con toda la saña de que es capaz un mísero y cobarde traidor.

Concluyamos afirmando que la multitud posee una cualidad muy buena, cual es la de prestarse a la realización de grandes obras; la de ofrecerse como instrumento de edificación social, si es un hombre de gran pensamiento y de gran corazón quien la dirige. En esto, como en todo, se realiza una ley inevitable de la vida; el movimiento de una máquina exige un volante y un regulador manejados por la inteligencia. Y no ignoramos que los movimientos sugestivos de las muchedumbres tienen más de mecánicos que de razonados. Por esto es tan decisiva la acción de los directores de toda clase de movimientos y tan tremenda la responsabilidad que la historia exige a los que no saben o no quieren encauzar esos movimientos por las vías de la justicia, de la moral, de la religión y de la prosperidad social, cuando tienen medios y autoridad para hacerlo.

Harto sabemos que la inteligencia, la imaginación y la sensibilidad son las tres puertas principales por donde se puede penetrar en la conciencia de las muchedumbres. El orientador que sepa utilizar estos tres elementos tendrá a mano un instrumento de edificación social; el agitador a quien le impulse otro móvil nada conforme con los destinos de la naturaleza humana, se servirá de la abnegación, del espíritu impulsivo y de la fuerza arrolladora de la multitud para llevar a cabo la ruina de venerandas instituciones, el quebrantamiento de los eternos principios de la moral y de la justicia y la muerte de toda cultura social.

Capítulo III

El despilfarro obrero

Anomalías

Los caracteres que en la actualidad presenta la cuestión obrera nos permite estudiar su naturaleza y las consecuencias que fácilmente pueden interesar al progreso de nuestra sociedad. Ante todo consignemos un hecho que ha de servirnos de base experimental para todo este capítulo.

Todos los días se dice y repite por la prensa, en la calle, en los círculos y casinos, en la conversación familiar y en todas partes, que el obrero no gana el salario suficiente para subvenir a las necesidades de la familia; que los gastos de la vida moderna son superiores a los que pueda cubrir el simple jornal de un trabajador; que la vida en la presente organización de la sociedad, en el orden económico, se hace imposible para una gran masa de pueblo; por lo tanto, las huelgas quedan perfectamente justificadas; ciertos desmanes que con frecuencia se cometen en la sociedad tienen clara explicación. El obrero se siente herido en su dignidad de hombre; quiere una mayor compensación que responda a la cantidad grande de energías que en el trabajo emplea; en una palabra, el obrero quiere vivir y disfrutar de su trabajo.

No es éste lugar oportuno para discutir el punto hasta dónde son justas las aspiraciones del obrero. No es nuestro ánimo tratar la cuestión bajo el aspecto de economía social pura, sino desde el punto de vista simplemente moral. La conducta del obrero, en general, tal como se desliza en nuestras ciudades, deja mucho que desear. A fin de que se note mejor el contraste de lo que venimos observando, séanos lícito, al lado del hecho que acabamos de sentar, afirmar otro que haga resaltar, que dé más relieve a ciertas anomalías de la clase obrera.

El obrero que lamenta su precaria situación, frecuentemente o casi siempre es el mismo que malgasta sus escasos haberes, sus pocos recursos, en juegos, bebidas, asistencia a espectáculos en donde deja, donde pierde el dinero y la conciencia. Debe convenirse en que el obrero de hoy no sabe economizar: gasta a diestro y siniestro, sin mirar, sin tener para nada en cuenta la vida, el decoro y el porvenir de la familia. Creemos que antes de proponer reformas económicas debe prepararse adquiriendo y formándose hábitos de economía y de ahorro; debe reformar sus gustos, su educación y su estado de espíritu. Se da como absolutamente cierto que en el fondo de la cuestión económica palpita intensamente la cuestión moral.

Este punto lo expone magistralmente el Papa de los obreros, León XIII, en la Encíclica Graves de communi, cuando escribe: «Profesan algunos la opinión, extendida entre la muchedumbre, de que la cuestión social, como se llama, es solamente económica; mientras que, por el contrario, es exactísimo que principalmente es moral y religiosa, y por este mismo motivo debe ser resuelta conforme a la ley moral y al juicio de la religión. Admitamos, en efecto, que se conceda doble salario a los que alquilen su trabajo; admitamos también que los víveres estén baratos; admitamos que sea reducida la duración del trabajo; pues, a pesar de esto, si el obrero presta oídos a las doctrinas que de ordinario se le exponen, si sigue los ejemplos que le invitan a libertarse, a insubordinarse contra la autoridad divina, y a adoptar costumbres depravadas, llegará inevitablemente un día en que se desvanecerán los frutos de su trabajo. La experiencia y la práctica demuestran que el artesano, si lleva vida corrompida y sin freno y disciplina religiosa, a pesar de la disminución de su trabajo y aumento considerable del salario, su patrimonio es la pobreza, la estrechez, cuando no la miseria. Desde el momento en que se arrebatan de las almas los sentimientos cristianos; desde que el obrero empieza a perder las nociones, los hábitos y el interés por la previsión, por la templanza, por el ahorro y por la economía cristiana, serán vanos todos los esfuerzos de los economistas, serán infructuosas, estériles, las reformas que tiendan a la prosperidad del obrero.» No cabe duda que entre las causas más fecundas en producir miseria económica, han sido la falta de administración y la falta de sentido moral.

La sociedad, dice un pensador, padece en la actualidad mucho más de despilfarro que de falta de dinero. Es más difícil hacer dinero que saber en qué gastarlo. Lo que el hombre adquiere no es lo que constituye su riqueza, sino la manera de gastar y de economizar. Estas frases entrañan verdades muy prácticas y que no es lícito desconocer. La cuestión moral de la clase obrera se presta a largas y profundas observaciones. No siendo posible en los límites de un simple capítulo amoldar toda la extensión del pensamiento que expresa nuestro epígrafe, y todo el valor de la censura que acusa la sobredicha inmoralidad, queremos limitarnos a los siguientes párrafos:

Formas inmorales del despilfarro

La falta de economía se nota principalmente en la falta de administración, en los excesos de la comida y de la bebida, en el juego y en el lujo.

La ciencia de saber administrar, el arte de no gastar más de lo que se puede, no puede confundirse con la avaricia. Avaro es el hombre cuyo Dios es el dinero, al cual lo sacrifica todo: salud, afectos, felicidad y derechos de los demás. La avaricia es una monstruosidad. La economía es una virtud que enseña a no desperdiciar nada: ni tiempo, ni fuerza, ni dinero; de las cosas se saca todo el partido que racionalmente puede sacarse. La economía, o sea el arte de saber emplear oportunamente y convenientemente los elementos y las fuerzas, es uno de los secretos que explican la prosperidad que han alcanzado no pocas familias en su fortuna. En cambio, ruidosos trastornos hemos visto en la sociedad que obedecen única y exclusivamente a mala administración doméstica. El hombre no tiene derecho a malgastar; la ley moral no le autoriza para derrochar los bienes de la familia.

El derroche injustificado, el desbarajuste y la prodigalidad suponen un desprecio estúpido del valor del trabajo humano. Ordinariamente, lo que es hijo del sacrificio se aprecia entrañablemente: los que no saben economizar, raras veces han sabido sacrificarse por la familia. «La economía, dice un pensador, es un arte que tiene sus principios, sus reglas, y cuya práctica exige inteligencia, acierto, tacto y gusto para gastar y para conservar, y es, además, una virtud o un ramillete de virtudes. Para ser económico hay que ser prudente, perseverante, perspicaz, laborioso, valiente, sobrio. No sin esfuerzo se impone uno la regla severa y, a veces, las privaciones voluntarias que la economía supone. La madre de familia que rige su casa del modo mejor, trata de conservar una parte de las ganancias para los días malos y de emplear el resto con toda la discreción posible para sacar de él un máximo de resultados.»

La economía ha sido llamada ley de la casa; el despilfarro podría muy bien ser considerado como ley de destrucción y de ruina para la familia. La herencia o el patrimonio en el cual suban incomparablemente más las salidas que las entradas, no es difícil augurar su inmediato resultado.

Capítulo IV

Moralización de la calle

Concepto de la ley que preside el desenvolvimiento de las sociedades

Todo progreso comprende dos elementos, igualmente esenciales: material el uno, y formal el otro. El progreso supone siempre, o mejor aún, consiste, en su aspecto material, en una nueva adquisición de conocimientos positivos; en el desarrollo de energías naturales, escondidas o latentes en el seno de la madre naturaleza; en la combinación de elementos físicos que dan por resultado una nueva forma o nueva dirección dentro de la ciencia natural. El aspecto formal del progreso consiste en el pensamiento que preside a este desarrollo; en el alma que informa y da unidad a este conjunto de elementos; en el fin que naturalmente entra en el plan de la divina Providencia, la cual, evidentemente, se propone la perfección integral, en cuanto es posible en el estado presente de la naturaleza humana. La materia sin el pensamiento que le da vida sería un cuerpo inerte, sin funcionamiento vital, sin dirección razonable, sin finalidad social.

Digámoslo muy alto, que precisamente en el desequilibrio de estos elementos encontramos una de las causas principales de esa desmoralización que lamentamos, ora en la calle, ora en las relaciones de carácter puramente cívico. Nuestra urbe ha progresado en estos últimos decenios de una manera considerable; hemos visto el desarrollo material de la ciudad, de la industria, del comercio; hemos asistido a numerosas manifestaciones de cultura social; pero rindámonos ante la realidad de los hechos: semejante desarrollo o progreso nos ha encontrado desprevenidos, sin preparación mental ni moral que permitiera seguir el curso real de las cosas, a veces próspero, a pesar de la desidia de los hombres. La riqueza de vida material, cuando no está encauzada dentro de la ley moral, inicia un principio de decadencia que termina con la muerte de la sociedad más robusta y prepotente. Esta ha sido la ley de la historia, desde la Roma pagana hasta nuestros días; éste es el cuadro que ofrecen en la actualidad las naciones europeas, que se sirven del progreso material para suicidarse, para extinguir su propio linaje. Este pensamiento, fecundo en aplicaciones a la cuestión de la moral pública, no será difícil admitirlo una vez hayamos detallado algo más su comprensión.

La más elemental observación enseña que el perfeccionamiento de las costumbres no siempre va unido al progreso de las ciencias y de las artes. Este, juntamente con el desarrollo del trabajo, produce un inmediato acrecentamiento de riquezas, que de la misma manera puede servir para fomentar la virtud que para extender la inmoralidad. Más aún: la experiencia, acorde siempre con la verdadera filosofía de la historia, enseña que la acumulación de riquezas en manos indignas, y una aplicación excesiva, o mejor, exclusiva a los intereses materiales, son causas de una visible decadencia; pues la materialización del espíritu desnaturaliza la sociedad, que vive también de conceptos espirituales, tales como la justicia, la ley, el orden, la moral, la verdad, la belleza. ¡Desgraciada de la nación que desarrolla riquezas, crea necesidades y fomenta pasiones, sin que para nada cuide del cumplimiento de la ley moral, porque caerá inevitablemente en la ruina, se precipitará a la destrucción! En tales casos es inevitable el relajamiento general de costumbres, la pérdida del sentido moral, la falta de interés por la conservación de la familia y de la dignidad humana. Para el que haya estudiado las causas del engrandecimiento y de la decadencia de las varias naciones del mundo desde sus primitivas constituciones, no le ofrecerá dificultad alguna admitir esta ley de la historia.

Las naciones no son fatalmente destinadas ni al progreso ni a la decadencia. Las hacen grandes o pequeñas los hombres y las cosas. De necesidad se requieren cerebros ilustrados y potentes, a la vez que brazos diestros y vigorosos para dirigir y modificar el movimiento de las sociedades; como igualmente en la organización social hay algo muy real y muy objetivo, que brota espontáneamente del fondo mismo de la naturaleza humana, que no depende ni podrán torcer las maquinaciones de los hombres; podrán entorpecer su marcha y producir fenómenos extraños; mas la sociedad seguirá su curso, a pesar de las tímidas resistencias de unos y de las precipitadas tendencias de otros. Las agrupaciones sociales se inspiran, naturalmente, en el doble principio, el conservador y el evolutivo. Si la organización y estructura natural de la sociedad es siempre la misma, en cambio los progresos de nuestra civilización exigen, dentro de una organización, obra del artificio humano, otras fórmulas completamente desconocidas de los antiguos. Los adelantos de la industria hacen ya inaceptables ciertas fórmulas que antes cristalizaban puntos de la más alta trascendencia.

Con todo, ni las ideas ni los hechos son factores suficientes de progreso, si en ellos se prescinde de su carácter moral. Una civilización supone siempre una gran vitalidad interna, una serie de hechos que la preparan, un pensamiento director que concentra la actividad de los espíritus, y una ley reconocida y respetada por los individuos que en ella han de plasmar sus actos. Solamente así tomará parte en el concierto de los pueblos vivos. La primera condición que requiere el vivir es el ser: es de absoluta necesidad un núcleo central de fuerzas, formado por las aptitudes, por la dignidad y por la conciencia de los elementos que componen la agrupación social. La nación que, al lado de sus fuerzas agrícolas, industriales y comerciales, ha sabido trabajar su vida interna con elementos del orden religioso y moral; el país que ha sabido impregnar todos los hechos de su vida y expansión económica, del ambiente de una conciencia religiosa, y ha sabido regularlos con la ley moral, ha conseguido su engrandecimiento y ha triunfado en el concurso económico de las naciones.

Es ésta, no cabe dudarlo, la ley que preside el desenvolvimiento de las sociedades. En nada obsta la preocupación bastante común que atribuye una cierta inmutabilidad y como fatalismo a los caracteres de la raza; pues los defectos y los vicios de ésta pueden ser reformados por la acción de la inteligencia y por la ley de las costumbres. Ordinariamente se exagera bastante la influencia de la constitución física de las razas, lo mismo que la desigualdad de aptitud moral de las mismas. No ignoramos las leyes etnográficas respecto de este punto; mas también sabemos que en el destino providencial de las razas cabe una evidente influencia y preponderancia del orden moral. Comprendemos que la grandeza de la humanidad consiste, precisamente, en que las fuerzas materiales puedan ser subordinadas a las fuerzas morales. Y entonces cada pueblo tiene en sí mismo los elementos necesarios para elevarse a la altura de sus rivales. Esta es la manera de equilibrar el progreso material de una ciudad con su progreso moral y, por consiguiente, la manera también de moralizar la calle, ora en lo que afecta a las altas capas sociales, ora en las ínfimas esferas de la democracia vulgar.

Una vez establecidos estos principios y leyes de economía social, muy fácil nos ha de ser abordar y resolver el problema de la moralización de la calle en el orden puramente teórico, deseando que las personas a quienes les incumbe por su oficio y representación, cuiden de que se traduzcan en obras prácticas e irradien hacia la acción.

Capítulo V

Limpiemos nuestras calles

La calle ideal es aquella en la cual cada ciudadano tiene conciencia de su misión, de su honradez, de su deber en tolerar ciertas expansiones honestas, lícitas, en respetar los derechos, las buenas cualidades y los bienes materiales de los demás. Es calle ideal aquella en la cual no se ofenden los buenos sentimientos de los ciudadanos honrados, profiriendo palabras sacrílegas y obscenas, mostrando formas indecorosas, exhibiendo caprichos ridículos y pueriles. Y, finalmente, es calle ideal aquella en la cual no se ven circular esas turbas de vagabundos que pasean su miseria fisiológica y moral, más bien que su miseria económica. La calle tiene un destino más elevado, una misión más noble; sirve para facilitar las comunicaciones que tienen una finalidad útil para la vida; sirve para el ciudadano que busca una expansión como justa compensación de sus fatigas y trabajos cotidianos; la calle es para el enfermo que necesita respirar aire más puro que el de su habitación.

Es un error, y error gravísimo y perjudicial para los intereses de la misma sociedad, el creer que cualquiera tiene derecho a desmoralizar o ensuciar nuestras calles. Contra todos ellos lanzamos estos conceptos y reconvenciones en otros tantos artículos.

Limpiemos, pues, nuestras calles de

I
Vagabundos

Es ésta una cuestión de suma importancia y debe ser estudiada serenamente y con una regular información. Precisemos conceptos.

El vagabundo presenta dos aspectos: psicológico el uno y social el otro. Además, hay vagabundos de varias clases: ¿Cuáles son los que deshonran la calle? A fin de proceder ordenadamente, veremos: 1º ¿quién es el vagabundo en cuestión?; 2º sus caracteres psicológicos; 3º, su inconveniencia social; 4º, ¿qué remedio se impone?

I. En general, cuando se trata de vagabundos, se quieren indicar aquellos que no tienen domicilio determinado, ni medios de subsistencia, ni ejercen oficio ni profesión alguna.

Nosotros aquí entendemos por vagabundos todos aquellos que, careciendo de medios honrosos para vivir, se dedican al robo por las calles, por las iglesias y en domicilios particulares. Unos piden limosna y explotan la caridad de las buenas personas, porque, una vez perdido el primer rubor, les es incomparablemente más cómodo que el trabajar. Más de una vez nosotros mismos hemos hecho la prueba en hombres jóvenes y que, a juzgar por las apariencias, gozaban de buena salud. Al lamentar su situación precaria por falta de trabajo, les hemos ofrecido buscarles ocupación; mas ellos, en forma clara o paliada con mil pretextos, lo han rehusado.

Semejantes tipos, que han abrazado la vagancia como una profesión cualquiera, deben ser corregidos y fuertemente castigados por la autoridad. Nadie tiene derecho a vivir sin trabajar mental, moral o manualmente, y mucho menos a robar lo poco o mucho de los demás.

Se dan, es verdad, casos aislados de hombres que sinceramente buscan trabajo para ganar el pan para sus hijos; mas los que tienen verdaderos deseos de trabajar no tardan mucho en encontrarlo. Toda protección que se dispense a un vagabundo de profesión, sea cual fuere la forma en que se presente, es hacer un mal moral a la sociedad. No pierda de vista la gente honrada y de buena fe que dos cualidades muy salientes en los vagabundos son la falsedad y la hipocresía.

La primera palabra que os dirigirán, después de un atento saludo, será que hace dos días no han comido nada, cuando su aspecto les delata y acusa lo contrario. Son hipócritas, pues saben presentarse buenos y devotos con las personas piadosas, indiferentes con los escépticos y trabajadores con los industriales. En la iglesia los hemos visto en actitud muy fervorosa, para quitar más fácilmente el monedero de la señora que está rezando u orando.

II. Los caracteres psicológicos del vagabundo son notorios, pues privado de todo sentido moral, emplea su ingenio agudo o escaso en hacer mal, en burlar o engañar al prójimo, en explotar los sentimientos de compasión. Su estado mental es sumamente deficiente, pues no son los pensamientos ni ideales, no digamos elevados, pero ni siquiera los mediocres, los que le dominan. Su inteligencia no discurre más que con una finalidad destructora. Nada le importan la moral, ni la belleza, ni la paz, ni las bellas artes. Tiene una imagen obsesionante que le absorbe toda la atención, y ésta es la única directora de su vida.

Un vagabundo es, pues, un espíritu pobre y desordenado. Pobre en sus pensamientos, negado en sus ideales, rastrero en su voluntad, perverso en sus apetitos. Desordenado en sus imágenes y en los afectos, y, generalmente, depravado en su conducta. La estadística nos ofrece un número fabuloso de vagabundos criminales y semialienados.

III. Generalmente, los vagabundos son tipos repugnantes por su facha y su aliento inmoral. Espiritualmente considerados, no hay por donde cogerlos. Llevan el estigma de la degradación y el sello de la reprobación social. Semejantes individuos ¿qué bien reportarán a la sociedad? o mejor aún, ¿qué mal dejarán de hacer a sus prójimos?

Convengamos en que un vagabundo es un enemigo de la sociedad, un agente perturbador del orden; y cuando más favor queramos dispensarle, concedámosle que sea un insuficiente social.

Los crímenes y delitos que se les imputan al fin y al cabo son una consecuencia fatal de su psicología y de su condición material. Los asilos y las cárceles están llenas de quincenarios vagabundos. Ellos constituyen evidentemente una plaga social, que conviene a todo trance remediar.

IV. Mientras aguardamos sistemas penitenciarios más prácticos y de más positiva reeducación o formación moral del delincuente, estimamos conveniente apuntar la necesidad de una represión enérgica contra la vagancia.

El primer ensayo de represión de los vagabundos data, tal vez, de Carlomagno. En Francia, siguiendo por San Luis y otros legisladores de conciencia y de interés social, se han formulado leyes severísimas y sancionado penas muy duras para la represión de la vagancia. Las naciones más adelantadas del mundo civilizado se han mostrado enérgicas contra esta plaga: lo menos que han hecho ha sido desterrar de su país a todo vagabundo incorregible.

Si nos atreviéramos diríamos que se impone una reforma radical en nuestra legislación respecto de los delincuentes y de esta clase nociva de la sociedad. Se impone un sistema penitenciario, dentro del cual puedan ser utilizadas las pocas o muchas aptitudes del delincuente; pueda darse curso a las buenas cualidades que se revelen por un estudio psicológico, y puedan formársele hábitos de trabajo, de economía y de moral, reeducando su voluntad y todo su espíritu.

Da lástima ver lo perjudiciales que resultan los asilos de represión y las cárceles, tal como están organizados en nuestro país. Lejos de hacerse obra penitenciaria y de corrección, se fomenta en ellos, las más de las veces, la vagancia, se crean hábitos onanísticos y se adiestran los reclusos en el arte de robar.

Estas ideas que dejamos apuntadas llevamos intención de desarrollarlas extensamente en otro trabajo destinado a estudiar los mejores y más perfeccionados procedimientos de terapéutica social. Allí remitimos al lector.

II
Blasfemos

El malogrado J. Maragall tiene páginas hermosísimas escritas en elogio de la palabra; como tiene anatemas y execraciones para el insolente que se atreve a abrir sus labios para profanar el nombre augusto de Dios.

Quisiéramos extractar algo de lo mucho y óptimo que dejó escrito ese pensador, que tan intensamente sintió la cultura de nuestra patria; pero sus trabajos más importantes referentes a este punto son perfectamente conocidos del público que lee, pues la prensa periódica, y particularmente la «Lliga del Bon Mot», que ardientemente se interesa por la dignificación de nuestra lengua y por la restauración moral de nuestra cultura, esta entidad, decimos, ha reproducido y difundido estas enseñanzas civilizadoras.

Verdaderamente, es un espectáculo muy triste y repugnante el que ofrece un hombre, cuando profiere ciertas palabras indecentes, que aplica o dirige indistintamente contra Dios, contra objetos sagrados, contra los autores de sus días, contra las entrañas que le han dado el ser, &c., &c. Y esto ¿por qué? por nada; por algún pequeño inconveniente, o porque así le viene la frase, por pasatiempo. ¡Infelices! Poco saben el mal inmenso que hacen a la ciudad, al pueblo; poco ven la suciedad hedionda que esparcen por nuestras calles esas bocas sucias, esas lenguas sacrílegas. La generación que sube recoge, en parte, tanta miseria y bajeza y pervierte su lenguaje con las malas palabras que vomitaron su padre, su hermano, su amigo o el hombre infame que acertó a pasar.

Purifiquemos la lengua de tanto sacrílego; limpiemos las calles de tanto blasfemo como por ellas se ve. Los que creen en Dios, háganlo por espíritu religioso, por apostolado cristiano; los que no tienen religión alguna positiva ni natural, háganlo por espíritu de cultura. Ayudad todos; coadyuvad a esa obra de higiene moral y de cultura social. Por la grandeza y la majestad de Dios, por la dignidad humana, por la belleza del lenguaje, por la cultura moral del pueblo, trabajemos todos con interés, con espíritu de proselitismo, en semejante apostolado.

III
Alcohólicos

Inmoralidad del alcoholismo

Alguien ha dejado escrito que el obrero no comía su salario: se lo bebía. Esta frase entraña un fondo grande de verdad, pues formula el modo de ser de una gran parte de la clase obrera. El director del Instituto Pasteur ha querido dar al alcohol un valor nutritivo. Este doctor, Duclaux, en unión con otros doctores del Instituto, han demostrado que el alcohol contenido en un litro de vino ligero, tomado en veinticuatro horas, se quema en el organismo y presta calor útil. Mas si excede estas condiciones, el alcohol se hace rápidamente tóxico. Es difícil en la práctica precisar la dosis alimenticia y la dosis tóxica.

El abuso crónico de dicha substancia tiene una influencia predominante sobre los centros nerviosos. Las funciones del cerebro y de la inteligencia son alteradas de diferentes maneras por este veneno. La irritabilidad, la apatía, indolencia, debilidad de la voluntad, disminución de la inteligencia, de la memoria y especialmente de las fuerzas del orden moral, pertenecen a los trastornos que ordinariamente acarrea el alcohol. Doctores muy respetables han caracterizado el alcohol, diciendo que era el veneno de la inteligencia. Efectivamente, el carácter fundamental de los desórdenes que resultan del abuso continuado de los líquidos alcohólicos, es la debilidad mental y la degradación moral progresivas.

Si fuera éste el lugar oportuno para traducir el pensamiento fisiológico que sobre el alcoholismo tienen formado los sabios hoy día, veríamos con numerosos datos y estadísticas las afecciones mentales y morales producidas por la intoxicación alcohólica, las cuales tienen una importancia que el obrero no ha sabido comprender.

Sus efectos

Desde nuestro punto de vista, uno de los efectos más desgraciados que produce el alcoholismo es la degradación moral. La degeneración inevitable que acarrea en el cerebro el abuso de semejantes bebidas, lleva forzosamente a la perversión del orden moral, de los sentimientos de dignidad humana. No entra, no puede entrar en el alma de un alcohólico crónico, un sentimiento de delicadeza moral ni social. Da lástima y horror el espectáculo que ofrece el obrero que se bebe el salario de la semana, sin que nada puedan sobre su corazón los llantos de una madre, los requerimientos de una esposa, la miseria de sus hijos. El obrero que no es previsor paga muy caro su despilfarro: no en vano se quebrantan las leyes por las que esencialmente se rigen la fortuna, el bienestar y el decoro de los hombres.

Las mismas consideraciones nos sugieren, proporcionalmente, el juego y el lujo desmedidos. El primero destruye numerosas fortunas en la clase alta y reduce a la miseria a las clases proletarias; el lujo, nadie ignora la manera cómo viene arruinando a familias obreras y a familias de la clase media. No queremos hoy extendernos sobre estos puntos, que se prestan a largas y prácticas consideraciones. Pero sí queremos consignar el contraste que producen las lamentaciones de la clase obrera sobre su escaso salario y, por otra parte, el despilfarro, a todas luces reprobable, que en vicios, cines, espectáculos indecorosos, juegos, bebidas y lectura de novelas se nota en una gran parte de ella. Las gentes que reflexionan dudarán con fundamento de la licitud y de la sinceridad de sus pretensiones. Antes de solicitar aumento material y económico, tal vez sería conveniente presentar como título justificativo una regular formación económica, administrativa y moral.

Trastornos especiales

Creemos conveniente, antes de terminar este artículo, recordar las afecciones especiales de las que suele ser víctima el alcohólico.

Hemos dicho que el alcoholismo era una de las intoxicaciones en que más especialmente participaba el sistema nervioso.

Efectivamente, además de lo que dejamos expuesto, las otras afecciones del cerebro producidas por la intoxicación sobredicha, vemos la epilepsia, la cual pertenece, muy frecuentemente, a los estados consecutivos al alcoholismo. La importancia de este factor ha sido unánimemente reconocida después de las experiencias que en asilos de enfermos de la mente han sido practicadas. Wartmann, entre 452 epilépticos del sexo masculino encontró 206 bebedores. Algunos autores ven en el alcoholismo solamente una causa ocasional de la epilepsia; pero no niegan su trascendencia.

Son peculiares del alcohólico ciertas molestias, que se confunden no pocas veces con las de los histéricos y neurasténicos. Tales son: cierta ansiedad, mal humor, inquietud, insomnio, debilidad general, temblor, dolores irradiantes, anorexia y otros. Se encuentra también con alguna frecuencia: exageración de los fenómenos tendinosos, aumento de la excitabilidad mecánica de los nervios y de los músculos, hiperhidrosis, hipoestesia y anestesia y trastornos vasomotores.

Los ataques convulsivos son también semejantes a los del histerismo. El temblor alcohólico es uno de los síntomas más corrientes y frecuentemente se presenta más intenso y más amplio que en los nerviosos. Igualmente, los trastornos gástricos, visuales y otros de la misma agrupación orgánica pueden desarrollarse fácilmente sobre una base nerviosa y alcohólica.

Meunier y Combe han visto presentarse convulsiones y otros síntomas de alcoholismo hasta en los niños de pecho que son nutridos por una madre o nodriza bebedoras de aguardiente, de vino o de cerveza con algún exceso.

Los doctores Triboulet, Mathieu y Mignot han publicado recientemente un trabajo sobre este punto, del cual, dada la importancia de la cuestión, queremos apuntar estos datos.

La acción general del alcohol sobre los tejidos vivientes es que los destruye deshidratándolos. Igualmente, tomado con exceso, perturba las funciones digestivas, las funciones de los intestinos, del hígado; altera notablemente la sangre y trastorna su circulación. Aumenta enormemente la producción del calor y modifica las funciones vasomotoras.

Estos autores se extienden en consideraciones y experiencias acerca de la acción del alcohol sobre el sistema nervioso central, confirmando lo mismo que antes expusimos, sobre las facultades intelectuales, morales y sensitivas. Sube de punto semejante intoxicación nerviosa, según la cantidad y naturaleza del veneno y el estado del sistema nervioso, sus aptitudes y sus predisposiciones.

Con lo dicho, se ve la necesidad de limpiar nuestras calles de alcohólicos, que tan fatales y tristes resultados acarrean a la sociedad y a las familias.

IV
Escandalosos

En la sociedad se dan seres de todas clases y de las más diversas tendencias. Mientras unos se sacrifican hasta el heroísmo para sembrar gérmenes de moralidad, de paz y de bienestar en los pueblos, fomentando sentimientos, instituyendo asociaciones de beneficencia y enseñando y formando a los infelices desheredados; otros, en cambio, trabajan con frenesí, digno de mejor causa, para disolver los elementos de orden, para romper los lazos más sagrados que mantienen unidos los individuos de una familia, para perturbar la paz de los pueblos y la honorabilidad de las conciencias.

La vida se nos aparece como lo más sagrado e inviolable de todo; es lo más fundamental que naturalmente hay en nosotros. Sin la vida, para nosotros ningún interés ofrecerían las mayores maravillas del mundo. La vida es la base de los demás bienes. Los que contra ella atentan son los seres más aborrecibles del mundo. La sociedad, instintivamente, siente una intensa aversión contra semejantes seres que atentan contra sí o contra sus semejantes.

Esta acción, elaborada en una conciencia criminosa, se ejerce en los dominios de la vida física, como en los de la vida moral o espiritual. Lejos de ser el cuerpo lo más noble que hay en nosotros, tenemos un alma incomparablemente superior en su naturaleza y en sus manifestaciones. Los bienes que lleva la vida en el orden físico, los tiene mucho más elevados la vida moral. Por consecuencia, el atentado contra ésta no será menos reprobable que la violación del derecho contra la primera.

El que con sus enseñanzas, por la prensa o por cualquiera de las formas que tiene para comunicarse el pensamiento humano, ofende la verdad, difundiendo errores; el que con sus costumbres licenciosas, con los espectáculos indecorosos que fomenta con su óbolo y sostiene con su asistencia, ofende el orden moral y mata la conciencia de sus conciudadanos: todos estos son los enemigos de la sociedad, los perpetradores de un crimen moral, que, por ser moral, pasa inadvertido a los agentes de la autoridad. En realidad, el que da escándalo verifica labor más honda, aunque menos visible, que los que matan, hieren, torturan, envenenan o mutilan de todas suertes a sus desgraciados semejantes.

¿Quiénes son, pues, los escandalosos que tan nefanda obra vienen realizando? Fácil, sumamente fácil, es distinguirlos. Llevan un sello de degeneración esculpido en su rostro, que no los deja confundir con la gente honrada. Ora será un joven que a altas horas de la noche irá por una calle sospechosa o de aire malsano; ora un caballero, cuya esposa e hijos aguardan impacientes en el hogar al que, olvidando el calor de la familia, entrega su cuerpo, su alma y su dinero a la mujer criminosa que injustamente le ha robado su corazón; ora es una mujer obrera, que, bajo pretexto de protestas y manifestaciones, anda por esas calles en forma nada decorosa.

Debemos limpiar la calle de todo cuanto la deshonra; es necesario purificar el ambiente de doctrinas perniciosas; y no debemos parar hasta hacer de nuestros pueblos y ciudades un lugar de paz y de bienestar, donde unos ciudadanos no hieran a los otros, ni los molesten en sus sentimientos de religión, de moral y de dignidad.

Resultado de tamaños escándalos es lo que se observa en los grandes centros de población, donde a ciertas horas del día, y sobre todo por la noche, una verdadera falange de niños y de jóvenes de uno y otro sexo insultan al transeúnte, le ofenden con palabras y gestos nada edificantes, y roban y gritan impunemente con estupefacción de las personas honradas. Resultado de tamaño contagio es la asistencia ilícita de los jóvenes a casas y a establecimientos donde lo menos que dejan es la dignidad, la salud y la conciencia encima de la mesa o al lado de la infame compañera. La conciencia honrada se subleva y protesta de semejantes licencias y exhibiciones.

Resultado de este libertinaje son estos pobres seres, miserable detrito moral de las clases proletarias, unas veces; testimonio de profunda degradación de las clases mal llamadas aristocráticas, otras; son el fruto de las uniones entre verdaderos pitecántropos sin conciencia de los deberes que impone la paternidad, y que abandonan en el arroyo o en el asilo el fruto de esas uniones, como se abandona lo que estorba. El observador atento de los fenómenos sociales verá en esos desgraciados niños el germen, la peligrosa base del futuro criminal, después de modelado en el constante trabajo que sobre aquella conciencia rudimentaria habrán ejercido la ignorancia, el mal ejemplo, el contagio y el hábito de obrar mal.

V
Hombres inútiles en la sociedad

Una de las situaciones más tristes y desgraciadas en que puede encontrarse un hombre en la vida, es la de verse privado de un pensamiento que le dirija hacia el cumplimiento de su misión. Todo hombre guarda en las intimidades de su vida psicológica un fondo riquísimo de energías mentales y morales que, bien aprovechadas y acertadamente dirigidas, pueden salvarle en una serie de conflictos que obligadamente se le ofrecen en las contingencias del tiempo. ¡Tener un pensamiento! ¡sentir un ideal! Desentrañando el sentido exacto de la frase, significa poner toda una conciencia, todas las energías de la vida al servicio de algo que se llama espíritu, porque nos eleva y nos inspira; se llama alma, porque nos anima y nos impulsa; se llama fin, porque nos atrae, solicita y se constituye término de toda la actividad humana. ¡Qué hermoso es un estado de conciencia en el cual se ve bien determinado un fin noble, una aspiración elevada, una comprensión fiel del propio deber! Un hombre en estas condiciones es capaz de toda obra grande, de sacrificios heroicos por el bien de sus hermanos, de grandes empresas en gracia de la prosperidad de su país. Este es el sentido verdaderamente cristiano de la vida: la comprensión y el cumplimiento íntegro del propio deber.

Por desgracia, no todos lo entienden y mucho menos lo practican de esta manera. En el vocabulario de tecnicismos sociales consta una frase que lleva toda la odiosidad de la ignominia: «Hay hombres inútiles en el mundo.» ¿Quiénes son?, preguntará el lector. Por hombre inútil en la sociedad estamos muy lejos de entender aquel pobre infeliz que, víctima de una prolongada dolencia, que le imposibilita para el trabajo material o intelectual, vive olvidado de sus conciudadanos, y solamente es asistido por su esposa, por su madre o por sus hijos. Su humilde o miserable habitación se convierte en cátedra, desde donde se predica muy alto el sacrificio, el espíritu de abnegación y el cariño por el propio deber. Y la sociedad sensual recibe una provechosa lección de un maestro que le enseña desde la cátedra del dolor.

Tampoco comprendemos entre los hombres inútiles a los modestos hijos del pueblo o a los infelices hijos del arroyo, cuando éstos trabajan honestamente o buscan en qué emplear su vida, para utilizar decentemente sus energías. Sabemos perfectamente que toda sociedad se compone de directores y dirigidos: no a todos se les exige la misma profundidad de pensamiento, el mismo alcance de ideal. El pensamiento de un sencillo labrador no es fácil que comprenda las mismas notas que el de un hombre de negocios, de comercio o de gobierno.

Son hombres inútiles, que mejor podríamos calificar de hombres nocivos, aquellos a quienes no les mueve interés alguno, ni para perfeccionar su conciencia, amoldándola en las formas de la ley, ni para el trabajo que pueda reportar alguna utilidad a la sociedad, ni para cuanto signifique desenvolvimiento de cultura y desarrollo de vida material en un país. Poseen tal vez grandes capitales, pero completamente estancados, sin que se les haga circular, son inútiles para la sociedad económica; disfrutan tal vez de excelente salud, pero no se deciden a sacrificar algunas de sus comodidades para el bien de sus hermanos y conciudadanos; tienen acaso grandes aptitudes para la industria o para el comercio, mas no se consigue que escriban un número, que formen un cálculo, que hagan una combinación; serán, si se quiere, de carácter bondadoso, de buena pasta, pero es innegable que son un bloque informe, una masa inerte y dura; les falta sufrir una elemental transformación, deben esculpirse; se les ha de infundir un alma, un espíritu que les haga florecer, vibrar, sentir; y, sobre todo, se les ha de sugerir un ideal e imprimir un interés que los mueva hacia la belleza, hacia la prosperidad del país y, particularmente, hacia el deber estrictísimo de su conciencia.

Toda esta labor de perfeccionamiento humano debe ser inspirada por la idea y por el sentimiento religiosos; sin ellos, en cuanto comprenden las enseñanzas dogmáticas y los equilibrios de justicia, de caridad y de delicadeza sociales, todos los proyectos serían infructuosos; es necesario que arraiguen en la conciencia informada por la ley, educada por la religión. Toda obra que descanse fuera de la base religiosa, en cuanto extiende sus dominios, sobre todo cuanto signifique justicia, caridad y moral, deja de ser hermosa, fuerte, fecunda, humanitaria; no es obra cristiana.

Antes de terminar este sencillo artículo, ha de sernos lícito consignar estos hechos y principios: 1º En toda sociedad se da un grupo más o menos numeroso de hombres que no tienen interés alguno por ella, porque no la viven, no la sienten la prosperidad social. 2º Hemos de lamentar igualmente la existencia legal de una masa considerable de sensualistas, cuya única y suprema aspiración es la satisfacción de sus comodidades, extremando todos los refinamientos de la vida contra las sagradas leyes de la justicia social, de la caridad cristiana y, en una palabra, del verdadero sentido moral. 3º Todo ciudadano viene obligado a ejercer una acción más o menos intensa dentro del círculo de sus relaciones, a fin de reducir cuanto sea posible el número de los inútiles. 4º Dado que semejante estado degenera en una especie de debilidad mental, o, si se quiere, en un trastorno culpable de la conciencia, para el procedimiento psicoterápico, deben inspirarse en las enseñanzas religiosas y en las reglas de la moral cristiana. Una dosis regular de buen sentido y de higiene moral son bastante para restablecer el curso normal de la conciencia.

El hombre inútil siempre será considerado como un ser que estorba en la sociedad. Mentalmente es insuficiente y abúlico; moralmente un desordenado y un perezoso, incapaz del más elemental sacrificio; y espiritualmente considerado, es raquítico, es decir, tiene la menor expresión posible de espíritu.

VI
El contagio inmoral en la calle y en el taller

Al hablar de contagio nos referimos a la influencia moral que se ejerce de hombre a hombre, de una manera inconsciente y sutil, en todo lo que se refiere a ideas, creencias, sentimientos y costumbres. Etimológicamente, contagio expresa una relación puramente material entre dos cuerpos en el espacio. Se aplica generalmente a los estados patológicos, pues, hablando en propiedad, este fenómeno consiste en el traslado de un elemento patógeno, casi siempre un germen microbiano, de un individuo a otro. No siempre el contagio se desarrolla inmediatamente; a veces se manifiesta tras larga incubación.

No todos los sujetos son susceptibles de la misma influencia, pues depende, en gran parte, de la falta de formación propia, de su mayor sugestionabilidad y de su mayor aptitud para una imitación inconsciente. El contagio inmoral se verifica, pues, entre otras maneras, por imitación y por sugestión. El germen del mal se deposita sutilmente, inconscientemente, en el alma del vecino, que respira el mismo ambiente, formado por individuos infectos.

Hay imitación cuando un acto o estado de ánimo responde a la representación o a la vista de otro semejante, sin que intervenga acto alguno explícito de conocimiento intelectual. Basta la realización de una semejanza o la reproducción de un acto, aunque sean completamente inconscientes e involuntarios. La sugestión, en el sentido en que nosotros la tomamos, es una especie de presión moral que una persona ejerce sobre otra, actuando por intermedio de las inteligencias, de las emociones, de la mímica, de la voluntad y de los ejemplos. En realidad, todos somos susceptibles de sugestión morbífica; si bien unos más que otros ofrecen mayor resistencia personal y espiritual.

La imitación y la sugestión que realizan el contagio son sumamente extensas y comprensivas. Se imitan y se aceptan las máximas, las frases, las simples palabras, los gestos, las emociones y todo lo que tenga una traducción o manifestación exterior perceptible. Es ambiente propicio, es circunstancia a propósito para conseguir la propagación del mal, el que éste se cebe en muchedumbres inconscientes, que se dejan dominar por toda imagen que les entra por la vista o por el oído, particularmente si presentan un carácter exagerado o morboso.

El obrero, generalmente, carece de aquella preparación espiritual que podría salvarle de las múltiples impresiones morbosas que en el taller recibe. No posee criterio suficientemente maduro que le permita discernir la verdad del error, lo útil de lo nocivo. En el taller y en la fábrica se dan siempre un número de sujetos relajados, materializados, embrutecidos, degenerados, que hablan y obran abiertamente contra las leyes del decoro más elemental; sus frases revelan el fondo de corrupción que se esconde en sus corazones; sus gestos traducen el sensualismo más descarnado, una lujuria desenfrenada; sus miradas son otras tantas formas intensamente provocativas, a las cuales difícilmente logran substraerse los que forman la masa inculta e inconsciente. Así consiguen penetrar en el ánimo de los demás e influir en su modo de ser psicológico y moral. Cada idea que en el espíritu de los poco avisados se deposita, cada sentimiento que en su ánimo suscita, cada modalidad que en su vida moral provoca, son otros tantos agentes patógenos, que a no tardar dejarán sentir sus efectos de destrucción en el alma, en el corazón y en la vida toda del sujeto inficionado.

El obrero a quien se le ha inoculado ese germen microbiano; el que ha llegado a degenerar y pervertir la circulación moral de su vida; el que ya no tiene manifestaciones sanas de religión, de moral y de civilidad, se convierte en enemigo de la salud espiritual de los hombres. Todo cuanto signifique acción contagiosa en el orden moral lleva consigo la destrucción de ese mismo orden y la perversión de los buenos instintos que nacen con la propia naturaleza. El obrero infestado encuentra fácil influencia en los de su clase; tiene el terreno abonado en el mismo taller, en donde se desarrollan pequeñas y grandes pasiones de todos los colores y en todas direcciones.

Es lástima, y lástima grande, que así vayan degenerando nuestras clases obreras. Tal vez los directores de estas clases no se han fijado, o no han dado la importancia que realmente tiene al desvío que sufren los obreros en el taller. Existe una verdadera prevención, y prevención justificada, contra la moral en el taller. Muchas familias temen mandar sus hijos a la fábrica o a otro centro industrial, porque lo consideran peligroso para su honor. Ven en estos centros de trabajo honrado un ambiente saturado de gérmenes de inmoralidad y de incultura; el obrero se contagia el mal de sus compañeros, y el joven que había salido del hogar humilde, pero honrado, queda completamente desconocido de sus mismos padres; la joven modesta y decente, al poco tiempo de convivir durante todo el día en la fábrica con personas del mismo y de distinto sexo, pierde aquel pudor y aquellas formas que la caracterizaban y la hacían presentable ante la sociedad. Semejante transformación no es una ilusión, sino abrumadora realidad. Es de lamentar que merezcan este concepto los que deberían ser reputados centros de honradez.

Inspirados en un sentimiento de justicia, hemos de reconocer que hay fábricas y talleres en los cuales, gracias a la solicitud, interés y vigilancia paternales de sus dueños y directores, se guarda inquebrantable la ley moral, se tiene el debido respeto, se enseña la economía y el ahorro y se les forma honrados ciudadanos. No deben escasearse elogios ni aplausos a los que en este sentido educan a la masa obrera; su acción de apostolado social es a todas luces notorio; su intervención en el progreso de la civilización humana será vista con simpatía por los amantes de una sólida cultura.

No terminaremos este artículo sin apuntar una idea que puede tener trascendencia en el desenvolvimiento de las sociedades. Es innegable que la sociedad marcha hacia la implantación de un programa democrático; de manera que la palabra democracia, como dice Toniolo, que significó en un principio una determinada institución política, y más tarde revistió el carácter de una proyectada transformación social, pasará dentro de breve plazo a adquirir un tercero y más alto significado, a saber, el de una general participación de todos en una perfecta forma de civilización cristiana para el porvenir. El elemento obrero no hay duda que está llamado a intervenir de una manera más directa en el funcionamiento de la sociedad. Por interés y por un razonable egoísmo debemos procurar prepararle y formarle de tal manera, que sea elemento apto, factor oportuno de progreso y de cultura, de administración y de economía. El obrero será tal cual nosotros le formemos. Que se evite el contagio purificando el ambiente, saneando las doctrinas, moralizando las costumbres y reformando los procedimientos y las relaciones, y tendremos obreros cultos, educados, buenos ciudadanos que se interesarán por el bien de la sociedad.

Si nos fuera posible dirigir todas o la mayor cantidad de energías de la clase proletaria hacia la reedificación espiritual de nuestros pueblos, poseeríamos un elemento eficazmente salvador de la sociedad. Reconocemos que en estos últimos años se ha dado un paso importante en la educación social del obrero, pues éste ha depuesto ciertas actitudes de intolerancia cívica, que hacían difícil la vida de determinados y honrados ciudadanos. Esta labor de respeto mutuo debe llevarse a cabo, también, en los centros que venimos estudiando; y no ha de ser difícil, si se trabaja con interés y con cariño fraternal.

Nosotros tenemos fe en el apostolado civilizador de la Iglesia católica. Esta buena madre sabe despertar y encauzar los buenos instintos, que con frecuencia permanecen ocultos en el corazón humano. El hombre enemigo sembrará la cizaña en el campo moral de nuestro espíritu; mas la Iglesia la arrancará antes no malee las buenas cualidades y las religiosas disposiciones que abriga la conciencia humana. Hay menos malicia de lo que parece en las transgresiones del hombre: predominan la ignorancia y la pasión, pues la humanidad no ha pecado aún contra el Espíritu Santo; sus pecados le serán perdonados y el linaje humano comprenderá que su único salvador es Jesucristo, Hijo de Dios vivo.

VII
Mujeres provocativas

El hecho es éste: andan por esas calles mujeres de todas las clases de la sociedad, mostrando unas, de intento, formas que despiertan el apetito sensual de los hombres; acentuando otras el escote de tal manera, que parecen dispensadas de cubrir la parte de su cuerpo, cuya exhibición forzosamente las ruborizaría, si tuvieran, no ya delicadeza, pero ni el más elemental sentido moral.

Y no vaya a creerse que reducimos a solas estas dos las formas y maneras de provocación, pues se provoca con las palabras, con la mirada, con el andar y con todas las maneras como tiene la mujer de traducir al exterior el fuego de la lascivia que devora su corazón, o el espíritu de vanidad que invade todo su ser.

Las causas del fenómeno son fáciles de comprender. El mal radica en las deficiencias de la primera formación en el colegio y en la familia. Es una desgracia que repetidas veces hemos lamentado, y que trabajamos en remediarla desde un Curso de Psicología escolar que venimos preparando. La educación y la formación mental y moral de las jóvenes es sumamente deficiente: hay mucha superficialidad y convención; por eso no nos sorprenden semejantes fenómenos. Son de rigurosa lógica social. Deseamos más dignidad y mejor sentido moral en las infelices víctimas de la lascivia o de la vanidad, y más interés y una formación más práctica en las madres y educadoras.

VIII
Mala prensa

Hagamos constar, desde un principio, que nuestra nación no está suficientemente preparada para resistir la invasión de lo que en el lexicón cristiano se llama la mala prensa. A pesar de las corrientes de intelectualismo, del que tanto alarde se hace; a pesar de la formación literaria en las ricas fuentes de nuestros clásicos, debemos confesar que nuestro pensamiento, nuestro intelectualismo están muy poco maduros aún; la formación literaria de nuestros jóvenes, si exceptuamos un número regular de ellos que cultivan esta rama con plena conciencia, es sumamente deficiente. De ahí que los primeros acepten cualquier doctrina que sea presentada en forma atractiva y seductora, aunque en realidad sea quimérica y absurda; los segundos se aficionen y dediquen sus mejores ratos a la lectura de novelas de mal gusto, de fondo inmoral, de tendencias materialistas y de efectos desastrosos para la estética literaria. Un joven aficionado a obras de filosofía positivista difícilmente sabrá leer libros de sano y cristiano espiritualismo; de la propia manera, el que se entrega en absoluto a la lectura de la novela insulsa o malsana, no podrá sostener en sus manos la novela clásica y cristiana: se le caerá necesariamente. El gusto estragado no sabe apreciar las delicadezas del pensamiento filosófico y del literario.

Este hecho y las observaciones que él nos sugiere dan la clave para comprender la razón de los perniciosos efectos que las malas lecturas producen en las distintas esferas de la sociedad.

En efecto: la formación intelectual que no tiene por base las verdades de la filosofía cristiana, carece de solidez, y fácilmente franqueará el espíritu sus puertas a toda manifestación doctrinal que halague sus concupiscencias y le justifique sus extravíos. Sin principios sólidos de doctrina cristiana no es posible el discernimiento de la verdad y del error en una serie de cuestiones que promueven libros adocenados que andan en manos de jóvenes incautos y temerarios, quienes se colocan en el borde mismo del precipicio, por no querer escuchar la voz y sujetarse a la ley de nuestra buena madre la Iglesia católica. Han abandonado la luz que les proyectaba el sentido cristiano y se han perdido por esos laberintos de los errores y de las pasiones.

Dada la trascendencia que ha venido adquiriendo la prensa y la facilidad con que propina el error, creemos oportuno y aun necesario fijar algunos puntos de interés actual para la generación que sube. Ante todo, consignamos el hecho.

La prensa es un hecho

Que sea la prensa, como se ha dicho, un medio para conseguir la emancipación del pensamiento, sea la palanca de la inteligencia, el centinela avanzado de la civilización y de la cultura, sea la lepra de las sociedades modernas, o uno de sus más preciosos esmaltes, sea el corruptor de las inteligencias o el maestro que adoctrina e ilustra a la humanidad, lo cierto es que la prensa es un hecho, y un hecho indestructible. En todas partes la prensa es una potencia: una asociación política queda incompleta si no cuenta con un periódico que la defienda; un ministerio, un partido tambalean si no alcanzan a tener en su apoyo los auxiliares y los vehículos de la prensa; sin ella se dificultan los planes y la ejecución de un pensamiento diplomático; la prensa destruye con la misma facilidad que edifica; y, como dice Balmes: «Por la prensa insinúa un monarca sus voluntades; por la prensa se avisan los conspiradores; por la prensa se hacen los partidos sus declaraciones de guerra, su seña de rompimiento de hostilidades, sus treguas, sus reconciliaciones, sus alianzas; por la prensa se ataca la calumnia o increpa la justicia; por la prensa se vindica la inocencia o desmiente sin rubor el crimen desvergonzado; a la prensa acuden las doctrinas disolventes y las conservadoras, las venenosas y las saludables; la prensa se encarga de la estadística del vicio y de los anales de la virtud; la prensa proclama la irreligión y la religión; de la prensa brotan el amor y el odio, la paz y la guerra, la luz y las tinieblas, la verdad y el error, el bien y el mal.»

Esto prueba que es necesario aceptar el hecho de su trascendencia y resignarse a combatir y defender los derechos religiosos desde el libro, desde el folleto, desde la revista y desde el periódico. Siempre será cierto que la doctrina y el sistema que cuenten con mejores adalides tendrán sobre sus rivales grandes ventajas. Antes se ensangrentaban las lizas, hoy se escriben largas columnas y extensas páginas; antes se mostraban las lanzas, hoy se utilizan las plumas; antes la gente se batía, ahora los hombres escriben. Una parte considerable ha creído cumplir su misión destruyendo lo más fundamental que sostiene la sociedad; otra parte, no menos importante, ha dedicado sus mejores energías a la reconstitución del orden y de la moral, a la reivindicación de sus derechos.

Como fenómeno curioso y significativo, vemos que, debido a la ausencia de pensamiento propio, un gran número de lectores son incapaces de pensar y de sentir otra cosa que no sea lo que piensa y lo que siente su libro o su periódico: profesan incondicionalmente y fervorosamente sus principios, asienten sin reserva a sus conclusiones. Tal es el ascendiente que su prensa favorita ha adquirido sobre la conciencia de aquellos que, inconscientemente, se han asimilado las ideas y se han identificado con todas las modalidades del pensamiento que ven escrito. Este hecho sugestivo se realiza entre gentes sencillas, igualmente que entre intelectuales y literatos; son raros los que logran substraerse a la acción y atracción irresistibles de sus publicaciones predilectas.

Esto explica fácilmente la vida larga y próspera que disfrutan en la opinión publicaciones insubstanciales, de fondo escéptico, de tendencias subversivas dentro de la sociedad. Y esto da la clave, además, para explicar el método fácil y asequible que la generación presente podría emplear para ilustrar a las muchedumbres y dirigirlas y encauzarlas por caminos de salvación. No cabe duda que esto realizaría la prensa bien dirigida, inspirada en los principios de la Religión, que son los de la justicia, de la caridad, de la civilización y de la sana cultura. El libro y el periódico, rodeados de los prestigios que les corresponden y acompañados de ese carácter sugestivo, serían en manos de una sociedad inteligente y honrada, medios muy eficaces y seguros para determinar el pensamiento de una nación, elevar su nivel de cultura, arraigar su sentimiento de patria y afirmar y consolidar su credo religioso, su ley moral. Es necesario rendirse ante la fuerza demostrativa de los hechos: la palabra escrita es y será el poderoso fermento que transforma y desenvuelve los gérmenes de la inteligencia, que se constituye en vehículo de las ideas, en alado conductor del pensamiento, en una palabra, que presta su más eficaz concurso para la formación y modificaciones, sean éstas de buena o de mala calidad, de la conciencia pública.

Carácter antisocial de la mala prensa

Son piedras fundamentales que sostienen el edificio de la sociedad humana la Religión, la familia, la autoridad, la justicia y la caridad. Hasta el presente, nadie que haya razonado seriamente lo ha negado. No puede haber y no ha habido jamás sociedad sin orden espiritual. La Religión es tan necesaria a las sociedades como el alma al cuerpo. En esta gran doctrina se han inspirado los pensadores cristianos cuando han dicho que: «Si la Religión se pierde entre los pueblos, no les queda ya medio alguno de vivir en la sociedad; pierden al mismo tiempo el vínculo, el fundamento, el baluarte del Estado social, la forma misma de pueblo.» (Vico.) En la antigüedad pagana no existía pueblo alguno que no tuviera por base un culto y por origen los dioses. Ha sido precisa la revolución, esto es, la rebelión sistemática contra todas las leyes naturales y contra todas las tradiciones de la raza humana, para arrojar al mundo la idea de una sociedad sin Dios.

Lo mismo proporcionalmente debemos sostener respecto a la familia fundada por el mismo Dios; a la autoridad que interpreta la ley eterna y rige la comunidad social; a la justicia, sin la cual no existen equilibrios entre derechos y deberes, ni cumplimiento de las leyes; y a la caridad para suplir las deficiencias de la justicia, pues ésta sola es impotente para solucionar los conflictos todos que viene planteando la marcha de las sociedades.

Ahora bien, la mala prensa comprende todo lo que se escribe contra la Religión, contra Dios y contra la moral cristiana; todo lo que se enseña contra nuestra condición racional y moral, o sea espiritual; todo lo que atenta contra los fundamentos del poder y de la autoridad; todo lo que pervierte el sentido de justicia en la sociedad, y todo lo que tiende a sembrar odios y depositar gérmenes de discordia en el corazón mismo de las muchedumbres. Las heridas que en estos tiempos muestran la inteligencia y el corazón de la sociedad, es por la prensa escéptica e impía, dice León XIII, que se han abierto. Es incalculable el mal que ha producido en el mundo, según lo prueban las ruinas materiales, sociales, morales y religiosas que en la sociedad ha acumulado.

Las ideas que se amoldan en las palabras impresas son las que se difunden por las muchedumbres y preparan así las grandes revoluciones en todos los órdenes. La falta de criterio personal, sólidamente formado, que hemos encontrado en la mayor parte de los lectores, obliga a éstos a aceptar toda doctrina que halague sus concupiscencias; la falta de conciencia profundamente arraigada en los preceptos de la ley moral explica la fácil condescendencia ante cualquiera proposición heterodoxa o inmoral. En una palabra, la falta de preparación, decíamos, para resistir la invasión de la mala prensa, es lo que obliga a sucumbir a hombres, por otros conceptos, instruidos y de significación social. Vamos a exponer aquí las formas anticristianas que en su actuación toma la mala prensa, permitiéndonos antes algunas consideraciones sobre la

Influencia de las doctrinas en la sociedad

Estamos muy lejos de empeñarnos en referirlo todo a la inteligencia, explicarlo todo por ella y presentarla como el tipo irreductible de la vida mental. No creemos en la omnipotencia de las ideas: en el desenvolvimiento de las sociedades hay otro factor importantísimo que se llama sentimiento y estado afectivo. Pero debemos convenir en que las ideas tienden a simbolizarse en imágenes, como las voliciones en afectos: la idea no descansa hasta que se ha traducido en acto.

La inteligencia, en su aspecto práctico, es la capacidad de comprender las situaciones complejas y de saber cómo se debe obrar de acuerdo con ellas. La función del entendimiento en la vida social consiste en utilizar los materiales que le suministra la misma sociedad, darles interpretación y aportar nuevas verdades al tesoro común de doctrinas. Sabido es que el medio social refleja históricamente la actividad de inteligencias colectivas. La de la supremacía de la aristocracia intelectual y la necesidad de educar intelectualmente para realizar reformas sociales, demuestran que las doctrinas ejercen una función muy importante en la marcha social. Son, además, las doctrinas, producto de espíritus individuales o colectivos, las que producen nuevas variaciones, las que modifican convenciones, creencias, opiniones e instituciones morales y sociales. Las ideas, las doctrinas, hemos dicho, han preparado extensas revoluciones o han acelerado una progresiva evolución en las ciencias, en las artes o en las costumbres. La inteligencia colectiva y representativa de la sociedad hace los moldes de la legislación y abre los cauces en los pueblos en los cuales se acuñan y encajan fielmente el espíritu y las costumbres nacionales. Una idea, una orientación, un pensamiento elevado y sano, igualmente que bajo, rastrero, pasional, se difunden por una especie de sugestión social a las siguientes generaciones y llegan a convertirse en centro o de un gran movimiento, que lleva una saludable revolución a la industria, nuevos recursos al comercio y aspiraciones y medios de vida más pura y rica en la cultura y la moral, o muy al contrario, se convierten en centro de corrupción de buenas costumbres, foco de errores y gérmenes de general destrucción.

El hombre social que piensa, siente y obra, elabora y consolida las instituciones que a su vez encarnan su espíritu y forman la herencia para los descendientes; el sociólogo, el estadista, el sabio y el poeta van encarnando y amoldando sus pensamientos, datos y sentimientos en el medio ambiente que todos respiramos, y sin darnos cuenta alimentamos el espíritu del producto de otras inteligencias. No cabe duda que la sociedad, en su esfera pura más elevada y más espiritual, generalmente tan sólo se incorpora y adopta de un modo permanente, a manera de adquisiciones propias, los productos de espíritus cultos y que posean el sentido de la realidad; mas también es cierto que una masa considerable de la sociedad se alimenta de errores y asquerosidades, que rebajan a sus víctimas a un nivel de degradación incalificable. En todas las esferas de la actividad y de los conocimientos humanos, las ideas dignas y salvadoras provienen de los más capaces en dotes y recursos respectivos, y solamente las doctrinas que pueden vivir en la actual o próxima generación son las que arraigan y conservan influencia en los pueblos; las que no se adaptan al modo de ser de la sociedad, ni responden a la realidad del espíritu público, no pueden vivir ni perdurar en las generaciones siguientes. Este es un dato consolador para tranquilizar el espíritu de todo hombre que se interesa por la marcha progresiva de la sociedad, ante el cúmulo de errores y males que van penetrando sutilmente por varias esferas de la misma.

Es cierto, pues, que la formación del espíritu social se debe en gran parte a la influencia de las ideas o de las doctrinas. Todas las revoluciones y fenómenos principales que constan en la historia han seguido a predicaciones o corrientes doctrinales. Un hecho tan degradante, un punto tan negro en la historia de la humanidad como es la esclavitud en el paganismo, ¿a qué era debido sino a una profunda aberración mental? Sabidos son los falsos conceptos que el paganismo tenía formados de Dios, del hombre y de la sociedad, los cuales dieron por resultado el derecho del hombre sobre otro hombre, con la legitimación de la opresión bruta con todas sus enormidades. Todo es lícito sobre el esclavo, decía la jurisprudencia pagana. El alma del paganismo era el naturalismo, el politeísmo, y, en consecuencia, el ateísmo sucesivamente. Equivocada la noción de Dios, era muy lógico que el hombre fuera voluptuoso, vengativo y soberbio. El esclavo carecía de estado civil, y, por consiguiente, de derechos por leyes positivas, que en derecho romano equivale a decir verse privado de todo derecho humano.

Como era muy natural, la Iglesia, para abolir la esclavitud, empezó por inculcar en el espíritu de la sociedad la doctrina de Jesucristo, que enseña que todos somos hermanos e iguales ante Dios; todos tenemos un mismo Padre, que está en los cielos, y todos le invocamos con el mismo título de hijos. La Iglesia fue una sociedad regeneradora, porque al lado del código moral puso una escuela de doctrina. Así fue elaborando o modificando interior y exteriormente el modo de ser del mundo y civilizó gradualmente a Europa y América.

Otro ejemplo tenemos en el socialismo contemporáneo, que nos alecciona acerca de las causas y el génesis de grandes trastornos y convulsiones que se experimentan en la sociedad. Las ideas y los hechos que se fueron madurando en el seno de las herejías y de los errores engendraron las tres grandes revoluciones que conmovieron al mundo cristiano: la revolución germánica, la revolución inglesa y la revolución francesa con los principios del 89. Muy exactamente conocía el génesis de los males que aquejan a la sociedad León XIII, cuando escribía en la Encíclica Exeunte anno: «El veneno de las malvadas doctrinas invade rápidamente la vida pública y privada; el racionalismo, el materialismo y el ateísmo engendraron al socialismo, al comunismo, al nihilismo, trágicas y funestas consecuencias que debían lógicamente surgir de aquellos principios.» Son varias las formas doctrinales que han llevado a cabo la apostasía social, iniciada por Lutero en Alemania, Enrique VIII en Inglaterra y los enciclopedistas en Francia.

Si las obras de ciencia hablaban a los hombres regularmente instruidos, en cambio, los novelistas fascinaron al pueblo, desconcertaron sus pasiones y le ilusionaron con esperanzas que no debían cumplirse. No vamos a enumerarlas, ni a referirlas; solamente diremos que algunas, como Los Miserables, de Víctor Hugo, han contribuido poderosamente al desarrollo de las ideas socialistas entre el pueblo. Y así podríamos discurrir sobre la influencia perniciosa que libros, folletos, novelas y periódicos han ejercido sobre las gentes que nos han precedido, y ejercen actualmente sobre las personas poco avisadas.

Las reflexiones que preceden nos dan la razón del desconcierto espantoso que en el campo doctrinal de la religión y de la sociedad han introducido tantos años de absoluta libertad de imprenta. No se ha respetado a Dios ni a su ley; se ha perseguido a Jesucristo y a su obra; se han escarnecido y maltratado la Religión y sus ministros, y ni la dignidad de la naturaleza humana se ha respetado. Estas doctrinas esculpidas en el papel, estos errores predicados a las muchedumbres, estas inmoralidades mostradas al pueblo han provocado toda clase de excesos, han embravecido la fiera, han desbordado las pasiones y han acarreado la desgracia y la muerte. Son incalculables los males que han producido los escritos inspirados en criterios antirreligiosos, librepensadores e impíos. Ellos han afirmado el sentimiento de odio contra Dios y contra las clases elevadas, el libertinaje en las muchedumbres y el sensualismo más crudo entre los que han perdido el sentido moral.

Acción demoledora de la mala prensa

En la niñez y en la juventud, en el pueblo y en la ciudad, la influencia de la prensa inmoral es terrible. Desgraciadamente, el folleto, el libro, la novela, encuentran con frecuencia un estado pasional exaltado, o una cierta predisposición a la exageración emotiva. Si aun poseyendo una formación moral muy sólida y madura y un temperamento feliz, difícilmente resisten las personas a una serie de formas provocativas que crudamente ostenta la prensa inmoral, ¿cuánto más difícil les será la resistencia a las personas débiles de voluntad, cuando tan viva y apasionadamente se les presenta la apología del vicio y el desenfreno del sentido? ¡Cuántas conciencias estropeadas; cuántos espíritus embrutecidos por la plaga, por la invasión de la literatura inmunda! Cuando lleguen épocas mejores y se escriba la historia de nuestro perfeccionamiento en la cultura estética, y se consignen a la vez los escollos que ésta ha encontrado en las vías del progreso, la conciencia pública exigirá responsabilidades a los agentes que han entorpecido desde la prensa el curso de nuestro progreso espiritual.

Cuando el niño inocente sale de la escuela se encuentra por todas partes con cien publicaciones obscenas, que ofenden la pureza de sus sentimientos. Los corruptores de la inocencia no comprenden el crimen que cometen sobre la conciencia del niño; los que confeccionan ilustraciones pornográficas poco creen que, con frecuencia, son los que determinan la desgracia de una víctima y llevan la desolación a una familia. Las publicaciones inmorales contaminan las mejores poblaciones y pervierten en ellas el sentido moral que informa la conciencia pública. Es consecuencia lógica de la difusión de ideas subversivas de todo orden moral que hemos lamentado en el párrafo anterior.

Debemos igualmente deplorar la influencia mortífera de la prensa impía. Se ha querido desterrar a Dios de todas las instituciones; se ha trabajado con encono para destruir toda idea, toda influencia religiosa; se ha querido que la juventud creciera sin informar su conciencia del sentido moral; se ha prohibido a los maestros enseñar la religión de Jesucristo; y esto se ha defendido y propalado desde el libro, desde la prensa. Este sentido crudo de impiedad difundido desde el campo de las ideas ha recibido forma concreta y práctica en los hechos y en las conciencias. Han sido el derecho, las leyes, la vida de familia y la armonía de los ciudadanos los que se han resentido profundamente de los atentados contra la Religión, de las negaciones contra Dios. Las negaciones irreligiosas fundan un positivismo jurídico que priva a las leyes, al poder, a la autoridad de su verdadero carácter divino, de su elemento eterno. La prensa impía siembra el error en las cabezas y deposita gérmenes de odio y de malestar en los corazones; explota la ignorancia de las clases humildes y las prevenciones de los que sufren y los enconan y embravecen contra la Religión y sus ministros. Así fomenta las pasiones populares contra el Catolicismo, y más aún, cegada por el afán de persecución, inventa toda especie de calumnias y falta a los deberes más elementales de ciudadano honrado. La impiedad, además de su carácter esencialmente irreligioso, es profundamente subversiva del orden social.

Lo mismo proporcionalmente podríamos decir de la prensa librepensadora. La libertad que proclama no presenta carácter alguno de la verdadera libertad; en el fondo y en las tendencias es la defensa y la proclamación del libertinaje. Quieren la libre emisión de las ideas, o sea la libertad ilimitada de conciencia, porque quieren que la razón sea independiente de toda norma superior que la gobierne y de toda autoridad.

Estudiado serenamente este punto, significa, en términos generales, la autonomía de la razón, la prerrogativa de no recibir ley de nadie, lo cual envuelve una evidente contradicción, pues siendo el derecho un poder racional y moral, no es verdadero derecho si no se apoya sobre la verdad y la moralidad; ahora bien: sabemos que la razón humana, en cuanto finita, puede equivocarse y, por tanto, alejar a la voluntad del bien; luego el derecho ilimitado a la libertad del pensamiento y de conciencia sería el derecho a la verdad y al error, a la moralidad y a la inmoralidad. Francamente: una doctrina tan contraria a la naturaleza humana, cuyos derechos se hallan todos substancialmente fundados sobre la verdad y la moralidad, júzguese si será sostenible y aceptable en manera alguna.

Harto sabemos que la libertad ilimitada de imprenta se invoca para proceder impunemente contra todas las leyes de justicia personal y social, contra el sentido de caridad, contra la moral, contra el dogma religioso y contra la misma autoridad humana. No es la falta de razón lo que principalmente les preocupa; es el poder coercitivo, es la autoridad que justamente cohíbe y no les deja destruir lo existente; temen la sanción de la ley, no la contradicción en las ideas ni la falsedad en sus interpretaciones. Tal es el espíritu de la prensa separada de la Religión católica, presentada en sus formas más funestas y frecuentes.

La mala prensa, que defiende la causa de la irreligión y de la inmoralidad, llena cumplidamente la misión de que está encargada: su objeto es destruir, y destruye. Pero esa arma tan poderosa no debe quedar exclusivamente en sus manos: al frente de la prensa revolucionaria e inmoral debe trabajar la prensa reparadora, la que sostiene los grandes principios tutelares de la sociedad y de la civilización: la Religión, la moral, el poder, la autoridad, la familia, la propiedad. Es menester quitar alientos a la impiedad haciendo el vacío a su prensa. «Cuando los escritores se encuentran solos, dice Balmes; cuando notan que sus doctrinas no hallan apoyo ni simpatía, natural es que se desanimen; y no es extraño que, después de haberse esforzado inútilmente durante algún tiempo, acaben por abandonar un campo infecundo. Pero cuando las doctrinas están en armonía con las de la nación (del público); cuando el escritor está seguro de que la palabra que encomienda al papel hará vibrar dentro de poco millones de corazones, entonces la convicción propia, segura de su eficacia sobre los demás, se expresa con más calor, y las mismas resistencias que pueden encontrarse al paso sirven para aumentar su brío y energía.»

Esta oportuna observación de nuestro filósofo y pensador debe avivar, en todos los que aman y sienten la grandeza y el honor de la sociedad, un espíritu vigoroso, inquebrantable y fecundo en producciones de buen género; debe afirmarnos en la verdad religiosa, robustecida con el apoyo de nuestros hechos personales, desenvuelta con caridad y defendida con firmeza. Así acabará por abrirse paso aun al través de las masas materializadas, dominará en las esferas más distinguidas y delicadas de la sociedad, y de allí irradiará luz y calor hacia el reverbero de la inteligencia y del espíritu popular.

IX
La criminalidad y la prensa

La Revue, de París, en 1910, abrió una información, a fin de que los sociólogos franceses y los hombres de ciencia formularan su juicio acerca del fenómeno que tanto preocupa a los estadistas de la vecina nación, referente al creciente movimiento de criminalidad.

Alfredo Fouillée, que ha presentado un estudio completo de la cuestión, dice que la criminalidad juvenil aumenta constantemente. «Además de las causas sociales y económicas, escribe, los dos grandes factores que han acelerado en Francia el movimiento de la criminalidad son la ley sobre la libertad absoluta de la expendición de bebidas y la ley sobre la libertad absoluta de la prensa…, que en la práctica han resultado establecer la completa libertad del envenenamiento físico y del envenenamiento moral del pueblo.» «El alcoholismo en Francia ha pasado del quinto lugar al primero. El abuso de licores fuertes ha embrutecido poblaciones como las de Normandía, tan rica poco ha en hombres fuertes y vigorosos.»

Desde el Congreso internacional contra la literatura inmoral y la publicidad de los hechos criminales, que tuvo lugar ya en Lausana (Suiza) el año 1903, hasta nuestros días, en Europa se ha trabajado bárbaramente, no en trazar el diagnóstico, porque son muy evidentes los síntomas que ofrece la sociedad enferma, sino en buscar y aplicar el mejor medio de curar la enfermedad.

Los resultados, con todo, han sido nulos, porque, como expondremos detalladamente en otro lugar, padecemos una profunda abulia; somos incapaces de determinarnos, ni aun ante los motivos más claros y evidentes. El mal debe evitarse a fuerza de imposiciones legales y castigos fuertes.

Todos los informantes convienen en que la causa primordial de la contemporánea depravación es la falta de educación religiosa y moral en los jóvenes y en el público.

Queremos extractar algunos pensamientos y dictámenes de los sabios consultados, tal como los reproduce Cataluña (12 de Agosto de 1911).

Alfredo Fouillée hace notar la influencia que ciertas narraciones y grabados ejercen en la multitud. Las ideas tienen una fuerza motriz sugestiva, impulsiva y a menudo explosiva.

Familiarizar los espíritus con la idea del crimen es predisponerlos a que lo cometan. Es necesario que la instrucción primaria sea obligatoria y se enseñe sólida y prácticamente la moral. En 1908 habían 11.000 analfabetos en el ejército francés; en 1910 ascendían a 14.000.

El Dr. Grasset, dice que la nota predominante en la psicología del malhechor consiste en que éste quiere satisfacer sus pasiones, y, falto de principios religiosos, roba, mata, si es preciso. El remedio más práctico será desenvolver la educación religiosa y la educación moral.

E. Levasseur afirma que la propaganda de ideas antisociales sobre la propiedad y reparto de riquezas ejerce una influencia nefasta sobre ciertos cerebros; y la exagerada publicidad de crímenes y procesos puede ser, asimismo, para ciertos espíritus predispuestos, como dice también Grasset, escuela donde se aprenda la manera de cometer esos crímenes.

El Dr. Vigouroux, director del manicomio de Vaucluse, cree en la perniciosa influencia del periódico, según la forma de relatar los sucesos. Divide los lectores en tres grupos: los contagiados, a quienes, a pesar del primer movimiento repulsivo que les produce el relato, les entra, por fin, una verdadera complacencia e interés pasional; los sugestionados, débiles de voluntad, niños, degenerados; y los imitadores, o sean los perversos y viciosos, para quienes cierta prensa es la única fuente de instrucción y documentación.

Y así se expresan los demás filósofos, sociólogos y hombres de ciencia. En el fondo sostienen que carece el pueblo, y aun los intelectuales, de aquella formación moral, religiosa y consciente que podría neutralizar la acción nefasta de la mala prensa.

Capítulo VI

Las dos aristocracias

Nosotros distinguimos en la sociedad dos aristocracias: la aristocracia social y la aristocracia espiritual.

La primera es la de la sangre y la del dinero; su círculo permanece cerrado al profano que no lleve sangre noble o no tenga el arca repleta de oro, plata, papel fiduciario o crédito.

La segunda queda constituida por cuantos elementos han adquirido, dentro de la sociedad, una superioridad espiritual extraordinaria. Son los espíritus delicadamente formados en su vida, en sus juicios, en su criterio, en sus gustos y en sus apreciaciones literarias y artísticas.

Una y otra, lejos de ser incompatibles, se completan y armonizan perfectamente. Los hijos de la aristocracia social tienen incomparablemente más medios y recursos para procurarse una formación delicada en todas las manifestaciones de su vida espiritual, como son la literatura, las bellas artes, la urbanidad, la religión y la moral. De modo que, por su posición, deberían formarse en ese ambiente de delicadeza, o mejor aún, en una gran pureza de doctrinas, en una gran delicadeza de sentimientos, en una extremada rectitud de conciencia y en la oportuna integridad de conducta.

¿Es esto lo que vemos siempre en la aristocracia social?

Si vamos enumerando los defectos más públicos y notorios de la clase alta, veremos que, ciertas exhibiciones de formas femeninas en el teatro y en el baile de sociedad, son de muy poca delicadeza y de reprobable gusto. El pasarse largos ratos y horas enteras leyendo novelas frívolas y superficiales, cuando no descaradamente inmorales, acusa una formación moral y literaria muy deficiente. Asistir a cines y a teatros, en donde desde la primera película al último acto es todo una provocación de mal género, una exhibición nada decorosa, demuestra una preparación estética muy ínfima.

Y, no obstante, es frecuente encontrarse con esas anomalías en la aristocracia social.

En la clase media y en el pueblo hállanse numerosas personas que reúnen los elementos que antes hemos consignado, como constitutivos de la aristocracia espiritual. Estas, sin contar con tantos medios de formación, y viéndose obligadas con frecuencia a luchar contra el ambiente que les rodea, han conseguido, dentro de su esfera, formarse un espíritu aristocrático, un alma elevada. No poseerán, tal vez, las formas que solamente puede dar una refinada educación cívica para expresarse y comunicarse con sus semejantes; pero la ingenuidad y el candor que acompaña todas sus frases, la nitidez que se transparenta en su alma, la exactitud y fidelidad con que traducen su pensamiento, la intensidad de emoción y de sentimiento que en determinados casos saben revelar, la integridad y rectitud de las afecciones humanas que brotan espontáneamente de la condición social, todas estas cualidades y varias otras, que no creemos necesario repetir, son las que acreditan la nobleza de espíritu que puede ocultarse debajo de la blusa y del andrajo.