Filosofía en español 
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Parte segunda. El cine

Capítulo primero

Graves trastornos que produce en las facultades humanas

Hasta el presente, las censuras que se han dirigido contra el cine, todas o casi todas se han fundado en que, tal como funciona en nuestras poblaciones, es un elemento de destrucción, en vez de ser un principio de edificación social.

En efecto, como veremos detalladamente, no se forman la inteligencia, la voluntad y la sensibilidad, tres elementos o factores esenciales de reconstitución y de progreso social, sino muy al contrario: estas tres facultades se pervierten y trastornan con frecuencia, debido a la acción violenta que sobre ellas ejerce la acción de la película, del cuadro, de la representación.

Vamos a estudiar este primer aspecto del cinematógrafo en los siguientes artículos, no sin antes prenotar el perjuicio que causa en el organismo de la visión.

I
El cine y la vista

Sabemos que en los cines mejor montados se utilizan máquinas tan perfeccionadas, que es poco menos que imperceptible la vibración de la electricidad en la película. Esta es, a la vez, la razón más poderosa que se alega para desvirtuar el argumento que presentan los médicos acerca de la acción nociva del cine sobre la vista. ¿Qué hay respecto de este punto? Vamos a verlo brevemente.

La electricidad en la película. Consignemos dos hechos: a) La mayor parte de cines no poseen máquinas tan perfectas que no se perciba claramente la vibración, molestosa y nociva a la vista. Más aún: frecuentemente se sirven de películas ya usadas varias veces y de máquinas muy ordinarias, b) La vista se fija con una atención extraordinaria en la película, a fin de no perder un punto de la escena. Estos dos hechos constan evidentemente por poco que se sepa en qué consiste el cine.

Ahora bien, la película gastada por la acción de la electricidad aumenta considerablemente la vibración perjudicial que de sí produce la electricidad.

Es cierto que la iluminación eléctrica es perjudicial para la retina, a causa de los rayos ultravioletas que contiene la luz de esta clase. Enseña la física «que la luz que no tiene rayos ultravioletas, o que los contiene en pequeña cantidad, es la buena; la luz que tiene más rayos ultravioletas es la mala». De todas las luces empleadas en la actualidad, las que contienen menos rayos actínicos (químicos) son las de las bujías y las del aceite. El aceite es el que da mejor luz, porque su combustible produce una gran cantidad de rayos amarillos, y las experiencias de fotometría demuestran que el ojo aprecia, sobre todo, mucho mejor los diferentes tonos en la parte amarilla del espectro; es decir, la luz aparece tanto más clara visualmente cuanto más rica es en rayos amarillos.

El alumbrado eléctrico se hace valiéndose de filamentos de carbón, de filamentos metálicos, de tántalo y de tungsteno, que entran en incandescencia. Se emplean el tántalo y el tungsteno, porque estos dos metales se funden a temperaturas excesivamente elevadas y tienen un poder iluminador considerable. La luz eléctrica se obtiene también por el arco luminoso, que parte de un carbón (cono) para terminar en otro (cráter); nace también en tubos repletos de vapores mercúricos, en los cuales salta la chispa eléctrica de un filamento incandescente. Los filamentos de carbón son los que dan menos rayos actínicos; el arco eléctrico que une dos carbones da más.

La acción perjudicial de los rayos actínicos puede prevenirse interponiendo un cristal deslustrado, y mejor aún, amarillo, los cuales los absorben.

Ya que hemos hablado de los rayos ultravioletas, para su mejor comprensión diremos que el espectro solar no tiene sus límites donde aparecen en las circunstancias ordinarias, con el rojo al principio y el violeta al fin; hay antes del rojo rayos de menor número de vibraciones, menos de 400 billones, denominados rayos infra-rojos, y después del violeta, otros de mayor número de vibraciones, más de 800 billones, que reciben el nombre de rayos ultravioletas.

El profesor Goetze, de Jena, en una revista de Paidología, señala con datos exactos y precisos el daño que está haciendo la película movible. En primer lugar, desde el punto de vista de la higiene, la rapidez del movimiento de las instantáneas, la vibración de las mismas, su centelleo, obligan a la retina a reaccionar con excesiva velocidad y producen fotofobias, dolores en los ojos, &c., sobre todo cuando la función se prolonga cuatro o cinco horas, como sucede con frecuencia. Por otra parte, la reunión de grandes multitudes en salones estrechos y pésimamente ventilados influye del modo más desfavorable en la salud de los espectadores. Acerca de lo cual nos extenderemos con algún detalle más adelante. Veamos los efectos de la electricidad en el órgano de la visión.

2.º La electricidad del cine en el órgano de la visión. El Dr. Niels R. Finsen, en Noviembre de 1893, publicó un trabajo, en el Hospitalstidende, que lleva por título: «La acción dañosa de los rayos químicos sobre los organismos animales». De este estudio parten la mayor parte de investigaciones que acerca de este punto se han practicado.

La fotobiología enseña que la actividad química de la luz, cuando ésta es excesivamente intensa o en malas condiciones, puede llegar a matar el protoplasma celular. Más aún: la propiedad general del protoplasma vivo de alterarse, y aun de destruirse bajo la acción de la luz, es el fundamento de la fototerapia de Finsen, tanto positiva como negativa.

Dos palabras sobre el órgano de la visión.

La retina es un cuerpo que se constituye por diversas capas de elementos neuroepiteliales, con funciones distintas. Es en ella donde se verifica la conversión de las vibraciones luminosas en impulsos nerviosos. La retina es de tal manera susceptible de excitación bajo la acción de la luz, que llega a producir corrientes ópticas cuando se la excita mecánicamente por las corrientes eléctricas.

Pasando por alto ulteriores nociones de fisiología que no creemos necesario recordar, solamente diremos que la estructura y el funcionamiento del órgano de la visión pueden reducirse, en cuanto a nosotros nos interesa, a lo siguiente:

1º El globo ocular, protegido por los párpados, que comprende la esclerótica (blanco del ojo); la córnea (parte transparente); la coroides, que se continúa con el iris; el cristalino, &c.

2º La retina, que describe tres capas de neuronas: a) células visuales, cuyas prolongaciones protoplasmáticas están formadas por los conos y los bastones, y las prolongaciones cilindráxiles o celulífugas se ponen en contacto con las arborizaciones de las prolongaciones protoplasmáticas de la capa siguiente; b) células bipolares, cuyas prolongaciones celulífugas se entremezclan con las prolongaciones celulípetas de la tercera capa; c) células ganglionares, cuyas prolongaciones cilindráxiles forman la capa de las fibras nerviosas y constituyen las fibras del nervio óptico.

3º El nervio óptico, constituido por los elementos que acabamos de apuntar, atraviesa la coroides, la esclerótica, la cavidad orbitaria, y penetra en el cráneo por el agujero óptico.

La tradición fisiológica, hagamos constar que ha concedido una importancia extraordinaria a los conos en la visión de los objetos, y particularmente en la visión de los colores.

Se dice que la retina se fatiga cuando las células visuales, por su función, agotan su materia reductible y no se ve reintegrada. La circulación apronta nuevos materiales y arrastra los productos reducidos, y mientras esta restauración se verifica quedan los conos y bastones inútiles, o poco menos, para la impresión luminosa. Se fatigan, igualmente, por la exageración del estímulo, cual es la luz, o por las malas condiciones de la misma.

Los nervios y los músculos son excitables por la electricidad, y la excitabilidad sufre con las enfermedades ciertos cambios, que son a menudo síntomas importantes de los estados morbosos. Los síntomas irritativos de las funciones de los nervios ópticos son frecuentes en las sesiones donde la electricidad hiere violentamente la retina.

Los trastornos principales que en el órgano de la visión acarrea la clase de oscilación que presenta la película del cine son: La hiperemia, o congestión del borde libre de los párpados, la cual es consecuencia de la inflamación de los mismos. El borde de los párpados se pone rojo y va acompañado de un malestar y picazón bastante intensos. Nos consta por las repetidas experiencias de especialistas de las enfermedades de los ojos, que en numerosos casos semejante trastorno ha sido producido por la fijación de la vista en la película vibratoria y oscilante. Otras veces esta afección palpebral es efecto de larga permanencia en un local donde se fume.

No es raro que semejante irritación palpebral acarree una blefaritis ciliar, que viene a ser la inflamación tipo de los párpados. Es una lesión algo más grave que la hiperemia palpebral.

El profesor W. Kraus, de Marburgo, en un estudio muy reciente (1912), estudiando las causas de la oftalmía flictenular, o sea de la afección propia de la conjuntiva, que da lugar a la formación de erupciones nodulosas, es decir, a flictenas, da cuenta de las más recientes investigaciones practicadas por autores de nota, y afirma que en los ojos de los animales pueden producirse alteraciones clínica e histológicamente idénticas a las flictenas del hombre. Para obtener dichos trastornos era necesaria una infección tuberculosa o una insuficiencia orgánica. Concluyamos sosteniendo que la tan conocida conjuntivitis flictenular recidivante de la juventud se produce casi seguramente por la acción de una causa irritativa cualquiera sobre la conjuntiva de algunos individuos que están bajo la influencia de una infección tuberculosa o del escrofulismo.

Las consecuencias aplicables al punto que venimos estudiando son sumamente prácticas y fáciles de comprender. La acción nociva o irritativa de la electricidad desde la película sobre el órgano de la vista puede producir, con suma facilidad, el trastorno orgánico que acabamos de indicar. La causa que según los oftalmólogos produce dicho trastorno es más frecuente de lo que algunos pueden creer, pues no es raro encontrar entre las muchedumbres que asisten a los cines muchos candidatos a la infección o intoxicación, &c. Los defectos o enfermedades congénitas, unas veces son debidos a una «herencia» de los padres o abuelos; otras, a una alteración morbosa de los gérmenes paternos, con la alteración subsiguiente del producto; y otras, a ciertas toxiinfecciones del organismo en el curso de su desarrollo, como también a insuficiencia orgánica por defecto de nutrición. Además de estas causas que abonan o predisponen el organismo, sobrevienen otras muchas que son claramente determinantes de enfermedades análogas.

A la vista tenemos la lista de una larga serie de enfermedades de los ojos que pueden sobrevenir a causa de la irritación e inflamación de los elementos que integran el órgano y aparato de la visión. La clásica obra publicada bajo la dirección de Alberto Robin, Traite de thérapeutique pratique, dedica a ellas numerosos capítulos escritos por notables especialistas, en los cuales se indican no pocos trastornos que pueden ser producidos por la electricidad en las condiciones y en la forma en que se presenta en el cine.

Antes de terminar este artículo, que va resultando ya demasiado largo, queremos consignar algunas afirmaciones inspiradas en estudios hechos en la Clínica oftálmica de la Universidad de Marburgo, siendo director el doctor L. Bach.

La causa porque los intensos focos luminosos modernos suelen fatigar con frecuencia nuestros ojos mucho más que la clara luz del día, está en la diversa constitución de ambas clases de luz, y en particular en la mayor riqueza de las modernas fuentes luminosas en rayos de ondas cortas, especialmente ultravioletas. Las observaciones clínicas y experimentales nos han enseñado que por la iluminación intensa pueden provocarse inflamaciones de la conjuntiva y de la córnea (oftalmía eléctrica), así como también alteraciones retinianas.

La luz que no está en las debidas condiciones es cierto que puede ocasionar lesiones oculares y, sobre todo, lesiones histológicas, pues sabido es la acción fatal que sobre todas las células vivas ejercen frecuentemente los rayos ultravioletas.

Está muy lejos de reunir las debidas condiciones la luz del cine, pues la luz debe estar oculta para el ojo, y, además, toda la habitación debe estar bien alumbrada, de modo que el contraste entre el sitio iluminado en que se fija la vista y el resto de la habitación sea el menor posible: todo lo contrario de lo que sucede en el cine.

Es, por consiguiente, a nombre de la salud y de la higiene que protestamos del cine tal como está montado en la actualidad.

Compaginadas estas líneas, nos enteramos de que nuestro querido amigo, el doctor Miguel Estorch, acaba de leer una conferencia en el Ateneo Barcelonés acerca de «El cinematógrafo bajo su aspecto médico y los intereses creados». Es un estudio breve, pero substancioso, que desearíamos ver en manos de padres e hijos, maestros y discípulos. Juzguen nuestros lectores del valor y del sentido práctico del discurso por las siguientes muestras.

Después de presentar, el ilustrado doctor, algunas nociones sobre el aparato de la visión y su funcionamiento, dice que «en el fenómeno de la persistencia de las imágenes está basado el cinematógrafo, que obra impresionando la retina mediante la sucesiva proyección de una serie de fotografías instantáneas, que, representando las diferentes fases de un movimiento, dan, por la rapidez con que se suceden, la visión del mismo». Expone la manera como esto se verifica, y demuestra a la luz de las leyes físicas y fisiológicas cómo el fenómeno de la vibración y del centelleo no puede evitarse en absoluto, por más que se esfuercen en demostrar lo contrario los interesados propagandistas del cine. De todo lo cual deduce que «el cinematógrafo no impresiona la retina según el mecanismo de la visión normal».

«El centelleo y la vibración de las imágenes, dice en otra parte, excitan exageradamente la retina, que por su naturaleza íntima no está destinada a sufrir tan bruscos contrastes, y estas excitaciones continuadas son origen de congestiones primero, de inflamaciones y consecutivos derrames después, hasta que, por fin, graves degeneraciones del tejido retiniano, haciéndole inepto para las funciones que le son propias, ocasionan la ceguera.»

»…En una palabra, son tantas y revisten tal gravedad las enfermedades del aparato visual que tienen su origen indudable en el abuso que hoy se hace del cinematógrafo, que afirmamos debiera ocuparse uno de los más extensos capítulos de la oftalmología en el estudio de las enfermedades que ocasiona, y especialmente de las inflamaciones del iris, coroides, retina y nervio óptico: iritis, coroiditis, retinitis y amaurosis, que no vacilamos en calificar de cinematográficas… En estos últimos tiempos en que el cinematógrafo ha venido a ser el espectáculo casi único que frecuentan las muchedumbres, se ha notado en todas las clínicas, tanto oficiales como particulares, un notable aumento en los enfermos del aparato visual, y precisamente gran parte de ellos con trastornos funcionales y orgánicos que no pueden relacionarse con otras causas que las expresadas.»

Estos fragmentos no necesitan comentario para comprender toda la gravedad que entraña el problema del cinematógrafo.

II
El cine y la imaginación

Qué se entiende por imaginación

La imaginación es la facultad de representar las semejanzas corporales de los objetos presentes o ausentes. No es una facultad espiritual, sino corporal; se ejerce directamente por el cerebro.

El trastorno característico de la imaginación proviene del trastorno en las imágenes. La exaltación, la excesiva fijeza, la depresión, la disociación y la fuga de las imágenes acarrean graves trastornos al mundo de la representación sensible y graves perturbaciones en el campo de la conciencia. Al fin y al cabo, la imagen sensible, después de una sencilla operación intelectual, pasa a ser la idea que informa la conciencia moral.

El Dr. Grasset (Fisiopatología clínica) clasifica en dos grupos los trastornos generales de la imaginación: 1º, trastornos hipo y para; 2º, mitomanía y delirios de imaginación. Los primeros están constituidos por debilidad fisiológica, que se transforma en patológica; los segundos, en su grado inferior, forman el grupo de los fantásticos, soñadores, originales: toda la vida psíquica está invadida por la imaginación; en un grado más elevado, ya no distingue lo real de lo imaginativo. Esto conduce fácilmente al delirio de la imaginación.

Semejantes desórdenes, no cabe duda que los produce frecuentemente el cine. La influencia que tiene en la exageración de la imagen explica una serie numerosa de fenómenos patológicos y de casos extraordinariamente graves que vienen a trastornar el funcionamiento del espíritu y el ritmo normal de la vida, según demostraremos con ejemplos prácticos al final de esta segunda parte.

La misión que debe cumplir la imaginación es demasiado importante para que podamos consentir la acción perturbadora del cine sin exponer los fundamentos racionales en que se apoya nuestra protesta. Creemos que la imaginación debe educarse y ser constituida en auxiliar muy poderoso de la vida mental y moral del individuo.

Labor educativa del cine

La labor educativa del cine respecto de la imaginación ha de consistir: 1º, en ofrecerle imágenes bellas; 2º, en enseñarle la manera de conservarlas; 3º, en infundirle el poder de modificarlas y adaptarlas a la realidad. La imaginación reproduce fácilmente y representa en lo interior el objeto externo. Entre estas reproducciones y representaciones son las más comunes y distintas las que se refieren al sentido de la vista; las más propiamente llamadas imágenes. Es tal su importancia que, aun para facilitar o apoyar muchas representaciones de los otros sentidos, acudimos a imágenes visuales, más o menos determinadas. En la estética subjetiva se llama imaginación la mayor suma y la mayor viveza de tales representaciones. Se llama imagen la reproducción de la sensación, reproducción más débil, en general, que la sensación misma, pero siempre capaz de adquirir en determinadas condiciones tal intensidad, que pudiéramos creernos aún en presencia del objeto. La sensación y la imagen no difieren en naturaleza, sino en grados.

Si creyéramos necesario demostrar esta verdad recurriríamos, en primer lugar, al testimonio de la propia conciencia, procurando reproducir efectivamente en nosotros el recuerdo de un estado de ánimo, sin lo cual no es posible la reproducción exacta. Veríamos, además, la semejanza de sus efectos, la cual nos daría derecho a deducir la identidad de las causas. Una imagen reproducida vivamente diez años después de haber experimentado la sensación correspondiente, puede producir los mismos efectos que en la primera vez; la única diferencia estará en los grados.

Esta teoría, que está fundada en las inducciones fisiológicas de la histología normal y de la histología patológica, explica perfectamente la frecuente confusión de la sensación con la imagen, según tiene lugar en varios casos; entre otros, siempre y cuando la vivacidad del recuerdo es tan intensa que se convierte en alucinación, como sucede en los casos de locura, de exaltación cerebral o de cansancio de un órgano. «De igual modo, los ojos de una persona que emplea frecuentemente el microscopio ven a veces reaparecer espontáneamente, después de abandonar su trabajo, un objeto que han examinado detenidamente.» (Baillarger).

La confusión que se produce en varios casos es debida a la falta de sensación. Así en los sueños, durante los cuales la imagen se confunde con la sensación real, se explica el fenómeno por la ausencia del objeto representado. Nada extraño parecerán éste y muchos casos que podrían citarse, si se advierte que unas y otras reconocen la misma localización cerebral. La psicología experimental ha demostrado plenamente que la impresión reproducida ocupa exactamente los mismos centros nerviosos que la primitiva impresión y afecta la misma forma.

Estas observaciones acerca de la naturaleza de la imagen nos dan a comprender la importancia que ella tiene en la dirección de nuestra vida psicológica. La pedagogía experimental ha convenido en dedicarle uno de sus primeros y más interesantes capítulos. Sólo falta que nosotros sepamos ver y comprender la ley que rige la asociación de las imágenes para el desarrollo de la vida mental y la intervención que al cine le cabe en semejante obra.

Ley psicológica de la asociación

Consiste en que, todos los hechos y estados de conciencia simultáneos o sucesivos tienen la propiedad de unirse unos a otros, con tanta mayor fuerza y duración cuanto más prolongada o más frecuente ha sido su proximidad en la percepción que hemos tenido de ellos, o cuanto más viva ha sido dicha percepción. Así, cuando asistimos a una representación teatral en que los esplendores del decorado se aúnan a los encantos de las armonías musicales; cuando contemplamos un cuadro de la vida en la película cinematográfica, que nos presenta un conjunto de escenas domésticas o de costumbres populares, nuestro cerebro es asaltado a la vez por una serie de impresiones simultáneas, despertadas por la contigüidad, de las fibras y células que vibraron en impresión primera. Esta ley que regula todos los hechos psíquicos entraña una importancia capital. La asociación de imágenes, de ideas y de estados de conciencia explica los más complejos fenómenos de nuestra vida psicológica y moral. La asociación de sensaciones auditivas y visuales nos inicia en las diferentes artes: Poesía, Música, Pintura y Arquitectura. Y, sobre todo, nos conducen por los caminos de la actividad espiritual, pudiendo ser iniciados en el pensamiento de otros, gracias a la palabra escrita, al cuadro, a la escultura, &c.

La acción que el cuadro exterior ejerce sobre el ánimo por medio de las sensaciones visuales, a nuestro modo de ver, es la siguiente. No nos referimos al tipo visual, en el cual las imágenes visuales alcanzan frecuentemente una intensidad igual a la sensación, en tanto que las representaciones de distinto orden son extraordinariamente débiles, logrando aquéllas, por consiguiente, predominar casi exclusivamente en el ejercicio de las operaciones mentales. Nos referimos a la memoria visual ordinaria, que no deja de llevar una cierta intensidad de impresión y viveza de imagen. Aun en estos casos, que generalmente se presentan en el vulgo de los espectadores, la imaginación activa llega a alcanzar un grado de intensidad suficiente para concentrar en sí la atención del espíritu. Estas imágenes se asocian entre sí; se encadenan unas a otras, y de ahí un vasto campo para la actividad mental. Sobre estos elementos reunidos opera el espíritu y elabora los conceptos propios de la imagen y los demás con ella relacionados.

Lo mismo proporcionalmente decimos de las sensaciones auditivas, las cuales se reconocen por caracteres análogos a los que distinguen a las visuales, modificadas, como es muy natural, algunas condiciones que dependen de la naturaleza de la potencia.

Visto el valor intelectual de las asociaciones, queda por resolver la cuestión de la imagen motriz, la cual por su naturaleza tiende a exteriorizar las demás que hemos venido estudiando. Esta imagen forma parte de numerosas combinaciones mentales; es la base de nuestros movimientos. La imagen y la idea no se desarrollan solamente por una evolución interna ni individual, sino que encuentran otros elementos psicológicos ya existentes, suscitan otros nuevos y forman un gran núcleo y una gran asociación, un conjunto de energías que necesitan abrirse camino hacia sus actos respectivos.

La imagen y la idea tienen una fuerza considerable para impulsar al acto, principalmente cuando ambas, en su esfera respectiva, son ricas, vivamente sentidas y encarnan una realidad. El hombre apasionado ante la imagen tenue, débil, del objeto de su pasión, no se moverá a la ejecución del acto; la sensación casi imperceptible no ha interesado su conciencia. En cambio, un cuadro vivo, intenso, emocional, sea del orden que fuere, despierta todas las energías, encarna ricamente la imagen, dispone próximamente para las acciones y eleva todo un orden y estado de conciencia. Las consecuencias de orden pedagógico y moral que entraña este principio son numerosísimas. Las representaciones artísticas, los cuadros morales, las acciones heroicas, &c., que tienen lugar en el cine, impresionan intensamente la imaginación, interesan la inteligencia, despiertan aptitudes latentes, les dan curso, forman ambiente y lo incorporan sin violencia al estado de cultura social.

No cabe dudarlo, que la imaginación, ya por su importancia real, ya por la relación que guarda con las emociones, constituye el principio directivo de una gran parte de los actos de nuestra vida. Sobre la imaginación y sobre todo el estado emocional obra poderosamente el cine. Por el predominio que adquiere el funcionamiento sensitivo, tiende, evidentemente, a producir un desequilibrio psicológico y moral, pues un desarrollo exagerado, una impresión demasiado intensa de las imágenes visual y auditiva, exponen a una especie de delirio o alucinación correspondientes a las mismas. Mas si se consigue que las imágenes guarden un cierto equilibrio, entonces se equilibra también el espíritu; predomina la inteligencia rica en recursos, la cual sabe utilizar la fuerza enorme que lleva inviscerada la sensibilidad representativa y la emotiva, y logra más fácilmente formar el individuo normal y equilibrado.

III
El cine y la inteligencia

Afirmemos desde un principio que el cine retarda y atrofia la inteligencia.

Efectivamente, la vida de la inteligencia es la vida de las ideas. Por las ideas se distingue el adulto del niño; por las ideas se distingue esencialmente el hombre del animal, y por las ideas domina el hombre todo el universo. La vida mental no excluye las imágenes, antes al contrario, las necesita para encarnar, vigorizar y plasmar las ideas. La mente que no tiene a su disposición un buen surtido de imágenes queda reducida a un puro esqueleto con nervios descarnados, los cuales no se prestan a un funcionamiento regular ni gozan de aquella plasticidad que distingue el ser dotado del vigor que exigen sus propiedades.

La intervención del cine es fatal para el imperio de las ideas, puesto que allí es evidente la preponderancia que goza la imagen representativa.

En el niño el predominio de la impresión sensible le dirige su actividad psíquica hacia el sentido; en esta esfera se mueve, en ella se goza, y no aspira, antes al contrario, le repugna el esfuerzo analítico de la razón o el sintético de la inteligencia. Todo acusa inacción mental, parálisis del espíritu, aspiraciones materiales de la sensualidad. El niño se atrasa, porque le falta el primer estímulo para el trabajo del espíritu, le falta el primer desenvolvimiento de su vida mental. Cuando la imagen no es objeto de una abstracción por parte del entendimiento, se queda perpetuamente informando la imaginación, y nunca se eleva al orden de las ideas.

Si queremos amoldar nuestro pensamiento en formas más prácticas y concretas, diremos que, ordinariamente, asisten al cine las personas que no tienen demasiado desarrollada su inteligencia. Su mayor contingente lo constituyen mujeres trabajadoras de fábrica, taller, de oficios domésticos; niños en los cuales apenas alborea aún el uso de la razón; caballeros que van a buscar un momento de solaz (y son los menos); hombres que se dedican a oficios mecánicos, incapaces de comprender el mecanismo y la razón de lo que llevan entre manos; y, finalmente, vagabundos, para los cuales la vida se reduce a la mayor cantidad posible de goces y al menor número posible de esfuerzos, de sacrificios y gastos de energía.

Ahora bien: la mujer que no se ha formado en un ambiente de regular cultura no alcanza a abstraer el pensamiento que virtualmente incluyen aquellas imágenes representativas de la película. Como le resulta más sugestiva la representación sensible que el esfuerzo intelectual, con aquélla se queda, sin que se le ocurra sospechar, que descansando en la sensación, como si fuera el último término de sus aspiraciones, acaba por materializar su espíritu, extinguir la llama de sus inspiraciones, ahogar los buenos instintos que espontáneamente brotan del fondo mismo de la naturaleza racional y moral, y seguir brutalmente las direcciones que en ellas han marcado las proyecciones de la película.

La mujer, además, que asiste al cinematógrafo, si es trabajadora de taller, lleva la vista cansada, después de ocho, diez o doce horas de haberla fijado en la labor. De manera que muy poco humor le queda para discurrir o razonar sobre lo que le ofrece la película, cuando el sistema nervioso está rendido o agitado, según el interés que le ha inspirado el trabajo.

Si pasamos a los niños, la mayor parte veremos que son incapaces de comprender siquiera lo que les dice la sensación de la vista. Ven algo que se mueve en la escena; asisten, tal vez, a la perpetración de un crimen delicadamente preparado y realizado en forma maquiavélica, pero no penetran el sentido espiritual de la escena; la única impresión que para ellos tiene alguna significación real es que han robado, han herido, han violado, han burlado la vigilancia de una autoridad; es decir, lo único que se les queda suficientemente grabado es el mal ejemplo, es el lado negro y pesimista del asunto. Después de los perfiles con que se les ha ofrecido el crimen, la acción inmoral, &c., no se les ocurre aborrecerlo con más energía; antes al contrario, les sugestiona sutilmente, se encariñan con lo que halaga malos y secretos instintos, y acaban por acariciar lo que sin estremecimiento vieron sus ojos por primera vez al lado de sus padres.

Nada decimos de los demás que antes hemos apuntado, porque es notorio que el vagabundo carece en absoluto de pensamientos y sentimientos espirituales y elevados; el trabajador mecánico, formado casi exclusivamente en las columnas del periódico o en la novela de mal gusto, todos estos, decimos, no sacarán de la película el menor estímulo para el ejercicio de su inteligencia, ni una saludable dirección para el curso de sus pensamientos. El cine, bajo este aspecto, produce, pues, el atraso y la atrofia o la parálisis de la inteligencia.

IV
El cine y la autosugestión

La palabra sugestión ha entrado de tal manera en el lenguaje popular, que nos excusa toda explicación.

Hay sugestiones y autosugestiones saludables; más aún, el funcionamiento normal de la vida necesita una cantidad regular de autosugestiones. El sabio, el artista, el hombre de negocios, el hombre social necesitan determinar pensamientos que sinteticen toda la dirección de su vida. Semejante pensamiento es el que preside todas las determinaciones de la voluntad, el que ocupa toda la atención de la mente. Instintivamente nos sentimos dominados por algo que arraiga en lo más íntimo de la conciencia, y que, en determinadas circunstancias, nos subyuga y nos impulsa hacia la realización de nuestros propósitos.

En otros términos, esta clase de autosugestión se llama firmeza de convicción, carácter, fuerza de voluntad, dominio de las propias inclinaciones. Es tal y tan resplandeciente la luz que despide un pensamiento sentido en las intimidades de la conciencia; es tan impulsivo el calor que se desprende del foco sagrado del amor y del entusiasmo por un ideal, que la voluntad se hace de bronce, inquebrantable; la inteligencia se afirma indefectiblemente en su ideal salvador, y el hombre se siente apto para todo género de sacrificios en gracia de su convicción, en aras de su voluntad.

Estudiada bajo este aspecto, la autosugestión es un principio de regeneración física, un elemento de formación y de reconstitución intelectual y un agente de dirección, de reforma y de reeducación moral. Dos palabras sobre este punto, a fin de que resalte más el contraste de la acción suicida que ejerce la autosugestión provocada por el cine.

Consta claramente lo que puede una ilusión o una aprensión algo intensa en la circulación de la vida orgánica. Un enfermo autosugestionado por una idea o un sentimiento de dolor, o de una forma cualquiera de enfermedad, que no sea lesión o fractura, puede acabar por sentir realmente en su cerebro y en su organismo los síntomas de la enfermedad imaginaria. De igual manera, el enfermo que, inspirándose en sentimientos absolutamente optimistas, se forma y acentúa la ilusión hasta producir una especie de autosugestión, de que su mal no tiene importancia y de que la sangre circula perfectamente por sus arterias, llevando la salud a cada una de las células del organismo, no cabe duda que si un día y otro día repite este sentimiento, acabará por regularizar el funcionamiento orgánico y por proveer el cuerpo de elementos y de grados de energía física y vital, que aportarán la salud y el vigor al organismo enfermo.

Es incomparable la fuerza que tiene la autosugestión sobre la circulación de la sangre; y, por otra parte, son innumerables los fenómenos morbosos que de ella, es decir, de la circulación dependen. El pensamiento tiene una fuerza real, y su acción dinámica se traduce por efectos materiales, mayormente cuando el pensamiento adquiere grados extraordinarios.

Lo mismo cabe afirmar de la autosugestión sobre los desórdenes de la vida mental y de la vida moral. Es más positiva aún y más real su influencia que sobre la vida física.

Las autosugestiones patológicas tienen una influencia fatal sobre el organismo y sobre el espíritu.

Analicemos su mecanismo y veremos cómo se forman y cómo actúan estas fuerzas.

No es imposible, antes bien lo estimamos muy factible, que una o varias imágenes se apoderen de un espíritu desprovisto de recursos para resistir la invasión de nuevas y sugestivas sensaciones. Sin formas antiguas y arraigadas que desalojar, fácilmente penetran y acaban por dominar todo el espíritu sin practicar el menor esfuerzo.

Las imágenes es sabido que suscitan sentimientos de la misma naturaleza, con los cuales se compenetran de tal manera que llegan a fundirse prácticamente como una sola fuerza. El espíritu que carece de principios que le permitan distinguir o discernir el valor de los objetos y de los fenómenos es susceptible de toda clase de exageraciones; más aún: al chocar contra la realidad de la vida, muchas veces se determina un estado verdaderamente patológico.

¿Cuál es la naturaleza de nuestras imágenes y representaciones mentales? Estamos constantemente y nos movemos bajo su influencia. Es un fenómeno muy fácil de comprender y muy práctico en el desenvolvimiento de nuestra vida, que el pensamiento tiende a transformarse en actos y las imágenes tienden a materializarse. Esta afirmación revela todo un mundo de fenómenos que se desenvuelven en el espíritu dominado por afecciones morbosas.

Si las imágenes y representaciones normales son las que constituyen el cauce normal de la vida, las imágenes y representaciones morbosas llevan indefectiblemente por el camino de las exageraciones patológicas.

Esta doctrina nos enseña el cuidado que debe tenerse en la selección de las imágenes y de los sentimientos que actúan en nuestra vida. La representación mental y la imaginativa hemos visto que, actuando sobre los centros nerviosos del cerebro, adquirían un predominio tal en todo el funcionamiento orgánico, que eran capaces de equilibrar o de trastornar los fenómenos de la materia. La medicina ha encontrado en estas enseñanzas un recurso, que utiliza con frecuencia con éxitos sorprendentes.

Dejamos a la espontánea consideración de nuestros lectores, después de estas observaciones, la influencia fatal que la representación de la película ha de ejercer en la marcha y el desenvolvimiento de la vida de las personas apasionadas por el cine.

V
El cine y las emociones

El hombre que asiste a espectáculos impresionantes hemos de partir del principio que no es de bronce ni de mármol; antes al contrario, lleva un sistema nervioso y visceral susceptible de intensísimas impresiones; más aún: como no siempre les conduce una sana intención, es muy frecuente ver sujetos que llevan una dosis muy grande de predisposición pasional, individuos que buscan el estímulo y la provocación en el cine.

Las emociones, en sí consideradas, harto sabemos que son un elemento esencial de nuestra vida psicológica. No es, en modo alguno, a la emoción normal a que nosotros nos dirigimos, sino a la emoción patológica, es decir, a la que peca o por exceso o por defecto. El vulgo profano designa semejantes enfermedades con el nombre de enfermedad de ánimo.

Las psicosis afectivas nosotros las reduciríamos a dos extremos: manía y melancolía. No vamos a exponer detalladamente estas dos formas clínicas de la enfermedad; bastará anotar algunos de sus fenómenos principales.

Las impresiones sensoriales no se quedan en la periferia del sentido, sino que pasan al sistema central, donde se relacionan con mayor o menor contigüidad, o se funden según la naturaleza de la imagen representativa. Allí se produce la sensación, ora sea ésta representativa, ora apetitiva, ora emotiva. El sistema nervioso se resiente forzosamente de las exageraciones sensitivas, puesto que no puede substraerse a la ley necesaria de las proporciones entre el órgano y la función. Siempre que ésta sea superior a la capacidad o virtualidad del órgano, el instrumento se ha de resentir de semejante exceso. Esto explica la alteración y la degeneración que sufren frecuentemente ciertos centros sensitivos y sensoriales, es decir, el tránsito de lo fisiológico a lo patológico. Y así se explica, igualmente, el proceso morboso de las emociones.

La representación emocionante produce una exaltación psíquica y una irritación orgánica, que va adquiriendo progresivas proporciones, a medida que aquéllas se repiten o se suceden. La excitación aumenta por días, hasta que se revelan claramente los caracteres morbosos de la emoción.

La irascibilidad que acomete unas veces, la exaltación ideativa y la exageración afectiva otras, ponen al enfermo en condiciones muy peligrosas para sí y para los demás. El enfermo de esta naturaleza está sujeto a la indefinida y frecuente variación de las circunstancias, como también puede adquirir un carácter inmóvil, como sucede en las obsesiones patológicas. En ambos casos la exaltación maníaca reviste caracteres y se acompaña de estigmas de degeneración psíquica, mental y moral.

Los enfermos salen de estos estados, en el caso de que lleguen a curarse, sin notables alteraciones físicas ni espirituales, si bien queda alguna predisposición que abona el organismo para que la afección pueda reproducirse. No es raro ver que a la fase maníaca siga un período algo pronunciado de depresión. Esta sucesión de tiempo no quita que ambas formas se distingan realmente, según veremos en las siguientes consideraciones respecto de la

Melancolía. Esta afección es fácil de reconocerla en la mayor parte de los casos; se caracteriza por un cierto malhumor triste, acompañado las más de las veces de un estado completamente normal del sistema nervioso. En los casos algo intensos se complica con sensaciones de angustia, de ideas delirantes y depresivas. El dolor moral que manifiesta la persona, cuando se prolonga demasiado hace sospechar que se trata de un dolor patológico. La experiencia más elemental nos permite consignar que, efecto de estas afecciones, a veces se localiza la angustia en la región precordial, con existencia de palpitaciones y otras perturbaciones nerviosas.

Hay una melancolía hipocondríaca, que ha sido frecuentemente confundida con la histeria, en la cual predominan un gran número de molestias corporales. En esta forma de melancolía el paciente experimenta constantemente un vivo sentimiento de enfermedad con ideas de suicidio.

Las emociones que figuran en el cuadro clínico, casi todas tienen entrada en el ánimo del asiduo asistente a los espectáculos que venimos censurando. El temperamento emocional viene acentuándose de día en día, efecto de los numerosos agentes patógenos que en la sociedad ejercen influencia sobre el sistema nervioso. Convengamos en que entre estos agentes ocupa un lugar de distinción la representación por medio de la película cinematográfica. Por su forma, por su procedimiento intuitivo, se admite comúnmente que ningún otro elemento le aventaja.

VI
El cine y las pasiones

Por pasión entendemos, en el presente trabajo, toda propensión fuerte del apetito concupiscible y del apetito irascible hacia algún objeto. Semejante propensión se acompaña de una violenta conmoción en el cuerpo y en el alma.

Estos son los fenómenos que más frecuentemente se suscitan en la contemplación de la película. Acusaría un candor y un infantilismo injustificables, si se quisiera desconocer que el cinematógrafo, tal como funciona en la mayor parte de centros, es un gran perturbador de ánimos, un despertador de funestas pasiones y un elemento desequilibrador de temperamentos.

La pasión, en sí, nunca ha sido condenada por la Iglesia ni por la razón, antes al contrario, sin pasiones es imposible el ejercicio de la vida mental ni de la vida moral. El hombre se reduciría a un simple esqueleto incapaz para obra alguna de importancia. Todos los grandes santos y los grandes hombres han tenido grandes y extraordinarias pasiones, que han puesto al servicio de nobles sentimientos, de elevados ideales.

No es, pues, este género de pasiones el que condenamos desde estas páginas; nos referimos a las pasiones desviadas de su verdadero cauce; a las pasiones que degradan la naturaleza moral del hombre. En este sentido reprobamos todo principio que las fomente, todo hombre que las proteja, todo espectáculo que las provoque.

Generalmente, no se dan hombres que no lleven el germen de una mala pasión y que no sientan el estímulo de una propensión más o menos acentuada. El tipo ideal de la naturaleza entera y perfectamente equilibrada no ha existido jamás, si exceptuamos la naturaleza humana de Jesucristo y la persona de la Santísima Virgen. Después del pecado original nadie más se ha librado del fomes peccati.

Pongamos, pues, entre el público espectador, que está sentado en un aposento obscuro, hombres indistintamente al lado de mujeres; pongamos, decimos, un joven con exaltación erótica, un solterón de temperamento desequilibrado, un caballero propenso a la infidelidad conyugal; pongamos, además, esas infelices víctimas sacrificadas por un mal padre o una mala madre –nos referimos a los niños impúberes– y dejemos que contemplen un cuadro pasional cualquiera. Añadamos, finalmente, una joven sensual, fuertemente inclinada al amor patológico; una mujer débil de voluntad, neurótica; una casada de virtud dudosa, de mente adúltera, &c.

Todas estas personas no es difícil calcular la impresión que recibirán ante un cuadro de exaltación erótica, de crudo sexualismo. La joven pareja que se ha dado cita en el local de referencia, el hombre, la mujer, el joven sensual que va allí a divertir sus ocios, sentirán forzosamente los efectos de la provocación que llevan consigo aquellos deliquios de amor que se desarrollan en la película, aquellas traiciones, infidelidades, infamias, crímenes, &c., que allí tienen lugar.

No ignoramos que en algunos cines no se hace tan descaradamente la apología del vicio, a fin de burlar la sanción de la ley y de engañar más fácilmente a los incautos; pero también sabemos que las formas, no por ser más sutilmente presentadas, dejan de ser menos provocativas. Cuando es el espíritu del mal el que inspira una obra, ella producirá los mismos efectos de perversión; si no es una acción será un ademán, un gesto, un pequeño movimiento el que traducirá el espíritu sensual. Cuando el combustible está preparado, una pequeña centella basta para producir un formidable incendio.

Descendiendo más a la práctica, todos sabemos que en España el cine ha querido constituirse en educador de las multitudes en todas las esferas sociales.

«Para probar la influencia que el cinematógrafo ejerce en las mentes, sobre todo en las desprovistas de una defensa cultural, escribe uno de los más acérrimos moralistas de nuestros días, R. Rucabado, ahí está la abundante documentación recogida en nuestra información, y ahí están, sobre todo, recientes ejemplos de países extranjeros, los cuales, si por un lado demuestran el terrible poder que ejerce la película en la expansión de las ideas de violencia, por otra parte denotan la preocupación de la autoridad y de los ciudadanos por este peligro y su decisión de buscar remedio.» (Cataluña, 5 de Octubre de 1912.)

Seguimos recogiendo datos que nos suministra la información diaria. Ahí van los siguientes, que recomendamos al lector:

El Comité alemán de acción contra la inmoralidad, reunido en Dantzig, acordó recientemente que «los cinematógrafos deben ser objeto igualmente de una vigilancia constante. Se debe prohibir la representación de escenas inmorales y sangrientas. Un funcionario de policía de Berlín manifestó que los jefes de policía de la capital hacen examinar todos los días más de siete mil metros de películas, prohibiendo casi la mitad».

La Vanguardia del 17 de Agosto de 1912 llevaba el siguiente telegrama: «El alcalde de Lyón, siguiendo el ejemplo del alcalde de Bellay, ha prohibido a todos los cinematógrafos de la ciudad la exhibición de películas en que se representen actos criminales. El motivo en que ha fundado su resolución es que, considerando que tales exhibiciones constituyen publicidad escandalosa de crímenes que desmoralizan, sobre todo a la juventud, son susceptibles de perturbar el orden.» La higiene pública entendemos nosotros que es una función de la autoridad, ora se trate de higiene urbana, ora de higiene moral.

La Veu de Catalunya del 28 de Agosto de 1912, después de citar el caso de un gravísimo atentado cometido por un niño, influenciado por las lecturas de novelas e historias de bandoleros, ocurrido en París, dice que «el prefecto de policía del Sena, M. Lepine, se ocupa en remediar el peligro social de las exhibiciones, donde los muchachos parisienses van a aprender a robar y a asesinar».

En las ciudades que mejor gusto demuestran en el actual movimiento de civilización, como Bélgica, han disminuido muchísimo los cines. Amberes, por ejemplo, con 350.000 habitantes, tiene unos doce cinematógrafos. Barcelona, con 600.000 habitantes, cuenta con unos ciento sesenta cines.

¡Lástima, y lástima grande, que en España las autoridades nada hayan hecho ni pensado para remediar un mal que reportará dolorosísimas consecuencias!

Lo hemos insinuado y queremos insistir sobre esto. Aun cuando el desenlace del drama parezca moral, nadie impide que la reproducción de cuadros realistas intermedios excite vivamente la pasión. Ahí va un ejemplo práctico.

Son dos amantes que se quieren vehementemente: él busca algo más que el idealismo platónico en el amor; en sus besos y en sus abrazos comunica y revela un fondo de pasión que no sabe contener. Semejante tentativa de incontinencia abre los ojos a la joven y le deja ver el precipicio que se abre bajo sus pies. La joven, que no ha perdido aún el primer rubor femenino, retrocede y consigue que su amante modere sus bríos amorosos; éste accede únicamente por amor.

Esta falsa victoria del decoro sobre la pasión no impide que los primeros cuadros removieran los malos instintos del espectador, como revolucionaron la naturaleza de la persona que lo refirió.

Un amigo médico, que fue al cine con objeto de estudiar la psicología de los que allí asisten, nos refirió con profundo sentimiento de tristeza y de compasión: «Después de una sesión muy agitada en la que se nos prodigaron desde la película escenas de una intensidad pasional, que no quiero a usted describir, encendieron la luz y concedieron un intermedio bastante largo. Entonces dirigí atentamente una mirada escrutadora por las caras de la gente, y vi jóvenes, caballeros y niños encarnados, excitados y como congestionados por la emoción o serie de emociones que acababan de sufrir; vi muchachas y señoras: unas, como ruborizadas, escondían su rostro; otras, pálidas por la pasión que las devoraba, y otras frenéticas por la provocación que acababan de sufrir sobre su temperamento excitable.» Tomamos nota de esta observación con el propósito de publicarla en esta obrita.

VII
El cine y la nervosidad

Dos nociones de histología fisiológica. Los centros nerviosos se componen de células y fibras nerviosas, cuya función especial es el fenómeno que se produce por la excitación que llega por una de dichas fibras a su célula correspondiente, siendo transmitida desde ésta, por otra de sus fibras, a un punto determinado del organismo (músculo, glándula).

Por medio de este funcionalismo especial, el sistema nervioso percibe las impresiones y las transforma unas veces de un modo inmediato, como en los reflejos medulares, otras mediata y voluntariamente, como en los fenómenos cerebrales.

Según los órdenes de funciones del sistema nervioso, se descubren en él otros tantos fenómenos morbosos. Así, por ejemplo, vemos trastornos de la actividad vegetativa, animal e intelectual: los primeros son comunes a casi todas las enfermedades, los segundos correspondientes a la sensibilidad, al movimiento y a la inteligencia. Son los signos directos de las neuropatías. Convienen los autores en que semejantes desórdenes son siempre resultado de un cambio en la excitabilidad normal de los elementos nerviosos.

En realidad, los diferentes síntomas del aparato de inervación son consecuencias de alteraciones mayores o menores de la excitabilidad normal. De aquí la clásica división que ha subsistido siempre en clínica, y de la cual nos hemos ocupado antes, en fenómenos de excitación y en fenómenos de depresión.

Las condiciones necesarias para el mantenimiento de la excitabilidad normal son: integridad de la constitución material del órgano, circulación regular del líquido nutricio, composición normal de la sangre y alternativas de reposo y actividad. La alteración de estas condiciones acarrea un desorden en el funcionamiento de las células y de los centros nerviosos.

El sistema nervioso puede adolecer de la debida irrigación sanguínea, y resentirse, por consiguiente, de una anemia perniciosa o simple con la perturbación de todas las funciones que de dichos centros emanan. Entre estas perturbaciones citaremos la imperfecta nutrición del cerebro, la pereza intelectual, la inacción psíquica, convulsiones y otros trastornos patológicos, que son consecuencia de lo mismo, como son las alternativas de anestesia y de hiperestesia de la sensibilidad general.

Se da también un estado de hiperemia o congestión de los centros nerviosos, cuando se acumula extraordinariamente la sangre en los vasos. En su período inicial, el tejido no experimenta alteración nutritiva apreciable; en un período agudo puede producir desórdenes considerables.

La congestión admite varias modalidades clínicas, pues si radica en los órganos intracraneales se manifiesta por cefalalgia gravativa, con todos sus fenómenos de compresión, ruido, calor, ensueños, vértigos, &c.; cuando se fragua en el raquis presenta dolores a lo largo de la columna vertebral.

Hay otro estado morboso llamado esclerosis de los centros nerviosos, que en el fondo es una inflamación lenta o crónica. Se desarrolla esta enfermedad, casi siempre, en la substancia blanca motora (Kunze). Los focos escleróticos en el cerebro invaden su parte profunda; en la médula se localiza generalmente de un modo simétrico en los cordones homólogos, sin que por esto queramos negar que en algunos casos se distribuya formando núcleos aislados en las diversas regiones del eje espinal, ocupando cordones heterólogos. No es raro ver que los nervios, a consecuencia de una neuritis, sufren la degeneración de su tejido y son también asiento de este proceso morboso.

Los autores convienen en admitir que favorecen en gran manera el desarrollo de esta enfermedad, además de la herencia, los excesos de trabajo intelectual, las fatigas corporales, las impresiones intensas repetidas, las emociones violentas y las frecuentes congestiones de los centros nerviosos.

El nervosismo, según Bouchut, que, si no nos equivocamos, es el inventor de esta palabra, «es una neurosis general, caracterizada por una asociación más o menos numerosa de trastornos variables o continuos de excitabilidad, atáxicos o asténicos, que se traducen por trastornos de la sensibilidad, del movimiento, de la inteligencia y de las funciones viscerales».

Como no escribimos un tratado de fisiología, sino cuatro nociones elementales que permitan entender el argumento de estos artículos, no extrañe el lector si pasamos ligeramente por estos datos.

El nervosismo, en su forma remisa, constituye una especie de perfeccionamiento. En este caso siente más y reacciona mejor contra lo que le impresiona. Es ley biológica que el aparato de inervación, cuando se pone con alguna frecuencia en actividad, adquiera un mayor desarrollo y un mayor refinamiento parcial o general. La exageración de esta forma remisa constituye el carácter patológico del nervosismo.

El nervosismo se acentúa a medida que la educación es más enervante y afeminada, y que excita preferentemente el corazón y la imaginación a expensas de la inteligencia. Influyen también eficazmente las pasiones, particularmente las llamadas deprimentes: remordimiento, envidia, avaricia, ambición, &c. El exceso de trabajo mental o físico y las emociones violentas determinan en el sistema nervioso un exceso de irritabilidad que fácilmente conduce al nervosismo.

En resumen, influyen con más o menos fuerza en el nervosismo las excitaciones del sistema de inervación, ya sea de carácter psíquico, ya material. La fisiología patológica explica la patogenia del nervosismo por la alteración de los elementos de la nutrición, por la exagerada actividad de los centros y por el acrecentamiento morboso de la excitabilidad cerebroespinal, seguido de su rápida debilitación.

Como síntomas y manifestaciones de nervosismo debemos apuntar la excesiva irritabilidad nerviosa y la extremada susceptibilidad moral. Son sumamente impresionistas, accesibles a todas las afecciones, ora sean éstas tristes, ora agradables. El neurópata acusa frecuentemente una sensación de vacío intracraneano, pesadez cefálica, &c. Su sueño es agitado y acompañado de pesadillas. Se dan en ellos, repetidas veces, alucinaciones sensoriales y otros defectos de la actividad de los centros encefálicos.

Tampoco es raro ver cómo, bajo la influencia del nervosismo, se pervierte, o por lo menos se modifica profundamente, el funcionamiento de la visión, del olfato, del oído y del gusto; se trastornan las funciones digestivas, se resiente el aparato respiratorio, se acelera o se retarda exageradamente la circulación, y hasta, efecto del desorden circulatorio producido por un aumento de excitabilidad, a consecuencia de la modificación nutritiva de los centros nerviosos, es fácil sufrir palpitaciones; y si la excitación es más fuerte y suficiente para agotar la acción nerviosa del neumogástrico, puede sobrevenir un síncope y la parálisis del corazón.

Estos síntomas del nervosismo, que se manifiestan por modificaciones funcionales de los principales órganos de la economía, y que, en el fondo, son también efectos reflejos de la irritabilidad de los centros nerviosos, particularmente del sistema vasomotor, estos síntomas, decimos, no se encuentran reunidos en el mismo enfermo, sino que siguen las condiciones individuales del mismo. Así, no se encontrarán dos neurópatas ni psicópatas que se parezcan exactamente.

Fácil ha de ser, después de estas observaciones, comprender la intervención que al cinematógrafo le cabe en la producción o patogenia de esta enfermedad, o sea del nervosismo.

El cinematógrafo, por su carácter particular, impresiona más vivamente que por otros medios la imaginación de la persona. Si el cuadro ofrece mucho interés, el cerebro se agita, las neuronas vibran, la imagen representativa corre y se asocia a otras que guarden con ella determinada analogía. Un trabajo demasiado prolongado fatiga el sistema nervioso central y acarrea las consecuencias que hemos visto anteriormente.

Si quisiéramos detallar este proceso patogénico diríamos: 1º, que la violencia que la electricidad desde la película infiere al nervio óptico acaba por irritar al centro respectivo; 2º, la imagen representativa que ofrecen la mayor parte de películas excita y suscita asociaciones que comunican una excesiva actividad a las neuronas; 3º, las emociones consiguientes a la visión de películas sensacionales son generalmente nocivas para el sistema nervioso; 4º, el estímulo que actúa sobre los centros cerebrales y viscerales, muchísimas veces es superior a la fuerza que éstos normalmente pueden utilizar; y 5º, la mayor parte del público que asiste a los cines no se cuida de compensar el trabajo cerebral y de reintegrar sus fuerzas con procedimientos físicos de nutrición, ni con procedimientos psíquicos de substitución del trabajo.

Queremos también consignar que cada día hay más predisposición para los desequilibrios nerviosos en la sociedad. Cuando las excitaciones violentas de origen cinematográfico actúan sobre un terreno abonado por la predisposición hereditaria o adquirida, es sumamente fácil provocar gradualmente un desorden nervioso.

La literatura médica de nuestros días presenta una proporción horrorosa de desequilibrios nerviosos, a causa de los variadísimos elementos emocionantes que actúan en la vida moderna. Y no cabe duda que al cine se le acusa, entre los hombres de ciencia, de experiencia y de observación, como uno de los principios más fecundos de neuropatías y de nervosismo.

VIII
El cine y la infancia

Da lástima, verdaderamente, ver las víctimas numerosísimas que está produciendo el cine entre la infancia. Y lo más doloroso aun es que no son ellos los culpables, sino sus padres, los que mayor interés debieran mostrar en apartarles de todo peligro.

Desde estas líneas queremos llamar la atención de los padres de familia acerca de los gravísimos peligros que entraña el cine para la vida física y la vida psíquica o espiritual de los niños. Hablaremos claro y aduciremos los datos más recientes y más autorizados de la fisiología moderna que se refieran a las enfermedades de la infancia.

No extrañe el lector que nos detengamos algo más, tal vez, de lo que espera en esto, porque estamos persuadidos de la necesidad grande que hay de abordar hoy esta clase de problemas, interesando en ellos la salud física, tanto como la salud moral.

Predisposiciones morbosas en la infancia

El director de la Clínica Universitaria para Niños, de Munich, en un trabajo sobre diátesis infantiles, afirma que «en toda enfermedad hay dos elementos que desempeñan un importante papel: el elemento patógeno o productor de la enfermedad, por una parte, y el llamado elemento constitucional, por otra».

No cabe duda que hay variedades individuales en las cuales se encuentra la razón de ciertas enfermedades que hacen víctima a la persona. Hay predisposiciones morbosas que en el fondo acusan una deficiencia originaria de formación, o una insuficiencia de desarrollo, o una intoxicación lenta, u otra causa cualquiera que establece una base de degeneración física. Si sobreviene un traumatismo muy grave, una intoxicación o infección de la peor índole, sabemos que el elemento patógeno actúa en un terreno que no estaba predispuesto; mas si la infección, la irritación, &c., recaen en una naturaleza degenerada, débil, inconsistente, en tal caso tanta parte le cabe en la producción de la enfermedad al elemento constitucional como al determinante.

Permítasenos hacer dos afirmaciones que estimamos interesantísimas a nuestro propósito: 1º, es un hecho evidente que entre los asiduos concurrentes al cine se encuentran muchísimos niños candidatos a determinadas enfermedades, es decir, físicamente predispuestos a que se les determine un desorden orgánico o psíquico; 2º, el cine, tal como funciona en nuestras ciudades, es uno de los agentes patógenos más a propósito para determinar enfermedades en los niños y en las niñas.

Estos dos hechos nos dan a comprender la necesidad que tienen los padres de velar sobre sus hijos, como medida preventiva para evitar el desarrollo ulterior de latentes enfermedades.

Aun teniendo en cuenta la gran cantidad de agentes exógenos o externos que atacan al organismo y determinan algunas enfermedades, es innegable que las condiciones orgánicas o constitucionales ejercen una influencia perniciosa sobre algunos individuos. Este punto se había descuidado bastante en estos últimos decenios, a causa de la influencia que en el origen de las infecciones señala la bacteriología. Más que lo endógeno o interno, era lo exógeno lo que preocupaba. Actualmente, debido a los estudios de pediatría, se prepara un cambio notable en este punto. El niño se presta mejor que el adulto a esta clase de estudios, pues gran número de irritaciones externas que hieren al adulto no afectan al niño.

La observación de todos los días nos dice que, con idénticas condiciones y cuidados, unos niños se desarrollan con perfecta normalidad y otros enferman prematuramente, mueren o quedan raquíticos, degenerados o insuficientes. Hemos visto niños de pecho que desde sus primeros días fueron alimentados por madre sana y con procedimientos higiénicos, racionales, y, no obstante, no han conseguido desarrollarse normalmente; antes al contrario, sufren graves y pertinaces trastornos digestivos, convulsiones y otros trastornos peculiares de la infancia. Estas y otras afecciones de las vías respiratorias, anginas, eczemas, se han querido explicar exclusivamente por circunstancias externas de enfriamiento, infección, &c., cuando una observación más profunda y una experiencia más continuada han llamado la atención de los pediatras, y éstos unánimes han admitido la circunstancia de que hay individuos de distinta disposición, unos de mayor resistencia y otros anormalmente predispuestos a distintos procesos morbosos.

Concretemos nociones y casos.

La escrofulosis es, en patología infantil, tal vez la primera afección de base diatésica (predisposición morbosa) que ha sido estudiada. Se admite absolutamente que la reacción para las perturbaciones exógenas depende de una disposición particular. Este principio ha resistido todas las revoluciones que se han suscitado en el campo patológico.

Los estudios sobre el tubérculo, como producción específica de una enfermedad adquirida, y del bacilo tuberculoso, como agente nocivo exógeno independiente en ciertos focos morbosos típicamente escrofulosos, proyectaron mucha luz para explicar el carácter de la escrofulosis. El patólogo Ponfick, de Breslau (1900), estudió la diátesis congénita, origen de la escrofulosis, definiéndola como una «predisposición a una reacción exudativa más enérgica y proliferante, que excede de la disposición determinada por la edad y se diferencia de ella cualitativamente». Posteriormente, en 1909, Moro, Escherich y Czerny, independientemente uno del otro, han sostenido que la escrofulosis procede de la cooperación de una diátesis con la infección tuberculosa.

La diátesis infamatoria o exudativa, que se ofrece como un estado clínicamente latente, está muy extendida entre todas las clases sociales; su frecuencia es comparable a la del raquitismo. En muchos niños se extingue a los tres o cuatro años de edad, pero en otros no desaparece hasta la pubertad. El sexo masculino es más perjudicado que el femenino, según estadísticas comprobadas.

No es nuestro intento enumerar aquí las varias manifestaciones características de ésta y de otras diátesis o predisposiciones, pues no escribimos un tratado de medicina infantil, sino que nos servimos de sus más elementales nociones para ilustrar y documentar este artículo.

No obstante, nos permitimos recordar que, entre otros trastornos, se ven frecuentemente alteraciones de naturaleza cardíaca: palpitaciones, dilatación del corazón, cianosis, disnea, angustia precordial e insomnio; otras de naturaleza distrófica, como trastornos de la nutrición e intoxicación alimenticia. Los cuadros clínicos cardíacos, igualmente que los distróficos, a veces acaban tan rápida y gravemente, que sobreviene la muerte repentina, aunque inesperada, dado el estado aparente de salud robusta.

Las mismas observaciones, proporcionalmente, podríamos hacer acerca del artritismo infantil, muy extendido, según Comby, en familias acomodadas y en las clases intelectuales de la sociedad.

Lo esencial de todo el problema de la diátesis o predisposición morbosa concierne a la cuestión de la relación existente entre los distintos fenómenos morbosos que se presentan en estos estados. Las teorías excogitadas hasta el presente para explicar el fenómeno no dejan el ánimo completamente tranquilo; pero el hecho que a nosotros más nos interesa es indestructible.

Hay otro punto interesantísimo en la patología infantil, que para nosotros es imprescindible en esta cuestión; nos referimos a las convulsiones de que son víctimas no pocos niños en sus primeros años.

A fin de no alargar demasiado este artículo nos contentaremos con hacer las siguientes indicaciones:

1º La tetania infantil afecta a los niños en la edad en que todavía no pueden hablar, y supone en ellos graves deficiencias o trastornos, que en edad más avanzada pueden reproducirse. La base principal para el desarrollo de sus síntomas consiste en una hiperexcitabilidad nerviosa peculiar.

2º Las manifestaciones convulsivas de la tetania infantil se desarrollan a base de la excitabilidad patológicamente aumentada del sistema nervioso.

3º Entre otras varias causas que predisponen de una manera especial para la aparición de semejante estado patológico, debemos mencionar la herencia, la predisposición familiar y los trastornos digestivos de la edad de la lactancia. Respetables autores sostienen que la tetania debe de referirse a un empobrecimiento absoluto o relativo en cal del organismo y del sistema nervioso central, en el caso de que la cal por sí sola, y no también por su relación con los restantes electrólitos, deba tenerse en cuenta para la génesis de la tetania. Dice J. Loeb que las soluciones que precipitan la cal aumentan la excitabilidad de los sistemas muscular y nervioso; las soluciones que contienen cal la disminuyen.

4º Acerca del pronóstico que permite hacer el estado actual de esta enfermedad, diremos que no es cierto ni probable que las convulsiones infantiles deban, en general, ser consideradas como primeros síntomas de la epilepsia consecutiva, según han demostrado Thiemich, Birk y Potpeschnigg.

De las mismas investigaciones ha resultado también que de todos los niños que habían padecido estados convulsivos tetanoides, sólo una fracción muy pequeña podían llamarse verdaderamente sanos en la edad infantil más avanzada.

Actuación morbosa del cine sobre las diátesis infantiles

La nota que predomina en las predisposiciones morbosas que acabamos de estudiar es la fácil excitabilidad del sistema nervioso central y periférico, por una parte, y la degeneración de las células y de los tejidos del organismo en sus elementos cerebral, visceral y sensorial, por otra.

El niño encerrado en el local del cine, generalmente de ambiente insano y privado de luz, contemplando películas que, o no entiende o si las entiende le despiertan emociones que son superiores a su resistencia, ha de sufrir forzosamente un trastorno orgánico que fácilmente determinará una enfermedad latente.

Figurémonos un niño, una niña, a quienes les causa horror el oír contar un suceso trágico que revista caracteres extraordinarios; colocados delante de la película ven con toda la viveza real de coloridos un crimen, una muerte después de lucha ensañada, &c., &c., ¿qué efecto les ha de producir? Aquella imaginación virgen empieza a recibir imágenes insoportables; aquel cerebro tierno empieza a sentir emociones excesivamente fuertes; aquellos centros nerviosos han de experimentar necesariamente las violentas sacudidas o conmociones de las grandes sensaciones. Si hay un desorden latente, si se oculta un germen hereditario en el fondo de la naturaleza, probabilísimamente se revelará con la acción patógena de esta especie de traumatismos psíquicos, si vale la analogía de la palabra.

Los médicos especialistas en enfermedades de la infancia lamentan constantemente la serie de trastornos que sobrevienen a los niños de fondo constitucional deficiente, a causa de numerosos agentes que atentan contra la nutrición, la integridad material de los centros orgánicos y contra la normalidad funcional del sistema nervioso.

Es un principio absoluto en medicina y en fisiología patológica, que la mayor parte de los microorganismos, elementos toxiinfecciosos y agentes psíquicos, no producen desorden notable si no encuentran el terreno abonado para ello; mas a poco que la naturaleza esté algo predispuesta, se ceba el microbio, penetra y se propaga la toxiinfección y responden o se resienten los centros funcionales.

El que estudie serenamente el conjunto de circunstancias que acompañan al cine verá claramente que no exageramos, cuando señalamos el peligro para los niños y niñas algo predispuestos en su naturaleza física y en su condición psíquica, y el mal que produce a todos los demás, a pesar de su resistencia. Por grande que quiera suponerse la resistencia del niño, siempre será incapaz de aceptar impunemente las grandes explosiones del sentimiento, de la pasión y del crimen.

IX
El cine y la pubertad

Hay una época en la vida llamada comúnmente de la pubertad (de 12 a 15 años), la cual señala el punto de partida para casi todas las manifestaciones del espíritu. En este período es propiamente cuando se inician los movimientos afectivos, cuando se depositan y fijan las principales imágenes en el cerebro, y cuando la naturaleza misma experimenta profundas modificaciones orgánicas en su crecimiento y desarrollo.

En esta edad, el niño y la niña no tienen aún dirección alguna que les incline por un camino con preferencia a otro; su vida es absolutamente inconsciente, sin reflexión, sin intervención personal; se mueven e inclinan exclusivamente por la indicación y dirección de sus padres o maestros. Podríamos calificar este período de vida, en cuanto comprende los órdenes mental y moral, llamándola vida artificial.

Lo detestable de la conducta de muchos padres de familia está en que, precisamente en esa edad, cuando el espíritu busca principios directores que le orienten hacia el porvenir, cuando el cerebro no posee aún imágenes que trastornen la vida interior, cuando no siente aún aquellas emociones más o menos intensas que encarnan el esqueleto de nuestra primera vida mental, cuando se inician los grandes movimientos pasionales, que inclinan hacia sí las grandes o las insignificantes ideas, en momentos tan críticos, es sumamente detestable, que un padre, una madre, un tutor, sin conciencia o con ella, del crimen que van a cometer, tomen por la mano al hijo de sus entrañas, y tranquila y serenamente, sin estremecerse ante la acción nefanda que van a ejecutar, le acompañen a contemplar un cuadro, una escena inspirados en realismos de mal género, en pasos abominables de la vida humana, que no caracterizan ni caracterizarán jamás nuestra condición racional y moral.

¿Cuál es el efecto inmediato que esto produce en el alma del niño? A la vista tenemos un número considerable de niños y jóvenes rebeldes y desequilibrados en su vida moral, pervertidos en sus costumbres e incapaces de reformar y modificar el curso fatal que en el cine inmoral se les había iniciado.

Efectivamente: el lector sabe, sin duda, que tal como funcionan la mayor parte de los cines en nuestras ciudades, se ofrecen a la vista del público una serie interminable de películas, en las cuales se ven o representan la apología del vicio, la imagen cruda y descarnada de la inmoralidad, sacada de su dilatada esfera pasional. Allí se escarnecen la religión, la caridad la justicia; se burlan la autoridad y la vigilancia de un padre; allí se enseña a los niños a ser malos hijos, a las niñas a ser frívolas, románticas, excesivamente impresionables y a vivir completamente alejadas de la vida real. Fácilmente pueden calcularse los efectos desastrosos que en el modo de ser de los niños han de producir, necesariamente, imágenes, ideas, emociones, impresiones y movimientos pasionales, sugeridos, suscitados y fomentados por obra y gracia de los cines.

Una imagen y una impresión obscena depositadas en el cerebro del niño son un germen que tiende a desarrollarse hasta producir frutos amarguísimos de pasión, de aberración y de destrucción orgánica y mental.

Y no vaya a creerse que es simplemente en los púberes en quienes se producen esos trastornos y desequilibrios, que marcan un curso lamentable y fatal a su porvenir; es también en las personas mayores en quienes se dejan sentir semejantes trastornos y perturbaciones, si bien en éstas revisten otro carácter y otra forma, que no por ser diferente es por eso menos grave.

Si fuéramos a examinar la ocasión, el motivo o la causa verdadera de no pocas aberraciones afectivas, de ciertas infidelidades conyugales, de caracterizados vicios de la juventud, de profundos desórdenes domésticos, de numerosas víctimas económicas y de sensibles muertes prematuras, no cabe duda que lo hallaríamos en aquel germen fecundo que se depositó en la naturaleza de la víctima, ora en forma de imagen realista, ora de impresión intensa y viva, ora de excitación pasional.

El lector sabe perfectamente que no exageramos en los cuadros que acabamos de presentar; el proceso psicológico, o mejor dicho, patológico que siguen esos elementos perturbadores, tampoco ofrece dificultad alguna, según lo confirma la observación cotidiana.

Las observaciones que preceden nos dan pie para presentar un breve y familiar estudio sobre la debilidad mental y la poca preparación moral que ordinariamente se tiene en la edad de la pubertad para poder resistir la invasión inculta e inmoral que acabamos de exponer.

Debilidad mental

No se nos oculta que un número considerable de niños están dotados de una inteligencia feliz y regularmente desarrollada, que les permite hacer frente a no pocas dificultades del género de las que venimos estudiando; pero también consta que hay un número mucho mayor aún de mentalmente débiles, a quienes se les hace difícil un regular desarrollo del cerebro y la adquisición de ideas generales.

El profesor de Jena, Dr. Binswanger, en un estudio muy reciente (1912), recuerda estos datos estadísticos: en Suiza, en las escuelas elementales, un 1,5 por 100 de los niños que asisten a las clases son mentalmente débiles. El entiende por débiles los imbéciles. En Alemania oscila entre 0,5 por 100 (Hamburgo) y 1,5 por 100 (Berlín). En el ducado de Meiningen, 0,36 por 100. En Alemania existen 100 establecimientos dedicados a la enseñanza de niños anormales y débiles, y unas 921 clases auxiliares, en las cuales se atiende a las necesidades de unos 40.000 niños de precario desarrollo psíquico.

Entre nosotros no cabe duda que la cifra es mayor, por la situación precaria de las escuelas, y, en general, de nuestra primera formación en la familia y en la escuela.

¿Qué causas reconocen esa debilidad y retraso mental? Consignemos, desde luego, que una de las causas es la repetida alteración que sufre el sistema nervioso psíquico. Efectivamente: al tratar de las enfermedades en la infancia hemos visto que en un gran número de niños aparecen en sus primeros años los caracteres clínicos propios de la diátesis espasmofílica, la tetania, la eclampsia y determinadas formas del laringoespasmo.

Igualmente, como consecuencia de un estado degenerativo del tiroides, se presentan notables alteraciones de desarrollo corporal y psíquico. Conocidos son los nombres de infantilismo psíquico, debilidad mental tireógena, mixedema infantil y cretinismo, los cuales acusan el estado deficientísimo de los niños que lo padecen.

A fin de comprender mejor el estado mental de una gran parte de niños que asisten al cine, analicemos algunas de sus operaciones intelectuales.

Así como la capacidad para la atención, para la memoria y para la asociación es muy grande en algunos niños normales, en otros, en cambio, no se consigue que fijen la atención ni que retengan los recuerdos. La pobreza de representaciones de los niños débiles se descubre fácilmente con el examen metódico por el que se les quiere hacer pasar. Generalmente, el medio cultural en que se ha desarrollado el niño es sumamente defectuoso. Lo que consiguen fijar con mayor detención son las imágenes ópticas, las acústicas y las motoras; cosas que aprenden por la representación de la película. Los demás objetos que requieran un esfuerzo intelectual no llegan a fijarse en el tesoro de las ideas; y esta diminución de la atención se nos ofrece como un signo muy notable de un orden patológico.

En los débiles de energética mental, cuales son los apáticos, es extraordinariamente pequeña la excitabilidad de la atención, pues solamente puede fijarse por estímulos muy intensos.

No cabe duda que las funciones intelectuales más elevadas, la formación de conceptos y de juicios, se resienten profundamente por la dificultad de fijar la atención, de retener en la memoria y de elaborar la asociación de imágenes y de ideas. Por este motivo se ha insistido en reprobar que se obligara a penetrar nociones, imágenes, sentimientos, ideas sobremanera perniciosas, en la inteligencia y en la imaginación del niño, antes que éste estuviera algo formado y dispuesto a metodizar los nuevos y advenedizos conocimientos. Es imposible el primer desenvolvimiento regular de la mentalidad de un niño sin esta primera base de nociones medianamente sentadas. Sin esta preparación no se da, no puede darse, resistencia que neutralice la acción perjudicial del cinematógrafo.

Debilidad moral

Los niños, no solamente no están preparados para resistir la invasión pasional que procede del cine, sino que su naturaleza, sus inclinaciones, su educación les inclinan a lo ilícito, a lo prohibido.

El niño experimenta casi siempre una envidiable satisfacción de sí mismo; es vanidoso, sensible, irascible; se muestra ofendido.

Los sentimientos estéticos y morales son los menos desarrollados en él.

No se pierda de vista que el niño, en la edad de la pubertad, siente excitaciones sexuales que desempeñan un papel importantísimo en sus relaciones y afectos hacia sus compañeros, criados y amigos. Hemos visto muchísimos niños en los cuales predominaban los sentimientos religiosos, confesando y comulgando con alguna frecuencia, y, no obstante, su conducta moral estaba en la más violenta oposición con la recitación de sus oraciones y con los sentimientos que parecían darles preparación suficiente para resistir las tentaciones. Muchas veces lo que parece virtud, en los niños, no pasa de impulsión momentánea o recitación mecánica.

Hay, además, en no pocos niños, una cierta disposición a imitar la vagancia, determinados actos de crueldad, la desobediencia o rebeldía a la autoridad paterna, la mentira y otros defectos que se aprenden gráficamente en el cinematógrafo.

Es más grave de lo que parece, pues, el problema del cine y la pubertad. El sistema nervioso en esta edad viene a ser como una pequeña máquina que transforma en actos las sensaciones que recibe del medio ambiente. Por eso el medio en que los niños viven influye tan hondamente sobre su mentalidad y dirección futura, que viene a constituir casi la totalidad de su vida real. En una familia en la que el padre tiene frecuentes arrebatos de cólera, se irrita furiosamente y la madre sufre crisis agudas de nervios o carece de buen juicio, los hijos están expuestos a ser semejantes a quienes les dan sin cesar tan deplorables ejemplos. Los niños que asisten frecuentemente a espectáculos poco edificantes y van a ver películas poco o nada decorosas, instintivamente se encontrarán practicando lo que allí han aprendido.

Terminemos este artículo haciendo constar que son muy numerosas las víctimas sacrificadas por los padres en las personas de sus hijos; que éstos frecuentemente son desgraciados en su vida económica y en su vida moral, por la incapacidad y por el abandono de sus padres en formarlos. Ellos pagarán las consecuencias en el presente y en el porvenir.

X
El cine en todas las edades

El cine es una de las lecciones que mejor se aprenden, porque reúne todas las condiciones: 1º, la lección claramente expresada en forma gráfica desde la película; 2º, atención extraordinaria al menor detalle de la enseñanza; y 3º, interés extremado en sentir la viveza y la realidad de las emociones suscitadas. De manera que pocas veces una lección se da en circunstancias tan propicias como ésta.

Esta condición tanto favorece a los pequeños como a los mayores, porque el procedimiento intuitivo y la circunstancia de aplicarse entre un público pasional y dispuesto a todas las emociones hace que a todas las clases y en todas las edades produzca el mismo efecto. Procedamos por orden.

La mujer

El Dr. Castellarnau, en sus Estudios teórico-clínicos de las enfermedades nerviosas, recordaba, en 1885, lo que hoy en día es doctrina corriente, a saber: «El nervosismo se encuentra mucho más frecuente en la mujer que en el hombre, porque todo en la vida que le crean las costumbres sociales concurre a producir en ella un refinamiento de la sensibilidad física y moral. En las altas clases sociales, por su educación, adquiere la sensibilidad mayor desarrollo, que tiende a dar un carácter afectado a todas las emociones que exaltan la impresionabilidad de su sistema nervioso. Por su vida sedentaria limita la actividad de la nutrición, la respiración es más pausada y la sangre se empobrece. La inercia del sistema muscular reduce la asimilación a la más mínima expresión, disminuyendo la plasticidad de la sangre. El sistema nervioso, puesto únicamente en acción, se apropia casi todos los elementos nutritivos que posee la sangre, y de esta suerte termina por agregar un cierto dominio material a su dominio funcional. Acostumbrada a los contactos ligeros y delicados, la mujer se crea una epidermis impresionable o de una finura tal, que los filetes sensitivos están casi al descubierto en las papilas en donde terminan. Por este hecho, las impresiones periféricas son muy vivas, y los excitantes más ligeros determinan enérgicas conmociones. Por otra parte, las células nerviosas se hacen más movibles por su frecuente actividad y transmiten con mayor rapidez y mayor amplitud las vibraciones iniciales.

»Por las mismas razones, los centros sensitivos refuerzan el efecto de estas impresiones y las transmiten, con una intensidad que traspasa los límites fisiológicos, a los centros motores e intelectuales.»

Si a esta página añadimos que las funciones de su sexo, ovulación y embarazo, aumentan la irritabilidad cerebroespinal y la tensión vascular, tendremos la razón de los trastornos que en mayor número acarrea el cine en la dase femenina.

Con semejante predisposición orgánica fácilmente pueden calcularse los efectos que en el ánimo de la mujer ha de producir la actuación psíquica de su imaginación, de sus sentimientos y de sus emociones. Afirmemos de nuevo que la actuación del nervosismo femenino es principalmente de origen psíquico.

El hombre

En el fondo de la naturaleza humana hay una dosis considerable de perversidad y de malos instintos. Ejemplo de ello tenemos en los desmanes que cometen las muchedumbres, cuando se esconden bajo el nombre del anónimo, y en las circunstancias extraordinariamente bárbaras con que se repiten todos los días crímenes excepcionales. Y sin llegar a tanto, frecuentemente se descubren una serie de instintos y pasiones en la naturaleza humana que demuestran claramente las proporciones con que se han dejado sentir los efectos del pecado original.

Abonado el terreno, preparada la naturaleza en esta forma, fácilmente se comprenden los desastrosos efectos que en ella han de producir una acción, una actuación repetidas, una lección constante de malos ejemplos, de subversivas enseñanzas. El espíritu más fuerte puede sufrir quebranto, si un agente poderoso, buscado expresamente, atenta contra él.

Tal vez las víctimas del cine no se han fijado lo bastante en las circunstancias de que se acompaña. Es el propio individuo quien busca al enemigo; es él quien le entrega espontáneamente y pone a su disposición toda una conciencia. Asiste con ánimo de sentir indistintamente toda clase de emociones, sean éstas buenas o malas; tiene propósito deliberado de fijarse en el más insignificante pormenor y de recrear su espíritu en cuantas imágenes más salientes le haya ofrecido la película. ¿Qué efectos ha de producirle?

Antes de terminar este artículo queremos llamar la atención de los padres de familia sobre el peligro que entraña el cine, como lugar de cita para los novios y para los que no lo son.

Allí se dan cita los novios y otros jóvenes, que buscan el amparo de la obscuridad para ejecutar, sin ruborizarse, ciertas acciones que repugnan al más elemental sentimiento de decoro. Se ha dicho con gráfica y cáustica frase que en el cine la película era para los pequeños, mas la obscuridad para los mayores. Los ministros de Jesucristo saben que, por desgracia, es demasiado verdad que no pocos aprovechan las provocaciones que proyecta la película y la circunstancia de la obscuridad para ciertos actos que no osarían realizar en plena luz del día.

XI
El cine y la conciencia

Una de las facultades que salen más malparadas del cine es la conciencia. En el orden moral, por conciencia se entiende el dictamen práctico de la bondad o maldad de las acciones.

Hay una conciencia individual y otra conciencia social. La primera es una función de la inteligencia, o mejor aún, del entendimiento práctico, que nos dicta lo que se debe hacer y lo que se debe omitir. La conciencia social está constituida por el conjunto de doctrinas, máximas, sentimientos y costumbres que sirven como de criterio para determinar y comprender lo que es bueno y lo que es malo, lo justo y lo injusto.

El cinematógrafo tiene acción directa en la falsificación de ambas conciencias, según vamos a ver breve y claramente.

En el tesoro de la conciencia particular hay un conjunto de ideas, imágenes, principios y sentimientos depositados por la tradición y las enseñanzas domésticas y sociales, y adquiridos otros por el esfuerzo propio. Ellos sirven de norma para las direcciones de la vida moral, científica, religiosa, literaria, &c. Según la naturaleza de estos elementos que integran el tesoro de la conciencia, será más o menos feliz, recta y exacta la dirección de la vida. Una conciencia informada por una serie de máximas erróneas, de doctrinas subversivas, de sentimientos degradantes, y amoldada en formas de leyes pasionales, arbitrarias, &c., no podrá ser buena directora de las acciones humanas. De semejante conciencia nada edificante ni cristiano puede esperarse.

Sentado este principio, nos permitimos consignar el hecho siguiente, testificado por casi toda la historia cinematográfica de nuestras ciudades.

En la película aparecen indistintamente, para enseñanza de los espectadores, doctrinas subversivas de religión, contrarias a la moral, a las buenas costumbres; sentimientos de perversidad, de rebeldía a la legítima autoridad paterna o civil, y otras que, juntamente con las anteriores, se depositan en la memoria y en la conciencia. El primer efecto que produce esta amalgama de nociones es desvirtuar la fuerza de los buenos principios y de los legítimos sentimientos. Una vez admitidas, fácilmente encuentran instintos y sofismas que tratan de justificarlas, para que puedan traducirse en obras sin el consiguiente remordimiento y acusación de los sanos principios que se aprendieron en el seno de la familia cristiana, en la escuela religiosa y en la parroquia. Por fin, las más de las veces, aun cuando sea momentánea o temporalmente, prevalecen los instintos depravados, que responden a las heridas recibidas en la humana naturaleza por el pecado original.

Este es el efecto destructor que en la conciencia individual produce la acción del cine, que venimos reprobando. Esta es la falsificación de la conciencia introducida por tan opuestas nociones como en ella quieren depositarse.

La misma confusión aparece en la conciencia pública. Las personas parece que ya no saben distinguir el bien del mal, si hemos de juzgar por lo que se empeñan en demostrar con sus actos. Públicamente y a la luz del día entran personas en cines y en otros espectáculos declaradamente escandalosos y hasta pornográficos, sin que el rubor les suba a las mejillas; públicamente y a la luz del día, personas que, por otra parte, quieren pasar por piadosas y que frecuentan los santos sacramentos de la Penitencia y Eucaristía, entran en cines donde por el anuncio saben positivamente que habrá escenas de una crudeza y realismo sensual muy grandes, sin que tampoco se ruboricen, a pesar de que les vean entrar las mismas personas que por la mañana han comulgado a su lado.

Estos fenómenos cotidianos prueban evidentemente que se han confundido en su conciencia las nociones más irreductibles de honesto y deshonesto, de ley y de inmoral, de cristiano y de sensual. De lo contrario, no se explicaría tamaña falsificación de la conciencia cristiana. Siguiendo por esa pendiente no es difícil augurar adonde irán a parar.

XII
Misión pedagógica del cine

En pedagogía, el método intuitivo viene gozando de un favor extraordinario. Las mejores escuelas lo han aceptado absolutamente para facilitar la comprensión de los objetos que no entrarían en el entendimiento sin una larga explicación. De ahí la popularidad que gozan las proyecciones como sistema de educación intelectual.

Uno de los secretos de la pedagogía está en hacer fijar la atención del niño en lo que se le pretende enseñar y en conservar la imagen y el recuerdo del objeto. Aun cuando primeramente sea una introducción inconsciente, más tarde se elabora el sentimiento y la conciencia de aquello. El método que permite unir la actividad espontánea del niño con la acción directriz del adulto, es precisamente el intuitivo. La atención del niño es naturalmente muy inestable, porque lo es el deseo que la estimula. Es necesario, pues, un procedimiento que espontáneamente haga fijar largamente la atención en el objeto; que fije las imágenes en el espíritu del niño y que prepare el desarrollo de las ideas, facilitando la asociación psicológica. Semejantes ventajas, añadiendo, además, un más fácil ejercicio de la memoria, se encuentran en el sistema intuitivo.

El pensamiento del niño, propiamente hablando, no es ni concreto ni abstracto, ni particular, ni general: es indefinido; su cerebro es, según frase de las escuelas, tanquam tabula rasa, nada hay en él escrito. Lo primero que en él se grabe, sean errores o sean verdades, será lo que despertará energías latentes y lo que educará la percepción.

Este procedimiento tiene una serie numerosa de aplicaciones en la enseñanza de las varias asignaturas que comprende la primera enseñanza. Como no escribimos un tratado de pedagogía, no queremos extender más estos conceptos. Baste saber que una de las más prácticas aplicaciones que hoy en día ha recibido el sistema de las proyecciones es la enseñanza científica, artística y moral desde la película cinematográfica. Esta ha de ser la verdadera misión del cinematógrafo, según vamos a ver brevemente.

El cine debería tener un fin pedagógico y ser utilizado como elemento instructivo. Por medio de películas podrían representarse viajes, panoramas, deportes, juegos, ejercicios gimnásticos y militares, y, sobre todo, higiene. La película se presta admirablemente para representar la acción tóxica o infecciosa de innumerables elementos patógenos que viven o están entre nosotros. Nos consta, y lo aplaudimos de corazón, que esta acción de popularización científica se ha venido practicando en algunos puntos de nuestra capital.

Así lo confirma el Dr. Galcerán Gaspar, en un trabajo que publicó este mismo año en una revista profesional, con motivo de la inauguración, en la Cátedra de Patología Médica de la Facultad de Medicina de Barcelona, de un cinematógrafo, «a beneficio del cual se proyectan, durante todos los cursos, numerosas películas demostrativas de interesantes preparaciones bacteriológicas originales; unas constituyendo proyecciones fijas, tan notables por su limpieza, en la preparación y claridad en la elaboración fotográfica, como las que representan el estreptococo, el estafilococo, el gonococo, el bacilo de la tuberculosis, el tífico, los flagelos eberthianos y las plasmomas de Laverán; otras sorprendiendo sucesivos momentos de la actividad vital de los seres microscópicos, como el microrganismo de la corea, el espiroquete de la sífilis, la bacteria del cólera de las gallinas, la de la fiebre recurrente y el treponosoma de la enfermedad del sueño».

Si el buen gusto del público respondiera a la diligencia con que algunos profesores enriquecen el arsenal cinematográfico con nuevas preparaciones de anatomía patológica y de bacteriología, se habría conseguido encauzar algo el movimiento de entusiasmo que ha despertado el cinematógrafo. Igualmente caben una serie de películas acerca de los varios ramos de la industria, cuya labor difundiría entre las muchedumbres conocimientos y prácticas de suma utilidad. Si el pueblo no se ilustra con estos objetos de trascendencia para su vida, es porque tiene estragado el buen gusto y no siente la cultura sólida y verdadera.

Lo mismo que acabamos de apuntar referente a la vulgarización de la ciencia por medio de la película cabe recomendar respecto de las Bellas Artes. En el mundo, en los museos, en la naturaleza, hay una espléndida riqueza de monumentos, cuadros, paisajes, edificios, &c., los cuales, por medio de la película, fácilmente podrían proyectarse y explicarse a los pequeños y a los mayores. Sería una de las formas sencillas para introducir el buen gusto en las muchedumbres; uno de los procedimientos más prácticos para educar sutilmente el sentimiento estético de los asiduos concurrentes al cine. Las gentes, entonces, tendrían noción, siquiera fuera elemental, de lo mejor que hay en el mundo, y en pocas horas aprenderían lo que en muchos años han alcanzado otros por medio de viajes y de estudios.

La misma observación dirigimos respecto del orden moral. Es público y harto sabido que ciertas películas sugieren tendencias marcadísimas contra toda moralidad: escenas amorosas de un realismo sumamente exagerado que como pan de cada día prodigan en todas las sesiones.

Sabemos que algunos padres, al aparecer determinadas películas decididamente pornográficas, han puesto el sombrero ante los ojos de sus hijos para que no la vieran y han sido incapaces de levantarse y salir del local. Se representan también a diario burlas y faltas de respeto a la autoridad, inspirando al niño un sentimiento de desprecio al orden público, al elemento militar, a los administradores de justicia y a los ministros de la religión.

En fin, la película cinematográfica no respeta el santuario de la conciencia, ni la moral particular, ni el orden y edificación de la familia, ni la moral pública, ni la propiedad. En ella se pueden aprender todos los vicios y malas costumbres; en el cinematógrafo pueden formarse todos los malos hábitos y puede constituirse una escuela teórica y práctica donde innumerable muchedumbre, consciente o inconscientemente, van a aprender las formas más delicadas y perfeccionadas de cometer pecados, delitos y crímenes. Este es el peligro que entraña el cinematógrafo, tal como funciona en la casi totalidad de nuestros centros.

No, no es, no puede ser ésta la misión que la Divina Providencia señala a una institución que está llamada a hacer obra de edificación social.

XIII
Ejemplos prácticos

Los ejemplos que hemos podido recoger, y que vamos a reproducir, tienen explicación fácil en la impresión objetiva y en la exaltación imaginativa que acompañan al cinematógrafo. Las películas dañinas que representan escenas de terror, suicidios, robos, muertes violentas, asesinatos, desafíos, se graban de tal manera en el cerebro de los niños y de los mayores, que llegan a producir una tensión violentísima de espíritu, que repercute sobre todo el sistema nervioso y sobre todas las funciones del organismo.

1º En la Sociedad Pediátrica Española fueron presentados algunos casos, entre ellos el de una niña de doce años que había intentado suicidarse, bebiendo una gran cantidad de ácido clorhídrico (sal fumant). Devorada esta niña por los efectos de aquella substancia, y sintiendo en sus delicadas entrañas todo el escozor de las extensas quemaduras, hubo de sufrir una operación en el estómago e intestinos.

Preguntada esta niña por uno de los operadores cómo había adquirido la noción de matarse en aquella forma y con aquella substancia, contestó sencilla y llanamente: Lo aprendí en el cinematógrafo.

2º En un estudio que acerca del cinematógrafo publicó, en Diciembre de 1912, en Cuba en Europa el Dr. Galcerán Gaspar, refiere el siguiente caso:

«Recientemente he visto un niño de nueve años, afecto de exaltación frénica con hiper-ideación imaginativa persistente, de tema cinematográfico, que lo abstrae totalmente hasta constituir idea dominante, obsesión, en otros términos, y que absorbe de tal manera su atención, que no le permite dirigirla hacia el estudio, el juego, la familia, ni hacia diversión alguna. En el colegio se distingue por su inaplicación, en casa por su rebeldía. No tiene otra aspiración que concurrir al cine desde que se abren sus puertas hasta que se cierran…; allí pasa tres y cuatro horas. Y en tanto permanece en él, sumido en éxtasis, ni oye, ni ve, ni siente, ni atiende a cosa alguna que no sea la película, nervioso y semiconvulso y en extremo desasosegado durante los intervalos… Pasa muchas noches en insomnio; tiene constantes ensueños, muchos en forma de angustiosas pesadillas. En una palabra, se trataba de una exaltación frénica con obsesión por exaltación imaginativa de las impresiones cinematográficas.»

3º No hace aún tres meses me encontré con un amigo, padre de familia, que acompañaba tres niñas y dos niños suyos a paseo por el campo. Al ver que cuatro de sus hijos presentaban síntomas manifiestos de irritación en la vista, y sospechando la causa, le pregunté: «¿Van mucho al cine sus hijos? –Iban, por desgracia, hasta que el oculista se lo ha prohibido a todos terminantemente. Creo habremos llegado a tiempo todavía para salvarles, pues, según dictamen facultativo, empezaba a apoderarse de ellos una irritación tan fuerte en la retina y una inflamación del nervio óptico, efecto de la oscilación y vibración brusca de la película cinematográfica, que si continúan unos días mas asistiendo a las sesiones, quedaban completamente ciegos.» A la legua se veía que los hijos de mi amigo tenían un sistema nervioso y una constitución muy débil, predispuesta a trastornos de esta clase.

Hemos interrogado a especialistas acerca del número creciente que presentan las enfermedades de los ojos, y han respondido absolutamente que por muy perfeccionada que sea la máquina, la vista sufre notable detrimento, toda vez que la oscilación es inevitable; la película, por su naturaleza, resulta siempre perjudicial a la vista.

El cuadro de enfermedades que en el artículo primero hemos insinuado, y que no creemos conveniente repetir, lo hemos visto en varios sujetos, niños y adultos, cuando la proximidad nos ha permitido estudiarles y dirigirles oportunamente algunas preguntas investigadoras.

A un niño de diez años de edad, según acaba de anunciarme un amigo médico, por efecto de las impresiones del cine se le ha determinado una corea gesticulatoria muy violenta, casi eléctrica.

Una niña de edad trece años, según ha confesado ella misma, a causa de las repetidas lecciones de robo que había recibido desde la película cinematográfica, aprendió a hurtar y lo practicó con tanta afición, que su desgracia le ha conducido a un asilo de corrección y a la cárcel.

Acabamos de enterarnos por la misma víctima, que una niña de trece años, aproximadamente, ha intentado envenenar a sus padres, porque le castigaron una falta de respeto. Preguntada sobre la manera cómo se le había acudido, dijo que lo había aprendido en el cine. ¿Será verdad que el cinematógrafo puede convertirse en escuela de criminales?

¡Pobres niños! Son víctimas sacrificadas por un amor mal entendido de sus padres. Había de ser curiosa una estadística detallada de los trastornos que ha producido y de los conflictos que ha provocado en las conciencias la película cinematográfica. Y horroriza ver los enemigos formidables contra los cuales ha de combatir el sentido moral: la insuficiencia mental, la anestesia moral, la pasión y los intereses creados.

4º Entre los varios casos de exaltación imaginativa que hace algunos años hemos venido observando, escogemos el siguiente por afectar, no a un niño, ni a una mujer, cosa muy frecuente, sino a un caballero de antecedentes normales y de referencias recomendables.

Se trata, pues, de un hombre de cuarenta y tres años de edad, casado y con hijos. Su complexión es de las que más abundan: equilibrada, pero no robusta, es decir, una de aquellas naturalezas que se resienten fácilmente de cualquier exceso que cometan. Cuando le conocí y tuve ocasión de que me refiriera el episodio más triste de su historia, contaba ya cuarenta y siete años de edad. La forma sencilla y llana que él empleó fue la siguiente:

«Yo, Padre, había sido un caballero honrado, sin que la conciencia me reprochara nada que hubiera cometido contra mi mujer y mis hijos. Hace cuatro años que mi esposa, a fin de satisfacer la curiosidad de los hijos y la suya propia, me instó de tal manera en que les acompañara al cinematógrafo, que, por fin, accedí. Una de las películas ofreció tan crudas y vivas ciertas escenas amorosas y sensuales, que sentí por primera vez en mi vida un estremecimiento pasional hacia una persona de fisonomía semejante a la que figuraba en la escena. Terminada aquella sesión quise salir del local, pero los ruegos insistentes de la esposa y de los hijos me detuvieron allí hasta terminar.

»Para ser breve, le diré, Padre, que en el curso de aquellas escenas amorosas vi adulterio, homicidio, aborto, infanticidio, placeres sin medida y, por fin, suicidio. Por mis entrañas se operó una revolución que no sabría explicar. Me sentí otro en mis imágenes, otro en mis sentimientos y otro en mis pasiones. Desde aquel día no pude contener la imaginación, que en momentos de exaltación me representaba planes y proyectos que ni por asomo habría en otro tiempo sospechado.

»Por fin, reproducidas frecuentemente aquellas mismas emociones, en virtud de las imágenes realistas que tan intensa vibración dejaron en mi cerebro, busqué la persona antes insinuada, sucumbí, fui repetidas veces infiel, sentí indiferencia y más tarde aversión por la familia, perdí insensiblemente el sentido moral. Desde que perdí el primer rubor y fui infiel, casi todos los días he asistido a sesiones cinematográficas crudas y de un realismo sensual exagerado, a fin de suscitar nuevas pasiones y acallar la conciencia, que me recriminaba mi proceder deshonroso.

»Hoy, que reconozco toda la fealdad de mi conducta, la deploro y procuro que mis hijos no vayan al cine y mi esposa se rehabilite, juntamente conmigo, de las debilidades a que la expuso y la impulsó mi criminosa conducta. Puede usted creer, Padre, que me dan lástima tantísimas víctimas como en jóvenes y en casados, en hombres y en mujeres, está produciendo constantemente el cinematógrafo. Conozco el mundo de la inmoralidad, porque lo he vivido cuatro años; he seguido los pasos de muchísimas personas, que al salir de la sesión cinematográfica, adonde parecía habían ido exclusivamente a buscar un estímulo, un incentivo, se han dirigido por calles nada recomendables y por campos prohibidos.»

Historias como la presente los ministros del Señor saben perfectamente que abundan, por desgracia. No dudo que cada uno de ellos, si ha ejercido ministerio en populosas ciudades, podría aportar numerosos casos de víctimas producidas por una imaginación trastornada y por una sensibilidad patológica, a causa de las intensas excitaciones cinematográficas.

5º Una señorita soltera, de cuarenta y un años de edad, tenía la inteligencia medianamente formada; poseía regulares conocimientos de economía doméstica y de bellas artes. Se aficionó de tal manera al cinematógrafo que estragó su buen gusto aplaudiendo mamarrachos y cuadros indecorosos; descuidó completamente la administración de la casa; materializó su inteligencia dando curso libre a la imaginación; aprendió ciertas frases de mal gusto y vacías de sentido, que prodigaba lo mismo a las personas que a las bestias. Se convirtió en un tipo tan ridículo, que su única conversación era repetir frases y escenas y despropósitos que el día anterior había presenciado en el cine. Su desequilibrio la llevó a quedar con un fárrago indigesto de imágenes y recuerdos sensibles, sin la menor idea o pensamiento. Quedó, por decirlo de una vez, con la menor expresión posible de inteligencia y con los mayores grados posibles de animalidad.

Este resultado es más frecuente de lo que parece, si bien en menor grado, en personas débiles de inteligencia y de voluntad.

6º Sabido es que la obsesión patológica comprende la imagen fija y un estado emotivo que le acompaña. Las autosugestiones son, en el fondo, obsesiones. La obsesión puede provenir de fuera o de dentro, según sea una impresión sensorial o un estímulo interno quien la elabora y fomenta.

Era una joven de veinticuatro años de edad; entregada a la lectura de novelas sentimentalistas y dramáticas, desde los quince había acentuado bastante un temperamento neuropático. Toda su ilusión consistía en asistir al cine, en donde ansiaba encontrar los tipos de su novela. Por fin, apareció en escena una joven rica y dotada de prendas físicas inmejorables, a quien solicitaban por esposa numerosos y agraciados jóvenes; ella se complacía en torturar aquellas almas enamoradas de su belleza y de su dinero. Uno de sus pretendientes, que en realidad era el que más adentro había penetrado en su espíritu, al enterarse de su modo de ser tan falso y coqueta, le dio un solemne desprecio en un momento en que la hirió profundamente. La joven revolvió toda su bilis; fue víctima de una convulsión nerviosa, y al volver en sí sintió en su pecho todo el afecto y la pasión de que es capaz un corazón enamorado. El joven se resiste y se niega en absoluto a toda relación; la víctima redobla su esfuerzo y su astucia y nada consigue. Por fin, dominada por aquella imagen del desprecio, se retira a su casa y abandona todas las diversiones y amistades, y viajando de imagen en imagen y de afecto en afecto pasa días, noches, semanas pensando y revolviendo en su imaginación aquel desprecio. El ademán de indiferencia, la actitud de repulsión que el joven le había dejado sentir con toda su crudeza, se le aparecía en todos los lugares y por todas partes. Constituyó en ella una imagen fija, que dominó toda su vida psicológica. No pudiendo sobrevivir a tantas torturas y a lo que ella llamaba el entierro del corazón, acabó por suicidarse.

Pues bien, ante este cuadro representado con lujo de detalles y colores en la película, nuestra joven se impresiona tan vehementemente que siente las emociones con la misma viveza que si pasaran por ella semejantes episodios.

Cuando la misma joven nos refería y explicaba ese estado de su espíritu vimos en ella una naturaleza profundamente desequilibrada, un temperamento exageradamente melancólico, una obsesión depresiva que la había de consumir aceleradamente.

Sobrevivió tres años a la muerte imaginaria de su protagonista favorita, y durante este tiempo su única imagen fue la escena del desprecio, que por una alucinación, fácil de explicar y de comprender en una naturaleza predispuesta por las lecturas y el género de vida que hemos dicho, llegó a pensar que la recibía ella de una persona que en otro tiempo la había pretendido. Consecuente con la imagen de la escena fatal, tuvo continuos impulsos de suicidio, que no logró realizar por la extremada vigilancia de su familia.

Al poco tiempo que la habíamos sujetado a un régimen psicoterápico, para desvirtuarle la fuerza de la obsesión patológica y elevar su ánimo deprimido, efecto de las tremendas sacudidas que había recibido aquella naturaleza y de las proporciones que había tomado la enfermedad, moría de un ataque al corazón.

Víctimas como la que acabamos de recordar, hemos conocido otras que aún viven, pero que la impresión producida por una escena realista y violenta les ha trastornado de tal manera el cerebro, los nervios, el corazón y las pasiones, que las ha dejado como inútiles e imposibilitadas para toda obra de provecho en el presente y en el porvenir.

7º Otro de los puntos que con más interés venimos observando y apuntando para nuestra estadística es el de la pubertad. Hemos ya expuesto las razones de los trastornos que sufre la naturaleza moral en esta edad. Nos concretaremos aquí a poner algunos ejemplos, tomados de entre los muchísimos que hemos anotado.

Era una niña de doce años de edad, algo precoz en su afectividad e instinto sexual; su madre consentía en llevarla al cine dos veces por semana. Hasta esta edad frecuentaba los sacramentos y se distinguía por su piedad; llegó a sentir un amor bastante intenso y duradero a Dios. En el cine presenció frecuentes escenas amorosas en las películas y en las sillas de enfrente; esto despertó algo en ella que permanecía aún dormido. Sintió afectos humanos, y éstos insensiblemente tomaban la dirección que les marcaban sutilmente aquellos cuadros. La niña se encontró en pocas semanas completamente transformada; llena de afectos hacia jovencitos que la rodeaban; llena de pasiones de ira, de pereza, de desobediencia, de vanidad, &c., indiferente y fría para las prácticas de religión y ocupados su cerebro y su corazón únicamente por imágenes de grandeza, por ensueños e ilusiones de fortuna, por deseos de amor, de placer, de sensualidad y de vanidad.

Así fue creciendo en años, contando hoy diez y siete, completamente desequilibrada en sus afectos, romántica, impresionista, sensual, vehementemente apasionada por cuantas personas le producen halagüeña impresión, incapaz de ser un elemento de bienestar en la familia, holgazana, sin ninguna preparación para la vida, y víctima de una anestesia moral profunda.

Nos consta, por personas maduras que la conocieron y trataron cuando era niña, que su espíritu era susceptible de una dirección hermosísima; su temperamento, algo vehemente, podía haberse utilizado y encauzado para obras grandes de estudio, de trabajo y de virtud. Entonces se la podía preparar para la vida económica, para la vida de familia y para lo que hubiera convenido en la sociedad. Mas la negligencia culpable de una madre y la obra funesta del cinematógrafo pudieron más que la voz de la naturaleza, que el honor de la conciencia y el interés de la familia y de la víctima.

Ejemplos como éste abundan en la crónica íntima de las familias y de los pueblos.

* * *

Ahí va otro ejemplo referente a la influencia fatal que sobre los espíritus predispuestos ejerce el teatro.

Le Journal del día 23 de Septiembre de 1913 refería el siguiente caso: Un matrimonio joven, con objeto de pasar el rato, entró en un teatro, donde representaron un drama bastante realista. La mujer recibió una impresión tan fuerte que le produjo una emoción muy intensa. Al salir del teatro, dando vueltas en su imaginación al desenlace del drama, no hacía otra cosa que hablar de lo mismo. Su marido, queriéndola distraer, la hizo entrar en un bar a tomar algo; mas ella se resistió, se adelantó y llegó a su casa más pronto que él. Al poco rato llegaba el marido y encontraba a su joven esposa colgada y ahogada con una cuerda sólidamente sujeta y atada al cuello. La muerte acababa de completar la obra empezada en el teatro, en presencia de un drama que provocó una exaltación morbosa.

XIV
Resumen y conclusiones

Acabamos de estudiar los aspectos principales que nos ofrece el cinematógrafo, como elemento perjudicial a la salud del cuerpo, de la conciencia y del pueblo. Conste que podría utilizarse como elemento de edificación y de enseñanza.

En nuestras ciudades hay un elemento sano: la aristocracia espiritual, que con una fe inquebrantable en la restauración de las buenas costumbres, predica y enseña prácticamente la moral, fomenta el arte verdadero y es el primero en dar ejemplo de civismo. Pero, en cambio, hay también una masa considerable de pueblo que se alimenta de conceptos erróneos, de bajas pasiones, de sentimientos innobles, de aspiraciones ínfimas, de materia y sentido.

Si bien los efectos no responden en la práctica al entusiasmo e intensidad de la propaganda y de la acción con que los elementos moralizadores trabajan para la reconstitución del orden moral en la sociedad, con todo, su apostolado es laudable y no dejará prosperar hasta tal punto la invasión del mal, que la conciencia social llegue a confundir las sagradas nociones de moral, de arte, de libertad y de progreso, con las realidades del vicio, de la pornografía, del libertinaje y del retroceso.

Hay un marcadísimo interés en desnaturalizar estos conceptos, según lo prueba el empeño de no pocos ciudadanos, bajo otros aspectos honradísimos, los cuales se esfuerzan en elevar los vicios más feos, abominables y antisociales a la categoría de virtudes, de manifestaciones estéticas, de condiciones para la prosperidad social. El cáncer más terrible que corroe las entrañas de la generación degradada es, precisamente, el que produce, como efecto inmediato, la confusión de estas nociones, la refundición de conceptos y sentimientos antiestéticos. ¡Pobre sociedad, el día en que la conciencia ya no sepa distinguir el bien del mal, el arte de la pornografía, la delicadeza moral de la grosería pasional! Entonces habrá desaparecido de ella todo elemento espiritual, todo carácter moral, todo principio de vida.

Es necesario llamar la atención de las personas de buena voluntad para que coadyuven a la obra de moralización de la calle y del cine.

Todo ciudadano está más o menos convencido de la verdad y trascendencia que entrañan los puntos que acabamos de exponer. Por grande que quiera suponerse la inconsciencia de los transgresores, jamás se nos demostrará que ellos no alcancen a ver, con una regular claridad, que con su asistencia a cines, teatros y otros espectáculos inmorales, que comprando periódicos e ilustraciones pornográficas coadyuvan en forma positiva a la difusión del mal, fomentan y dan vida próspera a instituciones desnaturalizadas, o mejor dicho, creadas expresamente, según parece, por el espíritu que las anima, para pervertir nuestras ciudades, para trastornar la humanidad, para enseñar gráficamente la práctica del vicio.

Todo esto es verdad, y, no obstante, las gentes no se abstienen de prestar su concurso a obra tan nefanda; no saben encauzar un movimiento formidable de propaganda y de acción para modificar o reformar radicalmente unas instituciones destinadas por la divina Providencia para edificación de la sociedad. Es necesario redoblar la actividad y constituir centros y ligas que interesen toda su conciencia en la extirpación de la inmoralidad que venimos censurando; que interesen su honor, y sobre todo sus sentimientos cristianos, en no favorecer ni coadyuvar pecuniaria o personalmente a empresas que nos degradan, que marcan un retroceso notable a nuestra civilización.

No queremos suponer, en la inmensa mayoría de los ciudadanos, una dosis tan imperceptible de voluntad y de buen sentido que no les permita prescindir de una serie de preocupaciones sociales que les estorban toda cooperación a la obra de regeneración social. No queremos tampoco suponerles un criterio tan pobre y tan reducido que no les deje ver otras mil formas de expansión y de recreo, incomparablemente más higiénicas y prácticas, que substituyen con ventaja a las formas reprobadas por la ley de Dios y por el instinto de conservación.

Es altamente consolador, por otra parte, abre el corazón a la esperanza y deja presentir un mejoramiento notable en la constitución física y moral de nuestra juventud, la afición y el entusiasmo que revive y se agita en nuestros días por la vida de sport, como vulgarmente se dice. Conviene fomentar y dar curso próspero a un movimiento higiénico y educativo que ha de reportar bienes incalculables a nuestra juventud, que ha de formarla más robusta y vigorosa; mejor equilibrada en sus ideas, en sus sentimientos y en sus pasiones; más morigerada en sus costumbres, y, como resultado final, mejor orientada dentro del sentido cristiano y del sentido social.

Antes de terminar esta segunda parte, que se refiere absolutamente al cinematógrafo inmoral y de mal gusto, quisiéramos formular algunas conclusiones que sirvieran de norma a las personas que aprecian el honor de su conciencia, el alma de sus hijos, la paz de la familia y la cultura de los pueblos. En el capítulo destinado a estudiar los procedimientos más prácticos de terapéutica social emitiremos otros conceptos que tendrán también aplicación al presente artículo. Por el momento adelantamos estas sencillas resoluciones, que debe procurar cumplir toda persona que tenga conciencia de lo que la rodea.

Conclusiones

1ª Los padres de familia jamás deben tolerar que sus hijos, sean pequeños o grandes, sean varones o hembras, asistan a cinematógrafos irreligiosos, inmorales y de mal gusto. Todo el mal que podían prevenir o evitar y no lo han hecho por negligencia, debilidad o por mala fe, les será imputado ante la conciencia y ante el tribunal de Dios. Es a ellos a quienes incumbe la dirección de sus hijos y su formación física, mental y moral.

2ª A nombre de los sentimientos humanitarios y de los derechos de la conciencia individual, suplicamos a toda persona mayor de edad que no permita esta forma sutil, diabólica, pero eficaz, de corrupción de menores, como se hace desde la película inmoral, desde el cuadro y el espectáculo pornográfico. Muy poca es la diferencia que media entre el atentado penado por la ley y la manera clara, fácil y asequible como se corrompe el alma y el cuerpo de la infancia, de la pubertad y de la juventud.

3ª Toda persona que aprecie la cultura de la ciudad y del pueblo, y quiera dar muestras de sentido moral, debe abstenerse de coadyuvar con su óbolo o asistencia al sostenimiento de todo espectáculo inmoral. Si las personas sensatas y de recta conciencia se retiraran de semejantes centros y dejasen de frecuentarlos, pronto quedaría remediado el mal, pues forzosamente habrían de morir por falta de subsidio y de vida.

4ª Urge formar una Liga de Moralización, a manera de la «Lliga del Bon Mot», que se interese en denunciar a la autoridad los atentados que se cometen contra la moral en la calle, en el cinematógrafo y en el teatro, y en propagar el sentido moral entre el pueblo. Si la señora Presidenta de la Liga de Señoras para la Acción Católica, que tan colosales esfuerzos ha hecho y enormes actividades ha desplegado con su institución, tomara por su cuenta esta rama de moral cristiana, tenemos la seguridad de que semejante liga prosperaría y se vería pronto coronada con la felicidad del éxito.

5ª La autoridad civil tiene obligación estrictísima de velar por la pureza del orden moral y por el cumplimiento de las leyes. Si la primera autoridad gubernativa de la provincia no cumple con lo que le imponen las leyes, debe ser denunciada a la primera autoridad de la nación. Si ni aun así se procura poner remedio y defender los evidentes derechos de la moral cristiana, entonces cabe el recurso de formular una protesta pública contra la ineptitud o la mala voluntad de los gobernantes.

Si la autoridad quiere, puede hacer que se cumpla el orden bajo todos conceptos; tiene poder y tiene fuerza para ello. Este punto es uno de los que por parte del pueblo requieren más táctica y oportunidad. La protesta, cuando no cabe el razonamiento o la reflexión serena en la inteligencia del gobernante, es el recurso que se impone para desautorizar la acción desgubernativa y desmoralizadora de la autoridad que no administra ni tutela los bienes y los derechos de sus ciudadanos.

Capítulo II

En el teatro queremos arte y no pornografía

Varias veces hemos escrito, en otros trabajos de esta índole, que el teatro debe ser una escuela de costumbres y un medio para infiltrar dulcemente en las conciencias la pasión de lo justo y de lo bueno, el sentimiento de belleza y de buen gusto. El teatro debe dirigir, como dirige una institución literaria y moral, que enseña y forma la inteligencia y el corazón. No debe ser dirigido por exigencias de mal gusto, inspiradas en bajas y groseras pasiones, que solamente pueden brotar de ciudadanos materializados y embrutecidos, que no comprenden las cosas del espíritu, no sienten el arte, no buscan más que la materia y el sentido.

Cuando el teatro tiende a excitar malas pasiones, a pervertir y corromper las costumbres, señala el nivel ínfimo de su decadencia moral y a la vez es una prueba de la degeneración de un país.

Los empresarios, los artistas y el público, en general, padecen un error gravísimo respecto a la actuación de nuestros teatros. Suponen que el público indistintamente está preparado para recibir cualquier argumento, o sea, que toda manifestación de una obra de arte será interpretada según el sentido espiritual que tal vez el autor quiso comunicarle. Hay una parte considerable de pueblo que no posee la más elemental disposición para discernir el carácter y finalidad artísticos que puedan tener obras presentadas en forma grosera y sensual.

En realidad, semejantes artistas ejercen una acción contraria al espíritu que les lleva al escenario. Creemos que el arte, además de arte, debe ser oportuno; es decir, debe ofrecerse en dosis que correspondan a la disposición del elemento más sano y más general del público. Todos sabemos los efectos desastrosos que la inoportunidad y lo inmoral en las obras de arte pueden producir en las facultades superiores y en las inferiores del hombre. Precisamente la generación actual se ve obligada a presenciar y asistir a un número fabuloso de enfermos de la mente y del corazón, víctimas de la imprudencia y de la temeridad en este punto.

Se sufre hoy en día una equivocación muy dolorosa y trascendental: se ha confundido el arte con la pornografía. Para distinguirlo debidamente, vamos a estudiar en los siguientes artículos las diferencias que presentan.

I
Qué es pornografía

En su uso más corriente esta palabra se emplea como sinónima de inmoral. No obstante, hay muchas cosas y actos condenados por la moral, sin que por eso sean verdaderamente pornográficos: el robo, el asesinato son inmorales, mas en sí no son pornográficos. Según el sentido que le da su raíz griega, consiste en hablar, escribir y hacer ciertas cosas inmorales, que el criterio del lector acertará fácilmente, sin necesidad de ulteriores explicaciones.

En realidad, es la forma principalmente lo que da el carácter pornográfico. Así el historiador, el novelista, el médico, lo tratan cada uno desde su punto de vista: el primero para estudiar el desenvolvimiento de ese germen de inmoralidad a través de las edades; el segundo con la sana intención de reprobar y condenar lo que condena el más elemental sentido estético y reprueba toda regla de buen gusto; y el médico con el plausible objeto de precisar su naturaleza y señalar sus deplorables efectos, remediándolo con las medidas de terapéutica que se juzguen más oportunas. Y, sin embargo, ni el médico, ni el novelista, ni el historiador merecen la predicha censura.

El objeto más bajo y el fenómeno más vidrioso y delicado de la vida humana pueden ser tratados de una manera noble y decorosa. Ordinariamente los fenómenos que caen bajo estas censuras son los que se refieren a un amor que degenera en pasión; ora se manifieste ésta desde el libro, desde la palabra o desde la escena. La forma provocativa que lo acompaña es la que acentúa el carácter o valor pornográfico.

Descendiendo al terreno de las aplicaciones, diremos que una imagen, pintura o escultura, por el mero hecho de mostrar todas sus formas anatómicas como objeto de estudio o de belleza física, no es pornográfica, como no lo son las láminas y grabados que por razón de estudio se encuentran en los libros de medicina. Será, indudablemente, un inconveniente en que los vean aquellos a quienes nada les incumbe, pero no es pornografía.

En cambio, es pornografía intolerable la de las postales y figurines, tal vez no tan descubiertos, pero declaradamente pornográficos. Llamamos la atención, acerca de este punto, a los padres de familia, porque es más frecuente de lo que su candoroso infantilismo y buena fe les permite creer, que los jóvenes de las grandes ciudades vayan cargados de postales de la «Colección privada», donde parece se ha agotado la inventiva para encontrar nuevas formas de provocación sexual y de pornografía.

Son, además, pornográficos aquellos periódicos, semanarios o revistas que con sus grabados, frases y artículos excitan la pasión sensual de grandes y de pequeños, como lo son todas las obscenidades y cuanto atenta al pudor y a las buenas costumbres.

II
Extensión de la pornografía

La pornografía se presenta descaradamente al público desde las postales, diarios y revistas ilustrados; desde las novelas, desde la película, el escenario y la calle. Nadie que tenga una pequeña dosis de sentido moral y de discreción artística dirá que semejantes elementos contribuyan a la regeneración artística, moral y cultural de un pueblo. En cambio, sería sumamente fácil presentar una estadística horrorosa de degenerados, victimas de semejantes publicaciones y exhibiciones pornográficas.

Este defecto o esta plaga produce entre nosotros, principalmente, tres males: relaja y mata los sentimientos religiosos, pervierte la conciencia social, desnaturalizando las sagradas nociones y elementos que la constituyen, y nos desacredita ante las naciones cultas, rebajándonos al nivel de un pueblo sin espíritu.

Es incalculable el mal efecto que produce en la conciencia religiosa un cuadro, una obra, una acción de carácter pornográfico. Empieza por crear una especie de indiferencia religiosa y moral que rebaja insensiblemente el sentimiento de fe y termina degenerando completamente en incredulidad. Ofusca la conciencia, que se empeña en justificar sus transgresiones contra la ley moral. El error no siempre se forma en la inteligencia: brota frecuentemente del corazón; de allí sale aquella densa humareda que ahoga los buenos instintos y los encona y embravece contra Dios. El hombre que se acostumbra a contemplar el vicio cara a cara y se entrega sin rubor a sus excesos ha perdido ya la noción de conciencia, no tiene ley moral que regule sus actos de más compromiso, decae y pervierte absolutamente sus sentimientos morales y su buen gusto.

Así como hay naciones que ejercen aún influencia fatal sobre otras, porque presentan una fuerza sugestiva que parece inclina fuertemente a otras de menor importancia a que las imiten, como sucede con la República francesa, hay otras, en cambio, como la nuestra, que no ejercerá, es verdad, este apostolado fatídico, porque no tiene el mismo ascendiente que las de referencia; pero no cabe duda que recaerá sobre nosotros una nota de ignominia que nos colocará en un nivel ínfimo en el concepto de los pueblos civilizados.

No sienten la vida y la prosperidad de la nación los que se muestran partidarios del desarrollo pornográfico en el teatro y en las demás manifestaciones de la vida social. Desacreditan ante la crítica sensata nuestro gusto literario y artístico y comprometen la tradición gloriosa que nos han legado nuestros antepasados, y, por fin, inutilizan la influencia moral de nuestro país.

No, no es éste el objeto del teatro; ha de servir para elevar nuestro estado de cultura, según decía el emperador de Alemania en un parlamento acerca del teatro, del día 16 de Junio de 1898: «El teatro tiene por objeto, al lado de la escuela y de la universidad, educar la generación que sube y prepararla para el trabajo, a fin de conquistar los más altos bienes espirituales de la patria. Así debe contribuir a la formación del espíritu y del carácter propios y a la veneración de nuestra moral. El teatro es también un arma que utilizo para mi objeto.»

III
Queremos arte

Milá y Fontanals, con aquella previsión y gusto que le distingue en todo lo que se refiere al sentido literario y estético, dice que «lo ideal de la belleza en el orden moral consiste en la mayor rectitud y grandeza de ánimo, en la ausencia de los sentimientos vulgares y rastreros, tal como se halla en ciertos caracteres morales representados por los más grandes poetas de diferentes épocas».

En la estética, enseña el mismo maestro, no puede haber diferencia entre lo bueno y lo bello, entre lo malo y lo feo.

En consecuencia, comprende muy mal la estética el que quiere alimentar su espíritu de ideas innobles, de enseñanzas y hechos rastreros y abominables; el que, invocando un crudo realismo, en vez de buscar lo bello, lo digno de la naturaleza, tributa culto a lo feo, a lo deformado por la malicia o la pasión humanas.

No son arte aquellos cuadros vivos, realistas, emocionantes; las profanaciones religiosas, los odios fratricidas, los homicidios por celos, por interés, por pasión. No son arte el fuego de lujuria que devora las entrañas de un amante; la locura por el juego, que precipita a la miseria a una esposa y a los hijos; la infidelidad conyugal, que lleva la disensión y la anarquía al seno de la familia. No es estético enseñar gráficamente las maneras de robar, de burlar y substraerse indecorosamente al imperio y a la sanción de la ley, y hacer la apología absoluta del vicio y de la infamia. Nada tiene de bello que el hombre, la mujer, la joven pudorosa, el joven piadoso, miren el vicio frente a frente sin ruborizarse y provoquen y fomenten los impulsos pasionales.

En un trabajo que publicamos en Diciembre de 1911, acerca de Los problemas pedagógico y moral del cine, y que reprodujeron varias revistas de Cataluña, exponíamos extensamente este punto de estética cinematográfica, señalando los objetos y las formas más convenientes del cinematógrafo, para conseguir una mayor elevación de nuestra mentalidad artística.

Capítulo III

Deberes de ciudadanía

El ciudadano no es un ser libre de todo deber y exento de toda ley. Por mucho que se empeñara, ningún título le justificaría semejante pretensión. El día en que el ciudadano tenga conciencia bien formada de su verdadera naturaleza y condición; el día que llegue a comprender los caracteres que le distinguen y las leyes que le obligan como hombre, como cristiano y como ciudadano, tendremos la ciudad ideal, la calle modelo.

Efectivamente, el hombre se debe algo a sí mismo, se debe el cultivo de sus facultades y la educación de sus sentimientos; se debe el velar por el decoro de su conciencia y por el acrecentamiento de la dignidad personal. No es orgullo reprobable, no es soberbia pecaminosa, el reconocimiento de la propia dignidad. Jamás se confundirán caracteres tan opuestos: mientras el sentimiento de dignidad personal comprende los elementos más puros que constituyen la naturaleza racional y moral, sintetizados en el concepto soberanamente elevado de conciencia, el orgullo es estúpido, la soberbia, criminosa; la vanidad, pueril. Estos se atribuyen méritos que no tienen; exageran sus buenas cualidades y sus aptitudes, acaso superficiales. Llenos de sí mismos, infalibles, impecables, miran con desdén cuanto les rodea. Y el hombre que sólo vive para sí, por su orgullo y su vanidad, desconoce el verdadero valor de su vida. Ese hombre no tiene el sentimiento de su dignidad.

Cada individuo tiene en la vida un lugar muy suyo y una función personal, porque todos, individualmente, tienen un pensamiento que les dirige, un fin al que aspiran y una misión por medio de la cual consiguen su fin determinado. Por este camino, jamás el hombre se envilece ni se rebaja; antes al contrario, mantiene inflexible la dignidad de su conciencia, sin caer en el extremo del orgullo, del desprecio y de la opresión. El hombre está obligado por su carácter espiritual a alimentar su inteligencia con verdades, nunca con errores y falsedades; las lecturas insanas, nocivas, le degradan; las mentiras le envilecen; la hipocresía le rebaja. El hombre debe afirmar su voluntad en el bien, debe educar sus sentimientos en el orden moral, debe dirigir y encauzar su actividad dentro de la ley. La inmoralidad le despoja de su carácter más digno; el amor al mal le desvía de su verdadera condición; la depravación le coloca en el nivel de los degenerados.

El hombre debe ser fuerte, debe gobernarse; no dejarse dominar ni vencer por los enemigos de su dignidad. Para hacerse dueño de sí mismo es menester que se ejercite en la moderación en todo; que refrene sus apetitos y deseos; que no sea esclavo de vicio alguno, de hábitos exigentes ni de sentimientos violentos. Todas ésas son fuerzas ciegas que reducen a la esclavitud. La vida es una lucha; y adviértase que no nos referimos a las luchas innobles, feroces, inspiradas por los más viles sentimientos, disputas de mal género a que se lanzan las gentes de áspera condición. Nos referimos a otra especie de combates, a la guerra santa y hermosa sostenida contra el mal y en favor del bien. El hombre es un combatiente armado en pro de la justicia, de la libertad, de la fraternidad, de la verdad y de todo lo que es hermoso, recto y bueno, y contra todo lo que es feo, inmoral, injusto, indigno y falso. Cuando el ciudadano oye hablar de esa lucha, algo se anima y se despierta en las reconditeces del corazón, algo se descubre del hombre digno y delicado.

El verdadero ciudadano no forma parte de la sociedad que le rodea como un ser inconsciente, sino como hombre libre, inteligente y responsable de sus direcciones y de sus actos. El individuo debe reconocer y respetar el interés general; la colectividad no puede pisotear el derecho sagrado de la conciencia personal. A todos interesa que la vida de cada hombre esté rodeada de garantías, y que la vía pública, la calle, sea respetada y venerada por los individuos.

El ideal de la educación cívica en su aspecto humano no es ser como todos los demás, sino tener personalidad y carácter propios. «Querer que todos se parezcan lo más posible, dice un pensador, que estén cortados por el mismo patrón, con el mismo perfil, la misma estatura, idénticas opiniones y los mismos gustos, es organizar la monotonía, la pobreza, la inercia y la muerte. La variedad de colores, de plantas y de líneas en el horizonte, da belleza e interés al paisaje. La de productos origina la riqueza de un país; la del amplio cultivo de las facultades distintas de cada uno produce la fuerza, la riqueza, recursos inagotables de medios sociales. Mil hombres de cultura varia, independiente, con horizonte propio, con iniciativa, aficionados al estudio, de espíritu emprendedor, con gran diversidad de puntos de vista, de capacidades y de ideas, son superiores a cien mil que hayan sufrido una formación uniforme y una marca del mismo espíritu exclusivo.»

Esta variedad de desarrollo, según las aptitudes de cada individuo, acompañada de un buen fondo de disciplina interna, es la mejor garantía de la moralidad exterior. ¿Quiénes son más capaces de comprender, de respetar y de servir al orden y al interés públicos? Los que han sabido establecer mejor el orden en sí mismos; los que se han habituado a un régimen de disciplina interna; los que saben gobernarse a sí mismos. Obedientes a la ley interior, se someten fácilmente a las reglas que fijan y garantizan el orden exterior; tienen conciencia exacta de la libertad, la tienen del deber y de la obediencia, y, por consiguiente, son los mejores ciudadanos. El ciudadano, pues, considerado como hombre, tiene deberes que cumplir, está sujeto a ciertas leyes que nacen de su misma naturaleza: es un ser racional con entendimiento que conoce la verdad, con voluntad que descansa en el bien, con conciencia que sigue el orden moral y con libertad que se ampara en todos ellos.

Después de las observaciones que preceden es lícito afirmar que el ciudadano, por su condición de hombre digno y culto, es un elemento importante de moralización. No lo es menos por su carácter de cristiano. Aun cuando el ciudadano, movido por la pasión o la ignorancia, llegara algún día a renegar de la religión, debería estarle agradecido, porque a ella le debe la vida y la civilización. Con mayor motivo si la profesa con convicción y la practica con cariño. La condición de cristiano es para la sociedad su mejor garantía, siempre y cuando cumplan con las leyes y preceptos que la religión les impone. El cristiano debe presentarse en todos tiempos como modelo de ciudadano honrado. Jamás de sus labios debe salir una palabra indecorosa; jamás en su conducta debe notarse la menor falta de disciplina social. Ejemplar irreprochable y de conciencia rectísima, debe ante todo mirar por la gloria de Dios, por la observancia de su ley y la dignidad de la propia persona. Ser social por excelencia, debe inspirarse en sentimientos de caridad cristiana y de fraternidad universal; debe interesarse por el orden exterior, por la moralidad de la calle, por la cultura del pueblo.

La moralización de la calle exige el concurso de todos. Coadyuvan a ella igualmente las personas de la clase alta, dando muestras de mejor buen gusto y mayor delicadeza en el ornato de sus cuerpos, que las del pueblo, en sus varias esferas, no exhibiendo ante las gentes educadas su incultura y su inconsciencia. A los primeros se les pide estética y moral, independencia para substraerse a las importaciones de mal gusto y firmeza para cumplir los dictados de una conciencia sana; interés por la vida de familia y abnegación para trabajar y sufrir las contingencias de la misma. Al pueblo se le pide más educación, más civilidad, mayor cultura de la que posee, más preparación para vivir en las ciudades, o, por lo menos, una dosis algo mayor de sentido moral y de sentido social. Y a todos, finalmente, se les exige que sean ciudadanos y que cumplan fielmente las leyes que les impone su condición de hombres honrados y de cristianos sinceros, sin olvidar el carácter social que les distingue. Es ésta la única manera de conseguir la moralización de nuestros pueblos y de establecer en nuestras ciudades una cátedra perenne de higiene mental y otra de disciplina social.

Capítulo IV

La regeneración moral de un pueblo

Los cuadros algo realistas que hemos presentado en artículos anteriores nos revelan claramente el fondo de inmoralidad que hay interés en conservar oculto entre las varias capas de la sociedad. Reproducido en sus líneas más generales, recordaremos que el respeto mutuo, la caridad, el sentido de justicia en las relaciones sociales, el espíritu de abnegación por la familia, el espíritu de economía, el decoro en las palabras y la dignidad moral en la asistencia a espectáculos indecentes y en el fomento y protección de empresas evidentemente desmoralizadoras; todas estas notas, decimos, dejan mucho que desear y señalan el nivel moral de un pueblo. ¿Cómo debe regenerarse? Veámoslo.

La reforma del individuo

Por la disposición providencial de las cosas la regeneración y el progreso se operan al mismo tiempo en el individuo y en la sociedad: el estado y la perfección moral del individuo son punto de partida y fin, a la vez, de todos los progresos. La suma de valores sociales queda constituida por los factores individuales. El hombre representa un capital-valor de consideración; el día en que sepa utilizarse este capital la sociedad estará salvada, el mundo progresará, es decir, adquirirá el equilibrio y la estabilidad moral que pide la estructura natural de la sociedad.

Harto sabemos, no obstante, que semejante regeneración y progreso no cambiarán en la naturaleza humana sus leyes generales. Conseguiremos que las instituciones expresen mejor la ley de justicia dada por Dios y renovada por el Cristianismo; las relaciones de los hombres entre sí llevarán más ostensiblemente el sello de la solidaridad y de la caridad; habrá más hombres sólidamente virtuosos, más hombres ilustrados con luces más vivas; habrá mujeres que comprenderán y sentirán mejor su dignidad. Con estas reformas individuales se podrá contemplar en la armonía de las relaciones sociales el orden verdadero de la vida humana, imagen lejana del orden superior, de la vida divina.

Nos consta que, por maravilloso que sea el espectáculo de la sociedad llegada a este punto de regeneración y progreso, jamás se verá libre de este conflicto profundo que radica en nuestra primera desgracia, de ese fondo y mezcla de fragilidad y de fuerza, de vicio y de virtud, de sentido y de espíritu, de tierra y de cielo, que ha ostentado en todas las edades de la historia. Todo lo que el hombre puede esperar de esta reconstitución salvadora es el aumento de su libertad, el reconocimiento de su dignidad y la diminución del peso que le tiene encorvado hacia la tierra. En la vida presente no cabe que pueda substraerse a la ley del padecimiento y expiación, cuya libre aceptación constituye una condición de progreso. Y a la vez que la virtud del sacrificio es el principal generador de todo progreso, es también el que conserva la civilización. Dice un pensador, que toda la economía política y social da vueltas alrededor de un mismo eje, polarizado por el sensualismo y por el sacrificio cristiano.

El cumplimiento de la ley moral impone un sacrificio, pero sacrificio que salva al individuo y a la sociedad; el sensualismo y el libertinaje conducen al hombre por el camino de los placeres, pero placeres fatales que acarrean la muerte a los individuos y la extinción de las más seculares y venerandas instituciones. La práctica del sacrificio da al hombre la fuerza para sobreponerse a los alicientes y halagos de la concupiscencia; protege la civilización contra algunos de sus más graves peligros: la inercia, la inacción, la molicie, el egoísmo, la falta de interés y de caridad. Está demostrado repetidas veces en el desenvolvimiento de la historia que las sociedades han sobrevivido a las crisis más terribles, gracias a este espíritu de sacrificio.

El factor individual que debe prestar su concurso a la obra de regeneración moral ha de empezar por la sana reforma de sí propio. Cuando la conciencia haya entrado de lleno en la ley moral; cuando forme parte integrante de su ser el espíritu de sacrificio; cuando posea una verdadera concepción de la vida, y, sobre todo, cuando reconozca los desvíos que ha sufrido su pensamiento, los errores que han influido sobre su espíritu y las bajas impresiones recogidas de la carne y de la tierra que han inspirado y formado sus sentimientos, entonces, acompañado de una buena dosis de voluntad, habrá dado el hombre el paso más importante para la reconstitución del orden moral.

En los pueblos cristianos debemos agregar la fuerza sobrenatural de la gracia, pues no es lícito desconocer la intervención de este auxilio sobrenatural en la dirección de las naciones y en la formación progresiva de los pueblos. Además del concurso humano, del empleo de la fuerza natural, para conseguir la regeneración moral de un pueblo es necesario contar con el elemento de la fe religiosa.

Aceptación de la fe religiosa

Dios, en todos los períodos de la historia, ha influido sobre la humanidad para dirigirla hacia la meta de su destino. Con la ruina del mundo antiguo el hombre, entregado a la sola fuerza de su orgullosa razón, resulta convicto de impotencia. Ni aun entonces Dios le abandona: llama a pueblos bárbaros e ignorados que se someterán a la Iglesia, y que, merced a su sobrenatural auxilio, abrirán un camino de progreso superior a las esperanzas de la antigüedad. La obra de la redención sigue perpetuándose a través de la historia: el hombre se empeña en apartarse del camino de Dios, y Dios no cesa de llamarle a él; el hombre se obstina en perderse, y Dios se obstina en salvarle. Unas veces suscita Dios en las almas uno de esos grandes movimientos de heroísmo cristiano que pasman y arrebatan el mundo y le encaminan de nuevo hacia la verdad, el amor y la justicia.

Dios tiene una infinidad de medios y procedimientos para salvar y aleccionar a la humanidad, al mismo tiempo que para dejar sentir sobre las sociedades particulares las consecuencias de sus prevaricaciones. Hasta el presente, las sociedades infieles a Dios y su ley, los pueblos rebeldes al impulso de Dios, van a perderse en la nada y a ser reemplazados por otros.

La fe en Dios y en su iglesia es la única capaz de salvar una sociedad. La doctrina de Jesucristo, afirmada, definida, desarrollada de siglo en siglo por la Iglesia, da a la sociedad una ley que radica en la misma naturaleza del hombre racional, moral y social; sus costumbres, fundadas en estas verdades y dirigidas hacia un fin sobrenatural, resisten inquebrantables las negaciones del escepticismo.

No es lícito desconocer que la virtud de los pueblos y su poder social están siempre en razón directa de las doctrinas que adopten como regla de su vida. La verdad parcial no puede producir más que virtudes incompletas. La Iglesia que posee la verdad total da el precepto y el ejemplo de toda clase de virtudes; y si es blanco de los ataques desesperados del vicio, es porque éste tiende a anonadar toda verdad y toda virtud.

En la fe católica se nos enseña la moral dependiente de Dios e independiente del hombre, ley verdaderamente natural, ley de conservación y ley de libertad; se funda en el autor mismo de la naturaleza y establece el derecho de mantenerse fiel a su deber, origen de toda libertad individual y social. La obediencia es digna y franca, pues el hombre solamente rinde su voluntad ante la voluntad de Dios; su libertad se mueve por sí misma, ora por amor, ora por interés al cumplimiento de la ley. El sentimiento de solidaridad y de fraternidad universal, que forma de la humanidad un solo corazón y un solo pueblo, es privilegio exclusivo de la sociedad católica.

Sin fe en un ideal más elevado que el que pueda fijarse en la esfera del tiempo; sin ley más firme que la fundada en la simple voluntad humana; sin motivos más fuertes y poderosos que los puramente de interés creado y humano; sin medios más adecuados a la realización de aspiraciones sobrenaturales que los proporcionados por la sola naturaleza, es completamente imposible regenerar un pueblo y moralizar una nación. Y esta dificultad crece de punto si se tiene en cuenta que es necesario hacer una obra de reeducación sobre la voluntad, sobre el buen gusto, sobre el sentimiento de dignidad y, de una manera particular, sobre el sentido moral. Para realizar esta obra nos bastan estos tres elementos: una conciencia bien informada, una voluntad firme y robusta y la aceptación absoluta de la fe tradicional, de la fe religiosa.

Capítulo V

Terapéutica social

Es necesario que las personas sensatas y las autoridades se preocupen seriamente de la cuestión de la moralidad pública.

Nos consta que el elemento más culto de la sociedad abomina en absoluto de todo aquello que nos desacredita y rebaja el nivel de nuestra dignidad. Consta igualmente que los padres de familia, en su mayor parte, protestan en su conciencia de tantas abominaciones como invaden su hogar y corrompen el espíritu de sus hijos.

Esto se siente, esto se lamenta y abomina, y ¿qué se hace? ¿qué se determina para remediar estos males? ¿qué dique se opone al movimiento desbordado de pasiones, a la invasión de las ideas?

No tenemos reparo en declarar franca y paladinamente, que, a nuestro modo de ver, las multitudes que venimos censurando padecen una grave enfermedad en su espíritu. Unos no alcanzan a comprender la realidad del mal, y otros que la comprenden no saben determinarse; de manera que la abulia, o enfermedad de la voluntad, que padecen los asiduos concurrentes al cine inmoral, presenta dos fases: o no tienen fuerza suficiente de voluntad, o, si la tienen, no saben determinarse a la ejecución.

Decía un gran pensador que el ambiente que se respira constituye las tres cuartas partes de la vida de una persona. Esto es cierto en lo físico, como en lo intelectual y en lo moral. Pues bien, respirando las muchedumbres ese ambiente corruptor de inmoralidades, y viendo todos los días cuadros de mal gusto o de ínfima clase, han llegado a perderla vista, el sentido estético y la delicadeza moral.

Francamente, dada esta perversión del gusto estético y la degeneración moral que tan profundamente ha lesionado el sentimiento y la conciencia de las víctimas, muy poca confianza nos inspiran las reflexiones filosóficas; estimamos más conveniente y más eficaz: 1º, exponer por medio de cuadros realistas y casos prácticos los peligros higiénicos y morales del cinematógrafo y del teatro, cuando éstos se separan de las leyes del decoro y del buen gusto; 2º, influir para que el cuerpo médico y los Consejos de Sanidad e Higiene pongan coto a lo que evidentemente ha degenerado en agente destructor de la salud y en elemento patógeno de desequilibrio mental y moral; 3º, solicitar insistentemente, y de una manera eficaz, de las autoridades gubernativas, el cumplimiento de la ley moral y el respeto a la dignidad y al decoro social que asiste a todo ciudadano; 4º, trabajar, cada uno en el círculo de sus relaciones, para que los padres pongan más vigilancia e interés en la conducta de sus hijos y éstos tengan en mayor estima su salud, su dignidad, su conciencia y la felicidad de su porvenir.

Estudiemos todos un punto tan trascendental; empapemos nuestras ideas y reflexiones de sentimientos de amor y de sacrificio por Dios, por la patria, por la cultura y por el buen nombre de la ciudad; tengamos una gran fuerza de voluntad para realizarlo y traduzcamos en hábitos prácticos esa fuerza formidable de las ideas, de los sentimientos y de las pasiones rectamente dirigidas. Este ha de ser el camino de nuestra salvación moral y social.

FIN